28 abril 2011

Los aucas! Los aucas!

Ahí estaba ya mi hermano “Mullito”, parado en la plataforma de césped de la pista del destacamento de Tiputini, esperando que yo bajara las pocas gradas de la escalerilla improvisada del avión. El y mi tío habían venido a recibirme para llevarme al campamento donde nos íbamos a instalar. Tratábase de un recinto militar ubicado frente al río Napo; en él no había más de veinte manzanas, su diseño obedecía al trazo característico de dado cuadrado. Eran aposentos de madera con mosquiteros en las ventanas, y con cubiertas de paja que ayudaban a sus ocasionales ocupantes a protegerse de los persistentes aguaceros de la selva y a refrescarse cuando el calor y la humedad llegaban a sus índices más altos. 

Allá habían trasladado al tío Estuardo en su primera asignación de selva desde que lo habían asimilado al ejército ecuatoriano. Tenía él entonces el grado de teniente, pero era en realidad un oficial de servicios. Ya graduado de dentista había optado por una carrera adicional, la de la vida “castrense”, la de quienes viven en campamentos o en fortificaciones, o sea en “castros”… Ahí, en la base, no se hablaba del comedor o del restaurante, porque a ese sitio se lo llamaba “casino”; los oficiales no iban a comer, sino que se reunían para “el rancho”; ellos no esperaban sus sueldos, sino la llegada de “las subsistencias”; no iban de tarea, sino de “misión”. Cuando los castigaban con un arresto era que los habían puesto “a la relación”; a los subalternos que no eran oficiales los llamaban “clases”. Allí para todo se empleaban términos con significados distintos; como unidad, baja, batería y objetivo… Ahí se hablaba una jerga distinta, un lenguaje inventado! 

Pocos días más tarde habría de llegar un flamante contingente de oficiales para reforzar al exiguo destacamento. Fue cuando nuestro familiar vino a advertirnos que se estaba preparando un rito tradicional de bienvenida, un simulacro de ataque indígena, que producía terror y espanto en los forasteros; y, por lo mismo, incontenible goce y alegre hilaridad en quienes fungían de malvados conspiradores. Era un concertado sainete, realizado en medio de la selva amazónica, tierra de los reductores de cabezas y de aquellos indios sanguinarios, los aucas, que era como la gente llamaba a los primitivos “huaoranis”. 

Llegó la noche del intempestivo y sorprendente ataque. Y, a pesar de aquel enunciado de que “guerra avisada no mata gente”, nosotros, que estábamos ya “inteligenciados” de la travesura que se había urdido por parte de los confabulados, terminamos contagiados por la pavorosa experiencia. Cuando irrumpieron en el casino esos semidesnudos conscriptos disfrazados de aborígenes furiosos y amenazantes, un súbito pánico contagió a los presentes; que corrieron a protegerse; se escondieron detrás de los muebles o estuvieron a punto de correr despavoridos para lanzarse al río. Un nervioso griterío, “los aucas, los aucas”, emitían los asustados oficiales, quienes solo pocas horas antes se habían presentado a “su” nuevo comandante. En cuanto a nosotros, niños todavía de diez y doce años, comprobábamos que la representación habría resultado incruenta y anticipada, pero no por su comicidad, menos espectacular e impresionante! 

Años más tarde, y ya convertido en piloto, tuve que pernoctar con otras tripulaciones en Curaray debido al mal tiempo que afectaba a Pastaza. En esa ocasión fuimos invitados a alojarnos en el campamento militar. Poco antes de la cena, se presentó un “clase” en el casino para reportar un fugaz ataque que habría sido efectuado por un grupo de aucas, aunque sin bajas por lamentarse… Como yo ya estaba en sobre aviso, debido a mi anterior experiencia, solo tuve que esconder una mueca de complicidad… Cuando otro sargento vino a informar que al “personal de Clase Seis” se lo había encontrado contagiado, no solo que recordé a “Pantaleón y las visitadoras”, la novela de Vargas Llosa, sino que no pude dejar de observar los ojos de angustia de mis asustados compañeros de pernocta, y comunicar con una sonrisa socarrona a los generosos anfitriones de mi familiaridad con las simuladas y pretendidas advertencias. 

Lo que vino fue espeluznante y demencial. Estos nuevos “aucas” se habían preparado aún mas profesionalmente; no hay duda que se las sabían completas! El pánico producido en los huéspedes, solo pudo competir con el demoníaco disfrute posterior de los oficiales y demás elementos complotados. En cuanto a quienes habían optado por usar los servicios de la Clase Seis… ellos prefirieron un chequeo profiláctico posterior, para evitar venéreas complicaciones… 

Poco tiempo después, cuando volaba el “Twin Otter” en la operación de Anglo, una cuadrilla, que abría una trocha en el norte del campamento del Curaray, me informó que una tribu de aucas estaría desbrozando la selva y preparando lo que parecia ser una pista de aterrizaje. Al despegar del campamento, opté por apartarme de la ruta, solo para comprobar que, para mi atónita sorpresa, los aborígenes habian preparado lo que en efecto era un campo para que vinieran a visitarles! Estaba con el avión vacío esa tarde, no habia viento y sabía que las caracteristicas de mi avioncito eran favorables; estuve a punto, dos o tres veces, de “tocar ruedas”; pero, una y otra vez, desistí de mi inicial propósito; no solo por el riesgo de la maniobra y por el carácter de su ilegítima accion, sino por la imprevisible reacción de los indigenas y sus no muy claras intenciones… 

Esa tarde estuve a punto de seguir las huellas de un inolvidable amigo aviador que un buen día, cerca de la frontera, había utilizado la cancha de futbol de un pueblito, convirtiéndola e inaugurándola como pista de aterrizaje! Con él fui a volar en su empresa un día; fue cuando al apagar un motor saliendo de Ambato, para observar el desempeño del avión, y comprobar que no lograba sustentarse, le pregunté que qué haríamos si eso sucediera en la realidad. Su respuesta fue muy tranquilizante: “No te preocupes, me dijo, la Virgencita no ha de querer!”… 

Shanghai, 28 de abril de 2011


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26 abril 2011

Eso de las peras “al hombro”…

Ese fue el primer libro de “pasta” o carátula dura que tuve alguna vez. Tenía la misma estructura que esos cuadernos cuadriculados, que un lego octogenario y malhumorado nos vendía en la procura; los llamábamos cartapacios y en ellos nos hubiera dado lástima cometer borrones o escribir sin prolijidad. Fue aquel libro nuestro texto principal en segundo año de primaria. El titulo en su portada denunciaba, no sin cierto pleonasmo, su pedagógico propósito. A este “Libro de lectura”, habría de recordar en mi vida como el primer y más antiguo compendio de moralejas y refranes que habría yo de encontrar. De hecho, ese fue un texto que lo devoré en pocas horas; y para cuando los demás compañeros lo estaban recién explorando, yo ya reempezaba su lectura por otra vez adicional!

Era más bien una presentación sumaria de máximas y aforismos; una con la que quienes nos educaban, buscaban cumplir con un doble objetivo: el aprendizaje correcto de la práctica de lectura y la asimilación de aquellos valores éticos que se afianzaban con los mensajes escritos en sus páginas. Allí se presentaban cortas y muy aleccionadoras historias, antecedidas siempre por un refrán castellano, a manera de introducción. Exhibían un somero dibujo con el que se subrayaba el tema de la lectura. No podría olvidar, por ejemplo, la imagen de un ambicioso jovenzuelo, tratando de empuñar un excesivo número de golosinas introducidas en una vasija de cristal, descubriendo con encolerizado enojo que no podía retirar del recipiente ni su mano, ni tampoco los ingratos caramelos. “Quien mucho abarca, poco aprieta” pudo haber sido la sentencia utilizada para expresar el predicamento en el que se había precipitado el avaricioso chaval.

Sí, ese fue nuestro texto de lectura, pero bien pudieron haberlo llamado “El libro de las sentencias”. Ahí debo haber encontrado muchos aforismos por primera vez, y debo haber meditado y gozado con esas gráficas moralejas. Ahí, una tras otra, estaban esas expresiones orales que cautivaban por su sabiduría, por su gracia coloquial y por la fuerza natural de sus advertencias: “A Dios rogando y con el mazo dando”; “Donde las dan las toman”; “Cada ladrón juzga por su condición”; “En casa de herrero, cuchillo de palo”; “A caballo regalado no se le miran los dientes”; “El perro del hortelano, no come ni deja comer”; “Cría cuervos y te sacarán los ojos”; “Más vale pájaro en mano que cien volando”; “No por mucho madrugar amanece más temprano”; “A quien madruga Dios le ayuda”; “Tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe”… Ahí estarían también los refranes que condenaban las apariencias: “No todo lo que brilla es oro”; “Aunque la mona se vista de seda, mona queda”; o “El hábito no hace al monje”. Y allí estarían también otros aún más filosóficos como: “A mal tiempo buena cara”, “Muerto el perro, se acabó la rabia”, o “Despacio, despacio, que tengo prisa”…

Años más tarde descubrí un maravilloso libro de aforismos y máximas; contenía profundas y contundentes sentencias; muchas que jamás las había escuchado antes en mi vida. Era un libro acerca de las aventuras de un hombre a quien la lectura y el amor le habían hecho perder el juicio; esa novela me habría de revelar los ocultos y deliciosos tesoros que se pueden encontrar en la costumbre de leer. Uno en que un hombre humilde utiliza refranes sin que vengan a cuento; y en el que muchas veces dice asuntos tan enjundiosos y sabios sin habérselo propuesto! Las láminas ilustraban a dos personajes: el uno alto y enjuto, y el otro obeso, desarreglado y pequeño. Se trataba de “Don Quijote de la Mancha”; un libro que, no solo por su estilo y estructura, sino sobre todo por los soliloquios y diálogos de Sancho en su segunda parte, se ha convertido, en la más hermosa e influyente obra que se ha escrito en nuestra lengua.

Esto sucedió en el último grado de primaria, cuando también me tocó en suerte sentarme junto a un condiscípulo que probablemente había madurado antes que el resto de sus compañeros. Tengo la secreta sospecha que no estaba muy interesado en las clases que entonces nos impartían. Para sobrellevar él su tedio, se dedicaba a dibujar sorprendentes caricaturas de ciertas personalidades. Eran increíbles representaciones, donde él, con breves y mágicos trazos, distorsionaba un gesto o un rasgo físico para amplificar con dicha exageración el carácter de sus personajes. Así descubrí la facilidad que tienen ciertas personas para detectar lo que más caracteriza a ciertos rostros y lo que nos diferencia de los demás mortales.

Pero fue años más tarde que compartí la cabina de mando con un compañero aviador de arrugas generosas y exiguas caderas, que había aprendido por su cuenta el sorprendente oficio de caricaturizar los refranes. Los suyos, más que refranes eran “dichos”, carentes de malicia, pero expresados con tal agudeza y ocurrencia que convertían la conversación en un deleitable coloquio. Intuyo que su propensión debe haberla adquirido de tanto convivir con otros ocurridos aviadores; pero tal era su hábito por insistir en su repetición, que en él dicha costumbre habría cobrado la fuerza de un precepto. “Como decía mi abuela…” era la forma como empezaban sus sabrosos comentarios; o bien: “ Me compro un circo y me crecen los enanos”; o si no: “Me caigo de espaldas y me rompo la punta de la nariz”. O su infaltable: “Le quedó el c… convertido en escapulario”!

Pero, fue en una bulliciosa y oscura discoteca donde conocí una noche a una jovencita pletórica de humor y simpatía, a quien tan pronto como al día siguiente le propuse que se convirtiera en mi mujer. Tenía la rara costumbre de “reeditar” los aforismos castellanos y decía frases que me obligaban a revisar si lo que aprendí en ese segundo grado de escuela, acaso no había leído o entendido mal. Ella que también adquirió la fastidiosa costumbre de lanzarme la admonición de sus advertencias cuando conversábamos con amigos; se llevaba entonces el índice hacia uno de sus párpados inferiores y mirándome de soslayo repetía: “Porque el uno me falla, pero el otro no!”. Qué le voy a hacer; usando una frase de su particular cosecha debería repetir: “No hay que pedirle peras al hombro”…!

Amsterdam, 26 de abril de 2011
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24 abril 2011

Las edades del hombre

A la historia de la humanidad se ha optado por dividirla en edades, ésta sería una manera de discriminar las diferentes etapas que ha tenido la civilización. Así tenemos etapas muy diferenciadas como la Edad de Piedra, la de Bronce, la de los Metales, la Edad Media, la Edad de Oro, la Edad Moderna; y así, muchas y muchas otras que marcan ese proceso ascendente de la vida del hombre, que es lo que hemos dado en llamar justamente con el nombre de civilización. Pero esta forma de catalogar el pasado, esta forma de mirar hacia atrás, solo ha sido posible gracias a la escritura. Con la sola tradición oral no hubiera sido posible que exista la historia; la que, bien vista, es una manera de recordar el pasado y de comentarlo en el presente, para luego proyectarlo hacia la posteridad. 

Los hombres también tenemos nuestras diversas edades. Se habla de la edad de los pañales, de la del uso de razón, de la adolescencia (hay quienes prefieren llamarla edad del pavo, o “del burro”, que en mi casa alguien insinúa que los hombres no la abandonamos jamás); está ahí la edad adulta, la eufemística mediana edad, la edad crítica o menopausia (o andropausia), la tercera edad, la edad avanzada; y, entre otras, y escondida entre estas últimas, parece estar una en la que talvez yo ya me encuentre ahora; o que por lo menos, empezaron ya a entrar los que pertenecen a mi generación y tienen por lo mismo mi misma edad. Es una etapa caprichosa que no nos deja avanzar, que hace que nos anclemos en los rencores como absorbidos por una ciénega hambrienta, que no nos permite vernos en el espejo de nuestros prejuicios y temores; que nos impulsa a verlo todo con un lente que distorsiona. Es un período que no se reconoce en ningún texto; a mí se me ha dado por llamarla “la edad de los resentimientos”. 

Es probable que con los años nos vayamos haciendo resentidos; y no estoy seguro si esto pasa porque con la desocupación nos empieza a “sobrar el tiempo” o es porque, por asuntos puramente fisiológicos, al igual que el endurecimiento de las venas, el deterioro de las articulaciones o la caída del cabello, vamos adquiriendo este penoso y lamentable exceso de susceptibilidad. Lo cierto es que nos resentimos por cualquier cosa; es como si de pronto nos hubiesen instalado un par de antenitas invisibles que nos ayudan a detectar la “aparente” intención ajena, que nos impele a adivinar escondidos motivos y estar en permanente estado de “sintonía”, gracias a estos caros y pesados adminículos de detección que echan al traste y por el suelo nuestras buenas relaciones con los demás. 

Así es como, de pronto, empezamos a sentirnos postergados o subestimados, nos sabemos malinterpretados o incomprendidos. Vemos intenciones donde no existen y escondemos detrás de argumentos, a los que llamamos con el nombre de todo tipo de valores, la fuente real de nuestro encono o malestar. Así, ésta, que debería ser la edad de la sabiduría y la ponderación, se va más bien convirtiendo en una época achacosa para el espíritu; atentos como estamos todo el tiempo a encontrar razones para respaldar nuestras diferencias y para el alejamiento que vamos produciendo con quienes mal llamamos “nuestros semejantes”, los que están a nuestro rededor. 

Para esta curiosa forma de comunicación, o incomunicación, usamos un lenguaje basado en claves que pueden ser privativas y secretas; indescifrables muchas veces, cual si fuesen jeroglíficos. Es el idioma de las suposiciones y el lenguaje de los sobreentendidos; uno con el que asumimos la opinión o los motivos ajenos; y con el que, a su vez, estamos convencidos, a pies juntillas, que los demás estaban ya enterados de nuestras intenciones y propósitos, y que debieron tomar en cuenta nuestros motivos. Tal parece que lo que importan no son los hechos o las realidades, sino únicamente la manera como los asumimos… 

De este modo mi edad se ha ido convirtiendo en un proceso tortuoso; cuando es ya preciso caminar con un escondido y disimulado detector de estos guijarros embozados en la vera del camino que hemos de transitar, que son los resentimientos; a la vez que con un pequeño espejo retrovisor que nos permita ver si lo que fuimos dejando atrás, acaso no fue creando la huella de esa agua turbia, que parece propiciar esa metálica armadura, esa dura coraza que creamos con esos resentimientos. 

Es también probable que la forma como nos vayamos adaptando al influjo de estas penosas susceptibilidades, sea lo que nos vaya manteniendo jóvenes o nos vaya convirtiendo irremisiblemente en viejos. Y esta forma de envejecer, intuyo que ha de ser más determinante que el simple paso de los años, porque habremos permitido que nuestros cuerpos, y especialmente nuestros rostros, vayan exhibiendo la impronta lamentable, la arrugada huella de nuestro sufrimiento. Sí, porque el resentimiento, en la mayoría de los casos, es una herida auto infligida, un disparo en el propio pie que nos damos nosotros mismos, una llaga dolorosa que nos la otorgamos sin esfuerzo, un flechazo venenoso que nos damos modos para apuntarlo y clavarlo en nuestro propio trasero! 

Cuando yo era todavía muchacho conocí a un artista plástico que encontraba la fuente de su inspiración en el percudido velo del resentimiento. Algo en él exudaba un escondido y subyacente rencor con el pasado y con esa misma sociedad que admiraba e incluso propiciaba sus pictóricos aciertos. El dio en llamar “La edad de la ira” a esa etapa de su creación artística. Hacia el mismo tiempo, un escritor entregaba una obra cuyo título era algo así como “Entre la ira y la esperanza”. De pronto, me he puesto a meditar en lo disímil que sería el mundo, en lo diferente que pasaría a ser nuestra relación con nuestros vecinos, en lo hermosa y más rica que sería la vida con quienes queremos; en suma, en lo mucho más feliz y llevadera que podría ser nuestra propia existencia, si en lugar de vivir atorados en el pantano del resentimiento, olvidáramos las supuestas injurias ajenas, y diéramos paso al perdón y a la reconciliación! 

Shanghai, 24 de abril de 2011


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23 abril 2011

El sabor del huachinango…

Venía todos los años a visitarnos. Provenía de una ciudad pequeña, vecina a Machala, llamada Pasaje. Allá había regresado luego de terminar sus estudios de abogado; y, como buen practicante de derecho que era, había pronto descubierto que, así como el derecho era el camino más corto para llegar a la justicia, el matrimonio era, a su vez, el camino más corto para llegar a la felicidad. Se había casado con una mujer serrana, mi tía Cachito, por lo que, año tras año, se veía en la necesidad de venirla a dejar, para que ella con sus hijas pasaran el invierno en la capital. Lo habían bautizado de Cleofé, uno de esos nombres que riman con José o con café, pero que son tan difíciles de encontrar en el santoral…

Era Cleofé un hombre afectuoso, de naturaleza alegre y discreta; que, al igual que sus demás hermanos, se había dedicado a las tareas agrícolas en esos años de bonanza bananera. Así, entre los litigios jurídicos que ocasionalmente defendía y sus permanentes empeños por sacar adelante su plantación, se daba tiempo para acompañar por unas pocas semanas a su familia, que venía a “invernar” en la casa de mi abuela Carlota. Y este era el mismo nombre de pila al que obedecía su propia mujer, que alguien en su familia (en la de ella) había preferido distinguirle con el de “Cachito”, igual que en la canción de Nat King Cole. Mas, a ella había que llamarle así, de Cachito, sin omitir el diminutivo, para que respondiera con esa dulzura que solo podía ser superada por su beldad. Porque a ella, como en el poema de Nervo: “Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!”

Un hombre llamado Cleofé tiene que ser a la fuerza bondadoso. Ser llamado así, es una invitación para la más elegante de las virtudes: la magnanimidad. Y eso era lo que era este hombre costeño, que para evitar a su familia los rigores del invierno, los insectos, el calor y las lluvias demenciales, venía todos los años a Quito a cumplir con su ritual. Un día le pregunté que por qué le habían dado ese nombre; y solo supo contestarme que el nombre escogido por su padre había sido el de Cleofás; pero que le bautizaron con la variación latina de Cleofé, para satisfacer los deseos de su mamá. Él, al igual que sus hermanos, había terminado con un nombre que, como Lauro y Florencio, no constaba en el santoral…

Siempre me trató con afecto y con un inalterable gesto de bondad. Jamás habría de verlo malhumorado. Faltaría a la verdad si dijera que lo vi alguna vez enojado. Por ello tal vez, su esposa se confabulaba con la menor de sus hermanas, para poner a prueba su tolerancia, empleando todo tipo de argucias con el objeto de hacerlo exasperar. Un día, con el pretexto de cortarle el cabello o de arreglarle la barba, le pidieron que se sentase frente a un espejo, solo para que se diera muy tarde cuenta que le habían retirado la silla, cuando ya estaba caído en el suelo y participando él también de la risotada de todos los demás!

Al investigar el origen de su nombre, he descubierto que Cleofé querría decir “quien vislumbra la gloria” y que primero fue un nombre femenino. Quizás un nombre un poco más conocido habría sido el de Cleofás, que es el que aparece en los evangelios, cuando se trata de diferenciar a la prima de María (la “otra María”), como “María de Cleofás”. Lo que habría sucedido es que cuando se tradujo la Biblia del griego al latín, se transliteró “Kleopatros”, el nombre griego, por el de Cleofás; y se llamó a esa otra María, como María Cleopae (en latín, la mujer de Cleofás). Más tarde, se habría distorsionado o mal interpretado el nombre, y se habría empezado a utilizar la versión de Cleofé en los idiomas latinos. Así habríamos llegado a este nombre de uso mixto: ya no Cleofás, sino Cleofé. Cleofé, nomás!

Un día encontré un cuadro impresionante del Caravaggio en la pinacoteca del Vaticano: en él se puede observar a un grupo de personas piadosas que ayudan a Jesús a bajar de la cruz. Su título era justamente: María de Cleofás!... Pero el Cleofé de mi historia era más bien un hombre enamorado de su familia, del cacao, de la justicia y de la música; uno que rasgaba ocasionalmente su guitarra para acompañar sus tonadas con fervorosa y persistente intención. Así es como muchas veces lo escuché tararear su canción favorita, una que se me quedó desde siempre en la memoria por un contagioso estribillo que rezaba:


De Veracruz, vengo hasta aquí,

linda jarocha a cantar mi pregón,

Traigo huachinango, cómprelo,

pulpo fresquecito y camarón…

Solo más tarde, cuando fui por primera vez a esa ciudad enorme y de contrastes que es México, volví a escuchar la palabra “huachinango”, y así es como descubrí que así era como conocían los mejicanos, con un término náhuatl, a ese pescado tan sabroso que es el pargo. Por esos mismos días vino a volar con nosotros, en Ecuatoriana, una chicuela de espíritu curioso y amigable; ella desbordaba simpatía y no era fea; tenía el impulso nervioso de tocarse la nariz, como si le molestara; pero se caracterizaba sobre todo por un par de opulentas caderas, que ella no hacía ningún esfuerzo por disimularlas, y las contoneaba en forma briosa y traviesa al caminar… Pronto se olvidaron de su nombre. Los ocurridos, esos seres que solo parecen tener tiempo para buscarnos apodos, la habían bautizado de “huachinango”… “No es muy linda, decían, pero… qué sabrosa que está”!

Pero fue a Cleofé a quien escuché por primera vez ese término marinero. El siempre supo regalarme su inalterable simpatía y jamás dejó de utilizar el diminutivo cuando me tenía que llamar. Hoy él está ya jugando eso que en los partidos llaman “los descuentos”, un tiempo de carácter suplementario cuando con ingenuidad creemos que todavía podemos “darle la vuelta al partido”; un partido que desde que empieza, debíamos haber sabido que nunca lo íbamos a ganar. Hoy he recordado al tío Cleofé con cariño; y acomodando la letra de “El pescador”, la canción que siendo niño le escuché cantar tantas veces, he querido decirle desde la distancia:

Boga marinero, boga ya,

se perdió de vista el malecón,
tu vela blanca sobre el mar,

será la bandera de tu adiós!

Shanghai, 23 de abril de 2011
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21 abril 2011

De Sorrento a Marsella

Hay algo que me es preciso, y perentorio, tener que confesar: tengo una memoria muy frágil; y si bien eso no me hace sufrir, a menudo me hace preocupar. Es que, es algo que no debería pasarle a un hombre con mi profesión y, sobre todo, a estas alturas de mi edad. A veces los recuerdos y las imágenes se me superponen; hay nombres que confundo con diferentes rostros; olvido asuntos, fechas, episodios y acontecimientos que se supone que no los debería olvidar. Pero así mismo parece que es la vida, que muchas veces no recordamos cosas que no las quisiéramos olvidar. Si alguna vez parece que doy la impresión de que me caracteriza una buena memoria, creo que eso es inexacto: lo que sucede es que la memoria parecería ser de carácter selectivo y se empeña en presentarnos ciertas imágenes que quiere con obstinación hacerlas perdurar.

No recuerdo por ejemplo, quién nos enseñó en primaria una tonada napolitana que obedecía al titulo de “Torna a Sorrento”, no sé si fue un profesor de canto de apellido Rohn, o (y no sé porqué lo recuerdo así) si un maestro de catadura abstraída y huraña que nos recordaba al rostro macilento de Boris Karloff, un actor que protagonizaba las películas de Drácula de mi infancia. Lo único que sé es que, quien quiera que haya sido, no se aprovechó de nuestra sangre infantil en los tenebrosos parajes de Transilvania, sino que interrumpió sin programa previo nuestras clases de primaria para llevarnos al auditorio del colegio para que, en un coro improvisado, aprendiésemos esa nostálgica tonada. Se trataba de la triste historia de una madre que perdió a su hijo en las inmensidades del mar. Así es como se nos quedó grabada para siempre esa maternal historia de amor…


Ya la mar está tranquila,

brilla el céfiro en las olas,

canta alegres barcarolas,

en su barca el pescador.



Y a lo lejos se divisan.

los despojos de una quilla,

de una pobre navecilla,

que en el puerto naufragó.

Y en el medio de las olas,
entre aquella inmensa fosa,
una madre dolorosa,
a su amor llamaba así:



Hijo mío, ven, no seas mi tormento.

Torna a Sorrento y hazme feliz!

Pasados los años y en uno de mis repetidos vuelos a Roma, cuando volaba el Airbus 340 de la Singapur Airlines, tomé una madrugada en Termini un tren que me condujo a Nápoles y Sorrento, y luego una pequeña embarcación con la que crucé a la isla de Capri; y aunque me debe haber venido a la mente la singular tonada, no pude sino quedarme absorto ante la belleza del paisaje del Golfo de Nápoles; y darme cuenta, a pesar de mi embeleso, que se me estaba haciendo tarde y que ya iba siendo hora de volver para tomar mi vuelo de regreso…

Pero fue por esos mismos años de escuela que nos pusieron a aprender colectivamente otro par de canciones. La una tenía un tinte patriótico y la escuchábamos cantar a los alumnos de los cursos superiores que preparaban la fiesta anual del abanderado; estoy seguro que oírla cantar con tanto fervor debe haber inflamado nuestros espíritus infantiles, persuadiéndonos que algún día, nosotros también, vestiríamos esos gallardos uniformes y portaríamos esos fusiles tan pesados que veíamos a nuestros mayores portar. Se trataba en el primer caso, del “Himno a la bandera”; y decía así:

Por Dios juro sagrada bandera
en el aire, en el mar y en la tierra
en la paz y en la horrísona guerra
defenderte hasta airoso morir. (bis)

Sí extranjera ambición algún día
ultrajarte pretende atrevida,
perderemos gustoso la vida
para hacerte lucir con honor.

Y tu misma serás fortaleza
y sabremos romper las cadenas
pues sentimos correr por las venas
del gran Sucre, su sangre y valor!

Pero fue en el último año de primaria, cuando todos los establecimientos lasallanos se prepararon para la extraordinaria visita del hermano Pierre-Paul Loubet, mejor conocido con el nombre de congregación de Nicet-Joseph, quien fungía a la sazón como Superior General de los hermanos de La Salle, que tuvimos que aprender de memoria una canción de insospechado significado. Como el ilustre personaje era un ciudadano francés, no se les ocurrió, a nuestros profesores, mejor obsequio que enseñarnos una canción repleta de erres arrastradas y más fuertes que un queso fermentado; una canción de guerra adoptada por De Gaulle como el himno de Francia y que los hermanos, luego de confiarnos que el Ecuador habría ganado “el segundo puesto”, nos convencían que esa enardecida marcha, se había llevado el primer premio de un inexistente certamen de himnos nacionales entre todos los países del mundo.

Y sí, todavía recuerdo la letra de esa hermosa canción de combate. Y aunque solo mucho más tarde conocí su exacto significado; en cambio, aprendí a pronunciarla con autoridad gracias a un condiscípulo que se sentaba en mi misma banca y que traía un suculento desayuno a la escuela. Era, como yo, también huérfano; no era francés, pero hablaba el idioma porque era belga y se llamaba Michel Couvart. Así, entre la fiesta del abanderado y la visita del Superior General que los chuscos habían rebautizado como “Nicesito – Josesito”, aprendí - de un solo tiro de escopeta - esas dos canciones de combate; sobre todo esta última que nos invitaba a “marchar y a marchar” y a “formar un batallón”, la sin par Marsellesa:

Allons enfants de la Patrie

Le jour de gloire est arrivé

Contre nous de la tyrannie

L'étendard sanglant est levé

L'étendard sanglant est levé


Entendez vous dans les campagnes

Mugir ces féroces soldats


Aux armes citoyens!
Formez vos bataillons!

Marchons, marchons,

Qu'un sang impur abreuve nos sillons (bis)

Hubo tiempo para todo por esos años: para las misas cotidianas, para los campeonatos internos de básquet, para los repasos de la fiesta del abanderado o para la nunca postergada revista de gimnasia; hubo tiempo, también, para quedarnos a preparar la infaltable comedia anual; y, claro, ante todo para que aprendiéramos como auténticos franceses a cantar la Marsellesa!

Oui, oui. Marchons, marchons !!!

Ámsterdam, 21 de abril de 2011
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20 abril 2011

Escribidores, escribanos y escribientes

Creo que esa fue la primera vez que me concedían un préstamo prendario o que me descontaban una letra de cambio. Cuando me participaron de su aprobación, me pidieron que me acerque a donde el “pendolista”; fue la primera vez que habría de escuchar el curioso término. Y creo que, desde entonces, no lo volví nunca más a escuchar. Al principio me pareció que yo no había escuchado bien; quizás lo que habían dicho era prestamista; o, quién sabe, quizás habían utilizado un adjetivo parecido a “violinista” que identificaba al encargado de elaborar los cheques con los que se consolidaban los créditos en esa institución financiera.

Pero no! Lo que dijeron fue pendolista y eso mismo era lo que habían querido decir; estaban utilizando una palabra propia y castiza para definir a quien, siendo poseedor de una caligrafía de excepción, había sido contratado para “dibujar” el texto en los cheques en la sociedad financiera Jaramillo Arteaga. Así es como aprendí, entre solicitudes de crédito y concesiones de préstamos, que el señor “pendolista” era el encargado de escribir en los cheques con su puño y letra. Pero esta posición de calígrafo no podía ser ocupada por un individuo cualquiera; para merecer esa designación, había que haberse caracterizado por poseer una letra identificada por una inclinación uniforme, unos trazos de delicada acentuación y una perfecta simetría. En otras palabras, para conseguir el distinguido oficio de escribiente era indispensable haberse destacado como alumno “de buena letra” en las escuelas de los hermanos cristianos.

Así el escribiente, a diferencia del escribano, era la persona que, por los méritos de su excelente caligrafía, había sido designado para el meticuloso oficio de escribir con elegancia. Ser “escribano”, mientras tanto, era un asunto bastante diferente, era el oficio de carácter jurídico y legal que se había encargado a una persona para que efectuase el registro de escrituras y otros documentos de carácter público. Ambas actividades nada tenían que ver con el prestigioso oficio de quienes habían dedicado su vida a escribir artículos, documentos y otros tipos de obras con temas reales o ficticios para expresar sus opiniones o fantasías. A quienes se entregaban a este último oficio se debía considerar como “escritores”. Estos eran considerados literatos; es decir, eran individuos, dedicados a "las letras", caracterizados por poseer una importante cuota de intelectualidad, buen estilo y creatividad.

Quien no utilizaba su propia iniciativa para escribir y quien no creaba con su propia imaginación, podía ser considerado como un escribiente, o inclusive como un simple escribidor (un mal escritor) pero no podía ser llamado escritor; de ninguna manera y en ningún caso. Además, el título de escritor no era algo que se obtenía por resolución propia, ni era algo así como una patente que se adquiría por decisión independiente. Porque para llegar a ser llamado así, se requería del reconocimiento de los demás mortales. Si la tarea se limitaba a la copia de textos o documentos, el actor quedaba circunscrito al oficio de escribiente o de copista; si el mérito aparente consistía en la elaboración de dichos textos y documentos con el aporte de una buena letra, el término distintivo era entonces el de calígrafo o pendolista. Ahora bien, si el esfuerzo carecía de calidad literaria y caía en el oprobioso terreno de la mediocridad, solo podía accederse al insultante e ignominioso calificativo de escribidor. Este último término, sin embargo, nada tenía que ver con el de “escriba”, que es como en la antigüedad bíblica se conoció al copista o amanuense; y que, además, es como se llamaba a quienes ejercían la condición de doctores o intérpretes de la ley mosaica entre los hebreos.

Por todo esto, no estoy muy seguro de cuál fue la intención de Mario Vargas Llosa, en su novela “La tía Julia y el escribidor”, en la que uno de sus principales protagonistas ejerce el oficio de “escribidor” de radionovelas. Si el término fue utilizado para distinguir al autor de un género, el de la cursi novela radiofónica (en la que siempre se ha considerado que no existe verdadera literatura), o si la intención habría sido la de considerar a dicho ejercicio como identificado con el de los malos escritores. Quedaría por definirse en qué consiste esto de ser “un buen escritor”. ¿Qué pasa con los que tienen que acudir a la copia de otros textos o instrumentos para respaldar, enriquecer o sustentar sus propios escritos en los que desarrollan sus tramas y argumentos? ¿Qué es lo que se requiere para lograr el reconocimiento a la estética y a la creatividad? ¿Qué permite la consideración objetiva de la crítica para que alguien sea llamado “un buen escritor”?

Hace pocos meses, alguien a quien aprecio me comentó, no sin cierto desparpajo, que había dejado sus anteriores actividades, porque ahora era ya “un escritor”. Entonces me pregunté, si esto de auto considerarse un escritor, acaso es igual al título que se obtiene por haber cursado los estudios exigidos para una disciplina específica? O debería ser, más bien, la respuesta de unos lectores que aprecian los méritos y el esfuerzo de alguien para hacerlo merecedor a tal nominación?

Me temo que hay unos requisitos indispensables que condicionan la identidad del escritor. Entre otros estarían la elegancia del estilo, el aporte intelectual, la originalidad de su fuente de creatividad, su perseverancia puesta al servicio de su oficio, el cuidado para poner estos instrumentos en beneficio de la condición humana; en fin, tantas cualidades y virtudes que alejan al buen escritor del mero copiador de documentos, o de quien carece de creatividad y se muestra huérfano de elementos que propicien con sus letras el deleite y la inspiración ajena.

Meditaciones todas estas, a las que llevan palabras similares, pero distintas, a la que identifica a quien ejerce el maravilloso oficio del verdadero escritor…

Sobre el lago Baikal, Rusia, abril 20 de 2011
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16 abril 2011

Linyera soy…

Ahí estaba la fotografía; confundida entre aquellos extraviados álbumes que habían arrimado a unos soslayados textos. Ahí posaban los que serían mis únicos compañeros en esos tres primeros años de primaria; allí estaban los Hidalgo, los Cano y los Endara; los Guerra, los Rodríguez, los Dumet; los Solano, los Montero; en fin, tantos y tantos otros que me es preciso mirar de nuevo el retrato para solo así adivinar su nombre y precisar su frágil recuerdo. A muchos nunca más los volví a ver desde cuando se terminó la escuela; a algunos quizás por una sola vez y eso siempre por muy corto tiempo… Yo mismo salgo un poco de la uniformidad de imagen en la toma, quizás por mi inveterada costumbre de ladear el rostro, justo en el instante mismo que habrían de perennizar el recuerdo. No logro advertir la intención de mi gesto; si es que no estoy atento a que se produzca la acción que consigue esa instantánea o quizás si trato de descubrir algo que esconde el autor del retrato, detrás de la cámara que usa en ese conservado momento…

Pero hay algo impersonal y medio escondido que despierta mi memoria; y es esa tarima escalonada en donde me hacían posar junto a mis otros compañeros. Es el mismo implemento, que hace de grada inclinada, donde nos ubicaban para que aprendiéramos unas pocas canciones en las primeras clases de música que nos dieron. Era la misma grada de armazón metálico a la que nos llevaban a cantar en el proscenio del “salón de actos”, cuando tomados de las manos, subíamos por las escaleras de ese oscuro rincón del patio inferior que lindaba con la cocina de la casa de clausura y el llamado refectorio que había en la planta baja del colegio.

Parados ahí, frente al piano que era tocado por una señorita entrada en años de apellido Cascante o Pesantez (o algún otro apellido parecido, que ahora ya no me viene al recuerdo), nos obligaban a aprender la letra de lo que sería la más temprana canción que nos enseñarían en ese primer grado de mis recuerdos:

El céfiro es el viento que flota en el jardín,
con alas ligeras como las de un serafín.
Se posa en mis sienes cansado de volar;
el mal “ailotemo” (sic) me va a contagiar…

Más tarde descubrí que la melodía correspondía a una tonada popular mejicana, que su nombre real era “La paloma”, cuya letra original había sido alterada por la veterana maestra. Cuando por fin aprendí el significado de términos como “serafín” y “céfiro”, en cambio nunca pude descubrir el de aquella extraña palabra, inexistente en los diccionarios que consulté, la inexplicable de “ailotemo”… ¿Querría la viejecita decir algo así como “aire malsano” o quizás algo similar a esto? Es probable que me quede para siempre con la incómoda sospecha que ésa era solo una modificación inventada por ella, transformando de este modo, y sin necesidad, la original y auténtica intención del primer texto.

Tres años más tarde, habría de entrar en el aula de cuarto grado de escuela el hermano Carlos, el encargado del coro del colegio; era para pedirnos que, de uno en uno, cantásemos la primera estrofa del himno nacional. Luego de frecuentes risotadas, donde no se sabía que era más ignominioso, si cantar con destemplado tono o no saberse la letra de ese símbolo patrio; escogió un total de tres alumnos para que conformáramos el coro del colegio. Ser miembro de ese conjunto era algo así como un honor; era, por lo menos, una privilegiada patente que concedía pasaporte y pretexto para quedarse jugando hasta mucho más tarde en los patios del colegio... Así habría de volver a utilizar otra vez aquellas inolvidables gradas; solo que esta vez para objetivos más reservados y selectos.

El coro constituía una tarea extracurricular; se conducían los ensayos en una diminuta aula ubicada junto a los claustros de los hermanos que no fungían como maestros. Había allí un piano de cola vertical. Había tambien ocho largas bancas altas, capaces de instalar a cinco alumnos en cada una, que se habían colocado en doble columna para acomodar a los integrantes de este elenco musical. Los de la primera voz éramos los menores y más pequeños; al lado se había ubicado a los de la segunda voz, que venían de los grados quintos y sextos. Los tenores y los bajos se colocaban en la parte de atrás y estaban integrados por miembros de la secundaria. Fueron dos o tres canciones las primeras que habríamos de interpretar. Así, nuestra inmediata tarea fue la de copiar las letras anotadas en el pizarrón, para luego memorizarlas en el más corto tiempo.

Fueron solo tangos las primeras canciones. Así habría de aprender letras como la de “Adiós muchachos” y la de “La cumparsita”; pero sería solo con “La canción del linyera” que habría de aprender unos estribillos, cuyo significado entonces lo intuía, pero que no lo habría de entender con propiedad sino luego de pasado el tiempo:

Cuando se asoma alegre el sol,
sobre los campos del talar,
junto a las vías, van los linyeras.

Llevando como el caracol,
la casa a cuestas y al azar,

van los gitanos, todos los días.

Cuando se asoma alegre el sol,
sobre los campos del talar,

van los linyeras todos los días.

Y al pasar… y al pasar…

se oye a un peón, a un peón, 

entonar, entonar, esta canción…


Linyera soy, corro el mundo y no sé donde voy;

Linyera soy, lo que gano lo gasto, o lo doy!

No sé llorar, ni en la vida deseo triunfar.

No tengo norte, no tengo guía, para mí todo es igual!

Solo muy tarde me encontré con que “linyera” quería decir vagabundo, errante u holgazán en “argentino” (“wanderer” se dice en inglés, que es el otro nombre que se usa para distinguir a los planetas, que deambulan por el cielo); o lo que es lo mismo: trotamundo, nómada o viajero. Por eso me he preguntado si aquel ya casi olvidado aprendizaje no fue una circunstancia premonitoria… Así es como me he ido dando cuenta que, sin querer, había escogido de joven el muy gitano oficio de “linyera”; y que aunque “corro el mundo y no sé a donde voy”; que muchas veces siento que “no tengo norte, ni tengo guía”; que “para mí todo es igual”; y que “lo que gano, lo gasto o lo doy”… en cambio, cómo podría proclamar nunca aquello de que “no sé llorar"?

Desde hace un par de años he escogido el cibernético distintivo de comunicación que me identifica como “alvagabundo”; y hoy mismo que he escuchado, otra vez y a los tiempos, aquella sensible tonada de Antonio Tormo, me he dejado llevar nuevamente por la nostalgia y me he dado cuenta que, aunque nunca fui un verdadero vagabundo, nunca he dejado tampoco de ser “un auténtico linyera”; pero, uno que, a diferencia de los de la canción, “siempre supo llorar”; uno que a menudo se dejó atropellar por ese torrente avasallador que suelen tener los ambulantes sentimientos!

Sí, linyera soy!

Sydney, 16 de abril de 2011
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14 abril 2011

Inyecciones gramaticales

Como decíamos en una lección anterior (con perdón de la pretensión), fue en mis vacaciones de verano cuando empecé a jugar con los anagramas de mi nombre; así surgió ese Iván Toral Bozeci (Bocezi?) con el que firmé unos primeros versos. Pero, mi romance con los juegos gramaticales, con la inversión o el re-arreglo de las letras de las palabras, quizás tenga una historia anterior que aquí recuerdo:

Y el culpable fue un tío abogado que venía a casa una noche por semana. Un paseo de final de estudios (“paseo de grado” antes los llamaban) realizado al sur del continente, antes de casarse, había dejado en él impresiones y recuerdos imborrables; y, a fe mía, el mencionado periplo habría de marcarle para toda la vida. Había sido un viaje por tierra a Santiago y Buenos Aires; y esa excursión le había dejado de herencia un adjetivo que sabía utilizarlo con frecuencia: “!macanudo!” El viaje le habría legado también otras cosas; en especial la conciencia que en América del Sur, otras gentes que hablaban nuestra misma lengua y que tenían una similar cultura, se habían anticipado a descubrir las bondades de la civilización y del progreso. Intuyo que un hombre como él, con principios éticos enraizados, con una gran curiosidad por la aventura y el descubrimiento, debe haberse repetido la misma pregunta con frecuencia: ¿por qué será que nosotros no podemos hacerlo?

Jorge era un hombre religioso; uno de aquellos que invitaban a rezar antes de ingerir los alimentos. Iba siempre a misa los domingos; y puede decirse que tanto la formación que le dieron en su casa, como la huella que dejaron en él los jesuitas, habría no solo de moldear sus valores, sino también su personalidad y sus convencimientos. Tenía una especial fascinación por aquello relacionado con las herramientas, con los implementos de excursión o los requeridos para disfrutar en debida forma de los paseos. Tenía en su casa un cuarto repleto de carpas, cantimploras y linternas; de catalejos, clavijas, picos y termos. Era él una especie de “boy scout” de pantalones largos, uno que hablaba todo el tiempo de ascensiones a riesgosos nevados, de tortuosas excursiones a los alejados y traicioneros Llanganates; de demandas judiciales y de litigios de alimentos.

Pero no era por simple trámite o rito familiar que Jorge, con toda su familia, nos venían a visitar. Era que en casa, alguien siempre se enfermaba, o necesitaba que una inyección le viniesen a colocar; y era él quien traía sus bien cuidados implementos de enfermería, su maletín repleto de su hospitalaria parafernalia, sus agujas hipodérmicas, sus jeringuillas, su frasquito de alcohol y todos aquellos bártulos que uno supone que no se relacionan con el oficio del abogado, sino con el del médico o del enfermero. Porque, además, su continua práctica con esto de las inyecciones, le había dejado una mano portentosa y admirable; una suavidad tan especial que eso de “no dejarse sentir con la aguja” ya se lo hubieran querido un practicante de medicina, un facultativo experimentado o un hábil curandero.

Hoy cuando ya ha pasado el tiempo, intuyo que, a más de haber aprendido del lugar adecuado para introducir con precisión sus agujas, de cómo ubicar los puntos correctos, él había descubierto simples métodos de relajación muscular que hacían llevaderos, y hasta disfrutables, esos siempre molestosos procesos. Unos golpecitos en el brazo o en las nalgas y ya estaba! “Macanudo!”, exclamaba; y, antes de que tuviéramos tiempo para la queja o el reclamo, ya sentíamos como si la aguja nunca se hubiera introducido en la carne, porque descubríamos de pronto que ya no se encontraba adentro! Su técnica no solo era mecánica; su estrategia era más bien verbal: siempre llegaba a casa con juegos de palabras que nos invitaban a participar en sus apasionantes acertijos, en sus entretenidas competencias, en sus gramaticales entretenimientos. De este modo, las curiosidades y caprichos del idioma, se nos fueron convirtiendo en una insospechada distracción. El venía con sus jeringas y ampolletas, pero nosotros lo esperábamos ansiosos para hacer nuevos lingüísticos descubrimientos.

Con él habríamos de aprender palabras y frases reversas; de cómo jugar con los anagramas, de cómo usar las letras de nuestros nombres para crear y descubrir nuevas palabras y términos. Las horas se hacían muy cortas cuando él venía a poner inyecciones, pero terminábamos entretenidos y obsesionados con sus gramaticales pasatiempos; así aprendimos frases que quedaron para que algún día pudiésemos transmitirlas a nuestros hijos y a nuestros nietos. “Anita lava la tina”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, fueron, entre otras, las frases reversibles que fuimos aprendiendo. Fueron iniciativas que luego las llevábamos a otras casas vecinas o a la escuela, solo para descubrir que nuestros primos, amigos y condiscípulos conocían también otros similares acertijos y entretenimientos.

Así descubrimos con el flaco Zumárraga que “Agarramúz” constituía la forma reversa de su apellido. Así aprendí la de mi propio nombre: “Oniacziv Otreblá”; así era que nos entreteníamos en clase, despertando la fisgona curiosidad de nuestros ocasionales vecinos de aula; pero, sobre todo, las severas miradas de nuestros exasperados maestros. Así descubrí un día la más increíble de las frases, una que contenía todas las letras del abecedario, una que dejaba a mis primos pasmados y boquiabiertos: “Jovenzuelo emponzoñado con whisky, que figurota exhibes”. Esta sería la frase que aprendí de otro niño, de alguien que nunca estuvo enamorado ni de sus profesores, ni de las aulas; y tampoco de los libros, ni de los lápices, ni de los cuadernos; pues él, como muchos otros niños, había descubierto ya esa extraña magia que tienen las palabras, que convierten la gramática en un delicioso y apasionante entretenimiento…

“!Macanudo!”, habría dicho mi tío abogado y andinista, gramático y enfermero.

Sydney, 14 de abril de 2011
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12 abril 2011

Las arenas del tiempo

Desde la primera vez que lo vi en esa vitrina de relojería me pareció un artilugio fascinante. De forma que, cuando esa tarde de diciembre papá vino a vernos para ir a comprar nuestro regalo navideño, yo ya había decidido qué era lo que quería pedirle que me comprase en ese establecimiento. “Pero si en los relojes de arena, se pasa demasiado rápido el tiempo” bromeó, quizás en el interés de que me desanimara de insistir en mi antojadizo empecinamiento. “Eso es justamente lo que quiero” le respondí; persuadido ahora con el argumento de que las vacaciones de verano no habrían de llegar tan tarde con la adquisición del minúsculo implemento . Al final papá terminaría comprándonos unos relojes normales de pulsera, con la excusa de que las arenas que cruzaban por el microscópico embudo del adminículo, solo duraban unos pocos minutos fugaces; y para qué quería yo un reloj que no me diera las horas, ni que me advirtiera si estaba tarde o llegando a tiempo!

Así empezó talvez mi fascinación por el paso vertiginoso que luego advertí que tenía el tiempo y mi convencimiento de que cada calendario que pasaba era irremediablemente más rápido en su transcurrir, o más corto en su duración. Años más tarde, habría de caer en cuenta que los segundos, al igual que aquellos pequeñísimos granitos de arena, se escurrían entre los intersticios de los dedos; habría de comprender que no hay forma de retenerlos; y, sobre todo, habría de confundirme con la comprobación de que mientras había personas que gastaban intencionalmente el tiempo, había otras obsesionadas con retenerlo al constatar que se escurría como agua que tratamos de sostener en la cuenca de las manos. Entonces comprendí que los relojes de arena no servían para medir el tiempo, sino solo para comprobar que éste se nos escapa y se va hacia una patria que no tiene regreso, porque se queda para siempre en el pretérito…

Hay algo de cautivante en el “hour glass”; de hecho, es algo mágico y poético. Es una lamentable contradicción, una triste devaluación de la más horrible de las paradojas, que el reloj de arena no sirva ya para medir las horas, sino tan solo para encargos más bien prosaicos y domésticos; tareas que le han quitado alcurnia, como la simple de medir el tiempo para cocer un huevo. Estas “copas de las horas” invitan también a reflexionar cómo, con el paso del tiempo, se han ido contaminando las arenas de las playas en el mundo, como consecuencia de lo derrames de petróleo y de los residuos que por todas partes van dejando los calafates de alquitrán, produciendo tan desaprensivos como irreparables efectos. Así, no produce sorpresa que quizás ya no se construyan relojes de fina arena por falta precisamente de puros y límpidos elementos. Es arena limpia lo que se necesita para fabricar este instrumento de cintura angosta y de forma triangular; arena para producir el cristal y arena para marcar el tiempo.

Hace algo así como tres o cuatro décadas, el hombre desarrolló el más prosaico de sus inventos: el horrible y nada emblemático reloj digital de pulsera; un artilugio de cuarzo cuya única virtud era la luminosidad de sus números, a más de su asequible e insignificante precio. El hombre que para contar las horas inventó los relojes de sol y las clepsidras, los llamados relojes de agua; que convirtió en maravillosos mecanismos de precisión los circulares engranajes que habrían de medir cada vez con más precisión el paso del tiempo, no pudo ceder a la tentación de crear algo que, en la búsqueda de un implemento práctico, habría de eliminar -en forma felizmente temporal-, la maravillosa presencia de los relojes de desplazamiento circular, que se habían inventado para recordarnos con su insistente tic-tac lo que constituye su más filosófica e importante misión: la de advertirnos del paso inexorable e irrepetible que suele tener el tiempo.

Hoy tengo una pequeña colección de relojes, a pesar de estar persuadido, como estoy, que atesorar por el solo hecho de acumular, es no solo una forma de avaricia, sino sobre todo -como en este caso particular- otra forma más de perder el tiempo. Así he obtenido los de cuerda y los automáticos, los relojes a batería y los que requieren, para su normal y continuo funcionamiento, estar sujetos en forma permanente a movimiento. Tengo cronógrafos y cronómetros que todavía no sé cuál mismo es su primordial objeto. Hay también un par de ellos que indican la hora en los diferentes meridianos y que inclusive reflejan los lunares desplazamientos. Hay unos con números romanos y otros con guarismos arábigos; unos pocos exhiben la fecha en un orificio interior; e incluso conservo uno que sé que no lo puedo poseer, en sentido estricto, pues de acuerdo al lema de su comercialización, es para guardarlo para que lo utilice la siguiente generación, cuando llegue su tiempo… Pero, no he adquirido todavía el que me propuse desde siempre conseguir, desde cuando era niño y ya desde hace tanto tiempo: aquel diseñado para ver pasar esos ínfimos e intransigentes granos con cuyo tránsito se podía comprobar la irreparable pérdida del tiempo…

Sydney, 13 de abril de 2011
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10 abril 2011

De acrósticos y anagramas

Riobamba había sido la tierra de mi abuelo Alberto, el padre de mi mamá. Jamás pude conocerlo, él había muerto pocos meses antes de mi nacimiento; pero, sin embargo, puedo decir que lo conocí en cierta manera. Es que, en casa de mi abuela, ella misma y el resto de mis tíos, hablaban con frecuencia de él, de sus ímpetus religiosos, de su devoción, de cómo había dejado aquella ciudad de provincia a pesar de sus reticencias; y de cómo había venido a Quito a morirse del sentimiento. Que se había muerto “de los nervios” decían; eufemismo con el que, quizás, querían explicar sus raras depresiones, sus inconformidades, sus tardías penas. Unos pocos retratos, con un color cercano al que tienen los daguerrotipos, era todo lo que más tarde habría de encontrar en los baúles de la casa, como único testimonio de su carácter y de sus solitarios desencuentros.

Y eso era lo que más convocaba mi reflexión, en esas fotografías donde el negro se mimetizaba con el sepia: su serena impasibilidad avecinada a la resignación, esa su aureola como de santidad, que testimoniaba sus místicas dedicatorias, sus vigilias marianas, sus acrósticos a la Madre Dolorosa, sus cotidianos rosarios vespertinos, las proclamas de sus cofradías provincianas donde se confundían la devoción de los simples y curiosos, con la espiritualidad de los exégetas. Ahí estaban aquellos “caballeros” de porte clerical, agrupados para posar para una incierta posteridad, renovando su promesa, dando rendida fe de su pasión, de su indeclinable compromiso. El marco de esa ocasión era quizás el patio del Colegio San Felipe. Atrás, asomaba el lomo escalonado del Chimborazo, como poniendo de relieve ese piadoso espíritu de contrición, esa fervorosa comunión apuntando al infinito.

Esa era la tierra que habían dejado atrás los tíos y los abuelos; y allá era que volvía yo también de tarde en tarde, o – lo que talvez sería mas apropiado decir - de vacación en vacación, y de verano en verano. Solo mi tío Alberto se había quedado a vivir en esa ciudad apacible y recoleta; allá iba yo todos los años a disfrutar de mis escolares vacaciones. Era esa una tierra de calles polvorientas, donde la ausencia de autos mantenía el empedrado de sus calles en perfecto estado; donde íbamos caminando de paseo a visitar los barrios alejados; donde todavía la familia hablaba del pasado de la infancia de los tíos, con un orgullo de aristocracia de provincia, con altivez no exenta de nostalgia. Allá iba yo, muchas veces sin anticipar de mi llegada, a esa balconada casa de dos plantas enfrentada al claustro de las Conceptas, a medio camino entre la plaza de San Alfonso y la tienda de una señorita solterona de apellido Santillán, donde yo nunca tuve que comprar mis golosinas, ya que ella simplemente me las regalaba. Fue ella algo así como mi primera y más temprana enamorada, la prematura víctima de mis todavía inéditos atractivos… Ella invitaba al intercambio de insinuantes sonrisas que contenían mensajes indescifrados y secretos…

Fueron veranos compartidos con un enamoradizo primo de mi misma edad. Con él habría de realizar mis primeros paseos, caminando o sufriendo el estropeo de un bus provincial; fueron esas romerías a Guano, Calpi o Chancahuán; caminatas realizadas con la ocasional intencion de cazar una tórtola o quizas un mirlo con la prestada carabina de su viejo, administrando el exiguo sucre que habría de alcanzarnos para la transportación, los refrigerios, y aun para algún artesanal adefesio. Así compartí mis primeras vacaciones con alguien que había decidido expresar con sus amorosos acrósticos lo que el abuelo le había legado en la sangre, una empecinada tendencia a realizar apasionados poemas en los que él registraba el ardor de sus romances y la fiebre de sus afectivos embelesos.

Ahí, cuando empezábamos a ser adolescentes y dejábamos recién de ser niños, en medio de nuestras primeras contiendas pugilísticas o nuestros interminables circuitos ciclísticos; entre las abreviadas visitas a la tía enclaustrada que en forma generosa financiaba nuestros paseos y las prolongadas estancias en casa de la jovenzuela de tez trigueña y ojos azul cielo que ocasionaba sus demenciales requiebros, fui descubriendo su inclinación hacia los sonetos y los acrósticos, hacia los desesperados y rendidos poemas con los que él saturaba sus ajados y trajinados cuadernos. Toa se llamaba la agraciada, nombre susceptible para la tarea de pergeñar un endecasílabo, pero no muy apto para la piadosa disposición que él tenía hacia los intransigentes acrósticos y los prometedores sonetos.

Fui entonces testigo de sus esforzados empeños. Alumbrado él por aquel leve destello de una lámpara mortecina, iba ejercitando sus rimas, construyendo los breves y desesperados poemas con que cada tarde declaraba sus sentimientos. Terminada su tarea, iba buscando un nombre de pluma para disimular sus afectos. La empecinada búsqueda de un seudónimo le llevaba al insospechado terreno de los anagramas, donde podía encontrar el embozo para simular a los ojos del mundo sus aún no reciprocados sufrimientos. Yo mismo fui encontrando así el mío, ajeno todavía al magnético mundo de la poesía y al aún no transitado de los futuros enamoramientos. Iván Toral Bozeci fue el anagrama de mi propio nombre que por casualidad encontré, seudónimo con el que más tarde habría de dar identidad a mis iniciales humildes barruntos, autoría a mi incipiente métrica, así como también al piélago de mis primeros y ahora ya desaparecidos versos…

Sydney, 10 de abril de 2011
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09 abril 2011

Cincuenta historias

Me ha escrito una breve nota Jorge Ortiz. Con ella me dedica su libro “Cincuenta historias” y me hace llegar su gesto de simpatía y amistad. Jorge sabe que vivo todavía lejos; aun así, él conoce de mi inclinación por la lectura, de mi identidad con muchas de sus inquietudes, ilusiones y temores; sabe que nos son comunes muchas aspiraciones con las que hemos soñado para propender al progreso de nuestro país y para satisfacer su siempre postergado bienestar y desarrollo. Con él nunca fuimos compañeros; pero, en cierto sentido, es como si alguna vez lo hubiéramos sido o como si todavía lo fuéramos. Hay entre nosotros una relación que trasciende la que es otorgada por el hecho de compartir una misma generación; así, la nuestra es una relación abrigada por el acicate de la identidad.

“Cincuenta historias” es una recopilación de sus valiosos artículos publicados en el pasado por la Revista Diners. Hay ahí una generosa variedad de temas caracterizados por estar escritos con un estilo ameno y didáctico; cuidando del idioma y entregándonos tópicos que son necesarios para superar el limite de la provincia, trascender al de la patria y acceder a la “aldea global”. Las suyas son investigaciones realizadas con pasión, meticulosidad y tratando de mantener la objetividad. Hay allí una conciencia del daño que hace al mundo la ignorancia, de lo que sucede cuando corroe esa otra forma de ignorancia que es el prejuicio, que tanto mal ha hecho a la humanidad. Son historias escritas con fina sensibilidad.

Tengo tareas pendientes, sin embargo. Y no me ha quedado más alternativa que leer su prólogo, recorrer los párrafos de su primer artículo y guardar el texto para saborearlo más tarde y con más tiempo, igual que cuando guardamos una secreta delicia que la escondemos para más tarde poderla disfrutar. El estilo de Jorge es muy ágil; da gusto el cuidado que el autor pone para entregarnos un texto adornado con un lenguaje bien tratado; texto que habla de sus inquietudes y de sus curiosidades, de su formación, de su aguda percepción de la realidad.

Somos amigos y pertenecemos a una misma generación; y esa sola circunstancia nos ha de marcar para siempre. Somos parte de una etapa de la vida de nuestra capital cuando las familias empezaron a dejar el centro histórico, el llamado casco colonial. Accedimos entonces a otras comodidades, a los beneficios de la educación en colegios más modernos, pasamos a vivir en casas con un ambiente donde se podía vivir más íntimamente las incidencias familiares, prescindiendo del “respeto ajeno” o del qué dirán. Luego, por diversas circunstancias, nos tocó en suerte la posibilidad de estudiar en países lejanos, de conocer otras culturas, otras actitudes ante la vida y ante la sociedad. Esto, a más de regalarnos con un conocimiento del mundo, nos ayudó a ver que hay mejores maneras de vivir, que hay otras formas de organización que pueden tener el estado y la sociedad.

Hoy Jorge esta alejado temporalmente de sus conocidas tareas periodísticas. Ese es el precio lamentable que a veces se paga por apasionarse por la verdad y por tratar de expresar las propias ideas. En este sentido, veo con pena como en nuestro país hemos involucionado y quizás se ha optado por senderos que nos han ido alejando de los ansiados destinos a los que debe propender la libertad. No puede haber progreso donde reina la intolerancia, donde no es fácil insinuar la existencia de otros métodos y otros caminos que nos puedan llevar a todos al tan buscado –y frecuentemente manoseado- bienestar. Quienes hemos tenido la oportunidad de conocer otras culturas y vivir afuera, sabemos que el progreso solo es posible cuando se consigue la concurrencia de todos los sectores de una sociedad. Así, el bienestar resulta de un esfuerzo permanente, estimulado por un vigoroso sentido de colectividad.

Se viven momentos de gran trascendencia en el Ecuador. Y este es un momento de la historia nacional cuando quienes orientan la opinión pública se enfrentan a un patriótico llamado que nos debe exhortar a meditar con ponderación, a hablar con sinceridad y sobre todo a actuar con coherencia en esta impredecible hora crucial. Esa es justamente la más delicada y responsable misión que pueda tener el periodismo. El desarrollo no consiste únicamente en la mejora de unos caminos; ni en el replanteo de nuevos planes de salud, alimentación y vivienda. Es ya tarea impostergable del periodismo, la de orientar e inspirar a la gente, para invitarle a retomar su valiente lucha por reconquistar uno de sus derechos más fundamentales: el irrenunciable derecho a vivir en libertad.

Me faltan tan solo cuarenta y nueve historias por revisar. Pero, como el tiempo no se detiene y la historia no es sino uno más de lo ejercicios que tiene la memoria, le agradezco a Jorge desde la distancia, convencido como estoy que pronto nos ha de entretener, informar y educar con otras nuevas historias que nos volverán a invitar a meditar en la las lecciones de la historia y en aquellos senderos que nos falta todavía por transitar.

Quizás pronto nos vayan llegando esos nuevos y enjundiosos episodios. Contar es también una forma de persuadir, es una manera de inspirar. Cuando leemos estas historias vamos advirtiendo que los avances en el mundo obedecen a un proceso constructivo. Es poco, muy poco lo que las sociedades y las naciones obtienen cuando los individuos solo quieren perseguir, destruir y obliterar…

Singapur, 4 de abril de 2011
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01 abril 2011

Mareos e ironías

Esa mañana que suspendimos nuestra relación empresarial, mi hermano me dijo que muchas veces me dejaba ganar por la ironía y que no siempre caía en cuenta del daño que eso causaba en mis relaciones con los demás… Desde entonces he procurado no caer en el sarcasmo que es esa forma cáustica que suele tener la ironía -cuando llega a ser cruel y mordaz-, consciente de que cuando se convoca a la risa, dando a entender lo contrario de lo que se dice, lo importante es invitar a la reflexión ajena. En estricto sentido, la misión de la ironía es convocar a los otros a pensar. Una forma intermedia es la sátira, que es un tipo de censura que trata de poner en ridículo a algo o a alguien en particular.

Cuando era niño, había llegado a mis manos una colección infantil de literatura. Ahí estaban las aventuras de Julio Verne; Robinson Crusoe de Daniel Defoe; y un librito que describía unos periplos fabulosos: “Los viajes de Gulliver”, escrito por un autor irlandés llamado Jonathan Swift. Es probable que entonces haya leído esta última obra solo como una sabrosa narración de desconcertantes aventuras infantiles; mas, solo un poco más tarde habría de caer en cuenta que lo que Swift había escrito era realmente una sátira para criticar a la sociedad. La descripción de esos viajes: el de un gigante en un país de enanos; el de un enano en uno de gigantes; o de seres torpes e ignorantes en la tierra de animales sabios, no tenían otro objetivo que exagerar y caricaturizar con la lupa de la ironía e invitarnos a pensar en la condición humana y en los confusos valores de la sociedad!

Jonathan Swift vino así a prolongar una tradición literaria iniciada con las sátiras de Horacio y los discursos de Juvenal. Este clérigo, que a menudo es retratado en las enciclopedias vistiendo esas golillas que completaban el alzacuellos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, parece que vivía torturado desde muy joven por una dolencia, que se supone sufrimos la mitad de las personas por lo menos una vez en la vida: la crisis de equilibrio o “del laberinto”, situado en el oído interno; y que cuando se torna crónica produce lo que se ha dado en llamar como “mal de Ménière”. Son conocidos los casos de personajes famosos en la historia que habrían padecido del tortuoso vértigo: Darwin, Martín Lutero y Julio César; aun el mismo Vincent Van Gogh. Yo mismo padecí esa condición una tarde cuando era muchacho. Pocas condiciones existen más desconcertantes que la de sentir que se pierde la referencia de nuestros giróscopos interiores, cuando sin mediar aparente motivo, el horizonte pierde de golpe su nivel característico .

Quizás por esto Swift, que también sufrió en su vida largas etapas de depresión, habría dedicado el legado de su considerable fortuna a la edificación de un hospital psiquiátrico en Dublín: el hospicio de San Patricio. No escapa a la ironía que este lugar de reclusión, dedicado a los simples de cerebro y a los dementes, fuera llamado por mucho tiempo “Hospital para imbéciles”. Ahí se ha internado a seres con todo tipo de desórdenes, depresiones y ansiedades; con problemas de abuso de alcohol y otras tóxicas substancias; y aun con ciertos desarreglos del apetito, como la bulimia y la anorexia. Aunque, claro, no es por la construcción del manicomio en referencia como más se conoce al célebre escritor.

Hay algo en la sátira que se remonta a la filosofía de Epicuro (aquel filósofo que consideraba que el placer se obtenía prescindiendo del dolor y del miedo); y aun a otros importantes sabios de la antigüedad como Demócrito e Hipócrates (el del famoso juramento que ahora han olvidado algunos médicos). En días pasados tuve que asistir a una consulta médica en un hospital de Alaska; tratábase solo de una congestión nasal, o quizás de una afección gripal. Para mi sorpresa y fastidio, me habían proporcionado una referencia equivocada y cuando llegué a la casa asistencial, pude darme cuenta que se trataba de un psiquiátrico hospital… Una vez alineados los giróscopos, puse rumbo al hospital regional, en donde por esta breve consulta me facturaron la nunca despreciable suma de seiscientos dólares! Por ventaja no descuidaron hacerme un importante descuento que dejó la suma solo en doscientos cuarenta… No solo una ironía: una sátira ausente de lo que alguna vez se llamó el hipocrático juramento. Ironías que tiene nuestra sociedad!

Swift nos invitó a leer sus obras sin que abandonemos la sonrisa; ahí radica justamente el mérito de la ironía: en obligarnos a pensar una vez que hemos disfrutado inicialmente de la risa. Cuánto mejor sería el mundo si, de vez en cuando y aunque sea ocasionalmente, reflexionáramos en nuestras “pérdidas de equilibrio” y, una vez superado el mareo, pondríamos las cosas en su racional perspectiva y optáramos por ajustar el horizonte a su correspondiente nivel…

Claro que hay otras formas de mareo, como la obstinación, la vanidad, la intolerancia y el embrujo del poder, que no constituyen trastornos momentáneos como la ocasional crisis del oído interno. Estos no son vértigos transitorios como la crisis del laberinto; son dolencias más perversas y lamentables que las ocasionadas por el mal de Ménière. Y esto no trata de ser una ironía. Aunque… la vida misma jamás está exenta de ironía. La vida parecería ser una experiencia donde la sátira estaría siempre escondida debajo de nuestra propia piel…

Shanghai, 2 de abril de 2011
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