31 marzo 2011

Sistema sexagesimal

No estoy seguro si fueron los asirios o los caldeos los que inventaron el sistema. En todo caso, habría sido en la antigua Babilonia donde sus sabios palaciegos se preocuparon de desarrollar un sistema posicional que utilizara la base sesenta para medir y poder contar. Así como el sistema decimal emplea los diez dedos de las dos manos, el sexagesimal utiliza las falanges de los dedos de la mano derecha, prescindiendo del pulgar, y todos los dedos de la mano izquierda para medir y para contar. Doce multiplicado por cinco da sesenta, y esta referencia empezó a usarse para relacionar los ángulos de la circunferencia y hacer las mediciones del tiempo. Como el conocimiento estuvo reservado a los sacerdotes, el número sesenta pasó a adquirir un valor casi sagrado. Sorprendía a los sabios del llamado Creciente Fértil, que el número sesenta fuera tan adecuado para calcular fracciones, pues era fácil de dividir para 1, 2, 3, 4, 5 y 6.

El sexagesimal es un método emparentado con otros dos sistemas: el duodecimal (de base doce) y el vigesimal (de base veinte). Los antiguos habitantes de esas tierras aledañas a los ríos Tigris y Eufrates deben haber encontrado interesante que la luna cambie sus fases por doce veces durante el año. Intuyo que esto habría influenciado en la invención de los doce signos del zodíaco y en la aplicación de sistemas de numeración que tomaban en cuenta la docena de unidades y la docena de docenas (una gruesa). El veinte parece también haber ejercido un profundo influjo, sobre todo en los primeros pueblos europeos, en muchos de cuyos idiomas empezó a utilizarse el veinte para llamar a otros números relacionados con las decenas antes de cien. Así por ejemplo, noventa en francés se dice “cuatro veces veinte y diez”. Idéntica circunstancia puede hallarse en otros idiomas como son el galés y el danés. Los lingüistas están persuadidos que se trata de los vestigios del euskera (vasco) o, en todo caso, del antiguo celta.

Así, nos han quedado elementos de estos sistemas, sobre todo en el calendario y en la medición del tiempo: el año está compuesto de doce meses, el día se compone de veinticuatro horas (doce antes y doce después del meridiano), la hora tiene sesenta minutos y el minuto se compone de sesenta segundos. De la misma manera, la base sesenta sigue usándose para las mediciones angulares y para las coordenadas de posición. Existen trecientos sesenta grados de longitud; y, cosa curiosa: un grado en latitudes ecuatoriales equivale aproximadamente a sesenta millas náuticas. Intuyo que por este motivo los aviadores en particular se sienten afectados, para el ejercicio de sus actividades profesionales, por este extraño guarismo del que dependen al aplicar las variaciones cronológicas y los cambios que ejecutan con sus desplazamientos de navegación.

En los estimados básicos que efectúan los aviadores, solo tienen que dividir su velocidad para sesenta, para calcular con precisión el tiempo en minutos que les falta para llegar a un punto de chequeo o estimar su posición. Me pregunto si esto habrá influenciado en los reguladores aeronáuticos al haber establecido un limite de edad de sesenta años, para fijar una arbitraria referencia para autorizar el ejercicio profesional de la actividad de los pilotos. Incluso hoy, cuando nuevas consideraciones se han efectuado para prolongar el mencionado límite, y casi tres milenios después de haberse puesto en vigencia el sistema sexagesimal, algunas entidades han sugerido nuevas limitaciones relacionadas con la base sesenta, para proceder a dicha revisión. En el Asia se ha empezado a considerar una nueva “norma del sesenta” para la concesión de este permiso excepcional: un máximo de sesenta horas de vuelo por mes y seiscientas horas en un año calendario.

Esto me lleva a una necesaria reflexión con el beneficio de la retrospectiva (hindsight se dice en inglés). Y es que, cuando yo era joven, estaba persuadido que debía aplicarse una regla general para establecer el límite de edad. No es que entonces haya sido partidario de una edad específica, sino que estaba convencido que la autoridad debía establecer un reglamento, sin permisos excepcionales, que tenga aplicación para toda la colectividad. Eran tiempos en que se seguían los reglamentos estadounidenses y la OACI no había todavía dado sus recomendaciones, a propósito de extender el límite de edad. Fueron criterios, los míos, que podían ser interpretados como muestra de rigidez, pero que solo obedecían al deseo de que no se generaran odiosos discrímenes por parte de la autoridad aeronáutica. Hoy, cuando la demanda por pilotos ha obligado a revisar las consideraciones de retiro, se ha ido tornando en universal esta modalidad.

Cuando consulto a los demás pilotos que estarían afectados (o, beneficiados), todos parecen estar satisfechos con que se les extienda la edad de retiro, para poder así ejercer su oficio, “aunque sea” limitados a solo sesenta horas al mes, luego de haber cumplido sus sesenta años de edad. Sin embargo, creo que les corroe una secreta sospecha; y es la de que el paquete pecuniario contendría una cláusula contractual discriminatoria: la de que su sueldo estaría limitado a un sesenta por ciento de su anterior ingreso mensual… Están muy molestos con los inventores del sistema de base sesenta; esos ineptos asirios o caldeos, a quienes parece que no se les pasó por la cabeza haber inventado un método más lógico y avanzado: el maravilloso sistema octogesimal…!

Shanghai, 31 de marzo de 2011
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30 marzo 2011

Entre gallos y medianoche…

Es mediodía, estamos en el almuerzo. Es una mesa pequeña y espartana. Esa mesa y unas pocas sillas constituyen todo lo que funge como comedor en ese corredor de la casa de la Delegación del Seguro Social. Hace frío afuera, es un típico frío día en el ventoso verano de Tulcán. Mis codos rozan con los de mis otros hermanos. Hacia mi izquierda, en la cabecera cercana a la puerta, está sentado papá. Le averiguo que qué quiere decir ser un delegado; empieza a explicarme que es como decir ser un gerente, pero circunscrito a una región o a una localidad. Me siento orgulloso de saber que papá es un gerente. Me siento contento de haber venido a pasar con él estas vacaciones en Tulcán.

No hay espacio en la mesa para servirse por propia cuenta. Eulalia, la mujer de mi padre, nos sirve una riquísima sopa de fideos. No entiendo porqué en Quito, en casa de la abuela, le he tomado repulsión y reticencia a estas sopas. Mientras pienso que debe ser por los perejiles y las cebollas, empiezo a juguetear con un frasco nuevo de Póstum que han colocado en el centro de la mesa, junto a la pimienta y a la sal. Lo desenrosco y descubro que una lámina circular de papel cubre la substancia debajo de la tapa. La lámina está adherida a la boca del frasco con pegamento. Decido ahorrar a otros la tarea. De pronto, el Póstum explota sobre los platos de la mesa y su contenido, una solución marrón y granulada, veo con horror como va cubriendo la sopa de papá, la de todos los demás!

Papá emite un sonoro y atronador ¡carajo! Nunca lo había visto tan enojado desde que fui muy niño. Es la primera vez que siento que me grita. Nunca lo había hecho. Me siento culpable, nervioso, enojado conmigo mismo y muy entristecido. Retiro mi silla turbado y me ausento del comedor; voy al jardín vecino donde hay un promontorio de yerba sin cortar, me siento en el pasto y, como el niño de once años que soy, me pongo desconsoladamente a llorar. Es tarde para el arrepentimiento, papá me había advertido que no jugase con el frasco, que terminara mi comida; y el bendito frasco de mierda, va y explota, y derrama todo su maldito contenido en la sopa de todos y en la de mi papá!

Pasan un par de horas y todavía sigo sentado en el jardín; no me ha pasado ni la pena, ni el resentimiento. Mi hermano Luis ha venido a ofrecerme su fraternal solidaridad. Veo que papá deja la oficina de la Delegación y viene a sentarse a mi lado. Está apenado de haberse puesto bravo. Ya no está enojado, me mira con ternura y yo solo atino a mirarlo de reojo. Frota entonces mi cabello contra mi cabeza. Siento bajo la autoridad de sus manos la ternura de su corazón. No se excusa ni intenta una disculpa, quiere estar seguro que volvemos a sentir que no se ha roto muestra comunicación. Me pregunta que qué queremos hacer, que si nos gustaría ir a ver las peleas de gallos, que él antes nos tenía proscritas. Hace un comentario casual de mi mamá. Siento que la piensa de rato en rato. Entonces regreso a mirarle y percibo que trata de sostener la solitaria lágrima que ha empezado a resbalar de sus ojos pardos. No lo puedo evitar: siento como que alguien hubiera destapado un nuevo frasco de Póstum, con traviesa ingenuidad…

Vamos con mi hermano a las peleas de gallos. Nunca antes hemos estado en una gallera. Hay junto a la congestionada arena un ambiente donde medran la pugna y el agravio, donde se sobreponen el rencor y los fermentados antagonismos; hay ahí una confusa y pertinaz algarabía. Las apuestas van en aumento, los gallos embisten con furia; hay un olor a alcohol y a sangre en el recinto circular. No podemos participar de las apuestas y no queremos tomar partido; estamos a favor de ambas aves en contienda, nos apena y sobrecoge ver como ellas intentan, por puro instinto, despedazarse usando sus afiladas espuelas. Los galleros curan a sus gallos durante los momentos de tregua y escupen licor en sus azoradas crestas. No hay lugar para las rendiciones. Uno tendrá que morir, otro será el que gane, el que tenga que triunfar…

Cuando volvemos a casa, papá nos está esperando; sugiere que vayamos a comer algo en la pastelería de la plaza central. Sentimos mutuamente la armonía del reencuentro, de los olvidados resentimientos. Está ahora de buen humor y pregunta si queremos ir al cine después de cenar. Vamos entonces a ver una película de combate; Anthony Perkins es su actor principal. En la trama, el protagonista recostado en su trinchera, piensa en sus hermanos y llora cada vez que tiene que disparar contra otro joven al que está obligado a matar… no me dejo ganar por el sueño, pero claudico ante la nostalgia. Cuando la película termina descubro que afuera hace mucho frío. Es un frío de páramo y es casi la medianoche en esa desolada y recoleta ciudad!

Cuando volvemos a casa, papá nos recomienda no hacer ruido. Visto en silencio mi pijama y voy al baño a cepillarme los dientes. Miro en el espejo y descubro a papá mirándome detrás del azogue. El Póstum es como el ají -me dice cariñoso- que cuando salta y te llega a los ojos, termina a veces por hacerte llorar…!

Hasta mañana Mariano, me dice. Yo le miro con orgullo de saber que es “algo así como un gerente”; entonces, me alegro de haber hecho explotar el endiablado frasco de Póstum; y le respondo con afecto “tamañana papá!"

Shanghai, 31 de marzo de 2011
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29 marzo 2011

Retratos, retretes y retretas

Sospecho que esa fue una de esas mentirillas inocuas que dejé notariadas en el confesionario de aquel Savonarola criollo que para mis compañeros de colegio fuera el padre Michelena. Si alguna vez he de tratar de poner rótulo a esos tragicómicos episodios, deformando un poco el título ya escogido por el poeta chileno Neftalí Reyes, habré de compendiarlos bajo el distintivo de “Confieso que he mentido, memorias”. Si de algo me arrepiento en la vida, es de esa serie de pecadillos contra el octavo mandamiento, aquel de los falsos testimonios. Mas, mientras el autor de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” elaboraba sus escrituras utilizando tinta verde; yo, debido a los tardíos rubores que todavía me escuecen, tendría que emplear para las mías el color escarlata.

Y debo entrar en materia para consolidar el sacramental requerimiento. Ya están satisfechos los otros elementos: el examen de conciencia, el dolor de corazón, el propósito de la enmienda y aquello de haber cumplido con la penitencia impuesta por el confesor. En mi caso, la más desproporcionada y excesiva de las penitencias estará siempre otorgada por mis propios arrepentimientos. Asunto por el cual, y para mitigar para siempre el resuello en la nuca de mis demonios interiores, debo cumplir con la principal de las rituales exigencias, aquella que materializa el sacramento y garantiza la absolución: la confesión de boca.

Todo empezó un jueves por la noche que en casa interrumpieron mi lectura de los “Retratos de la historia”; en este caso, la versión infantil de la biografía del premier que precedió a De Gaulle en el gobierno de Francia, el mariscal Pétain. Entonces, con poco entusiasmo y a regañadientes, fui a entregar ese regalo de matrimonio en una casa del vecindario, sin reparar en que aquel fortuito acontecimiento marcaría mi vida con sus infames cuotas de perdición. Es que, no seguí esa noche las instrucciones recibidas en casa; al menos no al pie de la letra. Y cuando solo debía participar el saludo (manda a saludar y dice que le diga que...) y entregar aquel obsequio de boda; heme aquí que, contradiciendo expresas recomendaciones, fui y acepté la propina que para estos casos estaba reservada. Así sumé desobediencia a mi pecado de gula y escarnio a mi ambición!

Pero… qué hacer con el fabuloso tesoro de un sucre en esa hora crepuscular? A mi edad, y cuando recién frisaba la docena, era más un asunto de gula que de imaginación; además, la compra furtiva de una golosina en la pastelería de aquella esquina, garantizaba el destino incruento del cuerpo del delito: su rápida y definitiva desaparición. En esas estaba, y ese era el camino que yo ya tomaba, cuando al pasar frente a un improvisado galpón recién construido frente a la Escuela de Ingenieros, me sentí de pronto atraído por el ruido inconfundible que producen las bolas de marfil al chocar sobre la rectangular mesa de billar.

Con el paladar ya reclamando las delicias y confites de la pastelería, decidí quedarme “solo por un ratito” observando las incidencias y desenlace de las partidas del juego. Poco a poco me dejé fascinar por su cartesiana geometría. Ahí fue que cambié de pronto de iniciativa; y así es como gasté mi primer sucre en los encantos seductores de la billa, ligera hermana menor del aquel supuesto entretenimiento de gañanes y tahúres: el juego de billar. Así se esfumó el sucre de mi primera propina, uno con el que renuncié a la gula por el disfrute de los movimientos caprichosos que recorren las bolas antes de caer en las troneras. Pero… éste solo fue el primero de aquellos esfumados sucres. Porque, de esta forma habrían de desvanecerse otros muchos. Muchos más…!

Dos días después, llegaría la noche de boda de la vecina cuyo obsequio me habían enviado antes a entregar. Como sucede casi siempre en estas ocasionales oportunidades, fui designado un poco al apuro para recoger una estola de casa de mis tíos; prenda con la que otra de mis tías, esa noche de sábado, habría de completar su atuendo, digno de una fiesta nupcial. Haciendo acopio de mis insignificantes ahorros, junté de nuevo el importe de un nuevo sucre y me dirigí hacia el destino de mi encomienda, no sin antes visitar por “solo un ratito” el galpón, obedeciendo al llamado del billar. No tardaron en caer todas las quince bolas en las seis afrentosas troneras. Se había acabado el sucre; era hora ya de retirarse y correr a cumplir con la tarea familiar.

Al pasar por el baño, en el ánimo de evacuar el efecto de mis ansiedades, eh aquí que, medio oculto en la penumbra, voy y me encuentro con un estropeado billete de cinco sucres, que -fácil era adivinarlo- estaba escrito que debía ser destinado a mi obligado retorno “por solo un ratito más” a la verde fuente de mi obstinada perdición. Esta vez, los pecaminosos beneficios del envejecido billete tardaron una eternidad en agotarse; y para cuando corrí a cumplir con el encargo, la luna hace rato que se había ocultado y los sediciosos fantasmas del castigo estaban ya acechándome, agazapados en las luces mortecinas de su oscuro zaguán!

No pude justificar mi demora, ya convertida en ausencia. Inventé una increíble e inverosímil historia de vaqueros; culpé la tardanza a la distracción ocasionada por una retreta que “deleitaba con su música” en una plazoleta de la vecindad... Claro que, tan rápido como al día siguiente fue desenmascarada mi mentira. Desde entonces asocio el término retreta con mis reproches y arrepentimientos; y, sobre todo, con mis apuradas y clandestinas citas con el juego de billar…

Ámsterdam, 29 de marzo de 2011
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27 marzo 2011

Eso de quedarse con la boca abierta

Hay veces que encuentro cosas que me maravillan y sorprenden; y entonces, en testimonio de mi sorpresa, admiración o aprecio, me quedo lo que se dice con la boca abierta; mas, hubo episodios y experiencias en las que también me quedé con la boca abierta y, la verdad sea dicha, no fueron circunstancias de mi agrado, ni conjugué el verbo disfrutar como consecuencia de la tristemente recordada experiencia. Y aquí tengo que hacer referencia a mis traumáticas citas dentales cuando era niño. Los dentistas tienen la potestad arbitraria de dejarnos literalmente con la boca abierta; esto lo he soportado con gusto en un par de ocasiones; aquí se trató de doctorcitas de buen ver e innegables atractivos que se metieron con mis piezas dentales y, claro, mientras preparaban sus ingredientes para calzarme, me dejaron por largo tiempo con la boca abierta…

Tengo lo que los ortodoncistas llaman “maloclusión” o “mordedura traumática”, que es la condición que se presenta cuando la mandíbula inferior no logra calzar con la superior. Pero, ojo, no hay que confundir con la quijada prognática -del griego pro (adelante) y gnothos (quijada)- que es una condición que identificó a los Austrias y caracterizó a los Borbones. En su caso, la mandíbula inferior se muestra prominente. Quienes no reclaman sangre real, pero exhiben de todas formas una pronunciada quijada, no son Borbones; son simple y llanamente jetones. Ahora bien, quienes como yo, presentan el caso contrario, no tienen sino que dejarse crecer la barba, en forma de chiva o de candado, para así disimular la carencia de una barbilla agresiva. De esta manera, puede decirse que existen tres tipos distintos de quijadas por su forma y apariencia: la prognática, la traumática (tu mismo), y la neutra o típica propiamente dicha.

Los dos primeros casos constituyen la delicia de los odontólogos (o de los cirujanos máxilo-faciales, como prefieren y exigen ser llamados ahora). Vienen a ser como las operaciones cesáreas para los ginecólogos o los aterrizajes con viento cruzado para los pilotos comerciales. Ahí es cuando estos distinguidos facultativos dejan cualquier asunto importante, inclusive otros pacientes, a quienes no tienen pena ni vergüenza de dejarlos esperando (y también con la boca abierta) para dedicar todo el tiempo del mundo a explorar los síntomas y particularidades que para su especialización son motivo de admiración, hallazgo enriquecedor y, como no, expectativa promisoria de jugosas rentas.

Dicen por ahí que no hay nada más insoportable y tortuoso que un dolor de muela. Yo tengo que dar de esto rendido aval pues, aunque he escuchado idénticos comentarios respecto al dolor de parto, mi condición de género ha impedido que haya sentido semejante dolencia. Solo puedo decir que, así como nos puede volver locos el dolor de oído, algo similar podríamos decir con el dolor de muela. Podría decirse que en casos como estos “nos duele la muela en todo el cuerpo”. Sí, no hay dolor más agudo y torturante como el de aquella molestosa dolencia. Mas, una vez que lo registro y comparo, concluyo y resuelvo que todos los dolores agudos son insoportables, son dolores que nos hincan y marcan por uno o múltiples instantes. Son cuotas indeseables de martirio, otorgadas a plazos o de contado; dolor al fin y punto! Compadezco a quien los padezca!

Cuando estos achaques sobrevienen no hay nada mejor que tener un dentista a la mano; en forma preferente, lo ideal sería tenerlo en casa, o por lo menos estar en condición de hallar uno que se encuentre cerca. Pero, no era este el sentimiento que yo sentía de niño en casa, pues fue entonces justamente que fui creciendo en la repulsión de saber que había alguien que había decidido en forma permanente hurgar dentro de mi boca, para investigar en mis dientes y explorar en mis muelas.

Y es que en casa teníamos un meticuloso (metibocoso?) tío que fungía entonces de estudiante universitario en la rama de la odontología. Tengo la sospecha que él encontraba muy conveniente y adecuado realizar en forma doméstica sus obligadas prácticas y universitarias tareas. Así es como pasé a convertirme en su conejillo de indias. Yo trataba sin éxito de escabullirme cual ágil conejito; pero, una vez atrapado, volvía a ser embutido con unas substancias pastosas que el tío mencionado colocaba en mi boca y hasta que consiguiesen endurarse, dentro de las molduras metálicas que me había introducido en la cavidad bucal, había que esperar por horas con un censurado espíritu de reclamo y además con la boca abierta!

Desde entonces aprendí a tratar a los dentistas, si no con desconfianza y aprehensión, por lo menos con suspicacia. Y esto, con este puntilloso y consagrado pariente en particular, quien al parecer optó por los hábitos de la ortodoncia solo para conseguir desquitarse del segundo nombre con el que le habían castigado sus padres y que por traviesa casualidad sus sobrinos habíamos descubierto. Y es que si bien se ve, no se puede entender como unos progenitores normales pueden ceder a la crueldad y bautizar como Rosesbindo a un bebe recién nacido, frágil, inocente e indefenso! Y es que, para adicionar insulto a la injuria –o injuria a la herida-, o como quiera que se diga, encuentro que no hay en el santoral español un santo que ostente el estandarte de aquel oprobioso nombre; y, es más, cuando busco referencias cibernéticas, las únicas notas que hallo se encuentran en Latacunga y tienen que ver con unos litigios de tierras.

No he vuelto a encontrar nadie con ese nombre. Cuando lo escucho lo asocio con moldes de yeso que se ponían a cuajar mientras me exigían mantener por más de una hora la boca abierta, contradiciendo así el aforismo de que en boca cerrada no entran moscas, ni vivas ni muertas. Lo más cercano y parecido que alguna vez hallé fue un mecánico de aviación que se llamaba Rosendo, y que por delicadeza, y conmiseración, nadie le llamaba por su nombre. Su apellido era Guerrero y preferían llamarle como “Guerrerito”. Es que, no hay derecho! Cuando al prójimo le han castigado con un nombre así… es como para quedarse con la boca abierta!

Shanghai, 27 de marzo de 2011
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25 marzo 2011

De la escoliosis a la fama

Ha muerto Elizabeth Taylor. La conocí hace ya mas de cincuenta años, cuando exhibía esa su lánguida y cándida sonrisa en las femeninas y glamorosas revistas Vanidades que me enviaban a comprar las aburridas tardes de sábado en los kioscos de la Plaza del Teatro. Nunca dejó de sorprenderme porqué era que los demás la encontraban tan atractiva; mientras yo juzgaba que había en el mundo del cine un importante número de mujeres que superaban sus indiscutibles encantos. Era en esas revistas donde ella asomaba en la renovada edición de cada nueva quincena. Y mientras la publicación exhibía una nueva “novela inédita” de Corín Tellado, la señora Taylor nos presentaba cual flamante adquisición de joyería, o recién obtenido trofeo, al último de sus reciclables esposos. Ya para ese entonces sus matrimonios llegaban a media docena, a promedio de uno cada dos años; y a fe mía que llegaron a ser un total de ocho , luego de siete divorcios consecutivos y nada santos!

Fue por esos mismos años que fui intuyendo también que algo me identificaba con ella. Solo ahora que se ha alejado para siempre, creo que lo voy relacionando como un sorprendente paralelo: los dos hemos conocido la fama desde muy pequeños; nos han afectado similares dolencias corporales (un corazón delicado y una columna afectada por la escoliosis congénita); hemos gozado siempre de la presencia y compañía de numerosos y afectuosos amigos; ambos hemos sido conscientes de lo fugaz y transitoria que resulta la vida (la permanencia de lo impermanente); los dos hemos tenido acceso a un repertorio envidiable de joyas invalorables y hermosas; fuimos poniendo encima un considerable número de libritas en la segunda parte de nuestras vidas; y, por sobre todo: hemos dado siempre la impresión de no estar satisfechos con el número de consortes que la vida nos ha asignado! Mi cuota, en este sentido, está cerca de igualar sus récords: a pesar de mis cortos años, estoy solo a siete de igualar esos nupciales sucesos!

Sería, sin embargo, poco aconsejable dejar la sensación que quiero convertir en algo irrisorio –en el sentido de insignificante y en el de objeto de mi burla- la triste despedida de la conocida actriz. Buscar espacio para la mofa con tan lamentable motivo sería no solo insensible e inelegante, sino que constituiría un pecado contra la piedad de tono irremisible. Nadie tiene derecho a burlarse de la desgracia o de la muerte de un ser humano. El último suspiro de nuestras vidas no podría estar nunca sujeto a las desaguisadas impertinencias de la chanza o el ridículo, ni a las insolencias de la sátira. Elizabeth Taylor ha muerto; solo resta averiguar, a manera de curiosidad, cuántos viudos deja su imprevisto deceso.

En los últimos tiempos, no era raro escucharla en sus ocasionales entrevistas; o en las campañas por la que se interesaba para promover el financiamiento o, por lo menos, fortalecer la conciencia frente al síndrome de inmuno-deficiencia adquirida. Era cuando presentaba la imagen de una persona sensible, articulada y comprometida. En esas al parecer improvisadas instancias se dejaba escuchar con conceptos que, por su enjundia, no siempre es frecuente encontrar en seres que se han hecho conocer y notar por la injusta bondad que tuvo el Creador al otorgarles cuotas extracurriculares de belleza. Escucharla me producía esa misma sensación que nos produce el advertir que detrás de la humilde frase dicha por un campesino hay muchas veces un enriquecedor bagaje de sabiduría y sutileza.

Esta es una experiencia que a menudo encuentro en esos en apariencia fríos y yermos textos que llamamos diccionarios, donde no es difícil encontrar ciertos conceptos y definiciones, que trascienden el mérito simple de la sinonimia o la significación directa. Para retazo de muestra baste un solo ejemplo: la palabra “zozobra” es definida de tal manera por el diccionario de la lengua, que su texto parecería más bien sacado de uno de los comentarios de la segunda parte de El Quijote o de la alocución de un erudito académico. El popular documento nos entrega el siguiente como sabroso concepto: “Zozobra: Inquietud, aflicción y congoja del ánimo, que no deja sosegar, o por el riesgo que amenaza, o por el mal que ya se padece”. Hermosa definición, digna de los más encomiables maestros!

De vuelta a los escarceos de la fama, ésta al igual que la escoliosis, con el tiempo va produciendo nuevas y tortuosas molestias, afecta la forma de caminar y nos atormenta en forma ocasional con los achaques con que ataca nuestra espalda. De hecho, si nos topamos con alguien que ensaya una mueca furtiva o una queja ocasional, de fijo que ha adquirido la deformación vergonzante que ha alterado el perfil óseo de su columna vertebral, o es simplemente que se ha dejado doblegar por el infamante peso con que suele presionar la sección lumbar esa condición también sinuosa que conocemos como la fama…

Ineludible aquí recordar el marcial episodio de la Isla del Gallo y de “los trece de la fama”, cuando el extremeño Pizarro arengó a sus indecisas huestes y les conminó a cruzar la línea que había trazado en la arena con una vara (tiene que haber sido una línea recta y sin escoliosis). Los aventureros optaron por la promesa de la fortuna; en tanto que los medrosos sucumbieron a las advertencias intrigantes del temor: no estaban persuadidos de que en el futuro habrían de gozar de retribución pecuniaria, del premio a su arrojo con la heráldica de un noble blasón; o por lo menos con el lujuriante licor que suele tener la más casquivana de las seducciones: la mencionada fama. Un total de trece valientes se propusieron seguir leales al conquistador del Perú, en una circunstancia convertida ya en leyenda ocurrida frente al actual Tumaco.

Todo esto lo sé por culpa de mi personal escoliosis, que fue convirtiendo en famosa mi identidad con la ex esposa de Richard Burton y Eddie Fisher, quien por tratar de imitar mi renombrada dolencia, se fue confinando a una silla de empujar con la que podía sobrellevar de mejor manera los aflictivos malestares de su achacosa espalda…

Tianjin, 25 de marzo de 2011
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21 marzo 2011

Allá arriba, en el infierno…

Se supone que el infierno está ubicado bajo el subsuelo; abajo, mucho más abajo de lo que están los subterráneos más profundos y secretos. Sería esa oscura profundidad la que contendría los campos indescriptibles del averno. Siempre se creyó que los dominios de Satanás, el ángel revoltoso y soberbio, estarían localizados en un substrato geológico inferior, que apuntaba al centro de la tierra, relacionado con las masas incandescentes de lodo ígneo. Esa fue siempre la visión apocalíptica y mitológica con que la religión se encargó de retratarnos el infierno. Así supusimos que el Hades o el río Estigia, se hallaban allá abajo, en el inframundo. Porque “allá arriba”, en cambio, se encontraba el espacio reservado al Paraíso. Mas, eh aquí que un buen día descubrí que el infierno, que debía hallarse ubicado junto a la caldera de los volcanes, había tenido una sucursal itinerante establecida nada menos que en el mismo cielo…

Y es que, puestos a esperar en Pastaza para que se concretara un vuelo después de mediodía, por fin se nos confirmó una contratación para transportar combustible al campamento de Curaray, en el centro del Oriente. Era un vuelo típico de treinta minutos desde la base de Shell Mera, el aeropuerto que fuera por muchos años el paso obligado hacia los destacamentos militares y hacia los campamentos petroleros de la región oriental. Luego de despegar de Pastaza, un pequeño cambio de rumbo, enfrentaba al avión con un conspicuo arbolito que, cual auténtica baliza de navegación, definía la marcación necesaria para confirmar el derrotero. Entonces, y ya con altura de crucero, se seguía con rumbo Este, hacia los destinos selváticos entonces más frecuentes: Villano y Curaray.

Yo venía hecho cargo del pilotaje esa tarde. Luego de cruzar la cuadra de Canelos, el capitán decidió encargarme de la navegación en forma total; entonces, dejó la cabina de mando y se desplazó hacia la de pasajeros para cumplir con una travesura impublicable… Quince minutos luego del despegue y ya nivelados a cinco mil pies, confirmé la posición correcta, e hice el obligatorio reporte: “TAO Pastaza, del TAO 09. Villano 2-5, Curaray 5-0, cambio”. Pasados otros cortos minutos, y dado que el comandante se demoraba en regresar al puente de mando, decidí iniciar el requerido descenso, con el propósito de conseguir una altura de mil quinientos pies en tramo base, preparándome ya para el aterrizaje.

En estas instancias del episodio, pasé a persuadirme que el capitán había optado por probar el desarrollo de mi autónoma iniciativa y que había decidido retrasar su retorno para evaluar mi “criterio de vuelo” y la confiabilidad en mi incipiente pilotaje… Había ya iniciado mi descenso, atravesaba quizás tres mil pies de altura, cuando de pronto la lluvia empezó a arreciar y el tiempo meteorológico comenzó bruscamente a deteriorarse. El cielo se oscureció de golpe, casi fue como si en el día se hubiera hecho la noche. Unos rasgados y lánguidos estratos contrastaban con el azul acerado y mortecino que había pasado a adquirir el firmamento, denunciando la ominosa presencia de un cumulonimbo gigante. En la confianza que solo se trataría de condiciones de tiempo locales, continué con el descenso planificado, atento a mantener contacto visual con los meandros que ahí tiene el río, para asegurar así la necesaria ubicación, como era aconsejable.

De súbito, un ruido persistente y atronador dominó el ambiente en cuestión de cortos instantes; los relámpagos se hicieron más frecuentes; y la lluvia y la severa turbulencia se fueron combinando en apocalíptico maridaje. Todo pareció acontecer en forma vertiginosa e imprevista. Una extraña sensación de zozobra e impotencia empecé a percibir en la cabina de pilotaje. Mientras esperaba que el comandante regresara de su quehaceres para brindarme su invalorable soporte y apoyo, la turbulencia se fue haciendo más peligrosa e intolerable. El viejo DC-3 se sacudía y zarandeaba de arriba hacia abajo, y de un lado para el otro, en una condición demencial y crítica, la cual era cada vez menos controlable. Pronto comprobé que el pilotaje del avión era ya imposible de mantenerse dentro de parámetros aceptables. Aferrado a la columna de control, hacía más esfuerzos para no desprenderme del asiento que para convertir la situación en manejable.

Es que, volar “en instrumentos”, en medio del mal tiempo en la húmeda selva amazónica, y sin disponer de un radar meteorológico, implicaba el riesgo de encontrarse con estas “nubes con pepa”; es decir, no se estaba exento de la contingencia de enfrentarse con una tormenta aislada, embozada en cortinas de nubes que, por su apariencia inofensiva, podían contener la amenaza escondida de las formaciones verticales con las que los aviadores prefieren no enfrentarse. Era ésta una nube de dimensiones y efectos incalculables. Me había encontrado en el cielo con el mismo demonio; y ahora había tenido que batallar estando solo! Nada menos que frente a Lucifer, el ángel de los más perversos desplantes…

En medio del ruido insoportable producido por la lluvia torrencial que sacudía e importunaba; en medio de esas ráfagas de viento que convertían al aparato en una cometa indefensa a merced de los vientos huracanados, el tan extrañado tripulante logró reincorporarse por fin para completar la maniobra que yo había ya empezado a efectuar: la de suspender el rumbo a nuestro anterior destino y buscar proa opuesta para así abortar la operación del frustrado aterrizaje.

Mientras los motores seguían rugiendo como heridas fieras salvajes, poco a poco fuimos saliendo de nuestra precaria condición y conseguimos alejarnos del agrio y altanero cúmulo, para apreciar desde afuera aquello en lo que habíamos estado inmersos hasta hace tan pocos instantes. Una nube de portentosas dimensiones nos había amenazado con el brillo de sus inconfundibles fulgores, sus zigzagueos de muerte y sus fulminantes resplandores infernales. La obscena cresta de un yunque pertinaz anunciaba su perversa y pugnaz tendencia de combate.

Creo que no volví a meterme en ninguna clase de nube por largos meses… Había aprendido, sin querer, qué mismo era eso que llaman el miedo… Y, además, que aquello que llaman el infierno, puede hallarse escondido en muchas otras partes!

Shanghai, 20 de marzo de 2011
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20 marzo 2011

Ya mataron a la perra…

Esa fría mañana de febrero unas enormes bolas de paja eran arrastradas por el viento, tropezaban contra las paredes del hangar y deambulaban entre los avioncitos estacionados. Nuevas ráfagas las ayudaban a redefinir su destino y luego de breves y torpes saltos imprecisos, cruzaban la pista de aterrizaje e iban a acumularse en forma momentánea en la alambrada que definía los linderos del aeropuerto municipal de Vero Beach. Ahí estaba yo, soportando con estoicismo el frío que produce el viento, más que el frío que hace sentir el mismo frío, cuando vinieron a decirme que regresara al terminal a atender una llamada de teléfono. Así fue que recibí esas instrucciones cortas pero perentorias: debía suspender o abreviar el curso de instrumentos de vuelo y regresar al Ecuador para continuar con mi entrenamiento como copiloto del Douglas DC-3. Habría renunciado en forma imprevista un copiloto y era urgente mi desplazamiento.
Llegué a Pastaza un Lunes de marzo de mil novecientos setenta; tenía tan solo dieciocho años. Llevaba conmigo una flamante maleta de bolsillos múltiples donde había acomodado suficiente ropa para ocho días, mi pesado libro de vuelo, un manual de Varig escrito en portugués y en el que al “Dakota” se lo llamaba como “C-47”, una pequeña grabadora con mis únicos cuatro casetes; y, ante todo y escondidos entre los inolvidables bolsillos de aquel improvisado bolso, un par de toneladas de incertidumbre aderezadas con un exceso de eso que llamamos "ilusión" los ingenuos…
Fue ahí que conocí a los “Galos” ese principio de semana. Eran ellos un par de pilotos experimentados que tenían a cargo y en forma exclusiva la operación de los dos únicos DC-3 con que contaba mi nueva compañía. No eran personajes antagónicos pero eran personalidades muy diferentes. El uno había estado acostumbrado a mandar en la difunta AREA, representaba a una elite profesional que venía de operar los Convair 990 y el Comet 4. Resultaba impensable procesar semejante salto inverso: del jet comercial más rápido del mundo, al humilde C-47: un bimotor de pistón y hélice que recordaba las hazañas de la segunda guerra y al que se lo identificaba por su diminuto patín de cola.
El “otro Galo” era un individuo menos serio, abierto a la chanza suspicaz y a la infidencia; tenía esos métodos y procedimientos ejecutados con disciplina que su generación profesional había dado en llamar “la escuela de AREA”. Era un piloto hábil y meticuloso, no perdonaba una cerveza y un juego de billa al caer la tarde; pero podía apreciarse que alguna experiencia anterior le había signado con un tipo de inseguridad que no podía esconder detrás de su catadura bromista y afable. Con ellos fui a volar en mi primer trabajo remunerado. Solo una semana después y sin necesidad de chequeo, como entonces era frecuente, recibía mi habilitación como flamante primer oficial de un Douglas DC-3, el inolvidable C-47.
Éramos entonces solo dos tripulaciones, solo dos parejas de aviadores en la selva que convivían de martes a sábado o de lunes a viernes. Era un arreglo cómodo y entretenido, interesante y conveniente. Juan Sommerfeld, el otro primer oficial, había hecho tándem con el más joven de los Galos; a mí me tocó volar el más estable de los enormes –así me parecían entonces- avioncitos, uno que obedecía al registro HC-ALK y que lo identificábamos como TAO cero-nueve. Ocioso resultaría explicar que pasé a ser el copiloto oficial de quien llegaría a ser así mi mentor y maestro, y pronto mi personaje inolvidable: Galo Arias Guerra. Galo fue realmente mi primer instructor a tiempo completo; era él la persona que, como profesional y como hombre, uno sentía el íntimo orgullo y la satisfacción de tratar de imitar, de empeñarse en emularle. Creo que fui el más postrero de su discípulos. De Galo recibí consejos e insinuaciones, observaciones y advertencias. Su celo trascendió al celo del instructor. A veces lo sentí como en la vida solo puede sentirse a un padre!
Eran tiempos en que los copilotos no topábamos la cabrilla. Casi estábamos solo dedicados a las comunicaciones (TAO Pastaza del TAO cero-nueve, cambio!). Eran muy esporádicas las oportunidades, dada la naturaleza delicada de la operación, que teníamos el “privilegio” de que se nos concediera un despegue o un aterrizaje. Las pistas eran cortas y de yerba. Las superficies no siempre estaban en buen estado y eran muy resbalosas. Entonces los aeropuertos eran conocidos como “campos de aviación”. Los aterrizajes debían siempre ser de precisión y el Douglas DC-3, por su condición de tener un patín de cola, era un avión noble y confiable, pero no permitía que uno pudiese descuidarse…
Ahí, en Pastaza, se dejaba la plataforma rumbo a la pista, luego de cruzar la carretera. Una corta calle de rodaje conducía a la cabecera “uno-dos” donde, luego de “probar magnetos”, se iniciaban nuestros “larguísimos” viajes sobre la selva amazónica (rara vez excedieron el tiempo de una hora). En ese entonces, los copilotos hacíamos el peso y balance y preparábamos el plan de vuelo; luego realizábamos el chequeo previo y confirmábamos, luego de subirnos al ala, que disponíamos de la cantidad requerida de combustible. Este era un rito que no podía suprimirse. Cuando alguna vez lo pasamos por alto, los comandantes paraban el avión en la cabecera de la pista y, sin apagar los motores, nos entregaban la vara de medición y nos “invitaban” a bajar del avión y subir al ala a completar la requerida comprobación. Quien alguna vez lo olvidó, terminaba despeinado… y ya nunca más habría de volver a olvidarse!
Fueron los tiempos en que fuimos aprendiendo con solo tratar de observar. Fue esa la escuela del ejemplo y la responsabilidad. Aprendiendo, aprendimos a enseñar, aprendimos a pasar a otros lo que quienes nos enseñaron lo habían aprendido con esfuerzo, cometiendo errores y poniendo en juego su seguridad. Hoy van quedando para enseñar los que aprendieron de nosotros... Imposible, ahora que el retiro se viene tan raudo y con tanta celeridad, no recordar el epígrafe de uno de los cuentos de Juan Rulfo, en “El llano en llamas”. Es el fragmento de la letra de un corrido popular: “ya mataron a la perra, pero quedan los perritos…”
Shanghai, 19 de marzo de 2011

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17 marzo 2011

Entre la indulgencia y la solidaridad

Estoy con la gripe. Me ha dado la peste, como dirían los amigos colombianos. Me da la gripe una vez cada siete años, como obedeciendo a un factor cíclico, exacto como parecen venir los fenómenos naturales. Dicen que así pasa con los estragos que produce lo que en el Pacífico se ha dado por llamar como “El Niño” y aun lo que suele suceder con los terremotos, que parecerían obedecer a un caprichoso designio y nos caen de manera periódica con la fuerza dantesca y apocalíptica de sus inesperados males. Frente a esto, son insignificantes mis achaques.

Y es que hay vida en la tierra; pero hay también una actividad subyacente, casi escondida, que escapa a lo que se define como biología y que no cesa, y que de rato en rato nos amenaza y afecta, como una ominosa advertencia de que el planeta en que vivimos tiene también su vida propia, sus palpitaciones, espasmos, requiebros y retortijones. Así, suceden las tormentas; nos afectan los terremotos y las avalanchas; nos castigan las erupciones volcánicas y los inesperados incendios forestales. Pero nada se puede hacer: igual con la gripe, que con estos cataclismos naturales. En el primer caso, hay que esperar que concluya el infame proceso; en el segundo, tan solo confiar en que sus secuelas no dejen una estela mayor de dolor, devastación y sufrimiento. Y, sobre todo, la esperanza de que sus lastimosos efectos no se agraven con la presencia pertinaz de sus embates.

Mientras guardo cama, ansioso por que concluyan mis irrisorios e inocuos malestares, voy siguiendo la secuela de los males causados por el tsunami que ha venido otra vez a azotar al Japón la semana pasada. En una época que los avances de la tecnología y de la civilización parecerían apuntar a la prevención, si no a la eliminación, de la mayoría de los efectos de las llamadas desgracias naturales; eh aquí que, factores como la instalación de estaciones atómicas – impulsadas en muchos casos para ofrecer mayor comodidad y beneficios- parecen crear nuevos e impredecibles riesgos, debido a la mezcla no programada de incompatibles sustancias, que revueltas sin el debido proceso pueden llegar a producir efectos más catastróficos que las mencionadas desgracias naturales.

Pero la mayor ironía y el mayor contrasentido parecen darse en que estas tragedias se produzcan con tanta frecuencia en la tierra de un pueblo que, debido a su nivel de organización social, parecería estar mejor preparado para enfrentar el acoso y desolación que producen los terremotos y tsunamis. Pero, está alguien preparado para enfrentar lo que no es factible pronosticar? Aun en el caso de que una advertencia o notificación previa fueran posibles, sería imposible eludir los consecuentes maleficios, la destrucción, las ingentes pérdidas materiales.

Es Japón un país admirable. Hay en su rica historia, la huella de una civilización con un profundo sentido de organización comunitaria y de respeto a valores trascendentales que le convierten en una nación sorprendente y formidable. Su sentido de organización social y su espectacular desarrollo económico le han transformado en una de las más avanzadas naciones de la tierra. Concluidas las instancias de la última conflagración mundial –ya van para tres cuartos de siglo- su pueblo se dedicó a la esforzada y perseverante tarea de recuperarse.

Pero no solo fue convalecencia lo que este esfuerzo generó; su industria y desarrollo habrían de marcar una nueva forma de liderazgo en el mundo contemporáneo. Esto solo lo consigue el empeño por alcanzar la excelencia, por perfeccionar los procesos de elaboración y manufactura, por la obtención de un inmejorable producto final. La muestra podrían dar los logros relacionados con la industria automotriz o con la electrónica; pero basta acudir a un quiosco de limpieza de calzado para comprender porqué una civilización como la japonesa ha llegado a donde está. No hay tarea a realizarse, por domestica y humilde que fuera, donde el trabajo encargado no manifieste esta vocación y particularidad.

Dada su distancia con Occidente, solo advertimos de este pueblo una imagen embozada en la distorsión. Japón es algo más que geishas, shintoismo, sashimi y combates de sumo. Japón es algo más que unas reconocidas marcas que nos han venido proporcionando bienestar y comodidad. Porque el Japón es algo más que lo que el extranjero puede observar como testimonio de los logros obtenidos por su gente. Para poder apreciar los valores de este inigualable pueblo hay que caminar las calles transitadas de Osaka o de Tokio; o, simplemente, compartir y disfrutar con su gente la ceremoniosa y ancestral costumbre de ingerir pescado fresco y crudo en la forma de sushi, deleitarse con un frito tempura o un bien destilado licor de sake, tomado caliente o puesto preferentemente a enfriar…

A veces me pregunto si esto de eliminar la vida marina es realmente sustentable. Mas, detrás de este aparente derroche de indulgencia y hedonismo, hay toda una verdadera filosofía culinaria, una técnica especializada, un muy exigente control de calidad. Es sorprendente el bajo índice de afección cancerígena que se encuentra en Japón, como consecuencia de su dietética diversidad. En días pasados observaba un programa pesquero en que se comentaba del astronómico valor al que puede llegar el precio del atún de aleta azul, del que se supone que un ochenta por ciento es consumido en las islas del “Imperio donde nace el sol”.

Hoy el pueblo japonés vive unas horas dramáticas; está sumido entre el dolor y esa oscura sensación que produce el luto. A pesar de ello, se da tiempo para sus momentos de indulgencia, porque sabe del valor formidable de su excepcional sentido comunitario, de la fuerza maravillosa que suele tener la solidaridad.

Anchorage, 17 de Marzo de 2011
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04 marzo 2011

De apodos y remoquetes

Quién no tiene apodos! Es que ellos se refieren a nuestros defectos o físicas particularidades; y, claro, nadie tiene que ser perfecto! Porque, con las “fallas de fábrica” sucede igual que con los sueños nocturnos: que a veces creemos que no los hemos tenido; pero que, en estricto sentido, todos los tenemos! Quizás la única diferencia está dada en que los sueños a menudo los olvidamos, sin quererlo; en tanto que los defectos son algo que quisiéramos olvidar y no podemos… Pero, quién escapa de tener defectos? Inclusive, si esa condición de egregia perfección creemos que poseemos, no faltará el chusco que nos chantará el apodo de “Infalible” o el remoquete de “Perfecto”… Así que, si está convencido que no ha tenido la mala fortuna de merecer un “nombre intermedio”, quédese tranquilo; lo más seguro es que ya tiene uno, y solo sucede que no lo sabe. La verdad es que nadie prescinde de un apodo: todos los tenemos!

No sé si se ha fijado en los mimos de feria que deambulan por las calles; aquellos personajes cómicos que han desarrollado la formidable habilidad de identificar los defectos ajenos. Los he visto, y he disfrutado de ellos en las grandes ciudades, en donde logran mimetizarse con la gente, a la que imitan sin hacer esfuerzo. Cuando voy a Manhattan, encuentro que uno de los espectáculos que causa más hilaridad es, justamente, la posibilidad de sentarse en las escalinatas de la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida, y apreciar cómo estos fascinantes imitadores se burlan del mundo, remedando el exacto caminado de unos cuantos ingenuos. Ellos captan la principal característica ajena con la fuerza amplificada de la caricatura. Tienen esa rara habilidad para, con un solo rasgo, poner de relieve lo que más nos caracteriza. Imitan nuestro tranco, cierto balanceo, la actitud corporal; convierten cualquier identidad particular en un risible defecto.

Al igual que aquellos mimos, hay en la vida esas habilidosas criaturas que tienen la prodigiosa facilidad para detectar nuestras carencias y defectos. Además, la Providencia les ha regalado una dosis generosa de picardía e ingenio, que resulta muy difícil escapar al escalpelo de sus improvisados escarnios. Les basta con vernos una sola vez para, con certero diagnóstico, entregarnos su apreciación de la limitación poco evidente que nos parecía que podíamos disimular. Entonces, sacan el agudo arco de su invectiva, y sin pensarlo dos veces, nos disparan las venenosas flechas de sus epítetos, para inyectarnos sus adjetivos certeros!

Hay apodos fugaces y transitorios; pero los hay estables y duraderos. Hay algunos que llegan a desplazar al mismo nombre. Muchas veces nos enteramos solo a fuerza de averiguarlo, cuál es el nombre real de algunas personas; a las que, es por su famoso remoquete que llamamos y conocemos. A veces los apodos se los obtiene por mérito o propio esfuerzo; pero, en ocasiones su otorgación parece obedecer a la traviesa disposición de un hereditario documento.

Fue en la escuela y en el colegio donde se fue acentuando esta irreverente costumbre de otorgar “nombres intermedios”. Ahí, como escarapela que adornaría nuestra particular heráldica, se nos imputaba el primer epíteto de identidad, que entonces lo acarreábamos –o que lo hemos seguido acarreando- por largo tiempo. Unos obtienen el de Loco, Tarzán o Cabezón; otros el de Tusa, Borracho o Calavera. Hay quienes terminan con el de Bizcocho, Blancanieves o Tres Patines. Yo mismo tuve algunos, pero he gozado de la magnanimidad de mis condiscípulos y de la misericordia de mis “enemigos políticos”. Muchos de ellos ya hasta he olvidado; lástima que lo que aquí cuenta no sea la memoria propia, sino la de sus autores, esos incansables e impertinentes compañeros…

Un día conversando en la playa, se ofreció hablar de ciertos colegas de trabajo con unos curiosos amigos. Como era lógico, nos referimos a ellos con el recurso de llamarlos por sus apodos, y no por el de sus nombres o apellidos. Al terminar la relación cuyas anécdotas referíamos, una dama participante en el sabroso coloquio, nos inquirió si habíamos trabajado en una empresa de aviación, como reclamaba nuestro oficio; o si, más bien, habíamos prestado servicios en un no publicitado zoológico o en un itinerante circo! Qué más podía haberse imaginado nuestra sorprendida contertulia, si los apodos mencionados fueron entre otros: Perro, Gato, Cuzo (gusano), Cuchi, Gavilán, Topo Gigio y Chancho con Chaleco… O, inclusive, otros aún más fulminantes y agudos, cáusticos y concluyentes, como: Garganta de Lata, Muelón, Pinocho, Curco, Trapo Sucio, Murmullos, Súper Mario, Hermano Lelo, Monje Loco, Narizón, Cabello de Ángel y hasta Pescado Muerto…

Fue en mi fugaz paso por el campamento de Texaco, en Lago Agrio, que pude advertir la cruel ansia de hilaridad a que puede llegar la sutileza ajena, con esto de los apodos. Algunos obedecían al de Vida Dura o Pié de Atleta; Care Crimen, Pelo Necio o Pata de Queso… Quizás el súmmum de la oportunidad se presentó en uno de los mundiales de futbol, cuando literalmente todos los nombres de los integrantes de la escuadra “azurra”, dieron pábulo a novedosos remoquetes para casi todos mis ocasionales compañeros de trabajo en Ecuatoriana: Tardelli, a quien se caracterizaba por su ritmo pausado; Cabrini, a quien no se distinguía por atemperar los exabruptos de su carácter; Altobelli, al altanero personaje que estaba persuadido del irrenunciable arrebato que producían su atractivos…

Y ahí, en medio de todo y de todos, yo mismo: eludiendo cual encastado torero las embestidas y cornadas de los chuscos implacables; a pesar de mis no pocas imperfecciones, y de mis nunca escasos defectos…

Anchorage, 4 de Marzo de 2011
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03 marzo 2011

Coooooche a la vista!

Hoy mis nietos creerían que eso era una tostadora; y yo no tendría que hacer ningún esfuerzo para convencerlos que se trataba de una máquina para regresar en el tiempo. Pero, de solo recordar ese artilugio, tengo la inconfundible sensación que regreso atrás por cincuenta años; y así, claro, el radio portátil que tenía sobre el velador la abuela, se convierte sin esfuerzo en una caprichosa máquina de volver en el tiempo… Y ahí estaba, junto a sus aguas de “caballo chupa” y de pelo de choclo; junto a sus rosarios y devocionarios, a su “chauchera” milagrosa y a sus pastillitas de “Piridium”; y, claro, casi me olvidaba, junto a nuestra más fiel compañera de infancia: su catártica y abominable férula.

Era de ese velador convertido en azafate que nos sustraíamos su electrónico aparato de tarde en tarde; aprovechando que no se estaban transmitiendo las incidencias de las deliberaciones del Congreso; o, si era de mañana, si habían concluido los programas políticos radiales matutinos, especialmente uno que pasaba Radio Tarqui y que llevaba el sugestivo título de “Las andanzas del maestro Juanito”. Entonces nos adueñábamos del mágico aparato, para seguir las incidencias de algo que a nosotros, por una par de semanas, nos entretenía y fascinaba; y que tenía a todo el país pendiente con unos relatos que interrumpían los anuncios comerciales para de pronto pregonar un: “coooooche a la vista!!!”.

Fueron esas temerarias competencias, que las seguíamos con una emoción que lindaba con el fervor, las que propiciaron con sus imprevisibles ocurrencias una de las más recurrentes y entretenidas actividades que marcaron nuestra infancia: la mundialmente famosa carrera de bolas, que los hermanos Vizcaíno organizábamos en la azotea de la casa de la calle Caldas. La idea no había sido original; quizás nos habíamos inspirado en una entretención similar que alguna vez habíamos observado en la feria de la plaza de San Francisco, en tiempo de ruletas. Puede ser también que habíamos observado que a idéntica actividad se dedicaban unos jovenzuelos poco comunicativos, que eran unos circunspectos hermanos que habían venido a vivir como vecinos en la planta baja.

Era “la prestigiosa y apasionante carrera de bolas” una actividad que requería de minuciosos preparativos. Primero que todo, había que construir la pista de carreras propiamente dicha. Esta era una tarea en la que intervenían nuestra planificación, nuestra imaginación y, sobre todo, nuestras innatas habilidades para las tareas relativas a la ingeniería. Para ello había que “tomar prestados” los largueros de las camas y unas tablas que ahora han entrado en desuso, que eran las que soportaban los colchones, al colocarse en forma transversal apoyándolas en los largueros. Para el propósito, abundaban las camas en la casa: habían unas que solo eran utilizadas “en tiempo de monos” y que se las almacenaba en el oscuro y macabro desván que existía en el acceso a esa terraza; y si no, había simplemente que desbaratar, con disimulado sigilo, las mismas en las que nosotros dormíamos…

Las “vallas de protección” de la ruta eran obtenidas de las parvas de leña de cocinar que se apilaban en el patio trasero de la casa. Lo demás, o sea los soportes, andamios y otras “unidades de sustentación y apuntalamiento”, venían a proporcionarse con sillas, cajones, veladores, lámparas y una parafernalia de insospechados objetos servibles e inservibles que abundaban en esa casa. Es que, en nuestra casa, como sucede en casi todas las demás moradas, lo que más existía eran vejestorios: demasiado viejos como para tener un valor práctico; y demasiado nuevos como para ser echados en un reciclador, el que por entonces era todavía insospechado e inexistente.

Solo hacía falta adquirir “los autos de carrera”, quiero decir las bolas referidas. Para esto, solo hacía falta “echarse” una carrerita a las “cachinerías” de San Blas; ahí nos encontrábamos con una variedad que superaba nuestra expectativa, y sobre todo nuestro presupuesto. Por plata, sin embargo, no había que sufrir o preocuparse; no porque las famosas bolas tuvieran un precio asequible, sino que para esa onerosa inversión solo hacía falta un cuchillo bien filudo, el mismo que era utilizado con destreza para abrir, sin que nadie se diera cuenta, la base de la alcancía de madera de mi hermana Lolita. De ese diminuto banquito se obtenían los perentorios y ocasionales “prestamos quirografarios” que hicieron posible estos menesteres deportivos, además de otra suerte de antojos y golosinas…

Fue en las covachas de San Blas o en los “bazares” del mundialmente reputado Mercado Barato que fuimos a adquirir estas canicas de todos los colores y de todos los tamaños que pasaron a convertirse en raudos y vertiginosos participantes de nuestras inolvidables carreras. Habían las mamonas, las chinas, las floreadas e incluso una que otra “macateta”. Estaban excluidas las bolas de acero; y habríamos con el tiempo de descubrir que las más rápidas, no eran necesariamente las más esféricas. Así fuimos patrocinando su individual pertenencia. Pero ellas no eran conocidas por su color, su tamaño o su apariencia. Prueba de haber sido escogidas y de haber pasado “el chequeo de ANETA”, eran que debían tener un nombre que representara a la ilustre prosapia de corredores que eran famosos en aquellos tiempos y que se destacaban por su pericia, temeridad y experiencia.

Así fue como en la casa corrieron los Baldus, los Cucalón y los Dumani; un tal Joel Silva, los infaltables “incógnitos”, un peruano conocido como Federico “Pitty” Block, y el más corajudo y representativo de todos los dominadores del “deporte tuerca”: un inigualable y sin par piloto ambateño que obedecía al nombre de Luis “ el loco” Larrea. En un cuaderno de bitácora, impoluto y cuadriculado se iban registrando las hazañas de los “héroes”; pero éstos no eran de carne y hueso: eran redondos y de vidrio, se compraban en las tiendas vecinas del barrio; y, cuando no nos veían las que hubieran llegado a ser nuestras enamoradas, hasta en los infames y vergonzantes quioscos de las irreverentes traperas.

Chicago, 3 de Marzo de 2011
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02 marzo 2011

Lo prefiere revuelto o sacudido?

No voy a hablar de revueltas, ni de sacudidas; aunque, pensándolo bien, creo que más bien que sí. Y es que me había entrado la curiosidad de averiguar de qué se hace la ginebra, aquella bebida espirituosa incolora que los ingleses llaman “gin”; y que -ahora lo sé- se destila utilizando grano de trigo o centeno y añadiéndole el sabor de una fruta de color azul verdoso y parecida a la cereza que se llama enebro. Porque así es como debe traducirse “juniper”, que no quiere decir junípero, como yo en mi ingenuo candor me hubiera imaginado; y que claro, al abreviarse, da esa forma recortada: la de gin… Y entonces el gin da paso a uno de los tragos o cócteles más populares y con más personalidad que se han inventado por allí. Es que la ginebra, combinada con el vermouth dulce, da como resultado el Martini, que se convierte en seco cuando más se prescinde de este último ingrediente.

Hay entre los devotos de los bares una cierta controversia en cuanto a cómo es que debe prepararse el Martini. Quizás el método clásico no se había puesto a prueba hasta que las novelas de espionaje de Ian Fleming hicieron famoso a un personaje que al pedirlos solicitaba “batido, no revuelto” (“shaken, not stirred”). Habría sido otro escritor, recordado por sus viajes al sudeste de Asia, Somerset Maugham, el que había tratado de recuperar la costumbre clásica, exhortando a prepararlo “revuelto, no sacudido” (“stirred, not shaken”). Dicen los entendidos que ésta no solo es la manera tradicional, correcta y más adecuada; sino que de esta forma, el trago tiene menos presencia de agua y logra una mayor pureza. Por mi parte, encuentro muy poca diferencia entre uno y otro sistema; y no estoy seguro –a menos que lo vea preparar personalmente- si lo batieron cuando lo quería removido; o lo removieron cuando era batido que lo había solicitado…

Es que, con el tiempo me he ido haciendo menos “quisquilloso”, palabra que la devolvió a mi diccionario, el inefable Cuchi Yépez, quien no se cansaba de ponderar mis supuestas virtudes; pero tampoco dejaba de quejarse de mis supuestos remilgos con los asuntos relativos a mi trabajo... Era ahí cuando lo mencionaba: “es un buen “zafirito”, aunque… muy quisquilloso!”. Lo cierto es que, mas allá del uso de la anticuada palabrita (tan anticuada como “detalloso” o “anchetoso”, que casi significan lo mismo), he ido aprendiendo que un sabroso y bien preparado Martini puede hacerse de cualquiera de las dos formas; y aun agravándolo con el sacrilegio de dejar en la copa los cubitos de hielo. Esto puede sonar a pecaminoso, porque el requisito es que se lo sirva “straigth up”, o sea sin hielo; pero cuando estoy con ganas de un buen ginebra mezclado con un rocío de vermouth, puedo probarlo como quiera, con tal de que se respete la relación de cantidad de los ingredientes. Y entonces sí, que me digan no más quisquilloso!

Lo que si parece importante es la utilización de la copa adecuada para saborear el trago materia de este breve tratado. Pero no me va a quedar más recurso que insistir en que hay que prepararlo en copa triangular, aun a precio de que otra vez me tilden de lo mismo (rezagos de mi síndrome obsesivo compulsivo). Sería como jugar golf con zapatos de futbol, o como tratar de ponerse los calcetines, luego de haberse amarrado los zapatos; es decir, también se puede, pero ése no es el modo! Casi, casi, sería como hacer un Martini sin ginebra; porque, hay que recordarlo, hay quienes prefieren el Martini preparado con vodka. Esa pócima desnaturalizada que llaman con el híbrido nombre de vodka-Martini. Para mi gusto, el Martini debe estar hecho con ginebra. Y punto!

El gin tiene un sabor fuerte pero muy agradable, un sabor sugestivo no exento de opulencia y complejidad; su gran ventaja es que no requiere añejamiento. Quizás su popularidad sería más alta, como bebida blanca, si no fuera por la difusión del vodka desde el siglo pasado. Yo tomo gin desde que tuve mi primera y nunca bien planeada borrachera cuando recién tenía quince años. Resulta que había ido al cine Alhambra a ver una película de James Bond, el agente 007; no recuerdo si fue Dr. No o Goldfinger. Lo cierto es que no bien había salido del cine, todavía con las ínfulas y los rezagos de querer caminar y levantar la ceja izquierda como lo hacía Sean Connery, cuando entré en busca de un inocente refresco a un bar que había junto a la vidriería Anhalzer. Para mi sorpresa encontré allí a un ingeniero petrolero que había conocido pocas semanas atrás en Pastaza, que sentado solo y sin compañía, tomaba también solo una inolvidable botella de Tanqueray.

Del reconocimiento pasamos al primer ofrecimiento, del ofrecimiento a mis inciertas y no muy convencidas reticencias. De mi frágil convicción a mis cada vez menos firmes renuencias. Treinta minutos después, ya con dos tragos de ese elixir “puestos entre pera y bigote”, como decía un amigo, opté por regresar a casa a tratar de explicar la sonrisa de zoquete que había pasado a caracterizarme y a tratar de comentar la trama de la película; sin contar con que mi enredada lengua ya no quería pronunciar las palabras que mi cerebro le ordenaba. Era la noche víspera de Navidad y casi no pude asistir a la reunión familiar porque, de pronto, sentí por vez primera en mi vida, cómo puede una habitación girar con el ímpetu infernal y la velocidad que un carrusel de feria. Gin mezclado con gaseosa de limón, y adornado con jugosas guindas, era lo que me habían dado a tomar!

Pero, nunca me preguntaron si quería “shaken or stirred”; batido o removido. El revuelto resulté siendo yo mismo, que casi termino “sacudido” a punta de unos embriagadores correazos…

Chicago, 1 de Marzo de 2011
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