26 septiembre 2010

San Blas, circa 1960

Casi nada queda ya de ese emblemático triangulo; es hoy como si el rincón hubiese sido barrido por la furia del viento, o como si un remezón telúrico hubiese obliterado para siempre su original y antiguo trazo. Quizás sólo queda la iglesia que, con el nombre de un santo poco conocido, regaló el apellido a la parroquia y a la plaza; y que se quedó allí recluida para siempre. Es todo lo que ha quedado del entorno de un lugar que hasta hace sólo cincuenta años, fue algo así como el limite donde terminaba la parte mas “antigua” de la urbe. Queda todavía el “Calé de Queso”, un poco conspicuo y medio angulado edificio que antes resaltaba y evidenciaba su forma, por la presencia preponderante de la Biblioteca Nacional.

Hay quiteños que vivieron de niños en La Loma, San Roque o San Marcos; que saben donde quedaba La Guaragua, el Puente de los Gallinazos o la Quebrada de Jerusalén. Yo viví gran parte de mi infancia entre lo que antes era sólo una capilla que aspiraba a convertirse en Basílica y la pequeña plaza de San Blas. La casa que arrendaba mi abuela estaba ubicada en la calle Caldas; una cuesta que ascendía hacia Cruz Loma con el recorrido de un par de cortas cuadras. Puedo decir, por lo mismo, que yo crecí de niño en el muy quiteño barrio de San Blas.

El lado oriental de la plaza estaba marcado por la presencia de un modesto edificio municipal de una planta, dentro del cual funcionaba un negocio informal, que con el nombre de Mercado Barato, daba acogida y carta de ciudadanía a la mayoría de los objetos “tomados prestados” por los ladrones de la ciudad. Junto a su entrada se ubicaba uno de los pocos “servicios higiénicos” con que contaba en ese entonces Quito, cuyos habitantes parece que desarrollaron así la rara habilidad de contenerse, pues los “servicios” no eran tan “higiénicos” que se diga, y el papel que se proporcionaba, era periódico cortado, cuyos diminutos pedazos los vendían en el exorbitante precio de un real…

En la entrada al mercado, había un expendio de “frescos”, jugos y batidos de fruta enfriados con hielo. Nada superaba esos inolvidables preparados de mora o de naranjilla, que se vendían en el húmedo acceso a este mercado de vejestorios, que era el curioso y estrecho mercado de cosas usadas. La gente lo conocía como de “Las Traperas”; o, si se quiere, como “Lastra”, que es así como los chuscos citadinos habían bautizado, con el ingenio de su picardía, a este extravagante comercio de la capital. Allá fueron a parar todos los textos que se me robaban en la escuela. Allí había repuesto para componer cualquier aparato estropeado o destruido, ahí había remplazo y medicina para reponer todo lo perdido y para dar temporal solución a cualquier perentoria necesidad.

En el lado sur de la plaza, junto al edificio de la desaparecida biblioteca, había una serie de negocios pequeños, en los que se expendía todo tipo de implementos y chucherías. Eran locales similares, que se complementaban y competían; hoy obedecerían al justificado titulo de tiendas de bazar. Ahí acudíamos a comprar trompos, canicas y bodoqueras; allí se encontraban caretas, cometas o tijeras; ahí se hallaban pilas, imperdibles y botones; en fin, todo aquello que las tiendas no vendían, ya que el abastecimiento alimenticio era toda su especialidad. Frente a estos bazares se ubicaba, asimismo, una de las pocas cooperativas de “autos de alquiler” con que contaba la ciudad. Por esos días, se podía ya pedir un taxi por vía telefónica; pero era preferible ir personalmente a negociar el precio de "la carrera" para desplazarse a otro lugar.

Era en la esquina de la Carrera Guayaquil con la Caldas, que se formaba el nudo de transito más inconveniente que sufría por esos años la ciudad. Desde esa esquina, la Guayaquil se prolongaba hacia su extinción, pues sólo una cuadra más arriba, se bifurcaba y se convertía en dos avenidas que se alejaban hacia el norte, la parte moderna de la ciudad. Pero fue principalmente en el lado de levante de esa misma cuadra, que existía la mayoría de los oficios y negocios que le hacían tan conveniente al hecho de morar en ese barrio; porque, a excepción del correo y de un banco, se puede decir que de todo y para todo existía, a mediados del siglo pasado, en esta zona de la capital.

Fue en esa calle donde se engalanaban los mejores balcones en tardes de “corso”. Porque desde ahí fue que empezaba el festivo desfile de los carros alegóricos, cuando se exhibía el ingenio y la creatividad del quiteño; y donde las “agraciadas damitas” hacían gala de sus encantos, si no de su donaire y de su bondad. Fue, el corso, pregón y parte consustancial de las festividades quiteñas en esos años; un símbolo que fue más tarde perdiendo vigencia y popularidad.

Este es parte de mi notariado testimonio. Doy fe, por lo mismo, que soy buen quiteño y que viví “de guambra” en una calle corta y empinada. Confieso que mi infancia transcurrió a tiro de piedra de esa cambiada plaza, que ahora sólo conserva su antiguo nombre. Sí, yo también crecí en el barrio de San Blas!

Amsterdam, 26 de Septiembre de 2010
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25 septiembre 2010

Lograr, lograr y lograr

Es una tierra avecinada al borde más meridional del mapa, una tierra irregular que denuncia más su aridez a medida que uno se aleja del septentrión. Es un territorio de paisaje distinto, caracterizado por cerros secos y polvorientos que separan los múltiples valles sinuosos que va exhibiendo el caprichoso perfil lojano. Toda la provincia, es un conjunto de pequeños y ondulantes valles que se conectan por medio de senderos tortuosos y poco transitados. Son comarcas y pueblos con nombres susurrantes y sugestivos, de rara e inquieta musicalidad.

Son planicies fértiles y abrigadas separadas entre sí, por la intermitencia de desnudos promontorios y collados. Loja es tierra de “vallies y colliados”, dice su gente; y los foráneos intentan imitar la pronunciación del hombre de estas tierras que reclama que él es, en su país, quien mejor pronuncia el castellano. Es Loja, tierra de gente de piel blanca y corazón alegre, amiga de la reunión familiar, de la celebración comunitaria; inclinada a la confidencia y a la bienvenida generosa al extranjero; gente de impulsos amigables, proclive a la hospitalidad; abierta siempre a la tentación de saborear un “repe”, una cecina o un tamal; y propicia también a ofrecer al viajero un cálido “cantaclaro”, cuando este le viene a visitar.

Ahí se usan términos de curiosa procedencia y sentido poco conocido, algunos inclusive tomados del castellano antiguo, como biringo (desnudo), patojito (muchacho), pringarse (quemarse), buchar (cargar). Ahí se dice horitas, en lugar de ahorita; ahí se dice “las guaguas” cuando se refiere a las criaturas (sin siquiera importar su género). Ahí se dice “parar el tacho”, cuando se opta por calentar la cafetera. Ahí se conjuga el verbo “lograr” con el antiguo sentido de gozar y de disfrutar, además del común de conseguir, obtener o alcanzar. Pero, sobre todo, allí se pronuncian las elles sin esfuerzo, casi sin topar los dientes con la lengua, con una acción más delicada, que roza con una caricia tenue y sensual el paladar.

He caído, sin proponérmelo, en estas discretas reflexiones al meditar en la novedosa postura gubernamental de oponerse a los “fines de lucro” de algunas empresas e instituciones; acción esta que parecería que se trata hoy en día de cuestionar y aún de ridiculizar. Acaso no es, para obtener un lucro, que uno se esfuerza y trabaja? Acaso no está caracterizada por la intención de obtener una justa retribución, mucho de la actividad humana? Qué de malo tiene, entonces, esto de alcanzar un rédito; qué de perverso o pernicioso hay en propender a un objetivo pecuniario; qué de malo tiene esto de aprovechar de algo y “lograr”?

Por mi condición de viajero itinerante, cual sorprendido quijote que deambula por una global meseta castellana, he sido muchas veces testigo de los continuos viajes y desplazamientos de las ampulosas comitivas gubernamentales de turno, cuyos integrantes se oponen, como ahora, a ciertos fines empresariales de lucro; mas, se olvidan con frecuencia de lo mismo que exigen y predican, y se dedican con ávida fruición a la lamentable tarea de aprovecharse de las canonjías y privilegios que su transitoria posición genera. Cumplen su imprecisa misión intercalándola con visitas e invitaciones, sin otro objetivo que conjugar el verbo lograr; abusando así del aporte del mismo pueblo que les paga; de esa misma gente a quien dicen representar; de la que medran con sus recurrentes, costosos e improductivos viajes; en los que, no hacen otra cosa que aprovecharse de la situación con desaprensivo oportunismo; dedicándose a “lograr”…

Y, mientras quienes de este modo gozan y disfrutan, uno no deja de preguntarse: cuál es el beneficio que con esto consigue la patria; qué es lo que el país satisface con este continuo e impúdico “lograr”! Quién, de otra parte, impide y castiga este interminable paseo insólito y sin recato de las múltiples “comitivas”, que parecen ir por el mundo con la incierta etiqueta de una supuesta representación, pero sin el sustento beneficioso de su justificada necesidad?

En fin, estas son introspecciones a que obligan la llamadas revoluciones de este siglo, que sólo parecen auspiciar oscuros proyectos de una nueva clase de gente trasnochada que, con el confuso e inescrupuloso pretexto de la redención tan esperada, quiere que sus protegidos sean los únicos que gocen; porque parecería que son sólo ellos quienes tienen el exclusivo y lucrativo derecho a lograr…

Quizás no tengamos que esperar a que se hagan grandes “las guaguas”, para poder prescindir de los beneficiarios de la prebenda y de los costosos periplos oficiales. No vaya a ser que sus protagonistas nos dejen aún más esquilmados y convertidos en un país de “biringos”. Es “horitas” que hay que tomar conciencia y unirse para evitar que unos pocos nos “pringuen” y terminen “buchándose” con el erario público. Quizás podamos reivindicar el derecho, que como colectividad tenemos, de vivir en armonía y en paz. Es hora ya de intentar nuevos caminos de progreso y conseguir juntos que “logre” todo el país! Esto quizás parezca sólo un sueño, pero es más bien una meta alcanzable y una factible posibilidad!

Amsterdam, 25 de Septiembre de 2010


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18 septiembre 2010

Arriba, la música…

Tienen las palabras, su propio e intrínseco contrapeso. Son los llamados espacios que, generados por los puntos y las comas, aclaran y otorgan sentido, y crean esa música que se consigue con la combinación de las palabras con esas mínimas cuotas de silencio. Sin estos espacios no podríamos disfrutar del embrujo cautivante de los sonidos. Todo sería desorden y anarquía; no podríamos apreciar ni el ritmo, ni la melodía. Imposible sería saborear esa magia fascinante que, quizás con esa intención, alguien llamó “los sonidos del silencio”.

Sin embargo, por motivos personales, que me obligan a ser muy discreto y comedido, yo mismo me he convertido, en cierto modo, en un especialista en leer cartas y recados que carecen de estos maravillosos e indispensables símbolos. He caído de vez en cuando, por lo mismo, en ese terreno cenagoso de la ambigüedad al malinterpretar el justo sentido; persuadido como he estado, de haber logrado desarrollar aquella riesgosa condición, que consigue el lenguaje sibilino de la adivinación, aquella de los sobreentendidos superpuestos…

Han sido necesarios dos párrafos, hasta aquí, para justificar la coma intermedia del titulo de esta entrada; sí, porque la intención no es, en esta ocasión, la de hacer un elogio de la música; ni siquiera la de convocar al frenesí voluptuoso de celebrar el arte de mezclar los ruidos. No, no es mi intención hacer una apología de la melodía y del ritmo (como sería el emitir un: Arriba la música!). Solamente quisiera referirme a lo que pasa con las canciones cuando se la escucha en el más amplio y excelso de los escenarios, en esa bóveda celeste, nublada o estrellada; mientras uno tiene el privilegio de estar ahí arriba en el cielo…

Al intentar esta explicación me viene al recuerdo un supuesto episodio convertido en anécdota, caricatura y moraleja. Trátase de la distorsión que habría producido una equivocada puntuación en el dictado efectuado por un abnegado maestro de escuela. El discípulo había copiado la frase con cadencia equivocada; y el resultante sentido absurdo se había exacerbado con los errores de su singular ortografía. El alumno había escrito: “Comía como bestia, dormía sobre una vieja, esta era la vida de San Francisco”; cambiando así el sentido original del párrafo inicial de un poema. “Comía como vestía, dormía sobre una vieja estera… La vida de San Francisco!”, habría sido la frase que en realidad había querido dictar el frustrado como sorprendido maestro…

Pero… lo que quiero realmente contar es: cómo se siente la música ahí arriba, en mi medio, en el elemento de mi aérea actividad; cuando se disfruta de los sonidos y del embrujo que suelen tener las melodías cuando uno está volando, cuando se está ahí arriba, suspendido en el aire y cerca del firmamento. Para hacerlo, debo contar primero con la generosa magnanimidad y la anticipada absolución del lector; porque, bien visto, hay una cierta cuota de travesura culposa de mi parte, si no de irresponsabilidad, en los episodios que ahora cuento…

Debo comentar primero que han sido numerosos los músicos y cantantes de cierta fama que han tenido que volar conmigo. Camilo Sesto, Rocío Jurado, Raúl Vale, Miguel Gallardo, Leonardo Favio, Lupita D’alessio, Raúl di Blasio, son algunos de los artistas que yo he tenido la oportunidad de contar entre mis pasajeros. Con muchos de ellos, sólo tuve el breve intercambio de un gesto de cortesía; pero otros, unos pocos, entraron inclusive a la cabina a compartir con mi tripulación las incidencias del vuelo, sólo para… terminar cantando con nosotros, convirtiendo así la cabina de mando en una sala de concierto!

Dos fueron mis personajes preferidos. Recuerdo al primero por su humildad, por su carisma y por su gracia natural; porque las canciones de su corto repertorio, llegaban al alma y llegaban con fuerza. “Daban diciendo” como dicen en mi tierra. Llevo en mi memoria, al segundo, por su catadura de asceta, por su paz interior, por su actitud filosófica y su humana sabiduría; porque, además, me dejó un pequeño recuerdo cuyo mensaje escrito constituye un testimonio inolvidable.

Volábamos, con el primero, sobre Los Andes; abajo quedaron los sorprendentes riscos que separan Chile y Argentina; habíamos cruzado Curicó; el sol caía ya a nuestras espaldas mientras sombras gigantescas se desparramaban sobre el lomo de las estribaciones orientales de la cordillera. Era casi la hora del crepúsculo vespertino, cuando Miguel Gallardo, en medio de nuestra cabina de mando, se puso a cantar la melodía emblemática de mis primeras travesuras: “Hoy tengo ganas de ti”. Lo que siguió, habría de entrar en el delicioso reino de la anécdota y del recuerdo inolvidable; pues el flamante dúo Gallardo-Vizcaíno, continuó deleitando a la audiencia con canciones como “Yo fui el segundo en tu vida” y “Deja de llorar por mi”. Fue necesario entonces apagar las luces de la cabina, cuando accedimos a entregar la melodía que hacia falta: “Y apago la luz”!

Con el segundo hicimos amistad espontánea y automática. Parecía un muchacho con juguete nuevo; no tuvo empacho en confesar su fascinación por la aviación y estos bichitos poderosos y sorprendentes que son los aviones. Se sentó en medio del puente de mando, en una butaca asignada para el tercer tripulante. El no cantó nada esa mañana, porque su oficio no era el de entonar melodías, era el de aplastar con enorme maestría y delicada destreza las teclas de un piano, para expresar sentimientos de tristeza o de alegría; para llenar de dicha o para hacer llorar, con el solo desplazamiento asombroso de sus geniales dedos.

Se llamaba Raúl di Blasio. Me hizo una comparación inolvidable ese mediodía, insinuando que la música desde su piano, era lo mismo que para mí, desde el avión, la magia irremplazable de volar… Conservo de él todavía el obsequio de una grabación suya, con un mensaje escrito con letras de su puño y letra. Son palabras escritas con agilidad sobre la carátula. Por eso es que a veces digo “Arriba, arriba la música!”, sobre todo cuando, como hoy, recuerdo cómo es ahí arriba la música! Cuando uno, ahí arriba en el cielo, se siente humano y, de pura alegría o sentimiento, tararea algo y también acaba por ponerse a cantar!

Sydney, 18 de Septiembre de 2010
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16 septiembre 2010

El secreto

Chis… Les voy a contar un secreto; pero shhh, verán… no contarán a nadie! 

Esa tarde de Sábado nos llamó la abuela y nos entregó la llave del cuarto que arrendaba mi tío Luis cerca del parque de El Ejido, para que recogiésemos su ropa para lavar; o talvez para que arreglásemos sus pertenencias y cambiásemos las sábanas de su desordenado aposento. Había ahí una cama con dos veladores y un armario. Había, además, un aguamanil y una palangana; eso era todo lo que existía en el espartano y severo entorno de su alquilado cuarto de vivienda. 

Es que en ese tiempo, no era muy frecuente escuchar que vivieran solos y por su cuenta los hombres solteros; y casi impensable también que ellos hicieran uso de todo un departamento vacío “para lo más de ir a dormir y usar a veces el cuarto de baño”. Fue así como, esa tarde, a más de cumplir con la misión encargada por la abuela y curiosear unas cuantas revistas que exhibían unas pocas fotografías sugestivas y obscenas, nos pusimos con mi hermano menor a investigar qué “secretos escondidos” podía albergar esa misteriosa “pieza de arriendo”, que constituía por entonces aquella morada independiente y recoleta. 

Fue por medio de estas acuciosas y subrepticias “investigaciones” nuestras que descubrimos esos “Alka-Seltzer” de color encarnado, de contenido suave y semilíquido, que él había guardado en más de uno de los cajones de los veladores de su recámara. No nos cabía duda: se trataba de las muestras gratuitas de uno de esos medicamentos que alguno de sus tantos amigos médicos le habrían regalado. Había más de una docena de estos envoltorios de forma cuadrangular que contenían el medicamento mencionado. Luego de una corta deliberación decidimos sustraernos unos cuantos para venderlos en la botica de allí cerca. 

 Cuando sacamos de nuestras nutridas alforjas el contenido singular de nuestros envoltorios hurtados, una mueca de incredulidad y una sonrisa socarrona iluminaron, de golpe, los rostros de los dependientes y del mismísimo boticario. No cabía duda que algo ajeno a nuestra ingenuidad contenían estos sobrecitos de papel metálico… “De dónde fueron a sacar todos esos preservativos, guambritos malcriados?”, nos consultó, en forma de demanda, el inquisitivo boticario. Vayan a devolver esos condones a dondequiera que los hubieran encontrado! 

Fue así que corrimos de vuelta a restituir los sobrecitos y que corrimos, también, a consultar por el significado de estas dos nuevas palabras en un viejo y olvidado diccionario. El destartalado texto casero fue más oscuro aún que la incómoda situación que de golpe nos había avergonzado: “1. Adj. Que tiene virtud o eficacia de preservar. 2. m. Funda fina y elástica para cubrir el pene durante el coito, a fin de evitar la fecundación o el posible contagio de enfermedades”, era lo que nos aclaraba el sabio libraco descuajeringado. Lo de “coito” fue objeto de una nueva y más prolija indagatoria; pero nos persuadimos que algo iba a requerir de una explicación más especializada, cuando encontramos la palabra “pene”, término este que no estábamos autorizados a mencionarlo ni en casa ni en ningún lado! 

Pocos días después me enviaron, por algún otro motivo, a la farmacia. Iba a enfrentar la mirada indagatoria de los boticarios vecinos; pero, para mi sorpresa, no me hicieron nuevas preguntas ni, con su malicia, tampoco me interpelaron. Esta vez ellos actuaron como que compartían desde mucho tiempo atrás un viejo secreto conmigo. Su mirada ya no era inquisitoria, era la de quienes sabían que compartían el acuerdo que palabras como pene, coito y preservativo, nos habían integrado en una nueva y subterránea fraternidad; organización que conocía el callado significado de esas sugestivas palabras cuya obscena definición ya la conocíamos, pero estábamos obligados todos a tener que ocultarlo. 

Más tarde habría de descubrir que los secretos no siempre tienen que ver con venéreos (de Venus, deleite sexual) propósitos y significados. Por el contrario, habría de caer yo también como presa de ese afán de conseguir la realización en la vida con resultados de éxito económico y financiero, rápido e inmediato. Un día me llegó por correo una curiosa correspondencia que me ofrecía el elusivo secreto del éxito y me garantizaba que si aplicaba cierta fórmula, habría ipso facto de convertirme yo también en flamante millonario. Pagué la inscripción correspondiente para sólo recibir después de unas cuantas semanas, una resma de ampulosos documentos en los que se difundían ciertas fórmulas de comercialización que para mí carecían de todo resultado práctico. Lo único que habría de quedarme claro era que se trataba de un sutil negocio en serie y que a mí también me habían embaucado! 

En otra ocasión una veterana que ya no tenía tiempo para disfrutar del beneficio de nuevos secretos; pero que, en cambio, no tenía necesidad de un centavo más para engrosar su favorecido peculio, me pidió que le buscase en una librería internacional un famoso texto que sugería cómo convertirse, de la noche a la mañana, también en inédito millonario. Luego de fáciles indagaciones dí con el instrumento que habría de revelarle a ella estos escondidos preceptos, estos arcanos recados. Leí yo mismo dos veces el publicitado “Secreto” (The Secret), sólo para quedar yo también aún más confundido, y con la desagradable e incómoda sensación de haber sido, una vez más, ingenuamente engañado… 

En mis continuos esfuerzos por mejorar mi nivel golfístico (léase: por tratar de esconder mis incurables deficiencias) he recibido, más de una vez, y con relativa frecuencia, la participación “exclusiva” de un supuesto secreto que habría de servirme como panacea final y concluyente para alcanzar en forma definitiva, el resultado que me sigue siendo esquivo y que aún no he logrado. He llegado a la dolorosa pero reconfortante conclusión que estos secretos no existen; y que, el único secreto que hay es el de que, cuando le venden a uno un secreto, hay que actuar con precaución, cuando no con un cierto ingrediente de sospecha… Este es el único secreto que sirve y que no es conveniente guardarlo, para que así todo el mundo lo sepa y para que ya nadie resulte engañado! 

Sydney, 16 de Septiembre de 2010


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13 septiembre 2010

La asfixiada paloma de la paz

Nadie debería olvidarse ya nunca jamás! Es que, quién estaría en condición de hacerlo? Esas insólitas horas de aquella mañana de Septiembre en Nueva York nos dejaron, a más de atónitos, confundidos entre la incredulidad y el desasosiego; desorientados entre la depresión y la rebeldía! Pensar que todo esto sucedía al socaire de unas creencias religiosas. Se asesinaba con crueldad, y sin piedad, en nombre de un Dios que ellos imaginaron revanchista y perverso. Se destruían cientos, miles de vidas en nombre de Dios; y, también, quién sabe, en nombre del inaceptable concepto que ciertos seres parecían tener de la paz.

Me pregunto: puede buscarse la paz provocando una hoguera de esa magnitud? Se puede quizás aspirar a la tolerancia ajena provocando ese infernal momento? Creo que nadie imaginó que algo tan dantesco y sorprendente podía pasar en medio de un momento de aparente calma y conciliación en nuestra historia; en una etapa inédita de transigencia y solidaridad entre los hombres. El muro de Berlín había caído; se había proclamado la fuerza insostenible de la Perestroika; se había disuelto la Unión Soviética; China había accedido a los tradicionales mercados internacionales; parecía avizorarse una nueva etapa para el mundo; un albor auspicioso parecía llegar para toda la humanidad.

He vuelto a repasar con pena, pavor y repugnancia un documental que revisa esos interminables y tristísimos momentos. Alrededor de dos horas transcurren desde que sucede el primero de los impactos en una de las Torres Gemelas, hasta que se produce el sorprendente como catastrófico desplome de la segunda de esas estructuras. No recuerdo haber presenciado, gracias a ese instrumento mágico y prodigioso que es la televisión, nada tan cruel y despreciable. Uno se pregunta, cómo pueden seres humanos, como nosotros, ser capaces de algo tan horrendo y execrable?

Ver esas torres sacudidas, una tras otra, por los inesperados impactos, envueltas en el humo y las llamas que nadie fue capaz de controlar y extinguir; escuchar tantas conversaciones de personas atrapadas y desesperadas; observar a tantas y tantas criaturas que se vieron forzadas a lanzarse al vacío, como único medio para evitar el ser consumidas por esas pavorosas y gigantescas llamas, sólo puede crear un doloroso sentimiento de incredulidad y de rechazo. Nadie puede concebir cómo una acción así de perversa pudo subestimar la condición individual de todos esos seres humanos y acabar con tantas inocentes vidas.

Mientras esto sucedía, yo llegaba esa noche a Singapur en un vuelo procedente de Jakarta. Pude observar por televisión toda esa gente apostada en la vecindad de los edificios, que con ansiedad esperaba que no estuvieran allí, o que se pudieran salvar, sus atrapados seres queridos. Nadie quizás pensó en que esas formidables estructuras podrían ceder a su propio peso; y que terminarían por colapsar y derrumbarse. Lo que siguió, fueron esas nubes gigantescas de humo y polvo, que oscurecieron el área aledaña y que ensombrecieron para siempre el sentido de fe que uno pudiera tener en la a veces mal llamada “humanidad”.

Yo no sé que había venido primero; si una política internacional contradictoria y de doble discurso; o, quizás, una serie de muestras aisladas de intolerancia, aversión y antipatía hacia el pueblo americano. Lo cierto es que nadie esperó una acción tan aviesa y malévola donde, a más de la sorpresa, se utilizaban por primera vez conceptos nuevos en las acciones terroristas; se usaban recursos inéditos, de sofisticada preparación y tecnología. Quién podía haberse imaginado que se utilizarían aviones de pasajeros en calidad de misiles? Quién podía haber anticipado que un grupo suicida de activistas sanguinarios se hubiera estado preparando, con los más sorprendentes y avanzados medios con que cuenta el entrenamiento aeronáutico, para dar este zarpazo macabro y despreciable?

Como aviador, no encuentro explicación para cómo pudo un grupo de individuos, con escasos recursos técnicos, someter a la tripulación de esas aeronaves en vuelo, no se diga a sus casi doscientos pasajeros; tomar luego el mando de un avión del que ellos tenían limitados conocimientos para su operación especializada; alterar el rumbo previsto, planificar y ejecutar la reordenación de la navegación que era necesaria; apuntar a los destinos escogidos; y entonces, descender hacia sus objetivos y alcanzarlos en forma exacta y sorprendente; llevando a cabo así, una de las más infames misiones que se recuerde, donde sólo la demencia y la maldad hubieran estado en condiciones de hacerlo en tales circunstancias…

Los verdaderos culpables, los maquinadores de esta indescriptible atrocidad, aquellos que prepararon esta tragedia sin nombre, siguen todavía escondidos. Lo lamentable, es que al parecer no han satisfecho todavía su odio, la fuerza animal y primaria de sus instintos. Es probable también que no hayan cesado tampoco de planear una nueva inmolación, aún más perversa que la cometida.

En una vereda, esa mañana, junto a los calcinados y polvorientos escombros de las torres derrumbadas, deambulaba una pequeña paloma que lucia asfixiada y confundida. Caminaba tambaleándose, no podía volar; tampoco llevaba en su pico una ramita de olivo. No podía ser otra que la moribunda paloma de la paz…

Amsterdam, 13 de Septiembre de 2010
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12 septiembre 2010

Y le decían Juancho…

He vuelto a conversar con quien fuera su esposa en estos días. No fuimos, con él, lo que se dice “íntimos amigos”; pero creo que, de esos pocos que han sido mis buenos amigos, él era uno de los que recuerdo con más simpatía y afecto. Se fue pronto, demasiado pronto, y nos fue dejando con su despedida una sensación de vacío, de afecto que no había sido, que no pudo ser, reciprocado y retribuido. Solía tratarnos a sus amigos de “longos’ y de “indios”. Con tal gracia y simpatía, que esos aparentes insultos sociales, en su boca, sonaban a halago, a agradable muestra de afecto. Porque si él no nos había llamado de “indios” era, simplemente, que no habíamos alcanzado a ser uno de sus amigos preferidos.

Lo recuerdo con frecuencia. No puedo olvidarme de su apostura risueña, de su lucha perseverante contra ese cáncer implacable que le acosó tan temprano, que fue minando su alegría de vivir, su naturaleza amigable, su permanente sonrisa. Había heredado de su padre, la facilidad para el coloquio franco; para el estímulo sincero, la sonrisa amigable, la sana confidencia. Y… cuando mejor nos hubiera sentado el disfrute de esta amistad recíproca, la salud suya se fue deteriorando y la caída de la noche se hizo inevitable, como inevitable ya fue su inapelable adiós, el crepúsculo sombrío de su prematura despedida.

Guardo en mi vida una serie de arrepentimientos. Sí! Porque no puedo compartir la declaración que hacen tantos cándidos e ingenuos que dicen que no tienen arrepentimientos en la vida! Sucede que, talvez yo no albergue remordimientos, pero, ya pasado el tiempo, siento que hay muchas cosas que me hubiese gustado que transcurriesen, que hubiesen acontecido de diferente manera. Es que, hay tantas mentiras que quizás fueron innecesarias! Tantas reacciones que se excedieron de tono y se marcaron por la sensibilidad o la porfía! Tantas declaraciones justas o injustas, que al final sólo lograron lastimar con su rebeldía! Que muchas veces medito en cuál pudo haber sido el distinto u opuesto desenlace de tantos episodios que los hubiera preferido diferentes en mi vida…

Y eso es lo que siento de esa lejana tarde de su inolvidable despedida. Porque siempre habré de creer que esa tarde faltó el adiós de parte de uno de sus amigos. De uno de aquellos que con su ejemplo habíamos aprendido a ser mejores, a revalorizar la palabra amigo, a dar más sentido a nuestras vidas. Y me pregunto y me cuestiono porqué fue que no lo hice; porqué no me enfrenté a mis inseguridades y a mis temores para decirle mi canto de despedida, haciendo una apología de esa amistad que él nos había regalado con su vida misma. Porqué no hice reverencia a la oportunidad que él nos había dado de sentir el raro orgullo de contar con su preferencia.

Corriendo el riesgo de que se hubiese cuestionado mi representatividad; y aún la circunstancia de que otros eran, o habían sido, sus más cercanos amigos, siento que esa tarde debí haber entregado mi mensaje y mi testimonio; porque hay adioses que deben estar acompañados del homenaje; porque en casos como ese, poca reverencia hace la condición injusta del silencio.

Esa tarde quise decir lo que hoy caigo en cuenta que todavía siento. Que él se iba dejándonos su ejemplo; que él nos iba a hacer mucha falta; que nos dejaba con un penoso sentimiento de orfandad; que iba a ser muy difícil emular su sentido de la amistad; que iba a ser tarea poco alcanzable el imitar su vivencial precepto. Hay pocas personas que he conocido en la vida que pueda decir que superan ese sentido único que él tenía para entregar afecto y para manifestar su bondad. Me corrijo: no he conocido a nadie más; y me temo que ya no lo voy a encontrar!

Hay personas que logran confundir los atributos de la discreción y la simpatía. Estar con ellos representa un delicado privilegio: infunden confianza, alegran con su presencia, estimulan con sus gestos de confidencia y fraternidad. Juan Carlos Gómez representaba todo eso; su alma era un crisol para fundir los afectos, era un mortero para mezclar la alegría y la bondad. Su presencia fue un don que se tornó en elusivo, al ser marcada por la más triste de las improntas: su injusta temporalidad.

A veces voy al club en donde el animó a tantos con su espontánea generosidad, con su jovialidad y con su emblemática sonrisa; porque él se entregaba a todos sin reservas ni reticencias. La suya era una actitud que se identificaba con el más profundo de los altruismos. Como tal, Juancho fue y seguirá siendo un fortificante símbolo. Y, más que el emblema de su inconfundible prosapia, nos dejará siempre su estímulo incomparable. El estímulo aleccionador de esa raza de hombres nobilísimos que con su presencia irradian paz, amor y bondad.

Así es como siento, esta misma tarde, que Juancho no se ha ido todavía; que se ha quedado a vivir con nosotros y que ya nunca, nunca más se irá!

Amsterdam, 12 de Septiembre de 2010
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02 septiembre 2010

Los cuentos de la Biblia

Quién no ha cedido a la tentación irresistible de los cuentos? Si no, quién alguna vez declaró su tedio o su fastidio cuando de niño le dieron alguna oportunidad de abstraerse al embrujo subyugante de los cuentos infantiles? Por mi parte, fueron muchas las oportunidades que tuve de visitar la casa de uno de mis más queridos tíos, sólo para tener la repetida posibilidad de escuchar los relatos grabados de los incomparables cuentos de Blancanieves, La Cenicienta o Caperucita.

Fueron historias que las podíamos escuchar hasta el cansancio. Dicho de mejor modo: eran historias que tenían el raro sortilegio de no cansarnos jamás. Y, no bien se habían terminado, que ya estábamos dispuestos a repetirlas de nuevo, como si abrigásemos la escondida esperanza que la próxima vez su desenlace sería diferente; o sea, aun más feliz que lo de costumbre. Tenían esos cuentos la rara condición de transportarnos a un mundo ajeno e irreal; pero que nos tenía persuadidos que tal universo si existía en la realidad, que no era inexistente.

Y en la escuela también sucedía algo parecido. Cualquier mañana las clases normales se suspendían, porque nos iban de reunir en la capilla para darnos otras que se llamaban de “Historia Sagrada”. Fue de este modo, como fuimos descubriendo, uno a uno, los diversos personajes que tiene ese libro lleno de alegorías, pero no exento de fantasías, que es la Biblia católica, basada en la tradición hebrea. Allí se narraban los episodios de Caín y Abel, de Abraham y de Moisés, de Sodoma y Gomorra, de Noé y el Diluvio Universal. Allí se mencionaban nombres femeninos de una fuerza moral y un magnetismo inigualables, como Sara, Raquel o Rebeca. Allí no se decía que “hicieron el amor” o que “la poseyó”; pues se usaban eufemismos como “se allegó a ella” o “la conoció”…

La Biblia, que había sido escrita originalmente en idiomas vernáculos hebreos, había sido traducida al griego por setenta sabios; versión que se dio en llamar Septuaginta. Esta tenía su traducción latina, pero no estaba escrita en un estilo fácilmente entendible para el vulgo; por lo que fue necesario hacer una versión popular que es la que se conoce como Vulgata. Es de esta Biblia atribuida a San Jerónimo, que nace la primera traducción castellana, la llamada Biblia Alfonsina, patrocinada por el rey Alfonso X. Sin embargo, hasta la aparición de la Biblia de Jerusalén, hacia la segunda parte del pasado siglo, la más conocida de todas seguía siendo la muy famosa de Reina-Valera; conocida como Biblia del Oso, por la presentación de ese mamífero bebiendo miel en su portada.

Los cuentos de la Biblia deben haber ejercido su influjo en mi fascinación por esto de las historias relatadas. Alguna vez yo mismo estuve animado a dedicarme a escribir cuentos; y eso es justamente lo que hice en mis primeros devaneos con la literatura; hasta una tarde en que uno de mis hermanos mayores habría de hacerme la perentoria como concluyente advertencia de que “no se puede vivir del cuento”. Asunto del que más tarde habría de darme cuenta que carece total y definitivamente de sustento; sobre todo si se observa hoy en día a los políticos criollos, que no sólo “viven del cuento”; sino que, además, viven como príncipes gracias a los embelecos y cuentos fabulosos con que persuaden y predican.

Quizás el cuento mas interesante y contradictorio lo encontramos en el Génesis. Es la sorprendente historia de Jacob, el hijo gemelo menor de Isaac, el mismo que había arrebatado, gracias al subterfugio de un plato de menestra, nada menos que la primogenitura de su velludo hermano mayor, Esaú, en un gesto no carente de engaño, deslealtad y astucia. Su acto espurio e ilegítimo habría, sin embargo, de ser bendecido por su padre. Las acciones de Jacob, llamado más tarde Israel, serían defendidas por la tradición hebrea, pues es este personaje el padre de las doce tribus que originarían el árbol genealógico del pueblo judío.

Si el episodio de suplantación de la primogenitura del hermano tiene su intrínseco cuestionamiento; aquellos del escogimiento de su esposa y de la posterior excusa artificiosa de su doble cuñado, marcan la historia más sorprendente y promiscua de los “sagrados” relatos bíblicos. Se trata de una historia de celos, astucia y competencia entre dos hermanas, disputándose el afecto de su cuñado y esposo; recurriendo ya no al embuste vicarial; pero optando, además, por el ardid del ofrecimiento de la propia empleada de servicio, para asegurar así un mayor número de descendientes del hombre de sus idénticas preferencias…

Aunque los preceptos de la ley mosaica habrían de venir después (no fornicarás, no desearás la mujer de tu prójimo); es cuestionable si las implicaciones morales ya estarían contenidas en estos relatos. Es mejor leerlos sólo como una historia; dentro de un contexto histórico caracterizado por distintos preceptos morales; como una situación anecdótica donde lo que cuenta es el desenvolvimiento de una curiosa trama, más allá de la lección que debe dejar toda humana moraleja.

La historia de Jacob es la de alguien que había tenido hijos con cuatro mujeres diferentes, dos de las cuales eran hermanas entre sí. Eran, definitivamente, otros preceptos, otras costumbres y otros tiempos! Para vivir como Jacob, en nuestros días, habría sido necesaria una conducta condenada y vituperada; la capacidad de burlarse con astucia y premeditación; literalmente, la facultad para “comerse a otros al cuento”. Qué historias más fascinantes son las que nos regala la Biblia! Qué fuerza gravitacional tienen! Qué entretenidos son sus cuentos!

Shanghai, Agosto 31 de 2010
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