11 enero 2010

El desván

Era ése un lugar tétrico y oscuro, precario y tenebroso; habitado, quizás, por duendes ojerosos y por nunca testimoniados aparecidos. El paraje parecía sacado de los cuadernos de Poe, de la imaginación prejuiciada del mundo inferior del propio Dante. Era un espacio concebido para amedrentar a los hombres, para aterrorizar a las almas ingenuas. Y, no estaba localizado en una alejada quebrada del Itchimbía o de Cruz Loma, ni en el interior asfixiante de alguna sórdida caverna. Estaba ubicado ahí mismo, en la región más misteriosa de mi propia casa; la que en la calle Caldas había sido arrendada por mi propia abuela.



Se accedía a ella por una escalera en espiral, a cuyo estribo se amontonaban, sobre un soportal de carrizos, una resma desordenada de revistas viejas. Su uniforme título, de sonido cantarín y sugestivo, invitaba a furtivos placeres eróticos, a festivales adornados por danzantes “garotas”, a carnavales con jovenzuelas semidesnudas, proponiendo los placeres de la carne, con el lujurioso ritmo de sus insinuantes caderas.



O’ Cruzeiro; proclamaban en su portada estas publicaciones indiscretas. Ellas apuraron mis primigenios placeres onanistas y el primer descubrimiento de lo que un confesor oblato con aire de celoso seminarista, nos recordaba con frecuencia como los tres enemigos del alma: “mundo, demonio y carne”. Por esos días yo ya habría advertido el significado concupiscente de las “acechanzas del demonio”; pero, no alcanzaba todavía a entender qué de malo y pecaminoso podrían tener la redondez y bastedad del mundo; y, no se diga, la sabrosa sazón de un pequeño trozo de carne, ofrecido en nuestra frugal cena familiar. 



Era a través de ese corredor oscuro que se accedía al abierto emplazamiento de una esquinada azotea. Allí se ponía a secar la ropa nuestra; pero yo la utilizaba para dar rienda suelta a mis ensoñaciones, llorar a las primeras adolescentes que me cautivaron con su desdén o sus encantos; y para escribir mis primeros, precarios y desesperados poemas. Pero era el desván, ese espacio cubierto por un viejo y enverdecido tejado, el que había creado tantos temores y miedos; era ese zócalo saturado de muebles viejos, baúles abandonados y trastos sin uso, el que creaba en la casa tantos macabros recelos, tantas aprensivas reservas.



Yo simulaba una valentía inexistente por esos días. Porque en casa, simplemente nadie quería subir solo a la azotea. Y si por desgracia, alguien había olvidado en ella algo importante para ser utilizado al día siguiente, pues… ni hablar! No había para que provocar a los fantasmas, a los espíritus aviesos y clandestinos que nos esperaban con sus infernales embelecos, con sus rumores inciertos, allá donde en ese socavón peligroso y sombrío, terminaba la escalera. Quien iba a querer encontrarse manos a boca con el espantajo de un descabezado, o con la imagen desdibujada de una persona muerta!



Fue por eso que esa noche de Agosto, en un inusual alarde de irresistible arrojo, subí al soberado por mi cuenta. No sé si los sonidos del deambulante viento de verano, al rozar con los bártulos almacenados allí arriba, me invitaron a encender unas cuantas hojas de papel periódico, persuadido, como estaba, de la posibilidad de ahuyentar los monstruos traviesos con la claridad de una antorcha improvisada. Fue cuando, en medio de mi temeraria tarea, me pareció escuchar un ruido similar al de un leve y lacerante gemido; y, quien sabe si, fue mi imaginación la que me hizo percibir un rumor o la presencia de un bulto que estaba cerca.



Estaba ya en el camino de regreso, cuando en el postrer esfuerzo de mi intención, aceleré el ritmo de mi propia cadencia. Transcurrieron esos segundos entre el orgullo de dominar al miedo y ese deseo de ceder a los temores sobrenaturales, que al concluir el episodio crean en nosotros tanta vergonzante respuesta. Fuere lo que fuere, solo recuerdo que apresuré el ritmo cuidadoso de mis trancos. En el apuro del atolondramiento, no hice el pequeño esfuerzo prescrito para sofocar los rescoldos de mi improvisada antorcha, sin caer ya en cuenta que en pocos minutos los colchones allí almacenados y todos esos trastos alborotados, pronto se convertirían en el ático, en ardiente e infernal hoguera.



Ni yo, ni nadie, caímos en cuenta de la pavorosa magnitud de mi ensayo pirotécnico en forma inmediata. Pasados breves instantes, sin embargo, alguien advirtió el ya voraz incendio y dio la señal de alarma. Lo que vino entonces fue un verdadero pandemonio; miembros de familia que corrían de un lado para el otro; gritos, alaridos, imprecaciones; gente que entraba, que urgía, que ayudaba. Los bomberos llegaron más pronto de lo esperado, con sus mangueras y sus trajes, sus escaleras y sus hachas. También llegaron sin invitación todos los vecinos imaginables y todos, todos, los curiosos de la cuadra.



Guardo en mi memoria el recuerdo aterrador de mi involuntario experimento; como conservo también el recuerdo imperecedero del tamaño descomunal de esa mi casa de la Caldas. No puedo olvidar su corredor interminable, sus dos patios interiores protegidos de balaustradas, sus tumbados inalcanzables, su incontable número de recámaras. La memoria de aquella noche de chispazos crepitantes, violentos estallidos y estelas de fuego que envolvían y quemaban, habría de marcar mi vida para siempre; habría de chamuscar, con el fuego nunca controlado de mi exclusiva culpabilidad, ésta, mi alma tímida, elusiva y huraña.



Alguien propuso, entonces, que un residuo de los fugaces derroches, en aquella noche de conmemoración libertaria y de fuegos artificiales, habría sido transportado por los caprichos del viento, hacia ese desván tan oscuro y ominoso. No tuve pues que dar explicaciones a nadie. Habríase tratado, de la secuela y consecuencia del espíritu mismo de nuestro pueblo, de su ansia independentista y libertaria. Sí, Quito, Luz de América, se había convertido en luz y ardiente fuego que envolvió, con sus llamas y resplandores, el desván, la techumbre y la culpable conciencia de mis medrosos pudores infantiles. Ya nadie en el futuro tendría, tampoco, porqué recordarme con sus acusaciones o con sus quejas! Sí, nada más. Había que culparle a un chispazo juguetón e itinerante en esa noche de conmemoración y de retretas!

Share/Bookmark

08 enero 2010

Eso de viajar...

Escribo mientras espero mi vuelo en el aeropuerto de Pudong. Voy saliendo de Shangai hacia Sydney, este dia. Estoy saliendo a visitar a mis nietos. He madrugado. Veo, al mirar a mi rededor, que soy también uno de esos primeros pasajeros que han ya llegado a la sala de espera. En este sentido, soy también uno de los madrugadores esta fría mañana. Es curioso, pero esta innecesaria previsión, parecería una contradicción con mi oficio de volador, con mi actividad natural de viajar. Tiene para mi, lo tuvo desde siempre, algo de fascinante esto de desplazarse a lejanas tierras, esto de efectuar periplos a países ajenos y alejados.

En cierto modo, viajar estuvo siempre ligado a mi necesidad de madrugar. Quizás por ello, aceptaba las circunstancias del requerimiento: es decir, a pesar de sus inconvenientes. De niño habría de madrugar frente a dos instancias: los viajes para visitar a mi padre en otra ciudad; y los ocasionales paseos o romerías en mis días de escolaridad. No se si he comentado:, pero de niño yo pasé a vivir con mi abuela, luego de la muerte de mi madre. Papá, que era un espíritu inquieto y conquistador, aquejado por una virulenta bohemia ocasional; se había casado nuevamente, luego de su segunda viudez; pues había sucumbido otra vez a lo que el había escuchado en alguna parte: “el oscuro frenesí de la pasión y de la sangre”.

Fueron días difíciles los que pasé con mi abuela Carlota. A pesar de los rigores de su estrictez y de la frugalidad con la que ella nos formó; tenia una como religiosa misión en su particular manera de criarme: estaba persuadida, o tenía la extraña premonición, que estaba yo destinado a cumplir tareas no ordinarias, a ocupar posiciones especiales. Su hermoso nombre competía con la profunda melancolía de sus ojos azules y serenos. Mas, detrás de esa, su bien disimulada bondad, y de su inolvidable rosario, nunca dejó de ocultarse un tieso e infame látigo de color carmelita, que ella había tomado prestado de un descolorido maletín de cuero que alguien había olvidado en el soberado. Más de una vez, ciertas estrías en mi trasero atestiguaron sus colerines, como ella llamaba a sus iracundos arrebatos.

Papá no vivía con nosotros por esos días. Era él un personaje atractivo y pintoresco, de talante nada ordinario. El, en su afán de hacer reír, decía a menudo cosas llenas de ingenio, que parecían ir a tono con su natural chistoso e hilarante. “Los hombres somos polígamos y las mujeres monótonas”, podía comentar, con un estilo no carente de picardía. O, también: “Solo hay dos clases de mujeres: las que mandan y las que no obedecen”. Pero, como papá vivía lejos (era aquella una ciudad pequeña, larga y fría; avecinada a otro país y al borde mismo del mapa; y llamada con un nombre que se masticaba de un solo mordisco y que se consumía de un solo bocado: Tulcán); nosotros (sus hijos, al fin), soñábamos con la posibilidad de ir a visitarle, retando así al celo y a los ímpetus tenebrosos de esa mujer que se había dado a las labores de costura; y que pocos años atrás había optado por recluirse en los terrenos cenagosos de la oscura patria del resentimiento, del cautivante país de la nostalgia.

Madrugar entonces fue para mi, como el preámbulo necesario para estos tan esperados encuentros. Soy consciente que solo al final pasé a conquistar el favoritismo de mi padre; pero aun así, y antes de disfrutar de su secreta predilección, fueron estos viajes los que más tarde habrían de marcar mi disfrute por viajar; por preferir estos renovados tránsitos hacia la novedad, hacia lo diferente, hacia lo fresco. Fueron ellos mi opción inminente hacia la aventura, en mi curiosa búsqueda personal por un destino que entonces estaba persuadido que no sólo existía en los cuentos infantiles: el mágico país del nunca jamás.

Voy saliendo y me pregunto en qué mismo consiste viajar. Coincido con Ortega y Gasset, en que viajar no es ir a lugares nuevos. Es a menudo ir hacia los mismos sitios, hacia los mismos lugares, pero sabiéndolos mirar con ojos diferentes! Viajar es mi tarea y mi oficio; mi privilegiada oportunidad para renovar mis brios, para aligerar mi alma, para aclarar mi mente!

Viajo, luego existo… Viajar o no viajar; esa es la cuestión… Viájate a ti mismo… En verdad, en verdad os digo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que uno que no ha viajado entre en el Reino de los Cielos… En el principio no había la luz, los hombres no habían aprendido todavía a desplazarse… En un lugar de la Mancha, de cuyos viajes no quiero acordarme... Donde las estirpes condenadas a cien años sin viajar, tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra… Bienaventurados los que viajan, porque de ellos ha de ser el Reino de los Cielos!... Esa, es gente perversa e ignorante, chusma aviesa e intrigante, que no ha leído, que no ha meditado, que no ha viajado, señorrrrr!!!
Share/Bookmark