28 diciembre 2010

Breve escorzo de playa

Ventea. Una plomiza cortina de lluvia sombrea con su húmedo pincel la línea del horizonte y entrega el incierto pronóstico de un nuevo día de playa. A mi diestra, el cerro exhibe su pálido verdor; muestra sus yermos matorrales y los escuálidos arbustos que han sobrevivido a la incuria y al despiadado empeño del hombre por desnudar la montaña. Los madrugadores pájaros costaneros reinician sus circuitos a la espera de las tempranas tareas de pesca cotidiana. Revolotean las golondrinas; se deslizan las gaviotas; vuelan en circulo los pelícanos. Un intruso gallinazo cabalga la onda que ha reconocido y disimula sus propósitos con la quietud y elegancia de su experto deambular; no revolotea con esfuerzo, se deja llevar por el capricho del viento, timonea con su magro fuselaje y se desplaza…

Abajo, el mar va recuperando el verdor que la lluvia ha oscurecido. Las primeras barcazas pesqueras van iniciando su retorno, mientras unos pocos espectadores esperan, para auditar el producto de una nueva y laboriosa jornada. Mi ventanal, cual altivo mascarón de proa, se adentra en el marino paisaje con las velas de mi curiosidad; va empujado por los vientos de la ilusión y favorecido por la brisa de una nueva y tempranera esperanza. Son los últimos días del año; las postreras lluvias de invierno; y, a la vez, las primeras imágenes del amanecer costanero. Es un breve escorzo marinero en la lluviosa madrugada.

Hacia poniente, una imprecisa huella denuncia el perfil de la costa a la distancia; su escalonado declive semeja la letárgica figura de un lagarto que sumerge su parsimonia colosal en el incesante vaivén de las aguas. Adelante, la pedregosa dársena del club náutico enfrenta con furia al lomo del océano; lo muerde una y otra vez, con su porfiado impulso de víbora empecinada. El indócil océano cede y deja su encrespada espuma como efímera prenda de su pasajera retirada.

Un resplandor metálico parece agitar la rítmica persistencia de las olas. La argentina huella de las corrientes submarinas, deja también su estela de quietud con abreviados trazos de media luna que parecen propender a parcelar las aguas. Un velo caliginoso da los toques finales al paisaje con su bruma suspendida sobre la curvatura de la playa. La lluvia azota por momentos con su látigo inclemente, arrecia con sus oblicuas e insistentes rachas de plata.

Se percibe un rumor, con su persistencia lenta y obcecada. Son las olas del mar, con su furia amenazante, con su incesante e irregular latido, con su monótona canción improvisada. El suyo es como un himno sin partitura, sin ritmo y sin melodía, que escribe en cada empuje nuevas notas en las líneas de su ondulante pentagrama. Poseidón entrega así el eco de su pregón; el del milenario canto con que embruja y advierte; con que seduce y embriaga.

Con la bajamar, las traviesas ondas de vanguardia, parecen manos crispadas que hincan sus últimos esfuerzos en el luminoso espejo al que no pueden ya cubrir con su lujuria renovada. Se retira por pocas horas el mar para ensayar una nueva embestida, para intentar un nuevo galanteo a la brillante pátina que se ha formado en la vastedad de la playa. Arriba, como husmeando el lúdico intento, las gaviotas van formado una aureola; parecen cometas inmóviles, suspendidas en un mismo punto del cenit. Circulan las aves: curiosas, fisgonas, estáticas…

Oscuras manchas se esparcen sobre el agua; son las sombras de las cambiantes nubes que irán desapareciendo con el avance de la mañana. De pronto, el cielo descubre unos rasgados banderines que presagian, con celeste augurio, el fin de la llovizna, la inédita mañana de sol y los nuevos momentos de alegría que se han de compartir en la playa. Entonces, cual si se tratase de una repentina procesión de hormigas multicolores, la gente crea fugaces conciertos y sale a disfrutar de la inquietud de la playa; participa de nuevas y distintas vivencias; confía otra vez en que “hará un buen día” y abriga la secreta confianza en un promisorio mañana.

Feliz año 2011, amigos de Itinerario Náutico!!!

Casablanca, 27 de Diciembre de 2010
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25 diciembre 2010

Documentos en blanco

Estoy en la playa. Estoy en casa nueva! Siento esa extraña sensación de advertir lo novedoso. Es esa incierta percepción que a veces tiene la pertenencia. No la consistente en que la casa le pertenezca a uno; sino aquella de que sea uno el que le pertenezca a esta casa que, aunque se la sentiría como ajena, se la llama ya como “la casa nueva”… Y es que “la casa de uno”, es un sitio que se lo reconoce como propio, donde uno sabe cómo navegar y cómo ubicarse; sabe cómo hallar las cosas propias; todas esas insignificantes y simples cosas, que le ayudan a uno a encontrar los sencillos elementos que nos otorgan comodidad y conveniencia. Siento una rara sensación. Rozan mis hombros dos inciertos y contradictorios personajes: al uno le llaman “ilusión”, al otro lo definen como “inconveniencia”.

Es quizás el signo ineludible de las casas nuevas: el descubrimiento y la atención a los elementos que no funcionan bien todavía; o que insisten en no comportarse como uno ya lo quisiera. Llega la noche y, ausente ya ese ejército de obreros que vienen a brindar su especializada asistencia, la paz vuelve a acompañar con su calma; y a provocar nuevas advertencias y la renovación de los propósitos de corrección de pequeñas imperfecciones, que afectarán mañana con sus falencias.

Afuera, un rumor persistente se empecina con su irregular zumbido y se precipita con ciega obstinación contra los cristales. Se parece al ímpetu intransigente del viento. Suena como cuando la lluvia empieza y el azote de su oblicua insistencia parece ir probando, poco a poco, la resistencia de los ventanales. Son los escarabajos estacionales (*) que, atraídos por el resplandor de las lámparas, ejercitan su propincuidad y se van estrellando por millares. Es una multitud sorprendente de gruesos insectos que, cual plaga bíblica, van revoloteando su fastidio por todas partes. Nadie parece saber su nombre. No vienen con regularidad todos los años; mueren a las pocas horas de ensayar su curiosidad. Tienen una existencia fugaz y efímera; más aún que la que parecería marcar a toda existencia…

Es su transeúnte presencia, epílogo cruel y contradictorio de su proceso de perpetuidad y reproducción? Los lugareños no lo saben. No sucede el resto del año. Es una asombrosa curiosidad biológica que solo se advierte durante el solsticio de invierno, y siempre después de que se han presentado las lluvias estacionales. Más tarde… el necio y confuso revoloteo, de pronto cesa; el torpe zumbido se interrumpe y, cual improvisado campo de batalla, las superficies van exhibiendo las tortuosas huellas de este incomprensible rito funerario. No son unos pocos insectos. Tampoco son unas contadas decenas. Es una apocalíptica aparición; como confundida con el signo paradojal de su propia extinción. Los diminutos escarabajos, vivos y muertos, parecen encontrarse por todas partes!

Abajo, un pueblo olvidado, y herido de muerte por el escalpelo de la noche, luce sus últimas y tardías luces tutelares. Un incierto oleaje difumina sus alamares de espuma en la oscuridad de la playa. Desde mi elevado atalaya puedo observar el acuerdo de dos profundidades: la profusa tenebrosidad del mar y la agreste tiniebla de la montaña. En la noche ha madrugado el silencio. En la caverna de la nocturnidad se va gestando la mañana. Es una contraposición mágica: oscuridad y alborada; defunción de la ilusión y amanecer de la esperanza!

La vida es así. Y así es cada nueva jornada: un nuevo episodio sin título. Un nuevo documento en blanco, donde con traviesa ironía, el destino va escribiendo con los garabatos de lo inesperado, las nuevas páginas del mañana! Así pasa con los nuevos días, y así sucede también con las nuevas casas: flamantes moradas que albergan renovadas y secretas esperanzas… Libros con páginas abiertas carentes de palabras; a menudo cubiertos por adornadas carátulas. De qué imprevistos episodios serán sus paredes mudos testigos? De qué inesperados hechos habrán de dar testimonio sus áreas? Es mejor dejar la imaginación también en blanco, como si la nueva casa se tratase de otro anónimo documento, carente de párrafos impresos, ansioso de nuevas ideas que esperan su turno para ser expresadas…

Concluidas mis reflexiones, cierro el documento que he puesto en sus manos, lector amigo, lo guardo y me retiro; mientras los postreros y más rezagados moscardones se van estrellando contra los impávidos cristales. Otro nuevo documento, el de la vida misma, queda a la espera de nuevos hechos, de inéditos episodios, de secretas y renovadas esperanzas… Este abriga la fugaz expectativa de que el ciclo vital de los inquietos e incógnitos escarabajos, no sea advertencia de la frágil temporalidad que pueda tener la condición humana!

Resuelvo entonces archivar el escepticismo. Prefiero cobijarme con el sigilo de la noche. Cancelo el trabajo y lo dejo en limpio. Me pongo a esperar, a ver qué es lo que irá trazando en sus inciertos renglones, ese escritor antojadizo, que no deja de asombrarnos con la obscena pluma de sus caprichos y a quien llamamos, con ingenua familiaridad, “el mañana”…

Casablanca, Diciembre 20 de 2010

(*) Nota técnica: Se trata de los “catzos” costeños, pequeños escarabajos que, a diferencia de su similar interandino o “plusiotis argénteo”, no proliferan en las madrugadas de Octubre y Septiembre, sino en los anocheceres del solsticio de invierno, luego de abundantes lluvias producidas hacia fines de año. Viven como larva y gusano por cortos tres o cuatro meses. Y ya, en estado adulto, sobreviven solo por pocos días, persiguen la luz, y vuelan tan solo por pocas horas! Extraña inutilidad de la existencia de ciertas especies! Curiosidades que tiene la biología!
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Soplando en el viento

Era el último día de aquel feriado; el último día también de un húmedo carnaval de hace cuarenta años. Éramos cuatro jóvenes que, en la búsqueda de compartir una diferente aventura, habíamos coincidido en realizar un corto paseo a una de las playas más cercanas, para disfrutar del mar y de sus encantos. Ninguno de nosotros llegaba todavía a los veinte años; yo ya ejercía una profesión, tenía un ingreso fijo y poseía una pequeña “pick up” abierta, con dos asientos delanteros y un abreviado espacio en la parte posterior, donde podíamos “acomodar” a dos de los otros compañeros, así como a las vituallas y a los equipajes necesarios.

La prevista incomodidad en la transportación habría de constituir la menor de las inconveniencias en esa excursión a la que habíamos accedido con un cierto espíritu aventurero y espartano. Habríamos de prescindir de acomodación hotelera y aceptar las limitaciones; tendríamos que armar y utilizar un par de pequeñas tiendas; y, acomodarnos a las inciertas posibilidades. Era una forma de pasar unos pocos días de vacación, sustentados por un presupuesto frugal y limitado. Dos de los protagonistas respondían al nombre de Iván; no recuerdo como le hacíamos para evitar que ambos respondieran a idéntico llamado.

Hoy, tantos años después, no recordaríamos aquel lejano paseo, si no fuese por un percance que convirtió el final del viaje en una circunstancia desafortunada y cómica, que se agravó por la costumbre tradicional de mojar al prójimo en los días anteriores al miércoles de ceniza; día en que, se recuerda con una cruz de carbón marcada en la frente, la advertencia de que somos polvo, venimos del polvo y en polvo nos convertiremos. Aquello, lo de recordar las incidencias del fin de viaje, se me hace posible, a pesar de las incomodidades del improvisado alojamiento; de las limitaciones para satisfacer las urgencias biológicas; y de la persistente conjura de los zancudos que quizás en las carpas se infiltraron…

Y es que, cuando regresábamos, luego de disfrutar de esos días de sol y de playa; mientras iniciábamos la subida de Tata-tambo, un camión de transporte, impulsó una piedrecilla que impactó contra el parabrisas de nuestro vehículo. En forma automática, el vidrio protector se desintegró, atomizándose en una infinidad de diminutos y granulados pedazos. No nos quedó más alternativa que proseguir con el resto del viaje sin la protección correspondiente. Para mala fortuna, luego de poco, la lluvia empezó a castigar con un baño profuso y despiadado…

Al llegar a los barrios del sur de Quito, la gente despedía al último día de carnaval con un despliegue de mangueras, bombas de agua y profusos “lavacarazos”. Los vecinos daban rienda suelta a ese curioso desfogue, que parecía eliminar las diferencias sociales, con un loco derroche de agua que se arrojaba por todo lado. Hombres y mujeres corrían con una gran variedad de improvisados recipientes por todas partes, acosando y persiguiendo a todo aquel que se atreviera a transitar por las calles, para atacarlo con más agua, estuviese o no mojado.

Un extranjero, ajeno a esta rara costumbre, habría pensado que el mundo se había puesto de pronto loco, o que la gente de improviso se había desquiciado. Frente a nuestro predicamento precario, los carnavaleros no nos concedieron piedad ni tregua, ni tuvieron ningún tipo de recato. Lloviznaba con insistencia; y, no contentos con comprobar que estábamos empapados, no encontraban nada más adecuado y divertido que darnos su bienvenida a punta de baldazos!

Pasó el tiempo. Los dos Iván crecieron en edad, se graduaron y se casaron. Más tarde, se destacaron en sus respectivas actividades. El uno siguió economía y llegó pronto a Ministro de Estado; el otro optó por la psiquiatría y se convirtió en editorialista de un importante y prestigioso diario. El tercer miembro de aquella excursión, se convirtió en prestigioso constructor y llegó a ser un exitoso empresario. Ese bermejo protagonista es mi propio y “cumbiambero” hermano.

El psiquiatra del cuento, optó por expresar sus ocasionales desacuerdos con un gobierno que dice representar a todos, pero que responde con intolerancia a los que expresan su desafecto a un régimen que ha decidido autocalificarse de revolucionario. Él ha terminado identificado como uno de los “miembros de la prensa corrupta”, así los tilda con animoso desdén el controversial mandatario… Pero, eso de pensar diferente ha sido realmente su único y sacrílego pecado!

Hace pocos días, Iván nos recordó la famosa canción de Bob Dylan conocida como “Soplando en el viento”. Al revisar su traducción, he caído en cuenta que la intención original de la melodía podría tener dos distintos significados. Cuando decimos que la respuesta “está flotando en el viento”, parecería decir que la situación es clara y que lo que sabemos está por todas partes. Pero hay otra posibilidad, y es que intentaría decir que la respuesta a las inquietudes de la canción, sería como “soplar contra el viento”, similar a lo que se recoge en otros dichos que enuncian la situación de lastimarse uno mismo, de dispararse en el propio pie o de escupir contra el cielo. Entonces, la respuesta mi amigo, sería como soplar contra el viento. La respuesta sería como soplar contra el viento!

Transcribo la traducción revisada de la canción:

Soplando en el viento (Soplándole al viento?)
(Blowin’ in the wind) por Bob Dylan

Cuántos caminos debe recorrer un hombre

Antes de que lo consideréis un hombre?

Cuántos mares debe surcar una paloma blanca

Antes de que ella se duerma en la arena?

Sí, cuántas veces deben volar las balas del cañón

Antes de que sean prohibidas para siempre?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento.



Sí, cuántos años puede existir una montaña

Antes de que sea arrastrada hacia el mar?

Sí, cuántos años pueden algunas personas existir

Antes de que se les otorgue la libertad?

Sí, cuántas veces puede un hombre volver la cabeza

Fingiendo simplemente no mirar?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento.



Sí, cuántas veces debe un hombre mirar hacia arriba

Antes de que pueda contemplar el firmamento?

Sí, cuántos oídos ha de tener un hombre

Antes de que pueda escuchar el llanto de la gente?

Sí, cuántas muertes serán necesarias hasta que él sepa

Que demasiada gente ya ha muerto?

La respuesta mi amigo, está soplando en el viento

La respuesta está soplando en el viento!

Cuál fue la verdadera intención de Bob Dylan? Creo que (aquí sí), la respuesta mi amigo, está soplando en el viento. La respuesta está soplando en el viento…!

No siempre es bueno soplar “contra el viento”: se corre el riesgo de terminar otra vez mojado, aun mucho tiempo después de que hubieran ya transcurrido largas cuatro décadas…! No siempre podemos tener todas las respuestas, lo importante es saber qué quieren las preguntas, con su oscuro y escondido significado…

Casablanca, 17 de Diciembre de 2010
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16 diciembre 2010

Memorias y desmemorias

A menudo mis reflexiones apuntan hacia un elogio de la memoria; es decir, hacia la capacidad que tenemos para recordar. Estoy convencido que la memoria es uno de los principales atributos de la condición humana; podría decirse que existimos y nos realizamos en la medida que podemos ejercer con plenitud esa característica tan humana que es la de la memoria. El hombre es un animal que recuerda; y es justamente porque él recuerda, que está también en condición de poder decir, de poder reír, de poder llorar. Recuerdo luego existo. Puesto en perspectiva: sin recuerdos no hay historia y sin historia tampoco hay identidad.

Cuando escribo, por ejemplo, mi punto de sustento es el de los recuerdos. No hay nada que más nos entristezca que perder la memoria acerca de una situación o de un acontecimiento especial. Justamente una de las características más crueles del mal de Alzheimer, que es como también se llama a la arterioesclerosis, es esa aguda y lacerante propensión a olvidar: la incapacidad de identificar y raciocinar. Con esta dolorosa enfermedad, el recuerdo, es decir la experiencia de lo vivido y que ha desaparecido de la memoria, ya no se encuentra ahí para relacionar esas experiencias con nuestra existencia.

En lo personal, tengo una tendencia muy espontánea para relacionar las situaciones cotidianas y las vivencias de la existencia con los recuerdos del pasado. En ese sentido, puedo expresar que “vivo más de una vez” los hechos que protagonicé o de los que fui alguna vez su testigo; claro, con el beneficio y la ventaja que se contienen en la retrospección. Es a través de la memoria que se nos concede la opción de auto-juzgarnos, de sacar lecciones, de hacernos propósitos para no cometer de nuevo el mismo error. Somos cuerdos mientras ponemos en práctica nuestra capacidad de juicio; y solo enjuiciamos con lucidez cuando podemos recordar con plenitud y objetividad.

Por esto es que quizás, en algún período lejano de la historia, los hombres creían que el pasado no estaba a nuestras espaldas; sino que estaba más bien frente a nuestros ojos. El pasado, así entendido, estaba adelante nuestro, porque era con nuestra memoria que lo podíamos contemplar. Lo que estaba a nuestras espaldas era entonces el futuro, el porvenir (lo por venir); y era por eso que no sabíamos qué nos tenía deparado el destino; y, era por ello que no estábamos en capacidad de poderlo anticipar… Asunto este asaz contradictorio: el de tener que vivir como espectadores del pasado y dando también las espaldas al porvenir…

Pero es en el día a día; en la experiencia de las cosas sencillas de la vida, cuando nos define una característica que es tan humana como la misma memoria: la tendencia a olvidar. Esta desmemoria o “antimemoria”, como alguien ya la llamó, se constituye en uno de los mayores defectos y limitaciones de la condición humana; nos lleva a cometer errores, a producir y a soportar accidentes; nos enfrenta a situaciones lamentables y engorrosas. Y todo porque hemos dejado algo olvidado; o porque no recordamos donde algo pusimos; o no relacionamos una situación importante; o, porque pasamos por alto un compromiso del que dependía nuestra tranquilidad o propia realización. El olvido es la más utilizada de las excusas; y, a la vez, la más frecuente. Decimos: me olvidé! Se me pasó!

Por ello quizás, los humanos hemos inventado recursos para manejar y mitigar, de alguna manera, los efectos y consecuencias lamentables de la desmemoria. Intuyo que algunos inventos han surgido, más como una respuesta práctica a esas grietas de la memoria, que como un giro adicional de esa rueda que nunca está estática, que es la de los avances de la civilización. Algunos de estos inventos hoy serían imprescindibles, como son el calendario o el reloj.

Las diferentes disciplinas de la cultura buscaron siempre nuevas herramientas y métodos para combatir los penosos, y a veces trágicos, efectos de olvidarnos de hacer las cosas. Así es como hemos inventado los “memoranda” (plural latino de memorándum), o ayuda – memorias, los procedimientos, los protocolos, las secuencias para realizar acciones y para desarrollar el adecuado funcionamiento de las cosas. Todos estos no son sino instrumentos o recursos para recordar; o dicho de manera más exacta: son acciones provistas para evitar la posibilidad de olvidar. Sería imposible concebir las actividades humanas sin recurrir a los elementos en los que se apoya y sustenta la memoria; como sucede con los procedimientos administrativos o con las instancias jurídicas; como pasa con las intervenciones quirúrgicas o con las modernas tareas aeronáuticas.

La modernidad nos ha regalado la fotografía, la grabación magnetofónica, el cinematógrafo, el Internet, como herramientas para combatir la desmemoria; y, sobre todo, para potenciar la siempre restringida capacidad de recordar. Por eso es que quizás la vida moderna parezca mas fácil o complicada (dependiendo del ángulo desde donde se mire el influjo de estas ayudas o recursos a favor de la memoria); y, por eso también es probable que estemos expuestos a esta especie de doble sino; de bendición y de maleficio; de virtud y de condena, que nos hace vivir la existencia con una mayor intensidad.

Tal parece que la vida de los hombres, al igual que pasa con el funcionamiento de los ordenadores, se irá haciendo más compleja a medida que dispongamos de un mayor grado de memoria; pero también habrá de otorgarnos una mejor calidad de vida y una mayor facilidad para vivir. El bienestar ha pasado a depender de nuestra capacidad de memoria y de que esa memoria pueda “procesar” con una más alta velocidad. Así, la memoria de la que disponemos individualmente puede llegar a convertirse en una gran limitación, pero también en una infinita y siempre mejorable capacidad. Una contradicción que ya no se puede olvidar!

Quito, 15 de Diciembre de 2010
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08 diciembre 2010

La venganza del chinito

Y, hablando de revanchas, hablemos también de venganzas… Hablemos de un plato que se supone que es “el manjar de los dioses” (de aquellos dioses con debilidades y con vicios, que crearon los humanos en la antigüedad); un plato que, según cuentan, hay que servirse bien frío. Cuando medito sobre este tema, me es inevitable reflexionar en la llamada “venganza del chinito”. Qué mismo es esto de la tal venganza asiática? Se especializan en verdad los chinos en venganzas, ellos que se caracterizan por no comer jamás un plato en frío? De donde viene la expresión? Qué chinito se vengó de quién y por qué motivo? Y me pregunto esto, como buen latino que soy; que, como todo latino, llama de “chino” a todos los orientales, sean coreanos, mongoles o japoneses, con tal que tengan los ojos rasgados y les caractericen ciertos trazos en su expresión facial…

Tengo más de quince años de vivir en el Asia; y, aunque he convivido de cerca con estas razas de culturas milenarias, no he encontrado indicios de qué es lo que la literatura occidental intenta caracterizar con la manida venganza del hombre oriental. En la tierra se usa esto de “chino” como apodo para los que tienen facciones orientales y aun para los que presentan rasgos como el de los ojos pequeños, sin que esto identifique necesariamente al hombre chino con exclusividad. A veces decimos “chinito japonés”, sin advertir la contradicción del correspondiente juicio. Fue así, como este gracioso remoquete, identificó en mi mismísima casa a uno de mis propios hijos, a aquel signado por su curiosidad.

He conocido en mi vida AC (antes de conocer la China) a un número importante de vecinos, amigos y compañeros a los que tildábamos de “chinos”. A ninguno lo conocí como vengativo; todos eran gente generosa y de confiar; gente cálida y bondadosa; preocupada por procurar el pan y honrar sus compromisos. A uno de ellos lo conocí en mi trabajo; era un experto en el raro arte de “saber comprar”, y tenía sobre todo un corazón montubio enorme que heredaron también sus hijos. No quisiera decir su nombre, “la luz del entendimiento me hace ser muy comedido”, como el poeta lo dijo. Solo quisiera recordar una frase muy suya que resumía su humana sabiduría: “El que pesa por quintales, no se fija en medias libras”. Sus premuras invitaban a la ternura. Sus previsiones por el futuro de su familia, le hacían a menudo olvidar su presente personal. Un hombre así, no era chino aunque lo parecía; y… con la bondad con que se anunciaba, cómo podía haber sido vengativo? En su alma bondadosa no cabía el término “vengar”!

Hay una novela que se ha convertido con el tiempo en uno de mis referentes preferidos. Es ella el paradigma mismo de la venganza, se trata de El Conde de Montecristo; es la historia contada por el genial Alejandro Dumas; es la épica aventura de ese hombre traicionado y convertido en prisionero, encarnada por Edmond Dantés. Pocas obras se constituyen en elogio y escabel de la venganza como este maravilloso libro del escritor francés. Dicen que no era él mismo el que escribía sus historias; esto ya a nadie importa; y la verdad, con respecto a este cuestionamiento, solo la sabía él.

Por mi parte, no siempre estuve convencido que fuera dulce la venganza; esto lo confirmé cuando un día cayó en mis manos una nota que, desde entonces, siempre me inspiró por su filosofía y profundidad. La leí alguna vez en un de esos salones de “chat”; es preferible que la transcriba en su integridad para eludir la impúdica tentación de quererla plagiar. Decía así: “La venganza es el juego en el que cae el débil que no puede apartar de sí su rencor. El fuerte sigue su vida y se olvida de la ofensa, ya que no pierde ni un minuto en pensar en ella. El vengativo se siente ofendido día tras día. Y así el ofensor gana ese juego. Y cuando el débil al fin se venga, comprende que no es mejor que su ofensor. Y que solo ha perdido el tiempo y malgastado sus sentimientos y su vida”…

A veces caigo yo mismo en la tentación de ensayar una imaginaria venganza. Se debe a mi inveterada condición de poseer ese auto diagnosticado síndrome obsesivo-compulsivo. Sí, yo sé que es uno de mis mayores defectos. Es parte de mis manías y de mis pruritos. Estoy obsesionado con el orden y trato de acarrear a los demás en mis empeños compulsivos. En la China he aprendido a ignorar los ruidos indiscretos al comer y aun los sonoros escupitajos; he llegado a pasar por alto la invasión de los espacios que creo que son de mi exclusividad. Pero… hay algo a lo que no termino por acostumbrarme: se trata de que, en vuelo, mis colegas chinos no cambien las sábanas de la litera que luego tengo que utilizar. Se escudan en el argumento que habían cubierto con una frazada las mentadas prendas; y que con esto, ya no hacía falta que las tengan que cambiar! Pasan los días, varios días, luego de aquellos vuelos que compartieron conmigo, cuando ellos tenían que cambiar por frescas las usadas sábanas; llego yo inclusive a dejarlas marcadas; pero, las sábanas siguen ajadas y sin que nadie las haya querido cambiar!

Ya me cansé! Me he sentido impotente para persuadirles con los recursos de mi razonamiento; y he pensado que solo me queda la alternativa de una venganza china, en la que se supone que son ellos los que tienen la especialidad. Hasta que ayer ya fue “la cresta”, como dirían los amigos chilenos; ayer que había planeado dar rienda suelta a todo el furor de mi venganza, estábamos en cabina y un cierto compañero se sacó los zapatos y las medias en pleno vuelo… Había un rancio y parmesano olor en el ambiente; mientras yo seguía pensando en por qué se tuvo que vengar el destino así conmigo; y en cómo le hago para, yo también, poderme vengar!

He soñado tantas veces en convertirme en un reciclado Conde de Montecristo, pero he decidido finalmente dejar de pensar en la justicia y en la venganza; y he optado, más bien, por pensar en los valores del perdón y de la piedad…

Amsterdam, 8 de Diciembre de 2010
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07 diciembre 2010

La revancha de Montezuma

De niño fui dejando crecer mi particular convencimiento que teníamos que ocultar las lágrimas; que no se debía dejar que otros le vieran a uno llorar. No sé de dónde me salió ese extraño prejuicio; no sé siquiera si los otros, por lo menos los otros niños, también pensaban igual. Quizás no me daba cuenta todavía del valor catártico que tienen las lágrimas, de cómo ellas confirman y reafirman la condición humana, de cómo nos ayudan a sobrellevar la pérdida, el dolor, la nostalgia, la recurrente orfandad. Quizás, aún no había comprendido que sin lágrimas, no hay remisión ni hay forma de volver a empezar. Tampoco había advertido que las lágrimas son como un raro elixir divino, que se nos asigna por goteo; y no sé si, precisamente, porque tienen ese sabor tan especial…

Lo cierto es que de adulto, y ya convertido en joven padre de cuatro chiquillos, traté, a veces sin éxito, de prolongar con ellos mi persuasión; y muchas veces les exigí con absurda obstinación que si algo querían, o si algo tenían que denunciar o reclamar, antes que nada, tenían primero que calmarse y parar de llorar… No habría de darme cuenta, sino muy tarde, que este propósito (o despropósito) mío volvería con los años a morderme a veces en los glúteos y a veces en los talones! Algo así como el efecto que dicen que produce cierta comida mejicana, que luego de los placeres de la ingestión, produce serios malestares y molestias; dispepsias e insufribles retortijones. La mítica maldición de un emperador azteca que había sentido los estragos de la usurpación y del engaño; y que se vengó a punta de “jitomate” de sus barbados y cabalgantes captores.

Y es que, conmigo pasa, como ya lo he expresado en una crónica anterior, que fui poco a poco desarrollando esta inefable habilidad para ponerme a gimotear por cualquier cosa; por cualquier motivo inocuo e insignificante. Ahora lloro por cualquier asunto carente de importancia. A cada rato me voy de llanto; he perdido mi recurso aristocrático para ocultar mis lacrimógenas propensiones. Parece que ya no me importaría que los demás se dieran cuenta que soy un plebeyo de esos que otra vez se ha puesto a llorar… Me he convertido en lo que mi hermano Adrián llamaba “un cobarde estricto”; o sea, en un simple y silvestre hermafrodita. Para no andar ya con más circunloquios y remilgos: en un viejito maricón que, por cualquier cosa y sin motivo, va y se pone otra vez a llorar!

En mis tiempos de escuela, cuando los partidos de futbol y los golpes de estado se “veían” solo en la radio, había escuchado de unos sorprendentes artefactos que tenían el mágico artilugio de provocar el llanto de los demás. Se trataba de unas bombas que yo imaginaba entonces que poseían una geometría esférica, que las utilizaban cuando había “bullas”; que disponían de una trenza que servía como mecha combustible; y que, al igual que los mecanismos construidos con pólvora, explotaban cuando se las detonaba; y, como resultado, los malvados y comunistas estudiantes universitarios se ponían a llorar!

Fue así como, poco antes de yo también convertirme en malvado estudiante universitario (que nunca fui; porque malvado sí, pero universitario jamás!), habría de descubrir que las mentadas bombitas podían tener cualquier forma, menos la de una pelota coronada por un gorro turco que les impedían la libertad de rodar… Pude darme cuenta, mientras los demás vociferaban “Adelante, adelante, adelante universidad”, que las bombas más bien parecían unas latas de bebida carbonada; y, como yo mismo ya no podía aguantarme más las lagrimas, terminaba implorándoles a los otros: “Adelante, adelante, adelántense nomás!”…

En estos últimos años, me he ido dando cuenta que estas bombitas fueron adquiriendo más bien una figura antropomórfica; les fueron saliendo brazos y piernitas. En suma, fueron haciéndose de una forma definida y compleja; fueron haciéndose de facciones y gestos; y fueron adueñándose de un nombre propio. Estas nuevas bombitas saturan ahora mis espacios y mi tiempo, se han apoderado en forma aleve y artera de mis glándulas lagrimales; han absorbido la plenitud de mis pensamientos y sentimientos. No tienen mecha; han suplantado la cinta del mechero con el diminuto guion con que juntan en su familia los apellidos que los identifican. Se llaman Benjamín y Lucas Vizcaíno-Luá.

Son mis nietos. Estos son los forajidos que me han convertido en un viejito lacrimoso; son las súper eficientes bombitas lacrimógenas que no necesitan detonante; ni siquiera estar presentes, y menos aún que se les tenga que activar. Funcionan sobre todo a la distancia; solo hace falta que se les pueda recordar! Cuando las bombitas están cerca, uno se maravilla de la vida; se arrodilla en la alfombra jugando al perrito; se sienta en la yerba sin importarle que se le moje o se le manche el trasero; se pone a dibujar por horas garabatos y adefesios; se pone a empujar un necio columpio; y, no se deja ganar por el tedio al ver una noria girar, girar y girar…

A ellos les digo lo mismo que de niño me pedían: que coman toda su comida, que recen y orinen antes de acostarse, que jueguen, jueguen y jueguen. Les cuento que cuando uno ya se hace grande no siempre hay tiempo ni para jugar, ni para rezar; que nos hacemos tan necios que nos olvidamos hasta de amar; les cuento que nos vamos convirtiendo en “cobardes estrictos”, en señores circunspectos que van aprendiendo que las bombas lacrimógenas no tienen forma esférica; que, para hacer que lloremos, no necesitan explotar!

Sobre Tallinn – Estonia, 8 de Diciembre de 2010
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04 diciembre 2010

Amaneceres

Es madrugada de Domingo. Es temprano en la mañana, aunque no hay todavía claridad, todavía no amanece. Una mortecina línea de luces es todo lo que ha quedado en la ribera del río de ese sorprendente despliegue luminario que ayer bañaba de claridad la oscuridad de la noche. Un contrastante e inusitado ahorro de energía ha suplantado al exceso de los nocherniegos derroches. Un tenue, vacío e impreciso reflejo va desapareciendo en las inquietas aguas del río, mientras las primeras y tempraneras barcazas van iniciando ya sus trasiegos madrugadores. Sí, solo queda una línea de luces, cual cruel metáfora de nuestras luminosas vivencias que terminan convirtiéndose en parcos trazos de referencia, con sus descoloridos recuerdos, con su difuminados colores.

Pienso entonces en mis primeros desplazamientos aéreos internacionales. Fue un vuelo de Avianca a Caracas, que hizo escala en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, el que inició mis nutridos viajes hacia lejanos lugares. Tenía entonces solo diecisiete años e iba invitado a Venezuela, por asuntos relacionados con mis prematuras actividades como dirigente de un movimiento juvenil. Tratábase de un flamante Boeing 727 que esta aerolínea había adquirido para transportar al Papa desde Italia a Colombia. Cuando esa noche el avión aterrizó en Maiquetía, el lánguido color de las luces azules de la pista de rodaje, sería una de las imágenes que me habría de marcar con la huella de su memoria, con el paso de los años.

Solo diez meses después, un Lockheed Electra de la compañía Ecuatoriana de aviación, habría de llevarme a Miami. Era un vuelo al que llamaban “lechero”, porque venía parando en todas partes: Santiago, Lima, Guayaquil, Quito, Cali y Panamá eran sus itinerantes escalas, antes de que finalmente “topáramos ruedas” en la capital de las compras de los sudamericanos, la ciudad de Miami. Pasar por Panamá, donde éramos “invitados” a desembarcar del avión, para esperar en un terminal abierto a la intemperie y sin aire acondicionado, era una forma de recordar cómo es la vida en los trópicos; cómo hay otros climas, otros calores, otras razas, otras costumbres, otras humedades…

Dos veces seguidas utilicé esa Ecuatoriana de los cuadrimotores a turbohélice, que el anuncio de propaganda (como si eso al pasajero le importara) advertía que estaban impulsados por motores Allison. Los jets comerciales ya surcaban sus estelas y sus ruidos por el mundo; aquí el sucedáneo a la velocidad, cual yapa generosa o graciosa añadidura, era esto, inservible para los usuarios apurados, de saber que los Electras estaban equipados por los famosos y confiables motores Allison de hélice.

Hice estos viajes para cumplir con mis cursos iniciales de entrenamiento de vuelo en Flight Safety Academy, un instituto localizado en un pueblito de la costa oriental de la Florida llamado Vero Beach. Ahí, aparte de volar, no se hacía nada, nadita de nada (le juro Alicia); y si uno lo hacía, todo el mundo se terminaba enterando. Claro, sobre todo las tres únicas chicas que había en ese pueblo medio abandonado donde solo se vendían limones y naranjas; chicas, de las que todos los aviadorcitos que habíamos en la escuela, como esperando turno, y tarde o temprano, fuimos alguna vez sus fugaces enamorados... “Zero Beach” lo habían bautizado mis compañeros de internado.

Tres años después y ya convertido yo en piloto de “avionetas”, que era como entonces se conocía a los aviones pequeños, volé nuevamente a Bogotá en la cabina de un Boeing 707 de Lufthansa; ésa fue una experiencia reveladora e impresionante. Esto de que llamen así a los Douglas DC-3 o a los Twin Otters y a otros aparatos de mediano tamaño, lastimaba mis oídos y mi auto estima, por este bautizo tan injusto y lamentable; además, como si llamar “pequeños” a esos enormes avioncitos, no habría sido ya un desdén insultante, se le añadía ahora esa injuriosa afrenta de darles un género extraño y femineizante… Volar por primera vez en la cabina de mando de un gigantesco 707 Intercontinental, donde tanta gente parecía luchar con la aplicación de las reversas y parecía cumplir con alguna complicada gestión en ese atronador y traumatizante aterrizaje, me hizo crecer en la íntima sospecha de que llegar a volar algún día esas complicadas naves voladoras, “de género masculino”, estaría solo reservado a la exclusiva cofradía de la gente grande…

Pero… pasaron los años, y otros más; y el mismo piloto que una noche “tomó prestada” la revista aeronáutica que yo había dejado en mi asiento, mientras hacíamos escala en el vuelo de regreso, se habría de convertir luego en mi jefe directo en Ecuatoriana de Aviación. Ingresé a Ecuatoriana cuando estaba convertida ya en empresa estatal y era flamante poseedora de esos mismos jets que tanto me habían impresionado. Es que ahora había decidido “meterme a cosas de mayores”, asunto que me lo advirtió una mañana ese mismo superior jerárquico, cuando me comentó: “vas bien mijo, has de ser un buen piloto cuando te hagas grande”… Ah, esto de “hacerse grande”... Y pensar que se nos va la vida y no terminamos nunca de hacernos “grandes”! Por entonces no me preocupaba tanto en llegar a bueno; lo que más me apuraba era eso tan elusivo de llegar pronto a ser grande!

Ahora ya no vuelo en aviones de femenino género, ni siquiera en otros que no sean los llamados “grandes”. Lo hago en otros que, para no exagerar con el uso del adjetivo, merecen la denominación de “aviones de cabina ancha”. Son las llamadas aeronaves de “doble pasillo”. Pronto ya no volaremos ni éstos, ni los pequeños avioncillos; o sea, ni los femeninos ni los masculinos… Y cuando menos nos demos cuenta, ya no estaremos piloteando ninguno! Nos veremos en el espejo y nos seguiremos preguntando eso tan sin respuesta, eso de que cuándo mismo es que vamos un día a llegar a ser grandes…

Shanghai, 5 de Diciembre de 2010
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03 diciembre 2010

De sonrisas y cortinajes

Hace frío en la obligada cláusula de la noche. Parece la ciudad un prematuro escorzo navideño donde la nieve todo lo ha ido manchando de blanco con su persistente derroche. En el brillo diagonal de las mojadas calles, se reflejan los inflamados faroles colorados que anuncian la presencia y disponibilidad de las mesalinas de vitrina, las cariátides animadas, las incorregibles damiselas de la noche. Es la impúdica oferta de lo callado y clandestino; la industria del goce sexual permisivo; la fábrica de las apuradas caricias sin cariño; el desinhibido comercio de los improvisados orgasmos perentorios, de los fingidos amores.

Se han apostado allí, detrás de sus escaparates cristalinos, acompañadas de una silla solitaria, de su escaso atuendo provocativo y de la mueca difuminada de su sonrisa ensayada y complaciente. Un terciopelo gastado esconde el vacío camastro de sus artificiosas contorsiones, como testigo mudo de las urgencias de sus ocasionales clientes. Ostentan, en su rostro, el gesto obvio pero impreciso de la seducción recompensada. En el oscuro mundo del intercambio de los jadeos lascivos, de los carnales placeres reprimidos, de los abreviados requiebros de la pasión retribuida, están ellas ahí para conceder el imaginario pasaporte de salida de la república de la soledad; o, simplemente para conceder la visa de entrada hacia la patria del disfrute de unos placeres sin pretexto ni reproche.

Un contradictorio contraste entre curiosidad y desdén, ayuda a mimetizar el disimulado sigilo del feligrés que acude a esta parroquia lujuriante. Es un gesto innecesario de cautela que a su vez contrasta con la gratuita exhibición de las sensuales intimidades. Es Amsterdam y sus callejuelas del fugaz disfrute. Es el llamado “distrito rojo”, verdadera zona de tolerancia, con vitrinas arrimadas a sus angostas calles. Es ésta, una zona incrustada en el ombligo mismo de la urbe; y así como las meretrices no esconden la desnudez de su carne; ella, la ciudad de los canales, tampoco oculta su permisividad ante el más antiguo de los oficios, que aquí se convierte, además, en una más de las mercantiles profesiones.

Son mujeres de todas las razas y de todos los tamaños; son semblantes de todas las apariencias y de todas las nacionalidades; son muecas seductoras para todos los gustos, que aquí ensayan estas “chicas” de todas las edades. Aprendieron la fácil conjugación del verbo cautivar, en la temprana escuela del estupro o en la tardía universidad de las no siempre inventadas necesidades. Con un insistente gesto de confianza, invitan a esconder el rubor, a superar el prejuicio o el fardo subyugador de los compromisos afectivos o las reticencias morales. La conquista de un nuevo cliente ha de clausurar de nuevo, y por breves instantes, el lienzo que antes cubría el interior de esos abiertos ventanales. Ellas van a lo suyo, a acordar un precio a cambio de las caricias ofertadas con sus recursos seductores.

Si la vitrina se constituiría en el símbolo, la callejuela sería, a su vez, uno como improvisado proscenio para representar las debilidades del hombre. Parece la rúa como un cuadro impregnado de los brochazos impulsivos de Van Gogh, y guarnecido por el marco protector de las tolerancias sociales. No son ellas las que están encerradas en su hornacina de cristal; son ellos, los forasteros, los que sufren el yugo y el cautiverio de su propia condición. Así los ven ellas, como en opuesta reversión de papeles, mientras pacientes los observan detrás de sus iluminados ventanales… Quién compra a quién; quién satisface a quién, en este confuso mercadeo de urgentes requerimientos, de inusitadas necesidades? Abrigo la sospecha que ellas están ahí, no porque estén obligadas a hacerlo, sino porque disfrutan del encuentro furtivo y están satisfechas con lo que hacen…

Como todos en la vida, su realidad personal no está definida por sus ajenas y despreciadas profesiones. Aunque simulen su encierro en el jugueteo holgazán, son también mujeres de carne y hueso; sujetas a las exigencias de la realización familiar; a los impulsos por proteger y compartir; por hacer feliz a alguien más; por dar solución a sus problemas y solventar sus propósitos individuales. Son mujeres sujetas a la alegría o al llamado de la ilusión; al tedio transeúnte o a la cotidiana obligación de arreglar una alcoba o preparar un guiso para alguien.

La nieve ha vuelto a soplar su blancura pertinaz; de pronto, me recuerda que la palabra promesa se avecina a la de promiscuidad; que la palabra propósito se encuentra cercana a la de propincuidad… todo, en la misma página de ese pesado diccionario que es el de los preceptos morales! Les devuelvo entonces la mueca cómplice de mi distendida connivencia, mientras un inquieto mancebo revisa el contenido de su faltriquera y decidido él, a probar inéditos placeres, se asegura de la indiferencia de la gente, cruza la calleja y se encierra detrás de los pesados velos de esas cortinas que, al igual que las comisuras de los labios de aquellas coquetas y livianas sonrisas, pocas veces se cierran y muy a menudo se abren...

Es hora de seguir mi camino; de dejar que cada cual atienda los menesteres de su acordado y travieso maridaje. Prosigo, mientras voy sintiendo la persistencia intermitente de esas seductoras provocaciones. Decido, entonces, ya no regresar a mirar, mientras voy sintiendo que esas sonrisas van quedando atrás, igual que los rojos faroles, colgadas al borde impreciso de la resbalosa e indiscreta calle!

Amsterdam, 3 de Diciembre de 2010
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01 diciembre 2010

Ya se acaba el paseo y mañana vacación!

Es siempre probable que esta vez hayan confundido la orden de mi capuchino descafeinado; y, aún más probable, que hayan vertido el contenido equivocado en el recipiente que a mí me habían asignado. Lo cierto es que debido a mi aguda sensibilidad con la cafeína, y como resultas del lamentable error, no he podido dormir bien y he soñado toda la santa noche. O, para decirlo con más propiedad, he tenido un sueño tan liviano que, al levantarme, he podido recordar con mucha claridad muchos de los adefesiosos y recurrentes sueños que tuve anoche! No siempre es bueno hablar de los sueños que nos inquietan; los psicólogos están persuadidos que reflejan nuestros traumas, angustias y temores…

Por mi parte, confieso que desde niño me acompañaron siempre repetidas e inquietantes imágenes nocturnas. Sin embargo, cuando converso con mi hijos o con mis amigos, puedo darme cuenta que nos producen inquietud los mismos guiones noctámbulos; la trama de las pesadillas parece que sería la misma; aunque, claro, solo cambien los actores. Quizás por ello hemos acordado no acudir al mismo psicólogo, solo con el objeto de poder acceder a un mayor numero de interpretaciones… Así, puede salirnos más costoso, pero tenemos también más opciones para escoger! Además… quién no ha soñado alguna vez con que le iban persiguiendo? O con que caminaba por la estrecha cornisa de un tejado? O con que se le venía encima la creciente de un río? O con que no podía bajar desde un sitio elevado? Apuesto que hasta los mismos psicólogos lo habrán probado!

Anoche soñé otra vez con un paseo de escuela, con uno de esos anuales paseos de grado. No hubo variantes en el repertorio, y en la trama también se pudo apreciar la inminente creciente del río aledaño; un rumor de aguas, escombros y maderos que se atropellaban era el rugido que se venía desde arriba del río como un amenazante y ominoso recado. Los protagonistas nos habríamos separado sin autorización del grupo principal y afrontábamos ahora esta precaria situación, sin tomar consideración de las precauciones a que habíamos estado obligados.

Así es como he recordado los inolvidables viajes rurales que constituyeron esos añorados paseos de escuela, cuando se vivieron tantas circunstancias y experiencias diferentes, que nos ayudaron a conocer mejor a los amigos y a los profesores; y que, expuestos a otros elementos, nos fueron enseñando también nuestros propios defectos y nuestras propias limitaciones. Ahí aprendimos a compartir y a reconocer el precio que hay que pagar por la curiosidad; el valor que tiene la previsión y la importancia de allanarse a unas reglas con respecto a situaciones con las que antes no nos habíamos familiarizado. Fueron, los paseos, ocasión para sentir una vivencia diferente; para disfrutar de la libertad que ofrece el espacio en la naturaleza, a pesar de la insistente perturbación de los insectos y de que no siempre tuvimos una clara oportunidad para nadar, porque “habíamos olvidado” un inexistente, e innecesario, atuendo para bañarnos…

Estos esperados periplos se efectuaban siempre dentro de los reducidos limites provinciales y nunca requerían de un viaje consistente en más de dos horas de duración. Siempre se trataba de acudir a los mismos conocidos balnearios: sean La Merced o Cunuyacu, o una quinta que poseían los hermanos en las cercanías de Conocoto. Parece que el único requisito era que tuvieran una piscina para bañarnos y suficiente espacio para corretear. En cuanto a los mosquitos, ellos no estaban presupuestados, pero venían de todas maneras y lo hacían sin necesidad de invitación. Estas excursiones fueron para mí, verdaderas y prematuras proclamas heroicas y libertarias; pero fueron los endiablados mosquitos los que me convirtieron siempre en uno de sus mas afectados “caídos en acción”!

No estoy seguro si había desarrollado una alergia o sensibilidad temprana; o quizás simplemente, que no supe controlar entonces la inquieta acción de mis uñas como respuesta a los estragos de la comezón. Lo más grave, sin embargo, no fueron las tormentosas picazones o las hinchazones que me deformaban las manos y la cara; sino la propensión que tenía a las fiebres que me llegaron a producir los responsables de estas incordiantes picaduras. Más de una vez recuerdo haber vuelto a casa a soportar los efectos combinados de mis reacciones alérgicas y de la imprevista insolación. Entonces, una rara fiebre de mí se apoderaba y lo que tenía no eran pesadillas, sino verdaderos delirios producidos por la altísima calentura que producía esta insoportable reacción.

En casa la novelería por la inminencia de estos paseos de grado, nos llevaba a efectuar una verdadera romería para visitar a tíos y parientes. Los padrinos casi siempre se hacían presentes con la financiación pecuniaria de la aventura compleja de esta riesgosa expedición. Era la oportunidad para pedir prestadas verdes mochilas y metálicas cantimploras, y para comprar los refrigerios que no eran dictados por las circunstancias de la excursión programada, sino por nuestro paladar goloso y por nuestra derrochante vocación.

La mañana misma del día esperado, un par de madres desconsoladas venían a despedir a sus sobre-protegidos huerfanitos. Recuerdo a uno en particular, que tenía un apellido cuya última silaba es impúdica e impublicable; y a otro cuyas dos primeras entrarían también en los anales de esta ingrata condición. Venían a despedirlos como que se fueran a un viaje interminable, como si se fueran a la guerra en la frontera, o como si fueran a recluirse en un inhóspito noviciado por un interminable período de desconocida duración. Cuánto involuntario daño produjeron esas madres a sus pequeños hijos; sin caer jamás en cuenta de lo contraproducentes e inconvenientes que resultaban esas excesivas muestras de su maternal protección. No saben que estos viajes les dieron a ellos la mágica oportunidad que requerían para acceder a nuestra experimentada orientación!

Nunca supe porqué los hermanos escogían siempre los Jueves para realizar estos tan esperados desplazamientos. Solo lo intuí más tarde; y es que luego del paseo, cedían siempre, aunque “a regañadientes”, al grito enardecido del populacho que insistente coreaba: “Ya se acaba el paseo y mañana vacación; ya se acaba el paseo y mañana vacación!” Y… vacación era lo que entonces ellos nos regalaban, "asueto" como ellos cándidamente lo llamaban; aunque eran realmente ellos mismos los que se auto-otorgaban una reconfortante y bien merecida vacación!

Estoy a pocos días de salir a tomar mis “últimas” vacaciones anuales. Me siento entonces como transportado a ese desvencijado transporte de escuela. Un murmullo tenue e impreciso va surgiendo en la parte trasera; es un eco sedicioso, como el rumor de un canto de conjura, como la impronta de una oscura conspiración. Poco a poco se va convirtiendo en el estruendo incontenible que provoca la creciente de ese río de los nocturnos sueños de mis recuerdos. Los conspiradores van repitiendo la singular estrofa de su himno de combate: “Ya se acaba el paseo y mañana vacación…!”

Shanghai, 1 de Diciembre de 2010
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