24 julio 2010

Iggizó, Iggizó!

Shanghai es una ciudad enorme y puede parecer que no es fácil ubicarse en ella; pero, bien visto, tampoco es difícil orientarse y movilizarse en esta imponente metrópoli. La ciudad carece de promontorios o referencias naturales en sus alrededores; pero se basta con las torres y enormes rascacielos que parecerían haber estado allí desde siempre; tanto en el distrito financiero de Pudong (en el lado oriental), como en la zona cercana a la Plaza del Pueblo, en Puxí (el lado occidental) para permitir al viajero orientarse fácilmente. Este lado occidental era, hasta poco más de medio siglo, todo lo que se conocía del Shanghai moderno. Todo lo que estaba al otro lado del Bund, o al otro lado del río Juanpú, no existía todavía.

El río es una arteria vital para la comunicación y el transporte fluvial, en esta zona aledaña a la parte final de la desembocadura del Yantzé en el Océano Pacifico, ya que el Juanpú (se escribe Huanpu) constituye su último y tardío tributario; pero es además el hito que marca la separación natural entre las dos diversas caras de la gran urbe. Hablar de Puxí es hablar de una ciudad con carácter propio, con enorme influencia europea, con una arquitectura caprichosa y única; es hablar de una presencia clásica; es hablar del pasado, de una ciudad que apuró y ejerció su incierto desarrollo, luchando contra el hacinamiento e impulsándose en la modernidad. El viejo Shanghai es, en cierto modo, la ciudad más europea del Asia; fue, después de todo un enclave colonial.

Pero las marcas de la tugurizacion no se exhiben en Puxi. Los conventillos están disimulados tras rejas metálicas de rimbombante apariencia, o tras murallas de arquitectura delicada, o detrás de arboledas bien cuidadas. Es imposible racionalizar que en estos reducidos espacios interiores pueden habitar y convivir todos esos millones de gentes que hacen tan bulliciosa y vibrante a la ciudad. Es imposible también entender que en estos bien disimulados “Shikumen” convivieron tantas y tantas parejas y familias que tuvieron un hijo único. Porque el socialismo con su política del hijo único, eliminó del diccionario la palabra “hermano” y la reemplazó con la de vecino o conciudadano; palabras hoy sustituidas por las de socio o compañero empresario, en la formidable y asombrosa China moderna, después de las inesperadas reformas económicas de Deng Xiaoping.

Movilizarse en Shanghai no es difícil; los taxis son relativamente baratos y el sistema de tren subterráneo (metro) es uno de los más eficientes y limpios que se puedan encontrar en el mundo. La infraestructura moderna da símbolos de presencia por todas partes. Desde los modernos terminales aéreos de Pudong y Hongqiao (se pronuncia Jonchiao), hasta el impresionante Maglev, un moderno y súper-rápido tren de levitación magnética que une el aeropuerto de Pudong con la parte nueva de la ciudad a una impresionante velocidad de cuatrocientos treinta kilómetros por hora. Todo esto sin mencionar los asombrosos rascacielos que en la parte oriental, constituyen el más formidable de los paisajes arquitectónicos que el hombre haya podido crear en el mundo.

Pero, así como la infraestructura esta ahí, en un sitio donde los ajenos a los procesos que ha tenido el socialismo, no lo podrían siquiera imaginar. La cultura de apertura y abrazo a los procesos de globalización, parece no haber todavía impregnado al hombre común y corriente de la calla shanghainesa. El transito vehicular parecería solamente obedecer a una regla: el derecho de vía para el mas grande! En este sentido, los autos ceden el paso a los vehículos pesados; y los autos parecen tener preferencia sobre los medios de transporte de dos ruedas y sobre el eslabón mas débil de la cadena: los subestimados e irrespetados peatones!

Shanghai no es tampoco tierra para los cándidos, ni para los ingenuos. Y, si de transporte y movilización hablamos, es preferible conocer de antemano las vías que los autos de alquiler han de tomar; y… desde luego, saber utilizar tres o cuatro palabras que constituyen las primeras y más fundamentales que el extranjero ha de hacer un esfuerzo por aprender: “siga recto”, “vire a la izquierda”, “vire a la derecha” y “pare, por favor”. Tarea que puede resultar menos fácil cuando el chino mandarín utiliza un sistema fonético de asimilación de la romanización, basado en la escritura y los sonidos ingleses, más que en los sonidos originales latinos (el Pinyín). Esto, a la larga, viene a resultar más bien lógico a los hispano hablantes, pues en la lengua castellana son inexistentes muchos de los sonidos que requieren de diferente manifestación escrita, como las diferentes derivaciones de los sonidos fricativos, especialmente los relacionados con s, z, ts, ch, c, sh, x.

Por ello es que, tan pronto como se aprenda un vocabulario mínimo de supervivencia básica, es importante saber decir palabras claves como “iggizó”, “tzuo quai”, ”yo quai” y “chin, tiín”; expresiones sin dominar las cuales, sólo nos queda un recurso alternativo: tener que caminar en esta enorme y sorprendente, como populosa ciudad! Conocerlas y poder utilizarlas adecuadamente es el más beneficioso secreto que el foráneo pueda ostentar. El resto es solamente cuestión de conocer la dirección exacta del destino, tenerla escrita en chino, o si es posible, poderla pronunciar. Algo así como: “Ka ggi aguan, Pudián Lu iggizó, Ziggi dadá, yo quai”. Tan simple como eso. No se olviden al final de despedirse del sorprendido chofer, agradecer y, sobre todo, pagar! (no hace falta dejar propina).

De nada! Shie, shie ni!

Amsterdam, Julio 24 de 2010
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23 julio 2010

El quinto hombre

Nos vino a visitar hace pocos días en Shanghai. Es el tercero de mis hijos, aunque el trató siempre que le creyeran que era el primero. Le gusta jugar delante de la retaguardia, cubriendo la espalda de los medio campistas; ejerce el sacrificado oficio de “quinto hombre”. Adora el futbol y es amigo declarado de dirigentes e integrantes de la selección nacional. Conoce en qué equipo juegan, no importa el lugar del mundo, sus principales estrellas y miembros más destacados. Se tutea con ellos, le llaman y les llama. Los jugadores extranjeros acuden también a sus ocasionales “picaditos” y le apoyan, o le fustigan, al grito de “corré gordo, corré”. El es un negrito querido por la parroquia deportiva. Es irreverente y bromista; pero es solidario y leal. El es el emblemático “quinto hombre”.

Su misión deportiva me hace de vez en cuando interrogarme si yo también no he sido, sobre todo con ellos, mis propios hijos, eso: una especie de “quinto hombre”; el que tuvo que salir a apoyar y a organizar la “media cancha”; pero que también tuvo que quedarse muchas veces atrás, cuidando los ímpetus que arreciaron contra nuestra defensa, que atacaron con esquemas y contragolpes, que exigieron que yo enfrente aquellos arrestos sin perturbarme, porque esa es la misión del que espera atrás; porque ese es su oficio y esa su condición; porque ese es el sino del “ultimo hombre”…

Vivimos alejados en la geografía, pero nunca estamos escindidos. Nos identifica desde siempre un sentido familiar que nos ha acompañado en los momentos de tribulación y en las etapas marcadas por esperanzas e ilusiones. Estamos repartidos en cuatro lejanos continentes, con la confianza de que creemos en nosotros. Nos apoyamos y estamos atentos a nuestros individuales esfuerzos y proyectos vitales.

Vivir fuera fue una experiencia inigualable que, es cierto, nos desarraigó; pero que, al mismo tiempo, nos hizo crecer como familia y como individuos; que nos permitió ver el mundo con otros ojos, con asombro y con curiosidad, aprendiendo lecciones, ganando en sabiduría, resistiéndonos a perder la humildad. Aprendiendo, ante todo, a agradecerles a Dios y a la vida; convencidos que hay un tiempo para vivir y otro para partir. Persuadidos, como ya estamos sus padres, que “los lobos están cada vez más cerca de la hoguera”… O, como decía con tanta sabiduría mi amigo Julito: "ya estan disparando cerca, Alberto!".

Ellos estudiaron y se formaron en centros académicos prestigiosos alrededor del mundo; lugares donde nos ayudaron a consolidar la siembra de esa semilla, que al germinar les recuerda a ellos en forma cotidiana que en la vida, no importa el oficio que se ejerza, por egregio o humilde que parezca, estamos llamados a hacer más fácil la vida de los demás; que eso de por sí ya justifica y da sentido a la vida. Que la vida consigue plenitud cuando aceptamos la condición de quintos hombres.

No siempre estamos juntos, son continuos y frecuentes los reencuentros y los adioses; las palabras que se callan; las lagrimas que se esconden; las promesas que se hacen; los sentimientos encontrados que producen las despedidas. Pero todo se sobrelleva con la alegría que produce la solidaridad y que otorga ese campo multicolor de flores maravillosas que es el jardín de la memoria; que nos permite saborear la sazón de la vida. Porque lo que nos permite vivir más de una vez son justamente los recuerdos.

Escribo esta tarde en Europa, mientras es noche temprana en Asia, donde está temporalmente su madre; es medianoche en Australia, donde vive el primero de los hermanos, el mayor de mis hijos; y es amanecer prometedor en Norte y Sur América, donde están los otros tres hermanos, viviendo sus nuevos proyectos y soñando con sus nuevos compromisos; sabedores todos ellos que podemos desempeñarnos como delanteros, volantes o guardametas; pero que nuestra verdadera vocación sólo es satisfecha con la más sacrificada e incomprendida de las posiciones. Hemos aceptado la invitación que nos hicieron en la cancha de la vida. Queremos “ser alguien”; nos sentimos disponibles ante el mundo y ante la vida; sabemos que hay trabajos que alguien los tiene que hacer. Somos nosotros los quintos hombres!

En mi tiempos juveniles del movimiento Palestra, terminábamos nuestros encuentros y convivencias con un canto de despedida. Era ese un himno de esperanza. Sonaba muy profundo en las voces emocionadas de mis amigos Paco, Galo o Andrés. Nos llenaba de ilusión el poder cantar aquello de:

Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?
No es más que un hasta luego,
No es más que un breve adiós,
Muy pronto junto al fuego, nos reunirá el Señor!

Sí, por qué perder las esperanzas! Estamos bien parados delante de la defensa. Sabemos cual es nuestra tarea y cual es nuestro destino. Sabemos que nuestra asignatura en la vida es la de jugar de quintos hombres!

Ámsterdam, 23 de Julio de 2010
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02 julio 2010

De colerines y jaquecas

La abuela amanecía siempre con la cotidiana queja de sus insoportables jaquecas, unos intensos dolores de cabeza que se le presentaban cada madrugada sin mediar aparente motivo. Sus precauciones nocturnas, después del rezo del rosario mariano y justo antes de ir a la cama, parecían no lograr evitar sus malestares matutinos.

Preparaba ella unas infusiones de un tronco angosto y fibroso llamado “caballo chupa” y las mezclaba con otras de color amarillento, provenientes del pelo de choclo. No sé si alguien le habría recetado médicamente o si había tomado la receta prestada de una de sus tertulias en el mercado de la mañana; pero, luego de ingerir la poción anotada, tomaba también una diminuta y colorada pastilla de “Piridium”, remedio al que invariablemente acompañaba con un vaso de jugo de tamarindo. Todo esto para anticiparse y evitar así sus insoportables migrañas.

Eran tiempos en que se dependía de consejos empíricos; tiempos en los que cualquier explicación sin sustento, servía de motivo para encontrar una razón que justificara un repetitivo y persistente dolor de cabeza. Aquello de las aguas medicinales, y la ingestión del ácido y amargo jugo de tamarindo, obedecía al exclusivo propósito de “lavar el hígado”, para así evitar que las secreciones biliosas no terminaran provocando estos tormentosos como indeseados dolores de cabeza.

Por ello es que quizás la abuela evitaba a todo trance los contratiempos y los momentos de cólera, persuadida como estaba que eran estos episodios los que le afectaban el hígado y que eran ellos los directos culpables de sus desesperantes jaquecas. Había en todo esto algo de extraño y misterioso, pues las migrañas desaparecían como por arte de magia con sólo salir de Quito. No es que se tratase de una cuestión climática, o de la altura de la sierra; las portentosas migrañas se le desaparecían con sólo alejarse de Quito, llámese el destino Riobamba, San Rafael o Machala; Cuenca, Guayaquil o Pasaje; o aún cualquier recóndito lugar de la húmeda y amazónica selva.

La abuela leía el periódico vespertino todas las noches y dedicaba gran parte de su tiempo a sus labores de costura. Es siempre probable que el esfuerzo que sin proponerse ella exigía a sus cansados ojos, sólo haya sido superado por el cansancio ocular que con seguridad le producía, el sentarse a mirar los programas televisivos en esos primeros años de emisión de la “tele” en el Ecuador. Como era obvio, pero ella quizás no lo relacionaba, este cansancio muscular sólo se le producía en Quito donde el sólo hecho de mirar un par de breves programas, le exigía un esfuerzo del órgano de la visión, que degeneraba en un malestar matinal, exacerbado por una jaqueca que le atormentaba cada nueva mañana.

Es probable también que yo mismo haya sido el persistente motivo para sus continuos “colerines”. Y no porque me haya caracterizado una cuota de maliciosa travesura; sino simplemente porque creo que fuimos desarrollando una mutua animosidad por motivos más bien cercanos a mis pruritos excesivos y a mis arrestos temáticos. Ahora que lo analizo, con el beneficioso paso del tiempo, tengo que aceptar que muy probablemente sus reacciones obedecían a mis excesos con los razonamientos, a mi pueril testarudez, a mi obcecado afán de poseer siempre la razón. En suma, a mi altanero sentido de la pedantería.

Sea lo que haya sido, parece que yo siempre resultaba culpable de esos inolvidables colerines, que no eran sino episodios de ira y de furor en medio de los que la abuela se auto-sugestionaba que le “reviraban el hígado”, que le alteraban esos verdosos humores, para hacerle llegar al limite mismo del paroxismo y de la alferecía! Ante tan evidente culpabilidad, yo mismo resultaba como encargado de acudir a “la plaza”, como entonces se llamaba al mercado de víveres, para adquirir toda esa curiosa parafernalia de mejunjes necesarios para preparar esas pócimas curativas.

Pasados los años, y muerta ya la abuela, yo he pasado a tener también estos malestares ocasionales. Los síntomas suelen ser idénticos, aunque temporales; pero son tan molestosos, que muchas veces olvido las razones por las que ella enfrentaba estos achaques, por los que tantos brebajes tenía que consumir y por los que tanto parece que sufría. No acudo, sin embargo, al bullicioso mercado para abastecerme de aquellos curativos ingredientes; me basta con reconocer que me he excedido en la lectura o en la contemplación televisiva.

Entonces, me incorporo en la cama, cuando así amanezco en alguna ocasional mañana; reconozco que no son, que no pueden ser, mis personales colerines y me pongo a esperar el paso de los minutos hasta que se mitiguen y desaparezcan mis insidiosas y punzantes jaquecas. Es entonces hora de levantarse, de vivir y de trabajar; es hora de disfrutar de la vida y de su cuota del nuevo día!

Shanghai, 1 de Julio de 2010
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