31 octubre 2010

Un cambio de paradigma

Con frecuencia me preguntan mis amigos y colegas que por qué es que nunca escribo acerca de aviación. Les intriga que no hable jamás de mis viajes o de las circunstancias relativas a mi trabajo (que es una actividad tan singular y diferente); en suma, les llama la atención que parezca que me resisto a hablar de lo que pasa en los vuelos, a los que por ahora y temporalmente, dedico mi vida profesional; y que no hable de mis inagotables experiencias. La respuesta puede ser una sola: no quiero hablar de mi trabajo, de “mi realidad”. Al escribir eludo esa realidad, entro al mundo incomparable de la fantasía, ya que vivir no es sólo trabajar; es sobretodo eso: vivir… Y, vivir, es también la permanente y perpetua opción de fantasear, de ejercer el sublime oficio no remunerado de la fantasía.

Pueden haber otros motivos adicionales: como mi reticencia a pontificar, en un oficio en el que todos podemos cometer errores; otra: quizás la circunstancia de que los pilotos hablamos un lenguaje medio cifrado y diferente (de hecho parecería que no sabríamos sino hablar de aviones y de los vuelos que efectuamos). Pero, lo hago también por ese prurito, tan mío, de evitar temas confrontacionales. Los aviadores, a fin de cuentas, compartimos un área muy reducida cuando “volamos”, participamos de un espacio limitado y mezquino, donde estamos obligados a convivir horas interminables en una cabina de mando (“cockpit” como lo llaman los americanos y “flight deck” como prefieren los ingleses). En definitiva, llámese “gallero” o “puente de mando”, un lugar limitado, de espacios íntimos y reducidos; proclive a la confidencia y al rumor; pero también propenso a la fácil confrontación y a la innecesaria competencia.

Así que ahora me voy a referir a algo que anda por ahí muy confuso, que talvez vaya necesitando ya un cambio de orientación, un cambio de visión. En corto: un cambio de modelo intelectual para enfrentar nuestras obligaciones y sobretodo la responsabilidad que han puesto en nuestros hombros. Gravísima tarea esta, en cuanto a responsabilidad pues se nos ha confiado la movilización indiscriminada de valores ingentes e irremplazables; y el más importante e insustituible de todos: nada menos que el de las inapreciables y valiosas vidas humanas. Esto obliga a la humildad; y quizás sea la razón también para que seamos tan propensos a la vanidad, a la arrogancia; y quién sabe si también a la coquetería…

Cuando hablo de responsabilidad, caigo en cuenta que “accountabiliy” no es una de esas voces que tienen exacta traducción en el castellano. Porque esta voz en inglés quiere decir responder con seriedad, pero también “rendir cuentas” de algo que se asume o que se hace. Y, este tipo de “responsable responsabilidad” es el que, en cierto modo, define y caracteriza a la actividad aeronáutica. Para poder hacerlo, las autoridades reguladoras nos han proporcionado una herramienta formidable llamada MEL o Minimum Equipment List; es decir una lista de equipo mínimo que se requiere que esté funcionando correctamente en los aviones.

Deben haberlo meditado con mucha conciencia y sabiduría los reguladores: querrían dotar a los aviadores de un documento que elimine la interpretación arbitraria y subjetiva. Un protocolo que les indique en forma clara y específica si han de estar en condición o no de aceptar un avión en ciertas determinadas circunstancias. En efecto, este libro gordo de Petete, pone al operador frente a tres claras alternativas: no poder salir; salir sin condiciones a pesar de que algún elemento o sistema estuviese dañado o inoperativo; y la de poder salir si es que se cumplen ciertas nuevas condiciones y requisitos. Es en ésta última opción donde parece existir un área confusa y oscura; pues, poco a poco, y en forma ingeniosa y astuta, se ha ido alterando el real concepto del MEL y su filosofía.

En primer lugar el MEL no puede ser utilizado en forma vicarial; es decir para con un disposición escrita, renunciar a los correctivos disponibles y necesarios para arreglar un componente defectuoso; y terminar usándolo con maña, o sea sutilmente. En otras palabras el documento sólo debe ser usado cuando luego de solicitarse acciones de mantenimiento (ingeniería como lo llaman en los países sajones) se opta por acudir a la provisión regulatoria. Una vez que el documento ha sido consultado, la nave no estaría en condiciones de salir y despegar a menos que se hayan realizado las acciones complementarias que son requeridas. Sólo ahí, la disposición puede ser aplicada en beneficio de la continuidad de la operación; siempre y cuando, se hubiere registrado debidamente la corrección efectuada en el Cuaderno de Defectos Postergados (DDL o Defered Defect Log).

Como puede verse, el MEL entraña no sólo un concepto claro y una implícita filosofía; implica además un procedimiento legal y jurídico que a fin de cuentas viene a proteger y a respaldar al propio piloto. Porque, en estricto sentido, su adecuado cumplimiento habrá de establecer, en caso de calamidad o accidente, cuál fue la auténtica responsabilidad inicial del piloto en las consecuencias que luego de la aplicación del documento – o de su ausencia - se produjeron.

Donde y cuando parece producirse la más incómoda circunstancia respecto a la interpretación y aplicación del MEL es desde el momento que se cierran las puertas del avión hasta que se produce el despegue. Es decir, ni siquiera una vez que se han prendido motores o que ha empezado a moverse la aeronave por sus propios medios. De otra parte, la imposibilidad de que se utilice el MEL sólo se hace afectiva cuando ha empezado la carrera del despegue o decolaje. Cualquier falla, desperfecto o daño que se produjese en esta corta y critica fase (desde el cierre de puertas hasta el inicio del despegue), requerirá de un eventual retorno a la plataforma si, luego de intentarse los procedimientos correctivos y luego de la consulta pertinente, se deduce que tienen que efectuarse reparaciones accesorias que respalden este tipo de dispensación.

En resumen: si una falla se presenta, hay que seguir el procedimiento que se determina en la lista anormal correspondiente. Y aún en el caso que la corrección fuese satisfactoria deberá consultarse el MEL; y si el avión ha de recibir acciones supletorias, se ha de regresar al punto de partida para recibir de ingeniería los correctivos y la dispensación que fuere correspondiente. En fin, son legalidades que impiden cualquier complicación, que protegen al equipo, que satisfacen la seguridad; y que, por lo mismo, tienen que ver con el respeto a la vida ajena.

Shanghai, 31 de Octubre de 2010
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25 octubre 2010

De pasajes y retruécanos

Lo descubrí una tarde en la vitrina de la botica del vecindario. Y así es como se convirtió en uno de mis pasatiempos favoritos. Se trataba de un juego de dados, que consistía en avanzar las fichas permitiendo adelantar o retrasar los espacios, con los resultados que se iban produciendo por el azar del cubilete. El tablero era un mapa que contenía los caminos del país. Unas palabras escritas en relieve lo identificaban como “La vuelta al Ecuador”. Nunca se me hubiera imaginado que el entretenimiento habría de tener un carácter premonitorio… Ironías que tiene la vida y vida que suelen tener las ironías...!

Quién me hubiera dicho que un idéntico recorrido habría de cumplir yo mismo, pocos años más tarde cuando, llegadas las vacaciones anuales de verano, habría de embarcarme en interminables desplazamientos que me habrían de conducir a un alejado lugar de nuestra geografía. Tratábase de un poblado que olía a frutas, ubicado en uno de los más húmedos y tropicales rincones de la costa. Era un sitio próspero, aunque de calor incordiante, donde todos los mosquitos del mundo se habían concertado, en acuerdo porfiado y perverso, para acosar y atacar a los serranos. El lugar se llamaba Pasaje. O, mejor dicho: “Pasaje de los mosquitos”.

Pasaje era un pueblo donde nadie sabía el porqué de su singular nombre. Un nombre que invitaba a abrir el diccionario para tratar de justificar con los múltiples significados que tiene el término, la razón que tuvo, quien lo bautizó, para otorgarle tal nomenclatura. No se sabía qué es lo que el nombre quería decir: si acción de pasar; o, más bien, si lugar de paso. Ah, los misterios del mundo y el mundo de los misterios!

Lo cierto es que un olor dulzón, a cacao puesto a secar al sol, invadía con su perfume rancio e intransigente. Veredas y patios denunciaban con su producto la condición de prosperidad de sus dueños indiscretos. Nadie estaba para disimular el motivo de sus fortunas. Pasaje era un pequeño lugar donde se vivía entre la ostentación y el esfuerzo; entre la abnegación y la competencia. Y, en medio de todo: yo, un muchacho serrano atormentado por el clima y expuesto al ataque virulento y sin piedad de una invasión de mosquitos persistentes y traviesos.

Llegar a Pasaje requería de un viaje arduo, consistente en varias jornadas, que lo tornaban en interminable. Un avión nos llevaba primero a la entrada de la selva amazónica, donde habíamos de esperar por dos o tres días hasta que otro de los vuelos entre Sucúa y Cuenca, pudiera transportarnos. Era un tramo tortuoso, donde había que compartir un exiguo espacio con la carne fresca, recién faenada, que se enviaba desde el Oriente. Llegar a Cuenca después de haber subido sin oxigeno hasta catorce mil pies de altura; en una aeronave azotada por continuos vientos turbulentos; y sumergido en ese olor pungente y nauseabundo, era como acceder a un ansiado paraíso. Uno podía sentir al llegar, esa extraña sensación de victoria que suele tener el alivio.

El tránsito por Cuenca, era como pasar por un lugar de reabastecimiento. Era volver a prepararse para un ajetreada jornada en un transporte interprovincial que descendía los vericuetos de un incierto camino a velocidades demenciales. Luego de muchas horas de lindar con precipicios y con el magnetismo de los prematuros llamados de la muerte, se llegaba finalmente a unas verdes planicies donde parecía no existir más vegetación que las interminables plantaciones de banano, que la gente del litoral conocía por allá con el nombre de guineo.

Llegar a este cantón Orense representaba descubrir otros sabores y otros olores. La tierra estaba siempre como mojada y una suerte de no concluidos parterres denunciaban, más que las intermitencias del progreso, la condición misma de las “ilustres” administraciones de turno. Frutas de nombres nunca escuchados y sabores jamás antes disfrutados nos tentaban con su seductor encanto: badeas, mameyes, zapotes y guabas. Pero sobre todo guineos, muchísimos guineos.

Más de una vez un zancudo indiscreto me besó en los labios, sólo para producir una visible hinchazón que me atormentaba con sus escozores y con el ardor de las burlas ajenas. A veces fue la “bemba” enardecida; otras, un ojo cerrado por un insólito hematoma. Y, más de una vez, fue una de mis orejas, la que se había inflamado de tal forma, que era fácil que me confundieran con un monstruoso engendro.

Cubiertos en la noche por la red aislante de los mosquiteros, teníamos tiempo para la intimidad de los coloquios y para los coloquios acerca de la intimidad… Tiempo para distraer ese obligado encarcelamiento en la celda de los livianos tules protectores; para ensayar un “páreme la mano” y ejercitar la destreza para escribir con prisa palabras que empezasen con la misma letra, representando frutas, flores, colores, nombres de persona y de países...

Recuerdos y meditaciones de lo que fueron los ingenuos pasatiempos de mi infancia; y también de lo que fue la infancia de mis ingenuos pasatiempos!

Shanghai, 25 de Octubre de 2010
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20 octubre 2010

Serendipity

Horacio Walpole había sido un aristócrata inglés del siglo décimo octavo, que no se lo recuerda por su única novela gótica ("El castillo de Otranto"), que él reclamara que solo se trataba de una traducción del italiano; ni siquiera por el sinnúmero de cartas que parece que escribió. A él se debe una de las más atractivas palabras en lengua inglesa; una que las mismas enciclopedias habrían escogido como uno de los términos de más difícil traducción. A este personaje se debe la invención, o acuñamiento, del vocablo “serendipity”, que casi viene a significar lo que en castellano llamamos casualidad. Serendipity, a su vez, estaría inspirada en una palabra de origen persa y ésta probablemente en un término ya existente en el antiguo sánscrito.

En una de sus innumerables epístolas, Walpole utilizó el término para referirse a las circunstancias afortunadas que nos suceden cuando encontramos algo que no tiene relación con lo que estábamos buscando. Cristóbal Colón hallando el Nuevo Mundo cuando buscaba un camino para llegar al Asia, podría ser un buen ejemplo. Serendipity ocurre cuando encontramos algo que no esperábamos, cuando lo hallamos en forma imprevista e inesperada, cuando hacemos un descubrimiento para cuya consecución intervienen el accidente o la sagacidad.

Walpole se habría inspirado en el personaje en un cuento persa, la historia de “Las tres princesas de Serendip”. Así, decidió usar el novedoso término para expresar el encuentro de un hallazgo feliz cuando solo buscábamos algo ajeno y diferente. Parece, por otra parte, que Serendip era el antiguo nombre de Sri Lanka, antes, mucho antes que lo atormentaran los aviesos demonios tamiles, y mucho antes también de que la isla, en forma de perla y cercana al subcontinente indio, se llamase con su anterior y más conocido nombre: Ceilán.

La vida personal y la historia de los pueblos está llena de variadas circunstancias, anécdotas en el primer caso y acontecimientos en el segundo, que suceden por la mera intervención de las sinuosidades que tiene la fortuna. El mensaje del decir castizo no puede ser más elocuente: “No hay mal que por bien no venga”. Vale expresar que no hay requiebro en la fortuna que no provenga, en principio, de una opuesta y antagónica circunstancia; accedemos a un giro de la suerte como consecuencia de un lamentable incidente u ocurrencia. Pero lo opuesto parece ser también frecuente: nos suceden las desgracias como consecuencia de la oscura participación de lo que parecía ser causa inicial para nuestra felicidad…

Esto de “tener que escoger” parece que está íntimamente ligado a la condición humana. La vida es, en cierto modo, una obligación por escoger, es una condición que impone la libertad. Ya el existencialismo se refirió a que estábamos "condenados a ser libres", a tener que vivir la condena de la libertad. El precio de ésta rara y obligatoria libertad está signado por la más imprevisible de las circunstancias: la traviesa casualidad. Esto suena como la metáfora bíblica de Sodoma y Gomorra, donde la única opción de Lot y su familia, fue la de mirar al frente y seguir hacia adelante. El detenerse y regresar a ver el castigo de fuego y azufre apocalípticos sólo podía tener una pena: su conversión en fría y pétrea estatua de sal. No podemos dejar de escoger; el sólo hecho de no hacerlo ya es una opción. Una esclavitud que impone la libertad!

La vida personal no deja de estar impregnada por estos caprichosos vericuetos, en los que ejercen su protagonismo lo inesperado, lo fortuito, la casualidad de las circunstancias. En éste sentido, bien podría inventarse algo contrario al tema de ésta entrada, una especie de anti-fortuna o anti-serendipity; es decir, el hallazgo o descubrimiento de algo trágico o lamentable, en un revés de la suerte, cuando justamente parecía que gozábamos de los beneficios accidentales de la fortuna y habíamos echado mano de un importante requisito: nuestra propia sagacidad… Así, este anti-serendipity sería no otra cosa que una mala casualidad.

A veces me pregunto por qué la gente juega; por qué cede al extraño impulso de la tentación de los juegos de azar. Lo hace por simple búsqueda de emoción y fortuna material? Por pura distracción lúdica frente a la magia de su seducción? O es que interviene, más bien, un afán deliberado por torcer la casualidad? Si ésa es la intención, no sería también una ingenua, si no absurda, manera de caer en otro capítulo del libreto de la propia casualidad?

He topado éste tema porque hay palabras que, como es el caso de serendipity, me encanta escucharlas en otros idiomas, más que por su semántica o por su sentido, por su clara insinuación onírica y por su deliciosa musicalidad. Me había parecido que la palabra no tenía una perfecta traducción en el castellano pero me he topado con la voz correspondiente en el diccionario: serendipia. Y esto solo lo he descubierto por pura “casualidad”…

La vida parece ser una representación dramática cuyo escenario está adornado por el opaco terciopelo de la casualidad. Ya lo había dicho el mismo Walpole, en una de sus innumerables cartas: “ El mundo es sólo una comedia para los que piensan; pero no deja de ser una tragedia para los que sienten”… Comedia o tragedia, pero en definitiva, dirigida por la incierta fortuna y representada también por pura casualidad...!

Shanghai, 20 de Octubre de 2010
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16 octubre 2010

Copiapó

Hay veces que la realidad parecería tratar de imitar a la ficción. Eso es lo que ha sucedido estas últimas semanas con la hazaña heroica de los treinta y tres mineros atrapados en la mina de cobre del desierto chileno de Atacama. Esa es una historia de resistencia y esperanza, de organización y de solidaridad. Es también la historia de una tragedia que se frustró con la determinación de todo un pueblo por rescatar a sus compatriotas y por llevar la imagen de un país unido y solidario a todo el mundo. La tragedia que pudo ser, se convirtió así en lo que Julio Verne nunca imaginó ni relató: “Un viaje desde el centro de la tierra”.

Fui a Chile por primera vez hace ya como treinta años. Ese país salía entonces de una experiencia colectiva traumatizante: la toma del palacio de La Moneda y la caída del primer gobierno de izquierda elegido democráticamente, en ese largo y angosto territorio avecinado a las frías aguas del Océano Pacifico. Ese era un Chile donde todavía se hablaba en voz baja, donde una dictadura de mano fuerte había empezado a oponer las diversas visiones que podían tener el bienestar y el progreso con su intransigente intolerancia. Chile era en ese entonces un país de gente taciturna que caminaba apresurada, era un país sin anuncios comerciales que vivía entre la confusión y la esperanza; a medio camino entre el reclamo y el conformismo, entre la ira y el resentimiento.

El país del Mapocho era por esos años lo que nadie más quería ser en America Latina; sin embargo, fue necesaria esa experiencia para que el pueblo chileno saliese fortalecido. La vivencia les hizo comprender el valor del trabajo colectivo y de la solidaridad; les enseñó el beneficio que pueden ofrecer la planificación y la perseverancia en el esfuerzo. Sólo hacía falta tomar un auto de alquiler en Santiago para comprobar el nivel de educación del hombre medio. Uno podía advertir que las mismas semillas que antes habían permitido florecer la disensión y la inconformidad, estaban ya echadas para sembrar unos nuevos objetivos comunes y concretos.

Y esta fue la imagen que en este Octubre, los chilenos nos ofrecieron al mundo: la de un pueblo unido, con un sentido maduro de colectividad, que puso sus mejores recursos humanos y materiales al servicio de un encomiable empeño. Chile supo saltar por encima de las diferencias políticas y consiguió unirse detrás de una causa que le identificó y que se transformó en el símbolo de un nuevo concepto social. Porque Chile es el primer país de nuestro rezagado continente que ha logrado redescubrir el real sentido de la más manoseada de las palabras del léxico político: prosperidad. Sí, porque no hay progreso sin esfuerzo, ni se consigue el desarrollo sin el ingrediente aglutinante del acuerdo social.

Fue también positivo y estimulante para el mundo poder presenciar esta jornada de empeño compartido y de solidaridad. La gente acostumbrada a la cobertura de las tragedias y las calamidades de la condición humana; pudo apreciar una historia distinta convertida en heroica hazaña, en un guion donde destacaban la redención y la esperanza; el compromiso político y el estímulo social. Presenciar al humilde minero convertido en orgulloso e improvisado héroe, comprobar su educación y facilidad de comunicación, fue una clara lección de lo que pueden lograr los objetivos comunes y el sentido de colectividad.

Hay acontecimientos que conmueven e inspiran por su trama y su desenlace. La odisea de los mineros entrará a la historia del hombre con la fuerza de otras aventuras sustentadas en la perseverancia, la ilusión y el afán por sobrevivir; a pesar de los desacuerdos internos, el aislamiento y la adversidad. Sin esos primeros elementos no se hubieran satisfecho nunca los viajes de descubrimiento, jamás se hubieran conquistado en el mundo los avances signados por las huellas de la dignidad.

Las hazañas se hacen siempre con el espíritu dispuesto de un pequeño puñado de hombres que se impulsan en los vientos de la ilusión y la prosperidad. Esta historia de treinta y tres mineros, con todo su contenido humano y el valor de su propio empeño, ha de entrar en los anales de las aventuras de otros personajes que, en el pasado, nos dejaron su mensaje y su ejemplo de sacrificio, compromiso y lealtad. Este heroísmo nos hace difícil no recordar los viajes de Jasón, de Cristóbal Colón o de Sebastián Elcano; o las luchas por la individualidad del pensamiento; o la vocación al martirio en la persecución de los anhelos de libertad.

Este hecho afortunado y memorable, nos ha de fascinar con el encanto narrado en no repetidos cuadernos de viaje, como en los diarios de Colón o Pigafetta, y nos ha de inspirar siempre como ya lo hicieron los sobrevivientes del accidente aéreo de Curicó, en Los Andes; o como propusieron desde antes los todavía más notables acontecimientos a los que debemos la independencia de la opresión y la vida en armonía y libertad. Copiapó será siempre el hermoso cuento de un grupo de gente buena que luchó contra la adversidad, gente que supo convertirse en protagonista sin acceder al protagonismo; será una historia de fortaleza moral y un ejemplo de dignidad. En fin, una humana aventura de ilusión y solidaridad.

Al intentar un homenaje a estos valientes mineros rescatados de la profundidad de la tierra, he recordado el pensamiento del cántabro Vital Alzar contenido en una leyenda de su monumento en la playa de El Sardinero: “La fe es la barca, pero sólo los remos de la voluntad la llevan”. Sí, porque no sólo hay profundidad en los oscuros socavones de las entrañas de la tierra, ella también existe en los iluminados valores donde triunfan la fe y la voluntad!

Shanghai, 17 de Octubre de 2010
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13 octubre 2010

El oscuro frenesí de la sangre

No recuerdo cuando escuché por primera vez esa expresión. Es probable que la haya relacionado por entonces con esos episodios de exaltación que tienen ciertos arrebatos que adquiere la pasión, cuando se presenta en sus maneras más comunes: la ira y la lujuria. O dicho de mejor modo: la furia descontrolada y lo que un ingenioso amigo de juventud llamaba “la venida de los angelitos” para referirse al clímax sensual. Era esa frase, pensaba yo, una forma de expresar esa especie de atropello que suele tener la sangre, cuando nos enfrentamos a ciertas situaciones, que parecerían producirnos un indescriptible arrebato interior.

Es justo lo que yo sospechaba que le ocurría a nuestro vecino de barrio, un jovenzuelo aturdido y emponzoñado, que buscaba camorra a todo aquel que, al pasar por la vereda de su casa, le quedaba mirando por un segundo demás; porque quedarle mirando a él era algo que su escasa tolerancia no le permitía soportar. Ahí él entraba en una suerte de confuso trance, era como que había perdido de golpe el control sobre su precario juicio. Porque el loco de enfrente, como le llamábamos, parecía reaccionar como si un fuego invisible le hubiese puesto a hervir sus fluidos interiores, o como si un vendaval hubiese provocado esa rabia que parecía dar fuerza sobrenatural a su torva anatomía, espoleando con un portentoso acicate la irritabilidad de sus sentidos.

Siento, yo mismo, esta clase de exaltación de tarde en tarde. Me parece que algo misterioso y confuso se ha introducido en mi cuerpo y se ha apoderado de mí para dominarme por adentro. Ahí, y sin que ya nada pueda hacer por evitarlo y detenerlo, este singular impostor toma posesión de mis sentidos y me convierte en una dócil marioneta que se deja llevar por sus caprichosos designios. Esto pasa cuando escucho una cierta clase de música; y sin que tenga tiempo para advertir ni prevenir este instante crítico, me viene un deseo descontrolado por ponerme a bailar. Cuando esto sucede, me libero y me abandono; y casi sin darme cuenta, de pronto y con espontánea ocurrencia, me pongo a bailar en solitario. Es cuando todo se me convierte en un inmanejable torbellino. Es como si un ritmo enajenado me desbordara con su rara e impetuosa manifestación.

Entonces, cual si se tratase de una traviesa y repentina embriaguez, se apodera de mí un extraño y avieso furor. Lo he sentido en forma repentina muchas veces; e impulsado por el son y el ritmo de la música, siento lo que nadie más parecería estar en condición de percibir. Algo dentro de mí parece que me incita y que me impulsa; y yo, ajeno a otras presencias y otros prejuicios, siento de golpe que no me importan ya ni mis recelos, ni los criterios y los comentarios de mis vecinos. Me dejo ir, me dejo llevar por el ritmo de esa percusión que me impele y que me empuja. Tengo la liviana impresión que me desplazo por el aire. Es la sensación de un gozo etéreo que me persuade que me he puesto a volar…

Entonces surgen la pasión y el arrebato; el frenesí y la fantasía. Se impone la sensación de un corazón que late atropellado y delirante, que lo que intenta es desbordar. Ahí descubro aquel fluir vertiginoso que parecería tener la sangre. Es sólo ahí cuando interpreto qué es lo que otros entienden por aquello de “el oscuro frenesí de la pasión”. Ahí mi respiración se entrecorta; mi pulso, en imprevista vorágine, se acelera. No soy ya el que sigue las variaciones de la melodía; es como si el ritmo me persiguiera para acompañarme, para envolverme, para participar del embrujo inusitado de este travieso deambular.

Me pregunto: era eso lo que sentía mi viejo cuando yo era niño y él se ponía a recitar? Era este como extraño éxtasis el que a él lo transportaba a un mundo ajeno y distante? La pasión parece ser como un licor cuyo pertinaz efecto embriaga sin atenuantes. Cuando en la sangre fluye este sorprendente frenesí, uno pierde la capacidad para poderlo dominar. La pasión se convierte en un río torrentoso y desbocado que irrumpe sin encontrar un dique que lo pueda moderar.

Me averiguo si la suma de estos embriagantes momentos se ha de parecer al ansiado paraíso. Será todo sólo calma allá arriba? Algo similar a una quieta paz, ausente de estos inexpresables momentos que parecen definir más la insania que la felicidad? Intuyo que estos impromptus han de existir allá arriba en el cielo. Propongo que ha de ser en esas continuas instancias de perturbación y raro encantamiento, donde ha de residir el apogeo de la eternidad. El paraíso sería un lugar destinado para el trance permanente; un espacio para que la furia y el delirio, envueltos en remolino impetuoso, puedan satisfacer su afán de plenitud.

Bueno, me voy... La música está que me invita y que me llama; siento que algo por ahí adentro me participa con la convocatoria de su oscura tentación. Sí, lo sé. Sé que es la cuota anticipada de mi propio e inefable paraíso celestial!

Shanghai, 13 de Octubre de 2010
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06 octubre 2010

Teoría de la absoluta relatividad

Estoy “bravo”; digamos que furioso, y no sólo “un poquito resentido”. Es que, cómo no iba a estarlo! Me ha llegado un correo electrónico que, en forma que quizás sólo aspira a la broma risueña, se refiere a dos “ancianos de sesenta y cinco años” que, cual si a esa edad ya les haría falta recluirse en un asilo, hacen parte de su vida en un geriátrico hospital. Es que… llamar “ancianos” a una pareja de sesenta y cinco… no sólo es injusto y anacrónico; sería como llamar adolescentes a dos recién nacidos, como tildar de personas maduras a dos jovencitos que recién viven los afiebrados años de su incipiente pubertad!

Sí, me parece un insulto injusto, realmente un contrasentido; pero, lo entiendo, persuadido, como estoy, que dicho mensaje sólo intenta participar una nota de humor y no lastimar, con una ironía negativa, el hecho inexorable del avance de la edad. Todos vamos hacia el mismo destino, que es el de envejecer; y como decía hace mucho tiempo uno de mis más queridos hermanos: “quien va al anca, no va atrás”. Crecer, madurar, envejecer, convertirnos en viejos, es nuestro sino ineludible. Lo importante es saber aceptar el inevitable transcurrir del tiempo, es saber aceptar con dignidad y con gracia esa inexorabilidad.

Lo que sucede es que los medios y la publicidad, al igual que la literatura, se encargan de ir creando la falsa ilusión que no vamos a envejecer jamás, que la vida es un cuento feliz, en donde la última despedida no es parte de su inaplazable e impredecible final…

Sí, además, porque es sólo en los cuentos infantiles que no se envejece ni se muere; porque ser joven es ante todo saber aceptar que hay cosas que ya no se las puede hacer cuando uno llega a cierta edad. Seguir siendo joven es ante todo, saber reconocer que el tiempo tiene un transcurrir vertiginoso, es aceptar que todavía se tiene tiempo para el compromiso, para seguir aceptando lo que en la vida se llama responsabilidad. Alguien dijo que la juventud no era sólo una circunstancia cronológica, que era más bien un estado de ánimo, un no aceptar una tarea como acabada y concluida, un permanente estado de disponibilidad…

Pero, acepto el cumplido con una de las mismas armas y recursos que me ha otorgado esto de “la edad”: ese refrescante y conciliador abrigo llamado magnanimidad. Y, con este mismo atributo que me ha regalado el tiempo, juzgo que quien así se ha referido, para calificar como “ancianos” a “unos jóvenes que van camino para viejos”, lo ha hacho muy probablemente influenciado por algo que interviene en todo aspecto en la vida: la también inevitable teoría de la relatividad. Porque todo resulta relativo en la vida; y de este caprichoso carácter no escapan ni la belleza, ni la verdad, ni la riqueza; y, por lo mismo, tampoco escapan las circunstancias que se relacionan con la edad.

Uno va aprendiendo con los años que nada es absoluto en la vida, que todo es relativo, que si hay algo absoluto es únicamente la relatividad… La riqueza y la pobreza son relativas, lo son también la belleza y la fealdad. La verdad tiene que ver con el lado subjetivo de quien la proclama o de quien sus proposiciones acepta. Todo depende de un punto de referencia; en esto justamente parece consistir una teoría física que no siempre entiendo y que mi tocayo Alberto Einstein, desarrolló con el conocido nombre de “Teoría de la Relatividad”.

Parece que hasta la felicidad misma es relativa. Hay quienes piensan que esa felicidad no existe, que llamamos con ese nombre a breves y ligeros momentos de dicha, que son muy cortos para llamarlos con el definitivo y absoluto nombre de “felicidad”. Con mis “relativos” cortos años, y limitada experiencia, he ido también aprendiendo que la realización en la vida tiene que ver, más bien, con la propia y subjetiva expectativa. Esto en cierto modo es una bendición, pues se puede acceder a la plenitud no sólo con satisfacer lo que uno espera, sino además con sólo morigerar y atenuar nuestra propia aspiración, con reducir lo que estamos dispuestos a esperar. Es por tanto relativo hasta ese idealista concepto que parece justificar nuestro paso por la vida y que todos parecemos perseguir con obsesión: ese valor absoluto llamado felicidad…

Claro… todo parece depender del punto de referencia, de la atalaya desde donde se mira… Cuando yo era muchacho, me parecían viejos los que en ese entonces sólo me doblaban en edad. Conservo todavía una fotografía de mi padre cuando sólo era un hombre de edad mediana; pero en la misma, aún ahora, él me sigue pareciendo como si todavía fuera un hombre caracterizado por una circunstancia que hoy ya no es vigente: la diferencia que existía entonces en nuestra respectiva edad. Es curioso e insólito tener que reconocerlo: hoy soy ya casi un lustro más viejo que la edad que entonces él tenía; pero estoy persuadido que siempre lo seguiré viendo como a un hombre más viejo, sin importar mi propio e inevitable envejecimiento, como que no intervendría el cambiante y travieso ingrediente de mi “avanzada” y siempre “avanzante” edad.

Es que… todo en esta vida es relativo. Lo es el tiempo y, por lo mismo, inclusive la incomprensible teoría de la relatividad!

Shanghai, 6 de Octubre de 2010
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04 octubre 2010

Exaltación de RC!

No recuerdo cómo fue que lo conocí. Ni siquiera recuerdo cuando escuché su nombre por primera vez. No se ya, si fue a través de un anuncio de publicidad o gracias a uno de esos programas que pasan por la televisión internacional. Lo cierto es que, desde el principio, hallé en ese nombre un cierto atractivo que se asociaba con su misteriosa y cautivante personalidad. Habrían de pasar algunos años antes de que tuviera el privilegio de sentir yo mismo su carácter y de apreciar su discreta elegancia, su estímulo casi intelectual.

Fue en ese ambiente, con gente que ya había tenido la satisfacción de conocerlo; en ese mundo que hablaba de sus atributos, ese mundo de iniciados, que se me dio la rara oportunidad de poderlo yo también apreciar. Así pude comprobar su magnetismo, su altivez, su salvaje encanto. Me sedujo desde aquella primera vez. Me fascinó por su talento, por la forma como representaba la fuerza natural que exhibía su territorio. Las suyas eran iniciales que se confundían con la exaltación de los sentidos. Tan avasallador era RC, que para presentarse y convencernos, no requería de ningún ardid cosmético, RC no necesitaba ya de ningún disfraz.

Claro que no estoy hablando del que sabemos! Ni siquiera de esa travesura trivial que con idénticas iniciales y con el vacío título de Revolución Ciudadana, han dado por ahí en llamar. No! No es posible apreciar la altanería en una copa de vino; sólo se puede contener en una botella lo que se hace y logra con esfuerzo pero sin resentimientos, lo que se hace con abnegación, paciencia y bondad! Estoy hablando de Romanée-Conti; un caldo preponderante por su sencilla y sutil elegancia, por su exclusivo cuerpo. RC nos hace sentir orgullosos de ser parte de la civilización; nos invade y nos inflama con tan sólo llegar al paladar!

Hace algunos años, gracias los apurados periplos a que obliga mi profesión, fui descubriendo los vinos suramericanos. Quizás estuve siempre más expuesto a las cepas chilenas. Sin embargo, fue a los mostos argentinos que me fui adaptando con más facilidad. Aquellos viñedos mendocinos de Navarro Correas y Chateau Montchenot eran los que favorecían las preferencias de mi entusiasta paladar. Más tarde, con mis continuos viajes a Europa, y a Francia en particular, habría de ponerme en frecuente contacto con las cepas del Viejo Mundo. Aprendí así, poco a poco, a reconocer las diferentes variedades europeas y fui descubriendo el resultado del arte de mezclarlas que los vinicultores franceses han perfeccionado en las cercanías del estuario del Gironde. Allí se busca un equilibrio entre los sabores frutosos del Merlot y el sofisticado cuerpo del Cabernet Sauvignon.

Francia cuenta con otras dos grandes zonas donde diversas variedades las definen y diferencian. Son ellas Borgoña y Côtes du Rhône. En la primera dominan los incomparables vinos que produce el Pinot Noir y en la segunda predomina la mezcla, de hasta una docena de variedades, cuyo sabio maridaje consigue productos fascinantes como el Châteauneuf du Pape.

España tiene su hijo predilecto en el Tempranillo, un vino serio que es difícil de olvidar. Ahí, tanto en Rioja como en Riveras del Duero, se destacan también los jugos que resultan de exprimir otra variedad: Garnacha. Pero, es en la Toscana italiana, donde se producen los vinos más antiguos que existen en el mundo; la mayoría de ellos resulta del cultivo, crianza y estrujado del Sangiovese. El vino de color rubí que resulta de este proceso, presenta una textura inigualable. Italia produce vino desde tiempos inmemoriales; fueron los ejércitos romanos y las necesidades logísticas de los territorios conquistados por su imperio, los que expandieron la costumbre de gozar del vino desde la remota antigüedad.

Son otras dos cepas de reciente desarrollo en América que sorprenden por su carácter moderado y sobre todo por su cuidadosa exclusión de taninos, a lo que quizás deban su inesperada y cada vez más creciente popularidad. Son el Carmenere y el cautivante Malbec, un vino con inquieta personalidad que refleja la exuberancia verbal del hombre de las tierras meridionales de América y deja el recuerdo de la discreción de sus mujeres para hacerse notar con su sugestiva forma de caminar… Mas, los vinos del Nuevo Mundo son para probarlos jóvenes: muy poco de beneficio se obtiene con ponerlos a conservar. Es con los caldos franceses que se obtiene una favorable mejora cuando se los aprecia luego del paciente artificio de la espera, cuando se los guarda para disfrutar de su edad.

Conservo unas pocas botellas que fui adquiriendo con el tiempo; representan a exclusivos viñedos de Bordeaux y de Borgoña. Guardo distinguidas botellas de la clasificación oficial de los mejores vinos de Medoc. A su lado descansan otras de más opulentas caderas; lucen un jugo menos oscuro, pero más predecible: el mosto inigualable del Pinot Noir. Ellas representan el esfuerzo del hombre de esas tierras; pero se deben al carácter generoso de esas comarcas de naturaleza caliza y arcilla rojiza, ubicadas en las favorecidas laderas de la Cote d’Or. Es en esa arenosa campiña donde madura hasta la seducción, el incomparable vino de los dominios de Romanée-Conti.

Por ahí reposan y maduran mis consentidos frasquitos de Echézeaux y Romanée Saint-Vivant. Me esperan en una tierra que también espera hasta que pueda irlos a disfrutar. Cuán bondadosos son estos vinos de Romanée-Conti! No necesitan gritarle a nadie para persuadir e inspirar, para hacerse querer y respetar!

Shanghai, 4 de Octubre de 2010
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01 octubre 2010

La otra revolución

Fue ese un episodio social y político que habría de conmover y cambiar al mundo. Las ideas que lo impulsaron, tienen ya más de dos siglos de vigencia. Sus postulados habrían de terminar con el autoritarismo de un régimen y habrían de sentenciar el fin del absolutismo real. La Revolución Francesa habría de persuadir, con las ideas tomadas de la Ilustración, que el sistema imperante era ilegítimo, en la medida que no se sustentaba en el concepto sustantivo que había pasado a cobrar vigencia: la fuerza desbordante de la razón.

Es por ello que esa revolución cobró trascendencia y mantuvo su influencia; justamente porque, a su propuesta política y a la alternativa social que promulgaba, supo apuntalarla en un irrefutable, firme y vigoroso sustento intelectual. Las ideas de Voltaire, Rousseau y Montesquieu habrían de prolongar su refrescante contagio gracias a la proclama de universales conceptos como libertad, igualdad y fraternidad. Estas nuevas ideas exigían la separación de poderes; sus preceptos se oponían a las injustas e innecesarias divisiones que se habían institucionalizado dentro de la sociedad.

Este fue un inevitable proceso que, como una avalancha, habría de atropellar, más tarde, con sus postulados al mundo. Su detonante fue la misma rigidez de la gobernante monarquía. Los ingredientes que exacerbaron la reacción de la ciudadanía fueron, a más del creciente descontento del pueblo, las nuevas ideas libertarias; la eclosión de las nuevas clases; la crisis económica que había creado tanta incertidumbre e inseguridad en la sociedad. Era ahora inadmisible seguir manteniendo un sistema político que no estaba refrendado en la voluntad de la mayoría, que había perdido su indispensable sustento: su representatividad.

Si estas son las lecciones que nos dejó la historia hace más de dos siglos; es incomprensible e inaudito que las “nuevas revoluciones” olviden los básicos postulados que constituyen el símbolo mismo que justifica su propuesta. Es indispensable la declaración de unos objetivos que siguen siendo permanentes: los razonamientos directrices de libertad, igualdad y fraternidad. Porque, no puede suspenderse la libertad a pretexto de querer impulsarla; no puede desconocerse la diferencia entre los hombres a pretexto de conseguir la igualdad. No puede provocarse el odio entre los estamentos de las naciones, con el espurio y demencial razonamiento que su motivo propende hacia la fraternidad!

La revolución de finales del siglo XVIII dejó huellas como la toma de la Bastilla y la guillotina; pero dejó sobre todo la impronta indeleble de su intelectualidad. Sin la Declaración de los Derechos del Hombre, otras habrían sido las secuelas de la Revolución Francesa; habría sido un proceso cruento o incruento; temporal en sus consecuencias o trascendente; pero sólo su profundo significado libertario y humanista, habría de servir como modelo para las sociedades progresistas del mundo. Porque nunca pueden desconocerse los valores fundamentales del hombre, con el cuestionable pretexto de proporcionar o repartir mejor el pan.

Qué es preferible propiciar: pan sin valores; o, vigencia de valores, pero sin la posibilidad de acceder al pan? Tengo la impresión que el mundo cae con frecuencia en la trampa de esta absurda como maniquea dicotomía, ya que no puede haber bienestar sin orden y sin responsable solidaridad. Porque, de qué sirve conseguir al pan, si el hombre ha de carecer de libertad? La Declaración de Derechos dejó el legado de unos principios elementales, unos derechos básicos e inalienables, como la seguridad y la propiedad; pero dejó además otros aún más prioritarios e indispensables como la resistencia a la opresión, el derecho a la opinión y el intrínseco derecho a la misma libertad.

Es sorprendente como algunos “revolucionarios” modernos olvidan estos fundamentales esquemas intelectuales y desconocen estos inviolables valores. Qué beneficio duradero puede obtenerse del autoritarismo y la intolerancia? Qué provechosa consecuencia puede conseguirse con la oposición criminal entre los diferentes grupos sociales; sin propender a encontrar en ellos su necesaria complementariedad? Qué se obtiene de escindir la república; qué se logra con el discurso hostil y altanero, con enfrentar en forma irresponsable a la sociedad?

Observo desde lejos del país los acontecimientos bochornosos del último día de Septiembre. No los condono, ni los justifico, porque debemos aprender a vivir en democracia; lamentablemente… la democracia no es un sistema donde sólo cuenta el capricho y la opinión exclusiva de una temporal mayoría; es, ante todo, un sistema que debe representar a todos los sectores de una determinada sociedad. Si no, la intolerancia pronto da paso a la anarquía; la prepotencia y el abuso del poder dan cauce a reacciones innecesarias que confunden y perjudican los mismos objetivos que la así llamada “revolución” dice perseguir y buscar!

Las horas postreras de Septiembre no denunciaron un proyecto sedicioso. Fueron tan sólo un mal manejado descontento de un grupo de ciudadanos que habían perdido la confianza en los mecanismos democráticos que se supone debe tener la sociedad. Pero, está claro, cuando la confianza se pierde, la falta de respeto a quienes representan a las instituciones no se puede dejar de esperar. Ahí no hubo intento de golpe, tan sólo una muestra de lo que hay en un grupo cada vez más importante de la ciudadanía: un malestar y un descontento porque se desconocen los mismos procedimientos que luego se los quiere reclamar.

Quizás este triste episodio no sirva para radicalizar la necedad y la estulticia. Quizás la experiencia lleve a los culpables a revisar sus provocadoras actitudes y sus desafiantes políticas. Quizás la lección se aprenda, para beneficio de la verdadera democracia y del renovado respeto a las seculares ideas de libertad, igualdad y fraternidad. Solo así la revolución ya será de todos! Pues… parecería que hasta la maldad hace menos daño que el que provocan la intransigencia y la necedad!

Amsterdam, 1 de Octubre de 2010
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