30 mayo 2011

Me lo dijo Adela…

Me vino de pronto al recuerdo el estribillo! El de una canción que, como muchas, no podrían jamás apelar a conseguir el premio Nobel de literatura… Su letra era tan precaria e insulsa que si nos ha dejado una huella en la memoria, solo ha sido por su persistente repetición… Es siempre probable que yo no haya entrado todavía en la escuela, porque lo único que recuerdo, aparte de ésa, su solitaria estrofa pegajosa, y de su ritmo dulzón, es que la escuché tararear a mis hermanos mayores, antes de haber entrado en la llamada edad de la razón… Eran los tiempos en que yo todavía convertía una escoba en mi guitarra, para simular con ella mis infantiles alardes de cantante y trovador…

Y…no! Nadie podría ganar con ese poco inspirado esfuerzo aquel esquivo galardón!

Que ¿quién me lo dijo…? Pues…

Me lo dijo Adela, me lo dijo Adela

Me lo dijo Adela, me lo dijo Adela


Doctor mañana no me saca usted la muela

Aunque me muera de dolor! (bis)


Trala lará tralará!!!

A veces es bueno recordar las cosas que nos han sucedido en el pasado, porque si no, corremos el riesgo de no aprender de nuestros propios errores; y quizás, por lo que es más importante, porque ése es el único seguro que podemos contratar para ser coherentes en la vida. Bien sabido es que no siempre recibimos aquello que nos merecemos; sino, a menudo, solo aquello que se nos asemeja…

Ayer, luego de concluido el vuelo, veníamos conversando con mi amigo Randall en el transporte de las tripulaciones. Él es un hombre enorme, de casi dos metros de estatura; no sé cómo le hace para que le calcen los controles de vuelo! Pero, a pesar de su tamaño, es sólo un niño inmenso; y, como los niños, tiene también un corazón inmenso, que suele latir con el ritmo inconfundible que tiene la energía de los niños y ésa, su infantil ilusión. De improviso, como si hubiéramos estado hablando de nuestro probable, próximo e inminente retiro, me comentó: “¿Cómo es posible que te reduzcan el sueldo, cuando te renuevan tu contrato para que vueles después de los sesenta? ¿No se supone que es cuando más maduro eres y cuando tienes tanta experiencia, que eso pasaría a ser una ventaja, más allá de una simple y mera compensación?”.

“No olvides que es una trampa que nosotros mismo la tendimos”, le contesté. “¿A qué es lo que te refieres?”, con curiosidad me insistió. “Lo que sucede -le respondí a mi contemporáneo y compañero- es que cuando nosotros mismos fuimos jóvenes, nunca pensamos en que también un día llegaríamos a viejos; y entonces empujábamos el retiro de nuestros mayores, animados por el transitorio entusiasmo de querer nosotros mismos avanzar y conseguir nuestra propia promoción”. “Pero, pasado el tiempo -proseguí- fueron las empresas las que se aprovecharon de nuestra cándida intención; porque los pilotos viejos, aquellos que ostentaban su bagaje de experiencia, eran los más costosos para las empresas, dada su escala salarial. Y, claro, ni cortos ni perezosos, los empresarios vieron, en ello, una situación ventajosa, para así reducir sus costos y hacer recortes en sus presupuestos. A ellos, de acuerdo a lo que he escuchado en esos medios, solo les interesaba que alguien lleve un avión del punto A al punto B”…

“No sabes cuanta razón tienes!”, me contestó. “La verdad es que nunca me había puesto a pensar en ello”. Entonces regresando a mirar a un avión que se acercaba desde la distancia, se quedó mirando fuera de la ventana; y con un dejo de pena y de nostalgia, me comentó: “Da mucha pena saber que esos avioncitos van a seguir volando; y que tú ya nunca más podrás hacerlo, porque pasaste a tener de golpe el estigma de ya ser un hombre viejo”… Unas nubes oscuras y bajas empezaron entonces a dar un marco al reconocimiento de su nostalgia; y, como queriendo cambiar de tema, regresó a mirarme y prosiguió: “¿Sabes qué? A nadie le he oído decir nunca que era lindo convertirse en viejo!”...

“Sí”, le contesté. Fue entonces que me acordé de la letrita de la canción, la de la insulsa melodía de nuestros días de cha cha chá y vacilón. Comprendí que, en contra de la letra de aquella melodía, a veces es mejor ir a sacarse de una vez la muela, aunque ello nos mate de dolor! Esto, porque la única manera de terminar con un dolor persistente que nos atormenta, es optar por quitarse el origen de la dolencia de una vez…

Que quién me lo dijo? Pues…

Me lo dijo Adela, me lo dijo Adela 

Me lo dijo Adela, me lo dijo Adela

Porque dicen que anoche la vieron,
con un tremendo vacilón!

Trala lará tralará!!! (bis)

Shanghai, 30 de mayo de 2011
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29 mayo 2011

Las paradojas del progreso

Sobrevuelo el Japón por dos noches consecutivas. Aprecio, desde mi cabina, las luces sorprendentes que definen la línea costanera de la patria insular de este pueblo formidable. Pienso en su ejemplar organización social, en su historia, en sus rituales y liturgias, en su deliciosa comida, en su tardía y ajena participación en una conflagración que produjo, como contradictorio resultado, su explosiva industrialización y su gran crecimiento económico. Medito en cómo la desgracia muchas veces impulsa y promueve, no solo la vida de los hombres, sino también la de las naciones. Recuerdo las imágenes que trajeron los recientes noticieros relacionados con esa desgracia natural que parecería ser tan japonesa como su nombre: el trágico e impredecible tsunami…

Mis calladas reflexiones me hacen pensar en los dramas humanos que se definen tras cada nueva desgracia telúrica; y en las implicaciones de los aparentes beneficios del progreso en los dolorosos resultados de estos episodios. No solo cuentan los destrozos evidentes, sino todo el replanteo social que surge como obvia y necesaria consecuencia ante estas situaciones. Pienso en cómo, luego de que han pasado algunas semanas desde la última tragedia, no se han logrado contener todavía los riesgos que siguen latentes respecto a las plantas nucleares.

Mas, no solo es el peligro contenido en las aún incontroladas radiaciones el que preocupa a la sociedad del Imperio del Sol Naciente. Son los previstos cortes de energía (relacionados con las estropeadas plantas nucleares), y que afectarían a no menos de diez millones de personas, los que parecen crear el principal motivo para nuevos y reiterados titulares. Y es que, ya próximos al verano, empiezan los japoneses a preocuparse en cómo enfrentar la carencia de las acostumbradas comodidades. Porque esta previsión desnuda la más grande paradoja de la modernidad, la de las contradicciones que tiene el progreso; la ironía de que cuando nos acostumbramos a sus beneficios, éstos se nos hacen indispensables!

Es que los inventos y las bondades que nos ha regalado el desarrollo, nos van a su vez creando nuevas realidades. Se trata de nuevas costumbres y nuevas formas de vida, cuyas condiciones y circunstancias han pasado a ser parte de la vida cotidiana. Hoy, todo parecería depender de esos nuevos beneficios. Las condiciones de la vida moderna parecen presuponer la existencia de ciertas comodidades. Así por ejemplo: en la actualidad los proyectos comunitarios de vivienda requieren de la construcción de edificios, cuya planificación solo es concebible gracias a los elevadores; tampoco sería posible el concepto de vivir en un sitio y de trabajar en otro, si no dispondríamos de mejores, más seguros y más rápidos medios de transporte…

No hace mucho, una interesante encuesta consultaba cuál sería el instrumento, que ha surgido en los últimos tiempos, del que sería más difícil prescindir hoy en día: si la tarjeta de crédito, el celular o el Internet. Vaya disyuntiva! Mucha gente pensaría que sin ellos ya no se podría llevar ya una vida normal… Lo que sucede es que, frente a las nuevas condiciones de vida que generaron las comodidades que nos brindó el progreso, surgieron nuevas situaciones y herramientas para poder conducir nuestra vida, que, ¡vaya ironía!, hoy nos parecen imprescindibles! Éstas, sin que nos hubiésemos llegado a percatar, nos han hecho prescindir de tareas y empleados, o de gestiones antes necesarias. Han hecho inclusive que verbos recién inventados se empleen en nuestras diarias conversaciones!

Es inevitable pensar en las condiciones que nosotros mismos vivimos cuando fuimos todavía pequeños; y, no se diga, las que vivieron nuestros antepasados. Hace solo cien años la electricidad era toda una novedad; entonces la aviación entraba en las conversaciones solo como materia de especulación; y los inventos del futuro, no entraban siquiera en la discusión de las mentes más imaginativas y audaces. ¿Quién habría imaginado la posibilidad de refrigerar los alimentos, de regular la temperatura ambiente, de comunicarse con gente ubicada en cualquier lugar del planeta, de poder observar hechos simultáneos en el televisor, de poder prescindir del correo postal, o la opción de no estar presentes en un banco con el objeto de efectuar importantes transacciones?

Solo hace cincuenta años, cuando yo era chico, disponíamos de una especie de “reloj despertador de barrio” que no emitía un zumbido de advertencia, sino que cual un eco lejano y ascendente, se iba poco a poco definiendo en la madrugada; cuando despertábamos, advertíamos que no se trataba de la fuerza sobrenatural que parecen tener los presagios… sino que era el pregón cotidiano del vocero matutino: el grito sordo, alargado y característico del vendedor callejero que repetía “la leeeche, la leeeche!” Es que, cuando niños, comprábamos ese principal elemento cuando la ciudad no disponía todavía de una planta pasteurizadora; y muy pocos hogares (eran realmente la excepción) disponían de un refrigerador!

En mi caso, estuve por terminar la escuela, cuando una mañana vinieron a casa unos señores uniformados como los médicos; eran los empleados de la empresa Ericsson que venían a instalarnos nuestro primer teléfono inalámbrico (11236) y a vacunarnos en contra de una horrible enfermedad que se había detectado en la sociedad moderna: la falta de comunicación inmediata. Para mí, aquel mágico artilugio, fue una verdadera bendición! Es que claro, antes de la llegada de ese portentoso aparato, no me llamaban por mi nombre, sino simple y llanamente con la abreviada sílaba “Ve”… “Ve, anda a traer un taxi”, “ve y averigua a qué hora abren el correo”, “ve, y dile que le mando a saludar y que digo que le digas que…”

No quiero imaginar lo que nos tiene reservado el futuro; los nuevos inventos que habrá; las nuevas exigencias que vendrán con las nuevas comodidades; o todo lo que muy pronto producirá la llamada “aldea global”. Porque, las carencias del presente nos hacen meditar en lo que otros no tuvieron en el pasado (aunque lo hayamos ya olvidado), pero no nos permiten siquiera imaginar lo que ha de venir pocos años después…!

Shanghai, 29 de mayo de 2011
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26 mayo 2011

Aurea mediocritas

Han pasado cien años desde que un joven médico argentino, que había nacido en Italia bajo el nombre de Giuseppe Ingegneri, publicara una obra, a la que intituló “El hombre mediocre”. Sus ideas habrían de ejercer un importante influjo en el idealismo del siglo pasado; vale decir en la educación, mentalidad y pensamiento social de nuestros padres y de nuestros abuelos. Yo lo leí desde muy joven y me permití, con alguna frecuencia, glosar y mencionar algunas de sus frases en el ánimo de respaldar mis ideas y, quizás también, de enriquecer mis ocasionales presentaciones. La idea central de su pensamiento era la de que el porvenir se consigue con una actitud juvenil de disponibilidad y de permanente renovación.

Una mañana en una arenga que efectué en cuarto curso de colegio, mencioné a José Ingenieros. Fue cuando uno de mis profesores, un brillante educador cubano de talante sentencioso, y de quien siempre me enorgulleceré de haber sido uno de sus discípulos, me desautorizó reprendiendo mi entusiasmo. “Cuando leí El Hombre Mediocre”, me espetó con el escalpelo de su ironía, “descubrí que el más mediocre de los hombres había sido José Ingenieros!”. Nunca supe la razón para su extraña ojeriza; por lo que siguiendo la invitación del propio escritor, tomé la decisión de insistir en mis convicciones y de pensar por mí mismo. Por ello, más tarde, me fue grato encontrar su nombre en las referencias de Ortega y Gasset; e inclusive en las interesantes disquisiciones humanísticas y políticas de quien fuera, por varias ocasiones, nuestro persistente presidente.

Este galeno convertido en filósofo clasificaba a los hombres en tres categorías: el inferior, el mediocre y el superior o idealista. Estaba persuadido que al hombre superior se lo distingue por su imaginación y por el mérito de haber escogido nobles ideales. El idealista es contrario a los dogmas sociales y morales, es un hombre incisivo y soñador. No es un ser acomodaticio como el hombre mediocre. El hombre idealista no se adocena, no se guía por intereses o conveniencias; se sabe llamado a cuestionar la tradición. El hombre mediocre, mientras tanto, sigue al grupo y al criterio de la mayoría; obedece a sus intereses particulares y conveniencias, convirtiéndose en cómplice de mantener las cosas cómo están. Por ello, él se transforma en antagonista del superior e idealista y, sintiéndose amenazado, opta por su escarnio y destrucción. En resumen: éste es identificado por su cómoda concupiscencia, el otro por la nobleza del ideal.

Pero… cómo diferenciar los valores de los intereses? Cómo despreciar el interés propio si éste va de la mano del comunitario ideal? Además, “mediocre” no quiere necesariamente decir algo malo; semánticamente quiere decir “ni bueno, ni malo”, es decir, implica que se encuentra en la mitad… ¿No eran el “camino intermedio” de Confucio, y el “aurea mediocritas” o el “dorado justo medio” de Aristóteles, los ideales humanos de moderación que ya nos proponían los maestros clásicos de la antigüedad? O, es que se trataría de dos conceptos distintos y sin relación; y que la mediocridad no tendría parentesco con la moderación, sino solo con la contradicción del ideal? En suma: ¿se puede propender al balance, la armonía y el equilibrio si se opta por no cuestionar nada, ni a nadie; si se prefiere ser parte del rebaño; y no se lucha ni se tiende a las transformaciones que propenden a conseguir el porvenir de la sociedad?

Está claro! Aristóteles, Maimónides y Tomás Aquino hablaron solo de evitar los excesos, de buscar un camino de moderación. Su propuesta fue la de que todo extremo es malo y de que todo es posible si se lo hace con mesura. Lo malo es que la naturaleza humana es siempre subjetiva y no se ha puesto todavía de acuerdo en cuanto a qué significa exceso; y si no se han determinado esos límites, es imposible determinar donde está ese punto intermedio que define a la moderación. Lo que para el vecino es excesivo puede parecerme insuficiente; lo que para unos significa carencia a otros les produce plenitud y satisfacción!

Una tarde llegó muy contento uno de mis hijos al regresar de la escuela; era que le habían contado ese secreto permisivo de los filósofos griegos, aquello de que “cualquier cosa” estaba permitida, siempre y cuando se lo haga con moderación. Aceptando el silogismo (o si se prefiere, el sofisma) ahora le estaba permitido inclusive “portarse mal”, con tal de hacerlo con moderación! En teoría parecía un argumento de lógica cartesiana; pero, bien visto, se merecía una rápida negación. Y es que “portarse mal” ya era un exceso en sí mismo! No cabía una moderación en el lado de su negación…

Hace pocos días, la vida nos ha llevado a tratar nuevamente el mismo tema… Asuntos de comportamiento nos han invitado a reflexionar en esto del justo medio, del disfrute de los asuntos de la vida sin extravagancia; con sobriedad, mesura y ponderación. Hemos caído en cuenta que cuando hay que hacer las cosas “con medida” se necesita justamente de un instrumento para efectuar dicha “medición”. Si hemos de honrar el ideal y no nos hemos de dejar dominar por la masa, si queremos eliminar los extremos, no nos queda más que encontrar ese esquivo artilugio o herramienta que nos ayudará en nuestra intención…

No hace falta ya consultar a los filósofos griegos o a los padres de la iglesia; es fácil reconocer que ese mecanismo de medición se llama “respeto”. Es éste, la verdadera “cinta métrica” de la moderación y, por lo mismo, de la armonía en nuestras relaciones. Respeto a uno mismo, respeto a los valores y respeto a lo que pertenece a los demás. No se puede pasar el semáforo en rojo, siempre y cuando “solo haya sido un poquito”. Sería como decir de una persona que está “solo un poquito embarazada”… No! La moderación es solo válida cuando se está todavía en el sendero del equilibrio y de la armonía. En el camino de la mitad!

Shanghai, 27 de mayo de 2011
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24 mayo 2011

El cuento del gallo pelón

Sabe usted qué es la desesperación? No. No es un estado del alma; no tiene que ver con el absurdo, ni con los cuestionamientos acerca de la existencia. Tiene solo que ver con el descubrir a tiempo que alguien nos hace la misma y la misma pregunta, porque su sola intención es la de tomarnos el pelo, la de fastidiar…

Es curioso cómo, de acuerdo a los países y lugares, puede cambiar el significado de una misma palabra; es como si fuera la geografía, y no la etimología o la semántica, la encargada de definir su significación. Grande fue mi sorpresa, al llegar una noche al aeropuerto de Maiquetía, en mi primer viaje a Venezuela, cuando me percaté que a todo individuo sin pelo lo identificaban de “pelón”. Entonces advertí que allá llamaban “peludos” a quienes nosotros llamábamos “pelones” y que a los “pelados” ellos les tildaban de “pelón”. Así volvía a escuchar un término que fuera sinónimo de provocación en mi infancia, cuando un joven tío no se cansaba de repetirnos la misma pregunta; entonces, travieso como él era, jugaba con nuestra inocente respuesta, hasta que frente a su intransigencia, llegábamos al tedio sin opción de reclamo o a la más absoluta exasperación!

Pero no es únicamente en Venezuela donde se llama pelones a quienes tienen poco o ningún pelo. Esta forma del adjetivo es casi general para todos los países de habla hispana. Solo es en Ecuador donde a los de pelo abundante les motejamos con el apelativo de pelón; por ello que la famosa tomadura de pelo del gallito sin pelo, debe ser reeditada para el consumo interno. Así el cuento del gallo que está al borde de usar peluca, más bien debería apellidarse “del gallo pelado”…

Ávidos como fuimos en la infancia para que nos cuenten cuentos, y nunca para que alguien quisiera tomarnos el pelo, a menudo caíamos en la tentación de intentar una respuesta ante la persistente pregunta de si queríamos que nos cuenten el cuento del gallo pelón. Cualquiera que hubiese sido el resultado ante la misma pregunta, el interpelante repetiría nuestra respuesta con una similar nueva pregunta: ¿acaso que el gallo pelón dice que sí? o, en su defecto, ¿acaso que el gallo pelón dice que no? En definitiva, el cuento no terminaba siendo ni un juego ni un cuento; y cuando descubríamos lo que realmente era, que solo se trataba de una tomadura de pelo, optábamos por ignorar la intransigencia del preguntón!

Quizás por ello me abstuve de empezar este escrito averiguando si sabían cual es la verdadera trama del cuento. Pues, estoy persuadido que, avisados como son y están, habrían de evitar de darme una respuesta; y si algo yo no quisiera es que opten por ignorarme. Todos sabemos ya que el mentado cuento es solo un artificio destinado a hacernos perder la paciencia y que, si no queremos terminar exasperados, es mejor decidirse por abstenerse de contestar.

Porque el cuento del gallo pelón, no es ningún cuento; es solo “un cuento de nunca acabar”. Si algo de sabiduría y filosofía encierra, es la lección que siempre nos entrega: la de tener paciencia y aprender a ignorar. Es algo así como ponerse a pescar. Y en la vida es mejor aprender a tener paciencia, porque cuando nos apuramos o atolondramos, siempre nos olvidamos de algo y terminamos por cometer errores o hacer las cosas mal. Esa es la mejor advertencia que nos puede dejar el gallito: la de que en la vida es mejor solucionar un problema a la vez, la de que es mejor vivir de día en día, y saber esperar…

Pero, no hay que olvidar que los gallos pelados solo se encuentran en las tiendas de abastos y en los supermercados; y aunque están desnudos, no es porque están listos para irse a la cama; sino que su inmediato destino es la cacerola de algún restaurante. Para eso sirven los gallos pelados, para que los pongamos a cocinar! Es un plato que se llama “gallo hervido”, que los franceses llaman “coq-au-vin” y que yo invito a pronunciar “cocován”.

Así que inténtelo: trocee primero al gallo, aderécelo y dórelo un poquito antes de introducirlo en la cacerola. Espere que hierva el agua y solo entonces añada la sal. Esto es importante si no quiere que los peroles se le vayan a manchar! Ahora ponga a cocer el gallo, añada tocino, hongos, cebolla y ajo. Vierta en el caldo un medio litro de vino de Borgoña (o cualquiera de su localidad); añada pimienta, tomillo, perejil, tarragona y unas hojitas de laurel. Y ahora viene lo importante: baje el fuego y empiece a cocinar al gallo muy lentamente. Sí, lenta, lentamente! Si no, el gallo puede salirse de nuevo; o sea, puede que vaya a resucitar…!

Siga cocinando lentamente. Espere! Ahora sí, haga una reducción del líquido; pero asegúrese que esto lo deja para el final. Cuando vea que los ingredientes estén ya saturados y listos, vuelva a rociar unas gotitas de vino. Pase a la mesa la otra media botella, cuando el gato, quiero decir el gallo, esté ya listo para poderlo saborear! A propósito, la receta es buena también para cualquier otro animal…

Ahora sí me voy, que me tengo que ir a volar. Salud!

Shanghai, 25 de mayo de 2011
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Y ruega por nosotros... Amén!

Supongo que ese ha de ser un asunto de fe. Kierkegaard dice que tal entelequia, la fe, es maravillosa; porque lo que cohesiona a toda vida humana es la pasión; y que la fe es una pasión. Otros han dicho que la condición humana está definida por otras consideraciones como el pensamiento, la palabra o la risa; él dice que no, que es por la pasión; que por pasión amamos, odiamos o sentimos; y que, por pasión es que alcanzamos (o no) aquello que los teólogos han dado en llamar “la fe”.

Lo cierto es que después de lo que nos sucedió aquella tarde cuando volábamos cerca de Cajamarca, sobre los Andes peruanos, volví a escuchar a mi copiloto eso de que “la Virgencita no quiso que sea, esta vez!”. Ya una mañana, al despegar de Ambato y comprobar que el avión perdía altura y que el Fairchild de Cóndor no se sustentaba, cual excusa con características técnicas, le había escuchado a otro amigo eso tan providencial de que “la Virgencita, Albertito, no ha de querer”!

Pocos años atrás, cuando yo era todavía copiloto de TAO, despegábamos de Quito una fría madrugada de Octubre. Tengo la impresión que se nos había cargado una cantidad excesiva de combustible; o, quién sabe, es probable que por esa fuerza avasalladora que tienen ciertos compromisos, haya el capitán aceptado un peso operacional que bordeaba los límites permitidos para el despegue… Era la primera vez que yo iba a experimentar una salida desde Quito con un peso tan alto. No soplaba viento esa mañana y habíamos solicitado utilizar la pista 17 para nuestro despegue, aprovechando así la gradiente positiva que esa pista ofrece. Hicimos las comprobaciones correspondientes, cumplimos la corta lista de chequeo que tenía el C-47 (cual si fuera una plegaria que se hacía de memoria); “probamos magnetos” en la cabecera y, luego de imitar al comandante, me santigüé yo también y confirmé con la torre de control el permiso para nuestro “decolaje”.

El pesado Douglas, empezó su lenta y parsimoniosa carrera de despegue; sentí que con tortuosa lentitud ganaba la primera aceleración requerida para levantar el patín de cola y, ya sin la resistencia aerodinámica del aparato, empezamos poco a poco, y muy lentamente, a ganar la velocidad requerida para una exitosa maniobra de decolaje. Cuando cruzamos frente a la plataforma internacional, el capitán inició unos no habituales movimientos con el estabilizador, como para obtener “viada” y pude advertir que cuando pasábamos frente a nuestro propio hangar, el avión recién alcanzaba la velocidad para poder sustentarse…

Nos levantamos “con las justas”; habíamos llegado casi a las marcas de la pista opuesta, cuando en forma casi milagrosa pude comprobar que las ruedas habían dejado de girar en tierra y que de pronto ya estábamos en el aire! Yo no había estado de acuerdo, con la decisión operacional, por lo que regresando a mirar al comandante, sentado a mi izquierda, le indagué: “ y… si aquí se nos va un motor?”. Mirándome con incredulidad, y casi con desprecio, el comandante, que a esas alturas ya debe haberse arrepentido de su desacostumbrada decisión, me respondió: “Y por qué se va a ir, pues!”. Me pareció que me estaba diciendo lo mismo que oiría tantas veces después; algo parecido a esa declaración fatalista que ponía en las manos de la Virgen el resultado protector que requerían las humanas equivocaciones. Para otros aviadores, las pistas y aerovías eran con probabilidad eso que se mencionaba en misa: el tan mentado “valle de lágrimas”!

Mas, fue ahí sobre otro valle, el de Cajamarca, en ese corto vuelo de Guayaquil a Lima, cruzando a treinta y cinco mil pies de altura y volando “la ruta de las aves canoras” - como oí un día que la llamaban los pilotos de Avianca (los puntos de chequeo llevaban nombres de aves, como Pato, Mirlo y Paloma) - que un ruido extraño, seco y sordo pareció de pronto sacudir al venerable Boeing 707. Era yo entonces un joven y bisoño comandante. El ingeniero de vuelo había regresado de la cabina de pasajeros hacía poquísimos instantes. Fue entonces que advertí el cambio en mis propios oídos y, al regresar a mirar hacia el panel del ingeniero, pude comprobar que había empezado a subir bruscamente la altura de cabina! Una súbita y dramática despresurización estaba ocurriendo en esos instantes!

“Máscaras de oxigeno!”. “Tú, declara descenso de emergencia!” exhorté al copiloto, al tiempo que me colocaba mi máscara personal, comprobaba el funcionamiento adecuado del intercomunicador y empezaba la maniobra rápidamente. Reduje la potencia de los cuatro motores, extendí los frenos aerodinámicos, escogí una altura inferior que superaría el nivel de las montañas que sobrevolábamos, inicié el descenso de emergencia y solicité la lista correspondiente en forma urgente.

Bajábamos ahora vertiginosamente, cruzábamos ya veinticinco mil pies en descenso, cuando noté que ciertos trámites del procedimiento de emergencia no se habían cumplido oportunamente. Para mi sorpresa, el copiloto no había declarado todavía la emergencia, ni había cumplido con la lectura de la lista de chequeo, obedeciendo al comando que previamente yo había ya emitido… Es que, lo intempestivo del episodio le había tomado por sorpresa! Ahora, él se encontraba totalmente “paralizado”… Fue entonces que yo mismo culminé los puntos que se habían omitido, tomé la radio y declaré la emergencia. Informé al control de Lima las condiciones del vuelo y nuestra intención de salir hacia la costa para regresar de inmediato a Guayaquil.

Luego del aterrizaje, fuimos informados por mantenimiento del motivo para la descompresión explosiva: la antena del radio altímetro se había desprendido del aparato debido a corrosión y un enorme boquete en el fuselaje había producido la despresurización! El vuelo tuvo que cancelarse y los pasajeros fueron enviados a diferentes hoteles; la tripulación recibió instrucciones de trasladarse en otro vuelo y regresar de vuelta a la capital.

Mientras volábamos a Quito, luego del frustrado viaje, el contrariado copiloto empezó a advertir la relativa simpleza de la maniobra que habíamos efectuado; constataba su sencillez cuando es realizada en forma metódica, siguiendo el procedimiento pertinente. No desconocí lo dramática que puede parecer una situación intempestiva cuando adquiere un carácter urgente. Sin embargo, para la opinión del preocupado copiloto, habíamos salido de esta precaria y riesgosa circunstancia porque “la Virgencita no quiso que sea, esta vez”…!

Así sucede a veces en la vida de nuestra profesión. Sin embargo… no son los descensos de emergencia los que “a estas alturas de partido” han empezado a preocuparme. Son mis múltiples “ciclos” acumulados, los ascensos y descensos "normales", las continuas y recurrentes presurizaciones y despresurizaciones de mi propio cuerpo (que, a ojo de buen cubero, ya deben acercarse a unas ocho mil), las que me hacen pensar si nuestros organismos, al igual que los aviones, estarían sujetos a los impredecibles efectos que este tipo de compresiones y descompresiones continuas producen en el fuselaje de los aviones; y si determinarían tan sorprendentes consecuencias como resultado de lo que en aviación se ha dado en llamar “fatiga de material”…

Sospecho que deben haberse efectuado exhaustivos estudios al respecto. No han de haber escapado tampoco al interés científico asuntos como los efectos del ruido, la sequedad de cabina, las vibraciones, los ciclos circadianos, la brutal exposición a los rayos solares y la radiación atmosférica. Pero, me temo que esos resultados nunca se harán públicos, por los insospechados efectos operacionales, legales y económicos, y por la reacción de los aviadores, frente a la advertencia y concientización que esto produciría en el ambiente aeronáutico. En cuanto a nuestra propia e inevitable “fatiga de material”… no hay sino que esperar con un poquito de fe y confiar en que no llegue a afectarnos tanto…

Sí, porque… “la Virgencita no ha de querer”!

Sobre Bali, Indonesia, 23 de mayo de 2011
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22 mayo 2011

Zaratustra!

Me preguntan que “qué nomás” he estado leyendo últimamente; y hoy lo quisiera comentar. Reviso lo que he leído en las ultimas semanas y descubro que aquellas lecturas parecerían un tanto erráticas y que no obedecerían a un coherente patrón. Leer es un ejercicio parecido al de realizar un viaje; cuando, aunque nos hubiéramos trazado un itinerario, terminamos por saltarnos ciertos lugares o nos adentramos en imprevistos destinos intermedios. Idéntico asunto sucede cuando releemos, que es cuando nos da la impresión que antes fueron distintos esos mismos paisajes. Uno tarda en advertir que aunque esos lugares serían los mismos, es uno el que ha cambiado desde la ultima vez que los apreció… Aun así, daría la impresión que mis lecturas son contradictorias; y es que, por una razón que solo puede tener que ver con mi tendencia a la variedad, siempre termino leyendo en forma simultánea más de un libro a la vez. Quizás este sea mi método de supervivencia; así trataría de evitar la influencia y, sobre todo, la alienación…

Entonces, refiero aquí lo que he leído en estas últimas semanas: “La región más transparente” de Carlos Fuentes; “El descubrimiento de España” de Fernando Iwasaki (un escritor peruano que me recuerda a Bryce Echenique); "’Tis” del irlandés Frank McCourt; “Conversaciones con Saramago”, una compilación de extractos de sus entrevistas; “50 historias” de Jorge Ortiz; "La fuga" de Carlos Montemayor; y, algo que he dejado para comentar al final, con intención: “Escritos básicos del existencialismo”.

Si se revisan los temas podrá notarse que hay una tendencia zigzagueante. Pero intuyo que el asombro es mayor cuando confieso que mis lecturas son a menudo simultáneas. Esto se debe a que nunca leo para “poder ir a dormir”. De hecho, y esto pasa sobre todo con algunas de mis preferencias, leo casi siempre para “ayudarme a permanecer despierto”. A pesar de ello, con frecuencia escojo algún libro de cabecera, no como ayuda narcótica, sino para saborear ciertas valiosas expresiones antes de que me pidan que apague la luz…

Cuando leo acerca del existencialismo, regreso a las primeras lecturas que no pude evitar cuando salí del colegio. Sartre y Camus estuvieron entre los autores a quienes estuvo de moda referirse; pero me temo que tales lecturas no respondieron a una curiosidad de carácter filosófico, sino, como a menudo pasa, a la identificación revolucionaria que se asoció por un tiempo con dichos autores. Lo que no muchos saben, es que ese nuevo existencialismo, con sus ideas acerca del absurdo, la culpa y la conciencia, no expresaba conceptos recién explorados. Más de cien años atrás ya habían sido tratados por un joven genial llamado Soren Kierkegaard; y, más tarde, por quien se nos tenía proscrito en tiempos del colegio, cual un rezago del infame “Índice”. Me refiero a Federico Nietzsche.

Nietzsche vivió en Alemania al mismo tiempo que Karl Marx y Sigmund Freud; y, como sucedió con ellos, habría de transformar la disciplina en la que incursionó. Es incuestionable el influjo que los tres ejercieron en el mundo. Sin embargo, en lo que se refiere a Nietzsche, estoy persuadido que siempre lo leímos armados de una cierta reticencia, de una coraza construida con ese material tan poco maleable que suele ser el prejuicio. Claro que puede advertirse en su filosofía el influjo del pesimismo alemán, pero hay en él un rechazo, que nunca fue bien interpretado, hacia el influjo que un exceso de moralidad, basado en la dicotomía del bien y del mal, había ejercido en nuestra civilización. Me temo que Nietzsche es un autor para leerlo pausadamente, sin apurarse y disponiendo de tiempo. Si se quiere entender el existencialismo, simplemente no se lo puede dejar de consultar.

Hay una especie de puente entre Kierkegaard y los existencialistas franceses (Camus había nacido en Argelia pero escribió en francés). Se trata de Dostoievsky –que también influenciaría en Nietzsche– y Unamuno. Quizá a ello se deba que Sartre y Camus utilizaron similares métodos. Si algo aprecio en Camus es su honestidad, su respuesta frente al absurdo, su idea de que si la vida no tendría un sentido y una razón para ser vivida, estaríamos en la obligación de tratar de encontrarle un sentido… Pero, fue desde siempre que Nietzsche habría de espolear mis reflexiones, y él fue quien revivió ese nombre de Zaratustra, que lo había oído ya alguna vez desde mi niñez. Zaratustra fue un profeta persa en cuyas ideas se basó el Zoroastrismo, una contradictoria doctrina que debe haber influenciado en los conceptos religiosos del mundo occidental, esa curiosa idea de que todo se reduce a los antagónicos conceptos del bien y del mal.

Quizás por esto Nietzsche escogió ese nombre para el título de una de sus obras, en la firme persuasión que tal actitud nos habría impedido disfrutar lo agradable que puede tener la vida. Y quizás por ello es que habría lanzado su supuesta proclama de la “muerte de Dios”. Fue otro de mis tocayos, un perspicaz y corpulento muchacho, quien en uno de sus febriles coloquios de discoteca, me volvió a nombrar una noche a Zaratustra, con la advertencia de que era ya hora de enterrar al podrido cadáver de Nietzsche… Así, la palabra Zaratustra siempre se me quedó marcada como una advertencia, como una admonición!

Tengo un nieto que no habla el castellano; vive en Australia y sus padres solo se comunican en inglés. Su papá pierde “a veces” la paciencia y dice improperios y blasfemias que él cree que nadie entiende en sus momentos de exasperación. Por ello, cuando Benjamín aprendió a hablar, se dio por repetir las malas palabras que había escuchado “al pasar”... Allí intervinieron entonces sus abuelos para enseñarle unas “falsas” imprecaciones que, por su aparente carácter semántico, le darían a él la equivocada impresión de que eran malas palabras. Así, términos como “¡cataplún!”, “¡retruécano!” y “¡Zaratustra!” fueron improvisados como insultos. Es de adivinar que le fue más conveniente retornar a las malas palabras de su propio idioma, y no precisamente por un asunto de mera pronunciación…!

Sydney, 22 de mayo de 2011
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19 mayo 2011

Callejones sin salida

Envidio el desparpajo que exhiben los españoles, que pueden decir sin avergonzarse cosas como “el culo de la botella”; o si no, “culo”, simplemente. Así, sin fruncirse ni mosquearse! Ellos no necesitan decir “hombre que te has manchado en-la-parte-de-atrás” (usando todos esos prolongadores guiones gramaticales que usan los franceses) por ejemplo; sino que dicen simplemente “ea, que te has manchado el culo, joder!”. Por eso, cuando preguntan, no tienen que recurrir a un “vas a tomarte el conchito que queda todavía en la botella de vinoooo?”; sino que, simplemente nos inquieren en forma directa: “vas a por ese culo, chaval?”. O si no, cuando se caen y se van de trasero, no emplean un eufemístico “me caí de espaldas”, sino que lo enuncian con propiedad; y tranquilamente confiesan que fueron y se cayeron de culo… Así, no más!

Los franceses también se dan el gusto de evitar eso de tener que decir “mama cuchara” (ecuatorianismo por cucharota) y les esta permitido decir cul-de-sac (culo-de-saco), siempre y cuando lo escriban usando esos guiones intermedios entre las tres palabras y en tanto en cuanto pronuncien “cudesá”; y al hacerlo se comprometan además a hacer pucheros… Para ventaja nuestra, en el castellano tenemos muchas formas para expresar esa misma condición, la de una calle que no tiene salida, o que se convierte en un pasaje sin retorno. No necesitamos decir calle-en-la-que-no se-puede-salir-al-otro-lado, ni estar obligados a usar guiones o algo por el estilo. En este sentido el inglés podría resultar más práctico todavía; y, en el caso específico de palabras compuestas, casi siempre consigue expresar las ideas con menos sílabas y con un número total más reducido de caracteres.

Así por ejemplo, en inglés se dice “laundry bag”, que no es otra cosa que bolsa-de-ropa-para-llevar-a-lavar, o bolsa-para-poner-la-ropa-sucia. Claro que, ya que lo menciono, se me ocurre convocar el ejemplo de una cierta muchachita que conozco y que estudió fugazmente en una escuelita de Loja llamada La Porciúncula, quien se les habría adelantado a los miembros de la Academia de la Lengua, en eso de inventar y aprobar nuevas palabras, y hubiera preferido decir algo así como “el ropasuciero”. Porque, claro, en esa escuelita ya se habían aplicado hace como dos generaciones, los últimos avances de la pedagogía (del griego “pedos”, que no significa lo que están penando y que no sé porqué quiere decir “niños”…) y les anticiparon, a sus “porciunculosas” niñas, unas para entonces revolucionarias instrucciones de cómo implementar novedosos e inéditos términos cuando les hiciera falta. De paso, bueno es hacer un ligero comentario respecto al mencionado centro educativo de “La Porciúncula”, que “porciúncula” (o sea, por si acaso), sí existe, aunque su nombre parezca extraído de una novela digna del realismo mágico.

No es ocioso comentar que “porciúncula” es un “jubileo” que se gana el dos de agosto en las iglesias y conventos de la Orden de San Francisco. Y no está por demás también recordar, a los que faltaron a esa breve clase de catecismo, que un jubileo es una “indulgencia plenaria” concedida por el papa para exaltar ciertas celebraciones religiosas; y que indulgencia plenaria, para los otros que también faltaron a la clase siguiente, no es otra cosa que la absolución de ciertos pecados si se hacen previamente ciertas ofrendas… En resumen, y por si acaso, las indulgencias no son sino unos como “vouchers”, o boletos, que antes se podía comprar en las iglesias para luego poder cometer ciertos pecados y para no irse, como consecuencia, derechito al infierno. Y todo, “porciúncula” haga falta…!

El colmo y la más grave ironía del cul-de-sac es que no sepamos cómo es que en él nos habíamos metido y que, una vez metidos, no sepamos ya cómo salir de él... Esto es un poco como la vida que, bien vista, es siempre como un auténtico cul-de-sac. O como en este corto artículo, que muchos se preguntarán por qué fue que me metí en él, y que ya no sabría, en apariencia, cómo mismo voy a salir…

Una tarde conversando con papá (ese fue uno de los pocos y postreros diálogos que alguna vez tuvimos) y al preguntarle que qué hacer cuando, después de haber escogido una cierta opción, uno de pronto descubría otras alternativas y se sentía confundido e indeciso, me dijo algo muy simple, y que me ha funcionado con buenos resultados más de una vez en la vida: “cuando ya hayas tomado una decisión, y de golpe sientas que te enfrentas a una doble o múltiple alternativa, Mariano, lo mejor es volver a escoger la decisión que habías tomado al principio”. Y vaya, que sí funciona! Probablemente porque nos permite salir adelante y no quedarnos estancados en el zaguán ciego, en ese “impasse”, en el callejón sin salida, y nos permite enfrentarnos a las consecuencias de nuestras previas decisiones y, además, nos permite auto estimularnos con un decidido “a lo hecho, pecho”!

Es bueno recordar que los callejones con “culo-de-saco”, los zaguanes ciegos, no están diseñados para que no podamos pasar. Fueron diseñados así, más bien, para ofrecernos una opción y una alternativa; están diseñados para que podamos salir por donde nos habíamos metido o por donde tuvimos que entrar. En cierto modo, son un símil de los sucesos y acontecimientos que enfrentamos en la vida, cuando más de una vez, expuestos a una crítica disyuntiva, no tenemos sino la alternativa de regresar y de volver a empezar. Actuar de otro modo, equivaldría a tratar de seguir recto al final de la calle sin salida, sería solo como optar por la intransigencia, o por el inútil sendero al que conduce la necedad…

Sydney, 20 de mayo de 2011
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17 mayo 2011

Y en Zara… goza!

Los árabes deben haber tenido un problema similar al que yo tuve de muchacho cuando querían pronunciar su nombre. Claro que, en mi caso, solo era que no podía pronunciarlo, mientras que ellos terminaron por cambiarlo de una vez! Me refiero al nombre de Zaragoza, ciudad aragonesa cuya nueva fundación se debe a los romanos, quienes en honor a su emperador la habían rebautizado de César Augusta. Más tarde, con la invasión árabe y la presencia de los pequeños reinos taifas que surgieron a la caída del Califato de Córdoba, el nombre se habría ido poco a poco deformando en algo parecido a Saragusta; y posteriormente en Zaragoza. En cuanto a mi personal dislexia, es probable que mi subconsciente se haya resistido a pronunciar la palabra, y haya encontrado dificultoso combinar un nombre de mujer con el disfrute de un placer en un solo y único termino que identificaba al nombre de la ciudad…

Lo cierto es que hasta muy tarde dije siempre “Zarazoga” y más de una vez tuve que hacer esfuerzos para pronunciar el nombre correctamente. Muchas veces la quise visitar en mis viajes a España y siempre me quedó fuera del camino: muy hacia levante cuando subí a Vizcaya y a la Costa Cantábrica; y muy hacia el oeste, cuando fui a Cataluña. Crucé el Ebro algunas veces, pero no tuve oportunidad de visitar aquella emblemática ciudad del reino de Aragón.

Hago esta breve relación porque cuando leo por ahí “Zara” pienso en Zaragoza; y es que hay una tienda española que la encuentro en casi todo el mundo; y su historia es un fenómeno que, por su éxito, ha sido objeto de estudio mercantil; algo así como Apple, McDonald’s o Starbucks. Me refiero a la marca Zara. Y lo que quiero aquí, es precisamente entregarles algo de su historia:

Los almacenes Zara llevan ya treinta y cinco años, desde que un día un joven gallego emprendedor, Amancio Ortega, empezó con una tienda en La Coruña. Desde entonces Zara es el buque insignia de un importante grupo industrial que ha desarrollado por lo menos siete marcas diferentes (el grupo Inditex). Zara tiene ahora trecientas cincuenta tiendas solo en España. En la actualidad la marca vende en cerca de ochenta países en el mundo y maneja cerca de dos mil almacenes. Solo en China hay ya cincuenta tiendas!

De acuerdo a la Wikipedia, Zara requiere solo de dos semanas para diseñar un producto y colocarlo en las tiendas; y lanza cerca de treinta nuevos productos cada día. La compañía no hace propaganda; prefiere abrir nuevas tiendas con ese mismo capital. Su concepto de mercado es realizar copias baratas de modelos de las casas exclusivas. Si un producto no se vende, Zara lo retira de las tiendas y lo rediseña, usando los mismos materiales y ofreciendo al cliente lo que parece que le va a gustar. Hoy Ortega es uno de los hombres más ricos de España y se insinúa que su fortuna estaría entre las diez más importantes del mundo.

Cuál es el secreto de Zara? Pues, muchos y ninguno a la vez! La empresa ha ido reconociendo que el cliente compra no lo que le quieren vender, sino que hay que venderle lo que el está buscando para comprar!

Con este simple concepto, Zara no necesita promover un producto, sino que solo requiere averiguar las tendencias de la moda. Así, lo que hace es consultar lo que los clientes buscan y se encarga de diseñarlo y producirlo. Además, ha tratado de controlar el círculo completo de su proceso industrial: diseño, producción, distribución y comercialización. Para ello, procura utilizar una mínima y muy selectiva tercerización. Por eso, Zara ha cedido últimamente a dicho proceso y entrega una pequeña parte de su producción a las fabricas asiáticas. Quizás ha caído en cuenta que, es imposible competir con mano de obra de bajo costo; sabe que esto estaría llevando a la quiebra a la economía mas poderosa del planeta, y por lo mismo, a muchísima gente a la desocupación. Aun así, solo produce cierto tipo de prendas en países fuera de España y Portugal.

Qué es lo que Zara consigue con sus novedosos conceptos? Pues, básicamente, consolidar dos geniales estrategias: la primera, reducir los costos de producción; y, la segunda, evitar la elaboración excesiva de un mismo producto. Con este método, los modelos se exhiben por un promedio de solo cuatro semanas en las tiendas, lo cual es una permanente invitación para que los compradores regresen otra vez y traten de averiguar “qué es lo nuevo que Zara sacó”…

Pero yo nunca puedo entrar en Zara… y esto a pesar de que tienen como seis tiendas solo en Shanghai. Lo que sucede es que sus tallas o medidas, parecen estar dirigidas de preferencia a cuerpos más jóvenes y esbeltos. La talla que más o menos se acomoda a mi cuerpo es la XXL y por todos es conocido que no soy un individuo que pueda llamarse precisamente “grande”. Así que, no me queda más remedio que salir al corredor y esperar a que termine de hacer su quincenal “exploración” mi cónyuge sobreviviente; quien me lleva, semana por medio, a ver qué novedades trajo el señor Ortega, quien no ha de ser un “gallego” cualquiera, que ya cuenta con esas casi dos mil tiendas alrededor del mundo!

Lo que pasa es que los gallegos, al igual que pasa con los pastusos, sirven para que les saquemos cuentos y nos estemos burlando de ellos; pero con solo vendernos y reírse ellos también de nosotros… nos comprueban que no son ningunos “gallegos”!

Sydney, 18 de mayo de 2011
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15 mayo 2011

Cuando casi nos jodemos

¡Recién ahora caigo en cuenta! Como que se me hubiera de pronto destapado el oído! Y al final veo cuanta razón tenía el hermanito Fernando. Recién ahora comprendo que su anuncio no era un anticipo místico, sino que él, en ese, su candoroso misticismo, nos había reservado su premonición para mucho más tarde. Él, que nos preparaba para la Primera Comunión, con hostias de “mentira” y filminas de colores de “a de veras”, ya nos había advertido, repitiendo la frase atribuida a Santo Domingo Savio, que el 8 de mayo sería el día más feliz de nuestra vida. Pero, claro, en la ingenuidad de esos cortos años, lo que nosotros le habíamos entendido era que se refería al día de nuestra primera comunión…!

Porque ese ocho de mayo llegó y pocas veces habíamos estado tan elegantes! Al fin y al cabo, esa era la primera vez que nos ponían un traje propiamente dicho. Algo al principio de esa mañana nos hacía sentir una suerte de tibieza en el alma. Y el leve peso de una luminosa, aunque invisible, aureola en nuestras cabezas, tenía el mágico efecto de dar a nuestras infantiles y cándidas sonrisas una cierta huella de inconfundible santidad. Pero lo que ya me habían advertido los niños un poco mayores, y se había olvidado de contarnos el hermano Fernando, era que el suculento y pantagruélico desayuno “post hostias” que nos esperaba, iba a ser tan opíparo y sibarítico, que no solo que íbamos a pecar de gula y nos íbamos a tener que volver a confesar enseguida, sino que los efectos digestivos de tan espléndido banquete, iban a ser tan dramáticos, que efectivamente iban a convertir a ese ocho de mayo en un fecha realmente inolvidable!

Por esos mismos años que nos preparaban para llegar a los altares, también en casa ponían su parte en la cuota de esfuerzo requerida para una futura y probable beatificación. Nos decían, por ejemplo, que había palabras que, si queríamos un día llegar a santos, no las debíamos pronunciar nunca. Así se nos tenía prohibido mencionar palabras perfectamente castizas y que talvez podían tener el membrete de vulgares, pero que no había razón para considerarlas “non” castas o impúdicas. Palabras como joderse, cabrearse y pavada. Ya me había dicho un día mi hermano Adrián: “No se trata de no decir malas palabras; sino de no decir, mal, las palabras”… O sea, solo se trataba de un asunto de mera puntuación!

Esta última aclaración es indispensable porque, a manera de ejemplo, “joder” era una palabreja que se nos tenía prohibidos; y no solo pronunciar, sino inclusive escuchar! Y, joder, solo quiere decir molestar o fastidiar; aunque otra acepción es la de dañarse o echarse a perder (“malograse” dicen bastante más al sur). Ahora, me imagino, que la prohibición y recato de nuestros mayores provenía de su privativo conocimiento (mayores al fin) de que joder significaba también eso que solo hacen los mayores cuando se deciden a apagar la luz y a “hacer cosas”, razón por la que, aunque nos cabreábamos, no la podíamos pronunciar. Qué pavada!

En una de las novelas de un flamante premio Nobel, el personaje justamente se pregunta: ¿En qué momento se jodió el Perú? Por eso es que adaptando esa interrogante a nuestras propias circunstancias, lo único que podemos preguntar es cuándo se pudo haber jodido el Ecuador, pero Diosito quiso que no se joda, y no se jodió! Fue, justamente (y aquí utilizo el término como expresión de justicia y no solo como adverbio de modo) el día de la última consulta, cuando la mitad de los ecuatorianos le dijeron a su joven y atolondrado presidente un rotundo “No”. Por eso estoy ahora persuadido que razón tenía el hermano Fernando (y ahora entiendo el porqué de ese rictus de santidad que tenía su sonrisa) y era que él ya sabía que el ocho de mayo, el día siguiente al del referéndum, iba a ser uno de los días más felices de nuestra vida! Y solo ahora me explico el porqué!

Solo es de esperar que esta inesperada respuesta (porque debo confesar que muchos nos esperábamos los resultados con pesimismo), invite al perspicaz mandatario a revisar sus métodos, su estilo francamente divisionista, su actitud autoritaria e irrespetuosa de las opiniones que no coinciden con sus ideas; y termine su mandato (lo digo sin asomo de ironía) rectificando sus errores y enmendando sus procedimientos, para que todos podamos vivir más felices y tengamos un Ecuador mejor! Para que nadie tenga que irse como para la casa de la ve… como él (a quien no le prepararon para la primera comunión) dizque sabe decir.

Correa tiene todo para ser un presidente exitoso, que deje los cimientos para un país que se enrumbe por los caminos del progreso y del bienestar. Tiene todavía gran respaldo popular; no tiene real oposición política; tiene a su disposición enormes recursos provenientes de un precio excepcional del petróleo en el mundo; este es un momento comercial e industrial de encrucijada en la historia; es un mandatario joven, enérgico y preparado (mis primas dicen que es “hasta un poco guapo”). Y, como hasta tiene buena suerte, no hay más que desearle que le siga yendo bien, no solo para alegría de sus seguidores, sino –lo que es más importante- para el bienestar y felicidad de todos los ecuatorianos.

Pero es él el que tiene que revisar su intolerancia y autoritarismo. Es él el que ha decidido colgarse del estribo, él el que tiene que reconocer su situación precaria, decir “permisito” y volver a meterse dentro del bus que lo transporta. Si no, le va a pasar como al “mudo” que iba salido y colgado del estribo, y cuando el bus que le transportaba se pegó demasiado a un poste, se cayó y se fue de bruces al suelo, y lo único que atinó a comentar fue: “buenofff, como ya me bajaba mismofff!”

En cuanto a nosotros, es bueno saber que hay dos formas de engaño: cuando nos creemos lo que no es verdad; y cuando no queremos creer lo que sí es cierto…

Sydney, 15 de mayo de 2011
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Entre patriarcas y notables

Esa ventosa tarde de agosto de finales de los años setenta, dos autos con vidrios oscuros se estacionaron frente a una pequeña casa protegida por dos enormes palmeras en la calle Tamayo, a pocos pasos de la iglesia quiteña de El Girón. De su interior bajaron varios individuos que, por su corpulencia y el modo de sus desplazamientos, denunciaban ser guarda espaldas de alguien importante. Tenían que ser costeños, pues bajo sus chaquetas vestían suéteres de lana; y no era difícil colegirlo, dada su contextura física, su forma de caminar y el color claro de sus calcetines, que no iban bien con los oscuros trajes que vestían…

Al salir de los automóviles, estos edecanes, se apresuraron en abrir las puertas traseras de los vehículos, para ceder el paso y proteger a los elegantes ocupantes que venían a entrevistarse con el solícito propietario del inmueble. Algo en los dos forasteros exudaba linaje y autoridad; podía apreciarse que eran de ese tipo de individuos que están acostumbrados a dirigir y a mandar. El más alto era también el menos corpulento, usaba gafas oscuras para el sol y su pelo entrecano y ondulado hacía juego con un grueso y bien cuidado bigote; tenía el hábito de adelantar en forma altiva su barbilla. Le seguía el otro individuo, de modales más parsimoniosos, quien tenía la tendencia a acomodarse los botones de la chaqueta, en un gesto de prolijidad que confirmaba su pretendida elegancia. Eran primos hermanos entre sí; pertenecían a la aristocracia guayaquileña; a su turno, habían ejercido ambos la presidencia de la República del Ecuador.

Carlos Julio y Otto Arosemena saludaron cordialmente con quien parecía tener ya un trato familiar con ellos: el coronel retirado Rafael Armijos. Él, con gestos perentorios, pero amigables, les saludó con afecto y les hizo pasar con presteza al interior de su acogedora residencia. Se habían reunido para discutir la redacción y estrategia de un importante documento: una pública invitación para que el Consejo Supremo de Gobierno se comprometiera, frente al país, a concretar un plan de retorno a la constitucionalidad. La estrategia era elaborar esa proclama y comprometer a las más importantes y notables personalidades de la política y el quehacer público nacional, para que, una vez firmado el manifiesto, se lo pudiera publicar en los más importantes periódicos y demás medios de comunicación.

Los tres políticos, que en ese entonces gozaban del respaldo de importantes agrupaciones partidistas, discutieron brevemente sus criterios y luego de compartir un trago ofrecido por el anfitrión a sus huéspedes, llamaron a un amanuense y se dieron a la meticulosa tarea de redactar el documento. Ellos obedecían a su intuición y olfato políticos; estaban persuadidos que incluir a Asaad Bucaram en el respaldo al escrito solo ofrecería resistencias por parte de aquel cuerpo militar encargado temporalmente del poder. Luego de un par de necesarios cambios en el texto, a los que acompañaron con otras bebidas de refuerzo, dieron su aprobación al finalizado manifiesto y lo participaron, por teléfono y en forma breve, a otras personalidades ausentes.

Mientras tanto, un joven de gesto flemático y discreto, que frisaba los veinte y cinco años, y que aparentemente gozaba de la confianza del dueño de casa, sin interferir ni participar en las delicadas deliberaciones, se había puesto cerca para asistir con su presencia, en caso de ser requerido, por parte del mencionado oficial. Cuando el documento estuvo listo para salir del horno, el joven fue llamado al interior de la habitación, que había servido de sede del encuentro, y recibió precisas instrucciones de entregar el escrito a tres personalidades que tenían que dar aval, con su firma posterior, al manifiesto que debía publicarse.

Al día siguiente, el escogido emisario habría de visitar a esas tres personalidades, a quienes tenía que explicar el alcance e importancia de la carta pública y lograr su compromiso para firmarla conjuntamente. Así, en el transcurso de la siguiente mañana, el emisario visitó a dos expresidentes constitucionales, Galo Plaza Lasso y Clemente Yerovi Indaburu, y al conocido escritor lojano y hombre de cultura Benjamin Carrión. Plaza lo recibió en su residencia de la avenida 6 de Diciembre, y ofreció considerar el documento y expresó que lo entregaría firmado para el día siguiente. Yerovi y Carrión expresaron su beneplácito enseguida y acordaron firmarlo en gesto de apoyo y consentimiento. Yerovi Indaburu recibió al joven en una modesta y espartana habitación del hotel Quito; Benjamin Carrión lo hizo en su residencia ubicada en un tranquilo pasaje del barrio de El Batán.

Aquel reservado, prolijo y elegante joven (y además, encantador y dotado de innumerables atractivos) era nada menos que el mismo autor de esta abreviada crónica… El destino había querido que se ubicara en una casual encrucijada y fuera testigo privilegiado de una gestión histórica para la vida nacional. Puedo decir que tuve la suerte de haber saludado, en menos de veinte y cuatro horas, con nada menos que cuatro expresidentes de la república; quienes, sin que yo al decirlo peque de inmodestia en lo más mínimo, supieron decirme que fueron ellos los que tuvieron el referido gusto de conocerme; pues, todos y cada uno de ellos, al haberme presentado, me dijeron: “mucho gusto señor”…! Con ello tengo razones, si no para el orgullo, por lo menos para la relación de una sabrosa anécdota!

Lo que sucedió después ya es parte de la historia; aquella Junta Militar habría de convocar en pocos meses a nuevas elecciones; Asaad Bucaram fue proscrito; y un acuerdo entre Concentración de Fuerzas Populares y la Democracia Cristiana, llevaría a un joven idealista llamado Jaime Roldós al poder. En cuanto a los gestores de aquel ya olvidado documento, el periodista Alejandro Carrión, que se cobijaba con el nombre de pluma de “Juan sin cielo”, les habría de endilgar, más tarde, el lapidario remoquete de “Patriarcas de la componenda”…

Sydney, 15 de mayo de 2011
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14 mayo 2011

Cabellos de ángel

Como decía mi sobrino Martín, cuando ni siquiera había cumplido los cuatro años: “Ahora sí, creo que me metí en problemas!”… Sucede que se me dio por averiguar algo de la historia de los finísimos fideos “cabello de ángel”; pero, eh aquí que me encontré con más de una sorpresa. Lo más importante, es que la supuesta justificación del nombre no la he podido encontrar en ninguna parte! Como se sabe, siempre estuvo en debate el indeciso o indefinido sexo de los ángeles (aquí me refiero solo a su supuesto género); mas, parece que nunca se convirtió en materia de discusión, cuál era la real característica de sus hebras capilares; o, lo que podría resultar aún más importante: si aquellos fideos serían tan delgados como los supuestos cabellos de los ángeles, o si estos últimos serían tan gruesos, en la realidad, como el más fino de todos los fideos…

Pero… hablo de sorpresas, a pesar de que unos amigos cubanos me dieron ya a probar un día, un sabroso postre hecho con una fruta parecida a la calabaza. ¿Quieres probar “cabello de ángel”, chico, tú? me dijo una noche el señor Johnny Espinoza, quien fuera mi apoderado en Miami; y quien, dadas sus dotes de “chef” culinario, había adquirido el sartenero nombre de “Espinosier”. Como ya había concluido la abundante cena, me quise en principio resistir: ya había comido suficiente y ya estaba harto, como para acceder al convite de una sopa adicional de fideos. “No, chico” me argumentó Espinosier; “Si es un dulce lo que te ofrezco, no seas guajiro, tú”.

Así fue que me enteré de lo que ahora confirmaba en la enciclopedia; que el tan mentado “cabello de ángel” era, en parte de Centro América y el Caribe, un postre “elaborado con las fibras caramelizadas de la pulpa de varias frutas de la familia de las cucurbitáceas (plantas herbáceas, oriundas del Nuevo Mundo), como son los melones, las sandias, las calabazas o los zapallos gigantes”. Sin embargo, no quisiera en este punto, alimentar el tedio de mis distinguidos lectores; y esto por un razonamiento simple, y de simpleza absoluta: las plantas de esta familia de ese nombre casi impronunciable, se caracterizan por tener “hierbas rastreras o trepadoras mediante zarcillos en los tallos, muestran hojas alternas, carnosas, escabras (sic); poseen cistolitos (sic). Las flores son unisexuales”… O sea, ya para qué seguir; porque si son unisexuales… ya entraríamos en ese terreno biológico que es tan fértil para la epidemia febril del aburrimiento…!

Sin embargo, es de los fideos que quisiera hablar. Y es que, el “cabello de ángel”, como todas las pastas y fideos, es un tipo de masa preparado con harina de trigo candeal, mezclado con agua y al que se le han añadido otros ingredientes, como sal y huevo. En Oriente se utiliza harina de arroz; de ahí su color blanquecino. Lo que parece ya no estar en debate, es en dónde mismo se inventaron los tallarines o fideos. La controversia estribaba de las noticias de Marco Polo, quien, cuando visitó hace setecientos cincuenta años la China, informó en sus crónicas que había encontrado en esa formidable civilización asiática, la preparación y consumo de los populares fideos. Lo más aceptado, sin embargo, es que dicho descubrimiento se había efectuado en Europa y Asia en forma independiente; aunque parecería que la invención más antigua se dio en la China, hace cerca de cuatro milenios!

En Italia, la tierra de las pastas y los espaguetis, es también muy conocido el tradicional “capelli d’angelo”, fideo muy angosto al que se le llama también con el nombre de “vermicelli”. En casa, cuando yo era pequeño, solo se lo utilizaba para unas sopas sin mucha demanda ni atractivo; por eso, enorme fue mi sorpresa cuando descubrí que aquellas mazamorras en las que nadaban las cebollas y los perejiles, con las que nunca logré ningún romance, eran elaboradas con el mismo ingrediente con el que se preparaba mi plato preferido: el delicioso espagueti con salsa de tomate!

Ahora bien, de mi plato favorito, voy a tener que saltarme a hablar de un temita que siempre me produjo resquemores… Se trata nada menos que de algo que tiene que ver con una condición genética que desde que, asimismo, era niño, me trajo continuas dificultades… Bien es sabido que la naturaleza se ensañó un poco conmigo y podría decirse que no estoy precisamente entre las diez personas de pelo más crespo, o ensortijado… Sí, tengo que confesar que mis primeras y más ardientes luchas fueron con los cepillos y las peinillas; y que es solo gracias a la costumbre de dejarse el pelo largo o la de usar “gel capilar”, que se han venido a subsanar mis tortuosas contrariedades. Hay por ahí un retrato mío en el famoso “Palmarés” de La Salle, donde exhibo un corte estilo “Firpo”, versión con la que el amigable peluquero del barrio habría querido abreviar mis dificultades!

Un cierto día, cuando ya era yo un piloto de aerolínea y cuando un inefable jefe de pilotos exigía a sus subalternos, que portaran un “varonil corte militar” (lo cual escapaba de ponerme los pelos, literalmente, de punta!), le pedí a un amigable compañero que pasase por donde el Pepe Zapato, en Miami, y que recogiese mi correo, para poder revisar mis estados de cuenta y cumplir con mis financieras responsabilidades. Cuando este ocurrido personaje vino esa noche a entregarme la correspondencia, yo compartía con un grupo numeroso de amigos unos pocos tragos y los entretenía en una reunión muy agradable. Fue cuando, al sacar de su bolso mi supuesto correo, el sagaz y narigudo personaje, me entregó una cajita de cartón que, fácil era inferir, no contenía mi esperada correspondencia, sino un paquete generoso de fideos “cabello de ángel”…

No he logrado desquitarme todavía! Y aún no sé qué son más insidiosas, si las detestables cebollas en las sopas de fideo o mis hirsutas y cerdosas dificultades!

Sydney, 14 de mayo de 2011
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13 mayo 2011

Marcadores para resaltar

La llamaban Verónica y nunca la conocieron mis hijos. Era una pequeña niñita que merodeó en mi casa antes de que ellos vinieran al mundo. Hoy debe estar ya hecha toda una mujercita. Qué, digo! Si, bien pensado, esa otrora muchachita, traviesa y deschavetada como era, ya debe estar inclusive cumpliendo funciones de juvenil abuela! Llegó un día desde el austro, con su bondadosa, aunque intemperante madre, a quien habíamos contratado para que nos asistiera con nuestras tareas domésticas. Ella, la fámula, había sido marcada por ese signo vergonzante que parece distinguir a las madres solteras... No sé, sin embargo (porque así de caprichoso es el destino), si fue ella la que trajo a la niña; o si, más bien, fue la niña quien vino trayendo a la madre…

Y la madre no estaba muy segura de quién mismo había sido el padre; no porque sus debilidades se hubiesen enfrentado a intercambios consumados con varios pretendientes, o porque su acción la habría ejercitado en otras oportunidades; sino porque, la única y fugaz rendición a la que ella había sucumbido, se habría mimetizado en el confuso recuerdo de su sola noche de pasión; memoria que ella pronto habría preferido esconder en las marismas cenagosas del olvido. No es que ella no supiera quién habría sido el padre; sino que su trato con él habría sido tan fugaz como su carnal transacción y, entonces, aun sabiendo su identidad, no lo había vuelto a encontrar nunca más, después de aquella apurada tarde.

Sospecho que a ello debía ella su porte malhumorado, su gesto agrio y poco amigable, su talante huraño y desabrido; mas, su actitud se transformaba cuando la niña le daba motivos para el orgullo y la alegría, para saberse mujer y para gozar del milagro de sentirse madre. Y esto pasaba casi todos los días, cuando ella la tomaba de la mano para acompañarla por las pocas cuadras que separaban la casa de la escuelita donde la chica atendía a un modesto jardín de infantes. Pero, la índole de la mujer se alteraba cuando descubría que la díscola chiquilla había desoído sus estrictas instrucciones, y habría emprendido el viaje de retorno a casa por su cuenta, sin que nadie en el parvulario lo advirtiera.

Esto sucedía en mis primeros años de Ecuatoriana de Aviación, donde fui a trabajar como copiloto después de seis años de haber volado en el Oriente. Era un momento de inusitada expansión en la línea de bandera y ya se advertía que pronto estaríamos expuestos a oportunidades de comando. Esos cortos meses que ejercí como primer oficial, representaron una dura temporada de estudio, destinada a conseguir el respaldo profesional y la preparación que iba a exigir mi ya cercana e inminente responsabilidad: pronto me designarían capitán de los Boeing 707. Muy pronto me convertirían en joven y flamante “comandante”!

Fueron meses de continuos chequeos y frecuentes evaluaciones. Era un sistema que reasignaba nuestra ubicación en un caprichoso escalafón, que sería el que al final determinaría la “antigüedad” de los participantes. Verónica, entonces, se paraba a mi lado, veía con curiosidad lo que yo hacía con mis textos y manuales. Ella ponía atento interés cuando advertía que yo tomaba esos marcadores para resaltar la información, haciendo más fácil, con mi forma de revisión, la puesta en relieve de los datos más importantes. Sospecho que, a sus ojos, deben haberle parecido tan fascinantes mis concentrados esfuerzos, con ésta mi colorida forma de subrayar la información de mis estudios, que ella habría estado esperando su turno y oportunidad para intentar similar empeño; y para que cuando le llegase tal oportunidad… estar ella también en condiciones de ayudarme!

Quizás yo habría puesto siempre, una cuota de extremada meticulosidad, en el cuidado de mis cuadernos. Sé que hay algo en mis remilgos, que descubre mi espíritu obsesivo compulsivo. Ciertos indicios de mis excesivos cuidados con el orden y la pulcritud en los apuntes y copiados, es probable que se los pueda ya encontrar, cual decidor rastro, en mi pasado estudiantil, cuando repetía aquellas “planas” que caracterizaron mis primeras jornadas escolares. Así, cómo podría olvidar el entusiasmo que ponía mi hermano Alfonso en la presentación de mis tareas cotidianas? Él, que convertía la coloreada inicial de muestra en auténtico dibujo decorativo, debe haber impregnado en mis primeros barruntos y en mis más tempranos escarceos, eso que fue quedando en mí como una huella, no sólo de mi prolijidad, sino de mi fervorosa inclinación hacia posteriores escritos…

Pero… parecería que Verónica habría recibido también similares motivaciones! Un buen día, al sentarme frente a mis manuales, comprobé para mi exasperado horror, que la niña había colaborado con mis escrupulosas acentuaciones. Ahora, unas líneas desordenadas y de múltiples colores, habían venido a enriquecer, con anárquicos e infantiles trazos, todo el esfuerzo de mis prolijas marcaciones! De pronto, mi adorado manual, conseguido con tanta dificultad en las oficinas de entrenamiento de Pan American, habíase convertido en una libreta de bocetos de pintura surrealista de una precoz artista, inconsciente de sus infantiles limitaciones…!

Así fue como aprendí que no hay que tomar muy en serio las cosas de la vida; y a no tomarme yo mismo muy en serio! Así aprendí a descubrir la ilusión infantil por poseer unos primeros textos; por luego realizar unos primigenios ensayos, y por efectuar las más tempranas tentativas con el fascinante impulso de hacer anotaciones… Y así aprendí eso tan mortificante que es descubrir que otros se han metido a “rayar en nuestros propios cuadernos”; y a hacerme el propósito y la promesa de que nunca, yo mismo, trataría de “rayar en los cuadernos ajenos”…

¿Qué será de esa niña traviesa? ¿Hoy, y a sus cuarenta? ¿Le estarán rayando en sus apuntes o persistirá ella todavía en eso de hacer rayas en cuadernos ajenos…?

Sydney, 13 de Mayo de 2011
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10 mayo 2011

El felino de la faltriquera

Nunca me dejó muy contento el cuento de “El gato con botas”; sí, el de ese gato que servía a su amo, el legendario marqués de Carabás. Es que, nunca entendí su lección moral, cual si la intención del cuento hubiese sido, más bien, la de que en la vida todo puede conseguirse, con el solo recurso de mentir y aparentar, o con el simple subterfugio de engañar y suplantar. En el empeño de encontrar en los cuentos instructivas alegorías, siempre me confundí cuando lo quise interpretar.

El cuento de “El gato con botas” es la historia fabulada de un gato que habla y que razona; y que para evitar ser engullido por su propio amo, le pide que le provea de un sombrero de plumas, de unas elegantes botas y de una enorme faltriquera que le sirve para guardar los frutos de su caza. Esos frutos el gato se los lleva al rey, a quien convence que sus continuos y generosos presentes se los envía su amo, el supuesto marqués. Para completar el embuste, el gato le pide un día a su dueño que se lance sin ropa a un río cercano, y cuando pasa sobre el puente el regio soberano, el gato empieza a gritar que se ahoga el desnudo impostor; que se ahoga su amo, el supuesto titular de tan importante prosapia, fama, y heredad.

No contento con haber amenazado a los estafados campesinos, a quienes les obliga a informar al rey que todas las tierras de esa comarca pertenecen al falso marqués, el gato consigue engañar a un ogro que posee el más opulento de los castillos de la zona, pidiéndole que se convierta en un indefenso ratoncito y lo devora, para que así su amo pudiese jactarse, frente al rey, de ser el propietario de las mejores posesiones de esa localidad. En cuanto al epílogo del cuento, pues… parece extraído de la trama de las telenovelas de hoy en día: la princesa se enamora perdidamente del vicario marqués y el astuto felino se queda a vivir en el palacio con sus amos que, desde entonces, “vivieron felices para siempre”…!

Por todo ello, hay algo en el cuento que me dejó siempre insatisfecho y con un sabor extraño en la boca. Nunca pude asimilar un mensaje que otorgaba aval a una impostura, la de quien acude a un ardid para suplantar una ajena identidad.

Pensando en las “intermitencias de la mentira”, me he acordado de un individuo a quien conocí alguna vez en las tierras calurosas de la amazonía; tenía, él mismo, un nombre de gato de tira cómica; y quizás por eso y por su tendencia a arroparse con apariencias, es que lo asocié, sin proponérmelo, con el astuto animalito que trataba de conseguir con engaños el bienestar propio a través de un pretexto: el espurio progreso de su amo, aquel marqués de Carabás. Es que hay gatitos que no tienen necesariamente los ojos verdes; pero que parecen gozar siempre de la fortuna de las historias y que, como buenos gatos, “caen siempre bien parados”; y que, como los gatos, parecen tener siempre una vida adicional…

En estas disquisiciones estaba esta mañana, cuando al recordar al minino de las botas de cuero, de súbito me he acordado de otro gatito, uno muy sagaz y, en apariencia, un tanto inocuo, uno que ya se ha gastado seis de las nueve vidas de su particular presupuesto, y que con el pretexto de reclamar la heredad del hijo del molinero (así empieza el cuento, con la mala distribución de una cierta herencia), suplanta él la verdadera identidad de su amo con la del supuesto marqués de Carabás, luego engaña a todos, incluso al cándido ogro del castillo, para sacar así provecho del rey y dar satisfacción a su ambición personal …

Porque, si el cuento del gato con el sombrerito con plumas, nunca me había dejado satisfecho; muy apenado es lo que me he quedado, en estos últimos días, con la percepción de lo que podría suceder en el país, cara al futuro, con nuestra frágil institucionalidad. Y así, al comprender que quizás la fabula representa una irónica y triste alegoría, he meditado en la situación jurídica del país y en los inciertos caminos que pronto nos tocaría transitar. He comprendido, como en el cuento, que talvez hay una lectura que me habría tardado en interpretar; y esta es, la revelación de una inquietante posibilidad:

¿Qué tal si el rey en realidad representa al bienestar colectivo? ¿Qué, si el ogro y su castillo no representan sino a las entidades y los estamentos de la juridicidad? ¿Qué, si los campesinos que hacen lo que el gato les ordena, sólo representan a una burocracia obsecuente y a los beneficiarios transitorios de una espuria institucionalidad? Pero, sobre todo… ¿Qué tal si un proyecto político y social medio disfrazado es realmente representado por la impostura del falso marqués de Carabás? ¿Qué, si el astuto e inteligente gato que parlotea, no es sino un líder político que ha venido a imponer un nuevo e intolerante estilo de gobernar…?

A estas reflexiones me ha llevado la fortuna de ciertos gatitos, a quienes mejor haríamos en apellidarlos “los gatos con votos”, unos que sí tienen ojitos de gato, unos que a menudo se olvidan que su cuota será únicamente la de sólo nueve vidas; y que pronto, cuando esa su cuota se agote, podremos de nuevo intentar el uso de la frasecita con la que terminan los cuentos que suceden en la realidad… Sí, son sólo nueve vidas. No hay que olvidarse nunca: los gatos sólo tienen nueve vidas; nueve vidas, y nada más!

No sé por qué siempre sospeché de ese jactancioso marquesito! Lo cierto es que nunca me gustó aquel “revolucionario” cuentecito. Siempre tuve la sospecha de que era una patraña fabulosa, un mañoso artificio destinado sólo a “engatusar”…

No, no me gusta sentirme engañado! Ese oficio no me gusta, mantantirun tirulán!

Singapur, 8 de mayo de 2011
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07 mayo 2011

Frente al espejo

Ella era una mocita costeña, de natural bondadoso, llamada Carola; había venido a la sierra para trabajar como empleada doméstica y así esconder, en el ático de la distancia, su inesperada e ilegítima maternidad. Era pues, una madre soltera; algo que mis hijos, a sus tiernos años, no podían todavía discriminar: el que su hijito, el incorregible “Gabicho”, hubiera nacido sin que tuviera, como ellos tenían, un conocido papá. Así era como lo llamaban mis hijos: Gabicho; y muy pronto lo convirtieron en su personal mascota, lo anduvieron a llevar por todas partes, y lo adoptaron como a una especie de hermanito pequeño, con todos los beneficios que parece que se consiguen, cuando alguien ofrece su obediencia incondicional…

Así fue que, por lo menos por un tiempo, me vi obligado a hacerme de un quinto hijo; uno que, claro, no había “nacido fuera de matrimonio”, ni había sido fruto consecuente de mis travesuras, o de mis improbables descuidos; uno que lo tuve que aceptar no por imposición del Tribunal de Menores, sino por virtud de las instancias del candor infantil y de aquello tan arraigado en mi sangre materna, que siempre me invita a ser solidario con los demás! Cuatro años tenía aquel inquieto muchachito, edad suficiente para descubrir cómo agradar a los otros, cómo conseguir la protección ajena y cómo ganarse el afecto de los demás. Y es que, además de su espontánea simpatía, Gabicho parecía no tenerle ningún miedo a nada; ni a que le mojen con agua fría, ni a que le muerdan los perros de los vecinos, ni a quedarse atrapado en un aposento donde reinaba la oscuridad. Hasta que… un buen día descubrimos su escondido secreto: el mozo tenía pavor a lanzarse desde el tercer escalón de la grada: le tenía miedo a saltar…!

Por los mismos días, venía a visitarnos con frecuencia un rubicundo jovencito, era el travieso vástago de mi hermana, quien, en idéntica etapa de su vida, no parecía exhibir temor a lanzarse desde lo más alto de la grada, o desde el pináculo de cualquier elevado pedestal. Un buen día descubrió qué era lo que al Gabicho le aterrorizaba y pronto se dio a hacer alarde de su valentía y derroche ostentoso de su temeridad. Así fue como en casa fue haciéndose mundialmente famoso el inédito deporte de “lanzarse de la grada”; cómico asunto que se fue convirtiendo en un entretenimiento que llegó a adquirir importancia familiar…

El Gabicho hacía nuevos intentos, se subía al segundo y aun al tercer escalón; y en sus renovados empeños no lograba disimular su miedo, ni superar sus temores de precipitarse a tierra desde lo que, a sus años, debe haberle parecido una altura descomunal. En cada nuevo intento, dudaba y se enfrentaba a sus atávicos temores, y en el momento mismo de tratarlo, se desanimaba, ponía un pie en el escalón inferior y, luego de un incipiente tropiezo, optaba por ya no arriesgarse nunca más. Entonces, medio avergonzado y arrepentido exclamaba: “púchicas, casi me caigo”; seguido, cuando a veces se lastimaba al animarse en el intento, de un infaltable “pero no me dolió!” Lo cierto es que sus recelos frustraban siempre sus empeños, aunque él lo intentara una y otra vez, en el deseo de agradar.

Mientras esto sucedía en “las divisiones inferiores”, el otro rapaz, aquel que también buscaba nuestra admiración por sus proezas, intentaba cada vez un escalón más alto, en un nuevo empeño más temerario y audaz. Hasta que una cierta noche, mientras ambos chavales se encontraban en una de las recámaras, alguien apagó la luz en forma accidental… El Gabicho no tomó en cuenta el incidente, pues para él la oscuridad había sido siempre un asunto natural; en tanto que para el sobrino, eso de quedarse de improviso en tinieblas, fue algo sorpresivo y fantasmal. Entonces nuestro “Martín el valiente” corrió despavorido y fue raudo a buscar las tibias faldas de su protectora mamá! Desde entonces al Gabicho ya no le importó que se burlaran de sus temores… había descubierto que alguien más poseía unos novedosos miedos que no eran iguales a los de su exclusiva especialidad! Y así fue cómo, cuando le proponían una infantil competencia, que incluía un salto desde la escalinata, él prefería aceptar una prueba que incluyera una alcoba expuesta a una intempestiva oscuridad…

La moraleja de la historia es que todos tenemos nuestros miedos, todos tenemos nuestros temores; todos le tenemos miedo a algo en la vida, llámese a ese algo: vergüenza, altura o velocidad; todos tenemos temores: ya sea a la muerte, a las tinieblas o a la soledad… Supongo que es por miedo que sucumbimos a prejuicios y a complejos. Y, no importa cuan seguros o temerarios nos presentemos: todos hemos sufrido alguna vez esa extraña sensación de tener algo suelto debajo del diafragma, que nos pone indecisos y aprensivos, que nos inquieta y desanima, que no nos deja actuar con tranquilidad... Muchas veces, logramos disimularlo, conseguimos aparentar una condición alejada de los temores; pero, la verdad es que, a algo siempre le tendremos miedo en la vida; aunque “ese algo” sea solo el “miedo a sentir miedo”: la posibilidad de exhibir nuestra propia fragilidad!

En cuanto a mí mismo: yo también tengo mis miedos. Los tuve siempre y aún no se me han ido… pero, como todos, sé que siempre terminamos teniéndole miedo a algo en la vida; que el coraje no está en no sentir miedo, sino en tratar de superar la debilidad; y que, aunque finjamos que nada nos conmueve, lo hacemos solo para aparentar una inexistente valentía ante los ojos de los demás. Todos escondemos alguna forma de temor, aunque lo tratemos con éxito de disimular. Unos sentimos miedo al fracaso o a la pública vergüenza, unos a la turbulencia en los aviones y otros a esa compañera que nunca propicia compañía y que llaman soledad. Unos decimos “casi me caigo” y evitamos el salto desde la tercera grada; y otros corremos a escondernos bajo el tutelar amparo del regazo de mamá…

Sobre San Petesburgo, 7 de mayo de 2011
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04 mayo 2011

Teoremas afectivos

Hoy fui al campo de práctica, una superficie rodeada por una red de malla donde se puede ejercitar los golpes del juego del golf (lo siento, no hay traducción todavía para esta palabrita, ni en castellano, ni en ninguna lengua latina). Es lo que en inglés se conoce con el nombre de “driving range”. Sospecho que lo de “driving” le viene al nombrecito porque casi todos los feligreses, que en esta suerte de canchita se congregan, se dedican sobre todo a practicar con la pieza que creen que es la más importante de todas, una que se ha dado en llamar “driver”, que como bien saben quienes hablan muchos idiomas, quiere decir conductor, en inglés. Esto es importante que yo aclare, porque por ahí tengo un amigo que está firmemente persuadido que así se le llama a este campo de entrenamiento, no porque allí se practique con dicho palo de tiro, o implemento guía, sino porque de ahí nos viene a recoger nuestro chofer…

Esta última precisión es importante de dejar notariada; ya que nada más falso que el absurdo convencimiento de nuestro amigo, que cuando nos escucha comentar que hemos cambiado de “driver”, él enseguida piensa que ya hemos persistido en dejar sin trabajo a un excelente chofer..! Pero esto es así mismo: inevitable, como muchas de las curiosas traducciones literales que se consiguen por nuestro prurito de llamar a las cosas por su nombre en español (con lo que, más bien, terminamos otorgándoles a veces un sentido ajeno, si no opuesto).

Pero, estoy otra vez lanzando el anzuelo donde no se encuentra el río; lo que me interesa contarles es que hoy fui a practicar con un amigo, que me había pedido que le familiarizara con el golf y le diera cierta orientación básica para empezar sus primeros ensayos con este jueguito que resulta tan difícil de aprender. Contrario a lo que muchos piensan, el golf es un entretenimiento muy complejo, pero tiene una ventaja imponderable: es un deporte absolutamente lógico, ya que obedece a las leyes básicas de la geometría y de la física; es un juego donde se aplican principios simples e incontrastables, como la fuerza centrípeta, las leyes de la dinámica de Newton; y, como no, hasta la incomprensible teoría de la relatividad de Einstein, ya que es “relativamente” difícil y complicado aprender a jugarlo a nuestras edades, si no lo habíamos intentado en nuestra niñez…

Y ahí estaba yo, haciendo estas consideraciones físicas y matemáticas (yo que, más bien, fui de filosóficas y sociales) cuando fui cayendo en cuenta que la del golf es una práctica totalmente racional y coherente, que relaciona aspectos simples que involucran a la geometría y a los más básicos axiomas y enunciados de la matemática elemental. Ahí se aplican las leyes del movimiento; se comprende el desplazamiento de los cuerpos debido a la fuerza centrípeta; se entiende la tendencia de los cuerpos a salir de su estado de reposo; y hasta se termina comprendiendo a plenitud la más caprichosa de las leyes físicas, una mejor conocida como “Ley de Murphy”, que es una que sentencia que “cuando algo es posible que salga mal, pues lo más seguro es que ha de salir mal…!”

“Por manera que” (como dicen ahora los políticos de mi provincia), golpeando que golpeando bolitas de golf, tratando de ayudar y de orientar los primeros pasos de mi frustrado y entusiasta compañero, me puse a meditar en lo fáciles y enormemente gratificantes que serían nuestras relaciones con parientes, vecinos y demás conocidos si, en lo que tiene que ver con nuestros sentimientos y nuestro trato afectivo, estaríamos en capacidad de aplicar estas leyes, al igual que lo que se requiere para ir perfeccionando nuestras habilidades con el golf…

¿Cómo no entender, por ejemplo, aquello de que “toda acción tiene una igual e idéntica reacción”? ¿Cómo pedirle entonces “peras al olmo” (perdone Alicita por la transliteración)? Cómo esperar que nos entreguen los demás lo que primero no les habíamos ofrecido? ¿Cómo cosechar pimientos verdes, si lo que sembramos fueron colorados tomates? Tengo por ahí un ser querido que se ha convencido que mientras más brusco maneja, ha de llegar más rápido a su destino… Y no sé por qué no logro convencerlo que en las cosas de la vida, como en el golf, mucho depende de la gracia y el ritmo con que practiquemos el giro corporal (lo que llaman “swing”); y que los mejores resultados muchas veces se consiguen cuando damos la impresión de que lo hacemos sin esfuerzo…

Sí, qué fácil sería poder aplicar el principio más básico y general de la humana convivencia, aquel que reza que “no podemos exigir a los otros lo que no estemos dispuestos a ofrecer”, lo que se concentra en esa popular y sabia advertencia de “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”… Sí, qué fácil resultaría conseguir nuestra propia coherencia; sobre todo cuando usamos la más ruidosa y prostituida de las palabras, aquella con la que pedimos a los otros que sean “íntegros”, la tan manoseada y casquivana integridad… Pero, qué difícil parece ser esto de proceder con un poquitín de coherencia, rectitud y en forma cabal…

En fin, qué llevadera podría ser la vida si comprendiéramos que siempre puede haber solo una hipotenusa y siempre solo dos catetos… (si nos resistiéramos a pedir que nos entreguen dos “hipotenusas” para satisfacer nuestra voluntad peregrina de querer ser siempre “un solitario cateto”); o, si solo aplicáramos los axiomas y los corolarios de la física, de la geometría y de la dinámica; igual que hacemos en el golf para conseguir un juego más entretenido, satisfactorio y consistente! Qué conveniente sería aplicar el principio de Arquímedes, aquel relacionado con el desplazamiento de los cuerpos; y qué formidables resultados conseguiríamos si comprenderíamos que “un cuerpo sumergido en un fluido en reposo, recibe un empuje igual al peso del volumen del fluido que desaloja”.

Cómo bajaríamos de rápido ese esquivo e intransigente “hándicap”… el de lo afectivo y sentimental!

Shanghai, 4 de mayo de 2011
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02 mayo 2011

Después del fin...

“...y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.” Ernesto Sábato, El túnel.

Hay túneles que son eso, espacios cerrados, socavones oscuros que nos aíslan, lugares en los que nos vamos tropezando con nuestras inseguridades, sospechas y aparentes descubrimientos, como sucede con el imaginario mundo de los celos; pero los túneles pueden, a su vez, convertirse en puentes que nos lleven hacia otros descubrimientos, hacia otras revelaciones; puentes que se convierten en puertas de acceso, que nos permiten descubrir esa condición compartida que es la empatía, esa identidad mental y afectiva que nos permite reconocer, interpretar y comprender el estado de ánimo de quienes conocemos o están al lado nuestro…

Hay historias, llámense novelas, relatos o cuentos, que no solo nos transmiten unos episodios o nos narran unos acontecimientos; sino que, además, tienen la especial virtud de hacernos interpretar las sensaciones, los estados de ánimo de sus actores, que nos permiten identificarnos con sus razones, con sus angustias y temores, que nos hacen participar de sus sospechas y colaborar con sus presunciones, anhelar con ellos sus próximos e inéditos descubrimientos. Eso debe haberme ocurrido cuando leí por primera vez ese cuento largo que es "El túnel", en el que un pintor celoso y enamorado cuenta la historia de su perdición, la del solitario y angustioso mundo de sus contradictorios sentimientos. Aun así, y quizás precisamente por eso, sea que resulte tan difícil no identificarse con las meditaciones del protagonista.

- "Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona". El túnel.

Ya había leído “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddón, el exterminador” cuando cayó en mis manos esa novelita corta que es “El túnel”, cuya lectura fue para mí, por esos años, toda una epifanía, un descubrimiento que me llevó a advertir cómo ciertas narraciones no solo nos comentan una trama y unos episodios, sino que pueden transmitir la psicología de quien nos cuenta y los estados del alma de alguien más. Porque con la historia de Sábato, uno participa de las sospechas y justificaciones del protagonista, y procura identificarse con sus desesperanzas, sus desencuentros y sus utopías; porque eso es la vida: un túnel que solo logra convertirse en puente cuando trascendemos el aislado y melancólico mundo de nuestra soledad.

“El túnel” no es una historia de amor, pero es un relato de esa forma de lesión auto infligida que constituyen los celos. Aquí lo que importa no es siquiera si es que son o no justificados; tampoco cuenta qué hacer con ellos cuando los experimentamos o sentimos. Ellos son el epílogo de un proceso que nosotros mismos vamos creando, una serpiente venenosa a la que vamos alimentando para luego soltarla para que deambule libre en nuestros propios aposentos. Quizás por eso volví a ese túnel más de una vez, por eso quizás me acerqué tanto a Sábato; porque además de apreciar sus extraordinarias dotes como escritor, él me ayudó a descubrir y a reconocer que no soy uno de aquellos que pueden decir que jamás hayan sentido celos.

Por eso Sábato se convirtió en un puente para mí, por eso hace pocas semanas me puse a buscar en Quito su libro de memorias “Antes del fin”, consciente que él debía estar ya llegando a una edad cercana a la más inevitable de las despedidas; aunque, de acuerdo a su propia confesión, “no quería irse, quería quedarse para siempre”. El, un hombre ciego, como los que el mismo pintó, un viejo cascarrabias cercano a la centena, solo aspiraba, a pesar del auto reconocimiento de su predisposición, a que lo recordemos siempre no como a un escritor, sino solo como lo único que quiso ser: uno de quien sus vecinos pudieran decir que era un buen tipo.

Pero no logré conseguir sus memorias, ni él consiguió quedarse entre nosotros… Hoy se ha ido a los noventa y nueve años, a enfrentar la más irremisible de las condenas, una que es más inapelable aun que la del olvido. Siempre seré grato con este argentino universal, cuya probable desventaja quizás haya sido la de haber nacido en la misma patria, y vivido al mismo tiempo, que Borges. Mas, eso no puede ser una desgracia, más bien siempre enaltecerá los motivos para su reconocimiento.

Sí, hay túneles que se convierten en puentes. Sábato me hará recordar siempre a los puentes que con él encontré. Sus túneles me llevarán de vuelta a ese socavón oscuro que llevaba a la azotea de mi infancia, que fue atalaya para observar a los demás, patria para mis soledades y momentos de libertad, y espejo portentoso donde tuve la oportunidad de recuperar la imagen real de mis distorsionados sentimientos. No imagino como será vivir hasta la víspera misma de la centuria; yo, que por parte de madre, pertenezco a una familia de longevos. Hoy, me despido de él con reverencia, pues Sábato, quizás interpretando el título de la comedia de Oscar Wilde, había descubierto desde temprano aquello de “La importancia de llamarse Ernesto”…

"Por un instante, su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente, pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo". Ernesto Sábato, El túnel.

Shanghai, 3 de mayo de 2011
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01 mayo 2011

Y, colorín, colorado…

Sí, colorín colorado, que esos cuentos ya se me han terminado! Y es que, como ya les había anticipado, había dejado el resto de las “50 Historias” de Jorge Ortiz, para leerlas y saborearlas un poco más tarde, con un poco más de tiempo libre y también de tranquilidad. Y, como dicen que lo ofrecido es deuda, he aprovechado una fortuita e imprevista alteración en mis destinos de itinerario, para disfrutar y concluir mi lectura de esos “cuentos para niños mayores” que es lo que son esos relatos. Creo que hoy más que nunca, se hace imperativo que los hombres sigamos leyendo historias que, como éstas, se convierten en verdaderos cuentos; aunque en muchos casos, nos lleven a un final marcado por el suspenso; o mucho peor todavía: que aquellos cuentos no nos entreguen un final feliz.

Los hombres no podemos dejar de escuchar historias. De niños, quienes tuvimos suerte, gozábamos con los cien veces repetidos episodios que nos contaban una y otra vez; y que sabíamos desde el principio que tendrían siempre un mismo final. ¿Cuántas veces habremos pedido que nos relaten el mismo cuento? ¿Cuántas veces soñaríamos despiertos hasta que nos habríamos quedado dormidos; solo para, ya dormidos, entrar a un mundo privado y fascinante, que solo unas horas más tarde ya lo habríamos de olvidar? Quizás por esto, los hombres seguimos necesitando que alguien nos “cuente cuentos”; y, no importa cuál sea nuestra edad, estos nos han de volver a convertir en niños, otra vez más. Ya lo dijo Lewis Carroll: “no somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”…

Lo que pasa es que ahora ya no se trata de historietas reducidas; ya no se trata de los cuentos de Caperucita Roja, o de Blanca Nieves; ni siquiera los de Robinson Crusoe, Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, o Simbad el Marino. Hoy son cuentos más extensos, aunque igual de fascinantes, que cuando se los empieza a leer, más bien terminan interrumpiéndonos el sueño y ya no los podemos dejar a un lado. Ahí están El Túnel de Sábato, La Metamorfosis de Kafka, La Tregua de Benedetti, El Perfume de Suskind: cuentos para niños que no quieren todavía dejar de serlo, cuentos que no nos cansamos de releerlos, y que al verlos en los estantes de nuestros libreros, siempre nos estamos prometiendo que los vamos a releer una nueva vez, como presintiendo que la próxima vez tendrán un diferente final.

Recuerdo cuando leí El Perfume por primera vez y que caí en cuenta, cuando ya acababa su lectura, que no era un cuento cualquiera, que se trataba realmente de una parábola; y al descubrirlo, solo cuando ya terminaba de leer esa apasionante alegoría, comprendí que se había tratado de una metáfora, de una enseñanza moral. Tuve entonces que volver al principio, como redescubriendo los escondidos meandros de un laberinto, ya en posesión del mapa que me permitiría explorarlo.

Si hay algo de fascinante y beneficioso en la revisión de la historia, es justamente la posibilidad de mirar al pasado y de aprender de los acontecimientos que antes sucedieron a la humanidad para aprovechar así de la experiencia, muchas veces dolorosa y lacerante, de los demás. A veces ni siquiera hace falta regresar a ver, aun consolados por la idea que no habremos de terminar convertidos en estatuas de sal. Solo se necesitaría salir de nuestros cómodos espacios, para abandonando nuestros egoísmos, apreciar - o por lo menos tratar de interpretar – lo que le está pasando al mundo, lo que parecería que les está sucediendo a los demás.

Revisando “Cincuenta historias” (más me hubiera gustado “Cincuenta”, así, con letras y no con las cifras digitales) me ha resultado sorprendente comprobar tres asuntos independientes. El primero es la circunstancia de como unos pocos artículos que tienen una temática y una entidad propias, que fueron publicados en forma independiente en una revista a través de muchos años, y que fueron presentados a un grupo restringido de lectores, puedan de pronto aglutinarse y compendiarse de una manera tan estructurada, cual si la intención inicial del autor hubiera sido, desde el principio, la de enhebrar un documento textual, en el cual sus diferentes partes formarían parte de un concepto o de un tópico global.

Mi segunda comprobación es quizás más subjetiva: consiste en el personal reconocimiento que cuando leemos capítulos cortos e independientes, los libros nos dan tiempo para la meditación, la reflexión y la valoración; nos permiten, más allá de apreciar los datos de interés, evaluar si la moraleja de esas historias puede, de alguna manera, ser aplicada a nuestras vidas y, por sobre todo, a la contradictoria vida de nuestra colectividad. Esto para, además, hacer la digresión de lo fácil y entretenida que resulta la lectura cuando podemos seguirla a nuestro propio ritmo, y reempezar con nuestro deleite y disfrute, haciendo las pausas que se acomoden de mejor manera a nuestro tiempo libre y disponibilidad. En otras palabras: cuando el autor nos ofrece un sendero, la decisión que tomemos de cómo queremos explorarlo y de qué ritmo escogeremos para hacerlo, ha de ser ya cuestión de nuestro propio albedrío y de nuestra disponibilidad personal.

Mi tercera reflexión apunta más bien a mi ya íntimo convencimiento, a esa inútil persuasión, de que cuando nos alejamos de nuestra tierra por mucho tiempo, por fuerza nos privamos de aprovechar múltiples vivencias y acontecimientos, como hubiese sido la oportuna lectura de esas separadas historias, que alguien, a quien aprecio, se habría dado el gusto (algunos le llamarán, con razón, el esfuerzo) de pasárnoslas a nosotros para ilustrarnos y para que las pudiéramos disfrutar.

Y colorín, colorado, que estos cuentos se han acabado!

Zandvoort, Holanda, 1 de mayo de 2011
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