30 junio 2011

De sapos vivos y ranas muertas

Es increíble lo que puede aprenderse hoy en día a través del Internet. En algunos casos, podría aprenderse tanto como si se asistiera a una universidad o a un instituto académico. Además, ahí está la ventaja de su versatilidad, que se puede investigar y consultar al ritmo que a uno más le convenga. Se pueden explorar nuevos temas relativos; y quizás, lo que es más importante, que uno va como tropezando con una serie de nuevos asuntos e información inesperada que lo llevan a adentrarse en el sinuoso laberinto de variados temas, en los meandros caprichosos de nuevos e imprevistos conceptos… En cierto modo, es como si se asistiera a una clase con múltiples profesores, los mismos que estarían siempre disponibles y dedicados a responder nuestras preguntas, a darnos información adicional, a absolver nuestras dudas e inquietudes con sus sabias respuestas.

Hago estas reflexiones mientras espero en el aeropuerto de Denver para la salida de mi vuelo de regreso a Chicago. De pronto se me ha ocurrido matar un poco de tiempo consultando la diferencia técnica entre sapo y rana; o, como manda la cortesía, entre rana y sapo (con el femenino adelante). Noto – de paso – que si se aplicaría la nueva moda impuesta por la “revolución ciudadana”, se debería decir: sapas y sapos (que sí suena), o ranas y “ranos” (que, en cambio, no). Porque, aunque al ver a uno de estos batracios casi siempre decimos “el sapo”, conocido es que en ocasiones utilizamos también el sustantivo adjetivado en forma femenina, como cuando decimos “sapa viva” para referirnos a una mujer caracterizada por su cuestionable condición de ingeniosa o perspicaz. De paso, no estoy muy seguro de cuál sea el atributo que tenga el sapo, que haya merecido que se le identifique con la sagacidad motivada por la malicia…

Lo cierto es que siempre se habla de “sapos vivos” y nadie habla de “ranas vivas” (ni tampoco, claro, de ranitas muertas). Lo único importante de saber es que, aunque las ranas y los sapos sean anfibios y batracios, constituyen dos especies diferentes, que tienen en común su no muy atractiva apariencia y la múltiple utilización que se da a la misma, para tomarlos en cuenta en fabulas y moralejas, sea para darles la nobleza de un arrogante rey o simplemente para que conquisten con su supuesta seducción a una enamorada princesa. Porque, aunque no intentemos hacer inútiles discriminaciones, en una cosa sí vamos a coincidir, y es que los sapos, verdes o de cualquier color, son ante todo unos animalitos muy feos, que debido a la consistencia resbalosa de su epidermis, nos producirían un muy intenso recelo si tratamos de tomarlos con las manos.

Ahora que ya consulté el Internet, he descubierto que a más de lo que ya sabía (o sea, que la rana no era la hembra del sapo), que hay unas pocas diferencias que permiten diferenciar a los dos tipos de batracios: las ranas son más pequeñas, tienen los ojos saltones y pronunciados, sus miembros posteriores son más largos (lo que sirven en ciertas mesas son “ancas de rana”, y es comprensible que no sean “ancas de sapo”). Las ranas tienen la piel brillante y resbalosa; y eso de tener la piel rugosa es una de las características con que generalmente se puede identificar a los sapos. Esto sería, en cuanto a su apariencia, lo principal, si se los quiere diferenciar; pero no exime del riesgo de confundir con una rana lo que era realmente un sapo.

El calificativo de “pendejo” (con perdón) es utilizado en ciertos lugares de Sudamérica con una connotación distinta a la usada en el Ecuador; no se lo usa para designar a una persona carente de sagacidad o perspicacia; sino por el contrario, para identificar a quien hace uso de sus recursos y abusa con malicia de la confianza o ingenuidad ajena. Por eso, cuando en el Perú se quiere decir que un individuo es un “sapo vivo”, se dice simplemente que es un pendejo. Es por eso que allá, a nuestros pendejos los llaman “cojudos”, y (sospecho yo) que a nuestros “cojudos” ni siquiera se dignan en tomarlos en cuenta…

Si algo me resultaba apasionante, mientras fui niño, fue justamente el curioso proceso de crecimiento que tienen los batracios, la llamada “metamorfosis”, que consiste en una continua transformación hasta que consiguen su apariencia definitiva. Recuerdo que, en lo que por muchos años fueron unos terrenos irregulares y abandonados, ubicados frente a la antigua Escuela de Ingenieros, donde hoy hay una calle llamada Santa Prisca, había un pequeño estanque en donde pululaban una infinidad de inquietos renacuajos (“guilli-guillis” se los llamaba, con un término que intuyo que viene del quichua), que podían ser fácilmente confundidos con diminutos pececitos. Y, prontos ya a convertirse en ranas adultas, empezaban a exhibir unos incipientes miembros y un color más oscuro, justo antes de optar por desaparecerse por completo. Porque vimos por ahí muchísimos renacuajos, pero nunca los vimos ya convertidos en ranas o sapos, como si ahí se hubiese terminado de golpe el proceso de su crecimiento.

Pienso en sapos, ranas y renacuajos mientras realizo mis ajetreos itinerantes, mientras cumplo con la rutina de mis actividades peripatéticas. Entonces pienso en las peripatéticas caminatas de mis profesores después del almuerzo y en el filósofo de la antigüedad que dio origen a este término que también consulto en la red. Porque el Internet puede abrirnos paso a callejones inesperados; y con solo consultar acerca de los sapos, uno puede caer en las escuelas clásicas de la filosofía, como la de los llamados “peripatéticos”. Y éste era justamente el apodo con el que se conocía al más genial de los sabios griegos; quien nunca había sido considerado uno de “los siete sabios de la Grecia”; él había inventado un sistema filosófico independiente, había sido discípulo de otro filósofo llamado Aristocles, a quien por tener los hombros anchos, se lo conocía como Platón. Su nombre era Aristóteles. Su influencia sigue vigente, a pesar de que han pasado más de veinte siglos. El enseñó conceptos que siguen siendo fundamentales. Estaba empeñado en que los ciudadanos sean hombres de bien y no sean ni unos “sapos vivos”, ni unos pobres pe... ripatéticos!

Denver, 30 de Junio de 2011
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25 junio 2011

Las cosas de la vida y del corazón

Si bien lo veo, la característica que mejor parece haber identificado a mi padre no fue ni su agudo ingenio, ni su espontánea y seductora simpatía; y ni siquiera el atractivo de la apostura con que la gente parece que más lo recuerda todavía; sino tan solo la facilidad que él tenía para hacerse aceptar por la gente de toda condición; en suma, su natural y proverbial sencillez. Pienso en ello, mientras medito en que ésa es una cualidad que se expresa, de una u otra manera, en la personalidad de mis propios hijos. Por eso es que a veces me pregunto: si yo, que vengo de un hombre que era reconocido como un “pobre de espíritu” (en el sentido evangélico); y si se supone que uno se refleja en el espejo de sus propios hijos, por qué es que la gente a veces me percibe como si fuera un presumido?

Pero… ya habíamos hecho antes unas acotaciones al respecto. Por ahora, solo quiero referirme, con aparente y contradictorio orgullo, a la sencillez que adorna a uno de mis hijos; él es alguien que suele no tomarse nunca muy en serio las cosas de la vida, alguien que aunque haya tenido comodidades, no tiene grandes ambiciones materiales. Es de aquellos a quienes la Providencia les ha reservado la primera de las “bienaventuranzas”; porque a ellos se refirió Jesús en el sermón de la montaña, cuando los llamó de afortunados y les prometió ese sencillo reino de la conformidad, que eso y no otra cosa es el “Reino de los Cielos”.

Estoy en Denver en estos días; he venido a presenciar la boda de este hijo; uno que, a más de haber salido “pobre de corazón”, también nos ha salido un tanto “manso de espíritu”, con lo que infiero que se ha de completar, en su caso, la otra recompensa evangélica; la de que habría de heredar también “la posesión de la tierra”, como si no fuera ya suficiente aquello de la primera y más existencial de las promesas: la de un reino que no es de este mundo, la de un mundo que está allá arriba, más allá del horizonte, en el espacio infinito de los cielos. Y todo esto, porque, este hijo, mañana va a entrar en un nuevo “paraíso”, uno que sí es de este mundo, uno al que pertenecen otra clase de “bienaventurados”: los hombres casados…. Sí, porque es cosa muy seria, la de entrar en ese mundo, el llamado mundo de los “hombres serios”…

Y entonces se casa Agustín, el menor de mis cuatro hijos. Y siento, que está muy satisfecho con su decisión, muy contento con quien ha escogido como compañera para cruzar este “valle de lagrimas”; y me parece que lo veo muy feliz. Por lástima, no podrá estar presente Bernardo, el mayor de sus hermanos; pero han venido a acompañarle sus demás hermanos y parte de la familia. Así es como, otra vez se ha reunido la familia íntima “lejos de la casa”, para decirle a Agustín que participa de su alegría, que tiene seguridad que va a ser muy feliz con quien ha decidido compartir su vida. Que sienten que él y su futura esposa hacen una pareja de muchachos que tienen fe y que saben lo que es la esperanza, que saben lo que es la caridad; porque el amor viene por su cuenta cuando se sabe “creer” y se sabe sentir ese calor tan especial que es el constituido por el optimismo…

Parece que él está persuadido que puedo decir unas pocas palabras importantes en el día de su boda, y me ha pedido que haga un pequeño brindis que sirva para inspirar en esos momentos de augurio y celebración. Mas… cómo decir algo sabio e inteligente si uno carece de los atributos para hacerlo; y si, además, se nos constriñe con la advertencia de un restrictivo límite de tiempo? Mientras medito en qué expresar con unas breves palabras, siento que lo más apropiado será que deje que hable con libertad mi propio corazón. Agustín es un hijo al que ya veo muy poco pues está separado por la distancia. Este es el contradictorio precio que los padres pagan cuando salen a trabajar lejos de sus raíces, cuando los hijos se van quedando fuera y sus padres se ven obligados a parcelar sus nostalgias, a renunciar a los preciados anhelos de su propio corazón…

Y ayer nomás, mientras así recordaba aquí en un íntimo coloquio - como parece que es la tradición americana -, me refería a cómo conocimos a quien a partir de este fin de semana pasará a convertirse en su joven esposa. Entonces, se me hizo difícil dejar de recordar aquella tarde de sábado, en la víspera misma de un viaje que yo tenía programado a Lisboa para asistir a un congreso internacional, que quien habría de ser bautizado un día con un nombre que nunca estuvo previsto, habría de adelantar en casi dos meses su venida al mundo. Era un pequeñísimo bebé que vino a luchar con obstinación para asegurar su presencia en esta vida y que ahora estaba convirtiendo en realidad su más importante ilusión .

Así, ese mismo muchacho que tanto aprecia la sencillez en las relaciones con la gente, que sabe que no vale la pena tomarse a sí mismo muy en serio, ha pasado a formar parte de un grupo de gente llamada “seria”, gente que sabe que tiene que aceptar con seriedad sus compromisos. Por ello, no puedo sino regresar a mirar atrás y advertir que el estar casado no puede ser sino un empeño por vivir con alegría, una alegría que no contradice sino que brinda sustento a la felicidad. Porque solo viviendo en paz y con alegría, buscando la dicha ajena sin descuidar nuestro propio goce y satisfacción, es que podemos estar casados “en serio” y así persistir en la búsqueda de nuestra más íntima ilusión.

Yo, que en la vida no siempre aprendí bien las lecciones que propiciaron mis asignaturas, estoy persuadido que así como ayudamos a buscar la felicidad ajena, solo lo podemos lograr cuando también contagiamos con nuestra personal realización. Porque solo cuando nosotros disfrutamos, podemos contagiar con el impulso de nuestra propia alegría, con el reflejo de nuestra propia felicidad.

Denver, junio 25 de 2011
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20 junio 2011

El mejor papá que he tenido…

Llegó de nuevo el “día del padre”. Empezaron también a llegar las cartas de los hijos. Son notas llenas de cariño, que dicen de recuerdos y de sentimientos, que están llenas de promesas, que unen más… Ésa es la magia de las celebraciones: que nos dan una nueva oportunidad para abrir el corazón, para decir cosas con espontaneidad. Y esto pasa, aunque ellos, los hijos, no requieran ni de fechas ni pretextos. Porque dicen con frecuencia “le quiero mucho, pa”; y yo sé que es así, aunque ellos no siempre lo sepan expresar… Me hace pensar en que, si alguna vez pude darles algo, fue por la satisfacción incomparable que significaba “dar”; porque intuía que así, dándoles, entregándome, sin esperar reciprocidad, me justificaba en la vida y recuperaba mi íntimo impulso vital… Porque solo dándonos, podemos vivir de veras y podemos realmente amar…

Y, cuando esas notas empiezan a llegar, llegan también a visitarme una serie de episodios que me atropellan con sus recuerdos. Ahí están los viajes que juntos hicimos, las experiencias que pudimos compartir y disfrutar, el sentido solidario que fortaleció nuestro sentido de familia. Están las travesuras y las reprensiones, las celebraciones, las fiestas infantiles, las inquietudes de cada uno. En fin… las oportunidades que ellos me dieron para sentirme orgulloso de ser su padre, para disfrutar de esa distinta forma de amistad que fuimos haciendo crecer y que cada vez nos fue uniendo más. Y, ahora… cuando ya todos vuelan por su cuenta, me permiten ir descubriendo una nueva posibilidad: la que seduce con la inocencia y la fantasía, esa bendición maravillosa que es la de sentirse abuelo!

Y por ahí está, guardada entre los cajones arrumados de una bodega, o metida quizás entre las hojas arrugadas de uno de mis libros preferidos, esa tarjeta que alguna vez me entregó Bernardo cuando era todavía pequeño. “Gracias pa, por lo bueno que es con nosotros. Le deseo un feliz día del padre, porque usted es el mejor papá que yo jamás haya tenido!”… Ahí está justamente la gracia sin límites que tiene la ternura emparejada con la ingenuidad, gracia que entrega razones para la sonrisa, que impulsa a la bondad, a ese compromiso de ser amigo y maestro, que es la más hermosa promesa que podamos hacerle a la vida…

Pero… fui realmente un padre bueno? No lo sé! Solo sé que lo que hice con mis hijos, lo hice para hacerles más fácil su vida, para poderles dar lo que yo mismo no tuve, para hacerles sentir esa combinación de disciplina y afecto que creí que era ser papá, para compartir con ellos el disfrute de una infancia que me entregó el tiempo en forma distinta… Porque yo no siempre tuve la suerte de vivir con mi propio padre. Habría de vivir con él sólo los primeros años de mi vida; y mucho más tarde, cuando empezaba recién a descubrirlo, se me fue un triste sábado por la tarde, dejándome otra vez huérfano y confundido, roto de dolor y de melancolía… Sí, creo que lo perdí demasiado pronto! Desde entonces, nunca más ya lo volví a ver… Solo sé que se me fue, que me quedé muy solo, sabiendo que ése es el capricho con que lastima el ogro cruel e insaciable del destino…

La noche siguiente me quedé en Cuenca, quería acompañar a mis hermanos menores y a su madre -una mujer demasiado buena para merecer ese horrible nombre de madrastra-, y me puse a revisar las olvidadas fotografías de papá, a hurgar entre sus ordenados cajones, a explorar el secreto baúl de sus preciados “cachivaches”… descubriendo sus navajas y artilugios, advirtiendo que de él habría heredado mi obsesión por la pulcritud y la simetría; y quizás también esa empecinada e incorregible vocación por guardar cosas pequeñas y distintas que “podrían servirnos algún día”: esa, su callada y bien disimulada novelería…

Allí, esa noche, en el rincón de esa discreta sala de estar, sonaba un tocadiscos desvencijado. Giraba en él un pequeño disco de cuarenta y cinco, que entregaba una nostálgica melodía que se quedará para siempre en mi recuerdo. Y esa misma noche, sabiendo que ya nunca lo iba a volver a ver, me puse a recordar sus payasadas, sus preferidas poesías, sus juegos con nosotros cuando fuimos niños, cuando se arrodillaba en el piso y jugaba a perseguirnos cual si fuese un travieso perrito… Afuera lloraba el cielo; mientras, adentro, yo también lloraba mi nostalgia, escuchando ese pasillo que reflejaba su prematura despedida:

La noche  se hizo en mí cuando te fuiste,
y yo creí morir sin tu querer.
La noche se hizo en mí con tu partida,
y para qué vivir si ya no estas en mí…

Papá quizás no fue el padre que él mismo hubiese querido ser. Tampoco fue el que la familia de mi madre hubiera querido que fuera. Pero, lejos de alimentar en nosotros un sentimiento de antagonismo, los tíos se preocuparon por darnos lo que, por su ausencia, y sus nuevas circunstancias, papá ya no nos pudo dar. Aun así… se fue dejándonos el recuerdo de cómo supo enfrentar con humor la vida; su persistente ilusión frente a la adversidad; nos dejó la memoria de su ingenio y de sus traviesas ocurrencias, la de su elegancia no exenta de sencillez. Y nos dejó, como herencia de su vida, ese su loco optimismo; y también la cascada de su risa, la fuerza torrencial de un afecto que, como el suyo, nunca necesitó disimular…

Fueron los tíos quienes se convirtieron en nuestros “padres putativos”. Pero, aun así… papá será siempre el mejor papá que yo he tenido! Porque, frente a todo y ante todo, él fue conmigo un gran amigo; o, si no, simplemente, “mi papá”…

Chicago, 19 de junio de 2011
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18 junio 2011

Hacer de tripas, corazón

Reviso ocasionalmente las estadísticas de este “blog”. Así puedo darme cuenta que aparentemente, a imagen de lo que pasa en la vida, la más popular de mis entradas es justamente la más humilde de entre ellas. Se trata de una que llamé “Caldo de 31”, escribiendo su título de la misma forma como lo escriben en las pizarras que anuncian en la Sierra el expendio de esta sopa hecha con tripas y menudencias. Intuyo, por lo mismo, que mucha gente cae en estas reflexiones mías, no por interesarse en mis escritos, sino por culpa de la mera coincidencia. En efecto, parecería que hay gente que “pisa el jardín de mi casa” porque más bien ha estado buscando una culinaria y autóctona receta…

Pero… no me queda más! Tengo que “hacer de tripas corazón” y, por lo menos, trato de averiguar cuál es el sentido de esta expresión, cuál es la historia de su uso y trato de relacionarlo con la costumbre de cómo se la emplea. El dicho solo significa: sobreponerse a las adversidades, armarse de valor, saber enfrentarse a una situación desagradable, hacer un esfuerzo para enfrentarse a los obstáculos; lo que, utilizando otra expresión popular, se diría: “al mal tiempo, buena cara”. En este sentido, quizás más apropiado sería decir “hacer del corazón, tripas”, puesto que la intención sería la de endurecerle al corazón, la de convertir el corazón en tripas, para que éste no se lastime ni sienta. A menos que convirtamos las entrañas en corazón, para armarnos de coraje y de fuerza...

Cuando decimos que “hacemos de tripas corazón” lo que queremos realmente decir es que hay que dominar el miedo, que debemos saber dominar los obstáculos; ya que cuando enfrentamos las desgracias o las incomodidades, no hay más remedio que saber enfrentarlas. Es lo que en Venezuela llaman “tirar palante” o lo que no nos cansamos de escuchar a nuestros futbolistas, que cuando les entrevistan, hablan de seguirle poniendo empeño a su esfuerzo para poder “salir avanti”, cuando imagino que lo quieren decir es “salir avante”.

Lo de “tirar palante” me recuerda al primer viaje internacional de mi juventud, cuando escuché por primera vez eso de “vamos a echarle pichón a la cosa” o de “vamos a echarle palante”; y me remite también a una cancioncita de Emilio José que se llamaba “Un paso adelante”. Su música era muy agradable; y su letra no estaba exenta de una intensa filosofía. Llegó a convertirse en “la número uno”. Decía así:

Ya lo sé, conozco ese momento que te toca vivir.

Yo también, he perdido mil veces la fe que había en mí.

Sé muy bien que se estrecha el camino y de nada vale

Querer volar preso del destino. La libertad no puedes hallar!



Un paso "alante", no volver la vista atrás.

Esos minutos que te acabas de encontrar

Son quizás parte de la búsqueda. Mañana lo resolverás.



Ese futuro que tan negro viste ayer.

Es como un sueño, se empieza a desvanecer.

Ya verás como mañana el sol de nuevo brillará.



Ya lo sé, la gente desde fuera no puede comprender.

Yo también, me pierdo en los problemas sin poder entender.

Sé muy bien que las borrascas pasan y un sol ligero,
Vuelve a nacer tras un aguacero y un raso cielo se vuelve a ver.



Un paso "alante", no volver la vista atrás.

Esos minutos que te acabas de encontrar

Son quizás parte de la búsqueda. Mañana lo resolverás (bis).

Por esto, cuando vuelvo a revisar esas curiosas estadísticas, solo espero que no sean lo que dicen de ellas: que “son como los bikinis que muestran mucho, pero que ocultan lo esencial”… De ahí que, no tengo más remedio que aceptar que mi entrada más leída siga siendo “Caldo de 31”. Ante ello no me quedan sino dos recursos: dedicarme más bien a escribir recetas de cocina; o, claro, también... “hacer de tripas, corazón”!

Anchorage, 19 de junio de 2011
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Ensayo de la estulticia

Estúpido. Imbécil. Idiota… Qué interesante es encontrar el origen de las palabras! Me pregunto si uno puede ser inteligente y, a la vez, hacer tonterías? Es que, me he entretenido con un editorial reciente, que analiza el sentido etimológico de la palabra “estupidez” que, según Corominas, sería un término heredado del latín “stupidus”, que significa “aturdido”. Y que, según el diccionario de la Real Academia, significaría "necio, o falto de inteligencia". Sugiere quien escribe, que “en apariencia, una persona inteligente no estaría en capacidad de hacer estupideces, lo cual, paradójicamente, ocurre con bastante frecuencia”…

La reflexión me ha llevado a recordar a un joven amigo de juventud. Estaba dotado de una inteligencia excepcional; era una mente brillante, con la capacidad de discusión lógica más vertical y contundente que jamás haya conocido en mi vida. Tenía una cabeza genial, era una maravillosa maquina de pensar. Gozaba, además, de la suerte de haber accedido a una educación de privilegio; era bien parecido y seducía con el embrujo de su desbordante simpatía; pero… era propenso a caer en el reino sin fronteras de la estulticia. Brillante e inteligente como era, no cesaba, sin embargo, de cometer continuas y frecuentes tonterías!

Una tarde me llamó su madre para que fuera a visitarla. Quería conversarme acerca de su hijo. Le atormentaba que un muchacho que tenía tanto por ofrecer y aprovechar, y que estaba destinado a dar satisfacciones a su familia y a la sociedad, estuviera insistiendo en incomprensibles necedades y desperdiciando su talento, cayendo en tantos errores como si lo que poseyese no fuese intelecto, sino solo fofa bobería. Le hablé de su inteligencia. “Mijo –me dijo con resignación y melancolía- ser inteligente, no consiste en tener buena cabeza, sino solo en saberla utilizar en las cosas simples de la vida”. Fueron palabras que reflejaban dolor y renunciada esperanza, pero también profunda y enorme sabiduría…

Mientras recuerdo la infinita bondad de quien fue la madre de mi amigo, repito en mi memoria la altiva mirada de sus hermosos ojos azules, la ternura que siempre tuvo para conmigo; y medito en el porqué de la extraña tendencia que los hombres tenemos de caer en la tentación de hacer ocasionales tonterías. Cuántas veces no nos decimos a nosotros mismos “qué tonto que soy!”, sea porque erramos, porque olvidamos algo, porque nos descuidamos; o porque hicimos lo que no queríamos o terminamos haciendo lo que no se suponía. Nos vemos en el espejo y no entendemos cómo se nos pudo ocurrir haber dicho algo o haber hecho una nueva estupidez, que no tenía sino nuestra propia autoría!

Yo, que vivo haciendo tonterías, pero que gozo por ventaja de cierta absolución porque no puedo alardear de tener tanta inteligencia, me pregunto a veces por qué no se me ocurrió una opción que estuvo a la mano, o por qué no opté por una más coherente alternativa. Deduzco que aunque decimos que “errar es humano” (que es la excusa más frecuente), que no logro explicarme por qué es que, a sabiendas de las pérfidas consecuencias y los evidentes riesgos, metemos por ahí mismo la cabeza (también es figurativo) y volvemos a caer en otra inexcusable tontería.

Las llamadas indiscreciones, en las que conocidas personalidades han caído en algún momento de su vida, me han hecho recordar el comentario que leí alguna vez en un periódico americano, con respecto a estas insensateces: “Lo que sucede –escribía el articulista- es que Dios nos dio a los hombres un cerebro y también un órgano entre las piernas, pero parecería que no nos regaló suficiente sangre para irrigarlos a los dos en forma simultánea”… Por mi parte, dudo que ésa sea la causa científica; y estoy persuadido que, cuando tiene que ver con debilidades y concupiscencias, actuamos muchas veces sin meditar en las implicaciones, ni tampoco en las inevitables consecuencias. Por desgracia, nadie está exento de cometer actos absurdos, acciones que motivan la incredulidad ajena, que incluso conducen a la risa y que terminan por llenarnos de vergüenza.

El comentario al que al principio hago referencia, ha coincidido con mis apuntes de Miguel de Unamuno, relacionados a su magistral obra “Del Sentimiento Trágico de la Vida”; allí hace justamente una referencia al significado etimológico de una palabra parecida y emparentada: el término “idiota”. Él, refiriéndose a un cierto momento de controversia en el pasado, dice que “la victoria se fue por el lado de los idiotas; en el sentido etimológico de propio (particular), primitivo; como el de los simples, rudos y de cabeza dura”.

En efecto, el “idiota” en la antigua Grecia, era quien sólo atendía a sus asuntos particulares y no podía intervenir en las cosas que eran públicas. Probablemente la connotación posterior de zafio o ignorante vino justamente para referirse a quien no se ocupaba de lo público, sin embargo de que ello afectaba su vida. Algo similar sucede con la palabra "imbécil" que, en su origen, era una palabra utilizada por los griegos para designar a los débiles, a quienes necesitaban apoyarse en los demás… Luego pasó al latín con el sentido de “quien se apoya en el bastón o quien carece de apoyo”… Lo que sucede es que, tanto imbécil como idiota, se empezaron a usar en Europa en el siglo XVII, para identificar a los disminuidos o débiles mentales. Y, así, fueron utilizados desde entonces como un insulto…

Sí, “una cosa terrible es la inteligencia”, diría el maestro vizcaíno, y concluiría que… “la verdad es que el hombre, que es prisionero de la lógica, sin ella no puede pensar”. A pesar de que “... siempre ha tratado de subordinar la lógica al servicio de sus caprichos”. Quizás esto explique mejor nuestras frecuentes estupideces, nuestros continuos y nunca aislados desaciertos. Cierto no? Qué tontería!

Anchorage, junio 17 de 2011
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16 junio 2011

Cuaderno de bitácora

Estamos en Atlanta, hace calor y no funciona la unidad auxiliar de energía. Hoy no disponemos, de aire acondicionado (a fin de cuentas, solo somos un humilde carguero). Se siente calor y humedad, como si fuese un improvisado baño sauna dentro de nuestra congestionada cabina de mando. Hacemos metódicos preparativos en la confianza de que pronto terminarán los demorados trasiegos de carga y descarga. Es lo que llamamos “estibaje”, término que los miembros de la Academia no aceptan o dicen que no existe! A ver… Que vengan ellos a soportar más de treinta grados de temperatura, metidos en un tubo hirviente y desprovisto de aire acondicionado, esperando que terminen de reordenar y balancear la carga, y entonces que me digan que la razón de la demora no es una tortura perversa y que la dichosa palabra no existe! Que digan que no hay un concepto para englobar la acción de manejar la carga, procurando un centro de equilibrio que sea óptimo para el decolaje! Claro que la hay, yo sé que sí existe!

Ya listos para partir, cuando ya es mediodía y sabemos que estamos despiertos desde la medianoche, desde cuando iniciamos nuestro vuelo en Alaska, podemos notar que el viento y las condiciones de tiempo en el lado este del aeropuerto van cambiando. El control de rodaje nos llama y solicita lo previsto: que volvamos a la frecuencia del control de autorizaciones para recibir una enmienda al permiso de vuelo. Ahora han cambiado las pistas a utilizarse. “Tengo un cambio en su ruta, Cargo King 219 –dice el controlador-, está listo a copiar?”. Le contesto que prosiga. Entonces me entrega su nueva autorización: “Cargo King 219, pistas 27, autorizado a O’Hare, vectores a North One, Juliet 89 Louisville, directo a Marion, vectores a Chicago O’Hare. Mantenga diez mil pies. Espere nivel 370. Responda a código 3147”.

Estamos ya listos para el rodaje, no sin antes haber reprogramado el ordenador de vuelo para preparar el despegue desde la pista 27 derecha y la nueva salida. Ahora se nos autoriza para un rodaje parcial: “CK 219 ruede a la 27 derecha, tome Romeo y espere en Romeo 11 antes de cruzar la pista 27 izquierda, ahí monitoree frecuencia de torre en 124.35”. He delegado al copiloto la navegación, él está encargado de conducir el vuelo. El primer oficial controla con cuidado y lentitud el enorme aparato (qué hermoso parece desplazarse el 747, justo cuando exhibe su contradictoria parsimonia!). “Cargo King 219, cruce sin demora la pista 27 izquierda, tome Charlie 12 y espere en Delta antes de la 27 derecha”.

Mientras esperamos el próximo despegue de un 777 de Delta, para cruzar la nueva pista, se nos vuelve a pedir que regresemos al control de autorizaciones: “Cargo King 219, tengo una nueva enmienda para su ruta”. “Prosiga”, le vuelvo a contestar, escondiendo mi impaciencia. Entonces me dispara su nueva y revisada autorización cual si fuera una serpentina interminable: “Cargo King 219, salida de la Pista 27 derecha, vectores hacia North Two, directo a Papa Bravo Sierra, directo a Charlote, directo a Fulham, Juliet 89 a Marion, llegada Royco Tres al aeropuerto de Chicago. Mantenga diez mil, frecuencia de salida 128.6. Responda a código 3147”. Reprogramo la nueva ruta nuevamente en el computador de navegación; ahora podemos advertir que el combustible, sin llegar a marginal, pasa a ser restrictivo. Nos han aumentado, de golpe, más de doscientas millas! Ya listos para cruzar la pista y en frecuencia de torre, el control vuelve a pedirnos que regresemos a la anterior frecuencia… Santo coraje y santa paciencia…!

“Cargo King 219, tenemos restricciones por el mal tiempo sobre Nashville. Tiene autorización para procedimientos RNAV?”, nos consulta ahora el control y nos comenta que están desviando los cargueros hacia el este para acomodar la nueva congestión producida sobre Kentucky. Cuando le contesto en forma afirmativa, nos vuelve a dar una nueva autorización para circular el aeropuerto de Atlanta hacia el sur. “CK219, autorizado procedimiento RNAV pista 27 derecha, después de Fubol, salida Dowsy 4 hasta Papa Bravo Sierra, el resto de la ruta sin cambio. Repita”. Y yo, bien mandado colaciono y repito; pero le advierto: “Control, CK219, su nueva autorización nos es muy marginal para nuestro status de combustible. Asegúrese que Chicago no prevé demoras para nuestra llegada; caso contrario, preferiríamos regresar a la plataforma de carga, tendríamos que volver a cruzar las pistas para reabastecernos de más combustible. Confirme por favor!”.

Lo que sigue son dos horas muy tensas, con múltiples cambios de ruta y de nivel de vuelo. Vamos “toreando” al mal tiempo. Vamos pendientes del radar, del tránsito aéreo y, sobre todo, de nuestra reserva final de combustible… El tiempo en la ruta sigue malo, pero no tanto como para no solicitar ocasionales recortes que producen sacudones ocasionales e incomodidad física, pero que no dejan de aportar sus cuotas de alivio. Cada recorte significa un pequeño aumento en el cálculo del Sistema Gerencial de Vuelo, en cuanto a la reserva de combustible!

Así, llegamos a “pelear” con el inesperado mal tiempo en el descenso. Asimismo se nos cambia la pista programada (inicialmente la 10) por la 13 derecha. Ya en la aproximación intentan cambiarnos la pista de aterrizaje por otra más corta, la 22 derecha. Considero el viento y sobre todo el alto peso de aterrizaje y declino la inconveniente “oferta”. Entonces le regreso a mirar al estresado copiloto y le comento: “Dios, cómo me encanta este trabajo!”. Compruebo que es ahí cuando disfruto en verdad de la aviación, cuando puedo poner toda mi experiencia y mis recursos al servicio de una operación metódica, eficiente, segura y animada por la búsqueda de la excelencia!

Hacemos un aterrizaje firme en medio de la ráfagas de viento y la inesperada y persistente llovizna. Regreso a ver al concentrado copiloto, comparto con él una sonrisa de satisfacción. Es el gratificante premio para una tarea de equipo bien realizada y felizmente concluida! “Sí, skipper; este es el mejor trabajo del mundo!”, me comenta...

Chicago, junio 16 de 2011
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14 junio 2011

Arriba los inconformistas!

Se repitió esta vez la historia! Y ni siquiera cambiaron los actores. Lo único que cambió fue el improbable resultado. Dos equipos habían llegado a la final del campeonato americano de básquet: los “Mavericks” de Dallas, en representación de la conferencia Oeste, y los Miami “Heat” representando a la conferencia del Este. El sistema de eliminación establecía que se coronaría campeón el equipo que llegaría a ganar cuatro de los programados siete partidos. Y ayer, los de Dallas se tomaron la revancha de la desilusión que habían sufrido en manos de Miami hace media docena de años. Los “Mavericks” visitaron Miami en el sexto partido de la serie y se coronaron campeones por primera vez en su historia!

Parece que “Maverick” es un termino relativamente nuevo. Tendría que ver con un ranchero tejano de idéntico apellido que se negaba a marcar su ganado. Desde entonces quedó la palabra para designar a alguien no ortodoxo y original, a alguien excéntrico e “inconformista”. Ser un “Maverick” equivale a ser un libre pensador. Nosotros lo calificaríamos quizás de revoltoso, alborotador, retobado o sedicioso. Más o menos como cuando endilgamos a alguien el calificativo de “chico problema”. Los franceses usan una expresión parecida: “Enfant terrible”.

Yo me hubiera “conformado” con el triunfo de los de Miami (talvez por aquello de la sangre latina); pero el “inconforme” de mi hijo Felipe les estaba apostando a los de Texas. Luego de concluido el partido, los aficionados que respaldaban al equipo tejano, festejaban y cantaban vivando a sus “inconformistas”. Es cuando, al meditar en el sugestivo nombre del equipo campeón, me puse a pensar en porqué es que la sociedad cree que el conformismo no es algo bueno; y, a la vez (vaya aparente contradicción!) que no es recomendado el ser percibido como un libre pensador, como un rebelde o como un inconformista… De nuevo, se trata aquí de dos distintos conceptos? Será que uno de ellos ha sido distorsionado? O, en todo caso, cuál mismo es la diferencia? Es justo y coherente exclamar: “Viva la santa conformidad!”; y a la vez proclamar un: “Arriba los inconformistas!”?

Por eso es que hoy he amanecido triste y, sobre todo, confundido. Porque en casa siempre me dijeron que era una virtud la conformidad, pero que también lo era el tener ambiciones en la vida, luchar por los ideales, reclamar las injusticias, no aceptar una obra como terminada y concluida; en suma saberse identificar como un espíritu emprendedor y también… inconformista! A ver, a ver, en qué mismo quedamos! A qué mismo tengo que propender? Acepto todo con la resignación y conformidad que supuestamente caracterizó a Job, el paciente personaje bíblico, o reclamo por lo que es susceptible de mejoras y exhibo mi inconformidad, aun a riesgo de que me vuelvan a tildar de “quisquilloso”, revoltoso e inconformista?

Se habla, por ejemplo, del conformismo indígena como algo peyorativo, como una de las causas del subdesarrollo en América Latina; pero, a la vez, se aprecia y se reconoce a alguien como virtuoso, cuando sabe encontrar una resignada cuota de conformidad en las desgracias o en las dolorosas experiencias… Por ello es que resuelvo que sí, que se trata de que estaríamos hablando de dos conceptos diferentes que solo tienen identidad en apariencia. Así, la conformidad con el dolor y la tragedia, la resignación bíblica, solo tendría que ver con la tolerancia personal respecto a la adversidad y al sufrimiento. Pero “la otra” conformidad tendría que ver más bien con nuestra incuria, negligencia y pereza; con nuestra dejadez y falta de humana ambición para crecer como personas y para ayudar a crecer a las instituciones de las que somos parte; tendría que ver con nuestra complicidad y responsabilidad con los males que nos aquejan.

Por esta aparente contradicción semántica, es que no vemos a los inconformistas con buenos ojos en la sociedad. Mas, si bien lo meditamos, a ellos debemos los cambios, avances y mejoras, las nuevas ideas, las renovadas conquistas, los nuevos beneficios que caracterizan al progreso. Poco sabemos de los riesgos y vicisitudes que los rebeldes habrían tenido que pasar, las privaciones que habrían tenido que soportar, para ofrecernos con su perseverancia, nuevos motivos para que nosotros, con justicia, tengamos que hacerles la reverencia de nuestro reconocimiento. Ellos consiguieron lo que consiguieron porque les impulsaba su inconformidad, porque su visión fue la fe en una realidad distinta. Por todo ello, les debemos profunda gratitud a esos inconformes y pioneros.

Pero cuando hablamos de la otra inconformidad, la que está relacionada con la carencia de resignación espiritual, ésta solo puede llevarnos a la desesperación y a la amargura. Esa falta de conformidad nos hace codiciosos y envidiosos, un mal que tiene características tropicales y multicolores, porque nos lleva a ponernos “rojos de las iras” y “verdes de la envidia”… No sé de dónde salió esto, de que la envidia era de color verde… Pero, debe tratarse de un verde bilioso y opaco, que refleja morbidez; no el color vivo que se le suele asignar a la esperanza…

Llego a la conclusión final que muchas veces se emplea un mismo término para referirse a distintos conceptos. En el primer caso, se podría aplicar el antiguo proverbio: “Yo me puse a llorar en la puerta de mi casa porque no tenía zapatos, hasta que pasó un hombre que no tenía pies”. En el segundo, bien podríamos adaptar un sabio consejo moral: “Ayúdate a ti mismo, que yo te ayudaré”. Por eso, aunque encuentre bendición de la Providencia en mi conformidad, aun cuando tenga que resignarme a las pérdidas de mis equipos favoritos; siempre estaré dispuesto a proclamar las esforzadas jornadas del espíritu con un rotundo y sonoro “Abajo la conformidad! Que vivan los inconformistas!”

Anchorage, 15 de junio de 2011
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13 junio 2011

Cifras y presagios

Me lo comentaron casi en voz baja, cual si se tratase de un recado subrepticio o de una información secreta. Lo hicieron a modo de consulta, a ver si es que caía en cuenta. Me susurraron que la suma del los dos últimos dígitos del año de mi nacimiento y la edad que ya cumplí (o que estaría por cumplir) en este año que transcurre, produciría el resultado de ciento once; y que, tal guarismo, de mala u ominosa apariencia, se repetiría para todas las personas, en lo que pasaría a ser, más que un resultado lógico, una preocupante y sorprendente coincidencia. Me decían que esto guardaría relación con las tragedias ocurridas en el pasado y que la presencia de ese “triple uno” podría significar una premonitoria advertencia…

En eso, caí en cuenta que fue justo un “once” de septiembre la fecha del infame atentado a las Torres Gemelas. Comprobé que la conspiración realizada en el subterráneo de Madrid, perpetrada treinta meses después, coincidía también con la fecha del devastador maremoto y tsunami que acaba de ocurrir en el Japón, el reciente “once” de marzo. Y claro, para quien es escéptico, como yo, para buscar un significado para el raro comportamiento que a veces exhiben los números; para quien tampoco cree en los mensajes atribuidos a la cábala, lo comentado no pasaba de tener el valor que tienen las curiosidades y las simples coincidencias. Entonces advertí que la fecha de mi propio cumpleaños caía también en primero de noviembre (1-11)… Era esto, pura casualidad, augurio o inocua coincidencia?

Hace un cuarto de siglo el Pajarito Febres tuvo la bondad de hacerme una corta visita; tenía la intención de incluir mi perfil profesional en un reportaje para el diario Hoy. Su crónica habría de ocupar toda una página en la edición del sábado siguiente. Cuando se produjo la entrevista, salió a luz una curiosa referencia: el día de aniversario de mi nacimiento, coincidía con las fechas de otros tres episodios que resultaban significativos en mi vida personal: mi matrimonio, mi ingreso a Ecuatoriana, y la inauguración de mi primera casa. Por ello quizás, este apasionado como generoso amigo, habría de dar identidad a su artículo periodístico con un sugestivo título: “Algo pasa el primero de noviembre…”

Sin embargo de lo antes referido, estoy persuadido que las cifras que definen la cronología de los acontecimientos, solo tienen un carácter fortuito; y que su repetición, aunque parecería obedecer a un sino caprichoso, solo tiene que ver con nuestra propia intención o con la más simple de las coincidencias.

En cuanto a lo que usted lector, se habrá quedado pensando, si es que no lo habría ya comprobado todavía, aquello de sumar su edad con el año de su nacimiento… pues, es solo una aparente coincidencia, que no tiene que ver con el porfiado resultado que siempre exhibe la comentada operación aritmética; sino que, bien visto, solo significa que el año de su nacimiento, sumado al número que representa su edad, es equivalente al año que actualmente transcurre; o, lo que es lo mismo, que el resultado matemático, como es lógico, solo corresponde al año que nos ha tocado vivir! La aparente coincidencia se produce, porque la ecuación la estamos realizando en este año de 2011; mas, el próximo año ya no sería valedera. La respuesta pasaría a ser entonces “ciento doce”; y ya no habría motivo para encontrar, en el maléfico y repetido “triple uno”, un incierto augurio o una aparente explicación sibilina y secreta…

Lo que sucede cuando “inferimos”, es que muchas veces abusamos del sistema inductivo, aquel que nos permite ir de lo particular a lo general, y que nos invita a asumir como cierto, algo que solo ocurre en contadas ocasiones, esperando que la conclusión certera suceda como natural consecuencia. Los humanos tenemos la tendencia a encontrar “teorías conspirativas” y explicaciones escondidas; es decir, pruebas demostrativas para todo tipo de acontecimiento u ocurrencia. La inducción demanda ingenio e imaginación, pero no siempre acierta; porque no parte de la fórmula tradicional de utilizar premisas particulares -que han sido probadas y aceptadas como verdaderas- para llegar, con su aplicación, a una conclusión general que sea también confiable y valedera.

Ésa es justamente la obstinada mecánica del sofisma, un pernicioso método de pensamiento cuya utilización parecería contagiar gran parte de las discusiones modernas. Con tal sistema, parecería sugerirse que todo es objeto de definición, o susceptible de interpretarse con misteriosas cifras, oscuras claves y fórmulas secretas. O bien, que se podría comprobar lo que es falso con un argumento que es válido solo en apariencia. La reflexión me hace acuerdo del caricaturizado personaje que definía al caballo como un animal conformado por dos partes: el jinete, que va arriba, y el caballo propiamente dicho; o que explicaba el método de construcción del cañón, como un proceso en el que se tomaba un orificio largo y angosto, para luego recubrirlo con acero…

Sí, porque toda demostración parece factible cuando se conoce de antemano el desenlace, cuando el conocimiento anticipado del epílogo exime de la necesidad de comprobarlo con un método sistemático y coherente. En cuanto a lo personal, a los “unos” que se repiten en el mes de mi onomástico, concluyo que noviembre es el mes de mis felices aniversarios, pero que también es una época del año que siempre me traerá memorias tristes; un mes que me invitará a recordar otros aciagos acontecimientos que marcaron mi vida con sus infelices ocurrencias…

Pero, no podría olvidar que los guarismos son ante todo solo eso: simples números, circunstancias adjetivas sujetas al aleatorio factor de la coincidencia. Porque, lo sustantivo son los hechos. Por eso, solo resultan circunstanciales las cifras con que la fortuna quiere a veces identificar a las inofensivas fechas!

Chicago, 12 de junio de 2011
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11 junio 2011

De bonsáis y otras hierbas

Ayer nomás hablábamos de los infames ciclos circadianos. Imagino que así como hay ciclos en el día, hay también ciclos y etapas en la vida; y, como en el caso de los siempre fastidiosos ciclos circadianos, intuyo que hay también cláusulas y episodios en la vida, con los que nos resulta un tanto difícil el proceso de adaptarnos. Nada es permanente ni dura para siempre en la vida: todo cambia y se transforma; y cuando nos parece que nada cambia, somos nosotros mismos los que, de alguna manera, también hemos cambiado… Entonces, qué no daríamos por detener el elusivo transcurrir del tiempo; o, qué no daríamos por tener otra vez la oportunidad de poder repetir, al menos, la misma experiencia…

Pero, como reconocían y nos lo recordaban ciertos pensadores del pasado siglo, el ser humano es él y su condición, es él y su tiempo, es él y su circunstancia… Nuestra vida y nuestra condición existencial están marcadas por el tiempo que nos ha tocado en suerte vivir, por el ambiente y el espacio físico que nos rodea, por quienes nos tocó en fortuna que estuvieran cerca, por las decisiones que hemos tomado en el pasado, por nuestro carácter y personalidad; en suma, por lo que decía Ortega y Gasset: por nuestras circunstancias.

Ante eso, no hay nada que podamos hacer. Esas circunstancias no se separan de nosotros, como no podríamos tampoco divorciarnos de nuestra propia sombra. Somos “un ser y su sombra”; con la contradictoria e inquietante diferencia que, muchas veces, es la sombra la que define a la figura y frente a esa caprichosa realidad, nada podemos hacer por oponernos a ella o por alterarla… Cara a esta evidencia, resultan confusos, para expresarlo de alguna manera, los reclamos y reivindicaciones por la libertad humana (el llamado libre albedrío) o los de quienes, inquietándonos con su propia ironía, nos recuerdan que en la vida estamos condenados a tener que escoger… Que estamos “condenados a ser libres”, porque el hombre no puede dejar de ser responsable por lo que hace…

Sin embargo de lo dicho, y haciendo meditaciones más humildes y disquisiciones más domésticas, a veces he pensado en lo formidable que sería que pudiésemos detener el fluir del tiempo; por lo menos para, a través de ello, poder disfrutar y gozar de nuestras familiares realizaciones y vivencias. Claro que con aquello entraríamos en el mundo lúdico, artificioso e inaccesible de la fantasía; y, además, nos opondríamos, en cierto modo, a las provisiones de la ética, pues los personajes o individuos involucrados, reclamarían, a su vez, la oportunidad de vivir el flujo normal de su propio tiempo, de gozar de sus propias realizaciones, o (quién sabe!) de sufrir con el resultado de sus propias decisiones y con la ingrata secuela que generan sus inevitables e insospechadas consecuencias.

Pienso en todo ello mientras cavilo en qué sucedería si los hijos de uno serían como un bonsái; árbol diminuto al que se ha detenido artificialmente su libre crecimiento con la nada secreta técnica de cortar sus ocultas raíces … Qué hermoso sería poder cortarles esas traviesas nutrientes; y así conseguir que esos tiernos e inquietos muchachitos se quedaran pequeños e inocentes por un poco más de tiempo! Sin embargo, correríamos igual riesgo que con esos árboles diminutos a los que hemos detenido o coartado su natural crecimiento: que habríamos conseguido prolongar que se vean muy graciosos y muy lindos, pero que estaríamos condenándolos a que se queden para siempre pequeños! Imagino que lo mismo les pasaría a nuestros propios hijos, si optaran por tratar de conservarnos en nuestra actual y presente condición, con la inútil intención de evitar que un día nos convirtiéramos en viejos…

Pero… eh ahí la paradoja de los bonsáis: la de que nuestro empeño por obstruir su normal crecimiento, solo impediría que ellos lleguen a su tamaño natural, mas no que logremos detener el implacable paso del tiempo. Con los hijos pasaría los mismo, que los dejaríamos pequeños, pero que no podríamos evitar esa ingrata sensación que nos produce el observar a un niño con características de viejo… Porque, en la vida hay un tiempo para todo; para la alborada de la ingenuidad, para el inquieto florecimiento de la mocedad, para los renovados alardes de la ansiada madurez; tiempo para el tardío y cándido reconocimiento de nuestros errores (lo que, si no incurrimos en otro error, es también lo que llamamos sabiduría). En fin… tiempo hasta para perder el tiempo; tiempo para el olvido y para la inexorable despedida!

Supongo que con los barruntos de quienes hacemos estas “reflexiones en voz alta”, ha de pasar algo parecido, que no nos sería ya posible cortar sus raíces para así impedir que se expresen y para que expresándose pudieran crecer… Actuar en contrario nos llevaría a la certeza de que si algún fruto podrían llegar a ofrecer en cualquier momento, éste estaría impedido de exhibir un tamaño generoso. Sucedería como con los reducidos frutos del amputado árbol ornamental, que ya serían material destinado solo para el objeto decorativo, mas no para ofrecernos su sustancia y su esperada esencia. Por ello, es preferible que salgan y que fluyan. Que se expresaran por su cuenta…

Dicen por ahí que en la vida hay que “tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol”. Los hombres hacemos solo lo que podemos. Y, de acuerdo con nuestras humanas limitaciones, solemos contentarnos a menudo con los sucedáneos de haber escrito en el discreto tronco de un árbol, de haber plantado un hijo y de haber tenido un libro… Porque parece que no siempre importa cómo bailemos la melodía, sino tan solo la atención que pongamos a su música, para dejarnos transportar por el ritmo que ella nos sugiera…

Chicago, 11 de junio de 2011
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09 junio 2011

Los ciclos circadianos

En esos, mis primeros vuelos a Europa, o realmente a Oriente Medio, habría de experimentar por primera vez, esas curiosas reacciones que antes me habían sido desconocidas. No solo se trataba que ahora experimentaba un inusitado sueño durante el día (o un insoportable insomnio durante la interminable noche); sino que muchas otras de mis funciones fisiológicas se encontraban alteradas. El apetito no obedecía ya a los patrones cronológicos acostumbrados; mi siempre confiable metabolismo se había de-sincronizado; e, inclusive, ciertos traviesos y espontáneos abultamientos, que los varones solemos experimentar en las madrugadas, habían pasado a ocurrirme, qué insidioso, justo a horas del mediodía…! Una sensación similar al “soroche”, o al frío que se siente en las tardes de octubre en la serranía, se me combinaba con una desacostumbrada duermevela, y pasaba sin mayor energía durante gran parte del día…

Para entonces, la llamada “época del jet” estaba recién saliendo de su propia adolescencia. Para cuando yo empecé a realizar esos ocasionales vuelos transatlánticos, la aviación moderna recién iba cobrando mayoría de edad y adquiriendo así certificado de ciudadanía. Entonces empezaba a hablarse de un fenómeno de desadaptación al cambio de hora, conocido como “jet lag”. Se trataba de evidentes alteraciones del organismo producidas por los inesperados y bruscos cambios en nuestro reloj biológico; más severos e intensos cuando la diferencia horaria se extendía. Asimismo, se coincidía en que tal efecto era más evidente cuando el desplazamiento del viajero se realizaba hacia oriente; es decir, cuando se acortaban, en forma artificial, las horas del día.

El cambio geográfico, de acuerdo a la travesía de los meridianos terrestres, no era el único elemento que parecía ejercer influencia. El desplazamiento hacia otras latitudes con duraciones diferentes del día o la noche, como sucede con las regiones que no son equinocciales, era también un factor que producía similares consecuencias. Recuerdo, por ejemplo, cuando fui a Suecia en goce de una beca en el año noventa, en pleno mes de junio (era solsticio de verano), la caída del sol se producía casi a la medianoche. Lo que podía llamarse “noche” solo duraba algo más de tres horas y el cielo nunca llegaba a oscurecer, sino que adquiría un surrealista color azul cobalto. Es lo que se conoce como “medianoche de verano”.

Ahí pude apreciar los drásticos y profundos efectos que estos cambios pueden producir en el organismo; efectos que van más allá del simple ciclo sueño-vigilia; y que producen tan variados desajustes que van desde la alteración del ritmo cardíaco y de la temperatura del organismo; hasta cierta extraña irritabilidad y cambios en los ciclos diarios de lucidez mental y energía.

Por entonces, empezaba a utilizarse un nuevo término para referirse al motivo de estas raras manifestaciones. Se había optado por bautizarlo como “ciclos circadianos” (del latín “circa”, alrededor y “dies”, día). Se había propuesto, de este modo, un novedosa expresión que explicaba la razón para los trastornos detectados sin que se hubieran producido cambios del reloj convencional en el transcurso del día. Por esos mismos tiempos se empezaba a reconocer, en forma médica y científica, estas incómodas influencias; y, sobre todo, a entenderse que esos factores externos producían, a su vez, modificaciones endógenas, o internas, en nuestro organismo que generaban tales desajustes.

Se descubrió que la exposición a la luz producía la secreción de una substancia en la glándula pineal, cercana al cerebro, llamada melatonina. Curiosamente, pasó a entenderse que no era la oscuridad la causante de que tuviéramos sueño, sino la prolongada exposición a la claridad del día. Por esos mismos años se habían realizado una serie de interesantes experimentos, como el de privar de luz natural y referencia cronológica a varios individuos para medir la duración natural de sus ciclos de sueño y de vigilia. Los resultados fueron sorprendentes, advirtiéndose que la duración del reloj biológico era siempre de algo más de veinticuatro horas... Esto probablemente explique la más fácil adaptación que se produce en los viajes que implican un alargue, que no una disminución, en la duración de la claridad del día, como sucede en los viajes con sentido este-oeste.

Los estudios de la llamada “cronobiología” tienen solo poco más de cincuenta años; tiempo suficiente para reconocer el efecto que nos producen los vuelos internacionales. Se ha demostrado la importancia de los ciclos circadianos en la regulación del funcionamiento de los diversos órganos del cuerpo humano; y, lo que es más preocupante: se han llegado a asociar los desfases del metabolismo y de la función fisiológica con la aparición de ciertas enfermedades modernas, particularmente con ciertas nuevas formas de cáncer. En el criterio de los investigadores, estas alteraciones, como sucede con el influjo del alcohol o del tabaco, van produciendo daños perniciosos, irreversibles e irreparables.

Estoy persuadido que estos efectos, en el cuerpo humano, se asemejarían a los producidos en una casa, que aunque insistamos en pintarle y remodelarle (como cuando hacemos ejercicio físico o buscamos descanso), sería como si cada vez le fuéramos quitando un nuevo ladrillo, hasta que al final, termina por perder su sustentación, y al fin del proceso se tambalea y se cae… Hoy, veinte años después de mi experiencia escandinava, vuelvo a sentir una vez más estos circadianos efectos mientras me encuentro hacia el septentrión del paralelo sesenta de latitud norte. Pero… suficiente con lo dicho y también con el extraño terminillo! Porque… parecería que no es la tierra la que gira alrededor del sol, sino más bien que es ese astro el que gira alrededor de nosotros, como en la vieja y disputada teoría!

Anchorage, junio 9 de 2011
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06 junio 2011

Comezones deportivas

Anoche he vuelto a acostarme muy tarde. Esta vez no ha sido ni por mis lecturas, ni por eso de los compromisos. Tampoco fue debido al insomnio. Gracias a Dios, éste es un mal del que no padezco. En sentido filosófico, soy un sonámbulo; mas, cuando uno está al borde del abismo, es probable que sea mejor estar dormido que despierto… Pero, digo que me he acostado tarde, porque nuevamente me he quedado mirando en la televisión uno de esos partidos importantes. Jugaban Rafa Nadal y Roger Federer por el título de Roland Garros; y ese torneo, a pesar de que nunca fui tenista, es uno que se me antoja como más interesante. Para empezar, se realiza en una ciudad que en muchos sentidos creo que sigue siendo la más importante del mundo. París es una ciudad incomparable, la expresión más encumbrada de la cultura humana. Y Roland Garros es, en mi modesto parecer, el más importante torneo de Gran Slam. Por eso me intereso en seguirlo, igual que me pasa con el abierto de golf de Inglaterra, o el Masters americano.

Descubro, mientras escribo, que hay algo en mí que se apasiona por la intensidad de estos episodios deportivos. Es algo que se remite a mis días de escuela, ahí me dejaba seducir por los recreos de la mañana, cuando invariablemente se jugaba futbol en los patios inferiores del colegio. Nunca me destaqué como un gran “driblador”, pero mi oportunismo y buena ubicación, dieron lugar a muchísimos goles y probables alegrías (o envidias) de mis sorprendidos compañeros. Fue hacia tercero o cuarto de primaria, que una tarde me puse a pasarle las bolas a uno de los más destacados lanzadores que tenía la selección de básquet de esos tiempos; se llamaba Efraín López y puede decirse que desde esa tarde, empezó a crecer mi ilusión, y mas tarde mi pasión, por ese juego de tanta intensidad que es el baloncesto. Desde entonces, fue solo básquet lo que jugué casi todos los días, como que era una costumbre incentivada por tradición en todo el colegio.

No pudimos, sin embargo, jugar con la asiduidad que hubiéramos querido. En casa eran muy austeros con nuestras actividades extracurriculares; esto debido a dos principales motivos: se nos pedía siempre que estuviéramos entre los seis primeros alumnos de nuestra clase; y, segundo, porque teníamos en esos años una extraordinaria habilidad para destruir los zapatos-recién-comprados-en-las-cuatro-esquinas y porque obligábamos a poner rodilleras de refuerzo en todo pantalón en el que entraban nuestros inquietos y escurridizos miembros. La desgracia de asomar nuevamente con un flamante orificio en la exacta mitad de la manga de nuestros pantalones, obviamente era culpa de nuestras caídas; pero sobre todo, de lo que ahora me parece incomprensible: jamás se nos sugirió usar otro tipo de indumentaria para efectuar esos infantiles escarceos!

En otras palabras, nunca se nos administró el antídoto en esos días, sino que se nos dio directamente la medicina curativa. La receta era larga, angosta y sinuosa; tenía un color marrón ominoso; sonaba, zas, zas, zas y era de cuero… Por eso, aprendimos a disimular nuestras andanzas. No digo que a ocultarlas, porque llegábamos de ellas tan cansados y “azorados” que eso era imposible hacerlo!

Ya salido del colegio, dejé de jugar básquet por mucho tiempo. Cuando fui al Oriente a trabajar con Texaco, habría de volver a jugar al futbol. Allí, en Lago Agrio, se jugaba en la canchita del campamento de lunes a jueves. Me habían asignado un compañero de habitación que antes había jugado futbol en equipos profesionales; él no faltaba nunca a los mundiales, estaba relacionado con los mejores jugadores de su generación; era un excelente marcador, estaba imbuido de una gran pasión por el juego y estaba dotado de un físico de privilegio. Pronto descubrió mi rapidez, a pesar de mis otras dificultades. Al grito de “corre Che Gaviota”, me impulsaba, o reclamaba, de acuerdo a mis aleatorios aciertos.

Con él logramos establecer una muy cercana y fraternal amistad, la misma que bien auditada lleva ya como cuarenta años. Compartíamos entonces los gustos deportivos y la afición por la pintura. Nos hemos convertido en compadres por ambos lados. Mis hijos le tratan como si fuera parte de la familia y yo recibo de la suya ese mismo trato y especial afecto. Nunca habremos de olvidar la noche que Hugo había dejado a sus tiernos hijos en la habitación, un fin de semana que vinieron con su madre a visitarlo en el campamento. Habíamos ido al cine y cuando regresamos para asegurarnos que esos monstruitos dormían, lo que descubrimos nos llenó de sobrecogimiento: habían echado mano de los implementos de pintura y se habían dedicado a realizar una improvisada exposición de arte abstracto en las paredes, en las sábanas y hasta en el suelo! Hoy, mi buen amigo Hugo, sigue interesado aún en los deportes; en cuanto a sus veleidades artísticas y pictóricas… creo que el caprichoso episodio le cortó para siempre la voluntad y las ganas de seguirlo haciendo…!

Más tarde habría de volver a jugar básquet, luego de casi quince años de no hacerlo. Dicen que al buen músico el ritmo le queda y eso es lo que me pasó, que aunque había perdido movilidad, no había perdido la puntería y la certeza para los lanzamientos. Ahora jugaba en un equipo de veteranos, con esos mismos chicos de apellido Ribadeneira que fueron mis mayores y a quienes emulaba en mis tiempos de colegio… Pero, cuando me vine al Asia, se me detectaron problemas en los discos lumbares; y, como el basquetbol es un juego de impacto, me recomendaron suspender su práctica desde aquel lamentable descubrimiento.

Fue entonces que me interesé por aprender a jugar al golf; cuando tuve que suspender todos los otros juegos de equipo que antes practicaba. Ahora sólo sigo en la tele los principales campeonatos que se compiten en el mundo; y por eso es que anoche, debido a la diferencia horaria, seguía el torneo parisino. Fue cuando me di cuenta, de pronto, que algo me identificaba con el chico Nadal, y no era precisamente lo relacionado con sus juveniles atractivos… Al principio no sabía qué cosa mismo era y entonces lo empecé a investigar…

A ver… su nombre termina en “al”, de igual manera a como comienza el mío; él nunca da una bola difícil por perdida; habla el castellano igual que lo hago yo; le pone pasión a sus empeños; él es como yo, rapidísimo para el juego. Pero… advertí que hay algo, algo más… Ah, claro, ya está! Es la forma como junta el pulgar y el índice para llevarse la mano a la mitad de las dos nalgas y dar temporal alivio a la incomodidad que le producen sus calzoncillos traviesos …!

Shanghai, 6 de junio de 2011
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04 junio 2011

Sabiduría y conocimiento

Hay declaraciones que nos es perentorio confesar. Aun a sabiendas que el pecado a desembuchar no sustentaría la remisión. Porque, así como el sólo hecho de haber nacido ya sería en sí un pecado (¿no era eso lo que nos enseñaron que era el “pecado original”?), hay otros deslices y omisiones que sin ser ni mortales ni veniales, nos llenan de vergüenza con el solo hecho de admitirlos; aun cuando tuviésemos la más íntima convicción de que no involucrarían nuestra culpa, ya sea porque nadie nos había dicho que esas faltas eran de nuestra responsabilidad; o, si nos lo dijeron, porque desconocíamos entonces cuál fue el alcance real de nuestra culpabilidad en su acometimiento…

He terminado de leer “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno; y, luego de haber disfrutado de esa novelita formidable (“nivola” la llama el maestro vasco), he tenido que averiguarme: por qué es que nunca nos presentaron a dicho autor en nuestros días de colegio? Por qué es que nadie nos habló de él? Y es que, si el escritor y filósofo español, no nos fue referido en su debido momento, solo pudo deberse a cierta intencionalidad, a una probable ignorancia de su obra o a su personal desconocimiento… Si no, ¿cómo es posible que no hayamos tenido acceso al más culto escritor español que vivió en el siglo en que nacimos? Qué es lo que impidió ese imperdonable soslayo, ese absurdo menosprecio?

Pueden haber algunas causas, las mismas que se desvanecen cuando recordamos la calidad que sí tuvieron nuestros propios maestros. Es probable tambien que los llamados “pensum” o planes de estudio, se hayan implementado con un criterio provinciano y trasnochado. Además, la práctica de la lectura no ha sido todavía debidamente sembrada e impulsada en los áridos terrenos de nuestras escuelas y colegios. Y, en el caso de Unamuno, como había sucedido con Kepler y Descartes, simplemente fue incluido en un “código" de autores que por sus ideas y creencias, pudieron ser considerados peligrosos para los valores morales y religiosos de nuestro tiempo.

En este sentido, creo que “nos salvamos con las justas”. Quiero decir que nuestra generación nació “justo a tiempo”. Esto, porque en esos mismos años de colegio, cuando pudimos haber sabido algo más del formidable pensador español, recién había dejado de tener vigencia el infame Index Librorum Prohibitorum (Índice de Libros Prohibidos), en el que se habían también incluido sus obras (especialmente La Agonía del Cristianismo y Del Sentido Trágico de la Vida). Porque el Índice habría de ser formalmente abolido por el papa Paulo VI recién en el año 1966, es decir, luego de casi cuatrocientos años de ingrata vigencia; desde cuando fuera instaurado y promulgado en forma oficial y por primera vez en el Concilio de Trento.

Por ello digo que nacimos a tiempo; o, casi... Porque, si bien nosotros pudimos tener de golpe acceso a esos “textos libertinos” y más “documentos pecaminosos”, que podían haber puesto en riesgo nuestros convencimientos y creencias; en cambio esa posibilidad había sido negada a nuestros padres y maestros, quienes solo pocos años antes, no habían tenido oportunidad de considerar, reflexionar y discutir acerca de su contenido medio secreto. Por ello es que tengo que comentar que “me acuso y me confieso”, porque había salido del colegio sin haber saboreado unas meditaciones que, es cierto, pudieron haber retado mis propios convencimientos; pero que, a la vez, pudieron habernos dado acceso a unas meditaciones que merecían ser fortalecidas (o cuestionadas), las de esa dualidad existencial que llamamos “la fe”.

Pero, de otro lado, sería injusto culpar a nuestros ocasionales maestros, porque muy probablemente ellos tampoco tuvieron acceso a ese oculto conocimiento. Si una discusión válida tuvimos en aquellos días (en los que yo mismo quizás me caracterizaba por mi rancio y recalcitrante misticismo) fue la de que eso de creer (es decir la fe), obedecía a un proceso personal, a eso que los filósofos llamaban “fenomenología”; la certeza de que creemos no por nuestros propios méritos, o que descreemos porque fuera nuestra culpa; sino que aquella tendencia, como la de enamorarse, se daba por un fenómeno de fortuna e íntima espontaneidad. En las palabras del propio Unamuno: "La fe es un hecho en los que la poseen, y disertar sobre ella los que no la tienen, es como si una sociedad de ciegos discutiera acerca de lo que oyeran hablar de la luz a los videntes”...

Es probable que el Índice haya tratado de protegernos en su tiempo. Cuántas cosas no se hacen con el pretexto de proteger a los demás! Es indudable que su intención era la de “purgar” las lecturas de los creyentes. Bien sabemos que purgar significa depurar; pero, como a menudo sucede con los matamalezas y con los purgantes, se corre el horrible riesgo de no solo acabar con los parásitos, sino también de expulsar lo bueno; y así es como se termina por arrasar con todo…

Se dice que “San Manual Bueno, mártir” sería la obra maestra de Unamuno. El existencialismo reclama su descarnada honestidad como un símbolo de la angustia y el desasosiego espiritual del hombre. Es la historia de un cura de pueblo que prefiere ocultar su descreencia a sus feligreses para así satisfacer su ingenua felicidad. A ellos no les predica lo que verdaderamente siente ni piensa, pues para él el paraíso está en este mismo mundo; el no cree ni en la otra vida ni en la llamada vida perdurable. El está para hacerles “vivir” a sus feligreses a su cándida manera, “para hacerlos felices, para hacer que se sueñen inmortales.” Pues, su propia verdad, la razón de su propia angustia, sería simplemente “algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella…” Y, prefiere "dejarles vivir tan felices y en la ilusión de que todo esto tiene un sentido"...

Sí, porque al contrario que la sabiduría, el “conocimiento” no siempre lleva a la felicidad…

Shanghai, 4 de junio de 2011
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02 junio 2011

Crisis, cruces y encrucijadas

No sé si estén emparentadas etimológicamente, pero siempre me pareció que esas tres palabras (crisis, cruz y encrucijada) estaban relacionadas. Y descubro que en ciertas circunstancias de la vida, cuando se trata de un momento decisivo, de un esperado cambio brusco e importante, de una situación dificultosa y delicada (son los distintos significados de “crisis” que encuentro en el diccionario), parecería que las tres estarían, de alguna manera, identificadas… Mi advertencia implicaría que hay momentos en la vida (los llamados instantes críticos), en los que habría que sufrir y sentir dolor para poder salir adelante… Qué mejor ejemplo que nuestro propio nacimiento, cuando la alborada de la vida viene precedida de una cláusula de dolor; y cuando ese episodio de realización y de alegría es anticipado por uno de sufrimiento…

En mi caso personal, uno de esos momentos especiales me sucedió en mis tempranos días de escuela. Estábamos afuera en el recreo de cuarto grado, y yo me había quedado en los corredores, mientras los otros muchachos saltaban, corrían y jugaban. De pronto, se me fueron unas lágrimas de melancolía y no pude evitar que uno de los profesores me hubiera visto llorar... Entonces éste se me acercó, y al preguntarme que qué era lo que me pasaba, creo que pretexté que sentía una dolencia estomacal. Entonces llamó a uno de mis compañeros, uno que era reconocido por su amabilidad; a él le pidió que me acompañara hasta mi casa, y que se asegurase que yo había dejado de sentirme mal.

Cuando salimos del colegio y me preguntó mi condiscípulo que cómo me sentía y que qué mismo me pasaba, tuve que confesarle el motivo de mi súbita nostalgia… Fue por ello que él sugirió un trayecto que no conducía a mi casa, sino a una que estaba ubicada en una cuesta empinada que llevaba al cerro de San Juan. Ahí, en un zaguán adoquinado nos pusimos a jugar por el resto del día y a “curar mis retorcijones”, tomando unas pastillas de afecto que en su casa me proporcionaron para calmar aquel supuesto malestar. Su madre llamó a mi casa para avisar donde me encontraba y para mitigar mi probable intranquilidad.

Así "me eché la pera" por primera vez en mi vida; y así empezó también mi amistad con este muchacho, que se caracterizaba porque parecía estar siempre buscando la manera de alegrar a los demás. En la escuela, casi siempre era escogido como el “mejor compañero”, distinción que reconocía su tendencia afable y su bondad. Era esa bondad una virtud que él había aprendido en su casa y que nunca requirió de afectación para poderla expresar. Se llamaba Fernando, y fue desde siempre, el paradigma de la sonrisa y el adalid de la simpatía; cualidades que nunca las tuvo que aparentar.

Por ello, cuando terminamos el colegio, no me causó sorpresa cuando me enteré que había optado por la psicología. Porque, unos quieren ser médicos o ingenieros; otros van para abogados o para arquitectos; él sabía que lo único que realmente quería era ayudar a otros a buscar su bienestar. Por eso escogió una disciplina emparentada con los estados del alma, una carrera que le permitiría ayudar a la gente, devolverle su confianza, y darle ese fino estímulo que en él era tan espontáneo y natural.

Por una razón que yo mismo nunca entiendo, a veces pienso en el oficio de los psicólogos, y reflexiono en el de los payasos, que aun sintiéndose tristes, están obligados a tener que alegrar a los demás. No importa si pintan su rostro con una mueca de tristeza o de alegría, sus bromas tienen solo un objetivo: hacernos la vida más leve, llevadera y fácil; hacernos reír y vernos disfrutar! Pero, con ellos, igual que nos sucede con los artistas de circo y los actores de mojiganga, a veces olvidamos que son también seres de carne y hueso, que tienen sus propios dramas y problemas, que aunque traten de hacernos reír, nunca sabemos si ellos también están tristes y tienen ganas de ponerse a llorar…! Porque esa es quizás la más clara característica de la condición humana: que sabemos reír, pero a veces también necesitamos llorar…

Nunca supe porqué empezaron sus amigos a tildarle de “Pelado”; solo recuerdo que desde un cierto día, el “mono” Naranjo así le empezó a llamar. Me persuadí entonces que algo tenía que ver con su talante, ya que no solo parecía el más risueño, sino también el menor entre los chicos de la clase. Tenía por entonces una dotación capilar escasa; e imaginé que quizás fuera por esta otra circunstancia, que le habían endosado ese calificativo que le otorgaba identidad. Él, a imagen de sus padres, había dejado una esquina de su alma para la búsqueda del bienestar ajeno; y, como pasaba con su bondadoso padre, algo en el brillo de sus ojos denunciaba su vocación e interés por ayudar a los demás.

Una tarde conversando con su padre, me propuse descubrir el secreto de su alma; de esa su paz interior profunda, de ese brillo de alegría que emitían sus ojos, y de esa como lágrima retenida que me es hoy tan difícil de olvidar. Y entonces, cuando ya creí que había hallado el callado secreto que escondía, pude descubrir otro aún más profundo que él mismo abrigaba: aquel de que no hay alegría valedera si no aprendemos a conjugar los verbos compartir y participar…

La otra tarde el “Pelado” vino a hacerme una breve visita, a regalarme otra vez su estimulante gesto de amistad. Entonces pensé en otra bondad, la que conmigo tuvo el destino, que quiso darme como compañero de escuela, a un muchacho al que nunca le estuvo permitido ponerse triste, porque su vida estaba destinada a favorecer la alegría de los demás. Entonces, descubrí el real motivo de su apodo; descubrí que “pelado” es alguien que no tiene piel, alguien que carece de epidermis, y deja traslucir la bondad interior de su alma a quienes necesitan un poquito más de felicidad…

Shanghai, 3 de junio de 2011
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01 junio 2011

La “chamba” nueva

Si tendría que celebrar el nuevo trabajo que tengo desde hoy día, solo tendría que copiar la letra de la canción de Tito Fernández; aquella de “La casa nueva”… Entonces, aprovechando la magnanimidad ajena, diría algo así como:

Hoy estamos de fiesta!
Tenemos nueva “chamba”,
y hay que inaugurarla como Dios manda!

Hay de todo! Asado, cazuela, champaña,
vino blanco, del otro, mucha gente y la “chamba”…
La “chamba” nueva!
Nuestra “chamba”!
Fruto de tantos años llenos de penas blancas…

Déjame decirte la alegría linda del último vals, amor, amor...

Porque, desde hoy, sin que yo sepa leer ni escribir, como decimos en Pichincha, y sin que haya hecho méritos para ello, igual que cuando se corta la mantequilla con un cuchillo, he amanecido, de golpe e intempestivamente, sin trabajo… Y, entonces, como por arte de birlibirloque, eh aquí, que he amanecido también con otro trabajo nuevo! Tengo un nuevo patrono, un nuevo número de empleado; me han asignado nuevos jefes. Sí, y hasta me han proporcionado uniformes nuevos! Inclusive me han dotado de una de esas gorras enormes que son tan comunes en el Asia, y que desde siempre nos dieron tanta identidad con los heladeros de feria... Todo porque tengo desde ahora un trabajo nuevo, tengo “chamba” nueva!

Pero… es un trabajo para el cual nunca había presentado una aplicación; ni que jamás lo había solicitado a nadie. Lo que sucede es que hace algo así como un año, empezó por ahí a escucharse un rumor. Me imagino que así empiezan las avalanchas, arriba en la montaña, como algo que va en serio, pero que abajo solo escuchamos como el desarrollo de un ruido que se hace cada vez más potente. Y, eso es lo que sucede con lo que por allá en mi tierra llamamos “bolas”, o sea con los rumores, que casi siempre llegan distorsionadas e incompletas. Imagino que esa es la insidiosa mecánica de los rumores…

Pero esta vez, es evidente que los rumores iban en serio. Y, de eso es lo que justamente estoy hablando, hoy que se han puesto de moda, en las empresas, palabras como “merger” (fusión), “outsourcing” (tercerización), “takeover” (absorción) y “hedging” (compra a futuro). Y esto es precisamente lo que le ha ocurrido a mi anterior empresa, que de un solo plumazo, la han absorbido. Y el sorbo ha sido tan rápido y agresivo que, sin que yo haya siquiera firmado un nuevo contrato de trabajo, ya me encuentro desde hoy día trabajando para un nuevo y diferente patrono…

Para mí, que he sido siempre sacristán de los procedimientos jurídicos, y medio como predicador de la legalidad, este sui generis procedimiento me ha tomado un poco desprevenido. No he reaccionado como es mi habitual costumbre; con probabilidad porque ya solo tengo que servir exactamente cinco meses en mi actual contrato; porque ya no estoy para heroísmos en estos postreros días, ni quisiera ser percibido –otra vez- como el motivador o el agitador; pero, por sobre todo, porque estamos en la China, un país que luego de más de cincuenta años de socialismo, recién se está planteando la discusión y la revisión de unas normas y procedimientos laborales que sus propios ciudadanos no se han atrevido todavía a cuestionar…

Cara a la inminente desaparición de mi anterior empresa, se nos ha pedido acercarnos a firmar un acuerdo “tripartito”. Las comillas obedecen a que uno de los integrantes del acuerdo, desde hoy es solo un cadáver, al que solo se lo va a mirar con nostalgia; y que no sirve ya para otra cosa, que no sea la de poderle recordar (mi anterior patrono). Pero la firma del mencionado documento, antes de que nadie haya firmado todavía ningún nuevo contrato de trabajo, ha obedecido a la “invitación” que se nos ha efectuado para que lo hagamos en forma perentoria, para así evitar que nuestro nombre no vaya a quedar excluido del rol de pagos del mes siguiente!

Desde hoy, mis trámites administrativos, especialmente la recurrente entrega de “fa piaos” (recibos ad hoc), que en esta sociedad son indispensables para justificar el pago de subsidios complementarios, tengo que efectuarlos en las nuevas oficinas, cercanas al viejo y distante aeropuerto de Hongqiao (vale decir en otra ciudad). De golpe, ha quedado sin efecto la página “web” de mi correo electrónico; se ha suspendido mi número anterior de empleado. Tengo también la sospecha, e inclusive la incomoda impresión, de que la mayoría de mis elementos de identidad laboral, han dejado ya de tener vigencia y legalidad…

En los próximos días, cuando vaya de nuevo, y por primera vez, a volar para mi nueva empresa, llamada China Cargo Airlines, ya no podré usar el código de identificación de radio que he venido utilizando durante los últimos dos años (“Ámsterdam, Great Wall 8734”), porque ha entrado en vigencia el nuevo método de identificación (“call sign”), con el que a partir de hoy habremos de pasar a diferenciarnos: Cargo King.

No sé porqué el nombrecito me recuerda a la casa donde se expenden unas populares y sabrosas hamburguesas. Espero que sea solo por el tamaño de la empresa, y no porque su ingrediente sea la carne molida…

En todo caso… Déjame decirte la alegría linda del último vals, amor, amor…

Hongqiao, primero de junio de 2011
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