31 agosto 2011

Quid pro quo!

Estoy a pocas semanas de retirarme; por lo menos, de retirarme temporalmente! Miro hacia atrás y contemplo una vida profesional llena de satisfacciones. No quisiera decir “de realizaciones”. La vida ha sido buena conmigo; solamente puedo decir que tuve la suerte de tener muchas buenas oportunidades. Y esto lo digo sin falsas modestias, con la humildad que siente un hombre agradecido con la vida, que ya va para viejo (sí, aunque mis hijos todavía no logren imitar la travesura de mis pasos de baile, cuando, como a veces, insisto todavía en hacerme el payaso). Con los años uno va aprendiendo a ser más modesto, comprende que nada crea más brechas y distanciamientos que la altanería y la arrogancia. Llegar a sabio es un camino que está empedrado con la conciencia y con la reflexión que provocan las propias carencias, esas limitaciones que uno sabe que no puede disimular…

Porque retirarse quiere decir perder ciertas cosas; pero consiste sobre todo en alcanzar otras más. La Providencia es siempre buena y sabia, parece que nada nos quita, sin ofrecernos, a la vez, algo como compensación. Quid pro quo! Algo nos quita y, al mismo tiempo, algo nos entrega como reparación. Tomo, por lo mismo, este inminente retiro como una oportunidad. Lo tomo como una circunstancia en la que no pierdo algo, sino como una ocasión con la que obtengo nuevas cosas, con la que gano acceso a una serie de diferentes posibilidades. No es que ahora ya pasé “a no hacer nada”, porque “ya he perdido mi trabajo”; sino que me da la oportunidad de disponer de todo el tiempo que yo quisiera para hacer otras cosas, unas que siempre quise hacer; y que, antes, debido a ese trabajo, y a las obligaciones relacionadas, no las había podido realizar!

Que qué voy a hacer? Pues, no lo sé! Solo sé que voy a tomarme un par de meses sabáticos (sí, bien sé que “sabático” viene de sábado), cuando no he de hacer particularmente nada, igual que cuando lo hacían los hebreos cuando cada siete años, dejaban descansar sus tierras, sus viñas y sus olivares; o como cuando los hombres decidían ya no hacer nada, como siguiendo el divino precepto de no trabajar en sábado… Y yo no pienso hacer nada; aun a pesar de no disponer de tierras, viñas y olivares. Pues, solo puedo alardear que, aunque no dispongo de esas propiedades, he guardado por ahí unos pocos frutos “de la vid, del olivo y del trabajo del hombre”. Quid pro quo… Algo por algo; y, ese algo, es ya algo más!

Me iré con más frecuencia a Casablanca, a mi “pueblo blanco, colgado de un barranco”. Ahí, sentado en el puente de mando de mi humilde mascarón de proa, y experimentando esa sensación de infinito que regala el mar, me pondré a mirar el pasado y a saborear sus recuerdos, sabré que solo es el futuro el que queda realmente a nuestras espaldas… Entonces, con un trago en la mano y el corazón en la otra, cada día, a la hora del crepúsculo, le daré gracias a la vida; o, también, renovaré mi fe en el mundo, a la hora de cada nuevo amanecer. Y entonces, contrariando la letra de la canción de Serrat, me uniré a un vuelo de gaviotas y de palomas, para atravesando verdes valles y desconocidas lomas, renovar la promesa de no abandonar mi pueblo nunca más!

Si, quid pro quo… algo por algo!

Allí combinaré la soledad con la esperanza, y el silencio con la ilusión! Meditaré, como se supone que los viejos deben hacerlo, aprendiendo las lecciones que nos dio la vida; sin abandonar ni la inquietud ni la alegría, ni la curiosidad ni la juvenil ilusión… Entonces, sabré que no me he ido, que he aprendido una forma distinta de hacer, de amar, de ejercer una nueva e inventada profesión… Cambiaré las nubes por las olas, trocaré los aires por el mar… Quid pro quo!

Y ya no le preguntaré al destino que qué es lo que me va a seguir regalando la vida; sabré que la única pregunta válida será la de que qué es, en cambio, lo que puedo hacer yo por este mundo, ese mundo que fuera tan bueno conmigo. Y entonces... recordaré también otra melodía, la de la canción de Emilio José y… “sentado en una silla, junto a un libro; repasando mis cuentas atrasadas; mis logros, mis fracasos, mis proyectos, cuando todo esté en calma”… me acordaré de mis anteriores travesuras; y recordaré al mundo, a la vida y al ayer!

Ahí, admiraré los colores que regala el sol en sus caídas vespertinas, apreciaré la magia que puede ofrecer su cotidiana repetición. Así, he de saborear el valor que tiene el nuevo día, me empeñaré en insistir en el renovado propósito de seguir siendo curioso e inquieto, de vivir mi nueva juventud con pasión y dignidad; ajeno a cualquier sentimiento de culpa y resentimiento; sabiendo que la vida es como el viento, que a veces sopla fuerte, empuja y luego se va… Sabiendo que el viento solo es aire que cambia de lugar…

Entonces, sabré que ser “un hombre retirado” no quiere decir ser “un hombre alejado”; sino que significa estar en paz con la propia conciencia, con un sentido de no adeudarle nada a la vida, imbuido por la esperanza de que aquellos conceptos que llamamos civilización y cultura, serán medios para hacernos más dignos de la vida, más humanos y sensibles de ser algo mejor, de ser individuos que puedan aportar a la realización y a la felicidad de los demás… Quid pro quo!

Entonces… ya no importarán las horas, ni los calendarios. Solo sabré, como en la primera canción, en la de Serrat, que “si toca llorar, siempre será mejor frente al mar”! Sí, y ese será mi prolongado retiro! Algo a cambio de algo! Quid pro quo!!!

Shanghai, 1 de Septiembre de 2011
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28 agosto 2011

El hombre que simulaba

Tenía muñecos en la cabeza. El hastío ajeno y la desidia circundante le habían convencido de la ubicuidad de la incuria en el raso reino de los pusilánimes. Así, sus muñecos personales no estaban construidos con trapos o aserrín, pero con la inicua y malévola persuasión de que todos los hombres pacientes y buenos que había a su rededor, no eran sino amorfos y flácidos muñecos, carentes de voluntad y de ideales. Por eso, sus alardes y pretensiones superaban su propio valer y él no cesaba de forjarse desmedidas ilusiones, cual si sus pérfidas entelequias fuesen ciertas y comprobadas realidades. Había simulado tanto y tanto, que había terminado por convencerse de la realidad de sus apariencias. Así había terminado persuadiéndose de sus fingidas habilidades!

Su closet estaba repleto de máscaras que utilizaba a conveniencia; todas ellas estaban signadas por la impronta de una equinoccial y solitaria arruga en medio de la frente. Con ellas se presentaba todos los días, como si la cubertura que usaba, para su obcecado disimulo, sería la única válida para presentarse; o como si ésa, su figura ridícula, no hubiera sido sino un pretexto para solo ser usado en el falso tablado de los polichinelas de mojiganga. Había simulado tanto y tanto, que se había olvidado por completo que ese ente que creía ser, no era el que realmente era, sino el que simulaba con sus histrionismos y antifaces…

Así, se había construido un pasado hecho a la medida, para crearse una aureola de héroe, para sustentar su pretensión mesiánica. Y había rodeado la referencia de su infancia de privaciones inexistentes, había convertido a su familia en un panteón de mitos, de personajes cuyos méritos no tenían sustancia. Por eso, su falso pasado se había convertido en un altar para hacer reverencia a la mentira, en un escabel para rendir homenaje a la historieta prefabricada. El arlequín quería que se reconociese su condición de hombre serio, como si sus máscaras hubieran pasado a convertirse en un adorno, en artificiosa virtud del hombre que decía ser el que no era; porque no era él mismo, sino solo el que simulaba!

Un día, se dio por inventarse historias de vaqueros para así mitificar la vida de sus padres y antepasados. Construido, entonces, su falso y particular Olimpo, cualquier cosa que decía, respecto a sus ancestros, pasó a convertirse en una inventada y artificiosa mitología que le ayudaba a completar su circense tapujo. Ahora en sus historias asomaban dioses, monstruos y seres fabulosos; con ellas confundía y ocultaba su turbia realidad; con sus embelecos disfrazaba sus complejos. Su mausoleo fantasioso fue sumándose a la irrealidad de su embozo.

Fue haciéndose conocida su morbosa tendencia a distorsionar. Fue cayendo en cuenta que al desfigurar lo que veía, la ingenuidad de la gente le ayudaba a mimetizarse detrás de su apariencia e hipocresía. Entonces se dio cuenta que sus ficticias actitudes rendían más réditos que la realidad. Aprendió que la gente prefería escuchar mentiras agradables que oír lo incómoda y lo dolorosa que puede sonar la verdad. Así, a su engañosa apariencia, fue añadiendo la visión inexistente de un mundo absurdo carente de veracidad. De pronto ya no se sabía qué era real, si su cara o su careta, si el mundo verdadero o su inventada realidad.

Poco a poco fueron convirtiéndose en arquetipos y valores los de la máscara y el atuendo falso, los del mito y de la realidad disimulada. Todo el mundo empezó a hacer lo mismo: a disfrazarse, a mentir y a simular. El hombre que simulaba empezó a sentir que ya no podía tampoco creer en nada, ni en el halago de los otros, ni en la realidad de sus disfraces, ni en lo que decían y hacían los que le circundaban. Ahora, todo había pasado a perder su condición efectiva. Así había pasado a institucionalizarse la careta y a perder prestigio una realidad que era cada vez más ilusoria, que ya nadie sabía si era mentira o verdad. El hombre que simulaba había pasado a crear otra nación y otra sociedad. Como en esa patria todos mentían, habían pasado a llamarla Republica Maravillosa de la Verdad Inventada. Tratábase de una versión distorsionada del Paraíso Terrenal!

Fue entonces que los hombres fueron actuando con esmerado fingimiento y con afectado disimulo. Se pusieron de moda los disfraces y nadie quería otro atuendo que no fuese el apropiado para la mascarada. Y así como lo realmente sustancioso había pasado a ser la simulación solapada, lo auténtico había pasado a ser el adefesioso pretexto que daba cobertura a una realidad desprestigiada… Ahora ya todos creían en las mentiras; la falsedad se había institucionalizado, había adquirido fuerza jurídica; hablar con la verdad era como luchar contra fantoches, nadie quería saber nada de una entelequia que había perdido ascendiente, que había sido la impronta de los ingenuos, ésa que en el pasado habían llamado verdad. Entonces crearon una nueva religión, una basada en la mentira, una constituida ya solo por los dogmas, y crearon con ella un infierno insufrible para condenar a todo aquel que cometiese el sacrilegio de decir la verdad…

Entonces ya nadie sabía si la verdad se había convertido en mentira, si lo apreciado era realmente lo execrable, si lo digno de encomio había pasado a sustituirse por el reino repugnante de la mentira verdadera o de la falsa verdad. Todos se fueron tropezando unos contra otros; de pronto, ya nadie creía en lo que oía y el hombre que simulaba, empezó también a fingir que no se daba cuenta del disimulo con que le rodeaban los demás. Una tarde todos se apuraron a quitarse sus máscaras, pero ya fue demasiado tarde! Toda la gente se había puesto a caminar desnuda, pero los demás creían que solo se trataba de otro novedoso y engañoso disfraz! Ahora, la gente quería decir lo que sentía y lo que pensaba, pero todos estaban persuadidos que solo se trataba de una “mentira de a mentira”, una mentira convertida talvez en novedosa realidad. Entonces ese pueblo fue condenado al olvido y la patria del hombre que simulaba fue arrasada de la faz de la tierra y convertida desde entonces en “el país del nunca jamás”.

Shanghai, 29 de agosto de 2011

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25 agosto 2011

La carta extraviada…

Fue ése uno de los últimos meses que en la escuela habrían de llamarme “niño”. Y, si así talvez ya no me llamaban, porque por lo general lo hacían utilizando solo el apellido, pronto, con la llegada del primero de secundaria o lo que se llamaba “el colegio”, y sin que cumpliese siquiera los doce años, iban ya a llamarme de “señor”. Debe haber sido, por lo mismo, durante la primera semana de mayo del sesenta y tres, justo antes del primer domingo de ese mes, cuando por tradición se celebra el Día de la Madre. De que yo estaba en sexto de primaria, no me cabe ninguna duda, porque el maestro de ocasión, un hermano alto y circunspecto, cuyo nombre de congregación era César Ignacio, estaba siempre buscando motivos para integrar con reuniones y era hábil para ganarse la simpatía de los padres de familia. Días antes nos había puesto a tejer unas guirnaldas de flores, con las que habríamos de coronar a nuestras propias madres, en una especial y entretenida ceremonia.

Y debe haber sido también el martes de esa misma semana; pues ese día, las clases normales se alteraban y la de Gramática se convertía en una hora de Redacción. Es cuando se nos pedía que escribiésemos un ensayo con el tema que había escogido el maestro. En esa ocasión, el tema que se había dispuesto desarrollar se titulaba “Carta a la madre en su día”. Como yo había sido huérfano toda la primaria, y quienes han sido huérfanos saben que no es fácil escribir una carta a una madre inexistente, debo haber encontrado que eso superaba las comprensibles limitaciones de mi infantil imaginación. Así lo interpreto hoy, pues parece que opté por escribir mi carta personal, a esa misma madre que ya había perdido; y, usando la dirección del lugar en donde me habían dicho que se encontraba, proseguí con el desarrollo de mi redacción. Entonces escribí mi tarea asignada y así es como compuse mi carta de homenaje a mi propia y ausente mamá…

Doce años después, buscando un documento entre los olvidados papeles de los cajones de mi desaparecida tía Anita (el avión de Saeta en que ella se hallaba, cuando se perdió, no había sido localizado todavía), me encontré con un papelito de color rosado, que tenía la apariencia de haber sido desgajado de una libreta de memorándum de la Contraloría. Al abrirlo, me pareció identificar una caligrafía que me era familiar: era mi propia letra, era la prueba escolar que yo mismo, y años atrás, había entregado en mi olvidada clase de Gramática; era nada menos que esa misma carta, que no había ido a parar a su propuesto destino, era la carta que la fortuna había querido que ahora llegase de vuelta a mis propias manos! La carta estaba escrita con una cuidadosa letra infantil digna de una prueba de caligrafía y empezaba así:

Señora
Leonor de Vizcaíno
El cielo…

Era la carta! Era mi propia carta! Era mi prueba de redacción, escrita en ese postrer año de escuela, era la carta que ahora intuyo que habría sido entregada más tarde a mi familia por mi sorprendido e impresionado maestro; era ése el inesperado documento que denunciaba mi solitaria tristeza, mi escondida nostalgia, mi melancólica orfandad. Era mi propia misiva que no había llegado a su destino, o que había sido devuelta a su remitente desde el cielo; era mi propia letra y contenía mi propio estilo. Ahí se plasmaba mi inconformidad y mi prematura sensación de angustia; esa carta expresaba mi reacción infantil ante mi inconsolable y diferente realidad…

Era la carta escrita por un niño con el estilo y la forma de escribir con que solo lo saben hacer los niños. Era una nota escrita con candidez, ingenuidad e ilusión. Era ella una forma de saludar y de contar, una manera de entregar mi homenaje por el día de la madre; pero además, y a pesar de mi corta edad, era mi concluyente, definitiva e íntima manera de decirle “adiós” a mi propia mamá!

Es curioso comprobar como ciertos acontecimientos, inocuos e intrascendentes en apariencia, parecería como que nos van marcando en la vida. Para mí, parece que uno de ellos habría de constituir aquella inocente e improvisada redacción. Ese martes de mayo, su escritura debe haberme producido una cierta sensación de alivio, una forma de catarsis que por fin me hacía asumir y aceptar una lejana realidad, que antes no la había absorbido en su íntegra dimensión. Pero, del mismo modo, cuando más tarde habría de volver a encontrarla y a redescubrirla, habría de encontrar, sobre la nota de apreciación con la que había sido calificada, que se tendía un largo y complejo velo de afectos y preferencias con que más tarde la vida habría de distinguirme y compensarme… Y también, claro, sobre esa misma nota, habría de plasmar yo, más tarde, mi propia y reflexiva evaluación...

Al leer el mensaje filial, observado ya con los ojos de un hombre adulto, cuando ya habían pasado los años, y podía aprovechar del beneficio que regalaba la distancia, la carta me permitía hacer la revisión de mi pasada existencia y observarme yo mismo en el reflejo de mi propio espejo interior. Había sido ésa una carta sencilla, carente de halagos o de promesas; y hoy, su repetida lectura me comprometía con el futuro y me hacía renovar otra promesa. Una promesa con mi propia vida y con la de quienes estaban todavía cerca y a mi alrededor…

Dicen por ahí que los borrachos solo dicen lo que realmente sienten. Puedo decir también algo parecido: que cuando los niños escriben, solo dicen aquello a que les impulsa su inocencia y lo que les aconseja su propia verdad, la de su ingenuo y candoroso corazón…

Shanghai, 26 de agosto de 2011

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21 agosto 2011

Retrato con carboncillo

Era mi tocayo, pero nadie le conocía por su nombre; como todos querían que se supiera que era su amigo, preferían llamarlo por su apodo y lo reconocían como “el Negro”. Supe de él aun antes de conocerlo, porque había sido vecino y amigo de mi familia materna y, como habría sido “aficionado” de una de las hermanas de mi madre, bien podría decirse que estuvo a poco de haber sido uno más de mis propios tíos. Pero esa suerte no me dio el destino; mas, a cambio, sí la de haber hecho, años más tarde, una muy cercana amistad con él, porque con él era muy difícil conocerlo y no llegar a intimar y a convertirse en su buen amigo. Así fue como llegué a tener en él a un nuevo tío, uno que me regaló su talante jovial, y que, en el balance, me sirvió tanto como esos parentescos que otorga el destino.

Era un hombre trigueño, diríase que muy trigueño (¿a qué persona que no lo sea podrían llamarle Negro?). Pero ese, su color de piel, adquiría un tono intenso con el contraste que le otorgaban unos ojos azules que hacían juego con su picardía e irreverencia. Porque, para él, todo era sujeto de broma y de especulación; y nada era definitivo en la vida, ni nada merecía la condición insufrible de ser algo serio. Su broma a flor de piel desacralizaba las pretensiones y desnudaba la hipocresía, hacia mofa de las contradicciones humanas, pero siempre con un humor liviano no exento de malicia, pero ausente de mala intención y de sevicia. Era inevitable escucharlo y no hacerse miembro inmediato de su íntimo conciliábulo, donde reinaban la risa a la par que la alegría, donde campeaban sus gustos sibaritas y ese don tan extraño que provocan el ingenio y la presencia de ciertas personas, y que hace sentir la paz y la alegría de vivir con plenitud la vida…

Fue maestro de la mayoría de mis amigos de generación. Ellos cuentan que sus ensayos docentes, nunca se constituyeron en clases propiamente dichas. Sin desprecio del plan de estudios, la materia que dictaba se mixturaba con una informal crónica de sus interminables y enriquecedores viajes; se transformaba en fresco coloquio para contar la sutil anécdota, en oportunidad para burlarse de las envidias, los egoísmos y la desaprensiva ambición. Así, sus clases de historia, pasaron a tener historia, fueron oportunidades para aprender de los humanos errores una profunda e indeleble lección. Por ello, casi no importaban las notas o las calificaciones. ¿A quien podía importarle, si el Negro había sembrado en sus discípulos el sabio mensaje de la inquietud y el afán por el análisis frente a todo episodio pasado que nos instruyera con su moraleja y lección?

Era abogado de oficio y alguna vez fue legislador. Por eso fue que su nombre ya lo había escuchado, desde cuando mi abuela seguía por la radio las transmisiones del Congreso. Eso pasaba en el exacto recinto donde años más tarde habría yo mismo de intentar una pieza oratoria: fue en el concurso intercolegial del “Libro Leído”, cuando el Congreso funcionaba donde había sido fundada la Universidad Central, y más tarde había pasado a constituirse en el “Salón de la Ciudad”. Me pregunto si ya desde entonces habría sido el Negro el hombre elegante que más tarde conocí; uno que casi nunca repetía el mismo traje, porque según decían: él tenía uno por cada santo del santoral, y aun unos pocos de repuesto…

Pero, esa “honorabilidad” con que alguna vez la política lo distinguió (Tiene la palabra el Honorable Littuma Arízaga!), ahora había sido sustentada con la simpatía, la gracia y la bonhomía; no había sitio, donde se estuviera, que al Negro alguien no lo conociera, porque lo signaba justamente esa facilidad tan natural que poseía para despertar afinidades, para subestimar la innecesaria seriedad y para hacer nuevos y entrañables amigos. Alguna vez disfruté de su apoyo personal y de su experiencia profesional, para asistir a una cita con un ministro de estado. Si algo se aprendía con su presencia era aquel axioma de la vida social que enseña que las buenas relaciones personales sirven de estimulante acicate para el trato fructífero y comedido entre las instituciones.

Nunca lo conocí como a un individuo ostentoso, pero puedo decir que desde siempre me dio la impresión de que era un hombre acomodado. Sin embargo, idéntica impresión me hubiera producido si lo hubiera conocido como a un personaje carente de esos mismos recursos. Es que había algo de natural en su afabilidad; su porte era ajeno a lo convencional y no permitía que la gravedad que parecen tener los sucesos de la vida, nos aplastasen con su agobiante peso. Fue más tarde que accedió a formar parte y a representar a una novedosa casa de cambios, que pronto habría de adquirir carácter de institución financiera. Fue cuando, a pesar de su generosidad y simpatía, nada pudo hacer para enfrentar el colapso de su organización, por culpa de cierta novelería ambiciosa que en forma subrepticia se había infiltrado en sus antes ordenados activos…

Fue cuando Alberto fue a parar en la cárcel con sus huesos; pero ni ahí dejó que la carencia de libertad, la maledicencia y el ostracismo desdibujaran su sonrisa. Tampoco permitió que la desilusión y el abuso de confianza que le habían lastimado, sembraran en su apenado corazón la semilla maligna del odio o del resentimiento. Se puso a esperar con dignidad la hora de su propia justicia. Y, sobre todo, nunca perdió razones para la broma improvisada y para disfrutar de la liviandad de su humor genial, y para seguirnos enseñando a quienes le queríamos que lo más importante en la vida es saber conservar la perspectiva!

Si por solo eso lo tendría que recordar, su memoria habrá de seguirme regalando ese valor filosófico que suelen tener la bondad, la broma y la sonrisa…

Shanghai, 22 de agosto de 2011
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19 agosto 2011

Ah, Pancracio… Pela el ojo!

No sé cómo es que apareció de pronto ese librito en mi librero (yo me resisto a llamarlo todavía biblioteca); lo cierto es que asomó allí un buen día; y yo no sé, ni a quién pertenecería, ni quién sería el que ahí lo habría colocado. Es un cómico y entretenido libro de anécdotas personales, recogidas por un tal David Sedaris, en donde encuentro la expresión inglesa “keep your eyes peeled”, que no quiere decir otra cosa que “ponte en alerta” o “mantén los ojos abiertos”. Es curioso que una similar expresión, y que prácticamente constituye una traducción literal, exista en un cierto nivel social nuestro, particularmente en la costa ecuatoriana, donde se escucha con frecuencia ese vocablo coloquial para sugerir estar alerta, el mismo que sería impensable de ser escuchado en las clases cultas; me refiero a aquel dicho de “pela el ojo!”.

En cierta ocasión se contactaron ciertos empresarios asiáticos con nuestro consulado en Singapur, para pedirnos que revisáramos el texto de un libro turístico y cultural denominado “Culture Shock, Ecuador”. En vista de que los editores no tenían otro recurso que el de publicar el documento tal cual había sido presentado, decidimos prestar nuestra colaboración para evitar que ciertas expresiones pudieran distorsionar la real imagen del país y, sobre todo, para confirmar con nuestro conocimiento, lo que en el libro se presentaban como características culturales propias de nuestra patria. Como, texto similares, referentes a muchos otros países, había observado en las mayores librerías alrededor del mundo, me pareció que aportar con nuestra ayuda era una manera de servir al país desde la distancia.

“Culture shock” quiere decir “choque cultural” y ha sido definido por el diccionario Oxford como aquel sentido de confusión e incertidumbre, con ocasionales sentimientos de ansiedad, que puede llegar a afectar a la gente expuesta a una cultura o a un ambiente ajenos, sin haberse procurado de la preparación necesaria”. En este sentido, estos textos internacionales lo que procuran es proporcionar una visión interna de las costumbres y usos de un determinado país, que pudiesen resultar extraños y aun estrambóticos para los turistas y para los nuevos visitantes. Asuntos como la forma de comportarse; o cómo invitar, cómo saludar o cómo presentarse, qué comer o cómo vestirse, se suman allí a una serie de apreciaciones de usos y valores que pudieran en un momento dado crear el mencionado choque. Estos textos buscan en definitiva prepararnos para saber a qué atenernos y qué tenemos que esperar.

Yo mismo, antes de haber viajado a trabajar en Singapur, me hice alguna vez de uno de esos ejemplares y descubrí, a través de ellos, una serie de asuntos fascinantes respecto a la tierra donde mi familia y yo habíamos escogido ir a vivir. Siendo como es Singapur, una metrópoli donde conviven diversas razas, por lo menos tres religiones importantes y una amplia variedad de culturas distintas, se me antojaba, en ese entonces, que iba a ser muy importante saber interpretar, desde el principio, las diferencias escondidas detrás de ese lenguaje simbólico y secreto que es el constituido por las costumbres de un pueblo. Así es como fuimos aprendiendo cómo entregar y recibir una tarjeta de presentación, o porqué usan los hindúes para comer solamente su mano derecha; comprendimos qué podía ser mal visto por nuestros potenciales anfitriones y qué actitudes evitar para no ser malinterpretados.

De modo que cuando este librito –versión ecuatoriana- llegó a nuestras manos, lo que más nos intrigaba era conocer qué asuntos de nuestras costumbres, le habían parecido diferentes al autor de la inminente publicación. Grande fue nuestra sorpresa cuando advertimos que gran parte de las expresiones que allí se contenían, así como muchas de las supuestas costumbres de nuestra tierra, no guardaban fidelidad con lo que realmente sucede y se usa en nuestro medio. Lamentablemente la solicitud de los editores estaba más bien orientada a que efectuásemos una somera revisión, más bien de carácter gramatical, lo cual, debido a la forma como se había elaborado el texto, no era susceptible de permitir enmiendas que tuvieran cierta importancia.

Era evidente que quien se había dado la molestia de tratar de interpretar nuestros usos y cultura, tenía una visión muy sesgada y parcial de la realidad nacional y sólo representaba a un segmento más bien especial dentro de nuestro entorno social. Valía decir que el Ecuador que este autor había intentado descubrir, no era aquel en el que habrían de interactuar los potenciales turistas o el tipo y la clase de personas que podrían haber tenido acceso a esta publicación. Allí fue que, entre otras expresiones, encontré justamente aquello de “pela el ojo”, en un glosario de frases de uso frecuente, como si fuera un modo de hablar de la generalidad de los ecuatorianos, para advertir así del cuidado que se había de ejercitar en una determinada situación.

Tuve la impresión que quien había presentado el libro, se había relacionado con un grupo de personas de un segmento popular de la costa ecuatoriana, pero que las costumbres que comentaba, y las expresiones que decía que se utilizaban, no obedecían a los usos que tienen un carácter general. Por ello, su visión más bien caricaturizaba nuestras costumbres e invitaba a quienes pertenecemos al país y lo conocemos, a tener una actitud de alerta ante la posible distorsión. Dicho con los mismos términos: con aquel librito había que mantener los ojos abiertos; o lo que era lo mismo: había que “pelar el ojo”…

Shanghai, 20 de agosto de 2011
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18 agosto 2011

Arrúllame en tus brazos

Miro a mi alrededor y voy haciendo una penosa auditoria. Voy comprobando como poco a poco se han ido alejando, se han ido despidiendo (más bien, se han ido sin despedirse) tantos y tantos colegas y amigos. Han sido en vida gente buena, a quienes vi trabajar y vivir con ilusión para procurar lo mejor para sus familias; eran gente de mi misma edad en la plenitud de su aspiración vital, empezaban recién a dejar de trabajar, eran flamantes abuelos y hoy… poco a poco compruebo que ya se han ido para siempre. Poco a poco, también, voy cayendo en cuenta que sólo he pasado a ser un temporal sobreviviente…

Muchos van cayendo víctimas de una cruel y voraz enfermedad que, cuando la escuchaba de niño, sólo creía que era el término escogido para disimular un impreciso, contradictorio o no muy certero diagnóstico. Jamás dejó de llamarme la atención que la figura de un cangrejo identificara la enfermedad con el símbolo de uno de los signos zodiacales. Siempre me pregunté con curiosidad, por qué era que no se representaba con los otros signos a las demás enfermedades…

Cuando advertíamos esta insidiosa realidad, justamente con uno de esos colegas que ya se adelantó, él tenía una expresión a flor de labios: “lo que pasa ‘Albersiño’ -decía- es que ya están disparando cerca”. Similar y sencilla filosofía habría de escuchar a mi propio hermano Adrián, cuando comentaba que “quien va al anca no va atrás”. A veces, en medio de la noche, me despierto y me pregunto que cuándo será el día que uno de esos disparos, de ese francotirador desbocado que llaman destino, me convertirá en el flamante blanco de su obcecado capricho, en cuándo será el día que me baje del estribo y ya no pueda decir que voy al anca porque me habría quedado para siempre atrás!… Cuándo, si la vida es sueño, como Calderón de la Barca lo dijo, será el día que me suceda y me asignen ese inescapable despertar?

Pero… me siento, en cierto modo, protegido por una bendición escondida; es la extraña conciencia de que pertenezco a una familia de longevos, palabra que por no ser esdrújula está muchas veces signada de gravedad… Cuando se es longevo, es que no se estaría “enfermo de gravedad”, es que se estaría “vivo de gravedad”; que se pasaría a estar expuesto a cualquier clase de contingencia, frente a la cual, los longevos, se encuentran por lo general muy preparados y muy lúcidos; y quizás más concientes de la dualidad contradictoria de su propia longevidad…

Cuando estoy por pocas semanas en Quito, suelo ir a visitar a uno de mis tíos; se trata del mas viejo entre ellos, tiene ya noventa y cuatro años, pero él no piensa como que fuera un anciano, él no habla ni actúa como un viejo decrépito que le hubieran cargado los años. Hace poco tuvo una lamentable y accidental caída y a pesar de haber sufrido dos fisuras óseas, había conseguido una casi portentosa convalecencia. Fue tan sorprendente su recuperación que su andar firme y seguro ya no denunciaba que se hubiera alguna vez caído. Como él evita andar en coche o tomar transporte público, no deja de estar expuesto a estas lamentables circunstancias. Mas, esa persistencia para movilizarse por su cuenta, es quizás la que le otorga esa condición de presentarse siempre erguido; y aunque es un hombre sencillo y sin pretensiones, en ello debe afincar talvez el secreto de esa salud que va de la mano de su altivez y de su proverbial elegancia.

Similar comentario puedo hacer de mis otros tíos; en forma especial de una tía que no deja de suplantar con su dulzura la ausencia de quien fuera mi madre. Una mañana fui a pagar los impuestos en las dependencias del municipio que funcionan en Cumbayá. Al salir de esas oficinas y al cruzar la esquina, alguien llamó mi nombre desde el interior de un auto en movimiento: Alberto! Alberto! insistió. Cuando regresé a mirar para identificar la voz que me convocaba, pude darme cuenta, más por el tono que por la imagen que identifiqué, que se trataba de esa misma buena mujer que cuando venía hace muchos años a pasar el invierno en Quito, no dejaba de adularme con sus gestos y su tono protector, o que sacando un colorado billete de cinco sucres de su generosa cartera, me decía el mismo día que llegaba: “toma para que te compres alguna cosita”…

Hoy, qué no daría para por lo menos retribuirle; pero no con el importe, sino con lo mismo que con su valor compraría: una inagotable provisión de dulces y de golosinas! Pero cuando se extraña y se está a la distancia, solo quedan ganas para pedir lo mismo que alguna vez la escuchamos que tarareaba en voz baja, una melodía popularizada por Julio Jaramillo que titulaba “Como si fuera un niño”:

Acógeme en tus brazos y delicadamente

Con tus manos de rosa acaricia mi frente.

Y dime en un suspiro que tu ilusión primera,

He sido yo y entonces, mi amor, mi primavera…
… Deja que hoy me aduerma en tus senos de armiño.

Y arrúllame con besos como si fuera un niño.

Mas, cuando ya vamos para viejos y ya nos corresponde realizar ese curso intensivo de supervivencia que llaman “la tercera edad”, parecería que más empeño le vamos poniendo a evitar las ráfagas extraviadas, o a sujetarnos con ansiedad a esa anca carente de estribos, que a dejarnos acoger por esa tardía primavera constituida por una probable longevidad. Imagino que esa es nuestra cándida respuesta para procurar que una palabra que no es esdrújula, tampoco llegue a estar signada por la agudez de una achacosa gravedad… Sí, parece que solo es cuestión de acentos!

Shanghai, 19 de agosto de 2011

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17 agosto 2011

Collage entrecomillado

Imagino que esto del “cabreo” no es sino la versión moderna de lo que oíamos con frecuencia en la escuela, cuando nos “invitaban” a asistir a misa todos los santos días, de modo que nos fue quedando un balance a favor tal, en nuestros religiosos activos, que ya no nos ha ido quedando, en el deseo de asistir a esta ceremonia y cumplir así con el cristiano rito, sino uno como tibio y fatigoso entusiasmo. “En aquel tiempo”… en aquellas lecturas epistolares, en la revisión de los evangelios o en la explicación de esas repetidas homilías cotidianas, no se mencionaba la palabra “cabreo”, pero se hablaba con insistencia de la versión eterna y apocalíptica de la misma; y se la reemplazaba con la advertencia de un constante eufemismo: “el llanto y crujir de dientes”.

Reflexiono en la expresión bíblica mientras reviso una reseña del mensaje anual de nuestro presidente, cuando habría mencionado que en su llamada revolución ciudadana (que un día se la recordará como la “desilusión soberana”) “no hay espacio ni para los traidores, ni los cobardes”. Acostumbrados como ya están mis compatriotas a este tipo de lenguaje abusivo, parecen no haber caído en cuenta en sus implicaciones y en su esbozado maniqueísmo. Tampoco parecen querer advertir que quien no permite que se insinúen sus falencias, cree a su vez que solo él tiene patente de corso para endilgar insultos y vomitar sus improperios.

Haciendo de abogado del diablo y otorgándole el beneficio de la duda, quisiera pensar que lo que quiso decir fue que en esa tienda política ya no hay espacio para los arrepentidos y los pusilánimes. Sin embargo, conociendo su tendencia autoritaria y divisionista, creo que el real mensaje que se desprende de su triste expresión es el de que quienes no participamos de su entusiasmo excluyente somos solo eso: unos cobardes y unos traidores a su trasnochado idealismo. La pregunta que surge es desde luego: ¿quién le ha dado derecho y autoridad para insultarnos a quienes no comulgamos con su privativa forma de entender la sociedad, de interpretar nuestro comunitario destino?

Pienso en esta forma irresponsable del uso permanente de la diatriba, mientras reviso una serie de apuntes que he desenterrado de mis viejas lecturas de hace dos o tres décadas y descubro cuán oportunas resultan ciertas notas, que por casualidad he encontrado; y como ciertos pensamientos escritos, con referencia a otros episodios sociales y políticos, vienen a calzar con oportunidad en el momento inquietante que vive nuestro país. No me canso de reconocer la fuerza arrolladora que tienen los conceptos, así como la importancia permanente que tienen los ideales y los valores morales y éticos.

Con esas notas que he guardado, muchas de las cuales pertenecen a escritores y pensadores que por ahora no ubico con precisión, me he propuesto hacer un pequeño “collage” con las pinceladas de dichos pensamientos. Reconociendo el estilo y la época cuando las registré, intuyo que podrían pertenecer a Ortega y Gasset, a Ramiro de Maeztu y a Enrique Tierno Galván. Es sorprendente como tales expresiones pueden seguir aportando su actualidad a pesar del inevitable transcurrir que tiene el tiempo. Con parte de aquella mezcla desordenada de apuntes, he decidido entrecomillar algunos conceptos que los juzgo oportunos y relativos a nuestra actual situación institucional y política, persuadido como estoy que, como lo dijo ya uno de ellos, “la razón tiene la virtud de iluminar los hechos con la fuerza de la evidencia”:

“Pobre la institución donde sus dirigentes pierden el sentido de dignidad, el sentimiento de orgullo y el significado de libertad”.
“El hombre se mueve por ideales, cuando lo hace por conveniencias, por el bienestar económico, jamás se satisface. Hoy calla porque el deseo está lleno, mañana grita porque el deseo reaparece o nace uno nuevo”.
“Los utópicos olvidan que la historia tiene dos asignaturas: la eficacia y la razón. Por ello los medios de que se valen terminan por corromper los fines hermosos para los que nacieron”.
“No creo en los gigantes; ni me asustan, por aspas que tengan, los molinos de viento. Creo en la bondad de los hombres, en los valores morales, en la verdad, en la razón y en la justicia. Tengo fe en los principios, los ideales y los conceptos”.
“Toda ética que ordene la reclusión perpetua de nuestro albedrío es ipso facto perversa”.

En cuanto a cierto estilo que trata de imitar la chabacanería del rústico fanfarrón de feria, qué tal estas otras apostillas:
“La vulgaridad no irrita tanto como las pretensiones”. Pues… “de querer ser a creer que se es ya, va la distancia que hay entre lo trágico y lo cómico”. “No hay mayor abyección que la pretensión y la soberbia; que la presunción y la arrogancia”. Porque “podemos pretender ser cuanto queramos, pero no es lícito fingir que somos lo que no somos”. Ya lo había dicho Pascal: “El hombre es un monstruo de contradicciones; la vanidad está tan anclada en el corazón de los hombres que un payaso, un granuja, un bergante quieren tener admiradores”…

Sí, es hora de reflexionar! Porque... “desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir en su ruta, que no se hace un problema con su propia continuidad, que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia!”. Sí, porque si no: luego vendrá el llanto y el crujir de dientes! Y esa suele ser la madre de todos los cabreos…!

Shanghai, 18 de agosto de 2011

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15 agosto 2011

Esos apuntes extraviados

Por esos mis últimos años en el oriente ecuatoriano, a medio camino entre la soltería y mi vida de futuro piloto de aerolínea -que no es sino la vida de un itinerante solterón-, la naturaleza de la actividad me daba tiempo para continuas e interminables lecturas; esto, justamente porque mi programa de vuelo y de trabajo parecía sacado de uno de esos libros de acontecimientos y actividades sorprendentes: trabajaba con un sistema de ocho por ocho, lo que consistía en una semana de trabajo, seguida por otra de descanso! La base de operaciones estaba ubicada en Lago Agrio (Nueva Loja la apellidarían después, los que me imagino que habrían sido unos recalcitrantes y trasnochados colonos lojanos).

“Lago” le llamábamos como para abreviar su nombre, o quizás para disimular la agria impresión que producía un pueblo infeliz, sin provisión de agua potable ni alcantarillado. No más de veinte cuadras rodeaban a un triángulo donde se confundían las picanterías improvisadas, las tiendas de víveres y las mecánicas automotrices; allí se formaba una Y que bifurcaba los caminos que conducían al puente sobre el Aguarico, al camino de regreso a Quito o al campamento de la Texaco. Quedaba, esta encrucijada, a tiro de piedra de los dos únicos “chongos” o prostíbulos que ahí competían con la imaginación de sus nombres y la provisión de sus placeres prohibidos. Estos antros daban carta de ciudadanía a un pueblo donde se vivía entre la polvareda y el lodazal, entre la abyección y los parásitos.

A similar distancia quedaba una auténtica “jaula de oro”, una especie de claustro favorecido por la presencia de toda suerte de comodidades: era el campamento de la compañía petrolera que pocos años atrás había descubierto petróleo por primera vez en el oriente. Había allí una cancha de futbol y un casino; una sala de cine y también un enorme comedor; sobre terraplenes elevados se ubicaban las oficinas administrativas donde inclusive se disponía de teléfono directo con la civilización y habían unos interminables pabellones donde se alojaban los empleados y directivos que venían durante los días de semana para cumplir con sus distintas tareas, oficios y trabajos.

A poca distancia se había construido una pista asfaltada de aterrizaje; la construcción se complementaba con un exiguo terminal de pasajeros y un pequeño hangar donde se atendía y proporcionaba mantenimiento a las versátiles “machacas”, unas aeronaves de color anaranjado que realizaban los vuelos entre los pequeños campamentos de los que disponía la Texaco. Hacíamos por entonces dos vuelos de recorrido, uno en la mañana y otro luego del almuerzo, al principio de la tarde; y adicionalmente otros vuelos especiales que consistían en transportar al personal a una de esas cortas pistas, algunas cubiertas de madera de chonta y de extensión muy limitada.

Los circuitos, en forma casi invariable, nos llevaban a cumplir la ruta Lago – Sacha – Coca – Shushufindi – Lago. Eran avioncitos bien mantenidos, impulsados a turbo-hélice, pero no podía dejar de considerarse que, a pesar de lo variada y entretenida que era su repetitiva operación, ellos tenían una gran limitación para los vuelos sobre la selva: estaban provistos de un solo motor, lo que equivalía a reconocer que si se producía una falla mecánica, el primer instinto y propósito de los pilotos hubiera sido buscar donde realizar una emergencia en medio de los árboles; y entonces… gracias por haber escogido los servicios de la Texaco!

Un bochorno amodorrante se producía justo después del almuerzo, cuando había que salir a efectuar el primer vuelo de la tarde. Era también la hora en que debido al calor se experimentaba el más alto grado de turbulencia dentro de una pequeña nave que ni siquiera disponía de ventoleras y menos aún de aire acondicionado. Al “hangar de las machacas”, especie de diminuto terminal aéreo, acudían con sus “ordenes de viaje” los operadores de los pozos, los técnicos de las empresas subcontratistas, los ingenieros que salían a efectuar las tareas de observación y de control que les eran específicas, los supervisores de bodega, los encargados de hacer las auditorias; en fin, todos aquellos que tenían que movilizarse en forma urgente, o simplemente quienes por la naturaleza de su actividad, debían transportarse por vía aérea, como podía tratarse del encargado de proyectar las películas vespertinas en esos campamentos aislados.

Así fue como los libros fueron convirtiéndose en nuestro único entretenimiento. Sentado yo en las oficinas de Ecuavía Oriente, debía esperar, entre vuelo y vuelo, a que nuevos pasajeros viniesen con un nuevo formulario en el que se había plasmado la autorización para realizar un viaje puntual o simplemente para que se les incluyera en los vuelos de itinerario. Disfrutaba por entonces tanto de mis lecturas, que hubo momentos en que no tuve muy claro si la solicitud de los vuelos venía a interrumpirlas, o si esas lecturas eran las que interrumpían los quehaceres a los que estaba obligado. Por entonces se me dio por leer en bulto, es decir no adquiría libros individuales, sino que insistía en el mismo autor, y con frecuencia adquiría la edición especial de sus obras completas.

Hubo libros que probablemente eché a perder con mis notas y subrayados. Pero también hubo otros con los que preferí ser más recatado; cuando encontraba una frase o un pensamiento que me gustaban, los anotaba en un pequeño papel en el que registraba los pasajes y sentencias que me habían causado impacto. Pasados los años, y cuando quise poner en orden mi librero, parece que retiré todas esas hojas de los libros correspondientes y las junté en un solo sitio, sin discriminar su procedencia, ni señalar a qué libro correspondían las notas que se habían acumulado. Hace poco me he encontrado con esas notas, y no he podido ubicar su autoría, ni tampoco descartar la posibilidad de que tales apuntes hubieran recogido el contradictorio registro de mis propias impresiones, respecto a las influencias que alguna vez me marcaron.

Ámsterdam, 16 de agosto de 2011
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13 agosto 2011

Espacio médico contratado

Hola, me llamo Benjamín. En la casa me dicen Benja (o Benjas, en plural, cuando me pongo “majadero” y me sale mi doble personalidad). Soy el primer nieto de mi abuelo; o, lo que es lo mismo, el hijo mayor de mis papás. Le pedí al abuelo que me deje escribir en su “blog” para contarles de las operaciones que me hicieron esta semana en el hospital. Esta nota estoy escribiendo en un papel; pero el abuelo me dijo que iba a copiarla en el computador, porque él es medio complicado y quisquilloso (obsesivo-compulsivo, dice él), y me dijo que primero tenía que revisarme las faltas y que primero la tenía que “editar”…

Ya tengo cinco años. Voy a una escuelita que queda aquí cerca. Este es mi primer año en el preescolar. En la escuela nos hacen jugar todo el día y esto es quizás lo que me tiene un poco confundido, porque cuando dizque hay que ponerse serio, yo no sé si se trata de otro juego o es que ha empezado una clase “seria” más. La cosa es que eso que llaman “cosas serias” son asuntos que yo ya sabía, porque ya me había conversado el abuelo o ya me habían enseñado antes mis propios papás. A mí me parece que las chismosas de las profesoras les fueron a decir a mis papás que ahora ando muy inquieto, porque casi no hay semana que no les pidan que vengan a la escuela porque “quieren conversar”.

La última vez que mis papás vinieron a la escuela, me estuvieron reclamando todo el viaje de regreso a la casa y me estuvieron diciendo que ya me vaya dejando de tonterías y que ponga atención a mis maestros, sobre todo cuando nos dicen que hay que sentarse a jugar a las lecturas o cuando aprendemos a contar. Estos son otros juegos que, a diferencia de los que jugamos en el patio, hay que hacerlos en la clase, mientras tenemos que sentarnos y estar calladitos, jugando al que más se aguanta sin moverse, hasta que nos dejan salir al patio otra vez a corretear. Lo cierto es que eso de estar de estatua, y como mudo, a mí se me ha ido haciendo muy difícil. Parte es por culpa del William que es un inquieto y parte también por culpa de la Natalie que es una pecosita colorada que siempre me anda molestando, se coge mis crayolas y me dice cosas chistosas desde atrás.

Cuando vinieron mis papás a la escuela les pidieron que me lleven al médico, para que les diga si mi falta de atención no es por alguna otra razón adicional. Y, lo que tenía que pasar pasó; el médico dijo que si yo era tan inquieto no era porque era un genio precoz, tampoco porque ya sabía lo que me quieren enseñar, y ni siquiera porque soy un “irreverente y empecinado majadero” (como dice mi papá), sino porque mis amígdalas tenían el tamaño de un huevo y que otros como huevos que quedan detrás de la nariz, y que creo que se llaman adenoides, también me tenían que operar. Así que no me dieron tiempo ni para guardar mis transformers, ni mis carritos de carreras, ni mis legos; y el viernes a primera hora me llevaron a la clínica para hacerme operar.

Lo de la operación no fue mayor problema. Me llevaron a un cuarto donde no había juguetes y donde la cama era tan alta que si hubiera querido bajarme me hubiera roto la columna vertebral. Vino una enfermera a ponerme una de esas inyecciones que yo odio y sin que yo me diera ni cuenta, ya me había quedado profundamente dormido y cuando me desperté me dijeron mis papis que ya me habían terminado de operar. He estado desde ese día un poco como preocupado porque estoy convencido que cuando a uno le cortan algo, uno corre el riesgo de hacerse débil y se puede como debilitar. Es como en un cuento que vi una vez en la tele, que a un señor muy fuerte, que se llamaba Sansón, le cortaron el pelo solo para poderle atrapar. Pero mi caso es más grave, porque creo que mis amígdalas ya no me van a volver a crecer nunca, nunca más!

Mis papás le contaron al médico que me enfermo con frecuencia de la garganta, pero sobre todo que ronco demasiado, que duermo con la boca abierta y el médico les dijo que cuando se duerme con la boca abierta uno se pasa al otro día molestando en la escuela, porque no ha dormido bien y entonces da lo que ellos llaman “hiperactividad”. Esta es una de las últimas palabras largas que he tenido que aprender estos días; palabras largas y extrañas que no había escuchado ni siquiera en los programas nocturnos de la tele. Porque yo nunca había oído ni otorrinolaringólogo, ni adenoides, ni amígdalas, ni todas esas palabras difíciles de los rótulos que tienen todas las aulas que hay en el hospital. Lo que en cambio me alegra es que el doctor nos dijo que con la operación ya no se me iban a obstruir los “pasajes aéreos”; y yo creo que esto a lo mejor es bueno, porque yo me quisiera ir a visitarles a mis abuelos por un par de meses y no podría irme si los pasajes no me pueden primero comprar…

Al día siguiente, de que me dijeron que ya me habían operado, ya me dejaron volver a la casa de mis papás. Yo “creiba” que me iba a doler algo en la garganta o en la boca, pero hasta aquí no he sentido ningún dolor o dificultad. Ya puedo comer de todo y no tengo ningún problema para hablar o respirar. He pasado un fin de semana muy entretenido y hasta mimado. Pero, en medio de todo, he pasado también un poco contrariado y preocupado, porque si sigo soñando con la boca abierta, o si sigo roncando demasiado o, lo que es más grave, si persisto en seguir molestando en la clase, tengo miedo que les vuelvan a llamar a mis viejos a la escuela y con esto de que me andan cortando ciertas glándulas, para que dizque ya no moleste, vaya a ser que siga molestando como un verdadero majadero y entonces el doctor vaya a querer que me corten algo más…!

Bueno ya no quiero cansarles con mis historias. Además, tampoco quiero abusar del espacio que me concedió el abuelo, que es el único que está convencido que si a veces molesto un poco (aunque a cada rato) no es porque sea un majadero, sino solo porque todavía soy un niño. Un niño chiquito, eso y nada más!

Willoughby, Sydney - Australia, este último fin de semana.
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12 agosto 2011

Otra vez arroz!

Estoy de vuelta a mi soltería honoraria y “ad hoc”. He regresado a Shanghai casi tres meses después. Priorizo el pago de las cuentas atrasadas y acumuladas; vuelvo a recorrer mis atajos y a reconocer mis acostumbrados rincones, a repetir mis rutinas y, sobre todo, a hacerme cargo de todas esas pequeñas cosas de las que normalmente se encarga el ama de casa; o que a veces hemos encargado a alguien más. Porque regresar a un sitio que se ha dejado cerrado por todo un trimestre implica realizar una variedad de tareas; pero sobre todo involucra eso de lidiar con las sorpresas. A veces es algo que funciona defectuosamente, o un cuadro que se ha caído de la pared como si lo hubieran empujado los fantasmas, o una llave que debía estar en cierto sitio y que no aparece, o un artefacto que se traba, que se encapricha y que ya no quiere funcionar…

Volver a los tiempos significa descubrir nuevos daños y reconocer flamantes falencias. Así, el primer día es un día perdido, porque se lo gasta en solucionar desperfectos y en “desfacer agravios”. La vez pasada había sido una cañería de agua caliente que se había reventado (claro, si el baño no había sido utilizado por largo tiempo); el resultado fue una intempestiva y catastrófica inundación que me impulsó a que bajara corriendo, casi como Dios me trajo al mundo, en busca de ayuda urgente con rumbo a la conserjería. Cómo explicarle al chinito de seguridad la razón de mi desesperado predicamento, con esa loca cara de angustia y con el semblante del mismo color de la magra pieza de toalla con que había cubierto mis pudores y mi confuso espanto! Debe haberse imaginado, el sorprendido guardia, que me habría encontrado cara a cara con el mismísimo demonio o que habría bajado a reportar un crimen atroz, repentino y execrable!

O como en aquella otra ocasión, que bien pudo haber pasado a los anales del oprobio, cuando en forma repentina sentí uno como ruidito imperceptible que fue cobrando la fuerza de un martilleo persistente; fue cuando advertí que había empezado a llover dentro de la misma sala, al más puro estilo de los fantásticos episodios de las novelas de García Márquez. Era que se había anegado el cielo falso, por culpa de una obstrucción en el ducto del aire acondicionado… ¿Qué hacer entonces, en la mitad de la noche, a más de poner todo lo que estuviera al alcance a buen recaudo? No, no es cosa fácil, ni simple, saber que no se puede hacer nada, mientras se cae en cuenta que el tumbado se va abombando como una canoa amenazante y repleta de agua!

En asuntos y situaciones como éstas, es cuando renuncio a mi agnosticismo y opto por creer en los ángeles de la guarda! Es cuando compruebo que ellos no tienen alas y que tienen nombre y apellido. Son los verdaderos enviados del cielo, visten unos trajes de un material rústico, hecho para forrar colchones, no se inmutan por nada y casi nunca ofrecen una sonrisa conmiserativa; son los encargados de las reparaciones. Se llaman a sí mismos “ingenieros”. Son los que nos hacen sentir que las plegarias sí suelen encontrar respuesta; ahí es cuando concluyo que las bienaventuranzas están incompletas, que debería haber una que proclame: “bienaventurados los que sufren por las cosas que se echan a perder, porque serán auxiliados”; y otra que los incluya: “bienaventurados los mecánicos que ayudan a los que no tienen ni p… idea de cómo arreglar las cosas, porque serán llamados a un reino donde nada se malogra y en donde todo estará compuesto para siempre y hasta el final de los tiempos”!

Sí, porque si hay una falencia que deba reconocer como propia, es mi inutilidad para arreglar las cosas que se dañan. No tengo ninguna habilidad para todo aquello que tiene que ver con mecanismos y herramientas! Porque, como decía uno de mis hermanos: “no soy aparente” (término antiguo que se ha vuelto a usar en el Ecuador, con el sentido de apto o adecuado). No, definitivamente, no sé tomar ni una tenaza, ni un destornillador, ni un martillo; simplemente no nací para ser mecánico! Y esto, a pesar de mi testarudez e impaciencia; porque mi inutilidad para con los fierros, solo puede ser superada por mi enfermizo empecinamiento por encontrar solución para todo aquello que mal funciona, que se hubiera resistido a operar, o que se hubiese estropeado. Ver algo que se ha dañado es algo que me puede quitar el sueño; estoy ahí, trata que trata, monea que monea, hasta que encuentro la razón de su empecinado comportamiento…

Así transcurre el primer día de esta soltería ocasional que me persuade que todos somos animales de costumbre, que podemos adaptarnos a toda suerte de incomodidad y a cualquier clase de limitación. Así compruebo que es necesario procurarse un marco básico de orden y de comodidad para organizar la vida diaria cuando se está solo, cuando se depende de uno mismo para disfrutar de un poco de confort y para poder organizarse. Es entonces que, ya arreglados los desperfectos, puestas en orden las cuentas de los servicios y habiendo provisto con generosidad la alacena y la refrigeradora, siento que estoy listo para cumplir con todas esas tareas y responsabilidades que me han encargado en esta cláusula crepuscular de mi vida, talvez la última de mi etapa profesional y aeronáutica .

Es entonces que percibo que se presenta la oportunidad para ejercitar todas esas tareas que me resultaron odiosas y antipáticas cuando fuera niño, cuando nunca me habría imaginado que ciertas cosas simples, como administrar la provisión de ropa fresca o presupuestar la adquisición y el consumo de los alimentos, serían quehaceres que algún día tendría que hacerlos por mí mismo, aun a pesar de tener la opción de disponer de alguien que pudiera aligerar esa carga de soportarse a uno mismo, en la que consiste saberse temporalmente soltero…

Sí, un nuevo día más en el paraíso terrenal; o, como lo expresarían quienes han abandonado el optimismo por la variedad: “otra vez arroz…!”

Shanghai, 12 de agosto de 2011
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09 agosto 2011

El artilugio rabioso

“Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la colilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico”. Roberto Arlt, “El juguete rabioso”.

Tengo que madrugar para tomar mi vuelo de regreso a Shanghai. No dispongo de un despertador, pero acudo a la ayuda de ese mecanismo multifuncional en que se ha convertido últimamente el teléfono. Es sorprendente comprobar como el dispositivo es ahora utilizado para tantas y tan diferentes tareas; como es usado para satisfacer muchas de nuestras cotidianas necesidades, la menos utilizada de las cuales parece ser la que debe serle propia, la tan simple de comunicarse. He calculado una hora de presentación en el aeropuerto y he fijado una hora para despertarme. Además, en la posibilidad de que cometa una equivocación, he decidido utilizar otro celular adicional como medida de precaución y celo.

Es la mitad de la noche. Un sonido que no logro asociar con la alarma suena en la madrugada. Cancelo la sirena y advierto que ésta ha sonado una hora antes de lo esperado; ha sonado una hora muy temprano. Pocos segundos después, vuelve a sonar la advertencia empecinada; es entonces que descubro que no es fruto de su inexplicable testarudez, sino que es más bien una llamada telefónica que ha interrumpido la cláusula de la noche. Tomo el auricular y, para mi exasperación, siento que alguien fuerza una cuota de silencio al otro lado de la línea. Alguien no puede ocultar su presencia y calla, con insidiosa obstinación, en las antípodas de mi desdeñoso fastidio. Alo, alo! - repito -, mientras alguien insiste en ocultar su identidad con su silencio torpe, cobarde y artificioso.

Hago silencio y prefiero más bien desconectar con anticipación la alarma de todos los improvisados despertadores. Decido levantarme más temprano de lo inicialmente previsto, mientras me aseguro que todos los aparatos susceptibles de propiciar un madrugador despierte se encuentran ya debidamente desconectados. Subsiste, sin embargo, un caprichoso zumbido; es como si las alarmas hubieran continuado rugiendo su empecinado pregón mañanero. Sucede como si el ruido de aviso hubiese ya cesado, pero el modo de vibración continuara perturbando con su casi imperceptible testimonio de moscardón inquieto. Busco por todas partes la esquiva fuente del demencial sonido y no consigo ubicar el origen de aquel necio y misterioso rugido ahora incierto.

Pienso entonces en el título de la novela de ese escritor argentino que fuera Roberto Arlt y trato de explicarme su intención al haberla llamado “El juguete rabioso”. Mientras trato de espabilarme y me dirijo al baño, evitando despertar a "mi santa costumbre", pongo un exceso de cuidado en no hacer ruido y pienso en las “rabias” que se han puesto de moda en mi tierra y medito en los ahora populares y nada inconspicuos “cabreos”. Pienso en las cruzadas políticas de los “cabreados” que sienten que se ha hollado su derecho a expresarse y a ejercer su libertad de proclama y de pensamiento. Pienso en la réplica de quien, por ahora y transitoriamente, ostenta el poder; en la de quien refuta que los verdaderamente cabreados deberían ser los que “tienen prohibido olvidar”, los que no tienen agua a pesar de vivir cerca de la represa del río Daule.

Es cuando pienso en el cabreo de los agitadores y en el de los demagogos, en el de quienes abusan de su “libertad al cabreo” para dar rienda suelta al rencor y al desprecio. En el cabreo de los que defienden sus intereses y menosprecian el criterio que es ajeno; en el de los autócratas e intolerantes, en el de los que tratan de esconder sus complejos y sus desprecios… En el de los pirómanos políticos, en el de los que… “estremecidos por el odio, encienden un cigarrillo y malignamente arrojan la colilla encendida encima del bulto humano que duerme sus sueños de esperanza e ilusión en un olvidado pórtico”…

Medito de este modo en la fuerza aparente que tiene y que contiene el sofisma; y reflexiono en el cínico e hipócrita cabreo de los oportunistas, en quienes acuden a la perversidad, a la infamia y al resentimiento para exacerbar los odios y apuntalar su temporal oficio. Me pregunto si es ético y moral utilizar la pobreza, la marginación, la imposibilidad de ascender, la incapacidad -lamentable pero inevitable- de que todos los hombres puedan concretar sus aspiraciones y hacer realidad sus sueños... Empiezo a afeitarme con celeridad y descuido, mientras reflexiono en el comentario de uno de mis hijos, en cuanto a que los jugadores que provienen de Same y no de Esmeraldas tienen dificultad para adaptarse a la realidad de la ciudad, cuando salen a probar sus habilidades en Quito...

Pienso entonces en la curiosa analogía que tiene esa realidad, en la contradicción social de aquella pobre gente que sufre con los contrastes de vivir cerca de quienes tienen más, a pesar de que esa misma condición les brinda la posibilidad de obtener empleo y de mejorar su ingreso. Y medito en el espejismo que a esa misma gente le crea su imposibilidad de tener acceso a otros medios para concretar el salto que significa realizar sus sueños; en la falsa idea que les fueron creando de que ese salto dramático pueda ser dado solo por la magia de las ofertas electorales y no por otros mecanismos a los que es justo que tengan derecho…

El zumbido de la alarma continúa… El ruido ya se ha cancelado, pero la trémula sensación sigue, con su ímpetu nervioso, como si no saldría de ese obcecado despertador, sino de mi propio y rabioso cerebro… Ay, los juguetes rabiosos! Ay, los artilugios con los que juegan los que nos niegan el derecho a nuestro modo de reaccionar ante el abuso, ante la prepotencia de un oficial e incontestado cabreo!

Atlanta, 9 de Agosto de 2011
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07 agosto 2011

Anatomía del gagón *

Es un trasgo diminuto e informe avecinado a la mezquina oscuridad del puente. Su rostro exhibe una mueca macabra; y su boca, en rictus de muerte, deja escapar un lúgubre quejido que se difumina por los rincones del río y que embruja, con su lúbrico silbido, el paisaje morlaco. Un sombrero de enormes alas erizadas consolida el carácter lascivo del duende y le otorga la mítica identidad de su fantasmal apostura. La imagen del gagón es imprecisa, su origen confuso y su naturaleza inescrutable. Sugiere la creencia, medrosa y legendaria, que su padre es el incesto y su madre la promiscuidad que corrompe los hogares.

El gagón es engendro lujurioso de húmedos y concupiscentes amores fraternales; es fruto de la codicia carnal de los compadres y aun de clandestinos estupros clericales. Su llanto estentóreo de huidizos ecos itinerantes, sugiere la caprichosa ubicuidad de su presencia y el agorero maleficio de espantosas calamidades. En su quejido se confunden, en simbiosis confusa e inextricable, un agudo lamento infantil y el reclamo funeral de una vieja vagabunda, grotesca y desesperada.

Su visión es ominosa; su aparición es un satánico recado. Es el mal agüero ofrecido como ingrato presente, como mañoso y abominable regalo. El duende contradice su peregrina estatura con su espectral presencia, con su aspecto fantasmal y bastardo. Es un engendro ridículo que aterroriza al medroso y esquivo vecindario; que altera el azuayo sosiego con sus traviesos hechizos, con sus embelecos y sus encantos. Su traza desordenada es huésped transeúnte de la sombra ocasional de un solitario farol olvidado. Allí, embozado en su escondite, amenaza el trasgo con su espurio embrujo, y con su hechizo esotérico y mágico.

El gagón repite su lamento melifluo, nocherniego y nostálgico, cual perentoria advertencia de renovados presagios que en la noche han escapado. Un viento terco y meridional apura furtivas siluetas que rehúyen la cita con el duendecillo extraviado mientras él va dejando la impronta de sus paseos noctámbulos, a la vez que la sombra macilenta de sus desplazamientos macabros. Entonces la gente, con encubierto recelo, evita un fugaz y repentino encuentro con el duende de índole perversa y va caminando con apremio y con escrúpulo monástico…

* Comentario: Este corto articulo lo escribí hace por lo menos veinticinco años, luego de un viaje de vacaciones a Cuenca. Allí escuché por primera vez este curioso como sugestivo término, nacido de la morlaca creencia en un duendecillo que se esconde en las noches bajo los puentes del Tomebamba. Sin embargo, este escrito, como muchos otros, habría de perderse temporalmente en uno de mis múltiples trasteos y frecuentes cambios de casa. Ahora que lo publico y que lo reviso a la distancia, compruebo mis anteriores influencias y advierto mi anterior tendencia a jugar con las esdrújulas y a utilizar una serie de voces que son poco utilizadas. Prefiero dejarlo como lo encontré, luego de una reciente jornada en que me pasé poniendo en orden mis cuadernos de apuntes y otros papeles extraviados.

De “Los mitos y leyendas de Cuenca” extraigo la siguiente información: “El gagón es una criatura imaginaria que tiene forma de un perrito faldero de pequeño tamaño y de color blanco. Este animal aparecía cuando personas con grado de familiaridad tenían relaciones prohibidas y las asustaba al dar gemidos que imitaban a los lloriqueos de un bebe recién nacido. Se creía que si se atrapaba al gagón y se lo tiznaba la frente con un carbón, las frentes de las personas que este animal había sorprendido también se tiznaban de negro”… Similar concepto hallo en el “Glosario de lojanismos”: “El gagón es un animal mítico, parecido a un cachorro, en el que se encarna el alma de los que fornican en pecado”…

En la edición de Abril de 2006 de la “Revista Cultural” encuentro también una referencia que me parece interesante:
“Será de creer? No será de creer? Quién sabe...! Yo nunca he visto, pero sí me han contado; también he leído los testimonios que al respeto recogió el Dr. Miguel A. Landívar (1921 - 1980), entre otros mitos de nuestros pueblos. Pero como de pueblo mismo se trata, parece ser que los gagones son como "guagua perritos", de esos “ñutos” (quichua por diminuto) , de color ceniciento, mejor dicho como la ceniza, entre gris y blanco, pero se hacen negros cuando pasa el tiempo y ahí ya no hay como salvarles, porque ya está perdida el alma. También dicen que son "pulchungos" (de pelo abundante y ensortijado), bien lanudos, y que salen solo de noche diciendo "gagón" si ha sido de hombre; "gagona" si ha sido de mujer.” (Las explicaciones en paréntesis son mías)

“Los que los han visto dicen que los gagones de la pareja se reúnen, se abrazan, casi se muchan (se besan) y se pasan jugando, revolcándose en el suelo, y aunque los dueños estén delante no les pueden ver. Ahora, qué también serán! No sé, pero parece que son las almas de los inocentes, o mejor dicho de los indecentes -cuestión de moralidades nuestras- que se emparejan con la comadre o viceversa, o con familiares que normalmente “no es de estar” (mías las últimas comillas).

“… para atraparles hay que encerrarlos en una tinaja, tapándoles con una manta o amarrándoles, luego se les pinta con "negro humo"; o mejor dicho, una mezcla de carbón y grasa animal. Algunos les hacen como una cruz en la frente; así, cuando está amaneciendo, el dueño del gagón también aparece tiznado, y uno le puede aconsejar para que se separe de esa mala junta que lo está perdiendo”... “Pero ¡cuidado! Si usted ve un gagón y quiere cogerle, si tiene el alma manchada le saca el "huesito de la rodilla" o sea la rótula; pero si tiene el alma limpia, solito se deja agarrar ni bien uno extiende los brazos y solo le masca suavito”… (Hasta aquí la referencia).

Finalmente, en el "Diccionario de Ecuatorianismos", de mi querido amigo Carlos Joaquín Córdova, hallo la siguiente breve nota: “Sujeto fantástico a quien se le atribuyen generalmente poderes maléficos”.

En fin, creencias y cosas que tienen en la morlaquía!

Quito, 7 de Agosto de 2011
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05 agosto 2011

Escozores (esquela de excusa)

Todos entran ahí con espíritu mohíno, como disimulando una nefanda culpa; tanto que se diría que nadie quiere ser identificado en ese parco recinto de luces mortecinas y pesados cortinajes. Nadie acude solo, todos prefieren entrar a esa consulta acompañados, como tratando de disimular quien mismo es el que está enfermo y quien mismo es el verdadero paciente. Se trata de la inicua sala de espera del médico proctólogo, a donde los afectados concurren en busca de paliar sus dudas, ardores y malestares. Inútil esfuerzo aquel, ese del disimulo, pues toda ajena sospecha es siempre exacerbada por la inocultable huella que se denuncia por medio del mórbido y característico caminado. Los que entran van exhibiendo esa forma premiosa de respiración que adquiere la esperanza, los que salen aquella otra más rítmica y acompasada con que se expresa el alivio…

Yo también formo parte de aquel silencioso aquelarre, donde parecen estar censurados o prohibidos los conciliábulos. Todos hablan con secretos rumores, como si lo que hubieran venido es a confesarse. Nadie quiere reconocerse como miembro de esta indigna sociedad oculta de los que tienen escozores en el ano. Han llegado a donde están por factores de herencia, por la naturaleza de su oficio, o simplemente por la íntima aspiración de que su mal no sea un achaque con carácter de permanente o que pudiese seguirse agravando. A veces su molestia no está determinada siquiera por la confirmación evaluativa, su mal puede ser un asunto tópico y sin relación que no ha sido debidamente calificado.

Y es que he acudido a una serie de citas médicas, con el propósito de asegurarme que no estoy amenazado por la forma más insidiosa y común que suele tener el cáncer. Algo de mi acostumbrada curiosidad y esa incipiente hipocondría que he ido desarrollando, me habían ido convenciendo que soy no solo el paciente ideal para esta suerte de moderna dolencia, sino que satisfago todos los subestimados síntomas con que puede presentarse el cáncer de colon. Han sido dos meses ya que ciertos ardores y comezones se habían propuesto eliminar de mi rostro toda huella de sonrisa, pues tales síntomas se habían combinado con una serie más amplia de diversas manifestaciones. He dedicado pues todo el tiempo que fuese necesario y que tenía disponible para realizar estas oportunas comprobaciones.

Por fortuna, mis sospechas pronto han logrado desvanecerse. Diez años después de un inexacto diagnóstico, se me ha confirmado que sufro en grado leve de esa irritación interna que también ha afectado la vida de muchos de mis parientes: la infamante hemorroides. Se corrobora y convalida también mi convencimiento de que mis reacciones a los alimentos picantes no es la enfermedad por la que me habían tratado por una década y que se llama “prostalgia fugax”, sino que se trata de una irritación alérgica de la piel en los sectores aledaños a lo que yo llamo “el sur del continente”. En suma, el nuevo diagnóstico produce esa sensación tan pacífica que llamamos alivio; pero también, y en forma simultánea, aquella otra que nos avergüenza y ruboriza, que constituye la experiencia del ridículo.

A pesar de estas frescas, y refrescantes, razones para gozar del optimismo, se me había recomendado, por efecto de mi edad, concluir mis averiguaciones con una nueva y complementaria visita; se trata de confirmar el estado real de mi aparato digestivo; han pasado ya casi diez años de una anterior colonoscopía y va siendo hora de tomar ciertas ocasionales y periódicas precauciones. Con el vertiginoso avance que en los últimos años ha tenido la medicina, estas exploraciones se han hecho casi tan comunes como acudir al dentista y la única molestia que se presenta sucede más bien la víspera del procedimiento, cuando se debe someter al organismo a una dieta líquida y a desacostumbradas e intensas purgaciones…

Los resultados inmediatos no son definitivos pero parecen tranquilizadores. La endoscopía alta refleja que adolezco de una hernia hiatal que es la que me ha estado produciendo un enconoso reflujo en los últimos meses. Descubren también una úlcera incipiente en el estómago y una serie de pequeñas y múltiples ulceraciones en el intestino, algo que parece que ha adquirido carnet de identidad en mi tierra, por culpa de una testaruda bacteria que ocasiona la muy común gastritis, que es una alteración digestiva que se presenta como un exceso de flatulencia que se amplifica en la altura, razón por la que no se me presenta en forma permanente. Más tarde, otras comprobaciones confirman que mi gastritis no está producida por medicamentos u otras circunstancias, sino por esa diminuta bacteria que ha colonizado mi intestino con carácter pertinaz y que se llama “Helicobacter Pylori”. Aspiro a que, con el tratamiento asignado por el amigable facultativo, pronto han de desaparecer sus perversas manifestaciones!

He dejado para el último lo de más abajo… Los resultados de la colonoscopía que habrían de corroborar o eliminar mis eventuales temores. Allí se encontraron y extirparon cuatro diminutos pólipos, uno con carácter de adenoma, el mismo que tuvo particularidades de apariencia que lo convertían en candidato a futuras complicaciones. Lo importante es saber “que no era lo que pudo haber sido”; pero no podría subestimarse la contingente posibilidad de que… “si no se lo extraía, podía llegar a convertirse en maligno”… Esta es la maravillosa condición de los chequeos previsivos, que los temores que nos puede producir una inocua hemorragia ocasional o unos escozores en el rabo, nos llevan a prevenir con oportunidad más serias, complejas e irreversibles situaciones...

Con este breve reporte médico, amables lectores, justifico mi ausencia durante las dos últimas semanas, tiempo que ha coincidido también con unas cortas y tonificantes vacaciones. Estoy de vuelta así a mis escarceos con las palabras. Pero estos obedecen ya a una forma distinta de escozores…

Quito, 5 de Agosto de 2011
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