31 marzo 2010

Tortura china

Parece que la tantas veces mencionada tortura china no era sino un método psicológico con el que se inmovilizaba al reo de cubito supino (tumbado boca arriba), para que le cayera sobre la frente un persistente goteo que terminaba por volverle loco. La parte mas grave quizás consistía en que el mencionado goteo no lo dejaba dormir, ni podía tomar de ese agua aunque se moría, literalmente, de sed. Fallecía a los pocos días el prisionero, con paro cardíaco, sin haber podido conciliar el sueño, ni haber podido saciar su sed. 

Cuando de torturas se trata, es especialmente famosa la historia de la cruel inquisición española con sus increíbles métodos y su Tribunal del Santo Oficio. Tarea que vino a reemplazar a la anterior inquisición, la medieval, que estaba controlada por el infalible Papa de Roma. Esta iniciativa instituida para preservar la ortodoxia católica; se ensañó en forma especial con musulmanes y judíos; con protestantes y supersticiosos; con herejes y disidentes en asuntos de la doctrina de la fe. Se ha insinuado que sus verdaderas motivaciones no eran sólo religiosas. El control político, los perjuicios sociales y hasta el interés económico parecen haber sido otras causas paralelas. 

Fue la época negra de la Iglesia Católica. Testaferros inicuos y elocuentes Torquemadas, sembraron el reino del pánico y del terror con sus infundadas acusaciones y su diabólica imaginación, para emplear la más impresionante variedad de martirios y de sanguinarios tormentos. La mera presunción de impiedad o de brujería, era suficiente para acusar al implicado y someterle a un juicio sumario, que, con frecuencia, había de terminar con el reo en la hoguera; forma simbólica de ofrecer al acusado un anticipo de las imaginarias torturas del mismísimo infierno. Y todo esto, en nombre de Dios y de la Santa Madre Iglesia. 

Que la ignorancia y la intolerancia religiosa hayan llevado a semejantes actos de barbarie, únicamente puede explicarse por la confusión intelectual de una época que avergüenza al proceso mismo de la cultura y de la civilización del hombre. Mas, lo realmente deplorable fueron las diversas técnicas que se fueron inventando para torturar a los convictos. Era la manera como los inquisidores buscaban propiciar la confesión y el arrepentimiento de los involucrados en estos horribles y espantosos procesos; que nada tenían de humanos, y menos aún de santos, religiosos, o divinos. Baste decir que, para que el acusado no sufriera en las llamas de la hoguera, se le concedía primero el piadoso beneficio de ser apaleado a garrotazos! 

Es legendaria la imaginación del hombre con esto de ver y sentir el desgarrador sufrimiento de los otros. Los métodos de tortura en la Edad Media incluían aparatos inventados exclusivamente para dicho efecto, con procedimientos como el punzamiento, la sensación de ahogo y el estiramiento de los miembros. Hoy mismo, con el avance de la tecnología y desde la disponibilidad de la corriente eléctrica, las fuerzas militares utilizan una variedad incontable de extraños como abominables procedimientos. Frente a ellos, resultan poco menos que “benignos” los empleados en el medioevo. 

Así como los hombres tenemos la tendencia a ver siempre como más verde el jardín del vecino; parece que también tenemos el curioso prurito de ver como más perniciosos y malvados los métodos de tortura ajenos. Debe ser por esto que, en lugar de ver la viga en el ojo propio, hemos preferido siempre ver la aguja en el ojo ajeno. Resultado de esta porfiada tendencia debe ser que los occidentales hemos inventado la expresión de “tortura china”, para representar una situación en la que se cause dolor físico o psicológico mediante la utilización de sofisticados medios, utensilios o herramientas que produzcan tortuoso tormento. 

Vivo desde hace muchos años en medio de esta cultura y estoy persuadido, por lo menos en lo que respecta a mi trabajo, que el único tormento que han desarrollado hasta llegarlo a perfeccionar, es el de tenerlo a uno sin ocupación; porque nada es menos halagador y más odioso que estar cerca de las fauces de ese dragón dormido llamado aburrimiento! 

Para ese sistema de tortura, no se requieren Autos de Fe, falsos testimonios, ni confesiones y penitencias. Esto de la “psicología reversa” se aplica con frecuencia por el sólo interés de establecer cuál mismo es la jerarquía. Y eso de cuestionar absurdas iniciativas puede ser más agravante que ser acusado de blasfemia, bigamia o sodomía… 

Pero los chinos han inventado también otras formas más modernas de tortura, como el bloqueo del Internet o el trámite engorroso en los procedimientos. Hoy mismo estoy imposibilitado de editar mi “Blog” electrónico, sólo por la disputa que ellos mantienen con la compañía Google, que es la propietaria de sus permisos y derechos. Me siento como amordazado la boca, como si estuviera enyesado las piernas en un baile de beneficio. Como decía mi padre refiriéndose a la limitación de alcohol en las restricciones médicas: “que me corten la luz y el teléfono; pero no el agua, pues cholitos!” 

Shanghai, Abril 1 de 2010


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Los otros “pelucones”

Vive mi patria una hora muy triste. Sufre una ausencia de valores y de sentido de colectividad que nos sumerge en el más oscuro de los pesimismos. Somos un pueblo escindido, que vive entre el rencor y la angustia; entre la desilusión y el resentimiento. Por todas partes, una actitud de bullanguera beligerancia va carcomiendo los cimientos mismos de la sociedad; va dejando por doquier la grosera impronta de su impostura, con las garras sucias del escándalo y la calumnia; de la acusación infundada y el altanero desafío. 

Repetidas desilusiones y frustraciones políticas han llevado a la gente a creer solo en los gritones de oficio, en los prestidigitadores de parque, en los magos improvisados; en los agoreros y en los adivinos. Una insólita carencia de verdadero liderazgo, va herrumbrando la base misma de los cimientos democráticos; va debilitando la entidad de las instituciones; y va entorpeciendo la mente de un pueblo al que desde ayer embriagaron con una verborrea de odio, para que olvide que únicamente con el esfuerzo de sus propias manos estará siempre la única posibilidad de mejorar su destino. Para que en su odio, no entienda que para alcanzar el progreso y el bienestar, se requiere aportar con trabajo y con esfuerzo; con abnegación y con sacrificio. 

Si los emperadores romanos procuraron ofrecer “pan y circo” en su tiempo; aquí los nuestros (nuestros fatuos emperadores criollos) quieren ofrecer, dia tras dia, sólo circo y nada más que circo. Un ambiente de burla artera y aleve, de ironía venenosa e irrespeto a la libertad ajena y a la dignidad de las personas, va enquistándose como nueva estrategia, como nuevo estilo. La condición de lideres ya no la ostentan los que orientan y los que inspiran; la reclaman los que han hecho de la deshonra su meta; y del insulto y la insinuación malévola, su derrotero y su camino. 

Ya no tiene mérito la honra bien ganada; no sirven tampoco ni el prestigio familiar, ni la fortuna obtenida con trabajo abnegado, esfuerzo y sacrificio. Una insinuación proterva va tratando de identificar a quienes jamás robaron un centavo al estado, con los pícaros y embusteros que medran siempre del poder y sus beneficios. Se ha desenterrado o exhumado un término chabacano y viejo para hacer escarnio de los que reclaman respeto a su honra y exigen un gobierno distinto. Se los tilda y acusa de “pelucones”, porque son diferentes, porque se resisten a compartir el banquete del poder; de ese poder en el que hay muchos llamados, pero pocos elegidos. 

Y en medio de todo esto, qué es lo que ha cambiado? Pues nada! Sólo que los que roban y aprovechan, ahora son únicamente personajes diferentes, son individuos distintos. Para desviar la atención de los efectos de la corrupción y el artificio, se acusa entonces a los que evitan complicarse y comprometerse; a los que han descubierto con repugnancia que los nuevos y falsos redentores son sólo personajes de una diferente comedia. Porque ahora son nuevos los personajes, pero las máscaras y los disfraces siguen siendo los mismos! 

Pero lo más triste es que los que acusan deberían ser mas bien los acusados; porque ahora los pícaros endilgan a otros sus propios e impunes delitos. Y los “nuevos pelucones” no son sólo les que ahora hurtan, trafican y pervierten. Los nuevos pelucones son los que han acumulado en sus ansiosas manos el control de la seguridad y de la justicia; los que han descubierto que son los únicos y exclusivos poseedores de la verdad. Son los que creen que sólo ellos merecen acceso a todo al poder político. En un ambiente así, se protege al que asalta y al que secuestra. Es el nuevo reino de la picardía. Y a todo esto, se le llama “participación ciudadana” y “control político”! 

Un ambiente de desconsuelo, inseguridad y desconfianza tiene enferma a mi patria. Pero como los síntomas son subyacentes y no muy claros, muy pocos se han dado cuenta, pocos parecen advertirlo o a nadie parece importarle este deprimente y criminal designio. Hoy se han redescubierto “nuevos valores” y son estos los que definen e identifican a los “nuevos pelucones”. 

Dos milenios atrás los hombres se congregaban en academias, liceos y ágoras, para hablar de conceptos espirituales y etéreos: la verdad, la bondad, la libertad y la belleza fueron los valores perseguidos por sabios y filósofos en la antigüedad. Era como si la civilización hubiese encontrado sus primordiales objetivos. Luego, con el advenimiento de la Edad Media y la revolución industrial fueron imponiéndose poco a poco, aunque de forma clandestina, las nuevas metas del dinero y del placer. El hedonismo y la riqueza, pasaron a ser los nuevos e importantes objetivos. Hoy, el impúdico nuevo lema es “el poder por el poder”. Ese es entonces el nuevo valor supremo; ese, y no otro, es el nuevo objetivo! 

Viví hace pocos días un episodio en un pequeño pueblo de la costa, que para mí, a pesar de su escasa trascendencia personal, fue muy aleccionador e interesante. Hacíamos fila, con mi amigo Francisco, para abastecernos de combustible en uno de los días de feriado de Carnaval. De pronto y sin que medie motivo, o gesto aquiescente, un individuo se introdujo en la parte delantera de la fila de manera abusiva, desconociendo así las básicas normas de civilidad y respeto. Me bajé del auto para reclamarle; sólo para encontrarme con los consabidos argumentos de su absurda y criolla picardía (no, yo ya estaba aquí, solo fui a regresar)… Obedecí al malestar y desacuerdo de todos los involucrados en idéntica espera y le invite a que fuera a “hacer cola” donde le correspondía. 

Lamentablemente algo parece haberle hecho recordar al individuo de sus escondidas prerrogativas. Esto le hizo reaccionar agresivamente. Le increpé que por eso el país vivía en el desorden; por culpa de gente que no aceptaba normas de respeto y disciplina. Que el país estaba así, por causa de gente como él. Fue cuando, antes de que me diera cuenta que estaba en tierra extraña, el “ciudadano” ya estaba soliviantando y convocando a sus cercanos amigos y conocidos; e inclusive a personal de la policía local, que evidentemente también estaba relacionado familiarmente con él… Todos eran sus amigos! 

Se invirtieron los papeles, de reclamador pasé a convertirme de golpe en acusado; de perseguidor pasé a convertirme ya en perseguido. Ahora era “la autoridad” la que me pedía a mí la licencia y no la que exhortaba y reclamaba al avieso e indisciplinado individuo. Pude advertir entonces, que un sentido de injusticia e inseguridad reinaba en el ambiente, sensación de la que participaban todos, incluyendo mi amigo y los demás testigos. Estaba claro: el abuso y la prepotencia se exacerbaban con este respaldo de quienes tienen en sus manos la seguridad ajena y la justicia… 

Comprendí entonces porqué la gente buena no quiere ya participar en los asuntos de la comunidad. La seguridad y la justicia no existen; ni siquiera importan a nadie. Simplemente están ya en manos de “los nuevos pelucones”. Ya nadie puede reclamarles; ya nada se puede esperar de los tradicionales valores por los que está obligada a velar la autoridad. Nada se puede esperar ya de estos aviesos individuos! 

Sí, “la patria ya es de todos”... De todos estos pelucones advenedizos! 

Shangai, 1 de Abril de 2010


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28 marzo 2010

Entre ángeles y dragones

Me cuenta mi amigo Hernán, compañero de colegio y de destierro, que está leyendo en estos días “El otro sexo del dragón”, un libro de probable carácter feminista que se refiere a la influencia de la mujer, en la sociedad y la cultura chinas; así como a la importancia de su participación en la literatura de esta civilización milenaria. Pero… existen los dragones realmente? Y, si ellos existen, tienen realmente sexo? Y aquí se me ocurre una digresión adicional: esto de “tener sexo”, es verbo o tan sólo sustantivo? Porque para tener sexo (verbo), parece que es primero necesario tener un órgano sexual (sexo como sustantivo).

Es centenaria la preocupación de los humanos por una discusión que, a través de los siglos, fue teniendo una connotación peyorativa; lo que un tiempo se dió por llamar como “discusión bizantina”. Me refiero al inescrutable y misterioso sexo de los ángeles. Ya Mario Benedetti se refirió alguna vez a dicho sexo (aquí como verbo y no como sustantivo) e hizo una descripción muy interesante de cómo ejercerían su sensualidad estos espíritus angélicos; de cómo se relacionarían “ángeles y ángelas”. Propuso entonces que no lo harían en idéntica forma que lo hacemos los humanos; y que consumarían su exaltación física en forma diferente. El insinuó, que lo harían con un intercambio inmaterial y platónico de términos que se oponen y complementan (yo digo selva, tu dices desierto; yo digo tierra, tu dices cielo; yo digo paz, tu dices vértigo). Propuso así, la sublimación de la fuerza sensual de la palabra; con un invisible intercambio que utilizaría la lengua y los oídos. Un raro erotismo ejecutado con los sentidos. En otras palabras: un sexo prescindiendo del sexo!

He visto en museos e iglesias una variada infinidad de angelitos. Sobre todo, los llamados serafines y querubines; unos representan el ardor del fuego y otros la plenitud del conocimiento. Todos exhiben un rostro sonrosado, saturado de infantil ingenuidad y de incontenible dulzura, acoplado a un pecho incompleto y atrofiado del que surgen dos bracitos rosados y carnosos. Son infaltables, en su representación, unas no muy desarrolladas alitas, que les sirven para volar y para cubrir con pudor sus cuerpecitos; porque sin alitas simplemente no pueden existir los angelitos. No hay en el mundo iglesia que se respete que no exhiba estos rubicundos niños-pajaritos. Pero de su sexo (sustantivo), pues nada! Nadita de nada! Se me ocurre que tienen terror de hacer el amor los angelitos. Propongo que para eso mismo es que tienen tantas primorosas alitas; para echarse a volar y desaparecerse! Por eso es que dan tanta ternura estos celestiales angelitos!

Creo que en nada más se parecen los dragones a estos angelitos; en que no sabemos a ciencia cierta si es que tienen sexo definido. En lo demás, casi podría decirse que son seres mitológicos con características antagónicas; o, por lo menos, nada similares. Los ángeles combinan lo que los humanos parece que más buscamos: una imagen de salud, libertad y bienestar (ya alguien dijo que lo que nos identifica a los hombres con los dioses, no es el lado divino que tenemos los mortales, sino el lado humano que tendrían los dioses). Los dragones, por su parte, parecerían combinar en la complejidad de su figura, las principales formas animales que los mortales ciertamente más tememos: las serpientes, las aves de rapiña y los felinos grandes y salvajes. Si a esto le sumamos unas llamaradas de fuego que surgen de las fauces agresivas que ostentan los dragones, ya tenemos entonces una bestia digna de espanto portentoso. Y, ante tanto colmillo, tanta escama y tanta garra amenazadora; ante tanta furia desbordante en ese coleteo apocalíptico… Pues, a quién le puede importar si tienen o no sexo los dragones! Al contrario, es de alegrarse de que no lo tengan. Como dicen en mi tierra: Bien hechito, por tener tan mal carácter, por ser tan iracundos y tan feroces!

Esta visión maléfica y negativa de los dragones, parece que solo la tenemos los occidentales. En Oriente, y particularmente en la China, el dragón es todavía un símbolo de fortuna y sabiduría, de fertilidad y energía. No estoy muy seguro cuán importante esto de la fertilidad resulta en estos días para una sociedad que ha establecido la regla general de procrear un hijo único; y cuya trasgresión es castigada con la mayor severidad. El dragón es un símbolo indispensable en los momentos de celebración social y en las festividades tradicionales chinas. El dragón es la representación de la fuerza de la naturaleza, la imagen misma de la religión y de la ética social, el símbolo cautivante e impulsador del orden en el subyugante y misterioso universo.

Que mismo entonces es el dragón? Fortuna y sabiduría; o espanto y ominoso maleficio? Es serpiente y demonio; o bestia amigable e inofensivo angelito? Yo intuyo que como parece no tener sexo, debe ser más bien algo cercano a un angelito! Es que, cómo puede tener sexo un lagarto caprichoso e inquieto que despide llamaradas de fuego por sus fauces? No, ya esta decidido: los dragones no tienen sexo; solo tienen una sinuosa, traviesa y serpenteante cola! No, no son ni femeninos, ni masculinos. No son tampoco del otro sexo!

Sí! No puede ser! No he leído todavía el famoso librito, que lee mi amigo Hernán; pero, a fe mía, que ha de referirse a otra cosa, con eso del “otro sexo del dragón”!

Shanghai, Marzo 29 de 2010.
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26 marzo 2010

“Que veinte años no es nada!” (bis)

Nota preliminar: Con nuestras reflexiones sucede a menudo lo mismo que con nuestros sueños; o, con más precisión, como con nuestros hijos, que uno los crea, pero nunca sabe que derrotero han de tomar… Esta nota empezó sólo como una disquisición semántica, como un circunloquio alrededor de la palabra “elevado”. Pero, no fue sino llegar a aquello de “veinte años no es nada”, que, de pronto y sin que yo mismo lo pueda impedir, se convirtió en un travieso juego con la letra del tango al que me refiero aquí. No sé! O será que… talvez ya ando “con la frente marchita”; en adición a que “las nieves del tiempo platearon mi sien”!
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“Volver” es quizás uno de los más populares y conocidos tangos de Gardel. Al no estar escrito con palabras pertenecientes al lunfardo porteño, se nos hace fácil entender su nostálgica letra. Sin embargo, como sucede con otras canciones, su mensaje es a veces oscuro e impreciso; y su intención poética no es muy simple de interpretarse. “Volver” procura exaltar el regreso a la tierra; y es a la vez, un lamento ante el paso raudo y fugaz del tiempo. A pesar de todo, “Volver” es un tango entendible, sobre todo para los que han vivido la nostalgia del recuerdo.

En mi caso, próximo ya a volver a “la patria de la infancia”, luego de casi veinte años de ausencia, no estoy muy seguro si una de sus frases musicales (“Y, aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor”) calza de alguna manera mi propia realidad con toda su integridad. Porque, aunque estoy persuadido que ya quiero el regreso; no estoy muy seguro de cuál mismo fue mi primer amor…

Todo esto me lleva a otra, muy diversa, reflexión. Y es que, cumplí hace poco treinta mil horas de vuelo como piloto; pero también celebré en silencio mis ya cuarenta años como aviador profesional (o sea, “veinte años no es nada”, aunque esta vez multiplicado por dos). Sí, estoy consciente que al estarlo divulgando, estaría cometiendo un acto carente de discreción; sería una actitud inelegante, exenta de humildad. Pero sucede que la noticia ya la dió a conocer a los cuatro vientos mi querida mujercita, lo cual me releva de culpa y me dá una beneficiosa absolución para lo que pudo haber sido este feo pecadillo de orgullo y de soberbia. Insisto: el publicitarlo yo mismo nunca fue realmente mi intención.

Y es que… treinta y cuarenta, pueden ser sólo guarismos, pueden ser sólo eso: únicamente números. Treinta y cuarenta son cifras insignificantes como las del tema sugestivo de una balada popular titulada “Cuarenta y veinte”. Porque es, justamente con su canción, que Gardel nos recuerda el correr vertiginoso que suele tener el tiempo. “Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, parecería ser el renglón emblemático con el que el tango comienza; y no aquel de: “Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno”. Quizás por eso, cuando yo regreso a mirar el camino y el tiempo recorridos, sólo atino a responderme con el párrafo final de la misma canción: “Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida. Tengo miedo de las noches que, pobladas de recuerdos, encadenen mi soñar…”

Treinta mil horas de vuelo y cuarenta años como aviador, sólo quieren decir que ya voy para viejo; y, lo más triste: que muy pronto tendré que dejar de ejercer esta actividad maravillosa y apasionante. No me quedará más; y no tendré sino que seguir canturreando el mismo tango, aunque sea para de ahí en adelante, “Vivir, con el alma aferrada a un dulce recuerdo, que lloro otra vez”…

Así lo debe haber interpretado uno de mis buenos amigos (de quién recién descubrí que posee el raro atributo de quedarse dormido por todas partes), cuando, en el probable propósito de estimularme, me hizo la contundente observación de que “entonces, yo era ya todo un elevado” (es decir, un “elevado profesional”)… Por eso, y para no tener que soportar “el burlón mirar de las estrellas…”, he preferido responderle. Ya que, estoy advertido, y justo por el mismo tango, que: “el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar”...

Y esto es lo que le respondo, respecto a mi humilde condición: El diccionario define “elevado” como algo “alto, sublime, que está a una altura superior”. Sabido es, también, que en nuestra tierra se utiliza el terminajo para referirse a la condición de abstraído o descuidado… Así es como se dice por ejemplo: le cogió el carro “por elevado”; o, “le cogieron” (a él mismo) también por idéntico descuido, y claro que esto último, aunque pudiese pasar a los “anales” de la historia, no puede tener, claro, nada realmente de “elevado”… Lo curioso en este último caso, es que, siguiendo las gramaticales formas de la siempre compleja conjugación castellana, “cogieron” es pretérito perfecto! Y uno, claro, se pregunta: como podría ser perfecto, algo así de vergonzoso, algo que ni siquiera pudiera considerarse como pretérito “anterior”?

De idéntica manera, la liturgia católica usa también este término para referirse a quienes por continuas manifestaciones de bondad o sublimidad en su condición humana, alcanzan el extraordinario privilegio de ser venerados por sus devotos semejantes en la posteridad, cuando son “elevados a los altares”.

Los "avionistas", como los llama otro de mis amigos; o los aviadores como los conoce el mundo, no son otros que aquellos magros individuos que caminan con apresuramiento por los terminales aéreos, casi siempre perseguidos por unos maletines provistos de ruedas diminutas. Adminículos (con perdón) que se han diseñado para disimular y aligerar el agobiante peso del sin número de artículos que sus esposas les obligan a adquirir en los más diversos supermercados y centros comerciales de todo el mundo (es que, claro, se casaron por puro “elevados”, y por lo mismo, quizás merecerían ser “elevados a los altares”).

Estos aviadores, que ostentan la condición de ejercitar la más nueva de las profesiones humanas, se emparentan con aquellas fulanas de la vida fácil, que tienen por actividad, en cambio, “la profesión más antigua del mundo”. En efecto: a aquellos, también les obligan a trabajar por las noches; utilizan unas lucecitas de color llamativo para identificar su lugar de trabajo; están obligados a someterse a chequeos médicos, dos veces por año; visten atuendos de colores conspicuos; nunca carecen de un proxeneta que se les lleve su bien ganado dinero (aquí nos referimos a los empresarios que los contratan, por si acaso); y encima de todo, dicen que lo que hacen… les encanta!

Así y todo (y de regreso a mi réplica, antes comentada), resulta que siempre es preferible haber estado “elevado” por más de treinta mil horas de vuelo, que “dormido” por un solo minuto de más, en este humilde Valle de Lágrimas. Efectivamente, la experiencia aeronáutica enseña que los aviones se caen a veces por no estar suficientemente “elevados”; razón por la que, a los aviadores no les van a sorprender dormidos nunca “ni cagando” (con perdón del expletivo).

Nos va quedando ya poco tiempo para seguirnos “elevando”. La verdad es que, después de otros pocos meses más en el Asia, habrá ya que pensar en volver (“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos, van marcando mi retorno”). Pienso que, luego de otras pocas, y de seguro muy interesantes, horas de vuelo, vendrán ya muchas horas de nuevas actividades; y, sobre todo, de sabia y serena reflexión. Sólo así aceptaré mis nuevos e inéditos planes de vuelo con un espíritu de tranquila resignación. Así lo espero. Y ése será mi único escondido tesoro! Esa es mi única y secreta esperanza! Y ésa, mi más íntima ilusión!

… “Aunque el olvido que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde, que es toda la fortuna de mi corazón” (bis).

Singapur, Marzo de 2010
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Handicap

(I’m not handicaped but I’ve got a handicap…)

Yo era ya un hombre de “mediana edad” cuando aprendí a jugar al golf. Creo que ya casi alcanzaba los cincuenta, cuando mi buen amigo Álvaro me convenció de sus tortuosos como cuestionables encantos… Que la parte social y la caminata; que la geometría del juego y la estrategia en la utilización adecuada de la cancha; que el control del giro corporal y el dominio del juego corto; que la etiqueta y el paisaje; en fin, tantos nuevos como variados conceptos; tantos y tan diferentes secretos. Tantas expresiones nuevas (dale una provisional, ábrele la cara del palo, creo que levantaste la cabeza, no pasaste las manos, te quedaste antes del agua). Tantos términos intraducibles y nuevos: caddie, foursome, bunker, driver, putter, swing, slice! Y claro, el más intraducible de todos (que en otros contextos, podría significar ora minusvalía, ora desventaja), me refiero al término más emblemático e imprescindible del juego: el infaltable y aristocrático “handicap”.

Si, porque el “handicap” da carta de naturalidad y residencia. Es una especie de permiso de entrada para participar en el juego; pero también, una suerte de regla para medir las habilidades y las limitaciones. El handicap le permite al golfista, competir con quien quiera y cuando quiera; pero es sobre todo, una manera de clasificar el nivel de pericia y experiencia de los jugadores. No tener handicap sólo puede interpretarse como dos cosas: no ser parte relacionada con el juego o ser tan proficiente en el mismo, que no se requiere de obtener ventaja para compartir y competir en el juego, para poder participar en él.

Es el handicap un valor objetivo que requiere de un alto ingrediente de rectitud y de honestidad, para que los jugadores puedan basarse en él. Podría decirse que, entre aficionados, el juego no sería posible sin este elemento conocido como handicap. Este sistema de “concederse ventaja” es parte consustancial al golf; es parte imprescindible de la integridad de un entretenimiento que mas allá de su supuesto exclusivismo, es una forma libremente acordada de aceptar y aplicar unas normas de honrada convivencia deportiva y social. No debes dar, ni pedir ayuda; debes castigar tus propios errores, debes respetar la cancha y el juego del contrario. Y… ante todo, debes contar tus golpes con certeza, verdad y seriedad.

Porque el golf, además de ser un juego contra los otros, contra la cancha, contra los elementos; es también una contienda contra uno mismo; contra nuestros temores y nuestros instintos; contra nuestras propias limitaciones físicas y debilidades mentales. Y en medio de todo esto: es una actitud permanente de profundo respeto a las normas, con un compromiso continuo por participar haciendo honor a un invisible, pero concertado, protocolo; con honradez y caballerosidad. Sí, hay mucho más que perseguir una pequeña pelotita para colocarla en un hoyo embanderado y elusivo. El golf es una honorable actividad humana basada en la pulcritud y en la honestidad!

Pero… en la vida hay también otros tipos de “handicap”. Hoy mismo mientras me registraba en el hotel Sheraton de Anchorage, me informaron que estaban cortos de habitaciones; a menos que no me importase tomar una asignada y reservada para personas con “handicap”. Venía muy cansado y no veía que podía perder; así que, porqué no! Al subir a la recamara que me asignaron me encontré con un dormitorio diseñado completamente para personas con discapacidades físicas. Aunque, claro, había sido planificado por personas sin limitaciones, para otros individuos con desventajas en su movilidad: minusválidos o parapléjicos.

La habitación, en sí misma, no exhibía mayor diferencia con los tradicionales cuartos de hotel. Quizás la más evidente e importante era la altura de la barra en el ropero, que la habían ubicado a una altura razonable. Era el cuarto de baño el que presentaba las mayores diferencias: con su servicio higiénico dotado de apoyabrazos y respaldares; una regadera carente de tina de baño; y las paredes provistas de múltiples agarraderas y pasamanos. Quizás únicamente la repisa del toallero había sido instalada a una altura realmente inalcanzable!

Hoy me he puesto sin proponérmelo en zapatos ajenos y he tenido que meditar en los inconvenientes e incomodidades por las que tienen que pasar las personas afectadas por sus respectivos “hándicaps”. He tenido que meditar también en el capricho de la semántica, al reconocer que a veces quiere decir ventaja, y a veces desventaja, esto del tan mencionado handicap. Porque el inglés es un idioma travieso y caprichoso, que para mencionar dos conceptos distintos, y hasta antagónicos, puede usar a veces la misma palabra. Y para significar la ventaja que se concede, como para designar al minusválido, usa el mismo e invariable término de “handicap”.

Me he hecho a la idea por un momento de que me movilizaba en una silla de ruedas en mi inesperada recámara. Le he dado gracias a Dios que, a pesar de todas mis humanas limitaciones, es sólo golfístico mi propio handicap. Y me he preguntado si no es un poco injusto, que sin merecerlo, no sea yo un lisiado o un minusválido. Me he preguntado si realmente me merezco esto de tener un handicap; pero de no ser, al mismo tiempo, un individuo con algún “handicap”…

Giran y giran las norias de mi silla de ruedas; gira que giran, y al girar me recuerdan, las ventajas que me dio la vida y mis insignificantes sufrimientos y frustraciones con mi otra terrena limitación: mi inocuo e irrisorio handicap!

Anchorage, Alaska, Marzo de 2010
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25 marzo 2010

Hermanito Nepomuceno!

No sé de donde saqué la idea, ni recuerdo tampoco si fue ése un capricho de adolescente o la novelería de ir a vivir en un internado. Lo cierto es que esa noche, luego de rumiar una de mis habituales inconformidades infantiles, tomé la sorprendente resolución de convertirme nada menos que en Hermano Cristiano. Sí, yo mismo, convertido, con sotana y para siempre, en hermanito de La Salle!

Y, en casa… de hábitos, ni hablar. Pues, a pesar de ese ambiente monástico y eclesial en el que nos habían criado, creo que no estaban dispuestos a permitir que a mis cortos años opte por una vocación que, sin lugar a dudas, me hubiera encumbrado a los altares! Y esto, no porque me hubieran preferido de párroco o canónigo, en lugar de humilde “lego” de La Salle, sino porque, prejuiciados como eran en casa, quizás intuían que me “habrían lavado el cerebro” para convencerme de semejante intención, los hermanitos mencionados.

Hoy, casi cincuenta años después, vuelvo a recordar ese, mi casi inminente noviciado; los preparativos que ensayé; los innumerables desacuerdos y desencuentros que propicié en la casa. Es que, se me había metido entre ceja y ceja, que eso y no otra cosa es lo que quería ser, para dedicar mi vida a las virtudes teologales. Entre las frazadas frías y las lagrimas tibias de una noche de la infancia, había tomado la decisión imprevisible de seguir las huellas de ese educador francés conocido después como San Juan Bautista de La Salle.

Luego de repetidas meditaciones y persistentes reflexiones tomé la resolución de comprometerme con los votos de pobreza, castidad y obediencia. No veía entonces, qué de difícil y austero renunciamiento podía haber en todo ello; si, al fin y al cabo, yo ya estaba familiarizado con la pobreza y la obediencia. En cuanto a eso de la castidad… Pues, todavía tenía una idea muy confusa y vaga de lo que el mundo había dado por llamar con una palabra tan pudorosa y discreta. Por esos mismos días, no entendía porqué se prefería el uso de ese extraño eufemismo para referirse a la renuncia de “los placeres mundanos”.

Fue entonces que me dí a la pertinaz tarea de buscarme un nombre religioso que fuese “solamente mío”. Tenía que ser, uno de esos apelativos poco comunes y bastante extravagantes como los que solían escoger por esos tiempos los Hermanos. Una variedad incontable de sugestivas posibilidades me coquetearon con sus encantos. Hilario, Anacleto o Ignacio; Marcial, Federico, Ildefonso o Torcuato; Clemente, Eusebio, Isidro o Buenaventura; quizás Crisóstomo, Nepomuceno y hasta Pancracio! Tenía que ser un nombre diferente y apropiado; era esa una especial oportunidad para demostrar mi resignación y mi humildad; para que entonces ya no cupiesen dudas de mis auténticos propósitos monásticos.

Es siempre probable que por largas semanas haya mantenido este litigio con la gente de la casa. Porque, no querían dar su brazo a torcer: ni la abuela, ni mis tíos, ni mis hermanos. Talvez ellos no alcanzaban a comprender cómo es que me había dejado embrujar con los encantos de una sotana negra y, lo que ellos llamaban, un “tieso baberito blanco”. O, serían quizás, pienso hoy, aquellas raras e interminables caminatas en vaivén, que los hermanos hacían después de sus comidas, justo antes de retirarse a las siestas en “clausura”, las que me habían cautivado con su secreto y misterioso llamado? Lo que está claro es que a mis tiernos doce años, yo había estado dispuesto a olvidar y obliterar hasta mi propio nombre, con tal de convertirme y transformarme en piadoso y benemérito hermano lasallano.

Pero… Así es como transcurren los episodios de la vida, los mismos que nunca parecen estar exentos de ironía... Sucedió que tan pronto como el Domingo siguiente fui a ver una película en el cine. Su titulo se refería a una de las aventuras homéricas… “Helena de Troya”, era el nombre del largometraje. En ella actuaba la mujer mas sensual, sorprendente y bella que jamás había siquiera imaginado en mi vida.

Me enamoré de golpe de su risa; enseguida me dejé cautivar por su pelo y por sus manos. Absorto y enamorado, regresé a casa a repasar sus facciones y sus gestos; a recordar sus ojos, sus pechos y sus labios. Se llamaba Rossana Podestá. Fue así como esa misma noche supe lo que “no había sido” la castidad, y tuve que poner sobre las frazadas mis inquietas y traviesas manos! Ahí, la riqueza de mi imaginación desbarató mis propósitos de pobreza; y el oscuro frenesí de la pasión me hizo desconocer el previsto “voto de obediencia” con estos nuevos, inéditos, incontrolables y furtivos arrebatos.

Hoy, que ha pasado ya el tiempo, me pregunto qué hubiera sucedido si persistía en aquellos caprichos originarios. Hubiera tenido la perseverancia para luchar contra el demonio y los enemigos de la carne? Hubiera llegado quizás, como miembro de esa congregación, a provincial o a encargado de la “procura”, que es como se llamaba la papelería en ese establecimiento de La Salle? Quizás habría llegado a catequista o a responsable de alguna sacristía, en uno de aquellos planteles lasallanos? O… quién sabe, si habría logrado llegar a oficios más encumbrados y más santos! Hoy, que por mi propia cuenta ya he descubierto lo que es la fuerza incontenible y desbordante de los instintos, pienso que pronto hubiera hallado inconveniente ese traje provisto de tantos botones y ojales, y un claustro reducido a tan menesterosos espacios.

Me pregunto además: en donde estaría hoy? Ahora y a mis años? Quizás en una humilde escuelita de El Cebollar o de La Magdalena? Quizás en Alausí o hecho cargo de algún recoleto noviciado? Quién sabe. A lo mejor ya hasta iría para santo!

Un rumor de pasos que van y vienen, como en un vaivén de callado diálogo llega a mis oídos cansados. Es una especie de ruido sordo, confuso y continuado. Es el coloquio de los hermanos antes de la siesta; son sus caminatas y paseos acostumbrados. Luego escucho el rumor de los religiosos que se apartan con sus oscuras sotanas y sus cadenciosos trancos. Percibo entonces el murmullo imperceptible de alguien que saluda y de alguien que se aleja. Es la vida monacal; con sus renuncias y sus preceptos; sus plegarias y sus rosarios…

“Alabado sea Jesucristo, Hermano Bernabé”.
“Alabado sea, Hermano Nepomuceno”. “Adiós, Hermanito Pancracio!”

Shangai, 20 de Marzo de 2010
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17 marzo 2010

Majaderías

Queridos tíos:

Son ya cuatro años que no les he “escribido”. La última vez, todavía estaba en la maternidad; y, como no sabía todavía escribir, la carta “me dio escribiendo” mi abuelo (como así creo que dicen en la tierra de mi papá).

Todavía no se leer, aunque ya voy a una escuelita de aquí abajo (“Down Under”). Pero, lo bueno es que ya sé escribir unos pocos garabatos; los mismos que ahora les envío, con la traducción que me ha ayudado a hacer una de mis profesoras del parvulario en que me inscribieron mis papás. Yo disfruto mucho escribiendo mis garabatos, porque me parece que es como ponerse a jugar. Pero, la verdad es que no disfruto tanto (ni tengo la misma paciencia) como me parece que le pasa a mi abuelo, que se puede pasar horas de horas frente a un papel, en donde sólo le veo escribir unos pocos números, después de haber meditado como una hora!

Para mí, esto de garabatear, es como un juego; aunque no he salido muy bueno para esto de los dibujos. Quizás me pasa a mí lo mismo que con lo que los mayores llaman “pintura abstracta”: que uno dibuja una cosa sin querer y los “entendidos” se ponen a interpretar algo diferente. Con ésto, los verdaderos genios son ellos y no uno, que humildemente, solo trataba de “crear” algo distinto… Además, a mi no me gusta estar siempre haciendo lo mismo; y, como soy un poco inconstante, mi papi siempre esta diciendo que soy un “majadero”.

Al principio yo “creiba” que esa palabra se escribía con “h” (mahadero). Es que, a pesar de mi corta experiencia, antes había pensado que esta palabra tenia que ver con algo relativo a “majada”; de ahí que no estaba muy seguro de su real y verdadero significado. Entonces, le pregunté a la señorita Heather, en la escuela, y ella se puso a consular la palabrita (que ahora es como mi segundo nombre) en un libro que ella dice que se llama diccionario. Es un libro que a mi no me gusta, porque es muy grande y pesado, con letras muy chiquitas y no tiene dibujos de colores. Además, siempre se requiere de otro libro grandote para pisar sobre él y alcanzarlo, porque le tienen guardado en un estante muy alto!

La profe se puso un poco molesta y confundida (talvez porque aquí también creen que cuando uno pregunta algo es porque, claro, se ha vuelto majadero); y me dijo que habían dos posibilidades. A saber: maza o pértiga para majar (lo que no ha de ser la intención de mi papi – ni cagando – porque el no sabe qué cosa es maza, ni pértiga, ni majar. Así que, descartado!). La otra alternativa (perdonen el uso de esta última palabra, que les parecerá un poco rimbombante, pero es que no me quedaba tampoco otra alternativa…), es la de que quiera decir “necio y porfiado”, que creo que talvez es lo que quiere significar mi papá.

“Tonces”, le pregunte a la profe, que quería decir esto de “necio y porfiado” y ella cogió otro libro grandote y esta vez me explicó que significaba probablemente “silly”, o también “bird brained”, o lo que se dice por aquí “spoiled brat”. No creo que mi papito me quiera decir tonto o idiota (que es el significado reverso de “silly”); ni tampoco cabeza de pájaro, porque siempre me está diciendo: bravo, bien hecho, “good job” Benjamin! Lo que sí me parece que es la intención de papi, queridos tíos, es significar eso de “spoiled brat”, que parece que no quiere decir: dañado o podrido; sino más bien: malcriado, mimado, travieso y consentido.

Aquí estoy de nuevo confundido; porque no creo que papi me quiera decir que soy un malcriado; ya que él mismo me ha criado (y creado). Así que no queda sino una alternativa (disculpen otra vez): la de que me quiera decir que soy un travieso, cosa que sí soy (porque dizque no existe ningún niño en el mundo que no sepa hacer travesuras); o también, que talvez quiera decirme “mimado y consentido” (“conceited”, o engreído según la señorita Heather), lo cual tampoco encaja porque yo y mi hermanito Lucas vivimos solos con nuestros “papases”; y ellos son los únicos que nos pueden consentir o mimar. Y, yo me digo: si mimar o consentir resulta que es algo malo, entonces por qué nuestros padres nos miman o consienten tanto? Ah, a menos que… Claro!

Cómo no se me había ocurrido antes!… Resulta que antes de venir para nuestra casa de Australia, pasamos unas pocas semanas en casa de nuestros abuelitos, que, la verdad sea dicha, nos trataban como si fuéramos unos príncipes en su apartamento de Waterside. Éramos tan afortunados con el loco del Lucas, que teníamos una empleada filipina para cada uno, nos daban todo lo que se nos antojaba y nos lo concedían aún antes de pedírselo. Era como que si nos estuvieran adivinando. Mi papi Bernardo cree que desde entonces nos hemos como mal acostumbrado y se empeña en echarles la culpa a los abuelos que, como les he contado, ya casi nunca vienen a visitarnos. Ahí es cuando, mi papi sale otra vez con esto que se ha convertido como en mi nombre intermedio; y vuelve otra vez con lo de majadero, majadero (se pronuncia “mahadero”).

El otro día me volví a preguntar qué mismo quiere decir esto de mi nuevo sobrenombre; y se me ocurrió que quizás quiere decir “el que acarrea o lleva la majada”, por aquello de que no me ponen bien ajustado el pañal y ando derramando poquitos de “popó” por todas partes. Pero volví a confundirme nuevamente cuando oí que en Madrid hay una barrio exclusivo que se llama Mahada Honda y, según creo que le oí decir a mi abuelo, que él había ido una vez en España a un restaurante llamado “La Majada”. Como en el otro libro grande la profe encontró que “cattle dung” es la apestosa traducción de majada, creo que esta vez ella se molestó “muchisisimo” cuando le pregunté y me ha mandado a casa con una carta de la escuela en la que dice que estoy “hecho un majadero”!

Bueno tíos, esto era todo lo que quería contarles. Ahora sí creo que me despido, que tengo que hacer unos nuevos garabatos, que me mandaron de deber. Así que, verán, dejaránse ya de majaderías, y escribirán algún rato. “Veniranme” a visitar!

Su sobrinito,
Benjamin “Majadero” Vizcaino-Lua
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09 marzo 2010

MacGyver y los tiburones

El era un niño grande; un niño grande y acomodado que, como tal, era dueño de todos los juguetes inventados en el mundo. Y sus juguetes no eran elementos para seducir o para alardear; eran instrumentos para convocar, para inspirar y compartir. De ahí que, quienes disfrutábamos más con su entusiasmo y con su infantil novelería éramos justamente sus vecinos ocasionales de vacación en la playa; en un tiempo en que creíamos todavía que Casablanca era de nosotros; mucho antes de que nos informaran que Casablanca había pasado “a ser ya de todos”…

El tenía no sólo todos los juguetes. Tenía también todas las más sorprendentes e imaginables herramientas. Era como si poseyera una gran navaja suiza, con instrumentos adecuados para arreglar todo lo descompuesto; para rehabilitar todo lo que pudiera encontrarse sin funcionar. Además, su generosidad aportaba el más inusual de los implementos: la capacidad para compartir, la voluntad para ofrecer y la vocación para el desprendimiento.

Nadie lo llamaba por su nombre, desde que un día, inspirándose en la serie de televisión, lo había apodado de MacGyver, el Cabezón Vallejo. Porque nuestro buen vecino tenía de todo: autos con poleas, luces alógenas y doble transmisión; “cuadrones” y motos acuáticas; aparatos para medir la latitud e instrumentos para calcular alturas y distancias; en fin, todo cuanto estuviera en capacidad de seducir y de despertar la escondida curiosidad infantil que nunca perdemos. El había descubierto muy temprano que la vida no es sino un permanente acto de resistencia por nunca dejar de ser muchachos. Ya lo había dicho Lewis Carroll: “No somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse!”

Esa tarde decidí dejarme contagiar por su entusiasmo. Acogiendo su invitación, me dispuse a conjugar el verbo que antes sólo había sido sustantivo. Y… opté también por “MacGyverizarme”. Me dejé embrujar por su convocatoria para ir a esquiar en su moto acuática; asunto que hasta mis entonces cuarenta años, jamás lo había intentado todavía. Qué tenía que perder? Cómo decirle “no” al campeón de la novelería, al dueño de todos los juguetes, al poseedor de todos los recursos, al más entusiasta y optimista de todos los vecinos? Cómo dejar pasar una oportunidad para la vivencia y para lo nuevo; si, de por medio estaba su espíritu desbordante, listo para compartir sus diversos y curiosos implementos?

El sol amenazaba ya con ocultarse aquella tarde. Las olas acariciaban con sus alamares de espuma, mientras los últimos bañistas disfrutaban los rezagados fervores de una jornada de playa. Montados los dos, en su cabalgante vehículo, MacGyver y yo, nos metimos en el mar, mientras unas nubes intimidantes iban escondiendo el disco de fuego que se iba perdiendo en el firmamento.

Pronto estuvimos lejos de la línea de costa. Y, buscando un lugar donde ejercitar nuestros deportivos empeños, nos ubicamos en una zona desde la cual se podía observar un paisaje casi inédito. Casablanca se convirtió de pronto en un escorzo de nacimiento navideño. El tranquilo emplazamiento mirado desde el mar pasaba a adquirir un paisaje irreal, una imagen de secreto privilegio. El viento se dejó influenciar entonces por la inquietud de las nubes vecinas, y empezó a subvertir la antes propincua tranquilidad del mar, provocando crestas que se fueron tornando más traviesas e inquietas, a medida que pasaba el tiempo.

En forma casi instantánea, nuestros propósitos habían cesado de relacionarse con el deseo de desplazarnos utilizando su “jet ski”; y habían pasado, mas bien, a orientar todo nuestro esfuerzo hacia un solo objetivo: mantenernos en control de este vehículo acuático que parecía, por momentos, imposible de ser dominado a pesar de nuestros renovados intentos. Tratamos de abordarlo los dos muchas veces; buscando la forma de recuperar nuestro balance para retornar a la playa, con la decisión ya tomada de postergar nuestro inicial proyecto. El mar, mientras tanto, se iba haciendo más y más avieso; más agitado, indócil y turbulento.

La noche fue apoderándose entonces del paisaje. Un caprichoso juego de luces que se encendían fue sobreponiéndose sobre el lienzo verde negruzco que iban adquiriendo las montañas; al tiempo que, los postreros fulgores del sol iban reflejándose en el espejo de la playa. Cada vez que, MacGyver o yo, procurábamos montarnos a horcajadas en el aparato, caíamos nuevamente al mar, en una constante y creciente frustración, que iba entorpeciendo nuestra intención y debilitándonos cada vez más, con la insistencia en nuestro inútil esfuerzo.

No parecía que estuviésemos tan lejos de la playa; quizás estábamos sólo a unos quinientos metros. Pero el desorden de las aguas y el efecto de estas olas encrespadas, sólo dejaba sin efecto nuestros agobiantes empeños. Intentamos remolcarnos el uno al otro, repetida y mutuamente, sólo para descubrir que un chorro de agua contaminada con el combustible de la maquina, no dejaba ver, azotaba nuestros rostros, nos impedía respirar y se iba metiendo en nuestras bocas y nuestras narices; además, la temperatura del escape de salida del motor, no permitía aproximarse tampoco a la parte trasera del inestable aparato.

Esos largos minutos nos obligaron a meditar en la inmensidad del mar y en el poder incontenible que suele esconder la naturaleza. Fueron también instantes agónicamente prolongados para reflexionar en nuestras pobres limitaciones humanas y en la impredecible condición de la fortuna de los hombres.

A medida que la noche se iba haciendo más oscura, el mar se iba convirtiendo en más encrespado y tenebroso. Una suerte de complaciente y resignado pánico empezó a apoderarse de nosotros. Otras luces fueron encendiéndose en la ribera del mar, denunciando así la preocupación de nuestras familias por el peligro de nuestra condición ya precaria. Tratábase de la conciencia de nuestra prolongada ausencia; una conciencia a la que se sumaba la sensación de impotencia de quienes, desde allá, no podían hacer nada más que proveer una improvisada línea de luz para facilitar nuestra orientación, mientras consultaban y consideraban la posibilidad de un rescate que pudiera ser ensayado con éxito.

“Déjame en el mar, y vete a buscar ayuda” le exhorté. Habíamos advertido que uno solo de nosotros sí podía mantenerse erguido en este arisco aparato. “No, Capi”, MacGyver me amonestó. “Si te dejo solo, no te vamos a encontrar a nuestro regreso: te habrán devorado completamente los tiburones”. La respuesta había definido la gravedad del momento; y también y sin que lo advirtiera, todo el poder que puede tener la tranquilidad frente a la desazón, la solidaridad frente a un momento de desesperación en la búsqueda de la sobrevivencia. Ahí, en medio de ese océano agitado y avieso, en medio del reconocimiento de nuestro agotamiento e impotencia, la voz de estímulo de un amigo me decía: “Salimos juntos para contarlo; o nos quedaremos aquí, si fracasamos en el intento!”

No sé que fue más fuerte: el temor a los atroces y gigantes peces; o el solidario esfuerzo por superar el paradojal momento. Optamos por insistir en volver juntos de regreso. Abrazado yo al borde posterior de “jet ski”, decidí entonces soportar en el vientre la ardiente temperatura del fogoso escape; y avanzando lentamente y con el motor en una aceleración muy baja, fuimos descubriendo que ahora el vehículo iba avanzando y acortando la distancia con la playa. En medio de ese indescriptible cansancio, por fin íbamos retornando a poner pies en una tierra en la que nos esperaban con ansiedad, preocupación y afecto.

Sólo más tarde pudimos hacer un balance de la inexpresable experiencia. MacGyver y yo nos habíamos burlado esa tarde de la muerte. No lo pudimos celebrar como hubiéramos querido. Teníamos un inédito dolor en todos los músculos del cuerpo; no nos quedaban pues fuerzas en los brazos para tomarnos un trago para celebrar la vida. Además… ya nos habíamos tomado tantos y tantos salinos bocados en nuestros infructuosos intentos! Dejamos el brindis y la celebración para otro día, cuando yo podría reconocer el momento generoso que había difuminado con la fuerza de su solidaridad un casi mortal encuentro!

Chicago, Marzo de 2010
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06 marzo 2010

Cacaseno / fantoche!!!

Si, así, como si fuera una sola palabra; como incluyendo el signo ortográfico que contiene la barra oblicua; fue ese “cacaseno / fantoche” el apelativo predilecto que solía utilizar la abuela. Y… no sé de donde lo sacó; ni en donde lo aprendió; ni por qué lo usaba, en un tiempo que habían dejado ya de utilizarse palabras como ésas, a pesar del uso ocasional que todavía tenían ciertos sustantivos como: futre, meca, escudilla, faite y paletó. “Ve, ya deja de estar elevado y ponte a hacer los deberes, cacaseno fantoche!”; “Ya deja de bostezar, indevoto, y atiende al rezo del rosario, cacaseno fantoche!”…

La verdad es que el inofensivo insulto no dejaba de tener un doble efecto; porque a más de incomodarme, despertaba en forma inevitable el inocultable regocijo de todos mis demás primos. Es posible que el adjetivo haya insinuado un contenido onomatopéyico; porque, en un ambiente recoleto y mojigato como el nuestro, no debían tampoco mezclarse dos palabras impúdicas y groseras, como además resultaban “caca” y “seno”. Lo cierto es que, con el tiempo, pasé a ocupar la indiscutible titularidad del remoquete; que, dicho sea de paso, siento que su uso escapaba a la real intencionalidad de la abuela, quien parece que lo empleaba para un giro que insinuaba otra, y muy diferente, intención.

Hoy, medio siglo después, hago ejercicio de mis “internáuticas” habilidades, gracias a las bondades de navegación que ofrece esa enciclopedia tan versátil que es el Internet; y descubro que el sustantivo “cacaseno” se refiere al sujeto despreciable y necio; advierto también que el nombre estaría basado en un personaje literario de un autor italiano, cuya obra principal se titulaba “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, cuya adaptación castellana estuvo muy extendida en la España de principios del siglo pasado.

Sería, me pregunto, que quizás esa influencia tuvo vigencia en la infancia de mi abuela, en la casa de ese comandante austero que parece haber sido mi bisabuelo Gaspar? Pero, así y todo, guardo la sospecha que la segunda parte del original remoquete, aquella de “fantoche”, tenía una intención bastante mas cercana a la connotación de “payaso”, que a la de “persona grotesca y desdeñable”, o la de “sujeto necio y presumido” con que se identifica la definición del diccionario. No creo, tampoco, que el “fantoche” usado por la abuela, haya querido referirse al “muñeco grotesco movido por medio de hilos”, de la otra acepción académica.

Sea lo que sea; y, haya salido de donde haya salido el uso originario del adjetivo en la familia, el resultado fue siempre lacerante y concluyente. Estaba claro que se lo endilgaba a quien se había destacado en el infamante arte de la tontería; a quien se hubiese puesto por encima de sus semejantes en la ciencia inexacta de la zoquetada, en el oficio vergonzante de la estolidez. Cacaseno y fantoche! Que podía parecer mas ignominioso e inapelable? Acaso, no hubiera sido preferible ser acusado de una vez de grotesco y presumido, de despreciable y necio?

Pero, una buena noche, justifiqué con creces la incomoda afrenta del reiterado apelativo. Podría decirse que con el episodio adquirí la condición de fantoche profesional; y de inmortal, y para siempre, cacaseno. Y todo porque en mi infantil ingenuidad, me deje engañar como desdeñable bobo; y así propicié el que me estafaran, no sólo como a un chico desprevenido; sino, también y precisamente, como a un incuestionable e increíble cacaseno!

La cosa es que, tendría yo unos doce años. Me habían enviado a entregar una encomienda en el correo. Regresaba ya, cumpliendo la adicional asignatura de contabilizar todos los bloques de las veredas entre el correo y la Plaza de San Blas (entonces uno de mis pasatiempos favoritos); cuando un individuo de rostro macilento y misteriosa catadura, se me acercó desde atrás y me averiguó en forma confidencial:

“Niño… es usted de la familia de aquí arriba?”

“Qué, de la familia Moncayo?”, le respondí.

“Sí”, continuó el extraño personaje. “Pero… Shhh! Procure hablar un poco más callado! Me envía su papá para que le entregue un paquete con relojes, pero no hable en voz alta, porque nadie debe enterarse de mi cometido!”

En ése entonces papá vivía en Tulcán; y me parecía inusual que él me estaría enviando ese tipo de mercancía con una persona desconocida; pero la urgencia que exhibía el individuo sumada a la demanda por actuar con sigilo, me llevó nuevamente a interrogarle:

“Qué, me envía esos relojes desde Tulcán?”

“Sí”, se apresuró en contestar el inquietante individuo. “Y me ha pedido, además, que le pida a usted que me entregue la pulsera y el reloj, para que les bañe en oro, en un laboratorio que tengo en mi casa!”. “Pero, tiene que darse prisa” continuó; “Porque quiero entregarle ahora mismo y tengo que retirar los relojes de mi casa. Y creo que ya se nos está haciendo un poco tarde!”

Era ya casi la hora del crepúsculo vespertino. Los últimos destellos del sol se iban escondiendo tras los cerros de occidente. El talante nervioso y sombrío del supuesto emisario, supongo que subrayaba el contraste con el del rapaz ingenuo y carente de malicia que perseguía sus apresurados trancos. Cruzamos gran parte del centro de Quito con este ritmo apresurado, dejamos atrás La Plaza del Teatro, subimos hacia La Plaza Grande, atravesamos San Francisco; y, una vez que le había ya entregado mis pertenencia para que experimentaran ese enriquecedor recubrimiento, entró el personaje en la que me informó que era su casa y me pidió que le esperase en la vereda contraria. Para esta parte, yo había ya dejado germinar unas inconstantes sospechas, convencido como estaba, de que no me iban ésta vez a tomar, claro, por un simple y ordinario cacaseno!

Pasaron minutos interminables y entonces el emisario reapareció nuevamente, exhibiendo ésta vez toda su nerviosa actitud de confuso atolondramiento. Esta ocasión, me devolvió temporalmente mis prendas a punto de ser enriquecidas. “Mi mujer no está en la casa”, me explicó; “Pero, vamos a la Casa Vivanco para ordenar que hagan el trabajo que me ordenó su padre. Ah, pero mientras tanto - continuó - espéreme en la Plaza de Santo Domingo, frente al Ministerio hasta las ocho de la noche. Pero hágalo con discreción, porque su papá no quiere que nadie se esté enterando! Es que… son unos relojes de contrabando”, me confió, casi como que compartiría conmigo un cómplice y misterioso secreto.

Ya, sin mi pulsera y mi reloj, esperé ésa vigilia interminable hasta bien pasadas las diez de la noche. En medio de mi ansiosa e infantil expectativa, no había alcanzado a intuir cómo un tipo ajeno a la familia podía estar tan enterado de tantas circunstancias relativas a los íntimos aspectos de mi casa… Hasta ésa triste noche no había tampoco sospechado del alcance e ingenio de la maldad y picardía ajenas; ni que “su casa” era realmente el Hospital San Juan de Dios (habría de enterarme con los años); y, menos aún, que mi inolvidable personaje se había pasado ésa noche de “fantoche” y me había entregado, desde ya y para siempre, el birrete de graduación de mi título profesional de “cacaseno”!

Chicago, 7 de Marzo de 2010
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02 marzo 2010

Un ego que desborda su cauce…

(A PCC, con amistad; y porque… hay reacciones que desbordan su cauce)

Si, eso es lo que me han dicho, en días pasados; que tengo un ego que desborda su cauce… Han querido decirme talvez que soy vano e inmodesto; narcisista y presuntuoso! Se muy bien que no es bueno estar enamorado locamente de uno mismo; ni siquiera estar enamorado de uno mismo, así, a secas. Pero quizás haya una gran diferencia entre un orgullo natural (y muchas veces justificado); y, una presunción innecesaria e inadecuada; o quizás, una actitud de vanagloria que se identifique con el alarde.

Es probable además, que lo que le gente interpreta como presunción, o talvez como altanería, no sea sino una sesgada manera de apreciar la actitud natural de dignidad que algunas personas poseen. En este sentido, una cosa es la altivez y otra muy diferente la mencionada altanería. Desde niño aprendí a discriminar esta sutil diferencia; y, desde chico también, aprendí que era bueno emular este sentido de la dignidad que las personas pueden irradiar con la forma de pararse o de caminar; con la forma de expresarse o de participar. En definitiva, que siempre hay una manera más elegante de hacerse sentir, sin caer en la afectación, ni en la pedantería. Y esa manera de participar y hacerse sentir, que casi siempre es involuntaria, se la puede interpretar a veces como elegancia y altivez ; pero, también otras veces, como simple orgullo o inmodestia; como actitud de innecesario alarde; o como actitud arrogante y esquiva.

Años atrás, cuando yo era un joven copiloto, un conspicuo comandante de Ecuatoriana de Aviación, que siempre se caracterizó por su irrespeto al status quo y a las normas establecidas, me increpó un “lo que pasa es que usted, compañerito, ya se siente comandante”, frente a una de mis frecuentes discrepancias con sus continuas y temerarias improvisaciones, con sus inexplicables e indisciplinados aspavientos. Mas tarde, en la misma empresa, alguien se refirió a mi talante con una palabra inglesa que se traduce como “presuntuoso” en forma incuestionable (conceited).

Dicen por ahí que “cuando el río suena, piedras trae”. Y también que “tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe”. Fue pues, un buen día que conversaba de mis planes familiares con la madre de mi propia mujer, que ella reanudó su referencia a mi falta de modestia. Quizás, por aquellos días, cuando ella tenía la impresión que yo había empezado a probar las mieles del reconocimiento social (nunca las de la fama), es que me dijo, en forma imprevista, que yo me había hecho orgulloso (creo que usó el calificativo que usamos en la sierra: detalloso).

Hay por ahí un dicho. Dice que “la mujer casta no tiene solo que serlo, sino que también parecerlo”. Hago referencia a esta muletilla, convencido como estoy que muchas veces, no solo es importante sentirse joven, o saludable por ejemplo, sino también crear la impresión de ser joven o estar saludable; de parecer digno y erguido, de no presentarse cabizbajo o achacoso; de tener una actitud de garbo y elegancia. En suma, la capacidad de inspirar a los demás con una apostura que transmita ese orgullo natural de estar vivo, de ser, de estar despierto.

Yo era muy niño cuando pase de pronto a esa universidad de la vida llamada orfandad. Uno de mis más tiernos recuerdos es la foto de “Palmarés” que nos tomaron en forma individual ese primer grado en el Colegio La Salle. Cuando pasé a tomarme la foto que aún conservo, pude apreciar en ese estudio fotográfico unos pocos retratos de personas que parecían importantes. La fotografía del presidente Camilo Ponce resaltaba en esa sala de espera. Cuando pasé a posar para mi infantil retrato, fue ésa, la mirada del presidente, la misma que yo ensayé; además de su forma ladeada de inclinar con garbo la cabeza. Guardo todavía ese retrato como un símbolo, no solo de lo que pasaría a interpretarse como la definitiva impronta de mi propio carácter; sino además, como el sello de mi positivismo, y de mi fe ante mi mismo y ante la vida.

Era niño también cuando quise imitar el rítmico y acompasado caminar con el que se desplazaba mi padre. Era la suya una forma de anunciar que estaba dispuesto, que se sentía joven y que estaba vivo; era la suya una forma de proclamar un “estoy alegre, luego existo”. Desde muchacho también aprendí a apreciar el tranquilo caminar de uno de mis mas queridos tíos maternos; a él en particular siempre le conocí caminando (jamás tomaba un transporte público); pero nunca podría decir que lo vi apresurado; y, menos aun, que lo vi corriendo. De ellos aprendí que algo en uno mismo, siempre contagia a los demás. En cierto modo, ellos fueron mis primeros maestros como piloto… De ellos aprendí que la tranquilidad contagia tanto como la ansiedad, que la calma inspira tanto como llega a infectar el atolondramiento.

En días pasados dejé ese terminal desordenado del aeropuerto de Quito. Cuando me aprestaba a pagar por un par de revistas que adquirí para entretener el viaje, una persona se me acercó a preguntarme si yo había estudiado en el antes mentado colegio; y, provocándome una sonrisa que no supe disimular, si era yo el “famoso piloto”. Vine meditando, a través del viaje, en el titulo que puse arriba, a éstas mis reflexiones. Pero tuve que meditar también en lo buena que ha sido conmigo la vida; en el privilegio de la formación moral que me dieron en casa de mi abuela; en el del humanismo que me inculcaron los Hermanos Cristianos; en la suerte de mi prematura promoción profesional; en ésas, mis más de treinta mil horas de vuelo que me dieron la oportunidad de conocer a tanta y tanta gente; que me dieron la inigualable posibilidad de conocer las más variadas costumbres de la tierra; los lugares más insospechados, más impresionantes y más remotos!

Si, soy orgulloso, muy orgulloso! Procuro ser un hombre altivo que trata siempre de eludir la arrogancia; que no quiere ser, ni parecer, inmodesto o presuntuoso! Lo que sucede es que la vanidad, como la dignidad, son ríos que tienen un cauce; pero su naturaleza es un torrente que atropella las paredes de sus meandros, con vértigo y con brío. Y, a veces en las correntadas, arrastra consigo todo lo que se opone a su avance desbordante, a su empuje insostenible e impetuoso!

Anchorage, Marzo 2 de 2010.
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