28 agosto 2010

Los peroles al poder!

Lo conozco desde que era muchacho. Me refiero a él; pues yo nunca he dejado realmente de serlo. Y no lo digo con candor; porque, sea cual sea mi actitud, yo siempre me habré de caracterizar por mi falta de experiencia! En este sentido, no dejo de mirarme al espejo cada mañana para comprobar que sigo siendo un muchacho a mis casi sesenta años... Lo mismo que llaman “guambra” (inexperto), con un término tomado del quichua en mi recordada tierra. Pero no escribo estas reflexiones para referirme a mi corta experiencia (ni siquiera en lo relativo a mis ajetreos culinarios). Mi intención es hablar de uno de los “chefs” (maestros de cocina?) más valiosos e importantes que sobresalen junto a los mejores hornos, planchas y parrillas de cocina, existentes en Perú y el resto de América Latina.

Responde al mismo nombre que su querido padre; este era, en su tiempo, un joven senador del partido de Belaúnde Terry, a quien tuve la suerte de conocer en Lima hace algo como treinta años. Si el padre trató de utilizar los “ingredientes” adecuados en sus intervenciones políticas y siempre se caracterizó por poner la “sazón” de la cordura y la conciliación en la política peruana; el hijo, en cambio, optó por los senderos de los sabores y puso sus afanes en la preparación de delicadezas gastronómicas. Podría decirse que Gastón, hijo, ha preferido hacer un “manifiesto” al servicio de esos sabores y elaborar su “protocolo de intención” en beneficio de los paladares y del desarrollo del arte culinario.

Pero este Gastón no es sólo un mezclador exitoso y creativo de inéditas recetas. Ni sólo un empresario con visión, que ha sabido internacionalizar los mejores productos de la versátil cocina peruana. Gastón es, en cierto modo, un romántico de la recuperación de los valores de nuestros pueblos, un hombre convencido que la gran revolución que espera a nuestra sufrida América Latina, sólo ha de ser posible cuando todos los integrantes sociales hagan conciencia de su responsabilidad compartida; cuando recuperemos el honor para hacer las cosas; cuando sepamos impregnar nuestras actitudes y actividades con un nuevo sentido de decencia y de respeto social.

He leído en días pasados la entrevista que le han hecho para una prestigiosa publicación del Rímac. En ella Gastón hace su apología de la humildad y la renuncia; y, cual si él mismo fuera uno de esos escasos políticos honestos, que al parecer ya no quedan, hace una invitación para pensar en los demás y en el mañana. Allí él expresa su fe en el espíritu empresarial, en la innovación permanente, en el sentido de eficiencia. Habla de un liderazgo sin descuidar a los pequeños agricultores que cosechan los mejores productos de su tierra; se refiere a los productos orgánicos; comenta del respeto hacia el medio ambiente; convoca a la reconciliación racial de nuestra América mestiza.

Leer la entrevista de mi amigo Gastón me ha hecho recordar otra entrevista que alguna vez escuché una noche en un programa político en Argentina. En esa ocasión, el personaje entrevistado hacía un paralelo entre el fútbol y la situación económica de América Latina. Decía que, al igual que en una liga deportiva, cuando se juega en tercera categoría, hay que ganar primero el campeonato para poder participar en la segunda categoría; y que, sólo luego de ganar también en esta segunda instancia, es posible acceder al primer mundo; es decir al derecho de jugar en primera división. La gente a menudo olvida esta realidad y los políticos se encargan de vender la falsa promesa mesiánica de que se puede acceder al bienestar sin hacer esfuerzo; y de conseguir el progreso sólo con votar por el que más grita; o quizás por arte de la casualidad, la inacción y la espera!

Lamentablemente el futuro es algo que hay que preparar con ingredientes frescos y bien escogidos; hay que conseguirlo con meticulosa preparación y con las recetas adecuadas. El futuro es un plato delicado que hay que prepararlo con paciencia y con amor; y, ante todo, con la auténtica convicción de que quienes lo han de disfrutar serán nuestros hijos y nuestros nietos. Sí, el futuro debe dejar de ser una promesa que satisfaga los oídos de los ingenuos, debe dejar de ser un sonido estentóreo que se siga repitiendo en el discurso vacío de quienes hablan de valores y solamente actúan para suprimirlos. Porque un futuro con bienestar sólo será posible cuando la política vuelva a ser una oportunidad para exhortar e inspirar; un acto que identifique nuestros intereses comunes y nos entregue un nuevo sentido de comunidad que los mismos políticos, por ahora, sólo se han encargado de destruir con su intolerancia; con su hipocresía maniquea!

Pero… dice Gastón que su ambición no está en llegar a las altas oficinas donde se despachan los asuntos públicos. El está persuadido que es una equivocación el participar en esos asuntos, sólo porque uno haya conseguido desempeñarse con éxito en las tareas empresariales. Que no es justo, ni honorable, dejarse seducir por la vanidad y la concupiscencia. El sabe que el poder no puede seguir siendo para beneficio personal; que la más grande alegría que podamos tener es la de que nuestros pueblos vayan superando los polvorientos caminos de la pobreza, los basurales de esa incomprensible cultura política que nos sigue manteniendo en la miseria.

Va a hacer falta que siga surgiendo una clase de hombres idealistas y honestos que, como Gastón Acurio, nos vayan devolviendo la fe en nuestras instituciones, en nuestra propia creatividad, en el íntimo convencimiento que los resultados del mañana sólo se consiguen con esfuerzo, colaboración mutua y coherencia. De otra forma, vamos a tener que poner a los maestros de cocina a cargo de las instituciones; y, no nos va a quedar mejor recurso, que enviar a los malos dirigentes a que trabajen en la más humilde de las tareas de la más olvidada y modesta de las cocinas! Esta es mi íntima y renovada esperanza: la revolución de las cacerolas! Vivan los peroles y los sartenes! A utilizar los condimentos del honor, la ilusión y el esfuerzo para crear una sociedad nueva, justa y distinta!

Amsterdam, Agosto 28 de 2010
Share/Bookmark

21 agosto 2010

Eso de perder el juicio…

Fue en esos días que yo había escuchado por primera vez la palabra “juicio”…

Desde aquella mañana de Noviembre en que papá había enviudado por segunda ocasión, mis cinco medio hermanos mayores habían dejado de vivir con nosotros. A su vez, mis dos hermanos menores y yo mismo, que éramos los hijos del segundo matrimonio de mi padre, habíamos tenido un destino diferente: habíamos pasado a vivir con nuestra abuela materna. Papá, mientras tanto, que más tarde había optado por contraer nuevas nupcias, es probable que haya pasado a enfrentar renovadas presiones con sus finanzas personales; asunto que él nunca habría creído que tendría un día que considerar.

Mi abuela, por su parte, había empezado a sentir los estragos del retraso en la asignación que papá le enviaba. Estos atrasos se fueron haciendo cada vez menos esporádicos y fueron convirtiéndose en la mayor razón para el desafecto que ella le profesaba. De ahí surgieron sus continuas quejas hacia lo que ella llamaba su negligente irresponsabilidad: esta tardía y poco generosa atención hacia su compromiso con nuestra mesada. A ella se refería mi abuela como “la puchuela” que papá mandaba y un día se propuso demandarlo con un inevitable “juicio de alimentos”, para así evitar las continuas y repetidas confrontaciones; y asegurar la puntualidad en la entrega de la mensualidad que él nos asignaba.

Fue desde entonces que la palabra “juicio” pasó a tener un cierto carácter peyorativo en mi diccionario personal. Era fuente en mí, en todo caso, de un sentimiento contradictorio, pues representaba un lamentable proceso con el que se había sometido a mi propio papá. Poco sabía yo entonces, que no se trataba en forma exacta de un “proceso”, sino que era simplemente la forma de identificar un tramite administrativo que hacía oficial la existencia de una responsabilidad.

Fue por esos mismos días que, por otras cosas, descubrí que en la vida hay personas que pueden “perder el juicio”, es decir la cordura o la facultad de discernir entre el bien y el mal, entre lo falso y lo real. Por ese entonces también yo había descubierto que en mi familia también teníamos “parientes pobres”; asunto del que, al parecer, todos adolecemos; pero, claro… muy pocos estamos realmente dispuestos a tenerlo que aceptar.

La abuela tenía un hermano, mayor a ella y de edad avanzada, que vivía en el mismísimo suburbio guayaquileño; y que en forma esporádica la venía a visitar. Era un anciano que olía a humedad; tenia unos ojos azules, tristes y bondadosos; caminaba con apremio; hablaba con un cierto dejo costeño; y sus frecuentes y continuos carraspeos denunciaban que lo aquejaba alguna secreta enfermedad pulmonar. Tenia las orejas enormes y como alisadas. Fue para mí un personaje inolvidable; pero no tanto por su indigencia, cuanto por su inigualable bondad.

Se parecía, este hermano de la abuela, a mi tío Carlos, a quien conocíamos como Alfonso, y que había cometido el crimen de casarse por esos años con una mujer costeña y divorciada; y, sobre todo, de mayor edad a la suya. Era ella una mujer desinhibida, que hablaba sin secretos, y que hasta sus confidencias las hacía en voz alta. Era una mujer entrada en carnes y de porte elegante; tenía un nombre de piedra preciosa: Esmeralda. Con ella aprendimos que a las personas de la costa se las bautizaba con nombres exóticos, como Mayra, Joffre o Zelandia; que en el trópico se hablaba, se vestía, se comía y se vivía diferente. Que allí las mujeres no caminaban, sino que se contoneaban. Era por una de estas mujeres, que mi tío había “perdido el juicio”, había dejado la sierra y se había ido al trópico para poderse casar.

Era él un tipo alegre, irreverente y díscolo. Un hombre afectuoso con mi madre, que venía de rato en rato a la capital a visitar a sus hermanos y, sobre todo, a su idolatrada mamá. Parece que sus visitas coincidían con la recepción de algún dinero extraordinario o la acumulación de algún capital de ahorro; porque cuando venía a Quito era para gastar en grande; o, más bien dicho, porque venía a derrochar! Le gustaba el juego y los efectos embriagantes del licor. Fue en esas condiciones, cuando se hallaba sujeto a los efectos de Baco, que llegaba una que otra madrugada a la casa, a exhibir su condición enajenada, con ánimo bullicioso y pugnaz. Era su personal forma de expresar la veneración que tenía a su angustiada mamá… La abuela me pedía entonces que me levantara y que fuese a llamar a uno de mis otros tíos para que le ayudaran a controlar a su propio hijo, cuya flamante “pérdida del juicio” había nuevamente que lamentar!

Hoy, años después, y “en sano juicio”, recuerdo estas variaciones del concepto en una misma palabra. Años, muchos años después, de que me habría salido la “muela del juicio”; cuando ya he aprendido a hacer “juicios de valor”, es decir a opinar y a tener un parecer. Años después también de que he aprendido que en derecho hay muchas variedades de juicio; como contencioso o de desahucio, petitorio o acusatorio, sumario o plenario. Tantas y tantas variedades que sólo de saberlo uno puede “perder el juicio”. Y todo esto sin tener que comentar de lo engorrosos e interminables que pudieran ser los mencionados juicios; los cuales no tienen más clara característica que la de sacarnos literalmente de quicio.

Todo esto comento cuando, en estos mismos días, un buen amigo de nuestra familia ha optado por volver al país, luego de varios años de ausencia, a enfrentar un juicio administrativo. Lo hace persuadido que se le hará justicia y convencido que le asiste el derecho y le respalda su inocencia. El ha vivido ya muchos años de soledad y de destierro en patria extranjera; este habría sido para él un tiempo interminable, frustrante y doloroso; tiempo suficiente como para volverse loco. Es decir, tiempo suficiente como para “perder el juicio”. O, como habría dicho Cervantes: para que pudiera “volvérsele el juicio”; o, para que él terminase con el “juicio en los calcañares”. Dios quiera que pronto se resuelva el caso de mi sufrido amigo; y que quizás su juicio concluya antes, mucho antes, de ese otro juicio que nos diferenciará con sus premios o sus castigos: el inevitable como implacable Juicio Universal…

Shanghai, 10 de Agosto de 2010
Share/Bookmark

06 agosto 2010

Cuando fui a la universidad...

Fue para mi una etapa incierta y en cierto modo irresponsable. Como muchos adolescentes en el albor de sentirse adultos, no sabia todavía cual era el destino profesional que quería entonces; tampoco estaba seguro de cual mismo era mi verdadera vocación. Todo esto en un tiempo que se había empezado a descubrir la llamada “orientación vocacional” y en que se empezaba a declarar la libertad e independencia de las clásicas profesiones liberales. Si hacia mis años de primaria me habían “conquistado” temporalmente para abrazar los hábitos eclesiásticos, cuando transcurrieron mis primeros años de secundaria, yo mismo me había persuadido que quizás sería el ejercicio de la arquitectura donde podría mejor desarrollar mis supuestas habilidades con la planificación y el dibujo.

Pero fue en un encuentro de fin de semana con jóvenes de parecida e edad y similares intereses, que de pronto me dí cuenta que, ni en los bocetos, ni en las maquetas, iba a encontrar la verdadera realización en mi vida. No, no es que ahora sabía ya lo que quería hacer en mi vida; pero, de golpe, pasé a comprender que era “lo que no quería”. Esto fue para mí como una epifanía. Ese encuentro en donde aprendí a comunicarme mejor, a expresarme, si no a confesarme, estoy persuadido que cambió mi vida. Palestra, como así se llamaba el movimiento del que luego pasé a ser su miembro y dirigente, fue para mi como una revelación.

Entonces vino, en cuanto a la futura profesión que habría de escoger, el momento más confuso y oscuro de mi vida: cómo conciliar esos nuevos afanes e intereses con un oficio que me realice integralmente? Cómo encontrar, en el ejercicio de una tarea, la plenitud de la que tanto hablábamos en esos recurrentes encuentros de nuestros años de tierna juventud? La respuesta vino como por arte de goteo, pero con la paralela respuesta de que la posible, o probable, decisión solo parcialmente me habría de satisfacer. Me gustaba por entonces el Derecho (así, con mayúscula); pero, aunque me animaban la verdad y la justicia, bien sabía yo que no me gustaban ni la confrontación, ni la controversia. Muchos años después, dado mi conocimiento de varios documentos legales en que basaba mis defensas, como joven dirigente sindical, habrían continua y repetidamente de averiguarme si yo había cursado estudios de jurisprudencia.

No siempre terminamos siendo lo que creemos que nos puede realizar y hacer felices; muchas veces tenemos que optar por actividades para las que creemos que nuestras tendencias y habilidades nos ofrecen un marco relativo de éxito. Todo esto en medio de la gran confusión existencial que la sociedad de consumo parece que nos crea: el falso y equivocado convencimiento que el éxito esta dado por el dinero que se consigue, la fama o el reconocimiento ajeno. Tener éxito, es más bien un valor subjetivo, es la íntima y personal satisfacción con lo que se hace en la vida, es el personal convencimiento de que se es bueno en lo que se hace. Ese es el único y autentico éxito que tiene valor en la vida.

Un buen día amanecí con la impresión de que lo que quería ensayar era el subyugante terreno de la diplomacia. Esto, a pesar de que uno de mis más conspicuos e influyentes profesores, un cubano enamorado de la crítica cinematográfica, me había hecho una pregunta concluyente: Para qué quieres hacerte diplomático en un mundo que está eliminando las fronteras, chico?

Fue así como el destino y un pariente caritativo vinieron en forma un tanto tardía, pero oportuna, a mi rescate. De pronto, luego de mi graduación de colegio, se me presentaba la inesperada posibilidad de aprender a conducir aviones. Creo que la opción no me dio tiempo a pensarlo dos veces; yo era consciente ya, más que de mis habilidades, de mis múltiples limitaciones; pero, ante todo, era yo un muchacho responsable y estudioso. Sabía que me estaban ofreciendo una muy especial oportunidad y sabía que no debía, que no podía fracasar. Era tan sólo un delgado e inexperto muchacho de diecisiete años por esos días; pero pronto estuve listo para comenzar mi nueva e inédita carrera aeronáutica; y, ante todo, estaba listo para emprender lo que más tarde habría de fascinarme: viajar!

Esta es la razón por la que, a pesar de mis continuos estudios profesionales posteriores, nunca tuve realmente la posibilidad de cumplir con uno de mis sueños personales: asistir a un centro académico, ir a la universidad. En forma un tanto subjetiva, identifiqué mis primeros seis años en el Oriente ecuatoriano como una experiencia universitaria. Me había yo mismo persuadido, que así como mis compañeros de colegio habían hecho seis años de estudios, culminados con uno de práctica rural; yo, en cierto modo, había hecho un breve año de estudios profesionales, con seis años de experiencia rural… Esto para eludir la necesidad de referirme a la llamada y tan mentada “universidad de la vida”, la misma que, ya lo sabemos, terminamos recorriéndola todos y no es, no puede ser, realmente un centro de investigación académica, una verdadera universidad.

Pero hubo otras razones por las que fui en algunas ocasiones a diferentes universidades en el mundo, un poco por seguirme sintiendo todavía responsable; y, otro poco, por dar rienda suelta a mi vocación afectiva y a mi inveterado instinto de protección. Por el deseo de sentirme lo que en la tierra llaman ser “buen taita”, porque hay ocasiones en que te atropellan los sentimientos y no sientes nada que te otorgue tanto orgullo y satisfacción como la posibilidad de ejercer el más delicado y gratificante de los oficios: ser simplemente un buen padre, un buen amigo con tus hijos, la opción de ser simplemente papá.

No hay experiencia más maravillosa, como padre, que la de acompañar a un hijo adolescente a instalarse por primera vez en una universidad extranjera. Sólo la circunstancia de saber que uno se separa de sus hijos por largo tiempo, es en sí una prueba de gran peso afectivo; esto para no mencionar los demonios interiores que uno enfrenta, preocupado como se siente, de que los seres que ha creado y visto crecer, han de tener los necesarios elementos que les ofrezcan comodidad y les garanticen, ante todo, una básica seguridad.

Esos pocos días de convivencia nos unen a los padres con los hijos para siempre, nos preparan para la inevitable próxima despedida y nos ayudan a consolidar mutuamente un sentido de promesa, de compartida responsabilidad. No podría jamás olvidar los viajes continuos a las tiendas cercanas para que se provean de los implementos necesarios, como tampoco podría olvidar su ansiedad y expectativa. Nada me recuerda más, ni nada simboliza tanto mi presencia en esos viajes, como mis tareas de limpieza en los cuartos de baño que les habían asignado. Esto; y la primera, y más sentimental, de las respectivas despedidas es lo que más recuerdo cuando digo con orgullo que yo también “fui a la universidad”.

Amsterdam, Agosto 7 de 2010
Share/Bookmark

Los números

Fue ese como un extraño juego; una suerte de lúdico entretenimiento que me cautivó, con su sorprendente embrujo, hacia los últimos años de primaria. Fue en esas clases de aritmética que fui descubriendo el caprichoso comportamiento que suelen tener los números, que suelen tener sus extrañas secuencias; así aprendí de sus relaciones inexplicables y de sus misteriosas ecuaciones.

Y es que, el profesor no bien había terminado todavía de plantear en voz alta el complejo problema contenido en su curriculum matemático, que yo era ya uno de los primeros en precipitarse hacia los pasadizos y en correr hacia la tarima delantera de la clase, para ofrecer mi respuesta a la aprobación del maestro; ante la curiosidad, y probable desaprobación, de mis sorprendidos y sospechosos compañeros. Fue en esos años que me fui dando cuenta que los números me habían participado su sencillo y elemental secreto. Puedo insinuar que gozaba de su amistad; que disfrutaba de su complicidad y confidencia.

Para mí, se trató de una suerte de secreto descubrimiento, que más tarde se habría de diluir y me habría de desalentar cuando, pocos años después, en un libro grueso de carátulas empastadas y figuras árabes, de túnica y turbante en su cubierta, se iba a proclamar el final de mi romance inicial con los números. “Algebra de Baldor”, decía esa ominosa portada. Era un libro, en cuyo interior habría yo de descubrir que mis adorados guarismos habían sido mezclados maliciosamente con las letras del alfabeto. Se trataba de un innatural maridaje que habría de decretar el final de mi luna de miel con las cifras y que habría de tratar de tentarme con el renovado encanto que para mi ya tenían por entonces las letras. Pero, claro, sin mezclar estas con los números! El algebra habría de decretar mi temporal divorcio, tanto con los números, cuanto con las letras!

Fueron esos, también, mis años de inocencia y santidad. Fueron esos los tiempos posteriores a mi primera comunión; años en los que fui descubriendo que el tan mentado paraíso podría muy bien estar ubicado aquí mismo, en la tierra. En las interminables clases de catecismo y de Historia Sagrada había también aprendido de un libro bíblico llamado “Números”, uno de los cinco componentes del Pentateuco (las cinco cajas); un libro llamado así por la interminable cantidad de cifras que se exhibían para relacionar las doce tribus de Israel; las que, a su vez, provenían de los doce hijos varones que había tenido Jacob, un patriarca admirable por sus arrestos para negociar la primogenitura de su hermano mayor con un plato de lentejas; y, claro, por su innegable fecundidad. Es que… doce hijos varones, podrá no ser un número mágico, pero siempre será una cifra bastante respetable como número!

Fueron esos los años cuando aprendí la raíz cuadrada, la regla de tres, la prueba del nueve. Fue cuando aprendí los números primos y una serie de numéricas secuencias que parecían obedecer a una trama oculta, impenetrable y escondida. Porque los números se comportaban ante mis ojos en formas antojadizas y rebeldes, sin darme todavía una insinuación de sus reservados y ocultos misterios. Así fue como, por muestra de ejemplo, había yo de aprender que la suma continuada de los números impares, va produciendo una extraña secuencia del cuadrado de los números, que se va desarrollando en forma interminable, hasta el infinito (ad infinitum).

Así fue también, como muy temprano adquirí el conocimiento de ciertos números que, en apariencia, se comportan en forma inexplicable. Me encontré, entre los garabatos de mis cuadernos de borrador y la clandestina ayuda de las entonces prohibidas calculadoras, con números de varios dígitos, como el 142857, que al multiplicarse por cualquier número del uno al seis, daban por resultado la misma secuencia de sus dígitos constitutivos, pero con un dígito inicial diferente. Descubrí, además, que el resultado era sorprendente cuando se lo multiplicaba por siete; y que la secuencia resultaba tan, o más, admirable cuando se procedía a multiplicar el mismo número por otros múltiplos del mismo siete!

Más tarde, en mis secretas y furtivas visitas a las secciones de aritmética de las principales librerías de todo el mundo, me fui encontrando con una apasionante literatura de muchos y variados textos relacionados con la numerología: la teoría de los números. Así es como llegué al conocimiento de que existen números llamados mágicos, por su asombroso comportamiento; o de la existencia de secuencias interminables caracterizadas por su sorprendente manera de relacionarse. Alguna vez llegó a mis manos un librito que lo releo con cierta periodicidad; se llama “La revancha de Arquímedes”, texto que, más que respuestas, cada vez me despierta nuevas preguntas y me entrega nuevos, como inexplicables, descubrimientos.

Los japoneses han descubierto un reto al ordenamiento de los números en nueve cuadriculas que se complementan. El rompecabezas (nunca mejor dicho) se llama “sudoku”; y a fe mía que, a más de constituir un extraordinario y admirable entretenimiento, representa una formidable receta preventiva en contra de la arterioesclerosis. Hay una variedad más compleja, conocida en inglés, como “killer sudoku” (sudoku matador), cuya experiencia y probable acercamiento a sus elusivas pistas de solución, constituye un ejercicio apasionante; tanto que, por entretenerme con sus sinuosos recovecos, a veces me pierdo y me olvido que tengo, con mi “Itinerario Náutico”, un renovado y nunca abandonado compromiso. Pero… tampoco puedo utilizar mi obsesión con los números como excusa y decir que “no me queda tiempo”. Si no… hagamos nomás números!

Amsterdam, 6 de Agosto de 2010
Share/Bookmark