29 noviembre 2010

Caldo de 31

Hay en mi tierra un plato típico; es una sopa que se llama “caldo de 31”; así, con números y sin letras. Escrito de esta manera, porque muy probablemente no se sabe cómo mismo escribir “treinta y uno” en los cartelones y pizarras de anuncio de los humildes salones donde se la expende. Así lo intuyo e imagino. Es que, hay una regla curiosa en la escritura correcta de los números cardinales en el castellano: todos ellos, hasta el treinta, pueden escribirse con una sola palabra; pero de treinta y uno en adelante, se deben escribir con más de una; a menos, claro, que se trate de decenas, centenas o millares. Así, por muestra de ejemplo, puede escribirse veintiuno, pero nunca “treintiuno” o “cuarentiuno”.
Pero, este “caldo de 31”, no es una sopita con prosapia. Tan poco linaje ostenta, amable lector, que si usted pregunta a una persona si la ha comido, va a toparse invariablemente con solo dos tipos de respuesta: que no la conoce o que se haga el que no la ha conocido. Porque en el nivel cultural al que me imagino usted pertenece (que, a su vez, le da acceso a estas profundísimas como “viscerales” lecturas), no puede, ni debe, reconocer que "se ha rebajado" a saborear una sopa hecha con panza, intestinos de res y otras menudencias; o que ha merodeado por lugares donde existen cantinas, picanterías, mercados y lugares de esa calaña…
No se de dónde le viene el curioso nombre. Me imagino que le viene del número interminable de los ingredientes conocidos. Nada creo que tenga que ver con el precio del ampuloso plato; aunque, como va la inflación y la dolarización en “la Provance” (como llama a nuestra tierra un tal Vinicio), quién lo sabe! Me animo, más bien, a conjeturar que el nombre le viene, como un plato que originalmente se elaboraba solo en el último día de diciembre, el postrer día del año.
Yo mismo, que sí sé lo que es el famoso “31”, y que me precio además de tener una rara y obsesiva pasión por las sopas y los calditos; debo confesar que jamás he probado la poción en disputa. Dos años de vivir en Corea me enseñaron que hay sopas en el mundo que son simplemente fascinantes; los coreanos tienen caldos picantes que se sirven en tiestos reverberantes de arcilla, con nombres y apellidos exóticos e impronunciables, como “sun du bu jigué” o “yu kie jang”. Ahí aprendí que estos mejunjes nada tenían que ver con las mazamorras de mi infancia o con esas sopas de fideo cuyas infaltables cebollas las tornaban en nauseabundas. Cuántas veces esas sopitas merecieron una rápida desaparición subrepticia aprovechando del descuido de la abuela o del celador de turno…
Porque en una sociedad preocupada por el respeto ajeno o el “que dirán”, mal podríamos reconocer o aceptar que hubiéramos ingerido vísceras de res, o sea tripas; por mucho que, por puro pudor, las hayan rebautizado de “chinchulines” los incorregibles e inimitables argentinos. El caldo de treinta y uno es simple y llanamente una sopa de panza, tripas y otras maravillas. Sé que le llaman también “caldo de manguera” y hasta “sopa de la vida”; pero, una vez más, acúsome padre porque he pecado, confieso que jamás la ha comido! No; y ésto a pesar de que los mondongos, sancochos, sopas de bola de verde, arroces de cebada y otras delicias similares, han formado siempre parte de mis manjares predilectos (gracias tía Julieta!).
Y bueno, a qué viene todo esto de hablar del caldo bendito? Pues… la idea no es hablar de recetas culinarias, ni de prejuicios sociales, ni de auto-reconocimientos de nuestro más íntimo e inocultable esnobismo; he arribado a esta “enjundiosa” reflexión porque he llegado a registrar mis primeras treinta y un mil horas, en esa ambulante bitácora que es mi libro de vuelo. Y, he pensado que todas esas idas y venidas, todas esas subidas y bajadas, bien pueden compararse con nuestro despreciado caldito de treinta y uno. Sí, porque todas esas ausencias y renunciamientos requirieron de una significativa cuota de “tripas” y de coraje; y en el ínterin (como decía un conocido) hemos dejado crecer la flácida pancita…
Pero… alguien tiene que hacer el trabajo sucio en la vida; alguien es el que tiene que sacrificarse, o por lo menos, que esforzarse. Y para ésto es preciso, de vez en cuando, “hacer de tripas, corazón”; aforismo que solo trata de expresar que, no importa lo modesta que sea la condición de nuestros esfuerzos, hay que ponerle empeño a las cosas de la vida: hay que luchar con perseverancia y con pasión. Y, si de todos modos, lo que hay que hacer tenemos que hacerlo, es mejor hacerlo con gusto y tratando, además, de disfrutarlo. Este es el precio que hay que pagar en la vida por haber aceptado ciertos compadrazgos: comerse por obligación un cuy asado sin hacer muecas, o servirse, sin chistar, un caldito de manguera…
Tengo que hacer un elogio de las tripas en este punto. Porque, nada tan delicioso como un montubio “arroz con guatita” o una sustanciosa “bandera”, plato que consiste en un tríptico listado de guatita, arroz y camarones. Y si usted no tiene resquemores ni remilgos por las comidas con nombrecitos autóctonos o indígenas, qué tal unos intestinos desinfectados con cerveza y puestos a asar a la perfección en la parrilla, aunque les hayan dado el infamante nombre de “tripa mishque”? No importa tampoco que "se los tenga" que empujar con unas heladas cervecitas. Le prometo, lector amigo, que para estos “entrañables” menesteres, no se requiere de ninguna clase de coraje (guts)!
Bueno… les dejo que tengo que volver a sumar las horitas. No se me dan las cifras, ni los números a estas horas de la silenciosa madrugada. Qué injusto, irónico y contradictorio resulta resumir en un cuadernillo saturado de fríos guarismos, todas esas formidables e irreversibles vivencias que nos fue, poco a poco, regalando esta vida de la aviación. Esto, a pesar de las “menudencias” y de la pancita; ah… y de las travesuras y de las maldades; aunque no tan pecaminosas como las de nuestro desconocido amigo “Jack el destripador”…
Shanghai, 30 de Noviembre de 2010

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26 noviembre 2010

Entre clavos y cubiletes

Esa tarde la molestia se convirtió ya en un dolor insoportable. Cuando dejé el hotel en Frankfurt para efectuar una de mis rutinarias caminatas, no me hubiera imaginado que solo dos cuadras después, me tendría que sentar en la vereda, al filo mismo de la calle. Tal era la naturaleza extraña de ese punzón intolerable. La sensación de uno como garfio clavado en la pantorrilla, me impedía de pronto movilizarme. Poco antes me habían diagnosticado múltiples hernias en los discos lumbares, asunto que vino a corroborar una presunción temprana cuando pocos años atrás me habían auscultado una escoliosis al renovar un seguro médico.

El problema, a más de insufrible, fue convirtiéndose poco a poco en permanente. Fue así como el traumatólogo que me trataba solicitó una resonancia magnética para poder evaluar con más exactitud el alcance de la deformación que producía esta molestosa dolencia. Para sorpresa de los facultativos, se encontró un cuerpo extraño adherido al nervio central que corre al interior de la columna vertebral. Se trataba de un preocupante tumor de casi dos centímetros de diámetro que el examen mencionado no podía determinar todavía su naturaleza o carácter.

Sin pérdida de tiempo fui remitido a un reputado médico neurocirujano, quien determinó, a su vez, la perentoria necesidad de operar la columna, con el objeto de remover este llamado Schwannoma. Se me informó que la operación no consistía en un proceso complejo, pero que podían presentarse ciertas complicaciones y consecuencias irreversibles, como la insensibilidad de los miembros inferiores e inclusive una probable paralización de las piernas, si el procedimiento llegaba a lastimar al nervio central. Sin embargo, la cirugía se realizó con enorme éxito, para alegría de la parcialidad, de la fiel fanaticada y de todo el resto de la parroquia. Lamentablemente, la operación, solo extrajo el tumor y no corrigió los discos que se habían herniado previamente…

Tuve una recuperación vertiginosa y admirable. Para mi satisfacción y sorpresa, al día siguiente podía ya caminar; una semana después estaba ya nadando y montando bicicleta; y dos semanas más tarde podía ya cumplir nuevamente, y con el satisfactorio beneplácito de la correspondiente contraparte, con mis más importantes obligaciones conyugales (lavar, planchar, cocinar, barrer y firmar cheques). Y, lo más importante: tan solo tres semanas después de la delicada intervención, era recomendado nuevamente para desempeñar mis suspendidas y extrañadas actividades profesionales. La alegría, sin embargo, fue de muy corta duración… Pronto volvieron los dolores en la pierna, producidos por la presión que ejercían los deformados discos lumbares en este inflamado nervio ciático!

Fue cuando descubrí que, a pesar de los tremendos malestares que empezaban ya a alterar mi estilo y calidad de vida, había ahora escasas posibilidades para que me intervinieran, o eventualmente reemplazaran, los discos afectados. Como consecuencia del corte que hicieron en tres vértebras, éstas ya no tenían la forma de un anillo, sino que más bien se semejaban a una herradura; y los médicos no estaban seguros si la mejor alternativa era operar, cuando la columna no ofrecía aún el sustento necesario para soportar un nuevo procedimiento, así de delicado. La función de soporte que producía la región lumbar ya no estaba provista por la estructura ósea; ahora el cuerpo se soportaba en los músculos laterales.

Esta incomodidad se fue agravando cuando fui advirtiendo que los dolores en la pierna se iban haciendo más intensos y agobiantes. Ningún tipo de medicamento o terapia lograba amainar los dolores y las molestias que me impedían una libre movilización. Esta sensación de tener un garfio incrustado en la pantorrilla, hacía imposible que pudiese caminar por un corto trecho; e inclusive impedía que me pudiese sostener parado más allá de un breve instante. El dolor se fue haciendo tan crónico que me hacía falta buscar un elemento de soporte; o un lugar para, rápido, poder sentarme. La fisioterapia no produjo los beneficios esperados; y la no anticipada decisión de suspender mis actividades empezó ya a considerarse.

Fue cuando alguien comentó algo relacionado con la medicina china alternativa. Fue como si me hubieran insinuado que visite a un shaman, que convoque a los espíritus o que optase por practicar quiromancias y brujerías. Solo el simple hecho de escuchar la posibilidad de acudir a un especialista que me introduzca una dosis inimaginable de punzantes agujitas, hacía que se rebele mi reacia naturaleza, más cercana al escepticismo que a la posibilidad de ponerme en las manos empíricas de un practicante. Pero… algo nuevo tenía que tratar! Además, nada tenía que perder! Fue así como de ateo, de golpe, me convertí en creyente; y renuncié desde muy temprano a la necedad de mi anterior apostasía.

Hoy mismo he regresado de mi sesión ocasional de acupuntura. Recostado en el camastro de un hospital general, he sentido una vez más todos esos alfileres que introducen con admirable pericia en las partes adoloridas y afectadas de mi cuerpo. Casi siempre me administran unos impulsos eléctricos que son los que caracterizan a este insólito e insistente martilleo. En casos ocasionales, una yerba parecida al tabaco es quemada también en la parte superior de la aguja. Se trata de una yerba de características curativas llamada “moxsa” o artemisia, que es una planta de tallo herbáceo, cuyas hojas transmiten el calor de la materia incendiada a los terminales nerviosos que requieren tratamiento. Más de una vez, he sentido la quemazón en la piel producida por la caída accidental de los rescoldos de la ardiente sustancia… Las diminutas y sensibles ampollas que he exhibido después me han servido de ocasional recuerdo y también, como no, de testimonio recurrente…

Terminada la sesión terapéutica, o esta tortura curativa, porque los pinchazos no siempre son inocuos ni indoloros, viene una fase que, para quien no está enterado ni familiarizado, se asemeja a un rito mágico y primitivo. El médico enciende una corta antorcha, cuya enorme lengua de fuego le da e él la extraña apariencia de un malabarista pirotécnico de esquina. Entonces acerca la llama a un cubilete de madera y lo adhiere a los puntos de dolor, creando un efecto de succión con el aire caliente. Una docena de encarnadas huellas denunciarán más tarde el vergonzante e inocultable predicamento del resignado paciente.

No me ha quedado más remedio que nadar entre estas dos aguas: las turbias del tormento y las claras del alivio… Me he puesto en manos de más de dos mil años de esta curiosa tortura, de esta incierta y formidable tradición empírica que me ha devuelto la sonrisa gratificante con que se expresa el alivio. Lo he conseguido gracias a las mágicas antorchas de su exótico malabarismo y al hechizo punzante de sus alfileres incisivos!

Shanghai, 26 de Noviembre de 2010
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22 noviembre 2010

Acertijo con la letra Efe

Nadie lo llama por ese nombre de hidalgo que hace buen juego con su heráldico apellido. Todos lo conocen solo por la inicial del mismo, usando para ello la letra más flaca que existe en el abecedario; una letra tan flaca, que de flaca ya le está venciendo el peso de su propio cuerpo. No es la efe de flaco, de fino, de famélico. Es la efe, de novelero formidable, de optimista fascinante, de piloto forastero.

Esto, de que le llamen así, de Efe, le viene de antes que sus mal llamados amigos lo hubieran rebautizado un día, abusando de su proverbial tolerancia. Y es que, como alguna vez le detectaron una insignificante deficiencia auditiva, los chuscos le empezaron a tildar de “Orejas” y aun de “Oídos Dos Mil”; y todo… por puro traviesos! Yo mismo tengo que hacer un retrospectivo “mea culpa” y reconocer que, más de una vez, le saludé con un socarrón “Qué más Efe, qué has oído?”. Solo para obtener siempre la sabiduría de su invariable respuesta: “Nada, no he oído nada! Solo lo mismo que tu me repites, igual que siempre, querido compañero”…

El es, como yo, un aviador de oficio. Me corrijo: el sí es uno de esos locos enamorados de la aviación; y creo que jamás pensó en ejercer una diferente afición o actividad en su vida. Los pilotos nos convertimos en lo que somos casi siempre por casualidad, por necesidad o por otros curiosos motivos; pero, en su caso, el accedió a ésto de los fierros que vuelan por los aires, de los aparatos que se sustentan en el cielo, con una enorme ilusión; asunto e intención que a él le han acompañado desde que era muy pequeño. Yo lo conozco desde que él era un muchacho y estoy persuadido que ésa su novelería por las cosas de la vida y por las de su profesión, le va a impedir que alguna vez pueda dejar de serlo. Porque el Efe sí que es un muchacho cabal y a tiempo completo, uno de esos inquietos muchachos que hay por ahí; entusiastas y curiosos; noveleros y traviesos!

Compartimos en un cercano pasado la misma cabina, las mismas charlas, las mismas inquietudes; vivimos los mismos renunciamientos; convivimos idénticas preocupaciones, idénticos presentimientos. El es un niño grande. Yo, en cambio, como lo compruebo todos los días frente al espejo, soy todavía un pequeño rapaz, uno de ésos que se empecinan con las rabietas de la necedad y luego se empeñan en aparentar con astucia que ya han dejado de serlo. El supo aceptar con resignación, y por mucho tiempo, una posición que le alejaba de los controles de mando, que es lo único que siempre quiso hacer a su tiempo. Porque, lo que el Efe realmente quería, era que un día le llamen “Capitán” y no con ese nombre ajeno a los aeronautas voladores que es el de los llamados Ingenieros de Vuelo.

Pero, no hay sordera que dure cien años, ni orejas que lo resistan! Y así es como mi buen amigo disfruta ahora de manejar sus aviones y comandar sus vuelos. Hoy es quien “va al volante”, pulsando pedales y cabrillas, sorteando vientos cruzados y malos tiempos. Y hace ahora algo tan entretenido y gratificante, que todos los demás que dicen “oír bien” ya se quisieran estarlo haciendo. Cuarterón de árabe como es, vive y trabaja en la tierra de sus antepasados; gente enorme, misteriosa e inescrutable que sigue las fases de la luna y que respeta el Corán. Así es como el Efe sabe lo que es la ley Sharía y el ramadán; sabe de tormentas de arena, de ansiados oasis, de interminables desiertos; y además, cuando saluda, anuncia con piadosa reverencia, un sonoro e inconfundible: as-salama alekum!

Anfitrión afectuoso y formidable; tiene una diminuta e inteligente mujer que lo ha acompañado en privaciones y requiebros. El Efe, heredó de su padre la persistencia de los militares; y probablemente de su madre, esa discreción elegante de las mujeres árabes que, al ocultar su sonrisa, expresan en su mirada el más inescrutable de los misterios. Por eso él castiga siempre con un gesto conmiserativo la insidia ajena; y no cede jamás a la insinuación venenosa o al comentario perverso. Hay una bondad natural en su distendida catadura; una propensión a escuchar con atención lo que parecería conmovedor e interesante; aunque a él le anime la sospecha de que pudiese ser improbable o incierto…

Hoy el Efe es mi “vecino” de continente. Mientras yo vivo en una cultura donde la gente ha optado por un desinhibido y consumista destape; el transcurre sus días en una sociedad que todo lo esconde y cubre con sus velos. Una cultura donde solo se puede mirar, de las mujeres, sus ojos y calcañares coquetos. Ah, cómo seduce lo prohibido, cómo inflama lo escondido, cómo atrae lo arcano, cómo conmueve lo secreto! Arabia, tierra de abayas y de arena; de miradas furtivas, minaretes y obligados rezos! Arabia, tierra de pudores e incalculables fortunas; tierra donde no se escribe con letras, sino con lombrices escapadas del desierto!

Que quién es el Efe...? Pues, fácil, efe de fácil! Como lo hubiera dicho ya el Julito: “Blanco es, frito se come, gallina lo pone, qué cosa es?” Lean la respuesta en el próximo capitulo, amables lectores amigos! No se pierdan el siguiente episodio del apasionante drama “Las orejas del viento”. Es que… hay misterios detrás de los velos y acertijos escondidos en las dunas del desierto! Y, no vayan luego a decir que “no lo habían oído”; porque hay cosas que no se escuchan, y no siempre es porque sea un secreto…!

Ma salama habibi!

Shanghai, 23 de Noviembre de 2010
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20 noviembre 2010

Eso de la motivación egregia…

A veces cedo al sibilino embrujo de las frases rimbombantes; están ahí, como espantajos escondidos detrás de los portales y de pronto salen a mi encuentro (justo, como estas frasecitas que me han salido, sin siquiera proponérmelo).

Por esos casi olvidados años de mi adolescencia, una controvertida crítica literaria renovó el debate de la misión de la plástica y de la literatura; y, por extensión, el de la misión del arte moderno. Tenía la señora un apellido de esos nuevos. Recuerdo que en la escuela todos se llamaban González, Sánchez, Fernández o Rodríguez; casi todos tenían apellidos patronímicos o gentilicios; yo no sé de dónde es que fueron saliendo tantas y tantas variantes de nuevos apellidos, de dónde salieron todos esos apellidos nuevos…!

La gran controversia parece que se daba en cuanto a si era lícito que el arte se diera espontáneamente y no estuviera entregado al servicio de una ideología. Ante la proclama de “el arte por el arte”, los que sirven la rigidez almidonada de las ideologías respondían: “no, el arte por el hombre”. Hoy mismo, no sé si fue la rigidez de las ideologías o tan solo esa desinhibida hipocresía que suele ostentar la propia rigidez, la que había servido a la sazón como pretexto. Lo cierto es que, como todo lo rígido en la vida, esas ideologías se ajaron y se hicieron trizas; como los tiesos cuellos de aquellas viejas camisas que se decide almidonarlas una y otra vez, hasta que... se termina por desecharlas, por inservibles, con el paso del tiempo!

Pocos años atrás habían accedido a los debates del existencialismo, y aún a las seculares discusiones de la evolución, un par de nuevos pensadores franceses que, debo reconocer, influenciaron de alguna manera en los albores de mi personal formación: Ignace Lepp y Pierre Teilhard de Chardin. El primero había surgido con una filosofía de respuesta católica a la angustia del existencialismo; y el segundo había pergeñado una novedosa alternativa a la teoría darwiniana de la evolución. Libros de Lepp, Chardin, Mounier, Sartre y Camus convivieron con impúdica promiscuidad en el mal iluminado velador de mi confundida cabecera.

Sin tener obligación de hacerlo, ya que era mi último año de colegio, me propuse preparar una “tesis de grado” para abordar –no sin cierta candidez – mi magra e incipiente autoridad en el tratamiento de estos temas. Hoy mismo, no recuerdo ya cual pudo haber sido mi postura inicial al respecto; pero muy probablemente era una posición de conciliación, a medio camino entre la apología y la protesta. Fue así como, luego de haber subrayado la mitad de las páginas de uno de estos libros, me dí a la tarea de elaborar mi propia respuesta. Solo recuerdo dos cosas de esa oscura y tiesa carpeta: su título de referencia; y (otra frase rimbombante, al fin) la dedicatoria que inscribí en el prefacio de mi insolente propuesta.

“A mi segunda madre, Carlota Judith, forjadora de mis aspiraciones; y, a mis hermanos, motivación egregia de mis eventuales esfuerzos”. Sí, eso es lo que recuerdo con claridad hoy, en el aniversario mismo de la muerte de mis padres, cuando sin que me lo haya propuesto, me viene de pronto a la memoria, el recuerdo de ese hermoso rostro de mirada tierna y venerable, que fue el de mi abuela materna. La recuerdo a ella con toda la ilusión que puso en mi destino; a pesar de sus premuras con el dinero y de su austeridad; muy a pesar de una severidad que cuando a mí apuntaba, no tenía ningún tipo de reservas! Pero, ella fue para mí como mi segunda madre. Ella fue quien forjó y formó mi personalidad, la que me marcó un derrotero, la que me dio las armas de la persistencia y de la integridad. No, no lo tengo que callar; y lo digo sin reservas!

Con ella tuve que aprender a coser, lavar, planchar y cocinar. De ella aprendí el precio de la solidaridad con los demás; el valor de la esperanza; comprendí el daño irreparable que se puede ocasionar con la maledicencia. Ella nos trató con rigidez, amparada en una nada novedosa moral de la devoción; en un tiempo de rosarios vespertinos, cuya letanía en perfecto latín solo ella se sabía en la casa; letanía que ella interrumpía para reclamar nuestra “indevota” postura o increpar nuestras sonrisas y muecas. Hoy recuerdo sus excesivas urgencias domésticas y su obstinada austeridad; y su cálida memoria me llena de ternura al contemplar ese lejano tiempo que tantas veces lo siento yo todavía tan cerca…

Ella, que quiso más de una vez reciclar mis obsoletos zapatos deportivos, me enseñó que hay que tener cuidado cuando se confía en los demás; no porque el engaño esté instituido en nuestra naturaleza, sino porque los hombres, al igual que las circunstancias, a menudo cambiamos de tendencia. Ella me enseñó a no dejar nunca un deber para terminarlo mañana, aunque mañana lo empezase muy temprano. De ella aprendí los valores de la justicia y de la equidad; aprendí a poner las cosas en su lugar; aprendí que se puede vivir con frugalidad, pero también con dignidad; que apasionarse por las cosas de la vida, hace que la vida se haga entretenida; y que descubrirlo a tiempo, no solo que no es pecado, sino que es la más formidable forma de bienaventuranza de la que puedan disfrutar los hombres aquí en la tierra! Ese fue siempre el mensaje de ese semblante altivo y sereno, de esos sus ojos azules y melancólicos, de esa su nariz orgullosa y perfecta, de sus finísimos labios, de la total dignidad de su apostura combativa, aunque exenta de soberbia.

Una cierta tarde empezó a renguear. Ella, que sobrevivió a un leño dejado caer desde un tercer piso, sin intención, sobre su cabeza; ella que resistió a una aguja de coser que se transportó por sus venas, por culpa de alguien que la había olvidado en un delantal de escuela; no pudo sobreponerse a la voracidad de una vertiginosa metástasis y a ese tan cruel cáncer pulmonar que con sus lastimosos esputos de sangre le fue anticipando que su inevitable y prematura despedida estaba poniéndose irremediablemente cerca…

Así, una tarde de agonía, mientras caía el crepúsculo de su vida, me llamó a su lado, acarició mi brazo para decirme en silencio su postrera despedida, me miró con ternura, me dio con sus bellísimos ojos la última huella de su protección, estrechó mi mano en su postrer estertor, emitió un inaudible quejido y suspiró. Su mirada se quedó colgada en el punto más lejano e indefinido del horizonte. La última de sus lágrimas se quedó a medio camino en la limpidez de su rostro. Y yo, destrozado y compungido, estreché con unción esa mano que fue el más hermoso elogio que pudo haber tenido el trabajo; y, como el niño que todavía era, me retiré a llorar las no interrumpidas lagrimas de esa, mi segunda orfandad…

Carlota Judith Armijos Segarra, viuda de Moncayo. Déjame hoy que te tutee, aunque tus hijos solo atinaron siempre a un reverente “su merced”. Déjame que te cuente que nunca he olvidado la sabiduría de tus consejos. Te recuerdo hoy, y medito en cómo se fueron transformando mis aspiraciones; en cómo se fue metamorfoseando también “la motivación egregia de mis eventuales esfuerzos…”

Ah, casi me olvidada…! Que para qué es el arte? Que, para qué escribimos? Lo hacemos solo para ceder al impulso de la creatividad, para confesar nuestra alma solitaria y confundida. Con tan hermosos motivos, para qué queremos ya una razón, para qué precisamos de un pretexto!

Shanghai, 18 y 19 de Noviembre de 2010
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19 noviembre 2010

Las siete maravillas del mundo

De niño sucumbí a la tentación de coleccionar álbumes de cromos. Es probable que mis primeros hurtos a la abuela; mis primeros “retiros bancarios” de la alcancía de mi hermana Lolita; mis prematuros prestamos quirografarios, obtenidos sin seguro de desgravamen y si la autorización de los desguarnecidos bolsillos de ese santo sin aureola y sin altar que es mi tío Luis Aníbal; y, sobre todo, la “inexplicable y misteriosa” desaparición de los soldaditos de plomo de mi hermano Luis Eduardo; hayan tenido que ver con ese afán inveterado que fui adquiriendo de completar con novelería la colección de esa variedad de razas, animales, monedas o curiosidades, que fue el atesoramiento de la renovada selección de estampitas de colores, que fueron los álbumes de cromos.

Venían tres cromos en un sobrecito que costaba cincuenta centavos de sucre; o sea la bicoca de cinco reales. La trampa de su comercialización consistía en que en las funditas venían muchos cromos repetidos y que habían unos pocos, los que invariablemente había que pegar en la última página, que no salían nunca, y que solo se los podía adquirir de unos revendedores que se apostaban en los portales de la Plaza de la Independencia o en otros rincones disimulados. Estos mercaderes barajaban un gran manojo de estas estampitas de colores; mientras uno, con avidez y con paciencia, iba repitiendo: ya tengo, ya tengo, ya tengo…

Así accedí a ese raro conocimiento de las llamadas “Siete maravillas del mundo”; una selección hecha por algún historiador de la antigüedad, probablemente Heródoto o Estrabón, en una época en que solo una de ellas daba testimonio todavía de su probable existencia en el pasado. Eran estructuras fabulosas, que, por enormes y sorprendentes, espoleaban el lomo siempre sensible de nuestra infantil imaginación. Ahí se presentaban: el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría, los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa, el museo de Halicarnaso, la estatua de Zeus y la única que ha sobrevivido incólume, aunque no intacta, hasta nuestros días: la pirámide de Guiza, construida por el faraón Keops, hace unos cuatro mil quinientos años!

Poco hubiera imaginado en esos años de curiosidad y afán de atesorar tarjetas, que un día en el futuro habría de tener yo mismo la oportunidad de apreciar y deslumbrarme frente a una de estas maravillas. Fue cuando, gracias a mis vuelos internacionales, llegué una noche a El Cairo a cumplir con una corta estadía. El Cairo es una ciudad contradictoria, donde una nueva raza, la de los árabes, ha obliterado por completo la huella de la civilización anterior, la de los antiguos faraones. Todo adquiere el color cenizo de la arena del desierto en esta ciudad que es acariciada por el flujo incesante del segundo río mas largo de la tierra.

Se llega a las pirámides luego de un corto recorrido. Mas allá de la perfecta geometría de su milenaria construcción, y de la incomprensible técnica empleada para su edificación; llama la atención el lamentable estado de su estructura exterior. Todo parece indicar que la falta de control y de valorización por este tesoro de la historia, ha hecho que la desaprensión y la codicia humana hayan ido destruyendo su fachada externa. Además, todos los mercaderes del mundo se acercan a ofrecer sus innecesarios servicios hostigantes. Todo cuesta unas cuantas libras o unas cuantas piastras: ayuda para subirse al camello, ayuda para bajarse; otras veinte libras para estimular el paso del camello, otras veinte para ordenarle que pare. Uno termina por renovar el rito frente a los inolvidables cromos y responde a estos mercaderes: shocran (gracias), ya tengo, ya tengo!

En el ano 2007 una encuesta internacional recogió la preferencia mundial para escoger siete nuevas maravillas de la humanidad. La distinción es importante porque no contaron para esta selección las maravillas naturales. Para acceder al título, estas estructuras debían estar relacionadas con el esfuerzo y el ingenio de las civilizaciones de la humanidad. En ellas debía de estar plasmada la huella evidente de los esfuerzos colectivos del hombre. Así es como se escogieron: el Coliseo romano, la estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, la Gran Muralla China, Macchu Pichu en el vecino Perú, la ciudadela de Petra en Jordania, el Taj Majal en la India y finalmente las pirámides de Chichén Itzá en México. Con esto, las siete maravillas se han convertido en ocho… y aquí va mi personal reseña:

La primera que tuve la suerte de conocer fue el Cristo de los brazos abiertos en el cerro carioca de El Corcovado. Fue durante un viaje impensado e imprevisto. Eran mis tiempos de flamante capitán en Ecuatoriana de Aviación, y una tarde dispusieron que viajase a Bogotá para que transportara al circo de Hanna Barbera a Río de Janeiro. Así llegué a esta ciudad sorprendente, así conocí Leblón y Copacabana, subí al cerro a conocer la formidable estructura, mientras descubría, a mi paso, también los conventillos que alojan la pobreza más abyecta e inenarrable de las favelas; y pude observar desde los altos del cerro del Cristo Redentor, ese otro monumento a la pasión y la ilusión humana que es el estadio del Maracaná, el más grande del mundo. La cabeza ladeada del Cristo, con aire de infinita benevolencia, contrasta con la dura frialdad que exhibe la piedra.

Pasados muchos años, en mis desplazamientos itinerantes por Europa, pude descubrir una de las ciudades más caóticas, sorprendentes y cautivantes de la tierra: Roma, la ciudad eterna. Allí es inevitable visitar San Pedro y las sorpresas del Vaticano; el Panteón, ese templo circular impresionante, el Foro y todos esos monumentos a la civilización que se han reducido a ruinas admirables; pero ante todo el incomparable Anfiteatro Flavio, más conocido como Coliseo, por la cercanía del monumento desaparecido al más nefasto y sanguinario de los emperadores romanos. Hay un aire de espectáculo y de muerte que todavía se respira en el formidable Coliseo. Estar ahí invita a una reverencia, no solo por su estructura, sino por el proceso de desarrollo de la civilización occidental. De pronto uno se siente espectador y actor de privilegio; siente la agonía del gladiador, la cruel emoción del populacho y el rugir atemorizante de los leones.

Más tarde, en uno de mis primeros viajes al más desordenado y contradictorio país de la tierra, fui a Nueva Dehli en la India. Tomé entonces un transporte, una oscura madrugada, que me llevó a Agra, la capital del antiguo imperio de los Mogules. Ahí, hace poco más de trecientos años un príncipe enamorado, Shah Jahan, había hecho construir un primoroso monumento funerario, un mausoleo para su inolvidable esposa Numatz Majal o Arjumandi, la princesa. Ahí se yergue el Taj Majal, uno de los monumentos más esplendorosos y de geometría más cautivante que pueda verse sobre la faz de la tierra. Sus paredes interiores están revestidas de piedras preciosas, aquí los arabescos y las cenefas de decoración consiguen un impacto visual que contrasta con el descuido y el desorden de la gente que uno encuentra en el camino; que contrasta también con una cultura donde el sistema de castas y la confianza en la reencarnación ha erosionado el afán de la gente por satisfacer sus propias promesas.

Puede sonar contradictorio e incomprensible, pero aunque paso casi todas las semanas sobre la Gran Muralla china, no he ido todavía a conocerla. Vuelo para Great Wall Airlines, o aerolínea de la Gran Muralla; y observo con frecuencia la serpenteante e interminable construcción desde arriba. La muralla es un cerco que fue construido durante casi veinte siglos para impedir las invasiones recurrentes de los mongoles. Me queda la parcial satisfacción de que mi familia íntima la conoce, y que muy pronto voy a tener oportunidad de recorrer una parte de los casi siete mil kilómetros de esta barrera sorprendente, que requirió para su construcción recursos y esfuerzos incalculables. Ah, los chinos y sus murallas!

A pesar de la cercanía y de las múltiples invitaciones de “mis cuñados peruanos favoritos”, no he tenido todavía la suerte de visitar el misterioso Machu Picchu; pero estoy persuadido que pronto, cuando vuelva al Ecuador, voy a intentar éste postergado viaje. Es difícil comprender como ésta exquisita y sorprendente ciudadela pudo haber estado escondida por cuatro siglos, incrustada en un cerro que le da relieve al conjunto de su huella, y que está ubicada en un punto tan estratégico en el acceso mismo de la selva. Machu Picchu pudo haber sido una fortaleza o un lugar de placer del Inca; pero guarda para mí la impronta de una civilización que aprendió a reconocer la reiteración de los equinoccios, de una civilización que la llevamos todavía en la sangre, muy a pesar de las mitas y las encomiendas; y del narcótico efecto que producen las no meditadas leyendas.

A Petra tampoco la he podido visitar; tengo el propósito de viajar a Jordania y conocer ésta sorprendente huella que dejaron los nabateos. En cuanto a Chichén Itzá, no estoy muy seguro si es más monumental y sorprendente que esa preciosa ciudadela que encontraron los españoles en el valle de México. Me refiero a las pirámides de Teotihuacan, símbolo mismo de las desaparecidas civilizaciones americanas y fuente de admiración de Hernán Cortez y de los primeros conquistadores de ese gran y fabuloso imperio.

Concluyo esta humilde reseña, porque nada más ajeno a mi intención que el soberbio e inelegante gesto del alarde y del aspaviento, comentando que he estado en todos los demás monumentos que quedaron como finalistas: el Acrópolis de Atenas, Angkor Wat en Cambodia, la iglesia-mezquita-museo de Hagia Sofía en la sorprendente Estambul, y las ruinas de Stonehenge hacia el occidente de Londres. En cuanto a la estatua de la Libertad, la caprichosa Opera de Sydney y la torre Eiffel, creo que representan un símbolo importante de diferentes ciudades que reflejan el espíritu mismo de la civilización moderna; pero intuyo que como construcciones carecen de la importancia histórica que han dejado las otras realizaciones.

Cómo maravillan las maravillosas maravillas del mundo! Y pensar que me queda aún tanto por viajar y por conocer…! Razón tienen en llamarles maravillas!

Amsterdam, 19 de Noviembre de 2010
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Vida y milagros

Lo llaman Mister Dilip. Atiende hacia el fondo de un bazar de lencería ubicado en el guarnecido portal de la calle árabe. Su sonrisa irradia santidad; no usa los embelecos con que sorprenden y engañan sus vecinos comerciantes. Dilip es un santo moderno arrancado del menesteroso altar de la iglesia de un pueblo olvidado. Parecería que intercediera por sus clientes por la sola circunstancia de que hayan ido a visitarlo. Dilip es un hombre generoso, consagrado a hacer el bien. Es el epítome mismo de la virtud y de la bondad. Cuesta aceptar que un hombre así de bondadoso pueda vivir del comercio. Si fuera por él, no cobraría un centavo por sus manteles, tapices y pañuelos; preferiría regalarlos. El es un santo que vive para entregar la mercancía de la paz y de la sonrisa. Dilip es un ángel disfrazado de hindú que ha bajado en forma subrepticia desde el cielo!

Medito esta misma tarde en la santidad ajena mientras consumo mi recién improvisado almuerzo. Antes de comer, cierro los ojos, igual que lo suele hacer con reverencia mi hijo Agustín, y me pongo a orar en acción de gracias. Ensayo la plegaria que aprendí en Palestra, y que la cantábamos con la música de Éxodo: “Oh buen Señor, bendice nuestro pan; bendice a los que lo preparan; bendícenos Señor; y acuérdate también que hay muchos que no tienen que comer”. Caigo en cuenta, de pronto, que más que una petición por los demás, la fervorosa oración resultó, esta vez, una egoísta solicitud por mí mismo. Es que… yo mismo fui el que había preparado este humilde yantar; y el que además, pobrecito, no había tenido nada qué comer, hace tan solo un momento…!

Así descubro que vivimos muchas veces entre las trampas de la lógica y los extraños vericuetos que tiene la piedad; que en ese corredor estrecho que es la vida, todos nos vamos dando de codazos con las contradictorias paredes de la santidad y del egoísmo. La digresión me ayuda a contemplar lo magnánimo y lo perverso que puede tener la condición humana; lo egregio y lo abyecto; las alturas de la virtud y los precipicios de la concupiscencia. Aunque, en lo más auténtico y profundo de la esencia del hombre, haya siempre un lugar especial para la bondad y para la virtud, para la heroicidad y el abnegado esfuerzo.

Llegar a santo no solo requiere de una existencia ejemplar en este nuestro “valle de lagrimas”; no solo de una vida caracterizada por la renunciación propia, el amor incondicional hacia los demás, la devoción y la alabanza a Dios, el ejercicio constante de la virtud, el ejemplo bondadoso, la disposición hacia el martirio, el desapego hacia los bienes de fortuna y la propia salud. Parece que ni siquiera el testimonio de haber vencido a los sórdidos demonios de la tentación sensual es garantía para ser reconocido como santo en este loable esfuerzo. Tampoco dan patente de corso la defensa de la propia virginidad, la persistencia en el celibato o en la castidad; o similares y controvertidos métodos.

Porque para llegar a santo, hay también que probar que se ha tenido una “vida y milagros”. Es decir, hay que ponerse a la cola de un sinnúmero de otros tan o mas virtuosos que uno, que han sabido dar muestras de dedicación a una vida emparentada con la bondad y la plegaria; que no se contentaron solo con rezar, sino que supieron entregarse a los demás con intención y encomiable empeño.

Así, ésto de haber sido un santo, como el señor Dilip, no es lo único que cuenta. En esa lista de espera que recorre las cortas, pero zigzagueantes callejuelas del Vaticano, hay que tener suerte para que alguien se encargue de demostrar a los tribunales eclesiásticos de turno, que además uno ha estado haciendo milagros por el mundo; o sea, apareciéndose con ubicuidad, resucitando muertos, sanando enfermos, devolviendo fortunas perdidas, reconciliando amantes en disputa; en fin, toda esa suerte de actos de resolución de agravios y de entuertos… Como se verá, hasta para ésto de la contingente santidad se ha de contar con un padrino; porque, sin padrinos, no sirve de nada estar haciendo milagros; y mucho menos éso ya tan común y silvestre de haber sido “solamente un hombre bueno”…

Es por todo ésto, que aunque yo mismo “andaba en éso”, ya me he desanimado de una improbable ascensión a los altares. Y es que, a pesar de mis pecadillos e indiscreciones, para qué también, pero tengo por ahí una bitácora de múltiples reconocimientos y recomendaciones que testimonian de mi sacrosanto celo. Lamentablemente mis más importantes milagros al parecer no han sido publicitados con la debida ponderación. Porque “milagros” sí ha habido, y creo que muchos; aunque los demás, claro, no tengan porqué saberlo!

Cuando hablo de mis propios milagros, se me hace imposible olvidar una tarde de tertulia, junto a la arena de la playa, cuando un par de amigos trataban con futilidad de conseguir que renunciase a mi decisión de venirme a trabajar en el Asia. Tenía ya en ese entonces un hijo atendiendo una universidad americana y otros tres que esperaban su turno para, llegada su propia oportunidad, también poder hacerlo. Solo un milagro hubiera podido satisfacer esa excesiva ambición; pero, así y todo, más llegó a pesar nuestra vocación de santidad, cuando más tarde nos propusimos en este quijotesco empeño. Ahora, las muestras de aquel portentoso milagro ya están repartidas por el mundo; y yo me he quedado a las puertas de que surja un bondadoso padrino que sepa propiciar la santidad de mi causa, como la del sin par y más inédito de los santos: San Marianito Alberto!

Pero va a haber dificultades… Me he topado con que ya hay once santos en la nomina del santoral castellano que también llevan este muy común nombre de Alberto. Hay otros cuatro más que andan en la fila, o sea ya han ganado la causa previa, la de su beatificación. Me temo que no me va a servir de nada que se argumente que he sido “mártir”, porque parece que también tenía que haber sido “virgen” para que se consolidara el requerido complemento… Y yo que creía que uno podía aplicar para el derecho de subirse a los altares con solo llamarse Alberto!

San Mariano Alberto, santo de la candidez y de la esperanza, patrón de los padres y los esposos pródigos. San Alberto, virgen y mártir, rogad por nosotros! Amén.

Amsterdam, 19 de Noviembre de 2010
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16 noviembre 2010

Entre Escila y Caribdis

He vuelto a los tiempos a la ciudad que fue mi hogar por una docena de años. Me he sentido como atraído entre esos dos monstruos amistosos pero abominables que son la gula y la codicia. Es mucho lo que ha cambiado la ciudad, ahora que los nuevos lugares de recreación y turismo se encuentran ya en la plenitud de su esperado funcionamiento. “Integrated Resorts” es el eufemismo y circunloquio con el que en Singapur se conoce a los casinos (o centros de diversión y juego), que por tantos años su estable gobierno se había resistido a sancionar.

Nadie pudo haber imaginado hace solo cinco años que estos espacios integrados habrían no solo de cumplir sus objetivos de incentivación de la economía y de diversificación de la actividad empresarial y turística; sino que terminarían transformando el paisaje de Marina Bay en el sur de la ciudad. Porque el IR de la Marina (uno de los dos que se construyeron) ha pasado ya a convertirse en el ícono emblemático de la sorprendente ciudad jardín, la antigua isla de Temasek.

Hoy, concluida la gran aventura de su edificación, los tres grandes edificios de sesenta pisos de altura ofrecen un espectáculo único y formidable. Las torres están unidas en su cúspide por una terraza-jardín que permite la más completa y panorámica vista que se pueda tener de la ciudad. Desde su incomparable puente de observación puede descubrirse que, a pesar de su sorprendente desarrollo, la ciudad-estado tiene todavía mucho por crecer, antes de convertirse en las mega-metrópolis que ya constituyen otras grandes ciudades asiáticas como Hong Kong o Shanghai. Las torres tienen una arquitectura atrevida y caprichosa: semejan la proyección triangular de las tarjetas de la baraja durante el renovado trámite de su lúdica revolución.

Hacia el septentrión de las torres, avecinándose a la bahía, una cúpula enorme esconde y cobija el más grande y sorprendente casino que haya observado jamás en mi vida. Me recuerda en forma inevitable a las mesas de juego de ruleta donde una mañana perdí hasta el ultimo centavo del dinero que me habían confiado para las compras del mercado, en la Plaza de San Blas. Aquí nadie se aglomera junto al artilugio de la fortuna; todos se sientan frente a sus respectivas pantallas en un espacio digno de un parlamento o del aula de cátedra de una moderna universidad. Allí los jugadores ejercitan el impulso de sus apuestas, sentados en cómodas poltronas que hacen más fácil el riesgo de conjugar el verbo “apostar”.

Afuera del casino, dos flamantes centros comerciales siguen la ruta ya impuesta desde hace muchos años por el espíritu emprendedor y consumista de la ciudad. Porque Singapur parece siempre estar en oferta, en venta, en “sale”. Porque, más que una ciudad de economía sorprendente, la ciudad del mítico Merlion, es una feria enorme y nunca interrumpida, un fabuloso y continuo centro comercial; un lugar para vender cualquier cosa, pero sobre todo para poner en juego y ejercicio la más frágil de las debilidades humanas: la no siempre necesaria costumbre de comprar. Pero, la ciudad renombrada en el Asia por su diversidad y abundancia culinaria, no es solo un lugar para comer y comprar; es también, y quién sabe si sobre todo, la ciudad cuya mascota mitológica y amigable, no representa solo a un león con cuerpo de sirena, sino al símbolo mismo de la codicia: el hábito de jugar.

Así, volver a Singapur se convierte en la imposible tarea de sortear el llamado de dos monstruos formidables: la gula y la codicia. Visitarla, cuando se la conoce tan bien por dentro, es como renovar un riesgoso tránsito entre Escila y Caribdis. Ahí, el tiempo y el estómago se tornan en muy cortos cuando se trata de saborear y de disfrutar de la cocina de esta formidable ciudad que domina el acceso sur a los estrechos de Malasia. La plenitud de las experiencias culinarias no se ha satisfecho si no se ha saboreado un cangrejo en salsa picante (el incomparable y famoso “chili crab”), una mantarraya en salsa de “sambal”, un pato crocante, o un pollo en “bolsita de papel”. Y esto para no mencionar a todos esos otros nombres novedosos, que al principio se hacen impronunciables, como “quey tiao”, “hokien mee”, “mee goren”, “nasi lemak”; y el único e inimitable “chicken rice”: un arroz cocinado en el caldo mismo del ave cuya delicada pechuga se ha de hacer más tarde el sacrificado renunciamiento de tenerla que devorar…

Volver a este enclave del sureste asiático, donde se ha vivido tan gratas como irrepetibles experiencias, es una oportunidad para la nostalgia, pero también para agradecer las vivencias y posibilidades que regala la ciudad. Singapur es una ciudad limpia y segura, ordenada y eficiente. Sí, alguien quizás pueda acusarla de artificial, o de poseer una democracia “diferente”; pero en Singapur es fácil observar las huellas del bienestar; es un sitio donde, a pesar de los excesos que tiene el hedonismo, se puede apreciar el espíritu comunitario, los valores de la filosofía del confusionismo o de la organización social que dejaron los ingleses. En suma, se descubre un pueblo orgulloso de su transformación y de su sorprendente desarrollo; consciente de la necesidad del trabajo, del valor del esfuerzo y del ingrediente indispensable de tener un claro sentido de comunidad.

Me despido de esta ciudad ubicada en la antípoda misma de mi patria. De un pueblo confundido con un punto minúsculo de la geografía, de una gente que tuvo la generosidad de confiar a mi cuidado la transportación de ese hombre de mirada bondadosa que es su presidente vitalicio Sellapan Ramanathan. De una nación que un día puso también en mis manos, a su hijo preferido y verdadero Padre de la Patria: el ahora venerable Lee Kuan Yew, en esa ocasión acompañado por aquella formidable mujer que fue su ahora fallecida esposa, Madame Kwa Geok Choo. Hoy la recuerdo con reverencia; y hago memoria de su discreta elegancia, de su profundo sentido de la misión de su controversial esposo; ese hombre cuya perspicacia como estadista y cuya visionaria percepción política hicieron posible que una modesta aldea costera del tercer mundo se haya convertido en la metrópolis en que se ha constituido hoy. Madame Kwa, me rescató una tarde de una incómoda tertulia con su arrogante esposo… Ella descansa hoy en la tierra de un pueblo que siempre la veneró; y al que guió con la fuerza insostenible que suele tener la bondad. Que haya paz en su tumba!

Shanghai, 17 de Noviembre de 2010
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04 noviembre 2010

Refugio de alta montaña

Se están casando los hijos, los hijos se están casando. A menudo uso el símil del refugio de alta montaña para referirme a la condición pasajera y circunstancial de sus realizaciones. Digo que muchas veces advenimos a ellas con el espejismo de que son la meta que anhelamos; sólo para descubrir que no hemos llegado a la cima del promontorio; sino tan sólo a un refugio de alta montaña que nos ha de servir para refrescarnos y tomar nuevos impulsos que nos llevarán a culminar el ascenso que nos satisfará con la plenitud de la conquista del punto más alto.

Conquista fugaz, transeúnte, momentánea, por lo demás; porque si algo hay de seguro, cuando uno ha conquistado la cumbre, es que ya tiene que pensar en el regreso, tiene que anticipar que ya tiene que ir bajando… Vista así, la cima no deja de tener su ironía, su moraleja y su paradoja. Una graduación, un triunfo profesional, el éxito en un negocio, un compromiso matrimonial; todos estos logros y acontecimientos, a los que damos tanta importancia, se caracterizan por la misma impronta: son un refugio de alta montaña, un recurso para llegar al cenit de nuestra humana aspiración, para saborear la plenitud de la victoria.

Si el disfrute de la cima es fugaz y vertiginoso; si por saborear la sensación de haber culminado el ascenso, hemos afrontado el riesgo y la incomodidad, sólo por vivir esos segundos de contemplación y sensación de asombro, donde a pesar de la felicidad, nos acompañan también el frío y los amenazantes vientos; qué podemos decir del refugio que ha quedado allá abajo, de ese abrigo temporal que fue el tranquilo paradero que quedó en las faldas de la montaña…

Es que el matrimonio no es en sí un objetivo, ni una meta, es ante todo un medio para prepararse para otra conquista; es un recurso para abrigarse, fortalecerse y prepararse para atacar el elusivo y difícil objetivo. Allí, en ese abrigado refugio, se hacen los planes finales para “atacar” la cumbre, se pergeñan las estrategias para escoger el eventual equipo, para decidir el más adecuado de los senderos, para planificar las tácticas para enfrentar al clima y para prever el mejor uso que se ha de dar a las cláusulas del tiempo… De ahí que resulta tan importante este refugio, aunque con mi anterior prefacio haya parecido que quiero disminuir su valor y trascendencia, y que quiero darle un carácter más humilde y modesto.

Esto de casarse y de subir a la montaña, nos lleva a la inevitable meditación personal de “para qué subimos”, de qué sentido tienen la intención y el esfuerzo. Vivimos para subir o subimos para vivir? Sea cualquiera que sea la respuesta, la renovada pregunta es: para qué vivimos? Para qué nos empeñamos en subir a la montaña? Por qué lo hacemos? No estoy seguro que nadie tenga la respuesta a esta confusa inquisición existencial. Vivimos para buscar la felicidad? Quizás, para tratar de hacer mas fácil la vida de los demás? Para – si somos creyentes – cooperar con el plan de Dios? Yo personalmente no lo sé; pero si sé una cosa: la vida es hermosa y, aunque no tuviera sentido, vale la pena seguirle buscando un motivo. Esa sola búsqueda, hace ya que tenga sentido el no saberlo!

Cuando los hijos se va casando es imposible no rememorar las vivencias que se compartieron en su propia y respectiva infancia con cada uno de ellos. Entonces es inevitable hacer un paralelo: la ilusión y la incertidumbre que nosotros, a su tiempo, también tuvimos: nuestros inusitados planes, los exiguos presupuestos, nuestros renovados proyectos… Ahí es que me pregunto para qué o por qué se casa la gente (ya ni siquiera para qué vive la gente) y me respondo con la sencilla respuesta que les quise siempre dar a cada uno de ellos: “la gente se casa porque se quiere y porque se quiere casar”. Son dos indisolubles requisitos. Y es mejor no intentar subir ni siquiera al refugio si se ha de prescindir de uno de ellos…

Los hijos se están casando, se están casando los hijos… Nada representa y simboliza mejor la relación de filialidad y dependencia afectiva como un episodio que alguna vez viví con uno de ellos. Era él todavía un niño y fue a uno de esos campamentos de verano en que los chicos pasan por primera vez unas noches alejados de sus padres, con la rigurosidad y austeridad que se vive en esos rurales encuentros. Estábamos los padres impedidos de comunicarnos por esos tres o cuatro días con los chicos. La tarde misma de la clausura confundí la hora de recogida y no sólo que no pude asistir a la ceremonia de despedida, sino que sucedió lo más lamentable: me había atrasado en forma irremediable para poder compartir el valor afectivo de este tan especial reencuentro.

Manejé esa tarde como un demente, sintiéndome yo mismo como un huérfano, aceleré mi auto hasta los limites, los que tiene la ley y los que tiene el vértigo. No cesé de culparme y maldecirme, no podía absorber en mi sentido de paternidad, cómo es que había llegado tarde a ese primordial encuentro! Llegué tarde, una hora muy tarde! La ceremonia hacía mucho que ya había concluido y pocos eran los padres que quedaban todavía en los patios de la hacienda donde se había efectuado el campamento. Una sensación de haber fallado como padre era todo lo que embargaba mis propios y afligidos sentimientos…

Cuando llegué a la base de esa cuesta empedrada que daba acceso a la hacienda donde debía recogerlo, encontré que allá arriba, sentado en la yerba, junto a ese camino polvoriento, estaba esperando él, exhibiendo sus temores y expectativas. No llegué a coronar la cuesta, porque el venía ahora con los brazos abiertos y corría emocionado a mi encuentro! Tuve que parar el auto, bajarme y dejar que ese licor del sentimiento me embriagase con todo su poder. Ahí, yo también abrí mis brazos y corrí también a su cariñoso encuentro. Nos fundimos en un abrazo inolvidable que me hizo comprender que Dios había querido que llegase tarde, para que viviera en soledad la indescriptible sensación de esa maravilloso y paradojal momento…

Sí, los niños se están casando, se están casando los niños! Abro mis brazos para acariciar su recuerdo, para estrechar en mis brazos ese valor abstracto y escurridizo que es el tiempo…

Amsterdam, 5 de Noviembre de 2010
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Fin de fiesta

Puede decirse que he empezado mi cuenta regresiva. Y es que, si no se extiende el limite de edad para el ejercicio profesional de los pilotos en la República Popular China, este sería quizás mi último año en el Asia y este sería el último año que ejerzo como comandante de aerolínea. No descarto, sin embargo, la posibilidad de continuar “en línea de vuelo” por un corto tiempo adicional, si alguien considera que mi modesto bagaje de experiencia pudiera ser útil, para el desarrollo de las nuevas generaciones de pilotos que ya se están preparando para ser introducidas en ese horno incansable que es el del adiestramiento. Ya lo he dicho muchas veces: enseñar es una suerte de apostolado, una actitud de vida, una condición de servicio que no se puede eludir, a la que no se puede renunciar!

Hace treinta años, siendo un muchacho todavía, y también un recién estrenado comandante de aerolínea, mis bondadosos compañeros tuvieron la generosidad de encargarme la organización de un congreso iberoamericano de pilotos. Si bien es cierto que gran parte de los pasos preliminares ya se habían satisfecho; cayó en mi responsabilidad la siempre interesante y prometeica tarea de conseguir el respectivo financiamiento; y, más tarde, la de coordinar la ejecución misma del congreso y la realización exitosa de las actividades complementarias. La nuestra era en ese entonces una agrupación gremial de escasos recursos, con limitado aporte de la autoridad aeronáutica y de las aerolíneas; pero con un enorme deseo de dejar en alto el nombre del país y de llevar a cabo una convención que sirviera como guía y como ejemplo para futuras actividades parecidas.

El congreso nos dejó la satisfacción de la misión cumplida y el día mismo de la clausura del evento, se me pidió que dijera unas palabras de despedida. Allí, esa noche, en el marco estimulante e inspirador, de la Sala Capitular del convento de San Francisco, agradecí a quienes habían hecho posible el brillo de esta reunión anual; me referí a todos ellos como a “las alas transparentes que permitieron que esa mariposa, que fue nuestra organización, pudiera volar”; y opté por una breve apología del colectivo de pilotos en esa noche memorable.

“Estamos reunidos esta noche – expresé – para decir un canto de despedida; quisiera, sin embargo, que ese canto lo convirtamos nosotros en un himno de esperanza. En esa esperanza, yo reafirmo mi fe porque el piloto sea, y siga siendo, un obrero de la tranquilidad y de la vida; y un artesano, artesano de la seguridad y artesano de la propia esperanza”. Hoy encuentro entre mis olvidados cuadernos este mensaje apasionado y tengo la reconfortante satisfacción de reconocer que me he mantenido fiel a ese propósito filosófico y personalista. Y me refiero al personalismo con intención, pues este no es sino una forma de pensamiento y de filosofía humanista que destaca la disponibilidad frente a los hombres y frente a la colectividad, y que subraya el noble concepto del servicio.

A sólo un año de que “se termine la fiesta” es saludable hacer un balance, tanto en lo profesional, que a veces es accesorio y circunstancial, cuanto en lo que es sustantivo y primordial: lo que tiene que ver con lo humano, lo que define nuestra vida y nuestra transeúnte experiencia. Han sido, en mi caso, más de cuarenta años de vivencias y de nunca interrumpidos aprendizajes. Sí, y lo digo sin asomo de falsas modestias, porque el mío ha sido uno de esos oficios donde uno encuentra casi todos los días que no se había alcanzado a tener todavía todas las repuestas. En una profesión que linda con el riesgo permanente y que tiene que ver con el cuidado y protección de tantas vidas valiosas, hablar de seguridad no es sólo cumplir con un objetivo de excelencia, es ante todo un celo conceptual de protección de la vida y de sublimación de la existencia.

Han sido muchísimos años de estrictos y muy exigentes chequeos médicos, que a veces se han convertido en martirizantes; en ellos uno a veces siente como la profesión, y el mismo sustento familiar, penden de un frágil y delgado hilo. Con la paradoja de que ese hilo delicado llamado “salud” puede tener imperfecciones que estas evaluaciones pueden tener “la ventaja” de detectarlas a tiempo. Pero, va uno a estos exámenes semestrales, con la aprehensión e incertidumbre de sus resultados; a sabiendas que de perder de súbito la licencia para el desempeño profesional, el aviador queda de golpe sin la capacidad de seguir ejercitando esta maravillosa actividad, especie de lúdico entretenimiento en un lugar donde ni siquiera las aves y solamente los modernos aeronautas se atreven.

Ha habido también innumerables chequeos técnicos, para comprobar las aptitudes técnicas y la competencia. Han sido anticipados por una infinidad interminable, y a veces tortuosa, de muy rigurosos entrenamientos. Jamás el piloto se termina de acostumbrar a estas comprobaciones en donde nunca gana, pues el oficio de quien lo evalúa parece ser el de un verdugo que nunca puede estar satisfecho. Su invariable mensaje ha de ser siempre que uno todavía puede mejorar; porque, a sus ojos, es imposible que nos encuentre perfectos! Uno se baja del avión, o del simulador de vuelo, con la satisfacción de que ha asegurado seis nuevos meses de posteriores ingresos; sólo para confirmar que una nueva cuenta regresiva ha comenzado para un nuevo, ineludible e inaplazable chequeo. Y en seis meses más, una nueva evaluación volverá a nuestro encuentro!

Pronto va a llegar una etapa para recordar las vivencias, para meditar y para comentar las múltiples experiencias; con la pena de que esas experiencias, muy probablemente, ya no se las volverá a aplicar… Habrá momentos para recordar los sustos y las incidencias, los momentos de tensión y las experiencias. Si alguien dijo que la aviación eran “breves momentos de pánico, rodeados de largas horas de tedio”, creo que no logró identificar nuestra noble y egregia tarea. Han sido breves minutos de tensión, adornados de horas interminables de hacer un trabajo que nos ha regalado el incalculable beneficio de la íntima satisfacción; que nos ha brindado realizaciones; que nos enseñó que vivir por cerca de cuatro años en la vecindad del firmamento, a pesar de los ruidos y las vibraciones, de las emergencias, de las ausencias familiares y de todas esas malas noches, fue la más formidable y plena de las humanas experiencias!

Sí, la música está ya por cesar, y parece que ya está por terminar la fiesta!

Beijing, Noviembre 4 de 2010
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