28 diciembre 2010

Breve escorzo de playa

Ventea. Una plomiza cortina de lluvia sombrea con su húmedo pincel la línea del horizonte y entrega el incierto pronóstico de un nuevo día de playa. A mi diestra, el cerro exhibe su pálido verdor; muestra sus yermos matorrales y los escuálidos arbustos que han sobrevivido a la incuria y al despiadado empeño del hombre por desnudar la montaña. Los madrugadores pájaros costaneros reinician sus circuitos a la espera de las tempranas tareas de pesca cotidiana. Revolotean las golondrinas; se deslizan las gaviotas; vuelan en circulo los pelícanos. Un intruso gallinazo cabalga la onda que ha reconocido y disimula sus propósitos con la quietud y elegancia de su experto deambular; no revolotea con esfuerzo, se deja llevar por el capricho del viento, timonea con su magro fuselaje y se desplaza…

Abajo, el mar va recuperando el verdor que la lluvia ha oscurecido. Las primeras barcazas pesqueras van iniciando su retorno, mientras unos pocos espectadores esperan, para auditar el producto de una nueva y laboriosa jornada. Mi ventanal, cual altivo mascarón de proa, se adentra en el marino paisaje con las velas de mi curiosidad; va empujado por los vientos de la ilusión y favorecido por la brisa de una nueva y tempranera esperanza. Son los últimos días del año; las postreras lluvias de invierno; y, a la vez, las primeras imágenes del amanecer costanero. Es un breve escorzo marinero en la lluviosa madrugada.

Hacia poniente, una imprecisa huella denuncia el perfil de la costa a la distancia; su escalonado declive semeja la letárgica figura de un lagarto que sumerge su parsimonia colosal en el incesante vaivén de las aguas. Adelante, la pedregosa dársena del club náutico enfrenta con furia al lomo del océano; lo muerde una y otra vez, con su porfiado impulso de víbora empecinada. El indócil océano cede y deja su encrespada espuma como efímera prenda de su pasajera retirada.

Un resplandor metálico parece agitar la rítmica persistencia de las olas. La argentina huella de las corrientes submarinas, deja también su estela de quietud con abreviados trazos de media luna que parecen propender a parcelar las aguas. Un velo caliginoso da los toques finales al paisaje con su bruma suspendida sobre la curvatura de la playa. La lluvia azota por momentos con su látigo inclemente, arrecia con sus oblicuas e insistentes rachas de plata.

Se percibe un rumor, con su persistencia lenta y obcecada. Son las olas del mar, con su furia amenazante, con su incesante e irregular latido, con su monótona canción improvisada. El suyo es como un himno sin partitura, sin ritmo y sin melodía, que escribe en cada empuje nuevas notas en las líneas de su ondulante pentagrama. Poseidón entrega así el eco de su pregón; el del milenario canto con que embruja y advierte; con que seduce y embriaga.

Con la bajamar, las traviesas ondas de vanguardia, parecen manos crispadas que hincan sus últimos esfuerzos en el luminoso espejo al que no pueden ya cubrir con su lujuria renovada. Se retira por pocas horas el mar para ensayar una nueva embestida, para intentar un nuevo galanteo a la brillante pátina que se ha formado en la vastedad de la playa. Arriba, como husmeando el lúdico intento, las gaviotas van formado una aureola; parecen cometas inmóviles, suspendidas en un mismo punto del cenit. Circulan las aves: curiosas, fisgonas, estáticas…

Oscuras manchas se esparcen sobre el agua; son las sombras de las cambiantes nubes que irán desapareciendo con el avance de la mañana. De pronto, el cielo descubre unos rasgados banderines que presagian, con celeste augurio, el fin de la llovizna, la inédita mañana de sol y los nuevos momentos de alegría que se han de compartir en la playa. Entonces, cual si se tratase de una repentina procesión de hormigas multicolores, la gente crea fugaces conciertos y sale a disfrutar de la inquietud de la playa; participa de nuevas y distintas vivencias; confía otra vez en que “hará un buen día” y abriga la secreta confianza en un promisorio mañana.

Feliz año 2011, amigos de Itinerario Náutico!!!

Casablanca, 27 de Diciembre de 2010
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25 diciembre 2010

Documentos en blanco

Estoy en la playa. Estoy en casa nueva! Siento esa extraña sensación de advertir lo novedoso. Es esa incierta percepción que a veces tiene la pertenencia. No la consistente en que la casa le pertenezca a uno; sino aquella de que sea uno el que le pertenezca a esta casa que, aunque se la sentiría como ajena, se la llama ya como “la casa nueva”… Y es que “la casa de uno”, es un sitio que se lo reconoce como propio, donde uno sabe cómo navegar y cómo ubicarse; sabe cómo hallar las cosas propias; todas esas insignificantes y simples cosas, que le ayudan a uno a encontrar los sencillos elementos que nos otorgan comodidad y conveniencia. Siento una rara sensación. Rozan mis hombros dos inciertos y contradictorios personajes: al uno le llaman “ilusión”, al otro lo definen como “inconveniencia”.

Es quizás el signo ineludible de las casas nuevas: el descubrimiento y la atención a los elementos que no funcionan bien todavía; o que insisten en no comportarse como uno ya lo quisiera. Llega la noche y, ausente ya ese ejército de obreros que vienen a brindar su especializada asistencia, la paz vuelve a acompañar con su calma; y a provocar nuevas advertencias y la renovación de los propósitos de corrección de pequeñas imperfecciones, que afectarán mañana con sus falencias.

Afuera, un rumor persistente se empecina con su irregular zumbido y se precipita con ciega obstinación contra los cristales. Se parece al ímpetu intransigente del viento. Suena como cuando la lluvia empieza y el azote de su oblicua insistencia parece ir probando, poco a poco, la resistencia de los ventanales. Son los escarabajos estacionales (*) que, atraídos por el resplandor de las lámparas, ejercitan su propincuidad y se van estrellando por millares. Es una multitud sorprendente de gruesos insectos que, cual plaga bíblica, van revoloteando su fastidio por todas partes. Nadie parece saber su nombre. No vienen con regularidad todos los años; mueren a las pocas horas de ensayar su curiosidad. Tienen una existencia fugaz y efímera; más aún que la que parecería marcar a toda existencia…

Es su transeúnte presencia, epílogo cruel y contradictorio de su proceso de perpetuidad y reproducción? Los lugareños no lo saben. No sucede el resto del año. Es una asombrosa curiosidad biológica que solo se advierte durante el solsticio de invierno, y siempre después de que se han presentado las lluvias estacionales. Más tarde… el necio y confuso revoloteo, de pronto cesa; el torpe zumbido se interrumpe y, cual improvisado campo de batalla, las superficies van exhibiendo las tortuosas huellas de este incomprensible rito funerario. No son unos pocos insectos. Tampoco son unas contadas decenas. Es una apocalíptica aparición; como confundida con el signo paradojal de su propia extinción. Los diminutos escarabajos, vivos y muertos, parecen encontrarse por todas partes!

Abajo, un pueblo olvidado, y herido de muerte por el escalpelo de la noche, luce sus últimas y tardías luces tutelares. Un incierto oleaje difumina sus alamares de espuma en la oscuridad de la playa. Desde mi elevado atalaya puedo observar el acuerdo de dos profundidades: la profusa tenebrosidad del mar y la agreste tiniebla de la montaña. En la noche ha madrugado el silencio. En la caverna de la nocturnidad se va gestando la mañana. Es una contraposición mágica: oscuridad y alborada; defunción de la ilusión y amanecer de la esperanza!

La vida es así. Y así es cada nueva jornada: un nuevo episodio sin título. Un nuevo documento en blanco, donde con traviesa ironía, el destino va escribiendo con los garabatos de lo inesperado, las nuevas páginas del mañana! Así pasa con los nuevos días, y así sucede también con las nuevas casas: flamantes moradas que albergan renovadas y secretas esperanzas… Libros con páginas abiertas carentes de palabras; a menudo cubiertos por adornadas carátulas. De qué imprevistos episodios serán sus paredes mudos testigos? De qué inesperados hechos habrán de dar testimonio sus áreas? Es mejor dejar la imaginación también en blanco, como si la nueva casa se tratase de otro anónimo documento, carente de párrafos impresos, ansioso de nuevas ideas que esperan su turno para ser expresadas…

Concluidas mis reflexiones, cierro el documento que he puesto en sus manos, lector amigo, lo guardo y me retiro; mientras los postreros y más rezagados moscardones se van estrellando contra los impávidos cristales. Otro nuevo documento, el de la vida misma, queda a la espera de nuevos hechos, de inéditos episodios, de secretas y renovadas esperanzas… Este abriga la fugaz expectativa de que el ciclo vital de los inquietos e incógnitos escarabajos, no sea advertencia de la frágil temporalidad que pueda tener la condición humana!

Resuelvo entonces archivar el escepticismo. Prefiero cobijarme con el sigilo de la noche. Cancelo el trabajo y lo dejo en limpio. Me pongo a esperar, a ver qué es lo que irá trazando en sus inciertos renglones, ese escritor antojadizo, que no deja de asombrarnos con la obscena pluma de sus caprichos y a quien llamamos, con ingenua familiaridad, “el mañana”…

Casablanca, Diciembre 20 de 2010

(*) Nota técnica: Se trata de los “catzos” costeños, pequeños escarabajos que, a diferencia de su similar interandino o “plusiotis argénteo”, no proliferan en las madrugadas de Octubre y Septiembre, sino en los anocheceres del solsticio de invierno, luego de abundantes lluvias producidas hacia fines de año. Viven como larva y gusano por cortos tres o cuatro meses. Y ya, en estado adulto, sobreviven solo por pocos días, persiguen la luz, y vuelan tan solo por pocas horas! Extraña inutilidad de la existencia de ciertas especies! Curiosidades que tiene la biología!
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Soplando en el viento

Era el último día de aquel feriado; el último día también de un húmedo carnaval de hace cuarenta años. Éramos cuatro jóvenes que, en la búsqueda de compartir una diferente aventura, habíamos coincidido en realizar un corto paseo a una de las playas más cercanas, para disfrutar del mar y de sus encantos. Ninguno de nosotros llegaba todavía a los veinte años; yo ya ejercía una profesión, tenía un ingreso fijo y poseía una pequeña “pick up” abierta, con dos asientos delanteros y un abreviado espacio en la parte posterior, donde podíamos “acomodar” a dos de los otros compañeros, así como a las vituallas y a los equipajes necesarios.

La prevista incomodidad en la transportación habría de constituir la menor de las inconveniencias en esa excursión a la que habíamos accedido con un cierto espíritu aventurero y espartano. Habríamos de prescindir de acomodación hotelera y aceptar las limitaciones; tendríamos que armar y utilizar un par de pequeñas tiendas; y, acomodarnos a las inciertas posibilidades. Era una forma de pasar unos pocos días de vacación, sustentados por un presupuesto frugal y limitado. Dos de los protagonistas respondían al nombre de Iván; no recuerdo como le hacíamos para evitar que ambos respondieran a idéntico llamado.

Hoy, tantos años después, no recordaríamos aquel lejano paseo, si no fuese por un percance que convirtió el final del viaje en una circunstancia desafortunada y cómica, que se agravó por la costumbre tradicional de mojar al prójimo en los días anteriores al miércoles de ceniza; día en que, se recuerda con una cruz de carbón marcada en la frente, la advertencia de que somos polvo, venimos del polvo y en polvo nos convertiremos. Aquello, lo de recordar las incidencias del fin de viaje, se me hace posible, a pesar de las incomodidades del improvisado alojamiento; de las limitaciones para satisfacer las urgencias biológicas; y de la persistente conjura de los zancudos que quizás en las carpas se infiltraron…

Y es que, cuando regresábamos, luego de disfrutar de esos días de sol y de playa; mientras iniciábamos la subida de Tata-tambo, un camión de transporte, impulsó una piedrecilla que impactó contra el parabrisas de nuestro vehículo. En forma automática, el vidrio protector se desintegró, atomizándose en una infinidad de diminutos y granulados pedazos. No nos quedó más alternativa que proseguir con el resto del viaje sin la protección correspondiente. Para mala fortuna, luego de poco, la lluvia empezó a castigar con un baño profuso y despiadado…

Al llegar a los barrios del sur de Quito, la gente despedía al último día de carnaval con un despliegue de mangueras, bombas de agua y profusos “lavacarazos”. Los vecinos daban rienda suelta a ese curioso desfogue, que parecía eliminar las diferencias sociales, con un loco derroche de agua que se arrojaba por todo lado. Hombres y mujeres corrían con una gran variedad de improvisados recipientes por todas partes, acosando y persiguiendo a todo aquel que se atreviera a transitar por las calles, para atacarlo con más agua, estuviese o no mojado.

Un extranjero, ajeno a esta rara costumbre, habría pensado que el mundo se había puesto de pronto loco, o que la gente de improviso se había desquiciado. Frente a nuestro predicamento precario, los carnavaleros no nos concedieron piedad ni tregua, ni tuvieron ningún tipo de recato. Lloviznaba con insistencia; y, no contentos con comprobar que estábamos empapados, no encontraban nada más adecuado y divertido que darnos su bienvenida a punta de baldazos!

Pasó el tiempo. Los dos Iván crecieron en edad, se graduaron y se casaron. Más tarde, se destacaron en sus respectivas actividades. El uno siguió economía y llegó pronto a Ministro de Estado; el otro optó por la psiquiatría y se convirtió en editorialista de un importante y prestigioso diario. El tercer miembro de aquella excursión, se convirtió en prestigioso constructor y llegó a ser un exitoso empresario. Ese bermejo protagonista es mi propio y “cumbiambero” hermano.

El psiquiatra del cuento, optó por expresar sus ocasionales desacuerdos con un gobierno que dice representar a todos, pero que responde con intolerancia a los que expresan su desafecto a un régimen que ha decidido autocalificarse de revolucionario. Él ha terminado identificado como uno de los “miembros de la prensa corrupta”, así los tilda con animoso desdén el controversial mandatario… Pero, eso de pensar diferente ha sido realmente su único y sacrílego pecado!

Hace pocos días, Iván nos recordó la famosa canción de Bob Dylan conocida como “Soplando en el viento”. Al revisar su traducción, he caído en cuenta que la intención original de la melodía podría tener dos distintos significados. Cuando decimos que la respuesta “está flotando en el viento”, parecería decir que la situación es clara y que lo que sabemos está por todas partes. Pero hay otra posibilidad, y es que intentaría decir que la respuesta a las inquietudes de la canción, sería como “soplar contra el viento”, similar a lo que se recoge en otros dichos que enuncian la situación de lastimarse uno mismo, de dispararse en el propio pie o de escupir contra el cielo. Entonces, la respuesta mi amigo, sería como soplar contra el viento. La respuesta sería como soplar contra el viento!

Transcribo la traducción revisada de la canción:

Soplando en el viento (Soplándole al viento?)
(Blowin’ in the wind) por Bob Dylan

Cuántos caminos debe recorrer un hombre

Antes de que lo consideréis un hombre?

Cuántos mares debe surcar una paloma blanca

Antes de que ella se duerma en la arena?

Sí, cuántas veces deben volar las balas del cañón

Antes de que sean prohibidas para siempre?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento.



Sí, cuántos años puede existir una montaña

Antes de que sea arrastrada hacia el mar?

Sí, cuántos años pueden algunas personas existir

Antes de que se les otorgue la libertad?

Sí, cuántas veces puede un hombre volver la cabeza

Fingiendo simplemente no mirar?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento.



Sí, cuántas veces debe un hombre mirar hacia arriba

Antes de que pueda contemplar el firmamento?

Sí, cuántos oídos ha de tener un hombre

Antes de que pueda escuchar el llanto de la gente?

Sí, cuántas muertes serán necesarias hasta que él sepa

Que demasiada gente ya ha muerto?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento!

Cuál fue la verdadera intención de Bob Dylan? Creo que (aquí sí), la respuesta mi amigo, está soplando en el viento. La respuesta está soplando en el viento…!

No siempre es bueno soplar “contra el viento”: se corre el riesgo de terminar otra vez mojado, aun mucho tiempo después de que hubieran ya transcurrido largas cuatro décadas…! No siempre podemos tener todas las respuestas, lo importante es saber qué quieren las preguntas, con su oscuro y escondido significado…

Casablanca, 17 de Diciembre de 2010
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16 diciembre 2010

Memorias y desmemorias

A menudo mis reflexiones apuntan hacia un elogio de la memoria; es decir, hacia la capacidad que tenemos para recordar. Estoy convencido que la memoria es uno de los principales atributos de la condición humana; podría decirse que existimos y nos realizamos en la medida que podemos ejercer con plenitud esa característica tan humana que es la de la memoria. El hombre es un animal que recuerda; y es justamente porque él recuerda, que está también en condición de poder decir, de poder reír, de poder llorar. Recuerdo luego existo. Puesto en perspectiva: sin recuerdos no hay historia y sin historia tampoco hay identidad.

Cuando escribo, por ejemplo, mi punto de sustento es el de los recuerdos. No hay nada que más nos entristezca que perder la memoria acerca de una situación o de un acontecimiento especial. Justamente una de las características más crueles del mal de Alzheimer, que es como también se llama a la arterioesclerosis, es esa aguda y lacerante propensión a olvidar: la incapacidad de identificar y raciocinar. Con esta dolorosa enfermedad, el recuerdo, es decir la experiencia de lo vivido y que ha desaparecido de la memoria, ya no se encuentra ahí para relacionar esas experiencias con nuestra existencia.

En lo personal, tengo una tendencia muy espontánea para relacionar las situaciones cotidianas y las vivencias de la existencia con los recuerdos del pasado. En ese sentido, puedo expresar que “vivo más de una vez” los hechos que protagonicé o de los que fui alguna vez su testigo; claro, con el beneficio y la ventaja que se contienen en la retrospección. Es a través de la memoria que se nos concede la opción de auto-juzgarnos, de sacar lecciones, de hacernos propósitos para no cometer de nuevo el mismo error. Somos cuerdos mientras ponemos en práctica nuestra capacidad de juicio; y solo enjuiciamos con lucidez cuando podemos recordar con plenitud y objetividad.

Por esto es que quizás, en algún período lejano de la historia, los hombres creían que el pasado no estaba a nuestras espaldas; sino que estaba más bien frente a nuestros ojos. El pasado, así entendido, estaba adelante nuestro, porque era con nuestra memoria que lo podíamos contemplar. Lo que estaba a nuestras espaldas era entonces el futuro, el porvenir (lo por venir); y era por eso que no sabíamos qué nos tenía deparado el destino; y, era por ello que no estábamos en capacidad de poderlo anticipar… Asunto este asaz contradictorio: el de tener que vivir como espectadores del pasado y dando también las espaldas al porvenir…

Pero es en el día a día; en la experiencia de las cosas sencillas de la vida, cuando nos define una característica que es tan humana como la misma memoria: la tendencia a olvidar. Esta desmemoria o “antimemoria”, como alguien ya la llamó, se constituye en uno de los mayores defectos y limitaciones de la condición humana; nos lleva a cometer errores, a producir y a soportar accidentes; nos enfrenta a situaciones lamentables y engorrosas. Y todo porque hemos dejado algo olvidado; o porque no recordamos donde algo pusimos; o no relacionamos una situación importante; o, porque pasamos por alto un compromiso del que dependía nuestra tranquilidad o propia realización. El olvido es la más utilizada de las excusas; y, a la vez, la más frecuente. Decimos: me olvidé! Se me pasó!

Por ello quizás, los humanos hemos inventado recursos para manejar y mitigar, de alguna manera, los efectos y consecuencias lamentables de la desmemoria. Intuyo que algunos inventos han surgido, más como una respuesta práctica a esas grietas de la memoria, que como un giro adicional de esa rueda que nunca está estática, que es la de los avances de la civilización. Algunos de estos inventos hoy serían imprescindibles, como son el calendario o el reloj.

Las diferentes disciplinas de la cultura buscaron siempre nuevas herramientas y métodos para combatir los penosos, y a veces trágicos, efectos de olvidarnos de hacer las cosas. Así es como hemos inventado los “memoranda” (plural latino de memorándum), o ayuda – memorias, los procedimientos, los protocolos, las secuencias para realizar acciones y para desarrollar el adecuado funcionamiento de las cosas. Todos estos no son sino instrumentos o recursos para recordar; o dicho de manera más exacta: son acciones provistas para evitar la posibilidad de olvidar. Sería imposible concebir las actividades humanas sin recurrir a los elementos en los que se apoya y sustenta la memoria; como sucede con los procedimientos administrativos o con las instancias jurídicas; como pasa con las intervenciones quirúrgicas o con las modernas tareas aeronáuticas.

La modernidad nos ha regalado la fotografía, la grabación magnetofónica, el cinematógrafo, el Internet, como herramientas para combatir la desmemoria; y, sobre todo, para potenciar la siempre restringida capacidad de recordar. Por eso es que quizás la vida moderna parezca mas fácil o complicada (dependiendo del ángulo desde donde se mire el influjo de estas ayudas o recursos a favor de la memoria); y, por eso también es probable que estemos expuestos a esta especie de doble sino; de bendición y de maleficio; de virtud y de condena, que nos hace vivir la existencia con una mayor intensidad.

Tal parece que la vida de los hombres, al igual que pasa con el funcionamiento de los ordenadores, se irá haciendo más compleja a medida que dispongamos de un mayor grado de memoria; pero también habrá de otorgarnos una mejor calidad de vida y una mayor facilidad para vivir. El bienestar ha pasado a depender de nuestra capacidad de memoria y de que esa memoria pueda “procesar” con una más alta velocidad. Así, la memoria de la que disponemos individualmente puede llegar a convertirse en una gran limitación, pero también en una infinita y siempre mejorable capacidad. Una contradicción que ya no se puede olvidar!

Quito, 15 de Diciembre de 2010
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08 diciembre 2010

La venganza del chinito

Y, hablando de revanchas, hablemos también de venganzas… Hablemos de un plato que se supone que es “el manjar de los dioses” (de aquellos dioses con debilidades y con vicios, que crearon los humanos en la antigüedad); un plato que, según cuentan, hay que servirse bien frío. Cuando medito sobre este tema, me es inevitable reflexionar en la llamada “venganza del chinito”. Qué mismo es esto de la tal venganza asiática? Se especializan en verdad los chinos en venganzas, ellos que se caracterizan por no comer jamás un plato en frío? De donde viene la expresión? Qué chinito se vengó de quién y por qué motivo? Y me pregunto esto, como buen latino que soy; que, como todo latino, llama de “chino” a todos los orientales, sean coreanos, mongoles o japoneses, con tal que tengan los ojos rasgados y les caractericen ciertos trazos en su expresión facial…

Tengo más de quince años de vivir en el Asia; y, aunque he convivido de cerca con estas razas de culturas milenarias, no he encontrado indicios de qué es lo que la literatura occidental intenta caracterizar con la manida venganza del hombre oriental. En la tierra se usa esto de “chino” como apodo para los que tienen facciones orientales y aun para los que presentan rasgos como el de los ojos pequeños, sin que esto identifique necesariamente al hombre chino con exclusividad. A veces decimos “chinito japonés”, sin advertir la contradicción del correspondiente juicio. Fue así, como este gracioso remoquete, identificó en mi mismísima casa a uno de mis propios hijos, a aquel signado por su curiosidad.

He conocido en mi vida AC (antes de conocer la China) a un número importante de vecinos, amigos y compañeros a los que tildábamos de “chinos”. A ninguno lo conocí como vengativo; todos eran gente generosa y de confiar; gente cálida y bondadosa; preocupada por procurar el pan y honrar sus compromisos. A uno de ellos lo conocí en mi trabajo; era un experto en el raro arte de “saber comprar”, y tenía sobre todo un corazón montubio enorme que heredaron también sus hijos. No quisiera decir su nombre, “la luz del entendimiento me hace ser muy comedido”, como el poeta lo dijo. Solo quisiera recordar una frase muy suya que resumía su humana sabiduría: “El que pesa por quintales, no se fija en medias libras”. Sus premuras invitaban a la ternura. Sus previsiones por el futuro de su familia, le hacían a menudo olvidar su presente personal. Un hombre así, no era chino aunque lo parecía; y… con la bondad con que se anunciaba, cómo podía haber sido vengativo? En su alma bondadosa no cabía el término “vengar”!

Hay una novela que se ha convertido con el tiempo en uno de mis referentes preferidos. Es ella el paradigma mismo de la venganza, se trata de El Conde de Montecristo; es la historia contada por el genial Alejandro Dumas; es la épica aventura de ese hombre traicionado y convertido en prisionero, encarnada por Edmond Dantés. Pocas obras se constituyen en elogio y escabel de la venganza como este maravilloso libro del escritor francés. Dicen que no era él mismo el que escribía sus historias; esto ya a nadie importa; y la verdad, con respecto a este cuestionamiento, solo la sabía él.

Por mi parte, no siempre estuve convencido que fuera dulce la venganza; esto lo confirmé cuando un día cayó en mis manos una nota que, desde entonces, siempre me inspiró por su filosofía y profundidad. La leí alguna vez en un de esos salones de “chat”; es preferible que la transcriba en su integridad para eludir la impúdica tentación de quererla plagiar. Decía así: “La venganza es el juego en el que cae el débil que no puede apartar de sí su rencor. El fuerte sigue su vida y se olvida de la ofensa, ya que no pierde ni un minuto en pensar en ella. El vengativo se siente ofendido día tras día. Y así el ofensor gana ese juego. Y cuando el débil al fin se venga, comprende que no es mejor que su ofensor. Y que solo ha perdido el tiempo y malgastado sus sentimientos y su vida”…

A veces caigo yo mismo en la tentación de ensayar una imaginaria venganza. Se debe a mi inveterada condición de poseer ese auto diagnosticado síndrome obsesivo-compulsivo. Sí, yo sé que es uno de mis mayores defectos. Es parte de mis manías y de mis pruritos. Estoy obsesionado con el orden y trato de acarrear a los demás en mis empeños compulsivos. En la China he aprendido a ignorar los ruidos indiscretos al comer y aun los sonoros escupitajos; he llegado a pasar por alto la invasión de los espacios que creo que son de mi exclusividad. Pero… hay algo a lo que no termino por acostumbrarme: se trata de que, en vuelo, mis colegas chinos no cambien las sábanas de la litera que luego tengo que utilizar. Se escudan en el argumento que habían cubierto con una frazada las mentadas prendas; y que con esto, ya no hacía falta que las tengan que cambiar! Pasan los días, varios días, luego de aquellos vuelos que compartieron conmigo, cuando ellos tenían que cambiar por frescas las usadas sábanas; llego yo inclusive a dejarlas marcadas; pero, las sábanas siguen ajadas y sin que nadie las haya querido cambiar!

Ya me cansé! Me he sentido impotente para persuadirles con los recursos de mi razonamiento; y he pensado que solo me queda la alternativa de una venganza china, en la que se supone que son ellos los que tienen la especialidad. Hasta que ayer ya fue “la cresta”, como dirían los amigos chilenos; ayer que había planeado dar rienda suelta a todo el furor de mi venganza, estábamos en cabina y un cierto compañero se sacó los zapatos y las medias en pleno vuelo… Había un rancio y parmesano olor en el ambiente; mientras yo seguía pensando en por qué se tuvo que vengar el destino así conmigo; y en cómo le hago para, yo también, poderme vengar!

He soñado tantas veces en convertirme en un reciclado Conde de Montecristo, pero he decidido finalmente dejar de pensar en la justicia y en la venganza; y he optado, más bien, por pensar en los valores del perdón y de la piedad…

Amsterdam, 8 de Diciembre de 2010
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07 diciembre 2010

La revancha de Montezuma

De niño fui dejando crecer mi particular convencimiento que teníamos que ocultar las lágrimas; que no se debía dejar que otros le vieran a uno llorar. No sé de dónde me salió ese extraño prejuicio; no sé siquiera si los otros, por lo menos los otros niños, también pensaban igual. Quizás no me daba cuenta todavía del valor catártico que tienen las lágrimas, de cómo ellas confirman y reafirman la condición humana, de cómo nos ayudan a sobrellevar la pérdida, el dolor, la nostalgia, la recurrente orfandad. Quizás, aún no había comprendido que sin lágrimas, no hay remisión ni hay forma de volver a empezar. Tampoco había advertido que las lágrimas son como un raro elixir divino, que se nos asigna por goteo; y no sé si, precisamente, porque tienen ese sabor tan especial…

Lo cierto es que de adulto, y ya convertido en joven padre de cuatro chiquillos, traté, a veces sin éxito, de prolongar con ellos mi persuasión; y muchas veces les exigí con absurda obstinación que si algo querían, o si algo tenían que denunciar o reclamar, antes que nada, tenían primero que calmarse y parar de llorar… No habría de darme cuenta, sino muy tarde, que este propósito (o despropósito) mío volvería con los años a morderme a veces en los glúteos y a veces en los talones! Algo así como el efecto que dicen que produce cierta comida mejicana, que luego de los placeres de la ingestión, produce serios malestares y molestias; dispepsias e insufribles retortijones. La mítica maldición de un emperador azteca que había sentido los estragos de la usurpación y del engaño; y que se vengó a punta de “jitomate” de sus barbados y cabalgantes captores.

Y es que, conmigo pasa, como ya lo he expresado en una crónica anterior, que fui poco a poco desarrollando esta inefable habilidad para ponerme a gimotear por cualquier cosa; por cualquier motivo inocuo e insignificante. Ahora lloro por cualquier asunto carente de importancia. A cada rato me voy de llanto; he perdido mi recurso aristocrático para ocultar mis lacrimógenas propensiones. Parece que ya no me importaría que los demás se dieran cuenta que soy un plebeyo de esos que otra vez se ha puesto a llorar… Me he convertido en lo que mi hermano Adrián llamaba “un cobarde estricto”; o sea, en un simple y silvestre hermafrodita. Para no andar ya con más circunloquios y remilgos: en un viejito maricón que, por cualquier cosa y sin motivo, va y se pone otra vez a llorar!

En mis tiempos de escuela, cuando los partidos de futbol y los golpes de estado se “veían” solo en la radio, había escuchado de unos sorprendentes artefactos que tenían el mágico artilugio de provocar el llanto de los demás. Se trataba de unas bombas que yo imaginaba entonces que poseían una geometría esférica, que las utilizaban cuando había “bullas”; que disponían de una trenza que servía como mecha combustible; y que, al igual que los mecanismos construidos con pólvora, explotaban cuando se las detonaba; y, como resultado, los malvados y comunistas estudiantes universitarios se ponían a llorar!

Fue así como, poco antes de yo también convertirme en malvado estudiante universitario (que nunca fui; porque malvado sí, pero universitario jamás!), habría de descubrir que las mentadas bombitas podían tener cualquier forma, menos la de una pelota coronada por un gorro turco que les impedían la libertad de rodar… Pude darme cuenta, mientras los demás vociferaban “Adelante, adelante, adelante universidad”, que las bombas más bien parecían unas latas de bebida carbonada; y, como yo mismo ya no podía aguantarme más las lagrimas, terminaba implorándoles a los otros: “Adelante, adelante, adelántense nomás!”…

En estos últimos años, me he ido dando cuenta que estas bombitas fueron adquiriendo más bien una figura antropomórfica; les fueron saliendo brazos y piernitas. En suma, fueron haciéndose de una forma definida y compleja; fueron haciéndose de facciones y gestos; y fueron adueñándose de un nombre propio. Estas nuevas bombitas saturan ahora mis espacios y mi tiempo, se han apoderado en forma aleve y artera de mis glándulas lagrimales; han absorbido la plenitud de mis pensamientos y sentimientos. No tienen mecha; han suplantado la cinta del mechero con el diminuto guion con que juntan en su familia los apellidos que los identifican. Se llaman Benjamín y Lucas Vizcaíno-Luá.

Son mis nietos. Estos son los forajidos que me han convertido en un viejito lacrimoso; son las súper eficientes bombitas lacrimógenas que no necesitan detonante; ni siquiera estar presentes, y menos aún que se les tenga que activar. Funcionan sobre todo a la distancia; solo hace falta que se les pueda recordar! Cuando las bombitas están cerca, uno se maravilla de la vida; se arrodilla en la alfombra jugando al perrito; se sienta en la yerba sin importarle que se le moje o se le manche el trasero; se pone a dibujar por horas garabatos y adefesios; se pone a empujar un necio columpio; y, no se deja ganar por el tedio al ver una noria girar, girar y girar…

A ellos les digo lo mismo que de niño me pedían: que coman toda su comida, que recen y orinen antes de acostarse, que jueguen, jueguen y jueguen. Les cuento que cuando uno ya se hace grande no siempre hay tiempo ni para jugar, ni para rezar; que nos hacemos tan necios que nos olvidamos hasta de amar; les cuento que nos vamos convirtiendo en “cobardes estrictos”, en señores circunspectos que van aprendiendo que las bombas lacrimógenas no tienen forma esférica; que, para hacer que lloremos, no necesitan explotar!

Sobre Tallinn – Estonia, 8 de Diciembre de 2010
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04 diciembre 2010

Amaneceres

Es madrugada de Domingo. Es temprano en la mañana, aunque no hay todavía claridad, todavía no amanece. Una mortecina línea de luces es todo lo que ha quedado en la ribera del río de ese sorprendente despliegue luminario que ayer bañaba de claridad la oscuridad de la noche. Un contrastante e inusitado ahorro de energía ha suplantado al exceso de los nocherniegos derroches. Un tenue, vacío e impreciso reflejo va desapareciendo en las inquietas aguas del río, mientras las primeras y tempraneras barcazas van iniciando ya sus trasiegos madrugadores. Sí, solo queda una línea de luces, cual cruel metáfora de nuestras luminosas vivencias que terminan convirtiéndose en parcos trazos de referencia, con sus descoloridos recuerdos, con su difuminados colores.

Pienso entonces en mis primeros desplazamientos aéreos internacionales. Fue un vuelo de Avianca a Caracas, que hizo escala en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, el que inició mis nutridos viajes hacia lejanos lugares. Tenía entonces solo diecisiete años e iba invitado a Venezuela, por asuntos relacionados con mis prematuras actividades como dirigente de un movimiento juvenil. Tratábase de un flamante Boeing 727 que esta aerolínea había adquirido para transportar al Papa desde Italia a Colombia. Cuando esa noche el avión aterrizó en Maiquetía, el lánguido color de las luces azules de la pista de rodaje, sería una de las imágenes que me habría de marcar con la huella de su memoria, con el paso de los años.

Solo diez meses después, un Lockheed Electra de la compañía Ecuatoriana de aviación, habría de llevarme a Miami. Era un vuelo al que llamaban “lechero”, porque venía parando en todas partes: Santiago, Lima, Guayaquil, Quito, Cali y Panamá eran sus itinerantes escalas, antes de que finalmente “topáramos ruedas” en la capital de las compras de los sudamericanos, la ciudad de Miami. Pasar por Panamá, donde éramos “invitados” a desembarcar del avión, para esperar en un terminal abierto a la intemperie y sin aire acondicionado, era una forma de recordar cómo es la vida en los trópicos; cómo hay otros climas, otros calores, otras razas, otras costumbres, otras humedades…

Dos veces seguidas utilicé esa Ecuatoriana de los cuadrimotores a turbohélice, que el anuncio de propaganda (como si eso al pasajero le importara) advertía que estaban impulsados por motores Allison. Los jets comerciales ya surcaban sus estelas y sus ruidos por el mundo; aquí el sucedáneo a la velocidad, cual yapa generosa o graciosa añadidura, era esto, inservible para los usuarios apurados, de saber que los Electras estaban equipados por los famosos y confiables motores Allison de hélice.

Hice estos viajes para cumplir con mis cursos iniciales de entrenamiento de vuelo en Flight Safety Academy, un instituto localizado en un pueblito de la costa oriental de la Florida llamado Vero Beach. Ahí, aparte de volar, no se hacía nada, nadita de nada (le juro Alicia); y si uno lo hacía, todo el mundo se terminaba enterando. Claro, sobre todo las tres únicas chicas que había en ese pueblo medio abandonado donde solo se vendían limones y naranjas; chicas, de las que todos los aviadorcitos que habíamos en la escuela, como esperando turno, y tarde o temprano, fuimos alguna vez sus fugaces enamorados... “Zero Beach” lo habían bautizado mis compañeros de internado.

Tres años después y ya convertido yo en piloto de “avionetas”, que era como entonces se conocía a los aviones pequeños, volé nuevamente a Bogotá en la cabina de un Boeing 707 de Lufthansa; ésa fue una experiencia reveladora e impresionante. Esto de que llamen así a los Douglas DC-3 o a los Twin Otters y a otros aparatos de mediano tamaño, lastimaba mis oídos y mi auto estima, por este bautizo tan injusto y lamentable; además, como si llamar “pequeños” a esos enormes avioncitos, no habría sido ya un desdén insultante, se le añadía ahora esa injuriosa afrenta de darles un género extraño y femineizante… Volar por primera vez en la cabina de mando de un gigantesco 707 Intercontinental, donde tanta gente parecía luchar con la aplicación de las reversas y parecía cumplir con alguna complicada gestión en ese atronador y traumatizante aterrizaje, me hizo crecer en la íntima sospecha de que llegar a volar algún día esas complicadas naves voladoras, “de género masculino”, estaría solo reservado a la exclusiva cofradía de la gente grande…

Pero… pasaron los años, y otros más; y el mismo piloto que una noche “tomó prestada” la revista aeronáutica que yo había dejado en mi asiento, mientras hacíamos escala en el vuelo de regreso, se habría de convertir luego en mi jefe directo en Ecuatoriana de Aviación. Ingresé a Ecuatoriana cuando estaba convertida ya en empresa estatal y era flamante poseedora de esos mismos jets que tanto me habían impresionado. Es que ahora había decidido “meterme a cosas de mayores”, asunto que me lo advirtió una mañana ese mismo superior jerárquico, cuando me comentó: “vas bien mijo, has de ser un buen piloto cuando te hagas grande”… Ah, esto de “hacerse grande”... Y pensar que se nos va la vida y no terminamos nunca de hacernos “grandes”! Por entonces no me preocupaba tanto en llegar a bueno; lo que más me apuraba era eso tan elusivo de llegar pronto a ser grande!

Ahora ya no vuelo en aviones de femenino género, ni siquiera en otros que no sean los llamados “grandes”. Lo hago en otros que, para no exagerar con el uso del adjetivo, merecen la denominación de “aviones de cabina ancha”. Son las llamadas aeronaves de “doble pasillo”. Pronto ya no volaremos ni éstos, ni los pequeños avioncillos; o sea, ni los femeninos ni los masculinos… Y cuando menos nos demos cuenta, ya no estaremos piloteando ninguno! Nos veremos en el espejo y nos seguiremos preguntando eso tan sin respuesta, eso de que cuándo mismo es que vamos un día a llegar a ser grandes…

Shanghai, 5 de Diciembre de 2010
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03 diciembre 2010

De sonrisas y cortinajes

Hace frío en la obligada cláusula de la noche. Parece la ciudad un prematuro escorzo navideño donde la nieve todo lo ha ido manchando de blanco con su persistente derroche. En el brillo diagonal de las mojadas calles, se reflejan los inflamados faroles colorados que anuncian la presencia y disponibilidad de las mesalinas de vitrina, las cariátides animadas, las incorregibles damiselas de la noche. Es la impúdica oferta de lo callado y clandestino; la industria del goce sexual permisivo; la fábrica de las apuradas caricias sin cariño; el desinhibido comercio de los improvisados orgasmos perentorios, de los fingidos amores.

Se han apostado allí, detrás de sus escaparates cristalinos, acompañadas de una silla solitaria, de su escaso atuendo provocativo y de la mueca difuminada de su sonrisa ensayada y complaciente. Un terciopelo gastado esconde el vacío camastro de sus artificiosas contorsiones, como testigo mudo de las urgencias de sus ocasionales clientes. Ostentan, en su rostro, el gesto obvio pero impreciso de la seducción recompensada. En el oscuro mundo del intercambio de los jadeos lascivos, de los carnales placeres reprimidos, de los abreviados requiebros de la pasión retribuida, están ellas ahí para conceder el imaginario pasaporte de salida de la república de la soledad; o, simplemente para conceder la visa de entrada hacia la patria del disfrute de unos placeres sin pretexto ni reproche.

Un contradictorio contraste entre curiosidad y desdén, ayuda a mimetizar el disimulado sigilo del feligrés que acude a esta parroquia lujuriante. Es un gesto innecesario de cautela que a su vez contrasta con la gratuita exhibición de las sensuales intimidades. Es Amsterdam y sus callejuelas del fugaz disfrute. Es el llamado “distrito rojo”, verdadera zona de tolerancia, con vitrinas arrimadas a sus angostas calles. Es ésta, una zona incrustada en el ombligo mismo de la urbe; y así como las meretrices no esconden la desnudez de su carne; ella, la ciudad de los canales, tampoco oculta su permisividad ante el más antiguo de los oficios, que aquí se convierte, además, en una más de las mercantiles profesiones.

Son mujeres de todas las razas y de todos los tamaños; son semblantes de todas las apariencias y de todas las nacionalidades; son muecas seductoras para todos los gustos, que aquí ensayan estas “chicas” de todas las edades. Aprendieron la fácil conjugación del verbo cautivar, en la temprana escuela del estupro o en la tardía universidad de las no siempre inventadas necesidades. Con un insistente gesto de confianza, invitan a esconder el rubor, a superar el prejuicio o el fardo subyugador de los compromisos afectivos o las reticencias morales. La conquista de un nuevo cliente ha de clausurar de nuevo, y por breves instantes, el lienzo que antes cubría el interior de esos abiertos ventanales. Ellas van a lo suyo, a acordar un precio a cambio de las caricias ofertadas con sus recursos seductores.

Si la vitrina se constituiría en el símbolo, la callejuela sería, a su vez, uno como improvisado proscenio para representar las debilidades del hombre. Parece la rúa como un cuadro impregnado de los brochazos impulsivos de Van Gogh, y guarnecido por el marco protector de las tolerancias sociales. No son ellas las que están encerradas en su hornacina de cristal; son ellos, los forasteros, los que sufren el yugo y el cautiverio de su propia condición. Así los ven ellas, como en opuesta reversión de papeles, mientras pacientes los observan detrás de sus iluminados ventanales… Quién compra a quién; quién satisface a quién, en este confuso mercadeo de urgentes requerimientos, de inusitadas necesidades? Abrigo la sospecha que ellas están ahí, no porque estén obligadas a hacerlo, sino porque disfrutan del encuentro furtivo y están satisfechas con lo que hacen…

Como todos en la vida, su realidad personal no está definida por sus ajenas y despreciadas profesiones. Aunque simulen su encierro en el jugueteo holgazán, son también mujeres de carne y hueso; sujetas a las exigencias de la realización familiar; a los impulsos por proteger y compartir; por hacer feliz a alguien más; por dar solución a sus problemas y solventar sus propósitos individuales. Son mujeres sujetas a la alegría o al llamado de la ilusión; al tedio transeúnte o a la cotidiana obligación de arreglar una alcoba o preparar un guiso para alguien.

La nieve ha vuelto a soplar su blancura pertinaz; de pronto, me recuerda que la palabra promesa se avecina a la de promiscuidad; que la palabra propósito se encuentra cercana a la de propincuidad… todo, en la misma página de ese pesado diccionario que es el de los preceptos morales! Les devuelvo entonces la mueca cómplice de mi distendida connivencia, mientras un inquieto mancebo revisa el contenido de su faltriquera y decidido él, a probar inéditos placeres, se asegura de la indiferencia de la gente, cruza la calleja y se encierra detrás de los pesados velos de esas cortinas que, al igual que las comisuras de los labios de aquellas coquetas y livianas sonrisas, pocas veces se cierran y muy a menudo se abren...

Es hora de seguir mi camino; de dejar que cada cual atienda los menesteres de su acordado y travieso maridaje. Prosigo, mientras voy sintiendo la persistencia intermitente de esas seductoras provocaciones. Decido, entonces, ya no regresar a mirar, mientras voy sintiendo que esas sonrisas van quedando atrás, igual que los rojos faroles, colgadas al borde impreciso de la resbalosa e indiscreta calle!

Amsterdam, 3 de Diciembre de 2010
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01 diciembre 2010

Ya se acaba el paseo y mañana vacación!

Es siempre probable que esta vez hayan confundido la orden de mi capuchino descafeinado; y, aún más probable, que hayan vertido el contenido equivocado en el recipiente que a mí me habían asignado. Lo cierto es que debido a mi aguda sensibilidad con la cafeína, y como resultas del lamentable error, no he podido dormir bien y he soñado toda la santa noche. O, para decirlo con más propiedad, he tenido un sueño tan liviano que, al levantarme, he podido recordar con mucha claridad muchos de los adefesiosos y recurrentes sueños que tuve anoche! No siempre es bueno hablar de los sueños que nos inquietan; los psicólogos están persuadidos que reflejan nuestros traumas, angustias y temores…

Por mi parte, confieso que desde niño me acompañaron siempre repetidas e inquietantes imágenes nocturnas. Sin embargo, cuando converso con mi hijos o con mis amigos, puedo darme cuenta que nos producen inquietud los mismos guiones noctámbulos; la trama de las pesadillas parece que sería la misma; aunque, claro, solo cambien los actores. Quizás por ello hemos acordado no acudir al mismo psicólogo, solo con el objeto de poder acceder a un mayor numero de interpretaciones… Así, puede salirnos más costoso, pero tenemos también más opciones para escoger! Además… quién no ha soñado alguna vez con que le iban persiguiendo? O con que caminaba por la estrecha cornisa de un tejado? O con que se le venía encima la creciente de un río? O con que no podía bajar desde un sitio elevado? Apuesto que hasta los mismos psicólogos lo habrán probado!

Anoche soñé otra vez con un paseo de escuela, con uno de esos anuales paseos de grado. No hubo variantes en el repertorio, y en la trama también se pudo apreciar la inminente creciente del río aledaño; un rumor de aguas, escombros y maderos que se atropellaban era el rugido que se venía desde arriba del río como un amenazante y ominoso recado. Los protagonistas nos habríamos separado sin autorización del grupo principal y afrontábamos ahora esta precaria situación, sin tomar consideración de las precauciones a que habíamos estado obligados.

Así es como he recordado los inolvidables viajes rurales que constituyeron esos añorados paseos de escuela, cuando se vivieron tantas circunstancias y experiencias diferentes, que nos ayudaron a conocer mejor a los amigos y a los profesores; y que, expuestos a otros elementos, nos fueron enseñando también nuestros propios defectos y nuestras propias limitaciones. Ahí aprendimos a compartir y a reconocer el precio que hay que pagar por la curiosidad; el valor que tiene la previsión y la importancia de allanarse a unas reglas con respecto a situaciones con las que antes no nos habíamos familiarizado. Fueron, los paseos, ocasión para sentir una vivencia diferente; para disfrutar de la libertad que ofrece el espacio en la naturaleza, a pesar de la insistente perturbación de los insectos y de que no siempre tuvimos una clara oportunidad para nadar, porque “habíamos olvidado” un inexistente, e innecesario, atuendo para bañarnos…

Estos esperados periplos se efectuaban siempre dentro de los reducidos limites provinciales y nunca requerían de un viaje consistente en más de dos horas de duración. Siempre se trataba de acudir a los mismos conocidos balnearios: sean La Merced o Cunuyacu, o una quinta que poseían los hermanos en las cercanías de Conocoto. Parece que el único requisito era que tuvieran una piscina para bañarnos y suficiente espacio para corretear. En cuanto a los mosquitos, ellos no estaban presupuestados, pero venían de todas maneras y lo hacían sin necesidad de invitación. Estas excursiones fueron para mí, verdaderas y prematuras proclamas heroicas y libertarias; pero fueron los endiablados mosquitos los que me convirtieron siempre en uno de sus mas afectados “caídos en acción”!

No estoy seguro si había desarrollado una alergia o sensibilidad temprana; o quizás simplemente, que no supe controlar entonces la inquieta acción de mis uñas como respuesta a los estragos de la comezón. Lo más grave, sin embargo, no fueron las tormentosas picazones o las hinchazones que me deformaban las manos y la cara; sino la propensión que tenía a las fiebres que me llegaron a producir los responsables de estas incordiantes picaduras. Más de una vez recuerdo haber vuelto a casa a soportar los efectos combinados de mis reacciones alérgicas y de la imprevista insolación. Entonces, una rara fiebre de mí se apoderaba y lo que tenía no eran pesadillas, sino verdaderos delirios producidos por la altísima calentura que producía esta insoportable reacción.

En casa la novelería por la inminencia de estos paseos de grado, nos llevaba a efectuar una verdadera romería para visitar a tíos y parientes. Los padrinos casi siempre se hacían presentes con la financiación pecuniaria de la aventura compleja de esta riesgosa expedición. Era la oportunidad para pedir prestadas verdes mochilas y metálicas cantimploras, y para comprar los refrigerios que no eran dictados por las circunstancias de la excursión programada, sino por nuestro paladar goloso y por nuestra derrochante vocación.

La mañana misma del día esperado, un par de madres desconsoladas venían a despedir a sus sobre-protegidos huerfanitos. Recuerdo a uno en particular, que tenía un apellido cuya última silaba es impúdica e impublicable; y a otro cuyas dos primeras entrarían también en los anales de esta ingrata condición. Venían a despedirlos como que se fueran a un viaje interminable, como si se fueran a la guerra en la frontera, o como si fueran a recluirse en un inhóspito noviciado por un interminable período de desconocida duración. Cuánto involuntario daño produjeron esas madres a sus pequeños hijos; sin caer jamás en cuenta de lo contraproducentes e inconvenientes que resultaban esas excesivas muestras de su maternal protección. No saben que estos viajes les dieron a ellos la mágica oportunidad que requerían para acceder a nuestra experimentada orientación!

Nunca supe porqué los hermanos escogían siempre los Jueves para realizar estos tan esperados desplazamientos. Solo lo intuí más tarde; y es que luego del paseo, cedían siempre, aunque “a regañadientes”, al grito enardecido del populacho que insistente coreaba: “Ya se acaba el paseo y mañana vacación; ya se acaba el paseo y mañana vacación!” Y… vacación era lo que entonces ellos nos regalaban, "asueto" como ellos cándidamente lo llamaban; aunque eran realmente ellos mismos los que se auto-otorgaban una reconfortante y bien merecida vacación!

Estoy a pocos días de salir a tomar mis “últimas” vacaciones anuales. Me siento entonces como transportado a ese desvencijado transporte de escuela. Un murmullo tenue e impreciso va surgiendo en la parte trasera; es un eco sedicioso, como el rumor de un canto de conjura, como la impronta de una oscura conspiración. Poco a poco se va convirtiendo en el estruendo incontenible que provoca la creciente de ese río de los nocturnos sueños de mis recuerdos. Los conspiradores van repitiendo la singular estrofa de su himno de combate: “Ya se acaba el paseo y mañana vacación…!”

Shanghai, 1 de Diciembre de 2010
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29 noviembre 2010

Caldo de 31

Hay en mi tierra un plato típico; es una sopa que se llama “caldo de 31”; así, con números y sin letras. Escrito de esta manera, porque muy probablemente no se sabe cómo mismo escribir “treinta y uno” en los cartelones y pizarras de anuncio de los humildes salones donde se la expende. Así lo intuyo e imagino. Es que, hay una regla curiosa en la escritura correcta de los números cardinales en el castellano: todos ellos, hasta el treinta, pueden escribirse con una sola palabra; pero de treinta y uno en adelante, se deben escribir con más de una; a menos, claro, que se trate de decenas, centenas o millares. Así, por muestra de ejemplo, puede escribirse veintiuno, pero nunca “treintiuno” o “cuarentiuno”.
Pero, este “caldo de 31”, no es una sopita con prosapia. Tan poco linaje ostenta, amable lector, que si usted pregunta a una persona si la ha comido, va a toparse invariablemente con solo dos tipos de respuesta: que no la conoce o que se haga el que no la ha conocido. Porque en el nivel cultural al que me imagino usted pertenece (que, a su vez, le da acceso a estas profundísimas como “viscerales” lecturas), no puede, ni debe, reconocer que "se ha rebajado" a saborear una sopa hecha con panza, intestinos de res y otras menudencias; o que ha merodeado por lugares donde existen cantinas, picanterías, mercados y lugares de esa calaña…
No se de dónde le viene el curioso nombre. Me imagino que le viene del número interminable de los ingredientes conocidos. Nada creo que tenga que ver con el precio del ampuloso plato; aunque, como va la inflación y la dolarización en “la Provance” (como llama a nuestra tierra un tal Vinicio), quién lo sabe! Me animo, más bien, a conjeturar que el nombre le viene, como un plato que originalmente se elaboraba solo en el último día de diciembre, el postrer día del año.
Yo mismo, que sí sé lo que es el famoso “31”, y que me precio además de tener una rara y obsesiva pasión por las sopas y los calditos; debo confesar que jamás he probado la poción en disputa. Dos años de vivir en Corea me enseñaron que hay sopas en el mundo que son simplemente fascinantes; los coreanos tienen caldos picantes que se sirven en tiestos reverberantes de arcilla, con nombres y apellidos exóticos e impronunciables, como “sun du bu jigué” o “yu kie jang”. Ahí aprendí que estos mejunjes nada tenían que ver con las mazamorras de mi infancia o con esas sopas de fideo cuyas infaltables cebollas las tornaban en nauseabundas. Cuántas veces esas sopitas merecieron una rápida desaparición subrepticia aprovechando del descuido de la abuela o del celador de turno…
Porque en una sociedad preocupada por el respeto ajeno o el “que dirán”, mal podríamos reconocer o aceptar que hubiéramos ingerido vísceras de res, o sea tripas; por mucho que, por puro pudor, las hayan rebautizado de “chinchulines” los incorregibles e inimitables argentinos. El caldo de treinta y uno es simple y llanamente una sopa de panza, tripas y otras maravillas. Sé que le llaman también “caldo de manguera” y hasta “sopa de la vida”; pero, una vez más, acúsome padre porque he pecado, confieso que jamás la ha comido! No; y ésto a pesar de que los mondongos, sancochos, sopas de bola de verde, arroces de cebada y otras delicias similares, han formado siempre parte de mis manjares predilectos (gracias tía Julieta!).
Y bueno, a qué viene todo esto de hablar del caldo bendito? Pues… la idea no es hablar de recetas culinarias, ni de prejuicios sociales, ni de auto-reconocimientos de nuestro más íntimo e inocultable esnobismo; he arribado a esta “enjundiosa” reflexión porque he llegado a registrar mis primeras treinta y un mil horas, en esa ambulante bitácora que es mi libro de vuelo. Y, he pensado que todas esas idas y venidas, todas esas subidas y bajadas, bien pueden compararse con nuestro despreciado caldito de treinta y uno. Sí, porque todas esas ausencias y renunciamientos requirieron de una significativa cuota de “tripas” y de coraje; y en el ínterin (como decía un conocido) hemos dejado crecer la flácida pancita…
Pero… alguien tiene que hacer el trabajo sucio en la vida; alguien es el que tiene que sacrificarse, o por lo menos, que esforzarse. Y para ésto es preciso, de vez en cuando, “hacer de tripas, corazón”; aforismo que solo trata de expresar que, no importa lo modesta que sea la condición de nuestros esfuerzos, hay que ponerle empeño a las cosas de la vida: hay que luchar con perseverancia y con pasión. Y, si de todos modos, lo que hay que hacer tenemos que hacerlo, es mejor hacerlo con gusto y tratando, además, de disfrutarlo. Este es el precio que hay que pagar en la vida por haber aceptado ciertos compadrazgos: comerse por obligación un cuy asado sin hacer muecas, o servirse, sin chistar, un caldito de manguera…
Tengo que hacer un elogio de las tripas en este punto. Porque, nada tan delicioso como un montubio “arroz con guatita” o una sustanciosa “bandera”, plato que consiste en un tríptico listado de guatita, arroz y camarones. Y si usted no tiene resquemores ni remilgos por las comidas con nombrecitos autóctonos o indígenas, qué tal unos intestinos desinfectados con cerveza y puestos a asar a la perfección en la parrilla, aunque les hayan dado el infamante nombre de “tripa mishque”? No importa tampoco que "se los tenga" que empujar con unas heladas cervecitas. Le prometo, lector amigo, que para estos “entrañables” menesteres, no se requiere de ninguna clase de coraje (guts)!
Bueno… les dejo que tengo que volver a sumar las horitas. No se me dan las cifras, ni los números a estas horas de la silenciosa madrugada. Qué injusto, irónico y contradictorio resulta resumir en un cuadernillo saturado de fríos guarismos, todas esas formidables e irreversibles vivencias que nos fue, poco a poco, regalando esta vida de la aviación. Esto, a pesar de las “menudencias” y de la pancita; ah… y de las travesuras y de las maldades; aunque no tan pecaminosas como las de nuestro desconocido amigo “Jack el destripador”…
Shanghai, 30 de Noviembre de 2010

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26 noviembre 2010

Entre clavos y cubiletes

Esa tarde la molestia se convirtió ya en un dolor insoportable. Cuando dejé el hotel en Frankfurt para efectuar una de mis rutinarias caminatas, no me hubiera imaginado que solo dos cuadras después, me tendría que sentar en la vereda, al filo mismo de la calle. Tal era la naturaleza extraña de ese punzón intolerable. La sensación de uno como garfio clavado en la pantorrilla, me impedía de pronto movilizarme. Poco antes me habían diagnosticado múltiples hernias en los discos lumbares, asunto que vino a corroborar una presunción temprana cuando pocos años atrás me habían auscultado una escoliosis al renovar un seguro médico.

El problema, a más de insufrible, fue convirtiéndose poco a poco en permanente. Fue así como el traumatólogo que me trataba solicitó una resonancia magnética para poder evaluar con más exactitud el alcance de la deformación que producía esta molestosa dolencia. Para sorpresa de los facultativos, se encontró un cuerpo extraño adherido al nervio central que corre al interior de la columna vertebral. Se trataba de un preocupante tumor de casi dos centímetros de diámetro que el examen mencionado no podía determinar todavía su naturaleza o carácter.

Sin pérdida de tiempo fui remitido a un reputado médico neurocirujano, quien determinó, a su vez, la perentoria necesidad de operar la columna, con el objeto de remover este llamado Schwannoma. Se me informó que la operación no consistía en un proceso complejo, pero que podían presentarse ciertas complicaciones y consecuencias irreversibles, como la insensibilidad de los miembros inferiores e inclusive una probable paralización de las piernas, si el procedimiento llegaba a lastimar al nervio central. Sin embargo, la cirugía se realizó con enorme éxito, para alegría de la parcialidad, de la fiel fanaticada y de todo el resto de la parroquia. Lamentablemente, la operación, solo extrajo el tumor y no corrigió los discos que se habían herniado previamente…

Tuve una recuperación vertiginosa y admirable. Para mi satisfacción y sorpresa, al día siguiente podía ya caminar; una semana después estaba ya nadando y montando bicicleta; y dos semanas más tarde podía ya cumplir nuevamente, y con el satisfactorio beneplácito de la correspondiente contraparte, con mis más importantes obligaciones conyugales (lavar, planchar, cocinar, barrer y firmar cheques). Y, lo más importante: tan solo tres semanas después de la delicada intervención, era recomendado nuevamente para desempeñar mis suspendidas y extrañadas actividades profesionales. La alegría, sin embargo, fue de muy corta duración… Pronto volvieron los dolores en la pierna, producidos por la presión que ejercían los deformados discos lumbares en este inflamado nervio ciático!

Fue cuando descubrí que, a pesar de los tremendos malestares que empezaban ya a alterar mi estilo y calidad de vida, había ahora escasas posibilidades para que me intervinieran, o eventualmente reemplazaran, los discos afectados. Como consecuencia del corte que hicieron en tres vértebras, éstas ya no tenían la forma de un anillo, sino que más bien se semejaban a una herradura; y los médicos no estaban seguros si la mejor alternativa era operar, cuando la columna no ofrecía aún el sustento necesario para soportar un nuevo procedimiento, así de delicado. La función de soporte que producía la región lumbar ya no estaba provista por la estructura ósea; ahora el cuerpo se soportaba en los músculos laterales.

Esta incomodidad se fue agravando cuando fui advirtiendo que los dolores en la pierna se iban haciendo más intensos y agobiantes. Ningún tipo de medicamento o terapia lograba amainar los dolores y las molestias que me impedían una libre movilización. Esta sensación de tener un garfio incrustado en la pantorrilla, hacía imposible que pudiese caminar por un corto trecho; e inclusive impedía que me pudiese sostener parado más allá de un breve instante. El dolor se fue haciendo tan crónico que me hacía falta buscar un elemento de soporte; o un lugar para, rápido, poder sentarme. La fisioterapia no produjo los beneficios esperados; y la no anticipada decisión de suspender mis actividades empezó ya a considerarse.

Fue cuando alguien comentó algo relacionado con la medicina china alternativa. Fue como si me hubieran insinuado que visite a un shaman, que convoque a los espíritus o que optase por practicar quiromancias y brujerías. Solo el simple hecho de escuchar la posibilidad de acudir a un especialista que me introduzca una dosis inimaginable de punzantes agujitas, hacía que se rebele mi reacia naturaleza, más cercana al escepticismo que a la posibilidad de ponerme en las manos empíricas de un practicante. Pero… algo nuevo tenía que tratar! Además, nada tenía que perder! Fue así como de ateo, de golpe, me convertí en creyente; y renuncié desde muy temprano a la necedad de mi anterior apostasía.

Hoy mismo he regresado de mi sesión ocasional de acupuntura. Recostado en el camastro de un hospital general, he sentido una vez más todos esos alfileres que introducen con admirable pericia en las partes adoloridas y afectadas de mi cuerpo. Casi siempre me administran unos impulsos eléctricos que son los que caracterizan a este insólito e insistente martilleo. En casos ocasionales, una yerba parecida al tabaco es quemada también en la parte superior de la aguja. Se trata de una yerba de características curativas llamada “moxsa” o artemisia, que es una planta de tallo herbáceo, cuyas hojas transmiten el calor de la materia incendiada a los terminales nerviosos que requieren tratamiento. Más de una vez, he sentido la quemazón en la piel producida por la caída accidental de los rescoldos de la ardiente sustancia… Las diminutas y sensibles ampollas que he exhibido después me han servido de ocasional recuerdo y también, como no, de testimonio recurrente…

Terminada la sesión terapéutica, o esta tortura curativa, porque los pinchazos no siempre son inocuos ni indoloros, viene una fase que, para quien no está enterado ni familiarizado, se asemeja a un rito mágico y primitivo. El médico enciende una corta antorcha, cuya enorme lengua de fuego le da e él la extraña apariencia de un malabarista pirotécnico de esquina. Entonces acerca la llama a un cubilete de madera y lo adhiere a los puntos de dolor, creando un efecto de succión con el aire caliente. Una docena de encarnadas huellas denunciarán más tarde el vergonzante e inocultable predicamento del resignado paciente.

No me ha quedado más remedio que nadar entre estas dos aguas: las turbias del tormento y las claras del alivio… Me he puesto en manos de más de dos mil años de esta curiosa tortura, de esta incierta y formidable tradición empírica que me ha devuelto la sonrisa gratificante con que se expresa el alivio. Lo he conseguido gracias a las mágicas antorchas de su exótico malabarismo y al hechizo punzante de sus alfileres incisivos!

Shanghai, 26 de Noviembre de 2010
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22 noviembre 2010

Acertijo con la letra Efe

Nadie lo llama por ese nombre de hidalgo que hace buen juego con su heráldico apellido. Todos lo conocen solo por la inicial del mismo, usando para ello la letra más flaca que existe en el abecedario; una letra tan flaca, que de flaca ya le está venciendo el peso de su propio cuerpo. No es la efe de flaco, de fino, de famélico. Es la efe, de novelero formidable, de optimista fascinante, de piloto forastero.

Esto, de que le llamen así, de Efe, le viene de antes que sus mal llamados amigos lo hubieran rebautizado un día, abusando de su proverbial tolerancia. Y es que, como alguna vez le detectaron una insignificante deficiencia auditiva, los chuscos le empezaron a tildar de “Orejas” y aun de “Oídos Dos Mil”; y todo… por puro traviesos! Yo mismo tengo que hacer un retrospectivo “mea culpa” y reconocer que, más de una vez, le saludé con un socarrón “Qué más Efe, qué has oído?”. Solo para obtener siempre la sabiduría de su invariable respuesta: “Nada, no he oído nada! Solo lo mismo que tu me repites, igual que siempre, querido compañero”…

El es, como yo, un aviador de oficio. Me corrijo: el sí es uno de esos locos enamorados de la aviación; y creo que jamás pensó en ejercer una diferente afición o actividad en su vida. Los pilotos nos convertimos en lo que somos casi siempre por casualidad, por necesidad o por otros curiosos motivos; pero, en su caso, el accedió a ésto de los fierros que vuelan por los aires, de los aparatos que se sustentan en el cielo, con una enorme ilusión; asunto e intención que a él le han acompañado desde que era muy pequeño. Yo lo conozco desde que él era un muchacho y estoy persuadido que ésa su novelería por las cosas de la vida y por las de su profesión, le va a impedir que alguna vez pueda dejar de serlo. Porque el Efe sí que es un muchacho cabal y a tiempo completo, uno de esos inquietos muchachos que hay por ahí; entusiastas y curiosos; noveleros y traviesos!

Compartimos en un cercano pasado la misma cabina, las mismas charlas, las mismas inquietudes; vivimos los mismos renunciamientos; convivimos idénticas preocupaciones, idénticos presentimientos. El es un niño grande. Yo, en cambio, como lo compruebo todos los días frente al espejo, soy todavía un pequeño rapaz, uno de ésos que se empecinan con las rabietas de la necedad y luego se empeñan en aparentar con astucia que ya han dejado de serlo. El supo aceptar con resignación, y por mucho tiempo, una posición que le alejaba de los controles de mando, que es lo único que siempre quiso hacer a su tiempo. Porque, lo que el Efe realmente quería, era que un día le llamen “Capitán” y no con ese nombre ajeno a los aeronautas voladores que es el de los llamados Ingenieros de Vuelo.

Pero, no hay sordera que dure cien años, ni orejas que lo resistan! Y así es como mi buen amigo disfruta ahora de manejar sus aviones y comandar sus vuelos. Hoy es quien “va al volante”, pulsando pedales y cabrillas, sorteando vientos cruzados y malos tiempos. Y hace ahora algo tan entretenido y gratificante, que todos los demás que dicen “oír bien” ya se quisieran estarlo haciendo. Cuarterón de árabe como es, vive y trabaja en la tierra de sus antepasados; gente enorme, misteriosa e inescrutable que sigue las fases de la luna y que respeta el Corán. Así es como el Efe sabe lo que es la ley Sharía y el ramadán; sabe de tormentas de arena, de ansiados oasis, de interminables desiertos; y además, cuando saluda, anuncia con piadosa reverencia, un sonoro e inconfundible: as-salama alekum!

Anfitrión afectuoso y formidable; tiene una diminuta e inteligente mujer que lo ha acompañado en privaciones y requiebros. El Efe, heredó de su padre la persistencia de los militares; y probablemente de su madre, esa discreción elegante de las mujeres árabes que, al ocultar su sonrisa, expresan en su mirada el más inescrutable de los misterios. Por eso él castiga siempre con un gesto conmiserativo la insidia ajena; y no cede jamás a la insinuación venenosa o al comentario perverso. Hay una bondad natural en su distendida catadura; una propensión a escuchar con atención lo que parecería conmovedor e interesante; aunque a él le anime la sospecha de que pudiese ser improbable o incierto…

Hoy el Efe es mi “vecino” de continente. Mientras yo vivo en una cultura donde la gente ha optado por un desinhibido y consumista destape; el transcurre sus días en una sociedad que todo lo esconde y cubre con sus velos. Una cultura donde solo se puede mirar, de las mujeres, sus ojos y calcañares coquetos. Ah, cómo seduce lo prohibido, cómo inflama lo escondido, cómo atrae lo arcano, cómo conmueve lo secreto! Arabia, tierra de abayas y de arena; de miradas furtivas, minaretes y obligados rezos! Arabia, tierra de pudores e incalculables fortunas; tierra donde no se escribe con letras, sino con lombrices escapadas del desierto!

Que quién es el Efe...? Pues, fácil, efe de fácil! Como lo hubiera dicho ya el Julito: “Blanco es, frito se come, gallina lo pone, qué cosa es?” Lean la respuesta en el próximo capitulo, amables lectores amigos! No se pierdan el siguiente episodio del apasionante drama “Las orejas del viento”. Es que… hay misterios detrás de los velos y acertijos escondidos en las dunas del desierto! Y, no vayan luego a decir que “no lo habían oído”; porque hay cosas que no se escuchan, y no siempre es porque sea un secreto…!

Ma salama habibi!

Shanghai, 23 de Noviembre de 2010
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20 noviembre 2010

Eso de la motivación egregia…

A veces cedo al sibilino embrujo de las frases rimbombantes; están ahí, como espantajos escondidos detrás de los portales y de pronto salen a mi encuentro (justo, como estas frasecitas que me han salido, sin siquiera proponérmelo).

Por esos casi olvidados años de mi adolescencia, una controvertida crítica literaria renovó el debate de la misión de la plástica y de la literatura; y, por extensión, el de la misión del arte moderno. Tenía la señora un apellido de esos nuevos. Recuerdo que en la escuela todos se llamaban González, Sánchez, Fernández o Rodríguez; casi todos tenían apellidos patronímicos o gentilicios; yo no sé de dónde es que fueron saliendo tantas y tantas variantes de nuevos apellidos, de dónde salieron todos esos apellidos nuevos…!

La gran controversia parece que se daba en cuanto a si era lícito que el arte se diera espontáneamente y no estuviera entregado al servicio de una ideología. Ante la proclama de “el arte por el arte”, los que sirven la rigidez almidonada de las ideologías respondían: “no, el arte por el hombre”. Hoy mismo, no sé si fue la rigidez de las ideologías o tan solo esa desinhibida hipocresía que suele ostentar la propia rigidez, la que había servido a la sazón como pretexto. Lo cierto es que, como todo lo rígido en la vida, esas ideologías se ajaron y se hicieron trizas; como los tiesos cuellos de aquellas viejas camisas que se decide almidonarlas una y otra vez, hasta que... se termina por desecharlas, por inservibles, con el paso del tiempo!

Pocos años atrás habían accedido a los debates del existencialismo, y aún a las seculares discusiones de la evolución, un par de nuevos pensadores franceses que, debo reconocer, influenciaron de alguna manera en los albores de mi personal formación: Ignace Lepp y Pierre Teilhard de Chardin. El primero había surgido con una filosofía de respuesta católica a la angustia del existencialismo; y el segundo había pergeñado una novedosa alternativa a la teoría darwiniana de la evolución. Libros de Lepp, Chardin, Mounier, Sartre y Camus convivieron con impúdica promiscuidad en el mal iluminado velador de mi confundida cabecera.

Sin tener obligación de hacerlo, ya que era mi último año de colegio, me propuse preparar una “tesis de grado” para abordar –no sin cierta candidez – mi magra e incipiente autoridad en el tratamiento de estos temas. Hoy mismo, no recuerdo ya cual pudo haber sido mi postura inicial al respecto; pero muy probablemente era una posición de conciliación, a medio camino entre la apología y la protesta. Fue así como, luego de haber subrayado la mitad de las páginas de uno de estos libros, me dí a la tarea de elaborar mi propia respuesta. Solo recuerdo dos cosas de esa oscura y tiesa carpeta: su título de referencia; y (otra frase rimbombante, al fin) la dedicatoria que inscribí en el prefacio de mi insolente propuesta.

“A mi segunda madre, Carlota Judith, forjadora de mis aspiraciones; y, a mis hermanos, motivación egregia de mis eventuales esfuerzos”. Sí, eso es lo que recuerdo con claridad hoy, en el aniversario mismo de la muerte de mis padres, cuando sin que me lo haya propuesto, me viene de pronto a la memoria, el recuerdo de ese hermoso rostro de mirada tierna y venerable, que fue el de mi abuela materna. La recuerdo a ella con toda la ilusión que puso en mi destino; a pesar de sus premuras con el dinero y de su austeridad; muy a pesar de una severidad que cuando a mí apuntaba, no tenía ningún tipo de reservas! Pero, ella fue para mí como mi segunda madre. Ella fue quien forjó y formó mi personalidad, la que me marcó un derrotero, la que me dio las armas de la persistencia y de la integridad. No, no lo tengo que callar; y lo digo sin reservas!

Con ella tuve que aprender a coser, lavar, planchar y cocinar. De ella aprendí el precio de la solidaridad con los demás; el valor de la esperanza; comprendí el daño irreparable que se puede ocasionar con la maledicencia. Ella nos trató con rigidez, amparada en una nada novedosa moral de la devoción; en un tiempo de rosarios vespertinos, cuya letanía en perfecto latín solo ella se sabía en la casa; letanía que ella interrumpía para reclamar nuestra “indevota” postura o increpar nuestras sonrisas y muecas. Hoy recuerdo sus excesivas urgencias domésticas y su obstinada austeridad; y su cálida memoria me llena de ternura al contemplar ese lejano tiempo que tantas veces lo siento yo todavía tan cerca…

Ella, que quiso más de una vez reciclar mis obsoletos zapatos deportivos, me enseñó que hay que tener cuidado cuando se confía en los demás; no porque el engaño esté instituido en nuestra naturaleza, sino porque los hombres, al igual que las circunstancias, a menudo cambiamos de tendencia. Ella me enseñó a no dejar nunca un deber para terminarlo mañana, aunque mañana lo empezase muy temprano. De ella aprendí los valores de la justicia y de la equidad; aprendí a poner las cosas en su lugar; aprendí que se puede vivir con frugalidad, pero también con dignidad; que apasionarse por las cosas de la vida, hace que la vida se haga entretenida; y que descubrirlo a tiempo, no solo que no es pecado, sino que es la más formidable forma de bienaventuranza de la que puedan disfrutar los hombres aquí en la tierra! Ese fue siempre el mensaje de ese semblante altivo y sereno, de esos sus ojos azules y melancólicos, de esa su nariz orgullosa y perfecta, de sus finísimos labios, de la total dignidad de su apostura combativa, aunque exenta de soberbia.

Una cierta tarde empezó a renguear. Ella, que sobrevivió a un leño dejado caer desde un tercer piso, sin intención, sobre su cabeza; ella que resistió a una aguja de coser que se transportó por sus venas, por culpa de alguien que la había olvidado en un delantal de escuela; no pudo sobreponerse a la voracidad de una vertiginosa metástasis y a ese tan cruel cáncer pulmonar que con sus lastimosos esputos de sangre le fue anticipando que su inevitable y prematura despedida estaba poniéndose irremediablemente cerca…

Así, una tarde de agonía, mientras caía el crepúsculo de su vida, me llamó a su lado, acarició mi brazo para decirme en silencio su postrera despedida, me miró con ternura, me dio con sus bellísimos ojos la última huella de su protección, estrechó mi mano en su postrer estertor, emitió un inaudible quejido y suspiró. Su mirada se quedó colgada en el punto más lejano e indefinido del horizonte. La última de sus lágrimas se quedó a medio camino en la limpidez de su rostro. Y yo, destrozado y compungido, estreché con unción esa mano que fue el más hermoso elogio que pudo haber tenido el trabajo; y, como el niño que todavía era, me retiré a llorar las no interrumpidas lagrimas de esa, mi segunda orfandad…

Carlota Judith Armijos Segarra, viuda de Moncayo. Déjame hoy que te tutee, aunque tus hijos solo atinaron siempre a un reverente “su merced”. Déjame que te cuente que nunca he olvidado la sabiduría de tus consejos. Te recuerdo hoy, y medito en cómo se fueron transformando mis aspiraciones; en cómo se fue metamorfoseando también “la motivación egregia de mis eventuales esfuerzos…”

Ah, casi me olvidada…! Que para qué es el arte? Que, para qué escribimos? Lo hacemos solo para ceder al impulso de la creatividad, para confesar nuestra alma solitaria y confundida. Con tan hermosos motivos, para qué queremos ya una razón, para qué precisamos de un pretexto!

Shanghai, 18 y 19 de Noviembre de 2010
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19 noviembre 2010

Las siete maravillas del mundo

De niño sucumbí a la tentación de coleccionar álbumes de cromos. Es probable que mis primeros hurtos a la abuela; mis primeros “retiros bancarios” de la alcancía de mi hermana Lolita; mis prematuros prestamos quirografarios, obtenidos sin seguro de desgravamen y si la autorización de los desguarnecidos bolsillos de ese santo sin aureola y sin altar que es mi tío Luis Aníbal; y, sobre todo, la “inexplicable y misteriosa” desaparición de los soldaditos de plomo de mi hermano Luis Eduardo; hayan tenido que ver con ese afán inveterado que fui adquiriendo de completar con novelería la colección de esa variedad de razas, animales, monedas o curiosidades, que fue el atesoramiento de la renovada selección de estampitas de colores, que fueron los álbumes de cromos.

Venían tres cromos en un sobrecito que costaba cincuenta centavos de sucre; o sea la bicoca de cinco reales. La trampa de su comercialización consistía en que en las funditas venían muchos cromos repetidos y que habían unos pocos, los que invariablemente había que pegar en la última página, que no salían nunca, y que solo se los podía adquirir de unos revendedores que se apostaban en los portales de la Plaza de la Independencia o en otros rincones disimulados. Estos mercaderes barajaban un gran manojo de estas estampitas de colores; mientras uno, con avidez y con paciencia, iba repitiendo: ya tengo, ya tengo, ya tengo…

Así accedí a ese raro conocimiento de las llamadas “Siete maravillas del mundo”; una selección hecha por algún historiador de la antigüedad, probablemente Heródoto o Estrabón, en una época en que solo una de ellas daba testimonio todavía de su probable existencia en el pasado. Eran estructuras fabulosas, que, por enormes y sorprendentes, espoleaban el lomo siempre sensible de nuestra infantil imaginación. Ahí se presentaban: el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría, los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa, el museo de Halicarnaso, la estatua de Zeus y la única que ha sobrevivido incólume, aunque no intacta, hasta nuestros días: la pirámide de Guiza, construida por el faraón Keops, hace unos cuatro mil quinientos años!

Poco hubiera imaginado en esos años de curiosidad y afán de atesorar tarjetas, que un día en el futuro habría de tener yo mismo la oportunidad de apreciar y deslumbrarme frente a una de estas maravillas. Fue cuando, gracias a mis vuelos internacionales, llegué una noche a El Cairo a cumplir con una corta estadía. El Cairo es una ciudad contradictoria, donde una nueva raza, la de los árabes, ha obliterado por completo la huella de la civilización anterior, la de los antiguos faraones. Todo adquiere el color cenizo de la arena del desierto en esta ciudad que es acariciada por el flujo incesante del segundo río mas largo de la tierra.

Se llega a las pirámides luego de un corto recorrido. Mas allá de la perfecta geometría de su milenaria construcción, y de la incomprensible técnica empleada para su edificación; llama la atención el lamentable estado de su estructura exterior. Todo parece indicar que la falta de control y de valorización por este tesoro de la historia, ha hecho que la desaprensión y la codicia humana hayan ido destruyendo su fachada externa. Además, todos los mercaderes del mundo se acercan a ofrecer sus innecesarios servicios hostigantes. Todo cuesta unas cuantas libras o unas cuantas piastras: ayuda para subirse al camello, ayuda para bajarse; otras veinte libras para estimular el paso del camello, otras veinte para ordenarle que pare. Uno termina por renovar el rito frente a los inolvidables cromos y responde a estos mercaderes: shocran (gracias), ya tengo, ya tengo!

En el ano 2007 una encuesta internacional recogió la preferencia mundial para escoger siete nuevas maravillas de la humanidad. La distinción es importante porque no contaron para esta selección las maravillas naturales. Para acceder al título, estas estructuras debían estar relacionadas con el esfuerzo y el ingenio de las civilizaciones de la humanidad. En ellas debía de estar plasmada la huella evidente de los esfuerzos colectivos del hombre. Así es como se escogieron: el Coliseo romano, la estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, la Gran Muralla China, Macchu Pichu en el vecino Perú, la ciudadela de Petra en Jordania, el Taj Majal en la India y finalmente las pirámides de Chichén Itzá en México. Con esto, las siete maravillas se han convertido en ocho… y aquí va mi personal reseña:

La primera que tuve la suerte de conocer fue el Cristo de los brazos abiertos en el cerro carioca de El Corcovado. Fue durante un viaje impensado e imprevisto. Eran mis tiempos de flamante capitán en Ecuatoriana de Aviación, y una tarde dispusieron que viajase a Bogotá para que transportara al circo de Hanna Barbera a Río de Janeiro. Así llegué a esta ciudad sorprendente, así conocí Leblón y Copacabana, subí al cerro a conocer la formidable estructura, mientras descubría, a mi paso, también los conventillos que alojan la pobreza más abyecta e inenarrable de las favelas; y pude observar desde los altos del cerro del Cristo Redentor, ese otro monumento a la pasión y la ilusión humana que es el estadio del Maracaná, el más grande del mundo. La cabeza ladeada del Cristo, con aire de infinita benevolencia, contrasta con la dura frialdad que exhibe la piedra.

Pasados muchos años, en mis desplazamientos itinerantes por Europa, pude descubrir una de las ciudades más caóticas, sorprendentes y cautivantes de la tierra: Roma, la ciudad eterna. Allí es inevitable visitar San Pedro y las sorpresas del Vaticano; el Panteón, ese templo circular impresionante, el Foro y todos esos monumentos a la civilización que se han reducido a ruinas admirables; pero ante todo el incomparable Anfiteatro Flavio, más conocido como Coliseo, por la cercanía del monumento desaparecido al más nefasto y sanguinario de los emperadores romanos. Hay un aire de espectáculo y de muerte que todavía se respira en el formidable Coliseo. Estar ahí invita a una reverencia, no solo por su estructura, sino por el proceso de desarrollo de la civilización occidental. De pronto uno se siente espectador y actor de privilegio; siente la agonía del gladiador, la cruel emoción del populacho y el rugir atemorizante de los leones.

Más tarde, en uno de mis primeros viajes al más desordenado y contradictorio país de la tierra, fui a Nueva Dehli en la India. Tomé entonces un transporte, una oscura madrugada, que me llevó a Agra, la capital del antiguo imperio de los Mogules. Ahí, hace poco más de trecientos años un príncipe enamorado, Shah Jahan, había hecho construir un primoroso monumento funerario, un mausoleo para su inolvidable esposa Numatz Majal o Arjumandi, la princesa. Ahí se yergue el Taj Majal, uno de los monumentos más esplendorosos y de geometría más cautivante que pueda verse sobre la faz de la tierra. Sus paredes interiores están revestidas de piedras preciosas, aquí los arabescos y las cenefas de decoración consiguen un impacto visual que contrasta con el descuido y el desorden de la gente que uno encuentra en el camino; que contrasta también con una cultura donde el sistema de castas y la confianza en la reencarnación ha erosionado el afán de la gente por satisfacer sus propias promesas.

Puede sonar contradictorio e incomprensible, pero aunque paso casi todas las semanas sobre la Gran Muralla china, no he ido todavía a conocerla. Vuelo para Great Wall Airlines, o aerolínea de la Gran Muralla; y observo con frecuencia la serpenteante e interminable construcción desde arriba. La muralla es un cerco que fue construido durante casi veinte siglos para impedir las invasiones recurrentes de los mongoles. Me queda la parcial satisfacción de que mi familia íntima la conoce, y que muy pronto voy a tener oportunidad de recorrer una parte de los casi siete mil kilómetros de esta barrera sorprendente, que requirió para su construcción recursos y esfuerzos incalculables. Ah, los chinos y sus murallas!

A pesar de la cercanía y de las múltiples invitaciones de “mis cuñados peruanos favoritos”, no he tenido todavía la suerte de visitar el misterioso Machu Picchu; pero estoy persuadido que pronto, cuando vuelva al Ecuador, voy a intentar éste postergado viaje. Es difícil comprender como ésta exquisita y sorprendente ciudadela pudo haber estado escondida por cuatro siglos, incrustada en un cerro que le da relieve al conjunto de su huella, y que está ubicada en un punto tan estratégico en el acceso mismo de la selva. Machu Picchu pudo haber sido una fortaleza o un lugar de placer del Inca; pero guarda para mí la impronta de una civilización que aprendió a reconocer la reiteración de los equinoccios, de una civilización que la llevamos todavía en la sangre, muy a pesar de las mitas y las encomiendas; y del narcótico efecto que producen las no meditadas leyendas.

A Petra tampoco la he podido visitar; tengo el propósito de viajar a Jordania y conocer ésta sorprendente huella que dejaron los nabateos. En cuanto a Chichén Itzá, no estoy muy seguro si es más monumental y sorprendente que esa preciosa ciudadela que encontraron los españoles en el valle de México. Me refiero a las pirámides de Teotihuacan, símbolo mismo de las desaparecidas civilizaciones americanas y fuente de admiración de Hernán Cortez y de los primeros conquistadores de ese gran y fabuloso imperio.

Concluyo esta humilde reseña, porque nada más ajeno a mi intención que el soberbio e inelegante gesto del alarde y del aspaviento, comentando que he estado en todos los demás monumentos que quedaron como finalistas: el Acrópolis de Atenas, Angkor Wat en Cambodia, la iglesia-mezquita-museo de Hagia Sofía en la sorprendente Estambul, y las ruinas de Stonehenge hacia el occidente de Londres. En cuanto a la estatua de la Libertad, la caprichosa Opera de Sydney y la torre Eiffel, creo que representan un símbolo importante de diferentes ciudades que reflejan el espíritu mismo de la civilización moderna; pero intuyo que como construcciones carecen de la importancia histórica que han dejado las otras realizaciones.

Cómo maravillan las maravillosas maravillas del mundo! Y pensar que me queda aún tanto por viajar y por conocer…! Razón tienen en llamarles maravillas!

Amsterdam, 19 de Noviembre de 2010
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Vida y milagros

Lo llaman Mister Dilip. Atiende hacia el fondo de un bazar de lencería ubicado en el guarnecido portal de la calle árabe. Su sonrisa irradia santidad; no usa los embelecos con que sorprenden y engañan sus vecinos comerciantes. Dilip es un santo moderno arrancado del menesteroso altar de la iglesia de un pueblo olvidado. Parecería que intercediera por sus clientes por la sola circunstancia de que hayan ido a visitarlo. Dilip es un hombre generoso, consagrado a hacer el bien. Es el epítome mismo de la virtud y de la bondad. Cuesta aceptar que un hombre así de bondadoso pueda vivir del comercio. Si fuera por él, no cobraría un centavo por sus manteles, tapices y pañuelos; preferiría regalarlos. El es un santo que vive para entregar la mercancía de la paz y de la sonrisa. Dilip es un ángel disfrazado de hindú que ha bajado en forma subrepticia desde el cielo!

Medito esta misma tarde en la santidad ajena mientras consumo mi recién improvisado almuerzo. Antes de comer, cierro los ojos, igual que lo suele hacer con reverencia mi hijo Agustín, y me pongo a orar en acción de gracias. Ensayo la plegaria que aprendí en Palestra, y que la cantábamos con la música de Éxodo: “Oh buen Señor, bendice nuestro pan; bendice a los que lo preparan; bendícenos Señor; y acuérdate también que hay muchos que no tienen que comer”. Caigo en cuenta, de pronto, que más que una petición por los demás, la fervorosa oración resultó, esta vez, una egoísta solicitud por mí mismo. Es que… yo mismo fui el que había preparado este humilde yantar; y el que además, pobrecito, no había tenido nada qué comer, hace tan solo un momento…!

Así descubro que vivimos muchas veces entre las trampas de la lógica y los extraños vericuetos que tiene la piedad; que en ese corredor estrecho que es la vida, todos nos vamos dando de codazos con las contradictorias paredes de la santidad y del egoísmo. La digresión me ayuda a contemplar lo magnánimo y lo perverso que puede tener la condición humana; lo egregio y lo abyecto; las alturas de la virtud y los precipicios de la concupiscencia. Aunque, en lo más auténtico y profundo de la esencia del hombre, haya siempre un lugar especial para la bondad y para la virtud, para la heroicidad y el abnegado esfuerzo.

Llegar a santo no solo requiere de una existencia ejemplar en este nuestro “valle de lagrimas”; no solo de una vida caracterizada por la renunciación propia, el amor incondicional hacia los demás, la devoción y la alabanza a Dios, el ejercicio constante de la virtud, el ejemplo bondadoso, la disposición hacia el martirio, el desapego hacia los bienes de fortuna y la propia salud. Parece que ni siquiera el testimonio de haber vencido a los sórdidos demonios de la tentación sensual es garantía para ser reconocido como santo en este loable esfuerzo. Tampoco dan patente de corso la defensa de la propia virginidad, la persistencia en el celibato o en la castidad; o similares y controvertidos métodos.

Porque para llegar a santo, hay también que probar que se ha tenido una “vida y milagros”. Es decir, hay que ponerse a la cola de un sinnúmero de otros tan o mas virtuosos que uno, que han sabido dar muestras de dedicación a una vida emparentada con la bondad y la plegaria; que no se contentaron solo con rezar, sino que supieron entregarse a los demás con intención y encomiable empeño.

Así, ésto de haber sido un santo, como el señor Dilip, no es lo único que cuenta. En esa lista de espera que recorre las cortas, pero zigzagueantes callejuelas del Vaticano, hay que tener suerte para que alguien se encargue de demostrar a los tribunales eclesiásticos de turno, que además uno ha estado haciendo milagros por el mundo; o sea, apareciéndose con ubicuidad, resucitando muertos, sanando enfermos, devolviendo fortunas perdidas, reconciliando amantes en disputa; en fin, toda esa suerte de actos de resolución de agravios y de entuertos… Como se verá, hasta para ésto de la contingente santidad se ha de contar con un padrino; porque, sin padrinos, no sirve de nada estar haciendo milagros; y mucho menos éso ya tan común y silvestre de haber sido “solamente un hombre bueno”…

Es por todo ésto, que aunque yo mismo “andaba en éso”, ya me he desanimado de una improbable ascensión a los altares. Y es que, a pesar de mis pecadillos e indiscreciones, para qué también, pero tengo por ahí una bitácora de múltiples reconocimientos y recomendaciones que testimonian de mi sacrosanto celo. Lamentablemente mis más importantes milagros al parecer no han sido publicitados con la debida ponderación. Porque “milagros” sí ha habido, y creo que muchos; aunque los demás, claro, no tengan porqué saberlo!

Cuando hablo de mis propios milagros, se me hace imposible olvidar una tarde de tertulia, junto a la arena de la playa, cuando un par de amigos trataban con futilidad de conseguir que renunciase a mi decisión de venirme a trabajar en el Asia. Tenía ya en ese entonces un hijo atendiendo una universidad americana y otros tres que esperaban su turno para, llegada su propia oportunidad, también poder hacerlo. Solo un milagro hubiera podido satisfacer esa excesiva ambición; pero, así y todo, más llegó a pesar nuestra vocación de santidad, cuando más tarde nos propusimos en este quijotesco empeño. Ahora, las muestras de aquel portentoso milagro ya están repartidas por el mundo; y yo me he quedado a las puertas de que surja un bondadoso padrino que sepa propiciar la santidad de mi causa, como la del sin par y más inédito de los santos: San Marianito Alberto!

Pero va a haber dificultades… Me he topado con que ya hay once santos en la nomina del santoral castellano que también llevan este muy común nombre de Alberto. Hay otros cuatro más que andan en la fila, o sea ya han ganado la causa previa, la de su beatificación. Me temo que no me va a servir de nada que se argumente que he sido “mártir”, porque parece que también tenía que haber sido “virgen” para que se consolidara el requerido complemento… Y yo que creía que uno podía aplicar para el derecho de subirse a los altares con solo llamarse Alberto!

San Mariano Alberto, santo de la candidez y de la esperanza, patrón de los padres y los esposos pródigos. San Alberto, virgen y mártir, rogad por nosotros! Amén.

Amsterdam, 19 de Noviembre de 2010
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16 noviembre 2010

Entre Escila y Caribdis

He vuelto a los tiempos a la ciudad que fue mi hogar por una docena de años. Me he sentido como atraído entre esos dos monstruos amistosos pero abominables que son la gula y la codicia. Es mucho lo que ha cambiado la ciudad, ahora que los nuevos lugares de recreación y turismo se encuentran ya en la plenitud de su esperado funcionamiento. “Integrated Resorts” es el eufemismo y circunloquio con el que en Singapur se conoce a los casinos (o centros de diversión y juego), que por tantos años su estable gobierno se había resistido a sancionar.

Nadie pudo haber imaginado hace solo cinco años que estos espacios integrados habrían no solo de cumplir sus objetivos de incentivación de la economía y de diversificación de la actividad empresarial y turística; sino que terminarían transformando el paisaje de Marina Bay en el sur de la ciudad. Porque el IR de la Marina (uno de los dos que se construyeron) ha pasado ya a convertirse en el ícono emblemático de la sorprendente ciudad jardín, la antigua isla de Temasek.

Hoy, concluida la gran aventura de su edificación, los tres grandes edificios de sesenta pisos de altura ofrecen un espectáculo único y formidable. Las torres están unidas en su cúspide por una terraza-jardín que permite la más completa y panorámica vista que se pueda tener de la ciudad. Desde su incomparable puente de observación puede descubrirse que, a pesar de su sorprendente desarrollo, la ciudad-estado tiene todavía mucho por crecer, antes de convertirse en las mega-metrópolis que ya constituyen otras grandes ciudades asiáticas como Hong Kong o Shanghai. Las torres tienen una arquitectura atrevida y caprichosa: semejan la proyección triangular de las tarjetas de la baraja durante el renovado trámite de su lúdica revolución.

Hacia el septentrión de las torres, avecinándose a la bahía, una cúpula enorme esconde y cobija el más grande y sorprendente casino que haya observado jamás en mi vida. Me recuerda en forma inevitable a las mesas de juego de ruleta donde una mañana perdí hasta el ultimo centavo del dinero que me habían confiado para las compras del mercado, en la Plaza de San Blas. Aquí nadie se aglomera junto al artilugio de la fortuna; todos se sientan frente a sus respectivas pantallas en un espacio digno de un parlamento o del aula de cátedra de una moderna universidad. Allí los jugadores ejercitan el impulso de sus apuestas, sentados en cómodas poltronas que hacen más fácil el riesgo de conjugar el verbo “apostar”.

Afuera del casino, dos flamantes centros comerciales siguen la ruta ya impuesta desde hace muchos años por el espíritu emprendedor y consumista de la ciudad. Porque Singapur parece siempre estar en oferta, en venta, en “sale”. Porque, más que una ciudad de economía sorprendente, la ciudad del mítico Merlion, es una feria enorme y nunca interrumpida, un fabuloso y continuo centro comercial; un lugar para vender cualquier cosa, pero sobre todo para poner en juego y ejercicio la más frágil de las debilidades humanas: la no siempre necesaria costumbre de comprar. Pero, la ciudad renombrada en el Asia por su diversidad y abundancia culinaria, no es solo un lugar para comer y comprar; es también, y quién sabe si sobre todo, la ciudad cuya mascota mitológica y amigable, no representa solo a un león con cuerpo de sirena, sino al símbolo mismo de la codicia: el hábito de jugar.

Así, volver a Singapur se convierte en la imposible tarea de sortear el llamado de dos monstruos formidables: la gula y la codicia. Visitarla, cuando se la conoce tan bien por dentro, es como renovar un riesgoso tránsito entre Escila y Caribdis. Ahí, el tiempo y el estómago se tornan en muy cortos cuando se trata de saborear y de disfrutar de la cocina de esta formidable ciudad que domina el acceso sur a los estrechos de Malasia. La plenitud de las experiencias culinarias no se ha satisfecho si no se ha saboreado un cangrejo en salsa picante (el incomparable y famoso “chili crab”), una mantarraya en salsa de “sambal”, un pato crocante, o un pollo en “bolsita de papel”. Y esto para no mencionar a todos esos otros nombres novedosos, que al principio se hacen impronunciables, como “quey tiao”, “hokien mee”, “mee goren”, “nasi lemak”; y el único e inimitable “chicken rice”: un arroz cocinado en el caldo mismo del ave cuya delicada pechuga se ha de hacer más tarde el sacrificado renunciamiento de tenerla que devorar…

Volver a este enclave del sureste asiático, donde se ha vivido tan gratas como irrepetibles experiencias, es una oportunidad para la nostalgia, pero también para agradecer las vivencias y posibilidades que regala la ciudad. Singapur es una ciudad limpia y segura, ordenada y eficiente. Sí, alguien quizás pueda acusarla de artificial, o de poseer una democracia “diferente”; pero en Singapur es fácil observar las huellas del bienestar; es un sitio donde, a pesar de los excesos que tiene el hedonismo, se puede apreciar el espíritu comunitario, los valores de la filosofía del confusionismo o de la organización social que dejaron los ingleses. En suma, se descubre un pueblo orgulloso de su transformación y de su sorprendente desarrollo; consciente de la necesidad del trabajo, del valor del esfuerzo y del ingrediente indispensable de tener un claro sentido de comunidad.

Me despido de esta ciudad ubicada en la antípoda misma de mi patria. De un pueblo confundido con un punto minúsculo de la geografía, de una gente que tuvo la generosidad de confiar a mi cuidado la transportación de ese hombre de mirada bondadosa que es su presidente vitalicio Sellapan Ramanathan. De una nación que un día puso también en mis manos, a su hijo preferido y verdadero Padre de la Patria: el ahora venerable Lee Kuan Yew, en esa ocasión acompañado por aquella formidable mujer que fue su ahora fallecida esposa, Madame Kwa Geok Choo. Hoy la recuerdo con reverencia; y hago memoria de su discreta elegancia, de su profundo sentido de la misión de su controversial esposo; ese hombre cuya perspicacia como estadista y cuya visionaria percepción política hicieron posible que una modesta aldea costera del tercer mundo se haya convertido en la metrópolis en que se ha constituido hoy. Madame Kwa, me rescató una tarde de una incómoda tertulia con su arrogante esposo… Ella descansa hoy en la tierra de un pueblo que siempre la veneró; y al que guió con la fuerza insostenible que suele tener la bondad. Que haya paz en su tumba!

Shanghai, 17 de Noviembre de 2010
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