28 diciembre 2011

De balances y artificios

Sabia resulta la costumbre que tiene el hombre de efectuar balances periódicos y esporádicos arqueos. Por ello, confundido entre la celebración y la nostalgia, entre la festividad y los fuegos de artificio, revisa cada fin de año lo que pudo haber sido y no fue, o lo que hizo y lo que dejó de hacer. Así, la humanidad aprovecha el giro que realiza el planeta en el que vive. Pero… será preciso que el calendario se renueve para que realicemos estos balances? Y, será necesario que efectuemos tales recuentos para que reflexionemos y apreciemos el mérito de valores como el bienestar, la prosperidad y el uso adecuado del tiempo?

Será preciso que convirtamos ese repetitivo tránsito sideral en indispensable artificio para provocar nuestras meditaciones y auditorias, para efectuar nuevos propósitos y promesas, para renovar nuestra fe durante los equinoccios y utilizar los solsticios para recordar los compromisos a que hemos accedido de voluntario acuerdo? Si bien ciertas fechas constituyen una oportunidad para la reflexión, quizás no resulte preciso que esperemos el cumplimiento de esos plazos para poder mirar el pasado y convertir los logros o los desengaños en referentes para enfrentar lo por venir. La vida debe consistir en un proceso permanente de introspección, de continua cavilación y de renovado juicio.

Alguien definió alguna vez a la juventud como una permanente actitud de reflexión, como una lucha contra el anquilosamiento de la costumbre, como un no aceptar nunca una obra como acabada y concluida, como una actitud de disponibilidad ante los acontecimientos, ante las circunstancias y ante los hombres, como un renovado propósito por resistirse a envejecer. Por ello, si queremos mantener una actitud fresca y positiva ante la vida, debemos ejercer un continuo replanteamiento, realizar un permanente análisis del pasado y efectuar una continua proyección hacia el futuro.

Son tres los aspectos que el hombre abarca en éste, su periódico reflexionar: el básico o personal, el relacionado con su actividad productiva o profesional y el comunitario o colectivo, aquel al que está obligado por su condición de animal social. Todos éstos, de alguna manera, están condicionados por la circunstancia convencional de lo cultural; el primero obedece, además, a un factor adicional: el influjo preponderante que ejerce la propia personalidad.

Los entendidos afirman que así como la personalidad individual no es susceptible de ser cambiada, también la cultura – llámese institucional o colectiva - es un elemento que no es susceptibles de alterarse o de modificarse. Podemos propiciar un cambio en ciertas actitudes de los hombres o de sus colectividades; mas, es muy difícil cambiar la cultura de las instituciones y de las empresas. Sin embargo de lo dicho, la costumbre tiende pronto a convertirse en norma; y así, de manera inadvertida, insospechada y espontánea, cambian los paradigmas y se alteran las referencias; los arquetipos y los ideales se transforman y se modifican.

Por ventaja, hay algo en la aspiración humana, en la tendencia natural del hombre, que lo impulsa hacia la superación permanente, hacia metas más altas, hacia objetivos cada vez más elevados. Así como el hombre busca instrumentos y medios para vivir mejor, para progresar y superarse, también las instituciones y sociedades van descubriendo otros métodos y formas de vida que son mejores. El hombre quiere vivir mejor, más cómodo y seguro, y con mayor tranquilidad. Y sabe que le hace falta compartir en sociedad esas mejoras, esos nuevos sistemas y procedimientos para a satisfacer sus metas y sus más preciados objetivos.

Pero… cómo conciliar esos objetivos y los esfuerzos que se ponen a su servicio? Si, en apariencia, las prioridades suelen ser diversas, si los intereses parecen ser conflictivos? Y si, además, hemos de partir de la contradictoria premisa de los distintos niveles sociales y de los diferentes grados de cultura que encontramos en la sociedad; si aun conceptos como libertad y progreso resultan valores poco meditados y no siempre bien comprendidos. ¿Cómo hacer para lograr identidad en esos esfuerzos y aspiraciones? Cómo coincidir en estrategias que consoliden esa pretendida identidad, para así propiciar un sentido de solidaridad y de fe en nuestro destino colectivo?

La respuesta remite a una indispensable toma general de conciencia que, como cualquier forma de sensibilidad, depende del nivel de educación de los actores, y de la seriedad y honradez con que se implementen las medidas para satisfacer esos pretendidos objetivos. El progreso colectivo no puede atropellar la libertad individual, ni el individuo puede propender a su propio bienestar sin dejar de considerar las libertades de los demás, ni las aspiraciones que tienen carácter colectivo. Hace falta una enorme dosis de pasión, pero, al mismo tiempo, una actitud permanente de sinceridad. Solamente con una actitud de profunda honestidad hemos de conseguir y consolidar nuestros más preciados objetivos.

En este contexto adquiere enorme importancia el papel del líder en la sociedad, ya que él está llamado a motivar y a inspirar; pero, su deber es, ante todo, el de orientar con ideas y proyectos responsables. La demagogia o la motivación del pueblo por medio del odio y del resentimiento son no solo improductivas, sino que conducen al estancamiento de las naciones. Es éste sentido de honradez y seriedad el que diferencia al verdadero líder del falso y mesiánico caudillo.

Casablanca, 30 de diciembre de 2011
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25 diciembre 2011

Epifanías

Hay ciudades que tienen sus escondidos y callados secretos. Tan callados y escondidos, que trascienden el conocimiento y la atención de sus propios habitantes. En el caso de Quito, la urbe esconde, detrás de sus cerros sudoccidentales, un diminuto valle que la mayoría de sus propios habitantes desconocen que siquiera existe. El motivo para tal desdén y falta de aprecio resulta incomprensible, no solo por la belleza primorosa del paraje, sino también por su fácil e insólito acceso. Un camino de muy buen cuidado asfalto conduce a la población que lo apellida, a la vez que sirve de favorecido balcón para disfrutar de un paisaje de inesperados contrastes e insospechadas vistas de privilegio.

Escuché su nombre por primera vez en mis años de tercer grado de escuela, cuando recibíamos una asignatura que precedió a la de geografía y que se llamaba Lugar Natal. Ahí, mientras aprendíamos los nombres de nuestras calles, descubríamos también la nomenclatura de las parroquias urbanas y rurales; aprendíamos a identificar nuestros más destacados monumentos; y, desde entonces, íbamos reconociendo los principales referentes de esa misma ciudad que había visto nacer a mis propios compañeros.

Así, mientras descubríamos en qué consistían nuestros lugares más típicos y tradicionales, como: El Arco de la Reina, la Esquina de la Guaragua o la Mama Cuchara; las Cuestas del Suspiro o de los Agachados; las Subidas al Placer o al Beaterio; la quebrada de Manosalvas, las Cuatro Esquinas o el Calé de Queso… fuimos conociendo que habían, muy cerca de la ciudad, otros lugares, no por más humildes menos ignotos, como Zámbiza, Yaruquí, Nanegal o Puéllaro…

Por ello, mientras jugaba a cotejar los nuevos nombres de las viejas calzadas, como las antaño llamadas de la Amargura, de las Escribanías o del Correo; mientras trataba de ubicar a la del Mesón, a la de las Siete Cruces o a la del Chorro de Santa Catalina, me prometía que algún día habría de darme tiempo para visitar y conocer todas esas parroquias de nombres sugestivos que me habían dicho que existían. Capturaban mi atención aquellas poblaciones de nombres abreviados que empezaban con “elle”. Algo ya me decía que tardaría en descubrir las villas de Llano Chico y de Llano Grande; y que sería Lloa, aquel pueblito de nombre simple, el que habría de esquivarme con su celo recoleto.

Dos o tres años atrás, en un claro día de verano, subí por primera vez al nuevo mirador, hasta donde llega el recién instalado teleférico. Desde ese inigualable atalaya pude apreciar el despliegue impresionante de la Avenida de los Volcanes. En la generosa transparencia de la mañana podían admirarse los inmemoriales cerros. Junto al manto desparramado de la urbe, y recostado hacia el poniente, podía descubrirse el apéndice de un insospechado valle, que al principio no pude reconocer. Tratábase de Lloa, la cañada del mismo poblado que correspondía a aquella vieja promesa que había quedado incumplida y postergada.

Lo más sorprendente de la ubicación de este rincón secreto es su contradictoria e incomprensible cercanía - menos de diez kilómetros -. Si el viajero se encuentra en uno de los barrios ya considerados como parte del sur de Quito, bien podría decirse que se puede llegar hasta allá por los propios medios. El atractivo y vistoso valle se encuentra unido a la capital por una vía amplia y asfaltada que se halla en perfecto estado de mantenimiento. La gradiente es moderada, el recorrido no es lo sinuoso que se temería y los paisajes, que poco a poco se descubren, van obligando a detener la marcha para disfrutar, desde variados rincones, la portentosa visión de estas perspectivas admirables e inéditas.

El visitante es con frecuencia informado del recorrido que dista para llegar a la cima de la garganta, sitio conocido con el nombre aborigen de Huairapungo. Allí, a más de la vista extraordinaria de los nevados y de la parte sur de la ciudad, lo que más sorprende es el contraste entre el intenso verdor del valle que asoma de improviso y la furia que va quedando atrás, con su rompecabezas de cemento. Hacia levante queda el ruido sordo y desordenado de la ciudad, con sus bocinas y griteríos; hacia occidente, la paz del valle y la serenidad del paraje se mimetizan con el silencio. En medio de este mágico contraste, asoma sorpresivamente el volcán imponente e imperturbable, erguido como centinela y como dios tutelar, para ofrecer al forastero el certificado descubridor de la epifanía de su secreto.

Muchas veces escuché el no confirmado rumor de que en esta hondonada se habrían escondido los fabulosos tesoros de los incas. Es probable que la tarea, y aun el pretendido tesoro, solo sean parte de ese otro maravilloso caudal que es el conformado por el mito, la fantasía y el relato quimérico. Lo que no puede dejarse de reflexionar es en que, si los incas hubiesen optado por construir, en esta zona, un lugar con las características de Machu Picchu, hubieran encontrado en Lloa una apropiada alternativa para construir tan sorprendente monumento.

En cuanto al pueblito austero… éste consiste sólo en una diminuta villa limitada en sus espacios. A su pintoresco y tranquilo entorno se adhiere la actitud de su respetuoso poblador, que jamás abandona su gesto cordial y risueño. El discreto poblado representa un broche para este paisaje bucólico y conmovedor, que el afortunado explorador se niega a mantener como si solo fuera un callado secreto.

Quito, 25 de diciembre de 2011
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23 diciembre 2011

Los aguijones de la genealogía

Asunto apasionante es la genealogía, mas no por el interés antojadizo de hurgar en relaciones y parentescos, sino por la curiosidad natural que tiene el hombre de conocer un poco más acerca de sus antepasados, de tener un conocimiento más fidedigno y auténtico de quienes fueron sus ancestros. Para muchos, dicha información constituye el cimiento mismo de su heredad; es fuente de orgullo y de satisfacción; y es motivo para abnegadas investigaciones y averiguaciones que en algunos casos descubren insospechadas relaciones o inesperados encuentros.

No me refiero aquí a las veleidades que pueda tener la heráldica, ni tampoco a los devaneos que son relativos a quienes rebuscan linajes y prosapias; tan solo me intereso en esa humana condición que estimula nuestra inquietud por conocer si determinados personajes, que fueron reconocidos por la fama o por la historia, podrían contarse entre nuestros probables antepasados; o si, de alguna manera, ellos estarían relacionados con los apellidos que nos identifican y llamamos nuestros. Muchas veces, tales informaciones estarían únicamente respaldadas en la vanidad o en la novelería; y no partirían de investigaciones serias y fehacientes que logren otorgar a sus resultados un carácter irrefutable, exacto y verídico.

Por lástima, para que tales “hallazgos” y afirmaciones sean reconocidos como ciertos, deben contar necesariamente con datos de respaldo y con testimonios que les permitan abstraerse a la circunstancia imprecisa de lo subjetivo. Es reconocido que la historia siempre ha sido escrita por individuos que expresan su visión particular de lo sucedido; por lo tanto, los hechos y acontecimientos relatados no siempre son auténticos y fidedignos. Es más, nada garantiza que los datos hubiesen sido alterados o, inclusive, que lo que pudo ser considerado como una temeraria hazaña, solo hubiese sido el resultado de un hecho fortuito…

El solo hecho de que encontremos un personaje con el que participamos una relación de nombre, no es garantía de consanguinidad o parentesco, solo porque nos identifique un mismo apellido. El caso de mi propio apellido podría ser muy decidor pues, a más de ser un apelativo gentilicio, se conoce que mucha gente lo adoptó por la sola razón de haber nacido en Vizcaya o sus cercanías. Así y todo, no podemos dejar de ocultar una cierta sensación de curiosidad, si no de satisfacción, cuando encontramos en las referencias a importantes hazañas, la presencia de personajes que han compartido nuestro apellido.

Todavía hay algo más… y es que, aunque suene insidioso, nada garantiza que con el paso del tiempo, la legitimidad de la relación haya conservado sus reclamados atributos, y que la continuidad en la descendencia haya tenido un hilo palmario e inequívoco. Además – siempre hay un además –, siempre hay unos Pérez y otros Pérez; unos Rodríguez y otros Rodríguez; y desde que se inventaron los apellidos para diferenciar a los nietos de Adán, personas sin relación - quién sabe! – pudieron haber imitado y adoptado esos mismos apellidos. No de otra manera se entiende que, en muchos casos, se haya optado por escribir en forma distinta el mismo nombre; y, como aún sucede o como ha sucedido con frecuencia en el pasado, que se hayan alterado los distintos apellidos… En siglos anteriores, por ejemplo, fue muy frecuente la costumbre arbitraria de tomar ventaja de la preposición intermedia para preferir - o identificarse con - un distinto apellido.

La vida, sin embargo, no cesa de darnos lecciones de humildad, para recordarnos con su sorprendente ironía, lo fatuo e irrisorio de nuestros arrebatos inmodestos o de nuestros alardes espurios y engreídos. Un cierto día, revisando en forma casual la insospechada nomenclatura de las calles de Madrid, me percaté de que existía una calle que parecía hacer honor a mi apellido. Así, resolví consultar un mapa de la ciudad y, luego de utilizar un transporte público, ufano me dirigí a descubrir la ubicación de aquella calle que subrayaba el nombre de la familia y que supuestamente rendía pleitesía al pretendido linaje de mi propio apellido.

Tuve que caminar unas pocas cuadras hasta que, luego de indagar, dí por fin con la calle que quizás unas almas caritativas habían dado por bautizar como “Calle de Vizcaínos”. Tratábase de una corta callejuela mimetizada en el descuido del arrabal. Si algo alivianaba la humillación de la afrenta inferida a mi vanidad, era la fortuita circunstancia de que la municipalidad se había apiadado de su fealdad, y había decretado un perentorio maquillaje para ocultar su modestia con una serie generosa de intensos trabajos reparativos… Tuve que contentarme con guardar aquella austera imagen en mi memoria y perennizar con una acción del obturador el derroche de altanera soberbia que exhibía la placa del distintivo…

Hoy nomás he repetido la lección y la experiencia. De vuelta de una breve visita de exploración al valle aledaño de Lloa, he cedido al diablillo de la curiosidad y me he propuesto reconocer un área verde, que en la guía satelital de Quito se subraya con el improbable nombre de “Parque Vizcaíno”. Vale decir que se trataba de un lugar que los moradores y vecinos de un barrio conocido como la “Mena 2”, no conocían por su nombre. El apartado lugar había sido profanado, la municipalidad había convertido al emplazamiento en una improvisada ciudadela, para talvez satisfacer las promesas con que habría prendado sus electorales compromisos. Quién sabe a quién se le habría ocurrido el malhadado nombre y quién sabe porqué su sino habría tenido que ser tan perecedero y efímero…

Feliz Navidad, amigos de Itinerario Náutico!

Quito, 23 de diciembre de
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21 diciembre 2011

Negritudes y naufragios

He encontrado con frecuencia, cuando he ido por el mundo, la curiosidad de la gente respecto a mi lugar de procedencia. Es que hay rasgos que no pueden disimularse. Si la pregunta se efectuaría en Norte América, talvez no habría lugar para la duda; es probable que la inquietud me encasillaría en algún lugar situado hacia el sur del río Grande. Ahí, carecerían de valor todas las características que yo pudiera exhibir. Para los anglosajones sería un latino más, completarían su consulta con la apurada conclusión de que si no soy mexicano, he de ser, de todos modos, ciudadano de algún otro país latinoamericano.

Pero… no es esto lo que sucede en el resto del mundo. Mis rasgos fisonómicos parecen invitar a la averiguación; y, cuando me dirigen la pregunta, prefiero jugar con la ajena inquietud y opto por la estrategia de devolverles la pregunta. “Y, usted… de dónde cree que soy?”, les respondo. Es cuando, luego de una larga dubitación, sugieren con recelo un sinnúmero inesperado de nacionalidades. Que si soy árabe o español; incluso que si soy croata o francés; y algunas veces que si soy italiano. Casi siempre concluyen el acertijo con la impresión final de que provengo probablemente de un país mediterráneo. Entonces, confieso que soy del Ecuador, y que soy sudamericano.

Menciono que soy sudamericano con intención, pues mis interpelantes, por lo general, confunden Sudamérica con Sudáfrica y concluyen que el Ecuador se encuentra en el continente africano. Para colmo, los recientes campeonatos mundiales de futbol han dado importancia al Ecuador y, como la mayoría de los integrantes del equipo son de color, los que me preguntan deducen que nuestro país se ha de encontrar en algún lugar a medio camino entre el Sahara y el Kilimanjaro. Es cuando, el indagador continúa su conversación con la insólita pregunta de si por acá somos también muchos los que somos blancos…

En asuntos raciales, soy desafecto a referirme utilizando los colores; esto de la pigmentación conlleva un inevitable ingrediente discriminatorio. Es inevitable hablar de coloraciones sin caer en ese resbaladizo terreno de los prejuicios y la segregación. Sin embargo, el uso de eufemismos para representar los conceptos, solo conduce a similares malas interpretaciones, a confusiones y desencuentros. La única alternativa que queda, como recurso final, es evitar el uso innecesario de la clasificación, a menos que dicha referencia no pretenda una discriminatoria intención y constituya un recurso válido para referirse a episodios históricos.

Es, en esa línea de reflexión, que encuentro que la inquietud expresada tendría dos derivaciones: una relacionada con la razón para que los deportistas de raza negra se destaquen en ese tipo de manifestaciones; y, una segunda, relacionada con los motivos para que los primeros asentamientos de gente afroamericana se hayan concentrado en ciertas regiones. Es conocido que los primeros individuos de raza negra se asentaron con preferencia en la provincia de Esmeraldas; y más tarde en el valle del Chota, en la provincia de Imbabura. La gente intuye que tales asentamientos respondieron a la preferencia de sus actores por un tipo de clima y de naturaleza con la que estuvieron adaptados antes de llegar del África; pero pocos se han preguntado el porqué de esos procesos.

Hacia finales del Siglo XVIII, un presidente de la Real Audiencia de Quito, el Barón de Carondelet, se había empeñado en rehabilitar el llamado camino a Malbucho, que consistía en una ruta que se iniciaba en Ibarra y concluía en el puerto de La Tola, en Esmeraldas. Este camino debía su existencia tanto al entusiasmo, como a los recursos del sabio Pedro Vicente Maldonado. Cuando Carondelet se propuso rehabilitarlo, dispuso la adquisición de cincuenta esclavos negros para reforzar los trabajos necesarios. Más tarde, los morenos que se asentarían en esa región de la patria, no solo serían descendientes de aquellos esclavos, sino también de otros que habían llegado, a esta misma región, por culpa de la fortuna y de la casualidad, y en una época anterior en casi doscientos cincuenta años…

Cuenta la historia que tan temprano como en octubre de 1553 habría llegado a Esmeraldas el primer contingente africano. Se debió a un naufragio acaecido frente a las costas de esa provincia, donde se habría producido ese inesperado acontecimiento. Se cuenta que un barco que había partido desde el puerto de Panamá hacia la Ciudad de los Reyes (Lima), se había detenido frente a esas costas para aprovisionarse se alimentos. Como la situación se habría tornado desesperada, el comandante de la nave, un tal Alfonso Illescas, había dispuesto ayudarse en dicha búsqueda con el desembarco de un contingente de treinta esclavos negros que, a más de otros valores y vituallas, transportaba el barco.

Luego de concluida la breve operación que se había organizado, regresaron al barco los fugaces expedicionarios. Para su sorpresa, se encontraron con que, debido a una furiosa tempestad, el barco había naufragado. En una decisión desesperada la mayoría de los miembros de la expedición resolvieron continuar por la línea de costa, hasta llegar a un lugar seguro, donde pudieran notificar su situación precaria. La mayoría de los expedicionarios habría perecido después como consecuencia de las calamidades. Sin embargo, fue diferente la suerte de los treinta esclavos negros que optaron por establecerse en el sector, ya que el lugar les recordaba el clima y la vegetación del lugar de donde eran originarios.

Hoy, cinco siglos después de la llegada de los primeros habitantes de raza negra que poblaron el Ecuador, sus descendientes se han destacado en la práctica del deporte más popular que hay en el planeta; por ello, cuando otros ecuatorianos van por el mundo, la gente les averigua si su país está en el África; y, si la marimba y el tambor alegran también el ritmo de los demás ecuatorianos…

Quito, 20 de diciembre de 2011
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19 diciembre 2011

Óperas de jabón

Los dramas que tiene la vida son ciertamente tan impredecibles que daría la impresión que es la realidad la que trata de imitar a la ficción, que no su contraparte. Por ello, sorprende que cierta ficción que nos es familiar, aquella que desde la cláusula vespertina se introduce por medio de la televisión en nuestros hogares, se manifieste como una expresión carente de imaginación; e insista, telenovela tras telenovela, y episodio tras episodio, en las mismas tramas, en las mismas rutinas, en los mismos ya utilizados y repetidos recursos. Es difícil no identificar, en esos dramas, que existen unas mismas sorpresas, unos mismos argumentos, unos mismos y recurrentes desenlaces.

En los olvidados tiempos de la radio, se habían dado en casa a esa forma de entretención que consistía en seguir las incidencias de las “apasionantes” novelas radiales. Las voces de los actores eran tan similares (probablemente los lectores fueron los mismos) que más de una vez confundí los episodios de “La cautiva de Torreblanca” con los de “Renzo, el gitano”. Pronto habrían de explicarme las diferencias y me ayudarían a reubicar a los personajes, sólo para más tarde advertir que ambas series habían ya concluido con un desenlace feliz y que habían sido reemplazadas por otras que absorbían una remozada atención y que provocaban nuevos comentarios especulativos de los aficionados. Llevaban ahora lozanos títulos, como “La desgracia de nacer” o “El 579 está ocupado”.

En la escuela, asimismo, quienes no comentaban acerca de la trama de la película del domingo previo – quizás porque no habían podido asistir -, se daban a relatar lo más relevante de las radionovelas de aventuras del fin de semana; entre ellas, las que más interés despertaban eran siempre “Kalimán” y “El gato”. Por lástima, tales emisiones se ofrecían a un horario tardío, y solo comenzaban cuando en casa ya se había decretado la hora de acostarse. Quizás para esas horas ya nos hallábamos absortos en la tardía ocupación de completar las postergadas tareas que habíamos dejado para un poco más tarde… Y, ya era tarde, muy tarde, cuando concluíamos esas asignaturas: siempre a último minuto y a eso de la medianoche. Así evitábamos los apresuramientos de la madrugada siguiente…

Ahí también habrían de confundirme los más “entendidos” con sus apasionados relatos. Por eso nunca supe si Montezuma era parte del elenco de “Kalimán”, o si el escurridizo personaje de “El gato” estaba relacionado con las aventuras del “tigre de la Malasia”. Así empezó a crecer en mí la secreta sospecha que, aquello que se comentaba, era solo la repetición de antiguos episodios que las emisoras se habían obligado a reciclarlos. Quizás fue esa extraña percepción la que habría de empujarnos más tarde hacia la lectura; esa como premonitoria sensación que habíamos sido engañados con la repetición de unos episodios que para nosotros ya eran asunto conocido y que antes ya los habían presentado…

Con la llegada de la televisión, los nuevos “culebrones” vendrían a reemplazar a las radionovelas; y, una vez más, las tramas y los actores habrían de parecerme que se confundían y se intercambiaban. Y esto tenía quizás un agravante: que la repetición de los artistas, se sumaba a una cansina trama que nunca parecía modificarse. Así, la ciega siempre recuperaba sus perdidas facultades; la pobre huérfana era siempre, y en forma tardía, reconocida como la legítima heredera de la fortuna fabulosa de su desafecto padre. Nunca estuvo ausente la figura de la amante intrigante y perversa, que hilvanaba la urdimbre de las desgracias con sus maliciosas sospechas y sus traviesas perversidades. Siempre se repetían los manoseados papeles, como si la vida solo fuera una aleatoria sobre imposición de acontecimientos, en los que la única variante fueran los distintos personajes.

En inglés conocen a los culebrones como “soap operas”, lo que literalmente quiere decir “óperas de jabón”. Siempre me pregunté si ello se debía a eso de que “quien no cae, resbala”, o a la condición curativa que el jabón tiene para limpiar y lavar… hasta que un día me informé que habrían sido las industrias jaboneras sus primeros auspiciantes. Estos programas parecen despertar un amplio interés por doquier y en gente de toda condición y de todas las edades. Los dramas provocan una enorme atención aun en los países del hemisferio norte, donde debido a su elevada dosis de sexualidad y a la presencia de ingredientes que están cargados de controversias éticas y sociales, se emiten hacia comienzos de la tarde, cuando los niños de escuela se hallan todavía ausentes de sus hogares.

Hay algo de universal en esa curiosidad que los humanos poseemos - y que no es privativa del género femenino -, la de preocuparnos por las incidencias de los devaneos, concupiscencias y vicisitudes afectivas de nuestros semejantes. Es como si no pudiéramos sustraernos a la morbosa indagación que despiertan la intriga y la perfidia; o como si estuviéramos obligados, con nuestro fisgoneo, a ser testigos de un esperado y aleccionador desenlace. Todo, hasta que se produzca la reparación efectiva de las ajenas afrentas y de los perjuicios que ocasionan quienes ocultan su malicia, quienes montan sus sórdidas tramoyas escondidos tras el telón de sus ladinas perversidades.

Mas, no habría que negar el valor curativo que podrían tener estas livianas programaciones. Más allá de su frivolidad, ellas parecerían proporcionar una forma inofensiva de entretenimiento y de distensión con su argumento ligero, siempre aderezado de sinuosos requiebres y contradictorias motivaciones. La telenovela introduce al espectador en un mundo irreal y ajeno que le ayuda a olvidar sus problemas y contrariedades. Un cierto hilillo de identidad parece acercar también al televidente hacia sus favoritos personajes. Así, la lacrimógena trama condimenta el tedio rutinario de su vida y permite al espectador reclamar identidad con el melodrama y parentesco con esos repetidos personajes.

Quito, 19 de diciembre de 2011
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16 diciembre 2011

De cholos y cholerías

Hoy he visto a su hermano y, al recordarlo, he recordado también esa forma afectuosa que él tenía para tratar a sus amigos con vocablos que en otros labios hubiesen sonado como sociales denuestos. Eran sustantivos que solo podrían cobrar el tono y la fuerza del insulto, si su intención hubiese tenido un carácter racista; solo ahí habrían alcanzado el sentido incordiante de la ofensa; solo ahí, se habrían convertirían en adjetivados sustantivos. Porque, voces como indio, cholo y longo, solo pueden expresar un sentido subjetivo en esa amplia escala que representa el mestizaje. Esto, por la interminable gama que también poseen los prejuicios; y porque nadie podría sustraerse, ni estaría exento de la condición ineludible de ser mestizo. Son mestizos inclusive los propios peninsulares…

Parece que los insultos representan las palabras más significativas y antiguas de un idioma. Ellos serían el recurso más viejo que tendría la civilización. El hombre es un animal que no solamente habla, sino que además insulta. Claro que existen injurias que son utilizadas con tanta gracia y simpatía, que pierden su fuerza agraviante y peyorativa, para así convertirse en incomprensibles muestras de contradictorio afecto. Para muestra de ejemplo, el término “cholo” no solo que tiene un uso múltiple, sino que es usado con frecuencia con un sesgo amistoso e incluso protector. No dejo de recordar a un desaparecido colega que al terminar sus relatos o comentarios, utilizaba una frase frecuente, en el probable ánimo de buscar aquiescencia en sus argumentos. “No te parece, cholo lindo?”, repetía.

En casa no creo que hubo la costumbre de “cholear” a las empleadas de servicio. Lo que sí pudo ser frecuente, fue el comentario de “es una chola buena moza”, para referirse a alguna sirviente de tez más clara que habría venido de provincia. Fue más bien en la calle donde se escuchaba “cholear” con relativa frecuencia; sobre todo a esos mismos individuos que - de acuerdo a las características de los estratos sociales que aprendimos a diferenciar desde niños - tenían justamente los requisitos fisonómicos para ser considerados como cholos. El “cholo emier…” era una frase que se escuchaba con obscena repetición en los lugares más populares. Constituía el insulto por antonomasia, tanto en mercados como en vehículos de transporte público. Para que cobrara la intencionalidad esperada, era importante que la “che” se subrayara con un silbido fricativo y que se arrugaran los labios y la nariz al momento de pronunciar la inconclusa parte…!

Mi memoria es siempre frágil, pero algo de mis lejanos recuerdos infantiles me hace pensar que con el apodo de “cholo” se dirigían a veces a mi padre. Y creo que fue por el mismo tiempo que, en una clara muestra de falta de imaginación familiar para bautizar a las mascotas, habrían optado por apellidar de “Cholo” a un inquieto mastín de raza incierta que habían adquirido mis primos directos. Más tarde descubriría que “cholo” talvez no vendría del quichua, lengua en la que quiere decir mezclado; sino que tendría procedencia del náhuatl, y que se usaría para designar a un tipo de perro carente de pelo que ya hubo en México antes del descubrimiento. El término “xoloescuintle”, habría querido decir “perro pelado”; y esa misma palabra habría dado también origen a la voz “escuincle”…

El diccionario define “cholo” como mestizo o mezclado de sangre europea e indígena. No me puedo “acholar” tampoco al reconocer que he dedicado unos minutos para consultar la probable procedencia etimológica del mentado término. Compruebo que hay una cierta falta de acuerdo en si éste nos viene directamente del quichua o si nos lo han prestado del uso mesoamericano. Al consultar “El habla del Ecuador” de C. J. Córdova, he confirmado que este término, usado a veces para designar al mestizo inculto, o a quien realiza los trabajos más rudos y humildes, es de origen incierto. El cholo sería el indígena ya cruzado con raza blanca, cuyos caracteres étnicos muestran todavía una prevalencia de rasgos indígenas.

Lo triste, de todas formas, es el cargado contenido racista que tiene la palabra. Ella no deja de expresar un sentimiento injuriante y despectivo. El inca Garcilazo de la Vega, hace cuatrocientos años, ya se había preocupado de las raíces etimológicas de la palabra en sus Comentarios Reales. En dichas crónicas sugiere que cholo es el hijo del mestizo, que el término sería originario de las Antillas, que querría decir perro y que los españoles lo habrían usado con intención infamante o de vituperio. Hacia el mismo tiempo, el peruano Guamán Poma de Ayala habría de referirse también al término en sus Nuevas Crónicas.

Por todo ello, resulta interesante estudiar el vocablo, más como insulto racista que como sustantivo, aun prescindiendo de sus aspectos etimológicos. Lo que quizás merezca investigarse es tanto el contenido sociológico, cuanto el factor de índole psicológica, para que éste haya sido utilizado como insulto. Hay, de todas formas, algo apasionante en la mecánica de los insultos; hay quienes sugieren que los denuestos y las ofensas, describen al que las profiere más que al mismo destinatario. Insultar a alguien, supone endilgar adjetivos a quien no los merece; pues, si usamos calificativos para describir a quien sí los merece, nuestra acción se convierte en definición justificada y ya no llega a convertirse en insulto…

Podría existir una cierta dosis de sinceridad en esto de los insultos, los que casi siempre se ejercitan para conseguir un catártico desahogo o para satisfacernos con el alivio de “respirar por la herida”. Pero hay también aquellos que no son tan santos; son aquellos que los expresamos únicamente cuando estamos a espaldas de la persona ofendida. A fin de cuentas, cada cual insulta y “cholea” como puede y de acuerdo con sus limitaciones y posibilidades… No les parece, cholitos?

Quito, 15 de diciembre de 2011
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13 diciembre 2011

Lugar y fecha de nacimiento

Miro por la ventana. Un conjunto de edificios parecen empeñarse en ocultar el parque. Se me hace difícil creer que en ese mismo lugar, hace un poco menos de quinientos años habría existido una laguna, llamada de Iñaquito y que habría sido drenada por los primeros españoles que alcanzaron posesión sobre estas mismas tierras. El sol se oculta ya hacia el poniente. Un edificio vecino esconde esa parte de la ciudad en la que yo habría vivido buena parte de mi infancia. El obstáculo impide apreciar los cerros Itchimbía y Panecillo, y un lugar más al sur donde se supone que existió otra laguna, conocida con el nombre de Turubamba.

La ciudad que observo no incluye a la fundada por los incas y refundada por los españoles. Los límites septentrionales de aquella no llegaban a lo que desde el principio del asentamiento colonial se había dado en llamar como “El Ejido”. La urbe, o la parte de la ciudad que ahora observo, es parte de una metrópoli que ha superado ya los dos millones de residentes y que en mi niñez no había alcanzado todavía el medio millón de habitantes. Mas, es aquella parte de la ciudad, la que no alcanzo ahora a observar, la llamada ciudad vieja o “centro histórico”, aquella que poco vemos y visitamos, la que habría despertado el interés de sus últimos invasores y de los sorprendidos españoles que la refundaron.

Hay algo indefinido y controversial en el natalicio; o, más bien, en el bautismo de nuestra urbe. Todo porque tanto el lugar como la fecha en que se celebra la “fundación”, no parecen obedecer ni al sitio ni al día en que tal declaración se realizó efectivamente. Tampoco, el día de dicha fundación, en términos de estricta cronología, parecería representar la fecha auténtica y efectiva de su real re-establecimiento como entidad urbana. Ni Quito se habría fundado en Quito, ni tal fundación se habría efectuado en un 6 de diciembre. Tampoco lo que sucedió en esa fecha fue una fundación propiamente dicha, sino tan solo la instalación de los residentes sobre una fundación que ya se había efectuado previamente.

Además, a esta fecha convencional, habría que hacer un ajuste adicional. Y esto, porque la fecha que marcaban ese día los calendarios, en el año de 1534, se había desajustado ya en diez días con respecto al calendario tropical y, en términos efectivos, tal efemérides correspondía en la realidad al 16 de diciembre! Cincuenta años más tarde, la reforma gregoriana de 1582 vendría a corregir estos desfases; y, aunque nunca se propusieron ajustes retroactivos para estas distorsiones, la costumbre prefirió mantener las fechas convencionales a efecto de continuar celebrando los sucesos y sus conmemoraciones…

Cuando yo era muchacho pasaba mis vacaciones en Riobamba. Llegaba en casa de mis primos, quienes argüían que la ciudad de sus propios natalicios, la que había sido distinguida con la redacción de la Primera Constituyente, habría sido la que habría merecido convertirse más tarde en la capital del Ecuador. Creo que lo decían solo para incomodarme, aunque… bien podría ser que las noticias que les habrían proporcionado tenían algún sustento en la realidad histórica… En efecto, los informes de la llegada de Pedro de Alvarado a las costas de Bahía de Caráquez, habían acelerado la decisión de Francisco Pizarro de adelantarse a la fundación de Quito, ciudad que supuestamente guardaba los fabulosos tesoros de Atahualpa. Este inca quiteño, nacido en Caranqui, había arrebatado a su hermano la soberanía sobre el Tahuantinsuyo.

Por esta motivo, Pizarro había delegado a Diego de Almagro la perentoria fundación de Quito; y éste, apurado por las noticias de la llegada de Alvarado, se había apresurado a fundarla el 15 de agosto de 1534 en los alrededores de la actual Riobamba, con el nombre de Santiago de Quito. Trece día después el mismo Almagro habría de efectuar, en el mismo sitio, la fundación - que los historiadores llaman “a distancia”- de la definitiva San Francisco de Quito. Correspondería a otro subalterno de Pizarro, de nombre Sebastián Moyano, y mejor conocido como Sebastián de Benalcázar, esa fundación definitiva. Esta ocurriría sobre el mismo asentamiento escogido por el inca Huayna Cápac y sobre las cenizas que había dejado el indómito general Rumiñahui.

Así como Moyano solo se encargó de instalar a los primeros residentes y de distribuir los solares de una ciudad que había sido fundada con un recurso artificioso, la fecha de dicho suceso tampoco habría de coincidir con la realidad cronológica. Un papa italiano, conocido por la historia como Gregorio XIII, habría de preocuparse de cumplir con una de las recomendaciones del Concilio de la Contrarreforma, efectuado en Trento (1545-1563), y propiciaría una revisión al calendario vigente, a objeto de que la Pascua y las llamadas fiestas móviles se adaptaran al año tropical. Era una forma de adecuar el año civil sobre la base de aplicar las tablas propuestas por Alfonso X de Castilla, conocido como “El Sabio”.

Efectivamente, el Concilio de Nicea (año 325) había establecido el calendario litúrgico para la celebración de la Pascua, calculando para esta determinación “el domingo siguiente al primer plenilunio posterior al equinoccio de primavera”. Para la época de la reforma gregoriana, el calendario ya se había desfasado en diez días, debido a que el año solar tiene once minutos menos que lo calculado por el calendario juliano (trecientos sesenta y cinco días y cuarto). De modo que la fecha de la instalación encargada a Sebastián de Benalcázar se habría realizado realmente un domingo 16 de Diciembre. Sin embargo, hemos preferido mantener la fecha convencional, persuadidos que también es “convencional” ese artilugio que sirve para marcar el tiempo y que es conocido con el nombre de calendario…

Quito, 12 de diciembre de 2011
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08 diciembre 2011

El legado de un colega

… “Una tiranía totalitaria, también, puede satisfacernos en nuestras necesidades materiales. Excepto que no somos bestias para ser alimentadas. La prosperidad y las comodidades jamás podrían satisfacer todas nuestras necesidades. Para quienes crecimos creyendo en el respeto humano, el más simple de los encuentros conlleva a menudo el más contundente de los significados”. 

“Respeto humano! Ésa es la piedra de toque. En la medida que se respete sólo lo que se nos asemeja, no respetaremos a nadie, sino solo a nosotros mismos. El rechazar la contradicción destruye toda esperanza en el ascenso del hombre. El orden por el orden castra al hombre de su poder esencial, el de transformar al mundo y a sí mismo. La vida crea el orden, pero el orden no crea la vida”. 

“¿Por qué odiarnos los unos a los otros, si estamos en el mismo lado? Nadie ostenta el monopolio de las intenciones puras. Yo puedo discutir, en favor de mi camino escogido, el camino que alguien más haya tomado. Puedo criticar los requiebros de su lógica – la razón humana es incierta. Pero debo respetar al hombre, al ser espiritual, si todos nos esforzamos hacia la misma estrella”. 

Antoine de Saint-Exupéry, “Carta a un rehén”, 1940. 

Estos largos epígrafes iniciales son extraídos de un documento escrito hace ya setenta años por un aviador francés, conocido mundialmente por su obra cenital, “El Principito”; ése es un pequeño cuento escrito para niños de todas las edades. Su mensaje múltiple y misterioso es un indispensable referente. De hecho, ese breve cuentito constituye una de las obras más releídas de la literatura. Su autor fue un colega que murió joven y haciendo lo que más le gustaba: volar. Sus restos nunca fueron encontrados. Me estoy refiriendo a Antoine de Saint-Exupéry. 

El lector aguzado y perspicaz –abusado dicen en México– habrá sospechado que los tres párrafos iniciales habrían encontrado autoría en uno de los editorialistas desafectos a nuestro contradictorio régimen; en uno de los llamados miembros de la “prensa corrupta”, la descalificada con tanta asiduidad por dicho régimen. Pero no, ellos son parte de un mensaje que siempre tendrá actualidad: uno que apuesta a la solidaridad, al sentido colectivo, al sentimiento de nacionalidad. 

He procurado en las últimas semanas una estrategia diferente. He empezado a buscar las razones para el atractivo y la popularidad de nuestro presidente. Y, más allá de coincidir en su inteligencia, brío y vivacidad, no deja de sorprender aquello de que él insista, semana a semana, en buscarse nuevos enemigos y en propiciar nuevos frentes antagónicos. Es innegable que el mandatario posee excepcionales recursos mediáticos. Que tiene una clara disposición y una extraña habilidad para el enfrentamiento y la controversia. Sin embargo… ¿Es eso positivo para el país? ¿Es eso realmente productivo y necesario? 

Este gobierno ha contado con una incuestionable ventaja coyuntural: el haber podido disponer de un presupuesto sin precedentes en la historia económica del Ecuador. El país produce ya medio millón de barriles diarios de petróleo. La obra pública que se publicita por doquier, no sería posible si no existiría esta saludable bonanza. Este fin de semana, he sido testigo nuevamente del rápido y sorprendente avance que se ha alcanzado en vialidad; y escucho que el progreso que la obra pública ha ido alcanzando en otras importantes áreas, como en salud y educación, es importante y evidente. 

Mientras bajaba a la costa, a disfrutar del feriado, me propuse escuchar el mensaje semanal que ofrece el presidente. Cuando, más tarde, quise escuchar música en la radio, pude percatarme que casi la mitad de las emisoras radiales hacían continua propaganda de la labor del gobierno. Entonces me he preguntado: si la labor realizada alrededor de todo el país es tan buena, qué necesidad tiene el presidente de insistir en ese negativo discurso? Creo que todos estamos en el mismo lado, en el mismo barco. No hace falta, por lo mismo, ese discurso cargado de odio y de reprensión, en un país que más que escuelas, hospitales y carreteras necesita algo fundamental y urgente: unidad nacional… 

Correa puede no gustarnos a muchos, pero, aparte de ser un buen candidato, parece que es el único que estaría disponible… Es hora de que advierta que su repetitivo y repetido discurso, es malo para nuestro sentido de colectividad; e incluso, puede resultarle contraproducente. Debemos buscar motivos que nos identifiquen con el futuro, no unos que miren hacia el pasado para anclarnos en el odio y el resentimiento. La diatriba maniquea tiene que cesar; solamente buscando identidad en nuestras metas como nación podremos consolidar el propuesto crecimiento para el país y afianzar así las muestras evidentes con que se manifiesta el progreso. 

Es hora de una tregua a las manos crispadas. Basta ya de enseñar los dientes y las garras! Basta de insistir en acciones que solo consiguen - con o sin intención - destruir la institucionalidad del país! Solo hace falta descubrir que si estamos todavía en el tercer mundo, el camino que nos resta por recorrer es aún largo e insospechado; nunca lo podremos realizar sin la participación de todos y sin un colectivo esfuerzo! 

Quito, 7 de diciembre de 2011


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Con una mano en el corazón

La circunstancia de que destruíamos el calzado y que nuestros pantalones “de calle” regresaban siempre de la escuela con un recurrente orificio a la altura de la rodilla, asunto que a nuestra abuela le habría llevado a renunciar en forma definitiva de sus labores de “zurcido invisible”, nos impidió por largo trecho que pudiéramos dedicarnos como era debido al entretenido deporte de “patear la pelota”. En casa se nos tenía proscritos a quedarnos en el colegio en horas extracurriculares, por tal motivo. Así, nuestros esfuerzos por “igualarnos” en las técnicas que debían aprenderse y dominarse, se vieron limitados a los recreos de la mañana y a una cláusula que se cumplía antes de la campanada de la tarde.

La jornada única solo habría de establecerse más tarde. Por ello, fue únicamente en esos intermedios cuando pudimos practicar el fútbol; primero lo hicimos en una cancha de ladrillo que ocupaba el patio inferior, perteneciente a la primaria; posteriormente, y luego de un incendio inolvidable producido en una de las máquinas encargadas de preparar el asfalto, esa misma cancha pasó a ser un poco más regular, pero su superficie siguió siendo dura y, por lo mismo, nunca fue adecuada para la práctica del deporte más popular que existía en el mundo.

Ciertas preferencias escolares tampoco favorecían la práctica de ese deporte. Así, las canchas de secundaria estaban sembradas de obstáculos por todas partes, pues existían postes por doquier, postes en el medio mismo de la cancha. Se debía a que sí algo existía en La Salle, en demasía y por todas partes, eran canchas y más canchas del único juego favorecido que había en el colegio; uno que requería de unos balones y unos zapatos que eran más costosos para su práctica: el menos popular en el mundo, aunque más intenso: el basquetbol.

No bien sonaba la campanada que anunciaba el recreo, el tropel estudiantil se lanzaba hacia el patio para disputar la posesión de la cancha, siempre al grito del curso que habría abandonado con más presteza su aula. La bola no tardaba en colocarse en el medio de la cancha, una vez aceptado el reto provocado por el cántico ritual de “Segundo A, Segundo B”. Jugábamos entonces un cuarto de hora a muerte, cuando no era extraño que otros cursos también quisieran tomar partido – eran los “refuerzos” de los cursos superiores – y cuando no era raro que en el calor del juego se adhirieran, y también participaran, los docentes; sin importar, en algunos casos, si los enfervorizados estarían vistiendo una larga y oscura sotana que les impedía desplazarse con agilidad!

Fui por esos años infaltable goleador en los recreos. Era hincha de un equipo llamado España; lo había visto entrenar una tarde de sábado en el estadio de El Ejido y pronto me identifiqué con los colores de su distintivo. Por lástima, el equipo tuvo un par de malas temporadas seguidas; entonces, optaron por cambiarle de nombre y, para colmo, el equipo que siempre le ganaba se había convertido ya en el favorito de mis condiscípulos. Éste, tenía un uniforme muy fácil de emular, pues era idéntico al que usábamos para una asignatura llamada por entonces gimnasia y que luego pasó a ser conocida como educación física.

Para cuando el España había pasado a jugar en la categoría del olvido, la Liga ya había obtenido el campeonato interandino por dos ocasiones consecutivas. Por ello, Liga Deportiva Universitaria, era casi siempre el equipo escogido por AFNA, para enfrentar a los famosos equipos brasileños que venían de exhibición y de visita. Claro que Liga nunca les ganaba, pero perdía con un marcador que se fue convirtiendo en clásico de puro repetitivo: 6-0. Así, todos parecían salir contentos del estadio: los parciales de Liga porque su equipo había representado a la provincia; y los entremetidos hinchas del Quito y del Aucas porque alguien más había derrotado por fin a su equipo enemigo…

Fue en esas recordadas y frecuentes goleadas que recibió el equipo de mis nuevos amores, que el estribillo pasó a hacérseme familiar. Eran tiempos en que casi nadie apoyaba con cánticos permanentes. Los gritos ocasionales de estímulo eran propiciados por un “chocolatinero” fantoche, que trataba de imitar con su vestimenta al popular “Cantinflas”; él se metía entre los asistentes para ofrecer sus colaciones y “bombolinas”; y, a la proclama de un ronco “por la Liga” incitaba el contagio de la barra de los adictos al equipo. Pronto, la tímida proclama empezaba a escucharse, hasta que poco a poco era coreada por los demás adherentes: Ele i, Li; ge y a, ga. Li, li, li; ga, ga, ga. Liga Deportiva Universitaria!!!

Pero fue en el estadio “Atahualpa”, que fuera inaugurado el domingo siguiente al día mismo de mi bautismo, que Liga habría de consolidar el apoyo de una base cada vez más importante y numerosa de partidarios. A la sazón, ya se le conocía al equipo merengue como “la bordadora”. Es difícil olvidar el nombre de muchos jugadores que se destacaron en sus filas, como los extranjeros Roberto Ortega, Tano Bertocchi, Héctor Abadie y Oscar Zubía; o también de una pléyade de hábiles jugadores nacionales, muchos de los cuales se habrían de convertir en mis buenos amigos. Algunos integrarían la selección nacional; como Tito Larrea, Polo Carrera, los hermanos Mario y Eduardo Zambrano, y Enrique Portilla.

Pasados los años, Liga habría de conquistar varios campeonatos nacionales. La institución habría de construir su propio estadio y habría de alcanzar, en menos de dos años, nada menos que cuatro títulos continentales. El equipo de blanco, conocido como “los albos” o “los azucenas”, habría de representar con éxito, y como ningún otro, la superación del fútbol ecuatoriano. Desde entonces, una multitud de aficionados llevan su mano al mismo lugar donde se ubica su gloriosa insignia; y al cubrir ese símbolo con afecto, con pasión y con orgullo, cobijan la divisa del equipo que se fue convirtiendo en parte de sus gloriosas gestas deportivas, y también de su propio y agradecido corazón.

Quito, 8 de diciembre de 2011
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03 diciembre 2011

Vvvaquitooooo!

Estoy ya de vuelta al Ecuador. Mi regreso ha constituido, una vez más, parte de esto que se fue convirtiendo en un largo exilio que ha durado ya dieciséis años. Las circunstancias y los indicios parecen presagiar que éste ha de ser el regreso definitivo. Volver desde el otro hemisferio; especialmente si el viaje se lo realiza a través del Océano Pacífico, se convierte en un periplo largo, que con frecuencia se convierte también en un trámite tedioso e interminable.

Quienes desde afuera observan estos desplazamientos tienen la impresión de que, a la larga, uno terminaría por acostumbrarse; pero la verdad es que estos agotadores viajes erosionan el ánimo y debilitan las energías, inclusive si quien se desplaza acude a la previsión de efectuarlo en dos jornadas. El perverso efecto del cambio de hora se convierte en inevitable; asunto que, para quienes venimos a la “muy noble y muy leal ciudad de San Francisco de Quito”, se amplifica con las secuelas de la altura. Quito está ubicada en un valle situado a casi tres mil metros sobre el nivel del mar. Y esto, aun para quienes estamos acostumbrados, marca una diferencia en lo relativo al factor de adaptación, que resulta muy apreciable.

Los cruces del Pacífico son siempre agotadores. Los he venido realizando como parte de mi actividad profesional; y además, como elemento integrante de mis desplazamientos desde mi hogar hacia las distintas bases de operación en los diferentes compromisos profesionales en que me involucrado. En esta reciente ocasión, el viaje lo he efectuado desde Australia. En términos de la duración del vuelo, es decir en el tiempo desde su procedencia hasta su destino, antes ya había efectuado vuelos similares - trece horas -, por ejemplo, desde Shangai en vuelos directos hasta Chicago; sin embargo, ésta ha sido la primera vez que el vuelo ha transcurrido íntegramente sobre el océano, pues el mismo se ha iniciado en Sydney, ha sobrevolado Hawai y ha concluido en Los Ángeles.

Habiendo finalizado ya mi último contrato de trabajo, y eventualmente accedido a mi retiro profesional (no tengo todavía nuevos planes por el momento), he optado por ejercitar una breve cláusula sabática antes de programar cualquier nueva actividad. Si bien llega un momento en la vida de los hombres cuando resultan importantes el ocio y el descanso, porque éstos se convierten en una compensación saludable y necesaria, es previsible advertir una realidad: la de que los seres humanos no podemos vivir en un estado de inactividad. La vida tiene que estar siempre aderezada por nuevos proyectos y nuevas realizaciones.

De vuelta al comentario del viaje de regreso: observo que ya en el embarque del tramo final, el viajero empieza a experimentar una serie de familiares impresiones. Resulta inevitable introducirse e involucrarse en un curioso proceso de adaptación cuyas características, aunque intangibles y sutiles, no pueden dejar de apreciarse. Ya desde el momento mismo de compartir la sala de espera en el terminal aéreo, se puede escuchar esa forma de hablar que nos es familiar, con una gama de giros cuyo desuso casi nos haya hecho olvidarlos.

Términos como “capaz” que en la tierra se utiliza en lugar de talvez o quizás; o “de una” para significar la inmediatez de una determinada acción, nos sirven como parte de una suerte de sistema subliminal; de un intrincado conjunto de símbolos que trascienden la conciencia y que nos ayudan a identificarnos. Además, hay algo en la actitud indirecta del quiteño, en su reticencia al contacto novedoso y su recelo característico para propiciar la comunicación que, más allá de la realidad que crea la distancia con el destino, nos hace persuadir que parece que ya estamos cerca de nuestro objetivo, que ya vamos llegando…

Volver a Quito en diciembre llena al viajero de un sinnúmero de distorsionadas impresiones. Quito es una ciudad cuya estructura geológica le ha obligado a un crecimiento de corte longitudinal; la ciudad está ubicada en medio de un valle alargado y angosto. Quito es una ciudad caótica en términos de tránsito vehicular; circunstancia que parecería constituir una especie de círculo vicioso: la ciudad creció en forma longitudinal también como consecuencia de la carencia de medios adecuados de transportación, y esa transportación fue adquiriendo esos atributos debido a las restricciones físicas que le ha impuesto la urbe.

Porque diciembre es un mes especial para los quiteños. Y, a los preparativos correspondientes a la Navidad, se suman las actividades del onomástico de la urbe. Los primeros días de diciembre corresponden a las fiestas de la ciudad; representan la celebración tradicional de la fundación española de una metrópoli que, por algo más de un cuarto de siglo, no ha logrado identificar todavía soluciones adecuadas para sus problemas principales. A la falta de recursos adecuados y de un sentido esencial de planificación, se ha ido sumando la incapacidad para “importar” nuevas ideas, como aquellas que han ayudado a solventar similar problemática en otras latitudes y, sobre todo, para “imaginar” la ciudad que sus conciudadanos quieren para el futuro.

Estos son días de corridas de toros y de celebraciones callejeras. Un estentóreo grito de “Viva Quito” se va escuchando por doquier, aunque el extranjero crea percibir, y quizás interprete más bien, ese ronco y repetitivo “Vvvaquitooooo” como la proclama que surge de esas recurrentes y cansinas provocaciones…

Quito, 3 de diciembre de 2011
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27 noviembre 2011

Los colores que parecen y no son

Tiene apenas cinco años, pero ya reprende a sus mayores con esa irreverencia con que suelen proclamar sus conocimientos los niños de hoy en día. “Tu pregunta no tiene sentido, abuelo - me reclama -, cómo puedes preguntarme si las Montañas Azules son verdes!”. La llovizna es tan pertinaz y el clima tan escaso de buenos auspicios, que al llegar a nuestro destino, él mismo desenrolla el hilván de la encubierta filosofía. “Las Montañas Azules hoy parecen blancas por la neblina –me explica-, aunque a veces nos dan la apariencia de haberse puesto grises”.

En medio de esa lluvia que oculta el publicitado entorno y que no quiere ofrecer tregua a la impaciencia, hemos llegado ya a este pueblito pintoresco de nombre intimidante: Katoomba. He sobrevolado este lugar un considerable número de veces; de hecho, su nombre corresponde al de una de las llegadas al aeropuerto de Sydney. Katoomba está en el corazón de las llamadas Montañas Azules. Alli, el paisaje combina los formidables acantilados que se han formado en la meseta de arenisca con el bosque espeso e impenetrable de esta región de la tierra. En el centro de ese magnífico contraste destaca una formación geológica que ofrece una vista sin parangón conocida como "The Three Sisters" (“Las Tres Hermanas”), nombre que obedece a que su apariencia habría motivado una leyenda aborigen.

Mientras esperamos que las montañas recuperen la claridad necesaria para satisfacer el propósito de nuestra expedición, decidimos visitar las famosas cuevas de Jenolan. No ha parado de llover; es una llovizna inmisericorde y pertinaz, es una garúa fina que no moja pero empapa, lo que en los altos de la serranía llamamos “pacheco”. Es el comportamiento húmedo y pluvial que caracteriza al páramo. Hacia el final del trayecto, el camino se torna sinuoso y angosto, y la intensa precipitación lo convierte en peligroso por lo resbaladizo del asfalto. La neblina no permite apreciar el paisaje, pero entrega una como compensación invisible: no deja advertir la profundidad del abismo circundante. De trecho en trecho se observan curiosos y pequeños canguros que se sienten tentados a acercarse, pero que luego rehúyen el contacto y se retiran con gesto huraño y escurridizo.

Jamás me he adentrado en cueva de ninguna especie a lo largo de mi vida. Aquella, la muy madrileña de Luis Candelas, es la única que he visitado en mis viajes e innumerables visitas; pero ésta no es una cavidad subterránea, sino tan solo un lugar para saborear el cochinillo horneado como solo saben prepararlo los españoles en la península. Hablar de cuevas nos remite al cuento de Ali Babá, donde la fantasía pugna por convertirse en realidad, y conduce también al relato de la cueva de Montesinos, donde la demencia febril confunde la imaginación del personaje cervantino para transformar la realidad en mera fantasía.

Me adentro así en este subterráneo socavón; asunto que se constituye en una novedosa y virgen experiencia. Es la primera vez que descubro la escultura portentosa que ha trabajado a través de millones de años el agua sobre la roca, esculpiendo con paciente intención estos meandros en los materiales escondidos en las entrañas de la naturaleza. Observo estalactitas y estalagmitas por primera vez y aprendo a reconocer sus diferencias. Aprecio con delectación el trabajo perseverante que el efecto milenario de la humedad fue labrando en la piedra y admiro estos tesoros escondidos, todos estos mantos de colores sorprendentes que solo la luz artificial revela en la exploración de este lugar indescriptible.

No es difícil imaginar las sorpresas y dificultades con que se habrían enfrentado en la caverna las exploraciones primitivas; y los cuidados y esfuerzos dedicados para proteger y preservar estos tesoros formidables que ha querido ocultar la infatigable naturaleza. Suficiente con reconocer que con la actual provisión de electricidad, se hacen ya innecesarios los antiguos inconvenientes que tuvieron que enfrentar los primeros exploradores. Hoy, esas tareas se han hecho cada vez más ágiles para quienes continúan explorando esos ríos subterráneos y aquellos vericuetos admirables que paso a paso se descubren en esta inefable experiencia.

Amanece garuando a la mañana siguiente; empero, pasadas unas pocas horas, el cielo empieza a revelar sus azules sorprendentes. Ahora ha dejado de llover y el calor empieza a alegrar el paisaje y el ambiente. Continuamos entonces con la prevista peregrinación de los privilegiados miradores. Ellos nos permiten admirar el paisaje único y singular desde el borde de estos profundos riscos, cuyos cortes parecerían haberse efectuado con máquinas de precisión descomunales. Son abismos escarpados que incitan al vértigo; cataratas admirables que erosionan la roca; contrastes que crean estas montañas de porte inaccesible con la vastedad de la selva y la profundidad de sus valles interminables.

Las Montañas Azules constituyen un bosque protegido ubicado hacia el occidente de Sydney, en Nueva Gales del Sur. Esta asombrosa región ha sido reconocida como Patrimonio Natural de la Humanidad y representa un lugar que no se puede dejar de disfrutar si se visita esta parte de la tierra. Aquí se protege con respeto y responsabilidad a una inimaginable biodiversidad, a una cantidad enorme de animales y plantas que no existen en ningún otro lugar del planeta.

El sol ha llegado ya a su cenit, al tiempo que el cielo se ha despejado de improviso en forma generosa y sorprendente. Ahora sí, el efecto de la dispersión de los rayos ultravioletas permite apreciar ese color irreal que debido al efecto de la lejanía ofrecen las montañas. Resulta difícil no coincidir con las razones de un muchacho que no ha llegado todavía a la llamada edad de la razón, en aquello de que ciertamente era azul lo que yo le había insistido que parecía verde…

Sydney, 28 de noviembre de 2011
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25 noviembre 2011

A punto de caramelo

Las comisuras de sus labios curvaban hacia abajo otorgándole uno como rictus perenne de melancolía; mas, cuando abría la boca su rostro adquiría una rara intensidad, como que todos aquellos músculos faciales, no solo sus restantes facciones personales, coincidirían en un concertado acuerdo para servir de bóveda a la explosión contagiosa de su sonrisa. Porque nuestro amigo Caramelo era así, un individuo alegre, ocurrido y vivaz, que no podía dejar de buscarle el humor a las cosas serias de la vida y que no concebía una vida en la que no se pudiera reír, o procurar que los demás terminaran compartiendo su alegría.

Había venido a la vida ya con esa extraña fiebre que se convierte en la vocación de los aviadores, aunque - de acuerdo a su propia confesión – él hubiera preferido convertirse en torero y tomar la alternativa. Pero, pronto había advertido que su catadura no sustentaba la esbeltez que demandaban los ajetreos a los que había que enfrentarse en el ruedo. Además, como solía repetir, haberse convertido en aviador le había otorgado una licencia para poder manejar cualquier vehículo que se desplazara por la tierra. Sacando la cartera del bolsillo trasero del pantalón, exhibía una arrugada credencial de piloto donde se leía “Mono – Multi – Tierra”. “Tierra… carro, pues cholito!” decía…

Ese sábado vino a verme en el hangar. Mis vuelos ya habían terminado y quería llevarme a tomar “una sola” cerveza en el pueblo de Shell Mera. Esa vez quería conversar de una importante decisión que habría de tomar en su vida afectiva. Como era un humorista genial, nunca se sabía si era en serio o en broma lo que decía. Aunque, él no era propiamente un embromador, era un individuo especial que tenía esa rara habilidad de encontrar el sesgo cómico que tienen las cosas serias, y aun hasta las cosas trágicas que tiene la vida. Vino, digo, a invitarme a tomar “solo una cerveza”, para bautizar con su humor la decisión que ya había tomado, la de asumir la ceremonia más seria a que los hombres pueden comprometerse en la vida.

Fuimos a esa cantina – “la mejor” que podía haber en el pueblo – y, como buena cantina que era, ofrecía una tentadora fritada y una refrescante y rica cerveza, muy fría, “demasiado” fría. En el fondo del local sonaba una Wurlitzer, repartiendo ésa su música característica, que no podía ser sino, claro… “música de cantina”! Esa única cerveza se habría de convertir en la primera de una tarde que terminó para nosotros cuando ya no quisieron vendernos una cerveza más en aquella esquina. Fue ésa, la misma tarde que nunca imaginé que sería la de nuestra última despedida…

“Desde cuándo te dicen Caramelo?”, le pregunté. “A qué te refieres?”, me contestó. “Si Caramelo es mi nombre de pila!”. “Eso de Fernando es solo mi alias” continuó. “Siempre fui Caramelo; y, como todo caramelo, cuando vine al mundo ya vine así, y solo tuvieron que quitarme la envoltura!”… Como sucede siempre que se bromea sobre las cosas serias de la vida, el coloquio siguió entre chiste y chiste; y yo me quedé con la curiosidad del origen del apodo de ese hombre ocurrido que parecía ser el epítome de la distensión, la chanza y la burla fina. “Si prefieres - me dijo - Caramelo es algo así como un seudónimo”. “Así está registrado en mi partida de nacimiento, pero no sé porqué no dice también así en mi cédula de ciudadanía…”

No pude saber entonces si el suyo era un sobrenombre de corta data. O, si el apodo fue concebido por sus amigos de barrio o de colegio; o si los autores de endilgarle el adjetivo fueron los aviadores, sus recientes compañeros; o si el remoquete le habrían asignado ya en su propia familia. “Tampoco es un seudónimo propiamente dicho”, me comentó. “Si prefieres, es una especie de acrónimo que refleja en parte mi personalidad y algo de los episodios cómicos que me han sucedido en la vida”. “Sí - me dijo - es una palabra inventada como es esa de avión, que es una palabra que no existía cuando los aviones no existían todavía”…

Hoy recuerdo mis entretenidos coloquios con ese amigo ingenioso a quien conocimos en nuestros tiempos de Oriente como Caramelo. Sobre todo aquel último encuentro que tuvo algo de premonitorio, encuentro que siempre recordaré como si hubiese sido una cita postrera de despedida. Fue ésa una época triste e incierta; los accidentes eran frecuentes y no se sabía si uno terminaría también involucrado en una de esas tragedias que parecían estar acechándonos a la vuelta de la esquina! Consecuencia? Casualidad? Destino? Nunca como entonces nos habría parecido que la vida podía ser tan fugaz, que la existencia podía ser tan relativa…

Así, recordando al querido Caramelo, encuentro que “alias” quiere decir “otro”; que viene de una frase latina: “alia nomine cognitu”, que quiere decir “conocido por otro nombre”. Similar a lo que se conoce en inglés como “aka” (“also known as”) y que se ha convertido en tan popular entre las personas más conocidas por el público (aquellas que llaman “celebridades”), que podría decirse que pocas de ellas conservan todavía su nombre de pila. El seudónimo, ha servido para que ciertas personas pudieran ocultarse detrás de un nombre ficticio; sea porque quisieron ser conocidas por un nombre diferente, por motivaciones de carácter estético o, como ha sucedido en muchos casos, sin una razón aparente. Esto ha sido frecuente también entre los escritores. Muestras al canto: Azorín, Mistral, Neruda, Voltaire, Mark Twain o Valle-Inclán.

Fue en esa conversación con el inolvidable Caramelo que descubrí que la palabra que definía al aparato que volábamos era solo un acrónimo. “Avión, es una palabra creada con las siglas de su definición o concepto”, me explicó, mientras con gesto característico se acomodaba, con el índice, los anteojos que se le resbalaban sobre el puente de la nariz. En efecto, el término “avión” solo quiere decir “aparato volador imitador del ave natural” (“appareil volante imitant l’oiseau naturel”, en francés). Avión es un término que se atribuye a un ilustre francés, precursor de la aviación, conocido como Clément Ader. Desconozco si su nombre estuvo también inspirado en un acrónimo. Eso se me olvidó de preguntarle a ese infante terrible, el incorregible Caramelo!

Blue Mountains, Australia, 25 de noviembre de 2011
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22 noviembre 2011

Cuicas, cuicas y más cuicas

Parece que en el sur del continente llamaban antes “cuicos” a los afuereños o forasteros; hoy, y probablemente por diferentes motivos, llaman así a los adinerados. En México, llaman con ese nombre a los guardias o policías; se trataría de la adaptación de un término prestado del náhuatl que quiere decir “el que canta”. En la serranía del Ecuador también usamos ese nombre, “cuica”, aunque tomado del quichua (no olvidar que en esa lengua no existe la o), para llamar a las lombrices; además, por lo general llamamos con esta palabra a todas las especies animales que tienen aspecto vermiforme o de gusano, sobre todo si son pequeñas. Por ello, el adjetivo cuico, ya con la o del castellano, (o cuica) es un sobrenombre que se usa para designar a los enjutos o flacos de carnes.

Las cuicas viven bajo tierra en condiciones de humedad, aprovechando la condición de blandura de los terrenos. Recuerdo haber ido de pesca de truchas a Chalupas hace muchos años y lo que utilizamos como carnada en esa expedición fueron justamente cuicas o lombrices de tierra. Habíamos pasado recogiendo un frasco repleto de estas lombrices de la hacienda de un amigo, antes de dirigirnos a esa zona situada en las estribaciones orientales del Cotopaxi. De la recolección se habían encargado los peones que nos acompañaron. Fue tal la cantidad de truchas que conseguimos en aquella jornada, que la auditoría final nos obligó a un reparto equitativo con los mismos proveedores de los gusanos…

A causa de la apariencia que tienen las sanguijuelas, que también tienen aspecto vermiforme, se tiene la tendencia a confundirlas con las lombrices de tierra; esto, a pesar de que constituyen una especie biológica distinta. Las sanguijuelas son más grandes y más oscuras; fueron utilizadas hasta el pasado reciente para las sangrías terapéuticas. Hubo un tiempo no muy lejano, el de nuestros abuelos, cuando eran utilizadas para el tratamiento indiscriminado de un sinnúmero de dolencias. La baba de la sanguijuela contiene una substancia anestésica y anticoagulante, por ello se la utilizó para esas sangrías, convencidos como estaban nuestros antepasados de su probable eficiencia. Con el desarrollo de la ciencia y de la medicina, tales métodos fueron comprobándose como inefectivos y empezaron a ser reemplazados con los modernos medicamentos.

En tierras húmedas y tropicales existe además un animal parecido, aunque de naturaleza diferente; trátase de una especie similar a la de una culebra pequeña, aunque sin escamas, que también tiene similitud con la sanguijuela, aunque técnicamente tampoco es un gusano; pertenece a la familia de los anfibios; puede decirse que es una salamandra sin patas. A diferencia de las sanguijuelas, estos anélidos (que tienen anillos) poseen estructura ósea y su mordedura puede ser sumamente venenosa, a más de dolorosa y muy molesta.

Hace poco tuve oportunidad de ser testigo de los efectos de la mordedura de esta diminuta especie de aparente reptil pequeño, que en nuestra costa conocen con el nombre vulgar de “pudridora”. El caso es que el trabajador afectado había estado arreglando las plantas en el jardín y sintió de pronto una especie de fuetazo electrizante. Enseguida se percató que la causante era esta como serpiente diminuta, de no más de veinte centímetros de largo, de piel húmeda y lisa. La reacción del veneno había sido tan dramática que la mano del jardinero quedó convertida en pocas horas en un muñón horrible y monstruoso, cuya infección necesitó de un agresivo tratamiento con nitrato de plata para controlar la hinchazón producida. Hay infecciones tan agresivas que no pueden tratarse con antibióticos (son las caracterizadas por la presencia de gran cantidad de pus) y la única manera de controlar el proceso de infección y, por lo mismo el dolor, es con la introducción de un cordón de nitrato de plata en la herida respectiva.

En otras partes conocen a las pudridoras como ilulos (su nombre en quichua) o como cecilias o cecílidas (de su nombre en latín). El nombre técnico de estos anfibios es sin embargo el de “gimnofiones”, aunque los conocen también como apodos (palabra grave, sin tilde). Pero, es en el campo donde los llaman con el nombre coloquial de pudridoras, probablemente porque es fácil confundirlas con las serpientes, sobre todo por la naturaleza de su temible mordedura. Estas cecilias tienen un aspecto vermiforme, carecen de extremidades y de cintura; y poseen una cola rudimentaria que las diferencia de las serpientes. Las pudridoras tienen unos ojos muy pequeños, que son órganos probablemente atrofiados que solo los utilizan para percibir la luz y así poder movilizarse.

Por ahora dejemos en paz a las salamandras o salamanquesas; baste decir que en ellas se habrían inspirado las culturas antiguas para imaginar ese ser fantástico, a veces alado y siempre sorprendente, que es el dragón de las diversas mitologías. La salamandra es un batracio que es el que más se parece en la realidad a ese animal terrible y fantástico, que con su extraña figura sugiere una múltiple mezcla entre diferentes animales y que con esas sus fauces agresivas que desprenden fuego, ha sido el contradictorio símbolo del bien o del mal; de la sabiduría o de la mala fortuna en las diferentes sociedades. Me pregunto si hay acaso en aquella creencia un atávico recuerdo de los desaparecidos dinosaurios.

Pero, volvamos a las cuicas; esto es a las “otras cuicas”, a las intestinales, a las que se presentan en forma de gusano o de larva y que constituyen el síntoma de las enfermedades parasitarias. Entre ellas se cuentan a la tenia y a la llamada lombriz solitaria, que forman parte de esta otra clase de parásitos que requieren para su eliminación de un tratamiento con vermífugos de efecto muy potente.

Mundo fascinante es el de las cuicas. Aun el de las que parecen pero no lo son…

Sydney, 23 de noviembre de 2011
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19 noviembre 2011

¡Ábrete sésamo!

Estaba ya entrada la noche cuando terminamos esa partida de billar aquél sábado por la tarde. El dueño de casa, que fungía como mi contrincante, y no contento con haberme pegado una paliza, quiso añadir afrenta a la lesión ya causada en mi amor propio. Cuando mencioné de mi preferencia por la comida italiana y que me gustaría ordenar una pizza para los allí convocados, desaprobó mi comentario en tono reprensivo. “Agradezco tu iniciativa, amigo perdedor; pero ése no es un plato italiano”, me amonestó: “La pizza es un invento de los yanquis, patentado en las ciudades gringas; mal pudieron haberla inventado los italianos - continuó - si el tomate es un producto originario de América!”. 

Un cuarto de siglo después de aquel aparente “gaffe”, que me dejó del color del mismo tomate, mi curiosidad y ese respaldo que ofrecen los apuntes informáticos han venido a rehabilitarme! No solo que la pizza sí la habrían inventado los napolitanos, sino que esta especie de torta ya había sido conocida en la actual Italia desde tiempos inmemoriales. La pita griega parecería estar emparentada con la pizza italiana (incluso en el nombre), siendo la masa de esta última muy similar a la de la “pratha” hindú, horneada con levadura y que se conoce como “naan”. Es probable que este pan de forma circular haya tenido ya ese nombre hace más de un milenio. Se dice además que los napolitanos habrían utilizado una pasta de color similar al del tomate aun antes que dicho fruto se hubiera llevado a Europa, luego del descubrimiento de América. 

Y esa pizza popularizada en Nápoles hace algo más de dos siglos, habría tenido, al principio por lo menos, solo unos mismos ingredientes (orégano, ajo y aceite de oliva); ésta forma original vino a ser conocida luego como “marinara”, a pesar de su carencia total de productos marinos, debido a que era el alimento de los marineros cuando regresaban a puerto. Más tarde y en el ánimo de reproducir los colores de la bandera italiana (verde, blanco y rojo) se habría inventado la llamada pizza “Margarita” que contiene queso mozzarella, albahaca y tomate, sobre esa masa plana de pan horneado. Todas las demás pizzas, aunque disfrutemos de sus innumerables variedades, exigen un método similar de cocción para ser consideradas como auténticas. En Chicago han popularizado una que es llamada “rellena” (stuffed), que aunque se derrite en la boca por su sabor, más bien parece una lasaña circular que una pizza propiamente. 

He recordado aquel olvidado motivo para mi ya resarcido rubor, al leer el libro primero de las Historias de Heródoto, cuando comenta la forma de cultivar el “maíz” (corn) que se tenía en Babilonia. Y entonces me he parado en seco… A ver, a ver, un momento!  –he cuestionado–. ¿Cómo es posible que se haya cultivado maíz veinte siglos antes del Descubrimiento, si se supone que esta gramínea era originaria del Nuevo Mundo? Entonces he caído en cuenta que “corn” es un término que en inglés se usa para designar también a los demás cereales. En esa clasificación se incluyen el trigo y la cebada; el centeno, el mijo y hasta el sésamo. Sí, el sésamo, que es lo mismo que se conoce como ajonjolí, y que se utiliza en Medio Oriente para hacer la “tahina”; o aquellas otras salsas preparadas a base de puré de garbanzo (“humus”) o de berenjena (el delicioso “baba ganush”). Es curioso: a estas salsas se las disfruta de mejor manera cuando se las unta a un pan parecido a la “focaccia” (también un pariente cercano de la pizza), y que sería la variante árabe del invento mediterráneo que nos ocupa. 

Es comprensible reconocer –aunque no deje de sorprendernos– que mucha gente desconoce la apariencia de ciertas gramíneas como el sésamo o el mijo; que nunca hayan visto un grano de soya o que no sepan como luce una semilla de mostaza. Cuando volaba para una aerolínea asiática y fuimos de paseo con mi copiloto a una pequeña población cercana a uno de nuestros destinos, me confesó que nunca antes había visto una vaca “en persona”, o sea “en vivo y en directo”. Yo mismo no había sabido qué forma y color tenía la soya (o soja), con la que se prepara el tofu oriental, y que no es sino el resultado de la coagulación de la leche de este tipo de fréjol pequeño y redondo, de color un tanto encarnado. Asimismo, sólo cuando conocí el “mungo” por primera vez, pude comprobar que la menestra del “dahl” hindú no se preparaba con lenteja, sino pelando este tipo pequeño de judía o poroto de color verdoso, que es originario del Asia.

Hay una expresión en nuestra lengua para averiguar de qué se trata algo que nunca hemos visto o que desconocemos: “Y esto, cómo se come?”, decimos. Esto es precisamente lo que nos pasa algunas veces cuando nos vemos frente a un plato que nos sirven por primera vez. Les sucede a los serranos cuando van por primera vez a la costa y tienen oportunidad de degustar una serie de productos de mar, que, como es lógico, no solo que no los han probado antes, sino que ni siquiera los han visto en revista. Me debe haber sucedido lo mismo cuando comí cangrejo por primera vez; o cuando, no hace mucho, me invitaron a comer pulpo crudo obtenido directamente del estanque de exhibición… 

Tampoco puedo olvidar cuando invitamos a comer a un amigo en casa y no solo que reconoció que no sabía si iba a gustarle la alcachofa, sino que nos confesó que nunca le habían dicho cómo comerla… hasta que le pusimos frente a una por primera vez! Hay tantas cosas que pudieran parecernos nuevas; y no siempre caemos en cuenta que para estar mejor informados, solo hace falta un poco de curiosidad y de ese instinto natural para averiguar, que es la mejor manera de aprender en la vida. Curiosear y preguntar, equivalen al “ábrete sésamo” del cuento de Ali Babá. Explorar se convierte así en el más mágico de los secretos de esa cueva de tesoros fabulosos que es el conocimiento. 

Así es como tal vez aprendí que el pan “con vendaje” no era pan cubierto con sésamo, sino un pan que se vendía con el beneficio adicional de la “añadidura”… 

Sydney, 18 de noviembre de 2011


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16 noviembre 2011

Sí, yo también tengo un sueño!

Era yo muy pequeño cuando tuve que visitar con cierta frecuencia aquella iglesia inacabada que llamaban con el rimbombante nombre de Basílica del Voto Nacional de la Consagración de Jesús. Y, como si no hubiera sido suficiente con la devoción familiar y con la prosopopeya de su nombre, allá tuve que acudir un par de ocasiones para dirimir a fuerza de trompones los tempranos desacuerdos pendencieros de mi vida de estudiante. Era entonces solo una capilla que ocupaba el espacio de lo que se sería más tarde el ábside de la construcción definitiva. El resto denunciaba el impulso inicial de un intento arquitectónico cuya edificación se encontraba suspendida por ya casi una centuria.

El templo había sido propiciado por un perseverante curita oblato, el padre Julio Matovelle, y el diseño se había encargado a un arquitecto francés que se habría inspirado en la iglesia de San Etienne, procurando conservar un estilo neogótico. La obra fue concluida una docena de años luego de aquellos conatos pugilísticos que protagonicé en la escuela. Su estilo era ajeno al que había querido conservar la ciudad, porque recelaba que aquel diseño resaltara una concepción un tanto anacrónica. Años más tarde, esas piedras arrumadas que parecían dar testimonio de una edificación en ruinas, habían pasado a reordenarse para transformar al enorme templo en un monumento emblemático de la urbe. De pronto, la Basílica había pasado a convertirse en un referente para la capital de la república.

Yo era también un párvulo cuando me llevaron de “excursión” al Panecillo la primera vez que estuve en primer grado de escuela (las cosas importantes habría siempre de aprender al segundo intento). Recuerdo haber subido a pié una cuesta interminable que llevaba a la cima de ese cerro al que habían llamado Shungoloma o Yavirac los aborígenes. Mucho me extrañó conocer más tarde que esa cuesta fatigante llevaba el nombre del comandante “enemigo” que se había rendido al Mariscal Sucre luego de la batalla de Pichincha, el general Melchor Aymerich. Asunto que nadie ha logrado explicármelo hasta hoy en día…

Mayor fue mi sorpresa cuando en la más absurda demostración de carencia de sentido artístico y con exceso de mal gusto, se resolvió construir sobre el cerro, -ya de sí emblemático monumento natural-, una estatua que trataba de imitar al Cristo del Corcovado, con la réplica a gran escala de la hermosa escultura de la Virgen de Legarda, tallada ciento cincuenta años antes. El exceso de un falso sentido religioso y la carencia de esa sensibilidad artística, habían conseguido una contradictoria entidad telúrico-barroca. Y ahora, en extraño maridaje, se había montado, a horcajadas, un monumento sobre el otro… Pasados los años y cada vez que los quiteños miramos hacia la cumbre del Yavirac, solo quisiéramos que esa incongruente construcción pudiera estar ubicada en cualquier otra parte.

Hay monumentos que se convierten en el símbolo mismo de la ciudad a la que pertenecen; con solo identificar su silueta podemos reconocer el lugar donde fueron construidos. Piénsese en la Torre Eiffel, en la Estatua de la Libertad, o en la Casa de la Opera de Sydney y habremos de darnos cuenta que son la más auténtica representación de sus respectivas ciudades. Son monumentos que expresan un bien logrado simbolismo, un cierto contraste que pone de relieve sus características arquitectónicas. Además, se percibe una clara intención o filosofía; están destinados a identificar la construcción con el espíritu de sus habitantes. Son hitos o referentes con los que sus conciudadanos se sienten representados. Así, las obras se van convirtiendo en cálido emblema; y esas frías estructuras se van transformando en dinámicos y pregoneros estandartes!

La construcción de estos monumentos ha involucrado a los habitantes de esas ciudades en acaloradas controversias y en apasionados enfrentamientos, pero siempre ha triunfado el criterio visionario de saber identificar a la ciudad con la voz que parecen entregar, con su silencio, el hormigón, el granito o el acero. Sus promotores han sabido aprovechar de esa rara ocasión para crear un sentimiento de orgullo y para proyectar su imagen, cual símbolo de identidad y de referencia. Estas construcciones constituyen un testimonio que quedará para la posteridad; ese y no otro es el mensaje de los grandes monumentos que identifican a las ciudades con personalidad y carácter, trátese del Coliseo en Roma o de la todavía inconclusa iglesia catalana de la Sagrada Familia.

Por lástima, cuando los ciudadanos se empeñan en la construcción de sus más importantes obras, a menudo olvidan la oportunidad que esa construcción representa. En el caso del nuevo aeropuerto de Quito, los quiteños estamos perdiendo la formidable oportunidad de conseguir un edificio del que quisiéramos sentirnos orgullosos, y que nos ha de brindar la posibilidad de afianzar nuestra identidad con la ciudad, creando un referente para el país y para toda América. Bien construido, ese nuevo terminal, debería constituirse en cimiento primordial para representar a una institución que debería brillar como modelo de eficiencia en su búsqueda de la excelencia.

Y ése es mi sueño: que un día podamos visitar una especie de inquieto y concurrido centro comercial al que se arrimen las naves aéreas; donde parezca que los usuarios se han reunido para disfrutar de un momento de distensión, en medio de una amplia bóveda donde se sienta el vibrar del orgullo por el lugar natal, la paz a que invita la confianza en las instituciones aéreas y esa satisfacción que suele otorgar el sentido de pertenencia. Ese es mi humilde sueño: el que podamos proclamar al mundo nuestra altivez de sentirnos quiteños, con un reinventado símbolo de agilidad y de puntualidad; de seguridad y de eficiencia!

Sí, no dejemos pasar el tren que se acerca en las promisorias rieles de la oportunidad!

Sydney, 16 de noviembre de 2011
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14 noviembre 2011

Vientos zigzagueantes (3)

Sería necio aspirar a que la construcción del nuevo aeropuerto capitalino tuviese las características de los que se han construido en el último cuarto de siglo en otros países con mejor capacidad económica, y con mayor densidad de tránsito de pasajeros. Este es el caso de aeropuertos alrededor del mundo como los de Osaka, Seúl, Hong Kong, Shangai y Kuala Lumpur; y aun de muchos otros que se ha preferido no reubicarlos, pero que han merecido una completa remodelación y renovación de sus terminales aéreos, como es el caso de Barajas en Madrid.

El concepto del terminal aéreo moderno parece estar completamente definido, como podría estarlo el de un edificio para realizar espectáculos deportivos o -guardando las distancias- la estructura arquitectónica de una catedral. Se trata del concepto de una nave única, con amplia y generosa asignación de espacios, con un número considerable de pabellones, o islas, donde se han de ubicar los mostradores de atención a los pasajeros, con amplios espacios y áreas donde pueden esperar los familiares y amigos que han venido a acompañar a tales usuarios. Nada tan inconveniente como lo que actualmente sucede en la sala de ingreso del terminal internacional de Quito, donde los padres no pueden acompañar a sus hijos en el proceso de registro en los mostradores, porque si no tienen un boleto de viaje no pueden acceder al terminal internacional…

De lo que se observa en las informaciones de prensa y documentos de promoción del terminal del aeropuerto de Puembo, puede observarse que no se han tomado en cuenta estas características de diseño. No hay el concepto esperado de una nave única; lo que se refleja es la existencia de dos edificios adosados, como que la parte exterior sería ya una extensión de la obra original. Al recorrer y revisar los comentarios de las páginas electrónicas que ya se han encargado del nuevo aeropuerto, puedo recoger esta válida inquietud; la impresión de quienes se han interesado en la obra es que sería un terminal caracterizado por su pequeñez.

Un terminal aéreo es una forma de promoción de la ciudad; es en cierto modo un ícono y trata de convertirse en un monumento emblemático para la urbe a la que presta sus servicios. Sabido es que, así como las ciudades están empeñadas en promocionar a sus aeropuertos, éstos deben servir para estimular el desarrollo, turismo y crecimiento económico de las ciudades a las que pertenecen. Esto es muy importante, además de su función primordial: la de servir de instrumento de recepción y distribución de pasajeros y carga, con agilidad, eficiencia y seguridad; elementos cuya ausencia satisfactoria es justamente el motivo que ha impulsado el proyecto de construcción del nuevo aeropuerto capitalino.

A pesar de las evidentes falencias del actual terminal del aeropuerto de Quito, producidas por su ubicación y las limitaciones de su espacio, éste tiene ya casi 30.000 metros cuadrados de extensión y atiende en la actualidad a cuatro millones y medio de pasajeros anuales. El nuevo terminal tendría una extensión de 38.000 metros y está proyectado para una capacidad de solo cinco millones de pasajeros. Si hemos de coincidir en que el actual terminal no tiene espacio suficiente y que su capacidad es asimismo inadecuada para manejar un número casi idéntico de pasajeros, no podemos sino concluir que la proyectada construcción va a resultar como una más de todas esas obras que emprendemos sin tomar en cuenta ni el crecimiento de la ciudad ni sus futuras necesidades.

Otro asunto que no ha sido considerado debidamente es la construcción de áreas cubiertas para estacionamiento. Ésta es una necesidad indispensable en un terminal moderno, no solo para ofrecer comodidad y versatilidad a los usuarios; sino porque su carencia generaría problemas conflictivos de agilidad en el tránsito vehicular en la zona adyacente al terminal, asunto que se quiere justamente evitar con la construcción de un nuevo edificio terminal. Es incomprensible e inadmisible que no se hayan considerado estos aspectos cuando se trató de las características mínimas de comodidad que debía poseer el nuevo aeropuerto, las mismas que para procurar su funcionalidad son exigidas en la construcción de los nuevos terminales en el mundo moderno.

Por ello que no podemos tener sino escepticismo cuando se habla de “tecnología de punta” al hablar de los conceptos de diseño y funcionalidad del aeropuerto a estrenarse, que -como se anticipa- empezaría a operar hacia fines del próximo año. Lamentablemente es ya muy tarde para cambiar el concepto fundamental si la obra civil (su estructura física) está ya por concluirse. Mi preocupación no apunta a criticar lo que pudo haberse hecho en mejor forma -en algunos casos ya no hay nada que pueda hacerse-, solo intenta ofrecer una óptica más realista para que no se produzca una lamentable desilusión; y para que, de ser el caso, se propicien los correctivos que lo tornarían en más adecuado y eficiente.

He dejado para el último la inquietud que todavía rodea a la construcción del aeropuerto de Quito: la carencia de una vía de acceso que convierta al factor de movilización, y por lo mismo a la transportación, en una ventaja y no en un lamentable inconveniente. Es de interés general que el concepto de esta obra complementaria y esencial no se caracterice por idéntica tónica; y encontremos que la cicatería de ideas y de espacios habría convertido al nuevo aeropuerto en un servicio alejado de las ansiadas características que exige la modernidad.

Es de esperar que la longitud de pista no se convierta en una restricción para los proyectos de desplazamiento hacia destinos alejados; y que el más serio defecto que el terminal tiene (la ausencia de suficientes puentes de embarque), sea un asunto que pueda ser todavía revisado y pueda ser corregido con oportunidad.

Sydney, 14 de noviembre de 2011
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Vientos zigzagueantes (2)

Mucho se ha hablado de intereses creados cuando se analiza la decisión de haberse construido en Puembo el aeropuerto capitalino. Mucho se ha hablado también de los “beneficios colaterales” que habrían apurado su contratación. Insistir, a estas alturas, en dichas acusaciones, sería inadecuado e improductivo; y se alejaría sobre todo de la intención de nuestras observaciones. Si mi primer cuestionamiento ha sido el del tamaño insuficiente del terminal y del reducido número de puertas de embarque conectadas al mismo (los llamados “jetways” o “aerobridges”), la segunda resultaría aún más importante: la longitud de la pista.

Son muchos los criterios “técnicos” que he escuchado como cuestionamientos a la construcción del aeropuerto de Puembo o Tababela. Hay quienes cuestionan su ubicación, como muy cercana a la cordillera Central (que yo prefiero llamarla Oriental), y mencionan el argumento (válido en algunos casos) de que el sector escogido sería muy ventoso y turbulento, asunto exacerbado por la presencia de quebradas en las áreas inmediatas de aproximación; y que, a más de polvoriento, este sector suele permanecer con neblina durante gran parte de las mañanas.

Lo anterior puede ser relativamente cierto; sin embargo, no parecería existir en la zona aledaña a Quito – con excepción de la planicie de Calderón, hoy ya densamente poblada- otra área con mejores características, en términos de extensión y relieve, para ubicar al nuevo aeropuerto. Eso sí, hay que hacer aquí una importante advertencia: Puembo va a ser siempre un aeropuerto muy ventoso y turbulento; no me cabe la menor duda! Quienes hemos volado en el sector cercano a las previstas áreas de aproximación de las dos pistas recíprocas, sabemos cuanta turbulencia puede presentarse por efectos del viento y cuan traicioneros e intempestivos pueden ser esos vientos zigzagueantes!

La razón para este incómodo factor es orográfica; consiste en un fenómeno conocido como “onda de montaña”, a menudo referida también como “barlovento y sotavento”. Consiste en una reacción en forma de rotor de viento que se produce cuando el aire golpea antes de las estribaciones de la montaña; pero el mismo efecto se agrava y se amplifica cuando el viento cae, luego de haber azotado la montaña, y genera remolinos que se presentan con grados intensos de turbulencia, con ráfagas contradictorias de efectos imprevisibles. En México conocen tal fenómeno como “zizayido”, que no es otra cosa que vientos zigzagueantes. Se lo conoce en inglés como “windshear”, o cortantes de viento.

En cuanto a los problemas de visibilidad, baste decirse que poco es lo que pueda hacerse, que no sea la provisión adecuada de ayudas de navegación modernas que permitan evitar que esto se convierta en una limitación para las operaciones. Baste recordar que los problemas de visibilidad son también un serio problema, sobre todo en las madrugadas y en las tardes con lluvia, en el actual aeropuerto capitalino. Lo que debe consultarse es si las dos pistas van a estar servidas con sistemas de aproximación (ILS); si se han hecho estudios para reubicar las facilidades de navegación (VOR’s); si se han considerado nuevas facilidades de monitoreo de tránsito aéreo; si se han estudiado los procedimientos de descenso y acercamiento que fueran los más adecuados; y si se va a propiciar el desarrollo de nuevas técnicas de aproximación, como los procedimientos RNAV.

Hace pocos meses llegué una noche a Quito; y, luego de hacer dos intentos en la pista 35, la tripulación optó -para mi grata sorpresa- por realizar este tipo de aproximación en la pista recíproca (17). Cabe advertir que para ejecutar dicho procedimiento (RNAV) se requiere que tanto la aerolínea, cuanto el aeropuerto y la tripulación se encuentren calificados. Este proceso de certificación no es una acción automática, ya que obedece a un largo proceso de calificación.

Sin embargo, mi gran preocupación es la extensión o el largo de la pista que se está construyendo; pues, a duras penas excede la extensión de la pista del actual aeropuerto. En elevaciones como la de Puembo, que se encuentra a 2.400 metros, la extensión de la pista resulta primordial por el hecho de que de ello depende el rendimiento de las aeronaves. Esto ha de determinar si es que éstas estarán en condiciones de realizar vuelos directos a destinos alejados. Tengo la impresión que con la longitud prevista, y dependiendo del tipo de avión a utilizarse, va a ser posible -aunque con ciertas restricciones- realizar vuelos directos a destinos como Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires; pero, desde ya, creo que no podremos tener similar optimismo con destinos como Madrid.

Es muy importante, e incluso dramático, el efecto de la elevación en las pistas de altura. Este es el caso de aeropuertos como La Paz, Bogotá (con similar altitud al de Puembo), México y Denver. La pista más larga de este último aeropuerto tiene casi 5.000 metros, a pesar de estar ubicado a un elevación de solo 5.400 pies –o, lo que es lo mismo, 1.600 metros-. Sería interesante conocer si en los estudios y consultas que se hicieron, antes de decidir la longitud de la pista de Quito (solo 4.100 metros, e incluso inicialmente 3.600), se analizó el desempeño máximo disponible de aviones como el Boeing 747, el MD-11 y el Airbus 340, tanto en su capacidad total de carga como en su rango de acción, o autonomía, con esos pesos máximos de despegue.

Quizás, una vez solventadas estas inquietudes, lleguemos a gozar de un terminal ágil, cómodo y funcional; y que no se trate otra vez de un aeropuerto con serias limitaciones, que tenga que estar sujeto a continuas reparaciones y a nuevas “extensiones”. Ojalá el proyecto sea empujado por vientos favorables y no vaya a encontrar ni rachas de desilusión en los usuarios, ni nuevos vientos zigzagueantes!

Sydney, 14 de noviembre de 2011
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