29 enero 2011

De máscaras y maquillajes

Hace ya veinticinco siglos los filósofos griegos se dieron a la trascendente tarea de desarrollar nuevos conceptos filosóficos y políticos; y de acuñar inéditos términos como “democracia” y "república”. Eran, sin duda, tiempos distintos y realidades diferentes; la misma palabra “pueblo” se refería entonces solo a un grupo restringido de individuos que gozaban de los derechos de ciudadanía; el concepto no cobijaba ni a las mujeres, ni a los no instruidos, ni tampoco a los esclavos. El aspecto medular del pensamiento griego se refería al poder sustentado en la opinión y decisión de la mayoría; se trataba de un rechazo al gobierno exclusivo de las élites (aristocracia) y al de los déspotas que perseguían el imperio de sus intransigencias, intolerancia y caprichos (tiranía).

La mala interpretación de estos conceptos; y por lo mismo, la confusión entre la fuente de la democracia y su funcionamiento, ha ido llevando a las sociedades a precipitarse hacia una lastimosa y nociva distorsión de lo que deben ser en esencia los elementos insustituibles de la convivencia política. Tal confusión parecería provenir de lo que se quiere entender por “gobierno de la mayoría”. Lo que realmente quisieron impulsar y promover los pensadores helénicos fue la incontrovertible idea de un gobierno que representase a la totalidad de los ciudadanos. Y es que, si el gobierno de la mayoría tiene excesos y no reconoce los derechos de las minorías; si éste, no aplica las normas y mecanismos de un estado de derecho; si no respeta las libertades de la minoría, entonces sucumbe la democracia y se convierte en otra tiranía, en otra abusiva forma de gobernar.

En mis años de colegio, un idealista educador cubano nos recordaba que, así como el exceso de libertad lleva al libertinaje; del mismo modo, el exceso de democracia solo puede llevarnos a la anarquía. Es difícil no caer en cuenta de lo paradojal de la proposición: si la democracia es un ideal positivo, cómo podría haber un exceso de tal concepto? Sería como hablar en un exceso de belleza o como juzgar que algo es poseedor de “demasiada” verdad… Pues sí, el no haber entendido con profundidad esta entelequia llamada democracia, ha llevado a una intolerable distorsión que ha hecho que ciertos individuos que gobiernan propicien más bien la arbitrariedad. El resultado es inevitable: con el exceso de democracia y el abuso de la mayoría, se emboza el monstruo del autoritarismo, que se esconde detrás de la máscara del sufragio y de la aparente legitimidad!

De esto nace la pregunta que se torna en inevitable: qué ha producido que el propio ciudadano se ponga la soga al cuello? Qué ha propiciado que se llegue a este pernicioso estado que ha corroído los cimientos mismos de la democracia liberal? En parte, la explicación tiene que ver con esa mezcla de hedonismo y nihilismo en que fueron cayendo las sociedades modernas. Pero, pueden por sí solas, la búsqueda del placer y la ausencia de valores, degenerar así la estructura política del estado? Es indudable que a estos factores se han sumado la impudicia de algunos dirigentes y, sobre todo, el Alzheimer político que ha aquejado a la misma sociedad. Por desgracia, hay que usar este término médico para referirse a esta patología. Porque la demencia se ha ido sumando al olvido de la gente; así es como la nación también ha sido lastimada por esta cruel enfermedad.

No de otra manera se puede comprender cómo en nuestros países, esos mismos aviesos individuos que estuvieron dispuestos un día a interrumpir los legítimos regímenes de derecho; los mismos individuos que lideraron asonadas destinadas a dar el traste con la institucionalidad, fueron no solo permitidos de participar en posteriores procesos electorales, sino que fueron premiados con el voto popular. Dónde quedó entonces la legitimidad? Dónde puede sustentarse la autoridad cívica y moral que quienes en un momento determinado han de buscar apoyarse en los mismos fundamentos que antes estuvieron dispuestos a depreciar? Esos personajes debieron, a su tiempo, ser condenados a la cárcel y al ostracismo; pero, terminaron apoltronados en el despacho de un palacio de gobierno, cuando su único destino debió haber sido el oscuro calabozo de un panóptico penal. No hay duda que están enfermos de muerte los sistemas institucionales; que están moribundos los sublimes valores en que debería estar cimentada la sociedad!

A qué atribuir estos inexplicables procesos? Es indudable que hay una sumatoria interminable de causas contradictorias e incomprensibles. Es preciso reparar en ellas para intentar un somero diagnóstico; aunque, cuando los valores han muerto, no es ya adecuado hablar de diagnósticos: es pertinente, más bien, hablar de proceder a su autopsia. Ese es el único recurso posible cuado hay que exhumar el podrido cadáver de los valores que supuestamente estaba exigida a tener una moderna sociedad. Aquí van unas pocas de esas causas:

Primero que todo, está el mesianismo o exceso de esperanza de un pueblo que parece estar persuadido que la situación en que vive puede arreglarse por arte de magia, con solo entregar su voto al irresponsable individuo que promete más. Hay ahí una incapacidad para comprender que solo saldremos de los cenagosos terrenos del subdesarrollo con esfuerzo, trabajo, ahorro y austeridad. Vender la idea (o ingenuamente creer en ella) de que solo es cuestión de intentar un candidato distinto, es no solo irresponsable, sino estúpido y demencial. Además, nuestra cultura política fortalece una permanente actitud de crítica, que deja siempre en manos de otros la solución de los problemas de la colectividad. No parece interesar el sugerir propuestas; y menos, mucho menos, hacer algo o contribuir con acciones positivas que aminoren la desigualdad social.

Podría decirse también que existe una falta importante de liderazgo y que no se ha producido una renovación de líderes en la política nacional. En este sentido, es penoso hacer un valoración necesaria: los mal llamados líderes no han hecho otra cosa que seducir con el veneno de sus complejos y resentimientos, con su afán de desunir y convulsionar con sus odios a la sociedad. El líder está llamado a inspirar y a motivar; pero tiene ante todo la irrenunciable obligación de orientar y encauzar las pasiones de ese mismo pueblo al que quiere redimir e impulsar.

Sin embargo, nada permite entender mejor nuestras falencias políticas como el necesario y perentorio reconocimiento de nuestra falta, como pueblo, de un primordial sentido de comunidad. No puede hablarse de bienestar y de progreso sin la premisa fundamental de las obligaciones compartidas y de la propiciación de compromisos. Solo esto hará factible el advenimiento de mejores días; y esto no es un idealismo: es una enorme e impostergable realidad. Lo contrario solo nos seguirá conduciendo al caos y a la anarquía, al despotismo y a la tiranía, a los trágicos resultados a que conducen los excesos de democracia y de libertad!

Anchoraje, 28 de Enero de 2011
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26 enero 2011

Tristán de Isolda, cambio!

Tal parece que no se puede hacer ya nada en el mundo moderno, si habría que prescindir de las contraseñas o de las claves secretas; sobre todo en los campos en que ha ido arrollando esa avalancha impredecible, ese vendaval incontenible, que constituye la tecnología. Sin estos recursos de seguridad no habrían sido posibles los formidables progresos que han alcanzado actividades como las finanzas, la identificación personal y la cibernética. Los “passwords”, como se denomina en inglés a estos métodos de identidad y confirmación, han ido posibilitando un sinnúmero de transacciones que no requieren ya de nuestra presencia física, sino solo de una pantalla para poderlas efectuar con eficiencia.

La contraseña, o con más propiedad, “el santo y seña”, se habría empezado a utilizar como un recurso de identificación, en los cuarteles y en las diferentes actividades castrenses. Es probable que en tiempos de la edad media, cuando se empezaron a estructurar las organizaciones militares en Europa; los soldados, que no luchaban todavía por un sentido nacional, hayan mezclado su fervor marcial con los arraigados sentimientos religiosos que inspiraban esas campañas. Es importante recordar que las más antiguas operaciones logísticas de envergadura, emprendidas por un grupo armado en el medioevo, fueron las de esos ejércitos, organizados desde el papado, que fueron las cruzadas.

Se me ha sugerido que fue en los albores de la vida militar, tal como se la conoce ahora, que el método primario de identificación se conseguía con la mención del nombre de un santo cristiano, seguido de una palabra convenida de antemano, que completaba el trámite de identificación; esta última palabra era reconocida como la clave o “seña”, la misma que completaba el proceso de autenticación. El procedimiento nunca estaba completo, ni lograba su objetivo, si el interlocutor no respondía también con su propio “santo y seña”. Así, el sistema se convertía en una confirmación mutua del reconocimiento que se perseguía.

Fue en el día de “mi santo” que caí en cuenta del uso abusivo que la palabra “santo” tiene en nuestro lenguaje coloquial. Alguien hace lo que le da la regalada gana y entonces se dice que “se salió con su santo capricho”; si tuvo mala suerte, es entonces que “estuvo con el santo de espaldas”. Que si la espera fue prolongada, entonces “tuvo que esperar todo el santo día”; que si dejó caer algo importante, entonces fue “que dio con el santo en tierra”. Que si perjudicó a una persona para favorecer a otra, fue que “desnudó a un santo para vestir a otro”. Que no gozaba de la simpatía de alguien, era que “no había sido santo de su devoción”. Que la damita se iba a quedar sin la posibilidad de desposarse; pues, más elegante era emitir que se había “quedado para vestir santos”…

Quizás la más gráfica y expresiva de estas elocuciones sería la utilizada para comentar la apropiación indebida de recursos ajenos. El desaprensivo acto de tomar para propio beneficio un caudal que se está en la obligación de custodiar, sería mencionado con el sacrosanto cumplido de “haberse alzado con el santo y la limosna”. Dicho este, que resulta similar a un insidioso refrán que antes se usaba en forma corriente: “Sacristán que tiene vela y no tiene velería, de dónde peccata mea, si no de la sacristía!”.

Como queda indicado, hoy sería imposible participar en los trámites y trasiegos del mundo moderno sin el uso de estos métodos. Hasta hace solo una generación, las claves estaban circunscritas al uso de las cajas fuertes y de los mecanismos de seguridad. La sociedad civil tuvo, pues, que irse adaptando, con urgencia, al requisito de utilizar la contraseña. Hoy, las cosas se han complicado porque, además de números, se ha empezado a exigir la adición de letras; esto ha dado paso al advenimiento de las llamadas claves alfanuméricas. Todo se ha hecho más complejo aún, pues las instituciones no han acordado estandarizar un número específico de dígitos de confirmación. Esto exige que una misma persona se vea obligada a memorizar y a utilizar más de una sola contraseña!

He recordado sin proponérmelo, un episodio que siempre habrá de producirme una incontenible hilaridad cuando haga referencia al uso del santo y seña. Eran los días del último conflicto militar en la frontera; eran los años en que ciertas aeronaves fueron utilizadas para los previstos objetivos de seguridad nacional y cuando los aviadores civiles fuimos incorporados a la Reserva de la Fuerza Aérea. Fueron semanas de tensión; se vivieron situaciones difíciles; se improvisaron misiones que demandaron secretismo y enorme disciplina. Se nos encargó el realizar tareas de gran importancia logística y enorme repercusión estratégica. En muchas de ellas fue necesario emplear el subrepticio y tradicional recurso del “santo y seña”.

En esa oportunidad en particular, se designó a la tripulación a mi mando para una movilización especial y clandestina hacia el puerto de un país amigo, lugar en el cual debíamos abastecernos de un muy crítico e importante armamento. La contraseña que debía utilizarse se la había tomado de un mito céltico: la romántica historia de Tristán e Isolda. Y es que, así como el tema había inspirado a Richard Wagner para componer su más importante ópera, el título habría inspirado también a mis superiores de ocasión, para la creación de la contraseña que requería la nocturna y furtiva misión a que hago referencia. La base del país que nos serviría como huésped sería identificada con el nombre de Tristán; nuestro vuelo, mientras tanto, debía identificarse con el nombre de la cándida Isolda, para desorientar al “enemigo” de aquella no olvidada contienda…

Esa oscura noche se nos había asignado una altura de crucero inconveniente para las comunicaciones de radio que eran necesarias; es más, el cuadrante de aproximación del vuelo no era favorecido para el contacto radial debido a la orientación de las antenas. Por largos minutos fueron infructuosas las llamadas utilizando el método convenido de identificación… “Tristán de Isolda, cambio! Tristán de Isolda, Tristán de Isolda, cambio!”, repetía, una y otra vez, el ansioso e impaciente primer oficial. De pronto, quizás debido a la fuerza de la costumbre, sumado a la traición intempestiva que le produjo su subconsciente, el tripulante comunicó su real identidad sin caer en cuenta: “Tristán, Tristán, este es el Ecuatoriana 460, cambio!”… Al reparar en el grave error cometido, el oficial no atinó sino a una nueva llamada, que puso todavía en más peligro la consecución y éxito de la “ultra secreta” y misteriosa operación que se nos había encomendado: “XXX de Isolda, estamos ciento veinte millas al occidente de XXX, cambio!”…

Así fue como terminó la operación más reservada y encubierta que jamás se me haya encomendado en la vida! Nunca fue más triste la epopeya heroica del enamorado Tristán…! Parafraseando el título del cuento de García Márquez, bien podría repetir, la de “La increíble y triste historia de la cándida Isolda y de su protector desenmascarado”…

Anchorage, 24 de Enero de 2011
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22 enero 2011

Entre nacos y niños fresas

Nunca me dieron una explicación satisfactoria de por qué escriben con equis, y no con jota, el nombre de su país, los amigos mejicanos. Conocí “México” muy tarde, solo para, muy tarde también, descubrir que este maravilloso país había sido muy diferente al devaluado y provinciano terruño que exhibían las cursis películas mejicanas. Hay que llegar a México para descubrir el carácter único de su gente, su cultura diferente: simbiosis formidable de recursos autóctonos y de coloniales ingredientes. Hay que compartir con la informalidad y la cotidiana alegría que exhibe México, para apreciar el valor artístico de sus hombres, la belleza de su arte y artesanía. Hay que disfrutar de su comida; hay que descifrar ese como lejano y extraño lenguaje reinventado que habla su pueblo…

Es curioso, cuando me desplazo por América, con frecuencia me preguntan si soy mejicano. Me hace gracia; pero, hay una poderosa explicación: los andinos hablamos un castellano sin la pronunciación fuerte que tienen, para algunas letras, los hispano hablantes de regiones, como el Caribe o la cuenca del río de la Plata. En el fondo también, y digámoslo sin complejos, mostramos una cierta reticencia a que se nos confunda con gente que no tiene gusto refinado… Esa es justamente la rémora y prejuicio que ha creado la opaca cinematografía azteca; la de crear la falsa y estereotipada idea que esa enorme nación “del sur de Norte América” es una tierra de gente tosca, burda y peregrina. En suma, usando sus propios términos, una tierra de “pinches” y de “nacos”.

Para apreciar como es debido lo que es México se requieren tres cosas: no haber visto jamás esas películas carentes de imaginación y repletas de cursilería; haber pisado su suelo; y, por sobre todo, haber tenido la suerte y el privilegio de haber tenido amigos que tengan la formidable condición de ser hijos de esa patria, que lleven en el alma y en el corazón ese poco frecuente orgullo, esa pasión fervorosa que los identifica como ciudadanos mejicanos. Para sentir lo que quiere decir la palabra patriotismo es indispensable haber estado presente en la celebración de “El Grito”; una ocasión para recordar a los padres de su patria. Oportunidad que el extranjero encuentra para redefinir lo que debe ser ese olvidado sentimiento!

Mientras tuve la fortuna de vivir en Singapur, tuve la permanente oportunidad de compartir, casi día a día, con un número importante de familias mejicanas. Así, tuve la satisfacción de hacer muchos amigos que, a pesar de que hablaban un español extraño, se fueron haciendo gente querida; amigos con los que llegamos al mutuo aprecio y a la intimidad. Y es que en México se usan muchas palabras tomadas del Náhuatl, pero, ante todo, se insiste en el uso de una infinidad de términos que tienen un raro significado. Ahí es cuando empieza el “desmadre”, no importa si uno la está pasando “padre”, o lo que es lo mismo, “de poca madre”!

Así me fui enterando que en México, como en todas partes, hay sentimientos de diferencia regional; así me enteré a quién se le llama jarocho; así supe de la competencia que se da entre chilangos y tapatíos. Y esto sucedió mientras “platicábamos” con los “chavos” junto a la “alberca”, mientras disfrutábamos de una “botana” y gozábamos de una “chela”. Es cuando se utilizan términos que uno conoce, pero que intuye que han de tener un significado diverso (a pincel, de pelos, crudo, fresa, corajudo, mamón) que uno se queda en ascuas y no le queda más recurso que interrumpir la conversación para descubrir los nuevos y ajenos significados. De otro modo, uno tiene que aceptar con confuso horror que en su cerebro se ha armado una verdadera e indescifrable “chingadera”!

En mis viajes por los Estados Unidos, encuentro una infinidad de oriundos mejicanos con los que es inevitable cruzar unas pocas frases y redescubrir esa suerte de jerga común que los identifica. Es el caso de los empleados de hotel, con quienes se va produciendo el inevitable intercambio para descubrir el significado de tantas y tantas palabras que contienen un sentido distinto. Así aprendo qué quieren decir términos como: chafa, malinche, padrotear, chones, empedarse, escuincle, chamaco, checar, chido, apapachar, gabacho, sangrón… Y así, desde aquí hasta el infinito!

Pero es con los extrañados amigos mejicanos que fui aprendiendo que, así como tienen un sentimiento acendrado de lo que es la patria, tienen también un alto sentido de lo que es ser buen “cuate”, de ser buen amigo. Esto, es lo que más ha calado en mi alma de la actitud del hombre mejicano: ese sentido elevado de la hospitalidad; esa actitud solidaria y de entrega que suele identificar a los buenos amigos. En ellos es admirable el sentido gregario y el espíritu de comunidad; esto denuncia que todos tienen una noble cuna; no importa si son “nacos” o “niños fresas”, mamones o tipos a todo dar, chilangos o tapatíos!

Así he ido aprendiendo un nuevo idioma, “el mejicano”; lengua en la que cometa se dice papalote, donde sorbete se dice popote, pavo es guajolote, buitre se dice zopilote; donde chapulín quiere decir grillo y al maíz se lo llama elote...

Y yo que creía que solo habíamos heredado palabras como aguacate, mariguana y chocolate…! No me ha quedado más recurso que aprender este curioso idioma vernáculo; solo así he podido evitar que mis nuevos cuates no vayan a creer que me estoy dando de noble o exclusivo. Solo así he conseguido que no me lancen un: “Ya, no manches güey, a poco que te crees un mero chingón!". Vaya cumplido...!

Chicago, 22 de Enero de 2011
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La Casa del Amor…

La nuestra es una amistad que dura ya más de cuarenta años. No recuerdo cómo empezó; pero imagino que habría comenzado con una fugaz tertulia de mutuo reconocimiento. Hubo, así, identidad desde nuestros primeros y lejanos vuelos. Entonces él estaba recién casado; yo era muy inexperto todavía para serlo (solo más tarde descubriría que en cuestiones maritales uno jamás llega a conseguir el titulo de experto). Fuimos “desde el hangar a su casa”: una caprichosa villa en la que uno sentía el vértigo del abismo y la comunión infinita con el cielo. Ahí hice migas también, y por primera vez, con ese sorprendente ser que siempre le ha sabido interpretar y acompañar: su mujer. Yo la había observado años atrás, paseando en el vecindario, siguiendo con paciencia a sus mastines inquietos…

Álvaro no se destaca por su altura; y, para decirlo sin circunloquios: es más bien un hombre pequeño. De hecho, muy pequeño, si en esa abreviada anatomía, ha de albergar al enorme corazón que parece latir con generosidad e inquietud todo el tiempo. Él ostenta el ducado de la novelería, el condado de la golosina, el marquesado de la planificación, todo al mismo tiempo. Su vida es como el cuadro de un renovado paisaje, cuyo marco está construido con las incorruptibles maderas del positivismo y la ilusión. Si alguien habría enunciado que no hay que hacer planes en la vida, sino que hay que vivir los planes, de hecho, se equivocó: su vida es testimonio de que la mejor manera de vivir con alegría y entusiasmo, es con la reinvención cotidiana de nuevos, frescos y renovados proyectos!

Optimista recalcitrante como solo él puede ser, dejó la práctica profesional de la aviación hace ya algún tiempo. Las ausencias continuas de la casa, las malas noches, las comidas irregulares y los desarreglos personales que se emparentan con las tareas del aviador, no podían conciliarse ya con su temperamento. Fue ésa, una delicada y difícil decisión; pero fue una opción que procuraba un sano balance con su salud, sus intereses, su realidad familiar y sus sentimientos. Estaba seguro que la valerosa alternativa le daría lo que él llama “mejor calidad de vida”. Él había empezado a comprender que para vivir los planes en la vida, es importante saber apreciar un factor que a veces amenaza con sernos elusivo, al mismo que llamamos con un término de valor desapercibido: el tiempo…!

Con Álvaro hemos compartido la inocente y ansiosa inexperiencia de nuestros primeros años de aviación. Disfrutamos de la amistad compartida con nuestras esposas, vimos crecer unos hijos de edades e intereses similares, fuimos muchas veces parte de una misma y bien equilibrada tripulación donde, mas allá del factor de la antigua amistad, contaron la responsabilidad y el profesionalismo como primordiales conceptos.

Mi hijo Felipe nunca se va a olvidar de un vuelo en el que Álvaro y yo compartíamos una cabina en el Boeing 707, regresando desde Chicago a Miami: yo venía al mando y tan pronto como aterrizamos, una espesa cortina de lluvia eliminó la visibilidad y el contacto visual con la pista en ese inesperado y crítico instante. Era muy tarde para volvernos a elevar y muy temprano para tratar de parar con las reversas y los frenos! Como no sabíamos si estábamos en el centro de la pista, optamos porque la inercia mantuviera centrado al avión en ese indescriptible y casi trágico momento. Después de los instantes de exaltación, los gritos y urgencias que se emitieron, salimos de esa barrera formada por el aguacero, para encontrar que luego de lo que pareció un trecho interminable, el aparato seguía sin desviarse del centro del pavimento…!

El me metió en esta tortura infinita que parece que alguna vez estuvo reservada solo a los caballeros y que llaman golf (gentlemen only, ladies forbidden). De él fui aprendiendo todas las etiquetas convenidas, los secretos del golpe, el uso de las maderas y otros implementos. Así aprendí esa parafernalia infernal y exclusiva de los convenidos términos. Son ya más de diez años que venimos compartiendo las vacaciones dando rienda suelta a nuestra deportiva ilusión; disfrutando de los paisajes madrugadores, las íntimas tertulias a que invitan las caminatas, las competencias a muerte, los sarcasmos amigables, la búsqueda compartida de las bolas desaparecidas; gozando los vaporosos saunas que abrigan con su calor y refrescan con la inefable brisa espiritual que suele regalar la confidencia…

Detrás de la traviesa picardía que reflejan sus ojos azules, hay un brillo extraño que delata un alma caprichosa e inquieta. Unas cejas alborotadas son el entorno adecuado para marcar la impronta de las embestidas de su natural irreverencia. Porque él sí sabe invadir y conquistar el país de la broma y la alegría. Su risa es sincera; su broma jamás es mordaz; y, por todos es compartida su inveterada picardía. Él es el embajador de la solidaridad, el adalid de la alegría. Heredó de sus inolvidables y maravillosos padres el respeto y la simpatía por los demás; la conciencia que lo mejor que podemos compartir es el disfrute de nuestros días.

Sus continuas y recurrentes batallas con la enfermedad, las suyas y las de su familia, solo han podido ser superadas con esas mismas armas: las formidables medicinas de la risa y la ilusión; la terapia genial de la compartida simpatía. Marcela, su dulce e inteligente compañera de cuarenta años, sabe que él es un antojadizo corcel, reacio a la montura pero dócil con la brida. Ella hace que él se sienta como un rey; lo cual es siempre justo: él se ha ganado en perseverantes y merecidas batallas, las extensas y fértiles comarcas del noble reino de la alegría.

Lástima que en días pasados, el balance de su tarjeta de crédito, ha reflejado que habría hecho un imprudente pago en “La Casa del Amor…”! Supuse que habría sido uno de esos sitios que han sido testigos de sus devaneos e indiscreciones… Pero, qué alivio: le salvó la campana! Solo había sido una de sus automotrices veleidades, un derroche costoso con sus vehículos de colección. El supuesto delito se había cometido en el centro de la ciudad y a plena luz del día. El cargo se habría registrado en “La Casa del Amortiguador”...! Sucede que en los estados de cuenta, por un límite en el número de caracteres, no siempre ponen el nombre completo de los establecimientos comerciales!

Chicago, 21 de Enero de 2011
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18 enero 2011

Si me dejas ahora…

Vino a verme un par de semanas antes del accidente. No sé por qué se va la gente que quiero; y se va así, sin despedirse! Lo cierto es que, esa tarde quiso confiarme que le atormentaba una premonición rara; me dijo que no le dejaba dormir un resquemor incierto... Yo interpreté sus temores como derivados del sentimiento que sentía, porque no había cumplido con una pequeña cuenta que por esos días tenía conmigo. No solo que no quise dar a sus incomprensibles angustias la atención que él asignaba; sino que, para que recuperara su perdida paz interior, le insinué que bien podía olvidarse de aquel compromiso. Ahí me dijo que sabía que se iba a morir… Ese había sido su extraño presentimiento…!

Eran esos mis primeros años como comandante de aerolínea (tenía, a la sazón, treinta y dos años) y era también el primer año del breve período de reelección que entonces yo ejercía como titular de la Federación de Tripulantes Aéreos. Cumplía con estas últimas responsabilidades en un pequeño despacho ubicado en las oficinas que la Federación compartía con la Asociación de Tripulantes Aéreos.

El organismo que yo presidía aglutinaba, justamente, a dos asociaciones (AETA y ADACE), las mismas que se habían federado pocos años atrás. Nunca pude comprender cómo gente con una rescatable formación académica y profesional, con un apreciable nivel económico y social, y, ante todo, en posesión de la madurez requerida para superar discrepancias y desacuerdos, había tenido que optar por este recurso federativo, en lugar de escoger un solo nombre gremial, reformar unos estatutos ya existentes, acordar la elección de una nueva directiva, convenir en un protocolo de intención, e incorporar en ese nuevo colectivo institucional a todos los pilotos nacionales. Siempre creí que esa incapacidad solo podía reflejar lo que, en conjunto, representaba nuestra íntima realidad: la de una país escindido por culpa del absurdo regionalismo.

Adrián, a pesar de ser cinco años mayor, se había convertido poco tiempo atrás en piloto aviador, seducido y animado talvez por la actividad en la que me había visto involucrado; y que parecía generar tan satisfactorios réditos. Mientras él completaba sus horas en Miami, ya responsable de una corta familia, habíamos llegado a un fraternal acuerdo: yo acudiría a comer siempre en su apartamento y, a cambio, le cedería el exiguo valor de mis subsistencias de vuelo. Tiempo atrás, él había también participado en competencias automovilísticas; creíamos, por lo mismo, que estaba mejor preparado que yo para tareas que tengan que ver con la velocidad y el vértigo. Disfrutaba y soñaba con volar; pero solo el amor por su joven familia podía superar la mayor de sus pasiones: ayudar a solucionar los problemas de los demás; en suma: ser servicial y útil en cualquier momento!

Había que mandar el auto a la lavadora o a la inspección en el taller? Quizás, hacer un depósito bancario, o esperar en la fila del Seguro Social para cumplir con el trámite de un fastidioso crédito? Antes de pensar en los inconvenientes o incomodidades , ya estaba él para insinuarse a ayudar, para tomar la iniciativa que no necesitaba de solicitud, ni de insistente requerimiento. Ese era su signo particular y su secreta felicidad: asistir a los demás, sin esperar reconocimiento!

Quizás por eso mismo le habían designado como secretario de su asociación. Por eso mismo se había insinuado para viajar a Cuenca esa triste mañana para retirar unas escarapelas, con que la AETA iba a condecorar a los pilotos que se habían destacado por sus profesionales méritos. Ir a Cuenca, además, representaba para Adrián la rara oportunidad de encontrarse por pocas horas con sus otros medio hermanos, con los menores y más pequeños. Su ilusión era hacer algo más, con tal de asistir y de auxiliar. Ese era la naturaleza de su intención, esa era la fuente de satisfacción que le daba sustento: servir, ayudar, sentirse bueno!

Yo estaba en casa esa trágica mañana, apresurado por asistir a una reunión en la FEDTA, cuando alguien llamó por teléfono. Alicia me participó entonces de la angustia y preocupación de su esposa: el “loquito”, como con cariño sus amigos lo llamaban, había estado en el avión de TAME que se empezaba ya a considerar como accidentado, en los diferentes noticieros. Me vestí con prisa para dirigirme al aeropuerto. Los vuelos a Cuenca se habían suspendido, a pesar de que no era en la pista donde se había producido el siniestro. Los familiares y seres queridos no tuvimos acceso a ninguna información oficial, mientras las autoridades buscaban cómo rehuir sus responsabilidades; y se preocupaban por trasladar a un modesto hospital de provincia los mutilados y calcinados restos…

Solo pocos años atrás, mi hermano Adrián me había acompañado a Cuenca por un motivo similar: la búsqueda del avión de Saeta que había desaparecido. Allí se encontraba la mujer que tomó la posta de mi formación cuando murió mi madre; la tía que me entregó su amor maternal y la dulzura de su afecto… Ese fue otro viaje aéreo a Cuenca que también terminaría convertido en doloroso siniestro…

Mientras esperaba en el aeropuerto quiteño, una estación comercial de radio pasaba música popular en esos tristes y agónicos momentos. Tratábase de una canción que entonces estaba en boga, y que definía mis aturdidos sentimientos. “Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir…”, decía uno de sus expresivos y angustiados fragmentos… Fue en el día que se rompió en pedazos una ilusión; el día en que alguien se me fue sin haberse despedido; el día que alguien había decidido seguir el mandato de su corazón… Y, su mandato no era el de volar; era el de estar al servicio de los demás y de poner en ejercicio su buena voluntad, no importa cual fuera el acontecimiento!

Se fue sin despedirse, se fue por servicial… Quiso seguir la estrella que le llenaba de ilusión: la de ser obsequioso y solícito con los demás! Se fue dejándonos huérfanos, en su loco y perseverante intento…

Chicago, 18 de Enero de 2011
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17 enero 2011

El precio de la fogosidad

Escribo este Lunes en el aniversario mismo del nacimiento de ese formidable activista que fuera Martin Luther King Jr., un soñador negro (afro-americano, como los llaman ahora) que tuvo no solo la visión y perseverancia para saber orientar las aspiraciones y conquistas de su raza; sino que siempre ha de ser recordado por los conciliatorios métodos que utilizó, para acelerar los cambios en los derechos civiles que su patria y, por extensión, el mundo necesitaban. Su mensaje es una proclama en defensa de la dignidad humana. Su enardecido e inolvidable discurso, en el que repite, como declamando un ardoroso poema, que “tiene un sueño” o una secreta ilusión, muy difícilmente podrá ya superarse. La suya fue la voz de los oprimidos y de los olvidados, pero ante todo, la voz de la esperanza. Su vida nos recordará que no podemos vivir separados, que tenemos que aprender a vivir en diversidad para poder enfrentar los retos del mañana!

Este es el tercer y último artículo (prometo, a base de juro por Dios!) que dedico a mis ya casi olvidadas veleidades oratorias. De aquel concurso intercolegial que ya he comentado, me ha de quedar siempre el indeleble recuerdo de lo que ya llamé mi “pequeña apoteosis”, esa suerte de trance místico en el que me sentí envuelto aquella noche. Pero, además, he de recordar siempre tres importantes cosas: primero, la simpatía y reconocimiento de los jóvenes ahí reunidos, que con su estímulo y felicitación me hicieron sentir como el no premiado ganador del certamen; segundo, el brillo indescriptible en los ojos, y la sonrisa orgullosa y callada, con que me abrazó mi padre; y, tercero, el comentario fugaz que habría de hacerme el mayor de mis hermanos: “Puchas, pero si has sido un demagogo!”. Así, alargando a la quiteña la primera de las letras o, de demagogo…

No hay nada como sentir la respuesta de la audiencia cuando se ha tenido la intención de persuadirla e inspirarla; es más, nada se compara con el gesto de secreto orgullo que nuestras acciones pueden provocar en nuestros propios padres; pero, asimismo, nada nos devuelve a la realidad como una crítica oportuna que nos hace reconsiderar el verdadero valor y naturaleza de nuestros humildes triunfos y conquistas terrenales. En esos momentos, ese tipo de comentarios son alimento fácil para la inadecuada reacción, y aun para el fraternal resentimiento; pero tienen el artilugio y la contradictoria virtud de hacernos comprender que no siempre podemos contentar a todos, porque ni ese es nuestro objetivo como hombres; ni podemos hacerlos felices a todos, porque, entre gustos y colores…

Y es que, terminado el rito de los infaltables besos (la mayoría de la audiencia era femenina) y de los estimulantes abrazos, me retiré con papá y mis hermanos ahí presentes a la casa de mi hermano Arturo, el mismo del comentario que ahora recuerdo. La formación suya ostenta una curiosa, pero enriquecedora, simbiosis: se educó en un liceo fiscal, pero realizó sus estudios de derecho con los jesuitas. La suya es una rara escuela donde se funden como en un crisol los metales del escepticismo y la metodología; de la rebelión más liberal y del concepto más ortodoxo que pudiera tener el derecho. Su comentario tuvo el ardid de hacerme meditar en mi incipiente estilo, y en mis propios y efusivos métodos; pero, ante todo, el mérito de hacerme caer en la reflexión del precio que puede tener un discurso bien intencionado, cuando nos dejamos atropellar por el sentimiento.

El diccionario define demagogia como la acción de ganarse el favor popular por medio de halagos o artificiosos reconocimientos. Es también, y por extensión, una corrupción o degeneración de la democracia. Por tanto, ser demagogo es el método (decir arte sería injusto e inadecuado: estaría mal dicho) para granjearse la voluntad y favor ajeno por medio de la adulación y la lisonja. Aplicando esta objetiva definición, me pregunto: fue el mío un discurso demagógico aquella noche? Mi respuesta es muy fácil y muy clara: no, no fue esa mi intención, ni traté en ningún momento de adular o de corromper a nadie. No fue ese mi intento!

Mi brío y mi tono de voz solo podían obedecer a una intención de convencer y persuadir; a mi interés por motivar a esa juventud que se había metido conmigo, cuya identidad con mi intervención parece que aún la siento todavía. La emoción que se experimenta en esos trances suele ser un camino de doble vía: el orador estimula con su arenga a la multitud; y, a la vez, él mismo se nutre de esa inexplicable e indescriptible electricidad que, en respuesta, le regala su entusiasmada audiencia. Eso es lo que sentía yo de niño, cuando más de una vez acudí a la plazoleta de La Alameda, a escuchar, junto al monumento a Simón Bolívar, a ese taumaturgo de la alocución que fuera Velasco Ibarra. El me ofreció, gratis y sin que él mismo lo supiera, mis primeras clases de oratoria y “dedología”…

Fue Velasco un demagogo? No quisiera pronunciarme al respecto. He leído sus obras completas; debo confesar que es difícil no reconocer, en su pensamiento, un profundo humanismo y una vigorosa filosofía. Es innegable que El Profeta tenía una cierta tendencia por adular a su “chusma” enardecida. A menudo, sus exposiciones se apoyaban en la ilusión y el resentimiento popular para sustentar sus recurrentes diatribas. Pero había en sus mensajes un sentido mesiánico que denunciaba el idealismo de su intención y esa rara motivación patriótica que, cual inquieta obsesión, parece que lo perseguía. Demagogo o no, supo interpretar el sentimiento de orfandad de la gente, su ilusión de prosperidad, sus humanas ansiedades, sus temores, su deseo de ser escuchada y, cómo no… de ser seducida!

Por eso es que esa noche descubrí que los discursos dichos con fogosidad corren el riesgo de ser interpretados como recursos destinados a engañar; de la misma manera que las exposiciones demasiado académicas, llevan la rémora de tener una exégesis o interpretación mística. Entonces: Cómo mismo hablar…? Me temo que la respuesta es un camino intermedio entre la persuasión y el sentimiento. Lo que cuenta es la intención, sobre todo si el propósito es no adular, ni engañar. Lamentablemente, la intención por si sola no basta. Bien dicen que el infierno y, por lo mismo, los caminos de la miseria están adoquinados con las piedras de la buena intención y de los bien intencionados ofrecimientos…

I have a dream...! Tengo una ilusión! Tengo un sueño!

Chicago, 17 de Enero de 2011
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15 enero 2011

El triunfo de la emoción

Hernán Rodríguez Castelo, distinguido amigo a quien no he visto ya por más de dos décadas, habría de comentar en su columna cultural del día siguiente: “el orador mas vivo de la reunión fue Alberto Vizcaíno de La Salle; su fogosidad y brío triunfaron”. Sí, esa fue mi humilde e inolvidable apoteosis; fue, el mío, el triunfo del fervor, de la emoción y de la elocuencia. Pero… no fui yo el ganador oficial de aquel concurso intercolegial de oratoria. Mereció esa distinción un joven con prematura catadura de devoto seminarista, que había tenido el mérito de enhebrar un enjundioso discurso filosófico y académico, destinado más bien a persuadir al jurado; aunque, carente de un mensaje que motivara e inspirara a la juventud estudiantil que se había reunido en el teatro Sucre aquella noche.

Habiendo ganado el concurso interno en el colegio, me dí a la extracurricular tarea de prepararme para el certamen intercolegial. Recogí unos pocos libros de cabecera, en los que había subrayado más notas de las que eran necesarias; y consulté varios textos y obras en la cercana biblioteca. Pronto habría de darme cuenta que, para el desarrollo de los temas que estaban anunciados, debía tener dos o tres ideas centrales; y un conjunto de frases o recursos destinados a captar la atención, que me permitirían, iniciar y concluir mi breve disertación con un juego de palabras que emocionasen a la audiencia. Nos habían asignado solo doce minutos para desarrollar los temas: tiempo muy corto para intentar una proclama! Solo doce breves minutos para arrebatar la emoción del público, mientras yo seguiría hilvanando mi ardorosa ponencia... Tiempo demasiado exiguo como para persuadir en favor de una revolución incruenta…

Un par de semanas antes del concurso me había enterado de los nombres de los demás participantes. Hice una breve indagación de quienes estarían interesados en hacer un pequeño grupo, con el fin de ayudarnos mutuamente a preparar los argumentos. Lástima que, los celos naturales que se presentan en estos casos, impidieron el logro que había perseguido con mi cándida propuesta. Es más, los candidatos que representaban a los colegios municipales fueron persuadidos de excusarse, por parte de sus propios maestros. Solo una chica mercedaria de tez trigueña y apostura esbelta tuvo la generosidad de aceptar la invitación que le hice para cruzar ideas y liar los bártulos de los diferentes temas.

Fui a su casa por repetidas ocasiones. Allí, sus padres nos proporcionaron una habitación vacía que se avecinaba a la azotea. Las paredes de aquel improvisado recinto fueron al principio nuestra única, aunque callada, audiencia. Pronto, la familia se fue interesando en nuestras vívidas alocuciones y enardecidas arengas. Puedo decir que sus miembros se fueron convirtiendo, poco a poco, en nuestros principales auspiciadores. Se interesaban en nuestros discursos y nos impulsaban con su aliento cada vez que estaban cerca.

Con el paso de los días, y a medida que se acercaba el concurso, las prácticas se fueron haciendo más frecuentes y más intensas. Yo dejaba el colegio y corría a mis ensayos, donde el continuo intercambio nos hizo llegar, en breve, a una muy cercana coincidencia. Un sustancioso “cafecito de la tarde”, precedía a nuestras “cicerónicas” tareas. Tal parece que, cual si yo hubiese sido un metódico pugilista en vísperas de una importante pelea, en esa generosa casa no se escatimaba con el sustento que se me había recetado y que me era necesario para enfrentar a los contrincantes que yo había puesto en espera. Si algo iba a extrañar, luego de la finalización del concurso, iban a ser esos opulentos refrigerios convertidos ya en auténticas meriendas!

Y, el día del esperado certamen llegó! Yo lucía un “revirado y alterado” traje azul marino, cuya modesta pero innegable elegancia, habría de servir de tarima y escabel para la confianza personal que demandaba esa suerte de oficio ocasional que me había conseguido: el de motivador de masas y hacedor de arengas! Una corbata angosta y encarnada completaba mi recién adquirida imagen de joven e improvisado profeta. Había dejado en casa mis apuntes, persuadido como estaba, que mis recursos de memoria se harían presentes en esa noche de leyenda. Las musas estaban ya presentes, yo podía sentirlas cerca... La sensación de su presencia se fue haciendo más fuerte a medida que se acortaba la espera…

Todos los participantes impresionaron con la profundidad de sus discursos; algunos tan monásticos que más bien parecían sermones o prédicas. Yo había resuelto no transitar por el sendero de la homilía. Al saltar al proscenio, miré hacia ambos lados del auditorio y con asombrosa calma dije con aplomo y perfecta dicción una de esas frases que, de antemano, había preparado. Algo se produjo en la sala que se oponía a una ovación o a un aplauso concluyente; se trataba de un portentoso silencio y una no dividida atención, como la que jamás había disfrutado antes en mi vida. Las frases fueron saliendo entonces por su cuenta; algo las impulsaba sin que yo pudiera controlar su tonalidad, ni su ritmo, ni su repentino advenimiento. Cada minuto el abarrotado teatro interrumpía mi acalorada exposición para brindarme el aplauso de su reconocimiento.

Ahí sentí esa extraña sensación que supongo que es lo que otros llaman por ahí “la gloria”. Esa impresión de ser invencible y de estar sobre la realidad, que puede dejarnos, a una vez, sin piso y sin aliento. Pronto me pareció que había levitado, que las palabras salían como obedeciendo a un capricho que me era ajeno. Así transcurrieron esos cortos diez minutos en que la gente, enardecida, me interrumpía con su estímulo frenético para que yo pudiera recobrar mi aliento. Había hablado de la revolución interior, de la urgencia de replantear el destino de la humanidad, de lo perentorio que era recuperar el tiempo…

Para terminar, usé una frase de un poeta alemán : “Porque, cuando no se vive como se piensa, se termina por pensar como se vive”. Mientras todos meditaban en la sentencia contenida en su significado, una ovación final fue la grata y dulce compañera que me escoltó de vuelta hacia mi asiento. No, no gané el concurso; pero nada borrará jamás de mi memoria el recuerdo de aquel mágico momento!

Anchorage, 15 de Enero de 2011
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14 enero 2011

Babieca odia las mariposas

Es como si entre nosotros hubiésemos hablado siempre un lenguaje secreto: el clandestino e indescifrable método de las silabas intercaladas que empiezan con la letra “pe”. Ella me dice tío Papo y yo la he rebautizado de Pupa; esa ha sido mi forma de reciprocidad. Utilizo el nombre, para premiar la dulzura de su actitud, la simpatía de su gracia. Su nombre es Emilie. Hoy, a su edad, es toda una mujer y una cautivadora amazona, experta en jinetear ágiles corceles, a los que dedica su pasión y los mejores momentos de su juvenil holganza. Su alazana obedece al nombre de Babieca, en recuerdo del legendario caballo de El Cid Campeador, que con Bucéfalo y Rocinante forman la tríada de corceles de más antigua prosapia.

Su ejemplar no es blanco ni fecundo semental, como el rocín andaluz de Rodrigo Díaz de Vivar. Un estremecimiento ocasional, un inquieto escalofrío, cual reflejo nervioso, denuncia su brío y manifiesta su traviesa vivacidad. Al igual que el jamelgo del personaje medieval, su peyorativo y derogatorio nombre no hace justicia, ni a su linaje, ni a su temperamento, ni a su elegancia. Tiene la yegua un paso altivo e impetuoso y un alegre trotecito de cadencia liberada. Para evitar el contagio de una epidémica enfermedad, la Pupa la cuida en el jardín de su propia casa. Los ojos en alerta de la potra buscan la compañía gregaria a la que la han acostumbrado en un vecino recinto de régimen militar. En casa han adecuado un garaje, a manera de establo, para acomodar y proteger al corcel de la inusitada fiebre que ha alterado la tranquilidad de la comarca.

Babieca se incomoda con los intrusos que intranquilizan su estancia. Un espasmo muscular, cual temblorosa o eléctrica vibración, expresa su malestar porque un amplio parasol ha sido desplegado en el medio de la huerta arbolada. Cuando las mariposas revolotean, un agitado relincho de disgusto avisa su reacción enojada. Babieca odia los multicolores insectos: son como fastidiosos moscardones que importunan y entorpecen el equilibrado retrato de su altiva elegancia. Ellas son, para la potranca, como flores ambulantes cuyo impertinente aleteo, la fastidian y la cansan. Con su crin, convertida en abanico, las ahuyenta y las espanta.

Pienso en Babieca mientras estoy paralizado en un aeropuerto de tránsito y, uno a uno, se van cancelando todos mis vuelos de conexión por culpa del mal tiempo. Acostumbrado a tener el control sobre mis propios viajes, siento en carne propia, lo que viven los confundidos pasajeros en los saturados terminales aéreos… Me siento como montado a horcajadas en un brioso corcel, desprovisto de bridas, montura y estribos. Descubro que nadie me ofrece información; no sé cuándo, ni cómo voy a salir; mientras otro corcel, el del tiempo, cabalga a galope tendido; y yo, inútil como siempre para el arte de la improvisación, siento que mis opciones se convierten en elusivas mariposas que, tan pronto como se posan, parece que intentarían empezar un nuevo vuelo hacia un destino impredecible e incierto…

Han cancelado también los vuelos de la tarde. Cansado ya de esperar y reclamar por un equipaje que nadie sabe donde está extraviado, termino en un cercano hotel a medianoche. No tengo ropa limpia, ni tampoco ningún implemento. Es ya muy tarde para pedir algo de merendar; y muy temprano para salir a comprar algo de vestir que yo lo sienta fresco. Pienso en los que no tienen qué comer, ni dónde ir a dormir; en los que trabajan por las noches; en los que vigilan en medio de la oscuridad; en los monjes que quizás rezan a estas horas; mientras que yo, al hacerlo, no lo hago por devoción, sino por interesado y ansioso requerimiento…. Pienso en los absurdos procedimientos de seguridad que impiden llevar lo necesario. Tomo un baño y ya, limpio y fresco, pero desnudo, me dejo ganar otra vez por el sueño… Pienso en Babieca que odia las mariposas; mientras descubro que tampoco me gustan los errantes, imprevistos y forzados desplazamientos.

Me hacen madrugar al día siguiente: estoy optimista y orgulloso porque me han ofrecido una inesperada prioridad para el primer vuelo. Mi vanidad pronto se convierte en humilde aceptación de la ironía: me han escogido para madrugar sin necesidad, porque también han cancelado los primeros vuelos! Debo acudir entonces al centro de reservaciones para conseguir que me enlisten de nuevo. Ahora voy al anca de quienes no tuvieron que madrugar; y en la tarde tendré que hacer otros nuevos intentos. Los desconocidos ya empiezan a serme familiares; ahora, gente ajena y cansada quiere contarme sus confidencias y sus secretos… Una sensación extraña redefine la ansiedad de la víspera, hay ahora una suerte de solidaridad mezclada con conformismo; nadie quiere ya reclamar, ni esgrimir sus razones y argumentos. Me siento cual Babieca y sus mariposas; siento que odio algo que no tiene responsabilidad: los vuelos, los aviones y los aeropuertos!

Pero… no hay más que ser paciente y ponerse a esperar. Hay una cierta filosofía reinventada en esas nuevas sonrisas que vuelvo a encontrar; nadie parece sentir ansiedad; la gente se prepara para pasar una nueva noche en el terminal. Me veo en el reflejo de los cristales, compruebo en mi rostro esa mueca bondadosa que identifica a la resignación. Abrigo la secreta alegría que ahora sí tengo prendas nuevas para poderme cambiar… No me han entregado la maleta, pero me he dado modos para adquirir esas sencillas cosas que descubro que modifican el sentido de términos relativos como “urgencia”, “necesidad”, “estar fresco”...

Sacudo entonces el impetuoso espasmo de mis inconformidades; doy gracias de que revoloteen las inquietas mariposas y de que existan esos paradójicos lugares que los hombres llamamos aeropuertos! Miro a Babieca y le acaricio para calmar su agitado estremecimiento… Sé que me estoy mirando yo mismo en el espejo…!

Atlanta, Enero 11 de 2011
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09 enero 2011

Crisálida de Demóstenes

Ese día me notificaron de mi inminente participación en el concurso interno de oratoria en el colegio. Estaba yo recién en quinto año y los participantes, en su mayoría, eran alumnos del sexto curso; algunos de ellos con experiencia previa en el arte de comunicarse en público. Había por lo menos dos que antes habían cursado estudios de noviciado, lo que quería decir que estaban familiarizados con los métodos de la retórica y la elocución; y que habían desarrollado una que otra técnica respecto al arte de la improvisación y de la forma de cautivar a una audiencia específica. Puede decirse que sabían de ritmo, tono de voz, movimiento corporal, pronunciación, cadencia, uso de espacios y silencios; en fin, todos esos recursos que permiten expresar con elegancia y efectividad las ideas.

Mi experiencia, de otra parte, era muy limitada. Pocos meses atrás me habían invitado a participar en una convivencia de tres días con carácter más bien religioso. Tratábase de un movimiento juvenil de apostolado llamado Palestra, que realizaba reuniones para motivar a los adolescentes en los asuntos de interés comunitario y, de paso, entregaba un mensaje de apostolado y revisión de las actitudes juveniles. Palestra podía parecer un movimiento religioso; pero era, más bien, una propuesta altruista en favor de la comunidad y un mecanismo de replanteo personal en busca de la existencia auténtica y del personalismo.

Así, a mis cortos dieciséis años había pasado a conformar las filas directivas de ese movimiento. Además de las diferentes convivencias en las que participé, tuve la repetida oportunidad de visitar casi todos los colegios privados y estatales de la ciudad, para hacer proselitismo y presentar el proyecto. En esas cortas visitas se hacía una presentación de la estructura de Palestra, se presentaba una visión idealista de la juventud en la sociedad y se insistía en las metas que se procuraba lograr con los encuentros que se iban organizando.

La reiteración del mensaje; la experiencia con la respuesta de los estudiantes; el efecto que causaban ciertas frases; el descubrimiento de asuntos relacionados con la psicología de grupo; la utilización de enunciados y palabras que daban la imagen, o creaban la impresión, que dominábamos los temas, y que hablábamos de diferentes tópicos con autoridad; fueron creando en nosotros la confianza para la disertación en público, nos dieron un cierto dominio de la escena y nos pusieron en contacto con algunas ayudas mnemotécnicas que permitían la fácil elaboración de un efectivo discurso. Era el natural resultado de nuestra repetida exposición; y del contacto que habíamos pasado a tener con la obra de ciertos autores, con una literatura que facilitaba nuestras breves charlas y nos permitía enfrentar los debates y el cruce de argumentos que a menudo se presentaban.

El concurso interno en el colegio, buscaba como objetivo, el de seleccionar a un representante para el concurso intercolegial de oratoria que habría de realizarse pocas semanas más tarde en el Teatro Sucre, con la participación de varios colegios privados de la ciudad. Los temas que se escogieron fueron los mismos que el certamen intercolegial había planteado. Recuerdo entre otros tópicos a los siguientes: Ese extraño ser llamado hombre; La juventud: esperanza del mañana; La revolución, nuevo nombre de la paz. Eran los días posteriores a la revolución de Mayo en Francia (está prohibido prohibir). Poco antes, un personaje barbado llamado Che Guevara, había sido asesinado en las selvas orientales de Bolivia. Todavía se escuchaba el eco del mensaje del existencialismo. Había una nuevo e inédito interés en la juventud por participar en los temas de actualidad.

La presentación de los candidatos en el concurso se realizó por sorteo. Me tocó ser el primer expositor esa mañana; había optado por hablar de la juventud. Los alumnos recién habían terminado de acomodarse en el salón de actos, cuando empecé mi exordio usando varias citas de algunos pensadores contemporáneos. Recordé a Ortega y Gasset, a Emmanuel Mounier y a José Ingenieros; desarrollé el argumento de que la juventud era, más que una esperanza para el mañana, una realidad para el presente. Continué haciendo énfasis en la filosofía de que lo que definía la edad del hombre era su actitud de apertura y disponibilidad. No bien había empezado a arengar a la audiencia respecto al papel de la juventud en la sociedad, cuando caí en cuenta de las restricciones cronológicas que se habían establecido, y decidí acortar el discurso usando alguna frase de doble contenido destinada a motivar, a persuadir y a inspirar. Se me vino muy corto el tiempo!

Si cada presentación pudo tener una duración de diez minutos, imagino que tuve que esperar entre noventa minutos y dos horas, hasta que culminasen todas las intervenciones y el jurado calificador pudiese tomar su decisión inapelable. Fue así como, al final, siguiendo lo que intuí que se trataba del mismo orden que habían tenido las exposiciones, se mencionó mi nombre en primer lugar con la calificación que se me había otorgado. Habrían todavía de nombrar a otros dos o tres concursantes más para que cayera en la cuenta que, para mi sorpresa, había sido escogido como el inesperado ganador!

Cuando volví al aula, en medio de ese contradictorio sentimiento de realización e incredulidad, me senté en el pupitre tratando de calmar mi vanidad y de digerir mi insospechado triunfo. El profesor de Lógica, un hermano circunspecto y pugnaz, que quizás esperaba un distinto resultado, y que entonces no me tenía entre los destinatarios de su preferencia y afecto, hizo un comentario un tanto cicatero de mi participación; pero convalidó, a pesar de sus críticas, el resultado que había tenido el certamen. Concluyó su análisis observando alguna referencia que yo había hecho y comentó mi logro, como producido “a pesar de mi defecto natural de pronunciación”. Era evidente que se refería a mi inveterada dificultad para pronunciar las eses correctamente…

Ganar el modesto concurso no mejoró mi defectuosa dicción; pero, habría de ayudarme a que fortaleciera mi confianza; a descubrir el impacto que puede llegar a tener el mensaje que se entrega; y, sobre todo, me hizo apreciar la insospechada respuesta que puede crear en quien expone, el estimulante fervor y la entusiasta emoción con que puede reaccionar su audiencia. Quinto año se llevó el concurso esa mañana: fue en el día que advertí que algo entre la lengua y mi paladar hacía que las caprichosas eses no fueran fáciles de pronunciarse…!

Quito, 8 de Enero de 2011
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03 enero 2011

España en el corazón

El norte representaba el futuro; quería decir novedad y progreso, era signo del bienestar. Desde que habíamos salido de la casa de la Caldas, sabíamos que el corto paso por El Dorado, había sido un refugio temporal, habíamos hecho un “tambo” de cortos dos años, para recuperar lo que sentíamos que por linaje nos correspondía. Ir a vivir en el norte, constituía un reencuentro con nuestras raíces. Significaba volver al contacto con lo que nos había sido esquivo. Quería decir reinserción, nuevas opciones; quería decir frescura y libertad. Muerta ya la abuela, habríamos de dejar El Dorado y nos habríamos de mudar a un barrio, en donde el nombre de sus calles decía reencuentro con una prosapia escondida en el pasado; en suma, ir a vivir en La Floresta nos devolvería unas relaciones que se habían perdido por letargia, falta de decisión familiar y pura conformidad.

Así, una mañana de Agosto, recogimos nuestros viejos y modestos enseres, los metimos en un camión de mudanzas y los trasladamos hacia una cómoda aunque inconspicua casa de la calle Lugo, en el corazón de ese barrio de clase media; a tiro de piedra del monumento a Artigas y del acogedor barrio de La Mariscal. Atrás quedaba el pasado con su infamia, atrás quedaban unos recuerdos que herían y amputaban; atrás quedaban unos recelos que se expresaban en una sensación extraña, aquella que suele tener la vergüenza cuando está exenta de culpabilidad. Nos parecía que dejábamos a nuestras espaldas la pobreza. El norte nos hablaba de nuevos amigos. Representaba la recuperación de algo perdido; implicaba romper unas cadenas con su ruido metálico y su lastre de complejos; significaba tomar unas líneas de buses que transportaban a un perdido abolengo. Ahora tomaríamos las rutas del Loma – Floresta y las del Colón – Camal.

Tratábase de un chalet remodelado, donde fuimos a vivir en el segundo piso; los dueños habían acondicionado la planta inferior, que era originalmente un sótano de cielo alto, para poderlo arrendar como un departamento completo. Los jardines habían sido reemplazados por una costra de concreto que facilitaba la limpieza del exterior. Aún quedaba en las esquinas el rezago y vestigio de algún descuidado rosal. Solo vi a sus dueños una sola vez; tenían un apellido francés y ascendencia provenzal. Habían dejado encargado el arriendo de su recluida residencia; y encargados también un par de furiosos mastines a los que ni para darlos de comer nos podíamos acercar. No eran unos perros normales; eran unas fieras feroces a las que nadie se podía aproximar. Un día se soltó uno de esos infernales animales y hubo que pedir socorro para que alguien lo controlara, le reenganchara su correa y lo pudiera encadenar. No sé cómo, bestias tan feroces, habían sido encargadas al cuidado de inquilinos extraños en esa casa a la que habíamos ido a habitar.

Como un aliciente adicional, allá fuimos a vivir también con el último de mis medio hermanos, y quizás el más cercano a nosotros, un joven de apariencia díscola e irreverente; pero, en la realidad, dócil, tierno y bien parecido: mi siempre recordado hermano Adrián. Trabajaba él entonces como inspector de Aviación Civil, tenía sus propios ingresos y se había comprometido a aportar con parte del canon establecido para el acordado arriendo. Por motivos relacionados con ajenos resentimientos, habíamos dejado de estar en contacto por unos pocos años. Tener de nuevo la libertad de compartir un hogar con el pródigo y alejado hermano, reforzaba la idea que habíamos querido de nuevo recuperar.

Si la memoria no me es esquiva, habían allí cuatro dormitorios. En el primero se acomodaban mi tía Anita y mi hermana; el segundo, ubicado hacia la izquierda y con vista a la calle, se les había asignado a las primas que venían de un pequeño pueblo de la costa, para estudiar en la capital. En la recámara contigua estaban ubicadas unas camas, cubiertas con fórmica, donde dormíamos con mi hermano Luis. Frente a esta habitación se ubicaban la sala y el comedor; y en el último aposento de la casa; en una cama matrimonial que daba testimonio, más de sus alardes que de sus conquistas, retozaba con sus sueños el apuesto Adrián.

Nombres de ciudades, comarcas y provincias españolas constituían la íntegra nomenclatura de esas todavía bien asfaltadas calles. Coruña, Toledo, Andalucía, Madrid, Vizcaya, eran, entre otros, los sonoros e insinuantes nombres de esas tranquilas y casi intransitadas vías donde más de una vez improvisamos un partido de futbol en plena calzada. Si bien sus moradores originales se habían mudado también a otros barrios ubicados más al norte; un ambiente recoleto y de tranquilidad, si no de exclusividad, se percibía todavía en ese barrio donde las aceras estaban guarnecidas de verde pasto; y donde una que otra arboleda sombreaba y daba un cierto carácter europeo a esas onduladas calles.

Había en casa un garaje cubierto, aunque creo que por entonces no habíamos adquirido todavía nuestro primer automóvil. Allí, sin embargo, los vecinos de la planta baja, iban reconstruyendo un viejo jeep al que parecían faltarle no solo las ruedas, sino todas las piezas de recambio. El propuesto móvil vejestorio no les pertenecía a ellos, sino a un amigo que, desde un buen día, hizo más continuas y frecuentes sus visitas; no tardamos en advertir que sus propósitos habían dejado de ser mecánicos o automovilísticos: ahora era una de nuestras primas en quien había apuntado sus meticulosos cuidados… Más tarde se habría de casar con ella; y, no sé que hizo con su pretexto y coartada, con su olvidado cacharro mecánico.

Tuvimos por esos auspiciosos años una nueva empleada en casa; venía del norte del país y había cursado varios años de colegio, no solo de escuela; no tenía lo que se convendría en llamar el talante típico de una empleada doméstica. Era una chica más bien tímida, aunque su apariencia no era discreta. Obedecía a uno de esos provincianos nombres que es frecuente escuchar en las humildes aldeas. Se llamaba Emérita o Emerita; tenía unos pechos generosos, un trasero y unas piernas dignas de maniquí de escaparate, y un rostro apolíneo que denunciaba descender de un adinerado y linajudo propietario de hacienda. Era una “chola buena moza”, como habría insinuado mi tía Julieta. Fue entonces cuando los amigos del barrio empezaron a visitarnos cada vez con más insistencia. No había sido en busca de encontrarse y compartir las tertulias con nosotros; ni siquiera por cortejar a nuestras estudiosas y abnegadas primas. Venían por quehaceres aún más domésticos: se habían dejado seducir por los peninsulares encantos de la sin par Emerita, la fámula atractiva de apariencia indiscreta!

Casablanca, 3 de Enero de 2011
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01 enero 2011

Del carril al marsupio

Mamá debe haber dejado suspensas sus tareas de costura esa tarde, para vestir uno de sus mejores trajes de calle y salir al centro para comprar mi primer carril escolar. Hay todavía por ahí una fotografía en blanco y negro que denuncia con certeza aquella salida con mis dos hermanos menores, para efectuar una adquisición que me debe de haber llenado de auspiciosa alegría y de infantil candor. Posamos los tres, junto a mi madre, probablemente para un fotógrafo de aquellos que se apostaban en la plaza de Santo Domingo para ofrecer un retrato improvisado. Hoy, ya medio siglo después, sorprende todavía la calidad de la impresión; cuesta reconocer que fue obra de un autor de condición itinerante.

A pesar de tratarse de una composición en blanco y negro, parece advertirse el colorido de los jerseys con que nos habían vestido aquella tarde. Mi hermano Luis Eduardo luce unos rizos ensortijados, que parecen subrayar el raro color de sus cabellos rubios y que me hacen recordar los recurrentes cuidados que mamá le asignaba para que a ese tierno rapaz, con cara de Niño Dios, regresaran a mirarle. Mi hermana Lolita, por su parte, muestra todavía unos rubicundos muslitos que habrían de caracterizarle todavía por unos pocos años más; viste un corto vestido blanco de organdí de seda, que parece un contrasentido con el probable frío de esa tarde de Octubre. En cuanto a mi atuendo, visto un pantalón largo en camino de convertirse en corto; solo unos botines de cordón logran esconder mis tobillos y disminuyen la impresión de aquella precaria imagen.

Intuyo que la transacción habría estado precedida de un minucioso proceso de exploración selectiva. Mamá era muy cuidadosa en cuanto a la imagen con la que quería presentarnos. Éramos sus hijos la razón no solo para sus satisfacciones; sino también un continuo acicate para sus demostraciones de autoestima cuando salíamos a la calle. Ella misma confeccionaba nuestras prendas, con la referencia de aquellos figurines que marcaban las variaciones de la moda; y, además, con probabilidad, usando los retazos sobrantes que le habrían quedado de las tareas de costura que le habían encargado, y en las que empeñaba sus habilidades.

Desde hace un par de décadas me refiero a ella con el nombre de mamá; pero no era esa la forma como sus hijos la llamábamos; siempre usábamos la abreviada forma común de llamar a las madres y nos referíamos a ella como “mami”. Aun dos de mis medio hermanos mayores, utilizaban idéntico apelativo, pues habían sido todavía muy tiernos cuando papá había enviudado por primera vez y, ya con cinco hijos, se había casado con mi madre. En nuestras conversaciones infantiles ellos se referían a esa madre que poco conocieron como mamá; y a quien en la realidad era solo su madrastra le llamaban más bien como mami.

De vuelta a la lejana compra de mi más antiguo morral estudiantil, recuerdo que aquellos bártulos eran de un cuero muy grueso; tan áspero y rústico que, debido a la contextura de su construcción tenían una apariencia más bien burda y rígida. Era su material similar al de las antiguas maletas de viaje, tenían correa para colgarlos al hombro; espacio para el membrete de identidad; y también seguro con clave y agarradera. Por la forma que tenían, intuyo que deben haber sido elaborados con suela. Unas impresiones en relieve y cenefas repujadas daban a su figura la disposición que los identificaba con los requerimientos escolares.

Ya al servicio de este humilde marqués (yo mismo), supongo que nadie hubiera adivinado su real y modesto contenido, destinado a incluir unos pocos lápices de carbón, un sacapuntas y un borrador; un par de libretas de uso diario, de papel periódico o de borrador; una regla; un cortaplumas; y un par de cuadernos de deberes: uno de líneas para escritura inglesa y otro para ser utilizado para las planas cotidianas, con trazos cuadriculados. Se trataba de libretines de pocas hojas. Más tarde, con la complejidad e importancia de las tareas de final de primaria, habrían de venir los cuadernos de uso múltiple, de cien hojas, que a su vez serían reemplazados por los versátiles cartapacios que vinieron a dar de baja a los cuadernos necesarios para cada una de las asignaturas individuales.

No fue hasta tercer grado de escuela que los canuteros de pluma vinieron a reemplazar por pocos años a los lápices de carbón y es cuando se dejó de utilizar las primeras libretas de borrador. Ahí hubo que incluir en el morral infantil varias tarjetas de papel secante, unas cuantas plumas de repuesto y, desde luego, unos pequeños frasquitos para transportar la tinta de escribir. Los más populares y de mejor calidad obedecían a la marca Pélikan; pero, por regla casi general, uno mismo tenía que preparar el oscuro líquido que se debía acarrear en los llamados tinteros. La compra de un pequeño sobrecito de “azul de metileno” o de “negro al agua” costaba, por esos olvidados años, tan solo cuatro reales.

Durante los cursos posteriores a los de mis primeros carriles de cuero, los muchachos se dieron por prescindir de ellos para acarrear los útiles escolares. Creo que del carril pasamos, a salto de garrocha, a la llamada carpeta; y me parece que se prescindió del todo del morral de espalda o mochila, que si bien se habría de popularizar para viajes y excursiones, no tuvo por mucho tiempo el uso que le dieron más tarde los extranjeros y los estudiantes universitarios. Si en mis años de escuela alguien hubiese llegado a clases equipado con una mochila dorsal, se hubiera tenido que enfrentar con la picardía y con la ingenua perversidad de sus compañeros de clase…

Fue años más tarde que tuve que volver a utilizar los carriles de cuero; pero esta vez bautizados ya con el sajón nombre de “pouch”. Y esto porque los pilotos estamos obligados a llevar una serie de implementos para ejercer la actividad. Este “marsupio” no es sino un maletín construido preferentemente con cuero, donde el aviador anda a cargar cartas aeronáuticas de navegación, manuales de vuelo, linternas, audífonos y otros aperos que le son necesarios para utilizar en su consultorio u oficina itinerante, y para ejercer su nómada deambular. Sería incompleta la figura del aviador sin esos bolsos de cuero que hoy, para disimular el esfuerzo requerido para su movilización, se los ha implementado de unas pequeñas ruedecillas que hacen más fácil y menos incómodo su cosmopolita y católico trajinar. Tengo la sospecha que actualmente, el mencionado “pouch”, no siempre contienen los elementos que intentaba su original finalidad...

No hay piloto que se precie, que no se vanaglorie de ser dueño y portador del versátil y aristocrático “pouch”. Claro que así como los niños inquieren a los aviadores si es que son policías, por virtud del uniforme militar que los identifica; también corren el riesgo de que, por la forma del comentado marsupio, les consulten en la calle si se han convertido en visitadores a médicos o en apurados vendedores de esos productos que requieren de demostración previa para asegurar su comercialización. La moda regresa y parece tener sus ciclos. He empezado a encontrar nuevamente pilotos que exhiben con no disimulado orgullo, idénticos carriles a los que un día empecé a desdeñar en los cándidos años de mi ya lejana escolaridad. El carril no ha cambiado, solo ha cambiado el marsupial…

Casablanca, 1 de Enero de 2011
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