30 abril 2010

De rimas, “ancorajes” y paisajes

No sé porque me recuerda tanto a Riobamba esta ciudad americana! Quizás sea algo que tenga que ver con el paisaje o con el trazo cuadriculado de sus poco transitadas calles. Anchorage es una ciudad plana, rodeada de hermosos y blancos nevados. Se ha convertido ya en una estación utilizada con preferencia por los operadores aéreos intercontinentales como centro de operación logística; tanto para el abastecimiento de combustible, como para el reemplazo de las tripulaciones. Por este motivo, llego con frecuencia a esta pequeña ciudad; no siempre para disfrutar de su cambiante y caprichoso clima, pero siempre para sorprenderme con su privilegiado y acogedor paisaje.

Existen muy pocos edificios altos en esta ciudad que se creería que es la capital política de Alaska (la capital oficial es Juneau, ubicada al meridión). Este es un estado cuyo inmenso territorio fue comprado hace ciento cincuenta años a Rusia por algo más de siete millones de dólares. Monto que representaría el irrisorio equivalente a algo así como dos centavos de dólar por acre; o, lo que es lo mismo, cinco centavos de dólar por hectárea! Alaska tiene un nombre poético; querría decir algo así como “tierra hacia donde se dirige la corriente del mar”, en el idioma de los habitantes de esas islas vecinas que separan al Mar de Bering del Océano Pacífico y que prolongan la silueta de esta enorme península americana. Son los territorios volcánicos conocidos como Islas Aleutianas.

Menciono que existen sólo unos pocos edificios altos en esta “Ancoraje”, que, como el término implica, no quiere decir otra cosa que “anclaje”. Esto de la renuncia, y renuencia, a construir estructuras elevadas, probablemente sea una medida precautelar frente a la posibilidad de un nuevo y devastador terremoto como el ocurrido un Viernes Santo, hace sólo cincuenta años. Según los entendidos, ese sería el tercer terremoto más grave de los registrados en el mundo desde que se hace medición de este tipo de desgracias naturales. La gente mayor no olvida todavía los cinco minutos interminables de esa experiencia traumatizante. La gran ironía es que me alojo aquí en un cómodo y bien ubicado hotel, donde en forma invariable me ofrecen siempre una habitación en los pisos superiores…

De modo que, aunque Ancoraje rime con paisaje; es preferible estar prevenido para enfrentar el riesgo de esa intimidante posibilidad, la de los sacudones telúricos o geológicos. Por lo que siempre tengo en cuenta y recomiendo que:

Cuando el temblor y el pánico en maridaje,
Confundan la mente y debiliten el coraje,
Tengan calma, bajen, olviden su equipaje,
Que es hora de partir y de irse ya de viaje!

La ciudad esta ubicada hacia el norte del paralelo sesenta; es decir, constituye uno de los centros poblados importantes más cercanos al polo. Esto determina dos circunstancias especiales: el clima y la duración de la claridad del día, de acuerdo con la época del año. Aquí, veranos agradables y benignos contrastan con inviernos rigurosos y muy fríos, que lastiman con sus continuas nevadas y sus vientos gélidos y pertinaces, durante toda esta última estación climática.

Del mismo modo, la inclinación relativa de la tierra con respecto al sol, determina aquí días muy cortos o muy largos, de acuerdo al mes del calendario. De manera que, así como en algunos meses oscurece antes de las cuatro de la tarde; también se puede disfrutar, en el solsticio de verano, de la claridad natural del día bien pasadas las diez de la noche. Pero no recomiendo el trasnocharse, bajo ese cautivante cielo de color azul cobalto, pues se hace otra vez de día, también muy temprano: más de tres horas antes de lo que pasaría en nuestras madrugadas tropicales.

Hay noches que una estela luminosa va difuminando su brillo cual sinfonía de colores con sus tenues desplazamientos relampagueantes. Parece un extraño y multicolor manto de novia que se va agitando con su resplandor lúdico y trashumante. Es la aurora boreal: un juego de luces, electricidad, magnetismo y juguetona inquietud producido por los vientos solares. Llaman a este cambiante arco iris, The Northern Lights. Más de una vez he podido presenciar en vuelo este espectáculo irrepetible y fascinante. Es como si el sol hubiera decidido reaparecer, de pronto y en medio de la noche, por donde no había estado previsto. De golpe, una cortina de colores ondulantes parece rendir su danza reverencial a Aurora, la diosa tutelar de las madrugadas. Estas traviesas y admirables “luces del norte” constituyen la más sorprendente manifestación que pueda tener la naturaleza en las semanas cercanas a los equinoccios estacionales.

Mi lugar de alojamiento tiene vista, según la ubicación de la habitación que el azar me otorgue, a los cuatro puntos cardinales. Compiten en belleza de paisaje, las praderas, las montañas y el resplandor de espejo que emiten las tranquilas aguas de la bahía de Anchorage. Cuando la fortuna me es esquiva, me asignan una recámara que está ubicada frente al cementerio. Es un camposanto sencillo, sin lapidas llamativas ni cargados monumentos funerarios. Los mausoleos han cedido paso a la humildad de los sepulcros modestos y callados.

Cuando me despido, aprecio una vez más el peregrino paisaje; disfruto de este cielo límpido que expande la mente y el espíritu. Me preparo otra vez para tomar uno de mis vuelos rutinarios. Miro hacia abajo, hacia el desolado cementerio y no dejo de preguntarme si la frase final de Pueblo Blanco, la canción de Serrat, estará también tomada de los nostálgicos versos de Antonio Machado. Algo me dice que ahí no encaja un pronombre; y entonces, luego de corregirlo y de averiguarme si son los muertos o somos nosotros los que estamos en cautiverio, opto por tararear la frase postrera y resuelvo que:

…“Los muertos están en cautiverio, porque no los dejan salir del cementerio.”

Anchorage, 29 de Abril de 2010
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25 abril 2010

Nomenclaturas

En los últimos días he estado firmando estas notas desde ciudades y lugares, cuya escritura castellana es un tanto diferente. He escrito, por ejemplo, Shanghai; añadiendo una “hache” intermedia, que resulta ajena a nuestro idioma. O, he usado Anchorage, a pesar de que he estado tentado a deletrear Ancoraje, palabra nuestra que quiere decir lo mismo, es decir anclaje (en inglés, anchor se pronuncia “ancor” y quiere decir ancla). De modo que, antes de seguirlo haciendo; o de revisar este procedimiento, me gustaría hacer unas pocas reflexiones respecto a la nomenclatura de ciertas ciudades que se conocen en forma distinta, de acuerdo al idioma en que sean mencionadas.

Como contaba alguna vez mi cuñado Juan (QEPD), el caso más sorprendente quizás resulte el de esa ciudad occidental de Alemania escogida por los reyes germánicos, para ser coronados durante gran parte de la Edad Media. Me refiero a la pequeña ciudad favorecida por sus baños termales, que los romanos habían bautizado en latín como Aquis-Granum. Era esta una ciudad preferida por un rey franco, a quien luego convirtieron en santo: Carlomagno (pocos conocen cual fue la fuente de su santificación; y ya nadie se acuerda que lo nombraron santo). El ordenó la construcción de su catedral en el siglo octavo y ya para esas épocas, la palabra Aquis, o Aachen en alemán, se había deformado en el francés Aix. Así es como Aachen paso a ser conocida en inglés y en francés como Aix-le-Chapelle.

No sorprende tampoco que haya devenido en Aquisgrán o Aquisgrana, como se la conoce en los idiomas latinos. Aachen, o Aken, o Akwizgran, o Aix-le-Chapelle, o Aquisgrán fue la ciudad preferida por quinientos años por los reyes germánicos para coronarse, sabedores como eran que esta coronación implicaba también una distinción mas importante: la regencia del Sacro Imperio Romano. Pero lo que aquí importa no es la historia, sino esta como manía, este complaciente relajamiento que en el nuestro, y en todos los idiomas, nos lleva a deformar y alterar los nombres originales, por el sólo beneficio de una pronunciación que fuera mas entendible y fácil de expresar.

Es comprensible la traducción directa (Países Bajos, por ejemplo) y aún el cambio por aproximación fonética (Borgoña, Bretaña); pero… qué marca la aproximación o el exceso? Es necesario y justificable que digamos Inglaterra en lugar de England, por ejemplo? Y, como traducir o aproximar Dutchland o Netherlands, que es como también se conoce a Holanda. Quizás como Ducterra? No sé! En todo caso, me pregunto, es todo este esfuerzo arbitrario y antojadizo realmente deseable y conveniente?

Corea, para citar un caso de los que conozco, se auto-define como Han-Guk (la tierra de los Han), donde se habla el Han-Gul (la lengua de los Han); pero hemos preferido llamarle con otro término que resulta más fácil talvez de recordar y pronunciar. En uno de los últimos mundiales de futbol, los aficionados japoneses no coreaban a su equipo con el grito de Japón, Japón, lo que se oía era un Nipón, Nipón, que a veces sonaba más como Ilpón, Ilpón! Yo mismo, me lleve la sorpresa de mi vida una tarde en Boston, cuando me invitaron a ver al incorregible señor Maradona y a su compañeros de la selección argentina de fútbol, que se enfrentaban, en un estadio acondicionado para el efecto, a la débil selección de Grecia. Las barras de apoyo del equipo europeo estimulaban a su cuadro deportivo con el canto de Hellas, Hellas! Tardé un poco en darme cuenta que esta era la palabra que los auto-identificaba como al pueblo de los helenos. Los vecinos inmemoriales del Mar Egeo.

Cuando he ido a la tierra de mis probables antepasados (Vizcaíno es vasco) no deja de llamarme la atención como el término vasco Bizkaia (Vizcaya) se haya transformado y alterado con tan sólo pasar a otro idioma vecino como es el castellano. Resulta contradictorio pero el término es mejor respetado en el inglés (Biscayne) que en las lenguas españolas. Mi apellido mismo, que supuestamente es un apelativo toponímico, no obedece a la forma como los de Euzkadi (el país de los vascos) conocen a su tierra. Y es que en España en un tiempo se dio por apellidar como Vizcaíno a todo el que parecería provenir de esos lares.

Pero, como lo comprobé en Santander que está en Cantabria, todos los “bascos” o vascos pueden ser “vizcaínos”, pero no todos los Vizcaínos, son necesariamente vascos. Juan de la Cosa, por ejemplo, propietario y capitán del buque insignia del primer viaje de Colón a lo que después se vino a llamar América, era realmente un cartógrafo que se llamaba Juan de Vizcaíno y que no era vasco sino cántabro!

Pero no quería hablar de historia ni de genealogías. Quería hablar de la deformación que tienen las palabras que definen la toponimia; y como estos nombres se van deformando en forma caprichosa con la traducción o la necesidad de pronunciarlos en otro idioma; y me ha pasado como con los sueños y los delirios, que uno se pasa de una parte del cuento a la otra, sin que medie ninguna relación o nexo. Pero, así como me sorprende cuando se hacen traducciones caprichosas, también me llama la atención cuando no se las hace. Los Estados Unidos están llenos de pueblos y localidades que llevan nombres en otros idiomas, especialmente en español, y nadie ha hecho (felizmente) ningún esfuerzo por traducirlos o por intentarlo. Muestras al canto: Los Ángeles, Las Vegas, Palo Alto. Nadie, que yo sepa, está interesado en cambiar estos nombres por “The Angels”, “The Lowlands” o “High Stick”...

Lo que he empezado a sospechar es que estas variaciones en la morfología o la estructura de las palabras, tienen también una base anatómica. Ciertos idiomas requieren de una como predisposición de la lengua y la garganta para obtener una pronunciación auténtica y adecuada. Los latinos tendemos a pronunciar la “a” inglesa como una “a” abierta, cuando su pronunciación en esa lengua es, en la mayoría de los casos, casi la de una “e”. Los italianos se “comen” las haches en inglés (no dicen “heading home”, por ejemplo, sino “eding ome”). Los coreanos terminan sus palabras siempre con una vocal; no se les hace fácil decir “lunch” o “approach”, dicen algo parecido a “lonchu” o “approachu”.

Para los chinos es virtualmente imposible pronunciar mi nombre, “Alberto”. Las “eles” y las “eres” son muy suaves y casi no se discriminan en el mandarín y en los dialectos chinos. Así que pronuncian cualquier cosa, menos Alberto. Dicen algo que suena más o menos como “chin-chin”, que se escribe más o menos así: 庞锁会; y que talvez quiera decir solamente eso. O sea “chin-chin”…

Anchorage, 26 de Abril de 2010
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Las lágrimas, la memoria, las palabras

Me veo con cierta frecuencia en el espejo. Estoy obligado a hacerlo; y no como consecuencia de mi natural e inveterada vanidad (que desborda su cauce, como lo dijo alguien ya) sino porque a mis años, no he aprendido todavía a rasurarme sin tener que utilizar un instrumento que me ofrezca mi propio reflejo. Entonces, me veo ocasionalmente en el espejo y siento que estoy joven todavía, a pesar de mi canicie prematura y esos achaques que ya se fueron quedando, como parte de mi bagaje, como inseparables a mi propia personalidad… Son, mi escoliosis, las persistentes hemorroides y las palpitaciones irregulares que a veces siento. 

Pero, me veo joven. Me siento fuerte y sano. No aprecio todavía arrugas, ni surcos profundos y preocupantes en mi cara. Tengo todavía mucha energía y vitalidad. No obstante, he notado últimamente unas como grietas incipientes y preocupantes en mi alma… Y es que he empezado a hacerme lo que mis hijos llamarían un “viejito maricón”, y esto, yo no se porqué será! Por cualquier cosita menor y sin aparente importancia, se me vienen a los ojos unas imperceptibles y brillantes lágrimas. He empezado a convertirme en un viejito lacrimoso y sentimental. 

Compruebo, para mi consuelo, que Dios nos ha regalado a los mortales tres atributos inigualables: los lágrimas, la memoria y la palabra; que, si bien lo meditamos, esto El nos otorgó con exclusividad y en perpetuidad a los humanos. A nosotros los humanos y a nadie más. Me salto en esta auditoría, de adrede y con intención, la risa, que yo creo que no es sino una forma distinta y alegre de ponerse a llorar… En mi reconocida ingenuidad y candidez, antes había yo creído que los humanos teníamos una cierta cuota para esto de las lágrimas; y había pensado, que después de lo que pasé de niño, se había acabado mi personal asignación; que, en suma, había ya llorado tanto, que ya sería muy poco lo que luego en la vida tendría para llorar. 

Así fue como sentí, cuando desapareció el avión de Saeta en el que se encontraba esa mujer maravillosa e inolvidable que fue mi tía Anita, una extraña sensación de impotencia: no me salieron por casi una semana las lágrimas, que las necesitaba con urgencia perentoria para desahogar mi pena. Estuve roto, agobiado y abatido por dentro; pero… nada! Comprobaba con furiosa amargura que no me salían las lágrimas, que talvez ya había perdido esa virtud, que ya no sabía cómo ponerme a llorar! 

Igual cosa me pasó cuando murió en un accidente de aviación incomprensible e injusto, ese adalid del comedimiento, ese campeón de la ternura, que fue mi hermano Adrián. Acudí a esa ciudad morlaca, a donde tuve siempre que acudir por motivos tristes, a recoger sus calcinados y mutilados restos en el frío patio de un humilde hospital. El había tenido una sensación premonitoria, que me había participado en forma extraña, unos pocos días atrás. Habría de ser ese, el golpe mas doloroso y lacerante de mi vida. Pero… tampoco encontré ese alivio desahogante de las lágrimas, cuando me fueron más necesarias, cuando me hacía falta su valor curativo. De nuevo, me sentí por unos pocos días incapaz e impotente. Otra vez me sucedió: tampoco podía llorar. Tuve que esperar unos pocos días más. De pronto, una tarde desahogue mi agonía y mis recuerdos. Agarre y mordí una almohada en un hotel y como un niño triste y desesperado, como un loco, me puse a llorar… 

Si, hoy lo recuerdo. Y se me vienen de nuevo a los ojos las lágrimas, lo expreso con estas humildes pero reverentes palabras, sonrío ante el recuerdo de sus actitudes y sus hilarantes extravagancias; y, a pesar del paso del tiempo y la distancia, noto nuevamente que he dejado resbalar un par de esas lágrimas; que he tenido que contener el sentimiento y la nostalgia. He descubierto una vez más que Dios me hizo humano, que me regaló la memoria, las lágrimas y las palabras. Que me hizo comunicativo, sentimental y memorioso; aún al precio oneroso y compensatorio de mi inevitable e inminente condición de mortal… 

Hoy lloro y me pongo sentimental por cualquier cosa. Me hace falta sólo ver una cara infantil, un paisaje o leer una noticia. Me inflama de sentimiento una frase que leo, el gesto afectuoso de una anciana, la sonrisa de un hijo, la ingenua ternura o el capricho infantil de un nieto, una proeza deportiva, una despedida; en fin… tantas, tantas y tantas cosas más. Voy y me miro nuevamente en el espejo; compruebo las arrugas de mi alma, me siento de nuevo vivo y privilegiado. Le agradezco a Taita Dios y a la vida. Estoy vivo y estoy despierto! Puedo recordar, puedo decir, puedo llorar! 

Anchorage, 25 de Abril de 2010


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24 abril 2010

De linajes y prosapias

Tengo un pequeño problema, en forma continua, recurrente y reiterada. Es el uso de todos mis nombres y apellidos completos especialmente para mi registro en los múltiples hoteles que, a causa de la naturaleza de mi oficio, tengo que visitar. Tal parece que, si la reservación se ha hecho utilizando todos estos nombres, es decir de la misma manera que están presentados en mi pasaporte, los encargados del registro se encuentran de pronto como atrapados en un indescifrable laberinto y no tienen indicio de qué nombre único tienen que emplear. Esto habría de entenderse, intuyo yo, como derivado de la forma como se otorgan y emplean en otras latitudes (y longitudes) los nombres y apellidos que nos dan identidad.

Es que, con el ya universal uso de las computadoras, u ordenadores como los llaman los amigos en la madre patria, la probable limitación en el número de dígitos alfanuméricos, hace imposible que los nombres largos y compuestos se puedan seguir usando de la misma forma como se utilizaron en el pasado. A esto deben quizás sumarse las nuevas normas internacionales de seguridad. Esto produce que muchas veces se tengan que reducir obligatoriamente los nombres que al nacer nos han obsequiado; y lo que es más grave, que por satisfacer este prurito de mantener el orden original, se empleen nombres con los que no nos reconocerían ni nuestros propios papás.

En mi caso particular, se hace imposible muchas veces encontrar la reservación respectiva en los hoteles en que debo alojarme. Cuando mi esposa o mi familia me llaman por teléfono, se topan con la intrigante respuesta de que el suscrito “no esta registrado en esta casa asistencial” (yo mismo lo he intentado y me contestan que no estoy en donde creo que debería estar). Cuando utilizo el Internet, no tengo ni idea del apellido que he de usar para poder “acceder a la red”, como ahora se llama a esta herramienta que ese tren alocado y vertiginoso llamado progreso nos ha ido obligando a utilizar. Descubro con irritabilidad y sorpresa que me viven cambiando de nombre y apellido, según el arbitrario o aleatorio capricho del dependiente de turno, en cada nueva localidad. Resulto así, “rebautizado” de Moncayo, de Mariano, de Alberto; y, hasta de “de Jesús” con esta odiosa y jamás uniformada manera de registrar la personal individualidad.

Concluyo que esta inconveniencia con las nomenclaturas no tiene que ver con nuestra vanidosa obsesión por los linajes y los abolengos, sino tan sólo con la costumbre como cada una de las diferentes culturas, registra lo más importante de cada uno de nosotros, que no es otra cosa que nuestra identidad. Me permito, en este punto, una breve digresión: hace muchos, muchos años, asistí a uno de esos cursillos de relaciones públicas en donde, a cada uno de nosotros, nos fueron averiguando como describiríamos, en pocas palabras, lo que nos parecía que más nos identificaba o nos diferenciaba en forma especial. Todos y cada uno de los presentes respondimos con frases rebuscadas y elocuentes que trataban de expresar nuestra individualidad; pero, a ninguno de nosotros se nos ocurrió utilizar nuestros nombres propios, los términos onomásticos que ya nos habían otorgado al nacer nuestros respectivos papás!

Tan sólo hace pocos siglos, nuestros propios antepasados usaban su particular arbitrio para escoger la manera como otros les habrían de llamar. El uso de la preposición “de” y de la conjunción copulativa “y”, constituyó parte de esos caprichos antojadizos que se habrían de extender como aroma de incienso por toda la sociedad. Si mi nombre era Juan Pérez, optaba por llamarme Juan de Pérez; y aún como Juan Pérez y Gómez, aunque este Gómez, no hubiese sido el apellido de soltera de mi mamá. Casos al canto: Miguel de Cervantes y Saavedra, pertenecía aparentemente a la alta burguesía, pero no usaba el apellido de soltera de su madre (de Cortina) talvez por ser judía conversa su propia mamá. Infiero que algo parecido pasó con el incorregible y genial Francisco de Quevedo y Villegas, cuyos hidalgos padres obedecían a los apellidos de Gómez de Quevedo y Santibáñez de Villegas, respectivamente; para ya no confundir a la selecta audiencia y así eximirme de usar otro ejemplo adicional.

Los portugueses han complicado más las cosas todavía: anticipan el apellido materno al paterno. Con esta costumbre no nos quedaría claro si Edson Arantes do Nascimento (el famoso Pelé, el de los balones de “futebol”) era hijo de un señor apellidado do Nascimento o si ese era el apellido de soltera de la madre de este ilustre deportista. Los rusos y eslavos complican mucho más aún las cosas, pues usan un derivativo del nombre de sus propios padres, de acuerdo al sexo propio (léase género) para completar su registro con un segundo nombre adicional. Algo así como Juan Gustaviano Perez o María Gustaviana Gómez, si Gustavo sería el primer nombre de su padre…

A excepción de los impronunciables nombres indios (que parecen contener en sí mismos toda la entera mitología del Ramayana), los asiáticos parecen ser los más simple y prácticos en cuanto a un sistema de identificación e identidad. Los indonesios utilizan sólo un nombre; y, su apellido, para efectos de registro, es el mismo nombre que el primero de sus papás (si me llamo Juan Jorge es porque Jorge es el primer nombre de mi papá). Los chinos y coreanos son también muy pragmáticos en este sentido: anteponen el apellido, que usualmente es muy corto (no tienen nada como “Cabeza de Vaca”, por ejemplo; a lo sumo “Muuú...”) y sus otros dos nombres constituyen un sólo nombre compuesto en la realidad. Por ejemplo: Tan Chen Hong. Aquí, Tan es el apellido; y Chen Hong es el nombre, que además tiene un significado. Como no sé el idioma, sólo me tengo que imaginar ese significado; que casi siempre es algo auspicioso, por lo demás.

Los americanos (o sea los norteamericanos de Estados Unidos) y por extensión todos los sajones, han conseguido un gran avance con esto de la simplicidad onomástica. El señor James Bond es James Bond y punto. Marilyn Monroe, se llamaba Norma Jeane Baker, pero el público le conocía sólo por sus dos nombres artísticos y nada más. Entonces nadie tiene que estar adivinando, ni apostando a cuál mismo será el nombre o el apellido; y nadie está preocupado por que lo vayan a confundir con el vecino de mas allá. No pasa, en esos lugares, como con nuestros presidentes o futbolistas, que basta que se hayan convertido en un poco conocidos para que ya quieran que uno tenga que referirse a ellos con todos sus nombres y apellidos; como si, al no hacérselo, sería imposible el que se los pueda reconocer o identificar. Lo de los magistrados es un tanto comprensible, dados como somos los latinos al “grandiosismo” y a la veneración política. Lo realmente inexplicable es lo otro; pues, el moreno delantero Lupo Quiñónez, por ejemplo, pasaría a ser un desconocido para los aficionados futbolísticos, si no se lo menciona también y alternativamente como Lupo Senén Quiñónez Valencia. Dios mío... lo que nos pides que tengamos que aguantar!

Eso es todo. Nada más por hoy. Siguen firmas.

Mariano de Jesús Alberto de Vizcaíno y Andrade. Marqués de Casablanca y de Armijos. Conde de Moncayo y Segarra. Su humilde servidor…

Anchorage, Alaska, 25 de Abril de 2010
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Crónica de un crimen onomástico

Todo el mundo (sólo es una expresión) me conoce como Alberto; pero la verdad es que, Mariano es realmente mi primer nombre. Sí, así es como me llamo y así es como me bautizaron. Propongo pues, como teoría, que mi madre habría tenido dificultades en, ese, su primer embarazo. Eran esos tiempos devotos y recoletos. Santa Mariana de Jesús, la sin par Azucena de Quito, nuestra santa vernácula, parece haber estado a la sazón de moda; y, en honor a la devoción que mi madre le habría tenido, mis padres habían hecho una ferviente promesa con respecto a mi nombre, si llegaba a feliz término mi concepción y futuro alumbramiento.

Era ese un nombre versátil y había sido escogido de antemano. Si era “hembrita” me llamarían Mariana; y, si me sobraba un diminuto y delantero aditamento, me bautizarían como Mariano. Para añadir crueldad a la injuria, completaron con un “de Jesús” este malhadado Mariano. El nombre fue pues una especie de ofrenda; el pago a una concesión de la Divina Providencia. Fue esta la manera que tuvieron mis padres de retribuir el supuesto favor otorgado. Puede decirse que así pagaron su deuda; pero, en cambio, a mi me endilgaron esta curiosa carga, nombrándome acreedor vitalicio de esta otra deuda que todavía estoy pagando!

La santa había dicho que el Ecuador no se terminaría por culpa de devastadores terremotos, sino por la de gobiernos de personajes mal intencionados. Quizás le faltó recordarnos aquello de que “el tonto hace siempre más daño que el malvado”. Creo que fue ya Oscar Wilde el que lo explicó: “porque el malvado descansa a veces, en tanto que el necio jamás!” Pero, noto que… estoy de gana saliéndome del tema. Y es que el subconsciente me jala y me jala, porque no quiere que explique, y ni siquiera que me acuerde, que en el registro y en la realidad me llamo Mariano. Que ese es mi verdadero nombre; ese y nada más.

“Pero, si es un lindo nombre”. “Y a mi me parece que es muy masculino”. “Si hasta combina con el color de tus ojos”, habrían de proclamar con el paso del tiempo mis primeras enamoradas. Hoy estoy persuadido que no lo dijeron porque era cierto, sino por puro afán de consolarme y por nada más. Lo dijeron, de la misma forma que una de ellas ya me había advertido: que si no había resultado atractivo o bien parecido, que no me estuviera preocupando. Ya que, el hombre era como el oso, que mientras más feo… peor para él.

Lo cierto es que este crimen onomástico se consumó durante las crepusculares horas vespertinas de una noche de fines de Noviembre, allá por el aciago año de 1951. Prueba fehaciente, y también testimonio, de esta bárbara acción, que quedará para los anales de la posteridad, es que el delito fue cometido a vista y paciencia de muchísima gente, y habría sido perpetrado con la complicidad y encubrimiento de dos respetables y conocidas familias. Por ello, probablemente, es que se escogió nada menos que la colonial iglesia de la Parroquia de Santa Bárbara (como su nombre muy claramente lo explica), para dejar de esta manera recuerdo indeleble de este hecho artero, aleve e infame.

Pasaron los años y, como quien va echando sal sobre la herida, nadie parecía contentarse con llamarme por mi nombre original y de pila; sino que empezaron a hacerlo, acompañándolo única y exclusivamente con el sufijo diminutivo. Lo que me faltaba! O sea que, de Mariano pasé a convertirme de ahí y para siempre en “Marianito”. Nadie habría tampoco de explicarme si el mencionado sufijo se lo utilizaba como una expresión de pequeñez, de compasión o de afecto.

Para colmo, luego de profundas y acuciosas investigaciones, fui poco a poco descubriendo que todos los “huasicamas” y mayordomos de hacienda, también obedecían a este nombre que, más que sustantivo, parecía más bien un adjetivo. No había jardinero que se respete que no hubiera escogido este maravilloso nombrecito. Si a un cargador, albañil o barrendero yo le preguntaba que cómo se llamaba, como si obedeciera a una secreta conjura, invariablemente me contestaba: “Marianu, ca llaman, amu niñu Marianitu”… Y es que, hasta en la radio de esos días, y en los iniciales programas televisados, aparecía un actor de poncho y alpargatas que respondía al nombre artístico de “El Indio Mariano”.

Por ese mismo tiempo, mis crueles e imaginativos primos habían descubierto que el campesino encargado del cuidado del troje y de las tareas de ordeño en la hacienda de su abuelo, había sido bautizado también con el mismo nombre. Mariano Maula era el nombre completo de mi humilde y abnegado tocayo. Y ese mismo nombre, cual si se tratara de un remoquete o un insultante apodo, ellos empezaron a utilizar para llamarme. “Mariano, Mariano, Mariano Maula”, decían y repetían, no sin insidiosa intención, cuando me mandaban a buscar de la casa. Así fue como ellos fueron ejerciendo con traviesa malevolencia el artificio de sus encargos, la acechanza de sus recados.

Decidí entonces, de una buena vez y para siempre, obliterar el primer nombre. Cambié mi nombre en la escuela; empecé a firmar como “Jenner” Alberto y me hacía el que no escuchaba, cuando me llamaban por Mariano. No me arrepentí mientras fui niño de la estratagema, porque sentía un rubor intempestivo cada vez que percibía que había sido descubierto mi secreto y cuando los demás me regalaban una sonrisa de conmiseración, como si se hubieran enterado que no llevaba ropa interior; o que obedecía al nombre de Rudecindo o de Pancracio.

Hoy, cincuenta años después, y ya como comandante de aerolínea, luego de las nuevas normas de seguridad que han sido impuestas, estoy obligado a escribir mi nombre completo en las Declaraciones Generales de Inmigración, en los planes de vuelo aeronáutico, en los documentos oficiales y en la banca. La aerolínea para la que trabajo hace las reservaciones de mi hotel, usando el orden de todos los nombres que quisieron darme mis padres. Así es como, casi siempre, aparece un nuevo “apellido” de familia en todos estos documentos. Es que usan en todas partes el primer nombre visible para identificarme. Nadie parece ya interesarse en mis españoles apellidos toponímicos. Me saludan y me atienden como al “capitán Mariano”…

Ya me cansé! Y yo ya no explico, ni aclaro, ni reclamo. Sólo siento, de vez en cuando, unos curiosos rubores. Siento todavía como si alguien susurrara a mis espaldas y me diría al oído, y con voz socarrona y disimulada: “Mariano, Mariano, Mariano Maaaaaaaaula!”

Anchorage, 24 de Abril de 2010
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22 abril 2010

Ensayo de la locura

Quito tenía por ese entonces sus personajes tradicionales. No hubo nada más emblemático que el infame y ennegrecido “Pajarero”, o que la estrambótica y enajenada “Torera”. Eran ellos personajes caracterizados por su falta de cordura y por su aparente ubicuidad; se los encontraba por cualquier parte y en el momento y circunstancia que uno menos podía esperar. Sí, ellos fueron, entre otros pocos, los individuos que eran parte de los archivos del absurdo y de los activos de las curiosidades de la franciscana capital.

Hubo también otros que fueron, a su vez, parte consustancial de la fatigosa y escarpada cuesta donde estaba ubicada la casa donde viví, cuando sólo era un curioso e inquieto rapaz. Estos personajes pasaron a ser parte de nuestra reducida y particular antología del disparate. Ellos fueron las figuras inolvidables de un barrio y de una calle que uno no puede, que no quiere dejar de recordar.

Los llamábamos en la familia de forma puntual y diferente. A ella la conocíamos como “la loquita” y al otro como “el loco de enfrente”. Dice el dicho que “cada loco con su tema” y a lo que quiero ahora referirme es a su particular y estrafalaria forma de trastorno, que le daba a cada uno su propia identidad, que le asignaba a cada uno su peculiar y alienada individualidad. Creo que debo referirme a ellos siguiendo la costumbre impuesta por las normas de lo que en la escuela nos enseñaban con una asignatura conocida como Urbanidad.

Así que, “primero las damas!”... Ella era una mujer ya madura, que conservaba, sin embargo, arrestos de energía, ímpetu y vitalidad. Vestía invariablemente una suerte de salida de cama con unos pocos aditamentos que completaban su disfraz; vestimenta a la que había querido ella otorgar la impronta inocultable de su cotidiana y permanente nupcialidad. Era la loquita, un ser alterado, confuso y perturbado que salía todos los días a la vereda de su casa a esperar a un novio que nunca se aparecía y que quizás ella presentía que nunca se iba a animar a llegar…

Una bacinilla vacía y enlozada, así como un envejecido aventador de mimbre completaban su desordenado y extravagante atuendo matrimonial. Acercaba su oreja al filo mismo de la acera, la loca, probablemente para anticipar el advenimiento de ese tardío y esquivo novio que nunca llegaba, que desde siempre se había atrasado en llegar… Su triste realidad fue siempre para mí como una cruel forma de metáfora: la permanente y repetida espera de una ilusión que nunca se concretaba, que jamás habría de llegar!

El otro, el loco de enfrente, era un mozuelo atolondrado, andariego, bullicioso y pugnaz. Quien lo veía no advertía su demencia de primera mano; pero pronto se apercibía de que lo perturbaba una extraña y belicosa variedad de locura. Su pugnacidad era su demencia. Su demencia era pugnaz. Se paraba este loco en el portón mismo del zaguán de su residencia para, con un gesto o una palabra mal intencionada, molestar y provocar a los transeúntes, para hostigar con los arrebatos de su alterado cerebro a todo el que pasada; en suma, para retar con su manía a una contienda a trompadas a todos los demás.

Vestía el infortunado personaje unos mamelucos de mezclilla que ayudaban a camuflar su agresividad. Lucía este loco un corte de pelo muy corto, casi al estilo de los conscriptos en su primer año de servicio militar. El reducido tamaño del cabello dejaba a la luz las cruentas huellas de sus despropósitos, las lacras que en el habían dejado sus innumerables riñas a puñetazos y coces; sus desquiciados y torpes encuentros para disputar con arteras patadas, trompones y arañazos, su sanguinaria y descabellada preponderancia; su infame reino de la demencia. Era este el patrimonial estilo de su nunca disputada paranoia, de su conflictiva y maliciosa inestabilidad.

Fueron múltiples las ocasiones que yo, apostado a la ventana de mi casa, pude contemplar el espectáculo que nuevamente había montado el loco, empeñado como estaba en lucir sus habilidades pugilísticas, su violencia y su belicosidad. Era la suya una extraña forma de exhibicionismo; también una disimulada advertencia de lo que a nosotros nos podría esperar. Había que verle la cara al demente para comprender que su cabeza no era de carne y hueso, sino que había sido elaborada con algún pétreo, áspero y endurecido material. Su apariencia era humana, pero el empaque de su catadura era más bien el de una fiera; su gesto y sus enardecidos desplazamientos eran los de un animal.

Un día mientras golpeaba y desfiguraba a uno de sus contrincantes de ocasión, tratamos de estimular, desde nuestra cómoda tribuna en la ventana, al oponente que había sido escogido por el loco en esta nueva oportunidad. Al reconocer nuestro antagonismo, o simpatía hacia su victima y enemigo, cesó en su pugnaz tarea el loco y optó entonces por “venirnos a visitar”. No recuerdo quién fue el culpable de la imprudencia, ni el “beneficiario” de la reacción del orate vecino, pero lo cierto es que, quien respondió al llamado de la puerta, se topó de manos a boca con "el loco de enfrente" que le esperaba con una trompada en las narices; afrenta de la que, me imagino, su nueva victima nunca se habrá podido ya jamás olvidar!

Chicago, 23 de Abril de 2010
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Caldas 524, Segundo Piso

No es esa la dirección de la primera casa en que viví de niño. Hubo, por lo menos, otras cuatro, de las que aún me acuerdo todavía. A estas alturas, no se si sea indiscreto mencionarlo, el haber cambiado cuatro veces de casa en seis años, sólo puede deberse a dos posibilidades: el continuo afán de sentir a la familia mejor instalada, como quería mi madre; o, el incumplimiento en las obligaciones contractuales de arriendo, por parte de mi papá. Esto segundo, es posible, pero un tanto improbable, ya que siempre sentí, antes de mis primeros seis años, que vivíamos sin riqueza pero con cierta comodidad. Caldas 528 (otra casa vecina, en la que volvería a vivir unos años después), calle Ríos, pasaje El Dorado y, finalmente, calle Manuel Larrea fue la ubicación de las otras primeras casas donde viví en mi infancia y de las que aún conservo memoria.

Pero, Caldas 524, es la primera dirección con la que relaciono mi identidad. Allí, también, tuvimos teléfono por primera vez (11246); número al que luego de unos diez años pasó a adelantarse con un 2, cuando Quito empezó a convertirse en una ciudad con canales de televisión y con transporte público con carrocerías metálicas (sí, las carrocerías originales eran de armazón de madera, cuando el transporte infantil costaba sólo un real o diez centavos) y la leche no era pasteurizada y se expendía directamente cada mañana desde unas camionetas abiertas que ofrecían su producto lácteo mediante la promoción de un tempranero grito de “la leche, la leeeeeche!” que hacía despertar a la fuerza.

Allá fui a vivir, con mis dos hermanos menores, desde una triste y fría mañana de mediados de Noviembre que vino a buscarme y a recogerme del aula de primer grado de escuela, mi querido y jamás olvidado hermano Adrián. El se había colgado de las rejas de la ventana del aula esa mañana; había venido a decirme que “mami se había muerto en la maternidad”. No podré olvidar ya nunca su angustia, sus sollozos acongojados y sus hermosos ojos verdes, entristecidos por unas gruesas lágrimas que no le hacía falta disimular. Era esa la segunda vez que se quedaba huérfano y que él había tenido la desgracia de perder a su mamá…

Era esa una casa de tres pisos y dos patios, en donde las dos plantas superiores eran arrendadas en forma conjunta e independiente. Quiero decir que el piso inferior, era más bien un sótano acomodado para vivienda. En la parte delantera existían dos talleres artesanales: una zapatería y una carpintería; pero puede decirse que esa planta baja se había “tugurizado”, en cierta forma, en su parte posterior. Varias familias vivían allí a un mismo tiempo, en condiciones nunca precarias, pero tampoco nunca ausentes de limitaciones físicas y de privacidad.

Ocupábamos allí el segundo piso alto. Era ese un departamento con un corredor sinuoso e interminable, en donde muchas veces nos poníamos a jugar. La abuela hubiera considerado que nos hubiéramos mezclado inadecuadamente con “los de abajo”, y nos habría reprendido, si a esos fríos patios inferiores hubiéramos bajado a “patear el balón”, como ella llamaba a todos los deportes que usan cualquier tipo de pelota para su ejecución. Había en esa casa por lo menos siete habitaciones, pero dados los diversos y variados requerimientos de la familia, la sala y el comedor eran continuamente ubicados en un distinto e itinerante lugar. Ahora que tengo que recordarlo, estoy persuadido que dormí en todas y cada una de las diferentes habitaciones, convertidas ocasionalmente en dormitorio, durante la casi media docena de años que habría de vivir en ese lugar.

Los pisos no estaban separados por losas de concreto; estaban soportados sobre vigas transversales de madera; y estaban entablados con duelas “machimbradas” (machihembradas) que, al haber perdido la cohesión de su entrelazamiento, permitían observar y escuchar todo lo que pasaba en el piso inferior. Sin que lo hubiéramos querido y sin habérnoslo propuesto, esa circunstancia nos dejó saber cómo era que vivían los vecinos; y, sobre todo, cómo viven otras clases sociales. Esa fue una especie de educación social a la que tuvimos acceso. Así aprendimos de las cosas de la vida, las que no nos habían sido participadas por los tíos o por la abuela; de lo sórdida y abyecta que puede ser la vida de los otros; y, ante todo, de las vicisitudes económicas de “los de abajo”. Fue esa una especie de anticipo de las radionovelas que en el futuro habríamos de escuchar. Más tarde me enteraría que un tocayo mejicano de apellido Azuela, había empleado este mismo título, a principios del siglo pasado, para escribir una novela con un cierto contenido social.

Eran tiempos en que los pisos se “baldeaban”; es decir, se los lavaba con baldes de agua si es que no se los tenía que encerar. Es de imaginarse los continuos inconvenientes, las discusiones, y los reclamos circunstanciales que esta curiosa forma de limpieza producía, a los que vivían a nivel de la calle. Había que bajar y anticipar a los vecinos que “íbamos a proceder a baldear”. Pero, a más de su desaparecido “machimbre”, las duelas exhibían ciertos “ojos” o agujeros, que invariablemente la diosa Fortuna (que además brinda inspiración a los chicos traviesos) había colocado en esas tablas, justo sobre la cabeza de los artesanos que ejecutaban sus tradicionales tareas en los dos establecimientos que daban a la calle. Las primeras correadas que mi abuela aplicó a mis, hasta ahí, virginales posaderas, tienen que haber estado relacionadas con, esos, los primeros ejercicios de mi secreción salival…

Este tipo de vecindad incorporaba sus beneficios. Era como tener carpintería y zapatería dentro de la misma casa. Además, a pocos pasos había también papelería, panadería, sastrería y hasta una heladería. La cooperativa de taxis quedaba a tan sólo una cuadra. Había cerca tres iglesias, una escuela y un colegio; habían dos cines y dos parques a la vuelta de la esquina. En fin… eso era lo que hoy se llama buena ubicación y, sobre todo, comodidad! Podría decirse, además, que hasta teníamos nuestro manicomio privado e independiente; pero esto de los trasiegos que puede tener la mente o la conciencia, merece ser referido en forma mas descriptiva y puntual. Porque en la casa de enfrente vivían dos personajes inolvidables, dos seres dementes y trastornados que, como habría dicho Amado Nervo, “quien los vió, no los pudo ya jamás olvidar.”

Podría decirse, entonces, que mi infancia transcurrió entre la orfandad y la demencia; entre esos, los ocasionales e insoportables olores de las colas de zapatero o carpintero y el gratificante y estimulante aroma de las hogazas recién horneadas que con la etiqueta de “pan con vendaje” se expendían en la vecindad. Pero… para hablar de seres con el cerebro trastornado; y del cautivante aroma del pan caliente y fresco ya tendremos otra oportunidad!

Chicago, 22 de Abril de 2010
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16 abril 2010

Todos los abuelos

No es del todo malo hurgar la tierra del jardín, justo debajo de los árboles que más queremos. Lo que quiero decir es que no viene mal, de vez en cuando, volver la vista atrás y reconocer las raíces de nuestro propio pasado. Dicen por ahí, que cuando regresamos a ver, corremos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal (y aún en estatuas de lágrimas). Mas, algunos recuerdos son como la sal de la vida. Tampoco viene mal irrigar con las lágrimas de la memoria nuestra propia identidad; es decir, las raíces de lo que somos, aun al precio de la nostalgia.

Viví desde los seis años con mi abuela Carlota, mi abuela materna. Era ella una cuencana que nunca había adquirido la singular forma de hablar de los azuayos, porque quizás, como dicen en nuestra tierra, “había salido a tiempo”. Temo que sus delicados y finos rasgos faciales, no iban de la mano, ni hacían juego, con su comprensible irritabilidad e impaciencia. Es que, se había hecho cargo a sus setenta años de tres mozalbetes traviesos, inconformes e inquietos. Había ella misma enviudado pocos años atrás; y el haber presenciado ese extraño cofre de madera, con los restos de su ya ausente esposo, constituiría para mí uno de mis más viejos recuerdos. Ella embozaba, con su austeridad, aquel corazón suyo tan compasivo e indulgente, adornado de muy tiernos y generosos sentimientos.

Mi abuelo materno respondía al nombre de Alberto. Su apellido era Moncayo y era riobambeño de nacimiento. Parece que había sido un hombre devoto: lo atestiguan viejos daguerrotipos y recortes de sus escritos, que han quedado en periódicos y cuadernos. Había dejado, en contra de su voluntad, su querida provincia natal, acompañando al éxodo de su primera hija (mi madre) hacia esa ciudad que para él era tan distinta a la tierra querida de sus vitales recuerdos. Llegó a Quito a morirse de nostalgia. Mis tíos habrían de decir, con el tiempo, que mi abuelo extrañaba demasiado esa tierra, donde era conocido por todos y donde se sentía alguien; y que cuando vino a Quito, se había muerto “sólo de los nervios”. Nunca lo conocí, ni pude jugar con él, que para eso son los abuelos. Sólo me queda su imagen encontrada en unas pocas fotografías, donde la serena altivez de su rostro, no parece ir de acuerdo con esos ojos melancólicos y con su mirada ausente, saturada de nostalgias y tardíos arrepentimientos.

Y Alberto se llamaba también mi abuelo paterno. Papá nos llevaba a visitarlo de tarde en tarde. Era un viejo bondadoso de mirada impasible, detrás de la que escondía la ternura de sus reales sentimientos. Podía adivinarse que había sido un hombre alto y elegante. Nunca abandonaba una especie de silla de ruedas, a la que habían retirado sus móviles aditamentos. Cubría sus rodillas con una ligera frazada para abrigar su cuerpo. Hablaba con dificultad y respiraba con apremio. Había una mezcla de conformidad y de angustia en su rostro y en sus gestos. Se había puesto a esperar la muerte. Murió sano, aunque cansado. Murió de viejo… Creo que no se irán jamás de mi memoria su porte distinguido, su actitud afectuosa con sus nietos, y ese tortuoso respirar que poco a poco iba perdiendo vitalidad, energía, ilusión y aliento.

Este otro abuelo Alberto había enviudado de la abuela Rosa, la madre de mi padre; y había optado por desposarse con su cuñada Anatolia, para ese entonces un raro y no muy usual acuerdo. Los hijos que habrían de venir, serían a la vez sus sobrinos. La tía habría de convertirse en la madrastra; y mi papá pasaría a tener unos hermanos, que serían a la vez sus primos directos. Era la “Tolita”, que así es como la llamaban, un personaje diferente, obsesionado por los cascabeles ensortijados que adornaban las mejillas de su rostro y por las incidencias en la vida de sus parientes lejanos y de sus cercanos vecinos. Papá le regalaba con su afecto como si fuera su madre; y ella le consentía como si él hubiera sido su hijo primogénito. La recuerdo siempre sentada junto a la ventana, como controlando el paso de los “malos aires” para proteger al abuelo; y quién sabe, como esperando con curiosidad el paso de los vecinos; o simplemente, y con resignación, el paso implacable del tiempo.

Vivian estos abuelos en una calle empinada y empedrada que comenzaba en el viejo coliseo. Cuando llegábamos a su casa, parecíamos tan agotados que nos ofrecían de inmediato un refrescante refrigerio. Llegábamos pidiendo clemencia y por clemencia terminaban también estos quincenales encuentros. No había juguetes en esa casa, donde un olor a tierra mojada se había impregnado por todas partes, no sólo en los rosales del huerto. En esa casa no había otros niños y estábamos obligados a guardar un profundo y respetuoso silencio. Solo había dos abuelos sentados en un dormitorio saturado de retratos, tolerando el disimulado bullicio creado por la ocasional visita de sus innumerables nietos.

Concluyo esta nota recordando a dos amigos que tuvo mi abuela Carlota. Sus visitas eran siempre esporádicas; pero, en ambos casos, venían sin anunciarse. Podría decirse que nosotros las esperábamos con simpatía en el primer caso; pero no siempre eran bienvenidas en el segundo, al que aquí me refiero. Eran personajes contradictorios, y tan diferentes entre sí, que se hubiera dicho que la humanidad misma se clasificaba en un amplio espectro que se repartía entre esos dos extremos. El uno se llamaba Aurelio; la otra se llamaba María y estaba dispuesta a reclamar un dudoso e impertinente abolengo. Mama María Freile es como la conocíamos. Quizás ese era también su nombre de pila completo…

El primero llegaba desde Cuenca a ofrecer sus joyas y alhajas que las llevaba a mostrar en un maletín pequeño. Venia justo luego de la cena y tengo la secreta sospecha que le unía a mi abuela una suerte de romántico sentimiento. Cuando llegaba a visitarla, se suspendía el rezo cotidiano del rosario y todos quedaban absortos al escuchar el progreso en la salud de cierta sobrina que escuchaba un ruido demencial en su propia cabeza, soportando así un insufrible tormento. La otra era una anciana extrovertida y nada discreta. Vestía invariablemente unos trajes abotonados (estilo “Sastre” los llamaban) que le daban un aire policial de directora de escuela. Tenía una voz atiplada, amplificada con un tono alto, pesado y estentóreo; con él podría decirse que ella se había declarado enemiga mortal de la confidencia. Hablaba de todo con autoridad de especialista; pero procuraba no hablar de política, porque era ferviente velasquista y esto no siempre parecía entusiasmar a mi conservadora y religiosa abuela…

Siempre tuve la impresión que ella escondía, detrás de su elocuencia, la carencia de esa cuna y ese abolengo, que parecía otorgar tanta altanería a sus novedosas afirmaciones y a ese garbo anacrónico con que desplazaba al caminar sus muslos y protuberantes caderas. Ella fué para nosotros como una ventana abierta al mundo. Con ella descubrimos que en la vida pueden haber disímiles criterios y también otras, muy diferentes, ideas. Saberla escuchar con paciencia y con respeto, fue la gran lección de tolerancia que siempre nos inculcó con sabia magnanimidad la abuela. Con sus visitas fuimos comprendiendo que el ardiente y fogoso discurso de algunos líderes inflama las esperanzas de los que sueñan.

Sydney, 16 de Abril de 2010

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Bitácora presidencial

Ya lo he comentado anteriormente. La abuela tenía un gran interés político y podía pasarse todas las tardes escuchando las deliberaciones del Congreso. Sentía ella una curiosa fascinación con las incidencias electorales y las controversias públicas. Cada mañana se prendía de la radio para escuchar los comentarios contenidos en un diálogo titulado “Las andanzas del maestro Juanito”. Le cautivaban las reacciones impetuosas que tenía el Profeta; pero nunca se confesó velasquista; y estoy convencido que jamás votó a favor del fogoso caudillo. Por eso es que justamente, me sorprendió una tarde que me pidió que le acompañara a la Plazoleta de La Alameda, para escuchar al Gran Ausente que regresaba esa tarde de uno de sus prolongados exilios.

Velasco Ibarra había pedido un balcón y había ofrecido que sería nuevamente presidente. Ese Sábado tarde, una fervorosa multitud se había congregado para escuchar ese mensaje, lleno de pasión, brío y sentimiento. Le acompañaban en esa tarima improvisada, junto al monumento a Bolívar, unos pocos dirigentes conocidos y sus lugartenientes predilectos. Sobresalía, por su figura más que por su tamaño, un personaje de barba pronunciada y gruesos anteojos negros. Se llamaba Manuel Araujo Hidalgo y había sembrado una fama de intelectual y de hombre de izquierda. Su vibrante y adornada oratoria, creó el preámbulo para el posterior momento. Cuando Velasco se acercó a los micrófonos, una atmosfera electrizante, uno como rumor telúrico y visceral definió el mágico momento.

Yo era sólo un muchacho de sexto grado cuando fui a vivir ese dramático y especial recibimiento. A pesar del tamaño que yo tenía, debido a mis pocos años, pude acomodarme entre la muchedumbre para aprovechar el mensaje y la forma carismática y brutal con que el tantas veces presidente, interrumpía sus frases, elevaba el volumen de su discurso y utilizaba recursos de gran efecto. Parecía pronunciar con la nariz las consonantes débiles y alargar las vocales donde se producían los acentos. De pronto irrumpió, amenazador e implacable, contra la prensa y la plutocracia; mezclando sus diatribas contra sus enemigos con un extraño misticismo patriótico y laico, saturado de un mensaje existencial basado en las doctrinas humanistas y el pensamiento de Montaigne, José Ingenieros o su pensador preferido, un vasco llamado Ramiro de Maeztu.

A pesar de mi cercanía física con el anterior y futuro presidente, no me hubiera imaginado aquella tarde que en un día no muy lejano, tendría yo mismo la rara oportunidad de saludarlo personalmente y de compartir con él un breve episodio en un espacio reducido. Tampoco hubiera imaginado, que con el paso del tiempo, habría de saludar con casi una decena de futuros presidentes; y que, en algunos casos, ellos serían mis pasajeros especiales; y aún que llegaría a disfrutar de su amistad, en diversas situaciones y circunstancias diferentes.

Lo refiero sin aspaviento. No lo cuento por alardear, tan sólo por compartir esta página registrada en mi cuaderno de bitácora. Pues, ese niño que presenció un día aquel discurso de Velasco Ibarra; habría en el futuro de saludar personalmente con un total de nueve presidentes. Cuatro de ellos, han sido mis pasajeros, como consecuencia de mi oficio de aviador, aunque no necesariamente mientras ejercían el mando. Por lo menos a dos los puedo considerar mis amigos. Uno de ellos actuó como mi copiloto en un corto vuelo, mientras estaba en funciones, y cuando el protocolo exigía que se lo llame como Excelentísimo Señor Presidente.

No me corresponde hablar de su carácter, no quisiera tener esa pretensión. Ya los historiadores se han de encargar de aquello. Febres Cordero y Oswaldo Hurtado fueron mis pasajeros, luego de haber concluido sus mandatos. León era jovial; propenso a la charla amena y proclive a la relación de la anécdota; usaba su simpatía para conseguir paso a una cabina donde nadie podría enterarse que le daban permiso para fumar sus cigarrillos predilectos. Hurtado se distinguía por su seriedad, no era muy fácil interesarlo en un diálogo que lo distrajese de sus propios estudios y pensamientos. En otra ocasión, pude también compartir con él una mañana campestre en San Rafael, alguna vez que lo invitó mi suegro.

Con Jamil Mahuad nos hicimos amigos en uno de mis vuelos a Nueva York, en uno de sus viajes a Harvard. Más tarde, cuando fue Alcalde me pidió que le ayudara como asesor de turismo en su administración del Municipio quiteño. Pertenecemos a la misma generación y siempre se ha hecho fácil la comunicación entre nosotros, por la relación que tiene con la familia de mi esposa, dados sus lojanos ancestros. Puedo decir que todavía gozo de su deferente amistad y simpatía; pues disfruto de su calurosa cordialidad cada vez que lo encuentro.

Sixto Durán Ballén mantenía también una cordial relación con la familia de mi esposa. Creo que por ello me identificaba y en algunas ocasiones estreché su mano. Tiene siempre conmigo un gesto bondadoso y estoy seguro también que me relaciona como amigo de sus hijos, a quienes ocasionalmente encuentro. Pero fue su vicepresidente, Alberto Dahik, quien en un par de ocasiones voló conmigo a Nueva York, y tuvo que improvisar una cama en mi misma cabina de pilotaje, pues el avión no disponía de una litera de descanso para esos requerimientos. Yo lo observaba de soslayo mientras en el vuelo nocturno de regreso, dormitaba recostado, cuan largo era, sobre una simple frazada tendida sobre el suelo.

El más fugaz de los saludos lo tuve con Fabián Alarcón. Fue en la antesala de un canal de televisión. Entonces era todavía legislador y yo era por ese entonces el joven presidente de la Federación de Tripulantes Aéreos. Carlos Vera me había invitado porque los pilotos civiles manteníamos una interminable disputa con la Fuerza Aérea, por la aplicación del Código de Trabajo en las relaciones laborales de Ecuatoriana de Aviación. Esa mañana, Carlos trató de provocar mi natural antagonismo; sólo para encontrar que yo había pasado a propiciar una actitud de concertación para superar ese singular momento. Fue ahí que, con ánimo conciliador usé una frase que calzaba como anillo al dedo: “Las inteligencias son como los paracaídas”, sentencié, “que sólo funcionan cuando están abiertos”.

A Rodrigo Borja lo conocí en Paris, años después de que había dejado de ser presidente. Descubrí que le apasionaba la aviación y era muy grato conversar con quien parecía tan diferente al Borja político; a quien yo más de una vez culpé del maniqueísmo e intolerancia que observaba en el ambiente político nacional. Pero descubrí también que había en él un hombre con quien era fácil conversar de lo divino y de lo humano. Nació entre nosotros una automática simpatía mutua. Luego me buscó en una posterior ocasión para compartir una amena tertulia y una cena cordial entre amigos. No tuve, sin embargo, oportunidad para ofrecerle la posibilidad de tomar los controles de mis aparatos en vuelo.

A Galo Plaza Lasso y a Clemente Yerovi Indaburo los conocí por un motivo muy circunstancial y completamente diferente. Eran días de dictadura y los políticos mas conspicuos se reunieron un día en casa de mi suegro para propiciar el retorno a la constitucionalidad. Redactaron un documento que debía ser entregado a un grupo de notables; entre ellos a los antes nombrados y al escritor lojano Benjamin Carrión. A mí, que no me distingue ninguna posición meritoria, ni tenía tampoco políticas preferencias, de forma inesperada y circunstancial, me encargaron entregar el documento a los personajes en referencia. Clemente Yerovi me recibió en su habitación del Hotel Quito; Galo Plaza, con su sencilla jovialidad, lo hizo en su hermosa residencia de la Avenida 6 de Diciembre. Años después sus hijas y nietos me habrían de distinguir con su amistad y deferencia.

Pero hubo una ocasión en que el país estuvo en mis manos. Tenía sólo veinte años y volaba como piloto de Anglo, basado en Pastaza o Shell Mera. Me habían llamado la tarde anterior a prevenirme que al día siguiente tendría la inesperada oportunidad de transportar al doctor Velasco Ibarra. Recibí al presidente en la plataforma militar para llevarlo a Villano, donde tendría que solemnizar la firma de un importante contrato con esa empresa. Vestía él un traje oscuro y pesado, pero no parecía afectarle ni el calor ni la humedad del clima de la selva. Me preguntó si tenía doble comando, en lo que para mi era ya todo un avión y para él sólo una pequeña avioneta. Al contestarle que sí y que no volaba con un segundo piloto; me propuso entonces que me acompañaría en la cabina de mando, ejerciendo la más simple de las aeronáuticas tareas. Pude apreciar que tenía una idea muy clara de la función de los controles de vuelo. Mantuvo el rumbo al destino y su control de la altura era proficiente y correcto. Comenzó el descenso con prolijidad; aunque no le permití realizar la fase final y el ya inminente aterrizaje, porque unos estratos bajos habían cubierto las colinas y las copas de los árboles, poco después de una breve, reciente y tropical tormenta.

“Ustedes los aviadores, señor capitán, son seres especiales que se inspiran en el cielo y comulgan con el infinito”, me dijo esa mañana al despedirse, ese hombre austero y enjuto a quien sus seguidores y detractores lo llamaban “El Profeta”!

Sydney, 17 de Abril de 2010
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14 abril 2010

Los diez mandamientos

Ahora sí, hablemos en serio. Hablemos de los diez mandamientos. Me pregunto si son realmente diez, los mandamientos del Decálogo. Y yo creo realmente que no. Es más, si me hubieran preguntado lo mismo en la escuela, hubiera respondido que son sólo tres, que “los diez mandamientos de la ley de Dios son tres”, a saber:

Amar a Dios sobre todas las cosas;
Santificar las fiestas del Señor; y,
Honrar padre y madre.

“Por qué, niño Vizcaíno?” Me hubiera consultado, entre sorprendido e incrédulo, el Hermanito Tancredo; y yo le hubiera respondido que los demás, es decir los otros siete, no son realmente mandamientos; que son más bien impedimentos, que son prohibiciones, pero nunca mandamientos!

Hoy hago esta reflexión, porque estoy persuadido que para mucha gente, lo más importante parecería ser el tratar de evitar el mal; y, por ello, no nos hemos concentrado lo suficiente en hacer el bien y en procurar lo bueno. Cuánto más efectiva sería una religión positiva, que nos orientaría hacia el camino de cómo hacer el bien, y nos inspiraría en la dirección de las acciones virtuosas. Que, en suma, no nos estuviera amputando con sus preceptos negativos: no jurarás, no matarás, no robarás, no mentirás, no fornicarás, no codiciarás lo uno, ni tampoco codiciarás lo otro…

Vivimos en una sociedad donde sólo una de cada diez oportunidades, tenemos la opción de decir no a lo negativo; pero tenemos, en cambio, nueve de cada diez, la simple opción de tratar de conseguir algo en beneficio de nuestros semejantes, se llamen parientes, vecinos o conciudadanos; o simplemente miembros de nuestra colectividad. Quizás así entenderíamos mejor lo provechoso que es hacer el bien, lo importante que es ser un buen hermano y buen vecino, lo importante de la generosidad para con el que menos tiene, lo gratificante de ir enriqueciendo un sentido de grupo, de entidad, de patria, de comunidad. Los hogares serían más felices y las naciones más habitables. Habría más bienestar, paz y justicia; y el mundo sería menos desordenado e imperfecto.

Cuando Moisés subió al monte Sinaí, por cuarenta días con sus cuarenta noches, Yahvé le habría entregado un “decálogo”, que en griego quiere decir “diez palabras”, este estaba escrito en sólo dos tablas de piedra. Pero, al bajar de la montaña, encontró que el pueblo estaba adorando a un Becerro de Oro. Enfurecido el profeta con la impiedad y deslealtad del pueblo, destrozó las tablas que contenían los divinos preceptos. Las tablas fueron reeditadas nuevamente; pero yo tengo la sospecha que ya no respetaron la escritura original; y, probablemente, se acudió a diez nuevas frases completas para explicar al pueblo el sentido de las primeras palabras originales. Desde entonces los mandamientos adquirieron ese carácter negativo; un carácter de condena que creó un espíritu culpable Un carácter de veda y de prohibición, que no propició la satisfacción vital, sino un confuso y abyecto remordimiento.

Cuánto más simple hubiera resultado que se conserve el contenido primordial de aquellas diez primeras palabras fundamentales; y que los mandamientos básicos hubieran simplemente exhortado más o menos así:

“Adorarás a Dios, Santificarás sus fiestas, Orarás, Venerarás, Curarás, Amarás, Dirás la verdad, Regalarás, Respetarás, Serás honesto”.

Tan sólo diez palabras, convertidas en nuestra lengua en menos de veinte, por las limitaciones expresivas de nuestros verbos. Pero… es siempre probable que Moisés, pronto haya caído en cuenta que los humanos tenemos más miedo al castigo, que a encontrar un estímulo en la recompensa. Y, en la segunda edición de las lajas del Convenio, prefirió escribir toda esa nueva literatura llena de prohibiciones y de advertencias, que constituyeron los primeros mandamientos.

Estoy convencido que Moisés era un hombre sabio y bueno. Además lo habían escogido como conductor porque era un ciudadano justo y recto. Imagino que había comprendido que la misión principal del líder, del líder auténtico y verdadero, era la de convocar y persuadir; la de orientar e inspirar a su pueblo; la de motivar a su gente, más que con las palabras, con la fuerza bondadosa del ejemplo. Pero, debe haber comprendido también las limitaciones humanas que todos los mortales tenemos. Quizás a esto se deba el carácter prohibitivo de los preceptos contenidos en la segunda tabla que se obligó a publicar, como parte del compromiso contenido en el Convenio. Moisés debe haber advertido lo cómodos y complacientes que podemos ser los humanos cuando no se define con claridad lo que nos está vedado. Entonces es cuando atropellamos el bienestar de los otros; cuando ponemos por delante nuestro egoísmo, ambición y vanidad; cuando tomamos, sin que nos asista derecho, lo que sabemos que es ajeno, que no es nuestro.

Así y todo; qué diferente sería el mundo y la vida de los hombres, si en lugar de estos rotundos “no” de los mosaicos mandamientos, el mundo podría conducirse por positivos preceptos. Los mandamientos no serían tan complejos; y verbos como “trabaja, ayuda, ama, complace, colabora y construye” quizás ayudarían a conseguir el beneficio bondadoso de la más simple de las éticas morales que los humanos podamos ejercitar. Los mandamientos nos ayudarían a mejorar, con su música de exhortación y estímulo. Qué fuerza tendrían! Qué formidable sería su sustento!

Procura hacer el bien! Trabaja, comparte y ahorra! Haz un esfuerzo y empéñate por ser mejor! Ayuda a los demás! Colabora con el bienestar ajeno! Sé compasivo y misericordioso! Actúa a mi imagen y semejanza! Sé justo, equitativo y bueno! Algo así deberían rezar los otros siete mandamientos… Los hombres sentiríamos que ellos propiciarían en nosotros un permanente estado de reflexión; además de la renovación continua de un propósito, al que podríamos dedicar nuestros mejores y más loables esfuerzos.

Trata, procura, intenta! Tu puedes mejorar el mundo. Tu puedes colaborar. Tu también puedes hacerlo! Quizás ese sería el más humano de los mandamientos…

Sydney, 14 de Abril de 2010
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13 abril 2010

Sujeto y predicado

Podría decirse que se ha convertido ya en su frase favorita; o, dicho con mayor exactitud, en su palabra predilecta. Porque si alguien le pregunta a Felipe que cómo se siente o que cómo anda; el va a responder casi invariablemente que “cansaaaaado”. Así, arrastrando la palabra; como reteniéndola en forma tortuosa y agobiante; como impulsándola poco a poco y lentamente; como sosteniéndola con los dientes entre la garganta y los labios. La pronuncia así, como si alargara la segunda vocal; como si pidiera una tregua con un raro silbido. Entonces, si se le inquiere, él contesta, desde la profunda caverna de su agotamiento: “cansado, cansaaaaado”! Es por eso que ahora en casa, hay que hablar muchas veces entre murmullos y obligarse a un voto temporal de silencio, porque ahora “el Cansado” se encuentra “cansado”. Podría entonces concluirse que él ha convertido en sujeto lo que antes era sólo predicado. El Cansado, está “cansaaaaado”!!!

Y a mí, me preocupa mucho esto de sus continuos e inexplicables cansancios. Es que, él es un chico que no sale nunca, que no anda jamás con amigos, que nunca llega tarde, que hay que insistirle para que acolite alguna vez a tomarse un trago! Hay ocasiones, en las madrugadas, que escucho un ruido en la puerta de la casa; y es Felipe que está saliendo, cuando otros muchachos recién estarían entrando. “Soy yo, Pa”, me dice, y me explica que está yendo a retirar “la primera edición de la panadería”. Y yo me digo para mis íntimos y sorprendidos adentros: “Caramba, qué hijo que tengo! Vaya, qué maravilla es este muchacho!”

Su cansancio es sólo superado por su infinita modestia. Sucede que, a veces se escuchan unos lamentos en el cuarto de baño. No son otra cosa que sus quejidos desesperados. Intuyo que se ha visto en forma casual, otra vez en el espejo; y, cuando me acerco a comprobarlo, observo que se cubre el rostro para disimular su dolor lacerante y sólo alcanza a emitir un: “Me duele, me duele, me duele la cara de ser tan guapo”. Pobre Felipe! Mientras otros viven entre la ira y la esperanza, o entre el desdén y el desprecio; él vive entre su mágico y argentino espejito del cuento de Blancanieves y estos, sus incomprensibles cansancios! Pero, todo ello tiene una larga historia. Una historia con la que un día, él pasara a la historia. Y ya, no como Felipe el Hermoso, o Felipe el del Arco; y ni siquiera como Felipe el Inefable; sino llana y simplemente como “Felipe el Cansado”.

Por esto es que me animo a hacer esta breve apología; que va mucho mas allá de la distinción gramatical entre sujeto y predicado. En la escuela nos enseñaban las partes de las que se compone la oración, para que esta pudiera tener sentido completo; a más de coherente significado. “Chicos, qué es el predicado?”, nos preguntaban, y el coro de la clase respondía: “predicado es todo lo que se dice del sujeto”. “Y entonces, qué es sujeto?”, nos averiguaban, y el clamor del coro repetía: “Es la persona, animal o cosa de quien se afirma, se niega o se dice algo”. Me propongo pues, en esta ocasión, “decir algo” del “sujeto”; aunque corra el riesgo de que “mi defensa” se convierta en un largo e inconveniente “predicado”. Estoy conciente que mi exaltación puede desbordar los limites de los conceptos; hasta llegar al fácil terreno de la imprudencia; pero invoco la misma precaución de García Lorca, en La Casada Infiel, y aspiro a que “la luz del entendimiento me haga ser muy comedido”… Vaya, que difícil recado!

Porque “el sujeto” a quien hoy nos referimos, y de quien ahora “predicamos”, fue primero un famoso y pundonoroso guardameta que no se dejaba hacer goles ni por los delanteros más reputados. “Oro, oro, oro, mi arquero es un tesoro”, repetía la muchedumbre enardecida; y así fue, cuando justo se ganó el bien merecido remoquete de “Felipe, el del Arco”. Luego vino un “interregno” de ínfulas empresariales y actividades obrero-patronales que inclusive involucraron a nuestra empleada de servicio; a quien él había contratado para su sociedad mercantil de elaboración de “empanadas para entrega directa y a domicilio en todo el barrio”. Esta había sido una etapa fugaz, aunque le había dejado réditos económicos muy altos. Pronto, nuevas inquietudes, le hicieron descubrir sus escondidos encantos. Así fue como, la era de Felipe de las Empanadas o de Felipe el Generoso, dió paso enseguida a la etapa de sus primeras salidas, de sus primeras enamoradas y de sus primeros episodios románticos. Fueron aquellas, épocas realmente hermosas e inolvidables. Épocas en las que el buen Felipe, o “Felipe el Inefable”, habría de irse, en forma sucesiva, enamorando. O, como decimos en casa: “embelenando”, “enmatilando” y “encamilando”.

Surgió por ese entonces su primera dirección cibernética; aquella de (felipebsc-arroba-hotmail.com). Que, aunque los entendidos están convencidos que quería decir “Barcelona siempre campeón”; era realmente la premonición, que él habría tenido, de los que serían sus futuros enamoramientos emblemáticos. Sí, porque yo también estuve persuadido que lo del sugestivo “BSC”, era más bien el secreto acrónimo de las iniciales de las jovencitas, que a su turno, habrían de seducir en el futuro su agobiado y “cansaaaaado” corazón; es decir: Belén, Sorentilda y Camila (pero verán, no irán a contar a nadie!). Agraciadas damitas todas ellas, que, en su momento, fueron descubriendo sus innegables y seductores encantos. Lo de “Barcelona siempre campeón” quedó pues, ya sólo para disimular; ya que aquella era una meta deportiva altamente improbable, dado que la condición politiquera de los dirigentes de su adorado equipo torero, había convertido el “slogan” del cuadro porteño en un logro inalcanzable. De todas formas, las siglas han pasado ahora a representar una cosa muy distinta. Porque BSC, sólo quiere decir que Felipe “bastante se cansa”; manera como él mismo ha conseguido corregir su propia ortografía escolar en la frase “bive sólo cansado” (sic).

Sobrevuelo el Golfo de Carpentaria, en el nororiente de Australia, mientras termino este breve relato. Una íntima urgencia me invita a ir al baño. Son las cuatro de la mañana y estoy ya por concluir este viaje tan largo, pesado e inaguantable. Entro al baño y descubro un individuo que me atisba con curiosidad desde el otro lado del espejo. De pronto, siento también un extraño e indescriptible dolor en el rostro. Advierto que está a punto de estallar el azogue en el que ahora me reflejo; entonces, me doy cuenta que también me duele la cara. Compruebo con horror, que me duele la cara porque… estoy cansaaaaado! Muy cansaaaaado!

Sydney, 12 de Abril de 2010
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09 abril 2010

Gato Torero

(Recomendación de empleo)

Regreso ocasionalmente a mi tierra una vez por año. Me siento, un poco, como en casa cuando llego por fin a la sala de espera del aeropuerto de Miami, donde cada vez, tengo que tomar el vuelo final para llegar a mi esperado destino. Ahí mismo, encuentro siempre una variedad de personas conocidas que me saludan o me identifican. La característica de mi trabajo, que es una actividad diferente, crea probablemente esta suerte de artificio. Es como si muchas personas supieran quien soy. Porque, y lo digo sin inmodestia o vanidad, parece que para mucha gente resulto conocido.

Es probable que la natural circunstancia itinerante de mi profesión, produzca esta situación gratificante. Es, quizás, natural e inevitable: alguna vez pusieron sus vidas o la de sus seres queridos en mis manos… Es como si alguna vez yo hubiera sido su cardiólogo y su abogado; su guía turístico y su escribano; su consultor y su carrocero. De mí, alguna vez, dependió su seguridad y su vida. Ser aviador es todo eso. Es, ser el conductor del avión y el que satisface su comodidad y su seguridad al mismo tiempo…

Y sucede también que, una que otra vez, percibo una venia o una sonrisa; y no sé si es sólo la cordialidad natural que parecen tener los que viajan, o si es que mi frágil y traicionera memoria está intentando otra vez, uno de su caprichosos y tortuosos juegos. Es el terminal aéreo el lugar para la conversación improvisada, la charla espontánea, el comentario fugaz, la presentación no planificada, la risa que disimula la ansiedad, el nerviosismo que se esconde detrás del bostezo.

Es entonces que, esta última vez, noto una como contínua insinuación a la confidencia de alguien que también espera en ese congestionado terminal aéreo. “Creo que ya no se acuerda de mi, capitán” me dice un individuo con un aire que denuncia el pesado fardo de alguna tristeza, que no puede esconder la inconfundible impronta del sufrimiento. “Soy el Gato, mi capitán, acuérdese, el que manejaba las mulas de estiba de carga y los montacargas en el aeropuerto”. Recuerdo entonces a alguien que he dejado de ver desde hace quince o veinte años y que era un personaje querido y apreciado en el aeropuerto quiteño. Pero… reconozco que el “Gato”, que ahora recuerdo, era más bien un joven alto (más joven que yo), de ojos claros, bien parecido, pronto a la confidencia; pero, sobre todo, servicial, diligente y honesto. Y me digo “Dios, cómo hemos envejecido, cómo ha pasado el tiempo!”. En eso, caigo en cuenta que hay algo que no es normal en la forma en que a él le afectó, más que a mí, el paso del tiempo.

Es cuando que, como quien se desahoga y se confiesa, me cuenta su tragedia y la razón de sus ojeras y sus canas; de sus arrugas y sus tormentos. “El año pasado enterré a mi hijito, mi capitán”. “Tenia poco mas de veinte añitos, era oficial de policía. Era nuestra luz y nuestra alegría; nuestra ilusión y nuestro sustento!”.

Me parte el alma ver sus ojos derretirse en lagrimas; de ser testigo de su corazón destrozado; de reconocer su drama, su angustia desesperada, su insoportable sufrimiento. Me cuenta así, de la pasión de su hijo por el deporte, de su trote solitario esa mañana en el calor del estío porteño, de su infarto impensable, de la participación de la tristísima noticia, de su viaje apresurado para recoger al fruto perdido de sus días; convertido ahora sólo en despojos, sólo en funerarios restos!

No tengo palabras para reanimarle, para reconfortarle con mi voz de estímulo, para ofrecerle el respaldo de mi aliento. Yo, que guardo en mis bolsillos las palabras, no las encuentro en ninguna parte; soy inútil y torpe ante el dolor absurdo y atroz de su espantoso e inenarrable sufrimiento. Recuerdo mi lejano dolor como huérfano de padre y madre, la pérdida de mi hermano Adrián; pero no puedo imaginar siquiera la tragedia personal contenida en la pérdida de un hijo. Así es como finalmente entiendo su conmoción y su nostalgia; su agobiante amargura, su prematuro y voraz envejecimiento! “Hay palabras para significar las ausencias familiares, como viudo o como huérfano”, me dice, “para no hay una palabra en castellano para expresar la pérdida de un hijo”. No hay palabras para representar ese dolor, me digo yo para mis afligidos adentros!

Y así, como quien se seca con el reverso de la mano sus lagrimas, me cuenta un episodio hilarante y casi cruento. Es el motivo de su apodo, del porqué su familia y sus amigos no le dicen ahora Gato, sino “Gato Torero”. Sucede que al celebrar un acontecimiento festivo familiar, alguien propuso alegrarlo con la tienta de unos “toros de pueblo”. Fue ahí que lo que tenía que ocurrir, ocurrió: a alguien se le pasaron los tragos y se lanzó a los brazos de una dudosa y fugaz fama; y a los cuernos de un avieso y nervioso becerro. Al observar que el animal revoloteaba al imprudente intruso, que era uno de sus propios cuñados, el Gato, en un gesto de generosa y solidaria valentía, también se lanzó al rescate en temerario gesto. Comprendió entonces el alcance de términos como trapío, cornada y embestida; y descubrió en su propio cuerpo la incursión de la cornamenta del astado y el húmedo calor de su propia sangre, en esa tarde de recuerdos toreros. Ahora su apodo tenía nombre y apellido; ya no seria en el futuro el “Gato” a secas, había pasado a ostentar un taurino bautizo, al concluir el episodio que ahora cuento.

Hoy, el Gato Torero está sin trabajo y no sabe de otro oficio; que no es el de la lidia de novillos, sino el de la conducción de equipos de movilización y trasteo. Yo se que él es un hombre bueno; es servicial, es empeñoso y sabe hacer muy bien sus tareas; las cumple siempre con dedicación y esfuerzo. Hay, entre mi familia y entre mis amigos, quienes utilizan estas máquinas formidables que hacen en segundos lo que tardaríamos los humanos un año en hacerlo. Ayúdenme a conseguirle trabajo; yo, se los recomiendo. Creo que si le ayudamos a recuperar su actividad y su oficio, le habremos rescatado de su comprensible congoja, de su horrible depresión y de su doloroso momento. Creo que es un hombre confiable; creo que él es un hombre honesto. Ayúdenme, queridos amigos, a rescatar a este Gato de las arenas polvorientas de su ruedo de tristes nostalgias, de la cornada atroz del porfiado animal de sus desgarradores recuerdos.

Amsterdam, Abril 9 de 2010
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02 abril 2010

Iter Nautae

Hubo en mi tiempo, dos tipos de planteles educacionales: los confesionales o religiosos; y los laicos o estatales. Los primeros eran institutos privados y casi siempre regentados por congregaciones religiosas, preferentemente católicas; los últimos eran públicos, financiados por el estado. Una sutil discriminación económica se tornaba en inevitable, ya que los estatales eran gratuitos, pero los confesionales eran pagados. A pesar de todo, muchos hombres y mujeres que se destacaban, o se habían distinguido, en sus respectivas profesiones o en la actividad pública, se habían formado también en los establecimientos financiados por el estado. Destacaban entre estos, los llamados “Normales” que no eran sino colegios que instruían en los diversos métodos para dedicarse a la enseñanza. Uno aprendía allí la metodología para convertirse en maestro.

Por mi parte, la fortuna y el destino quisieron que estudiara, los doce años de colegio, en uno de los planteles confesionales. La razón, más que económica, creo yo que fue geográfica: después de la muerte de mi madre, cuando sólo tuve seis años, pasé a vivir en la casa de mi abuela materna, ubicada en la calle Caldas, “frente con frente” al Colegio La Salle. Esto resultó, como puede imaginarse, en algo que me proporcionó la indiscutible comodidad y ventaja de la distancia (o de la ausencia de ella); pero además, una serie de ocultas prerrogativas e invisibles privilegios: no me hacía falta ir a la tienda de la escuela en el recreo (simplemente corría a la casa a tomar mi refrigerio); saltaba al frente a recuperar los útiles olvidados y hasta “los deberes no hechos” o no concluídos; y gozaba de la confianza de los Hermanos, para una serie diversa de tareas, como las de ser sacristán, monitor o campanero.

De los Hermanos aprendí, sus conceptos humanistas; pero, sobre todo, valores como el orden y el sentido de comunidad. Hoy, rememorando a la distancia, aún recuerdo nombres asociados con personajes inolvidables: el Hermano Hilario, un octogenario español, encargado de la Procura; el Hermano Inspector de Primaria (que no recuerdo ya si se llamaba Isidro, pero a quien le decíamos Pupo), que tendía a reprendernos con su infaltable puntero; los Hermanos Federico y Hernán, quienes dejaron en mí las primeras reglas de escritura; el Hermano César Ignacio, de quien aprendí que los números se comportan en forma traviesa y que cuando se combinan, participan en una danza que se convierte en apasionante; el Hermano Carlos, un individuo de apostura altiva, aristocrática y afluyente, que vivía para solo dos objetivos: los equipos electrónicos de música y que quede siempre campeón su adorado equipo de básquet.

Hubo también profesores seglares. Recuerdo con especial gratitud y simpatía a un cubano apasionado por el cine y la filosofía, que nos sorprendió más de una vez realizando traducciones simultaneas de libros escritos en lenguas extrañas. Pero fue de un lojano, con aire metódico y refinado, que aprendí lo interesante que resulta contar una historia, las bondades que tiene eso de saber expresarse. De él aprendí, los secretos de la redacción; pero no con deberes asignados o con sus cartas a personas imaginarias, sino con su costumbre de contarnos una parte cautivante de una remota historia, que la suspendía justo en el momento mismo de la última campanada, en la postrera hora de cada tarde.

Le decíamos “El Exacto”, pero se apellidaba Beltrán. Era más bien un hombre solitario; era en cierto modo, uno más de los Hermanos de La Salle. No era sino un Hermano sin sotana; un Hermano de terno y corbata; eso y no otra cosa era este lojano inolvidable. Un dia descubrí que las tragedias y aventuras que nos contaba eran parte de la historia de su propia vida y no estaban sacadas de los libros de Julio Verne o de la imaginación de Emilio Salgari. Si de los Hermanos me quedó aquello de la confesión, como método de expiación; de él aprendí que para vivir hay que contar, que hay que saber comunicarse. El dejo en mí, este inquieto y extraño afán de confesión, que de rato en rato me invita a escribir una nota, a garabatear mis anhelos y mis ideas; a escribir mis temores; a deletrear mis pasiones, a expresar mis afanes.

Un buen dia se enteró que mi abuela tenia una pieza disponible en la casa. Fue entonces que se mudó por unas pocas semanas, a vivir él también frente a ese colegio, de cuyo inventario había pasado ya a formar parte. Descubrí entonces, a mis once años, que tenía guardado un tesoro fabuloso: era una pequeña alcancía en donde tenía ahorrada una cantidad incontable de monedas de cinco centavos, los llamados medios, o “medios reales”. Obedeciendo a una conjura familiar nos sustrajimos sus medios, con mis hermanos y primos, a través de un vidrio roto que tenía su ventana; sólo para descubrir con desilusión, que se requerían veinte medios para cambiarlos por un “Sucre”; y que, satisfacer con un Sucre la compra de golosinas para toda una patrulla de traviesos, había sido un logro irrealizable.

Han pasado ya los años. Me he convertido en piloto; me he ido lejos de la patria; me he alejado de la familia y de los amigos; y ese afán de confesión, se ha ido convirtiendo cada vez en más intenso. Mi deseo de contar se ha hecho cada vez más apreciable. Debe ser que, detrás de esa imágen adulterada de la libertad y de la aventura que parecería identificar la vida de los pilotos; existen largos y tristes momentos de soledad y hasta de aislamiento. Esto tiene una gran contrapartida: la soledad ofrece y regala momentos de reflexión; y permite ver el mundo y las cosas de la vida con otros ojos, con ojos distintos. Resultado de estas largas horas de meditación son, muchas veces, estos escritos sin pretensión a los que he dado por llamar “Itinerario Náutico”, y que un dia traduje al latín como “Iter Nautae”.

Tengo que “confesar” (acúsome Padre porque he pecado, no me he confesado como quince días…) que a pesar de la versatilidad que ofrecen los ordenadores, he perdido ya en tres ocasiones, muchísimos escritos que había pergeñado en este esfuerzo. En cada idéntica ocasión, he perdido los datos o la memoria del computador y no he guardado la copia de soporte, cuando me había propuesto este sencilla previsión en cada intento. Hoy, el Internet, y sus formidables y nunca bien ponderados beneficios, me permiten guardar con más seguridad mis humildes memorias, persuadido como estoy, que no me distingue ningún mérito; sino que sólo me anima esta urgencia íntima de decir y de contar; esta necesidad de confesarme.

Shanghai, Abril 3 de 2010
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01 abril 2010

MVP, MVP, MVP!

Tenía yo diecisiete años cuando fuí, por primera vez, a hacerme exámenes médicos para obtener mi licencia de piloto. Entonces, estos estuvieron a cargo de ese gran amigo que llegó a ministro de estado, el Dr. Raúl Maldonado. Luego de largos y minuciosos monitoreos y pruebas, me proporcionaron el veredicto concluyente de que “sí podía volar”. Las primeras frases de ese preliminar diagnóstico, habrían de constituir la característica misma (o, quizas, la carencia) de mis atributos físicos: “Delgado, hombro derecho caído, espátulas aladas”, comenzaba por describir el escueto reporte médico. Diríase que era una manera sofisticada de enunciar: “Flaco, esmirriado, (bonitos ojos) pero feo”.

Lo del “hombro derecho caído” anunciaba mi futura escoliosis (siempre tuve esta tendencia por ladear la cabeza, cuando me tomaban los retratos escolares); en cuanto a eso de las “espátulas aladas”, insinuaba unos omoplatos prominentes, que quizás obedecían a mi magra delgadez. Eran, digo hoy, como unas cortas y atrofiadas alitas, que confirmaban el diagnóstico final, el de que había sido encontrado apto para mis futuras actividades aeronáuticas. Desde ese entonces, tuve que acudir cada seis meses al Centro Medico de Aviación, para refrendar el testimonio de mi aptitud física.

Habrían de pasar cinco o seis años; y, como de costumbre, me había preparado para asistir un dia Lunes a la renovación del clínico rito. Una suerte de “cuidados intensivos” especiales, nos recomendaban a los pilotos prepararnos debidamente para dichos exámenes; y había quienes inclusive llegaban a practicar el ayuno y hasta la abstinencia (había entonces la seguridad de que el ejercicio sexual alteraba el ritmo cardiaco). Unos tomaban vitamina A para mejorar su desempeño en las pruebas de la vista, otros controlaban los últimos días el colesterol y alteraban su dieta.

La víspera del bendito dia, había un partido internacional importante en el Estadio Olímpico. Acudí allá con mi amigo Mariano, quien no dejaba de insistirme en que me tomara una cerveza. Su lógica era vertical y concluyente: “Si no puedes pasar un examen por tomarte una cerveza, es que no estás bien y no merecería que pases el chequeo médico”. Cedí entonces, a la recomendación ajena; y, no recuerdo ahora, si me tomé una, dos o muchísimas cervezas! El asunto es que al dia siguiente, no quiso funcionar la lógica salesiana de mi amigo Mariano y cataplún! … El electrocardiograma exhibió una lectura novedosa, que ya no admitía ninguna clase de justificación ni queja: “Latido irregular en el corazón, probable persistencia de leve murmullo cardíaco”. Elé, mierda! Lo que me faltaba! “murmulle” para mis adentros (así, usando el giro de la interjección en quiteño) Y todo por un partido de fútbol y por ceder a la tentación de unas pocas e insinuantes cervezas!

Vino luego una multitud insospechada de exámenes médicos. Nuevas pruebas fueron necesarias; que electro-cardiogramas, que eco-cardiogramas, que sono-cardiogramas. Todo lo imaginable me fue exigido, a más de inéditas pruebas de esfuerzo. Una serie complicada e impensable de nuevos términos cardiológicos pasaron a enriquecer mi exiguo vocabulario. Que soplo y latido irregular, que miocardiopatía congénita y que leve prolapso en la válvula mitral. Todo esto para concluir que, el tan anunciado “prolapso” era una condición frecuente en un alto porcentaje de personas. Un número elevado de pacientes, quizás un siete por ciento, viven normalmente con esta condición, me explicó el cardiólogo; hacen una vida normal, ejercen todo tipo de actividad, practican deporte y, lo que es más, en muchos casos viven sin haberse enterado de su condición toda la vida!

Como puede adivinarse fui reincorporado inmediatamente a lo que en ámbitos militares llaman la “línea de vuelo”. Nadie se paraba a decir: “Ahí va ese piloto que tiene el soplo, o la miocardiopatía congénita, o el prolapso en el miocardio”. No, había descubierto que tener un soplo, era algo casi normal; no lo típico, pero nunca algo "anormal". Era como tener un “tic” o una alergia; como tener el pelo lacio (tú mismo) o como tener pecas. Así que, otra vez a tus fierros, Alberto! A volar joven, y a olvidarse de los soplos, las arritmias y las miocardiopatías congénitas!

Desde entonces, ocasionalmente se detecta una leve irregularidad en mis pruebas semestrales. Pero… una que otra vez, mi “miocardiopatía” (que es mía, sólo mía) parece inquietar a los médicos examinadores; y me vuelven a pedir nuevas pruebas para confirmar que no es lo que ellos temerían. Es que, parece que además tengo un corazón muy grande (disculparán!) y, como decía la canción de Emanuel: “Es que este terco corazón, no se olvida, no se olvida…”

Mi terco corazón, se olvida en cambio que vivo lejos. Y, de rato en rato, me da nuevos sustos, a más de alarmar temporalmente a los doctores. Es que ellos no se habían enterado previamente que tengo este asunto que en inglés se llama MVP (se pronuncia em-vi-pi) y que es el acrónimo médico utilizado para designar esta caprichosa condición. Eso hace que, de tarde en tarde, tenga que andar por laboratorios, clínicas y hospitales demostrando la razón que existe para justificar el ritmo irregular que parece exhibir mi inquieto corazón.

Al principio no había intuido a qué se refería, esto de MVP. Y sólo más tarde comprendí, que quería decir: “Mitral valve prolapse”. Pues había pensado inicialmente que habían descubierto mis verdaderas y secretas iniciales (Mariano Vizcaíno, piloto); e inclusive mis otras habilidades con este órgano travieso llamado corazón; y que ahora el público proclamaba sin reparo “MVP, MVP, MVP”, que en lengua inglesa quiere decir “Most Valuable Player”, o Jugador Más Valioso (algo así como “campeón, campeón, campeón”).

Pero, nó! Había sido simplemente que tengo “MVP”! Es que... este terco corazón!

Shanghai, 2 de Abril de 2010
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