27 julio 2011

Pequeños gigantes

Los hombres necesitamos diversiones; los pueblos requieren entretención. Esto lo entendieron todas las culturas a través de los tiempos. En épocas del Imperio Romano, el estado asumía como tarea primordial la obligación de proteger a los ciudadanos y de ofrecer ciertos espectáculos al pueblo. “Pan y circo” era la fórmula de gestión que compendiaba las principales tareas de los gobiernos. La parte relacionada con “el pan” era un beneficio que, debido a la estructura social, llegaba a afectar y a cobijar a la mayoría de los ciudadanos; pero la parte que tenía que ver con los entretenimientos públicos favorecía, con sus sorprendentes espectáculos, a un grupo más bien selecto y reducido de integrantes del imperio.

Porque los principios políticos que ya se habían anticipado en la Grecia clásica, no consideraban como ciudadanos a todos los habitantes de la sociedad, ya que no todos tenían idénticos derechos. No todos tenían acceso a participar en “la cosa pública” y muchos tenían sus derechos restringidos, a menos que hubiesen obtenido la condición de “no esclavos” o libertos. El circo, por lo mismo, no sería una opción que la disfrutarían todos en Roma. Era más bien un espectáculo al que los esclavos no tenían acceso. Porque en aquellas dramáticas, intensas y crueles competiciones, el pueblo adquiría una cierta condición de juez y decidía con sus sanciones el destino de los actores, condonándolos o condenándolos, cual si se tratase de un complejo y caprichoso referendo. Es importante recordar entonces que no era “todo el pueblo” el que tenía derecho a asistir a los eventos públicos y sobre todo a los cruentos episodios que se habrían de presenciar en los llamados coliseos.

Dos milenios después, un rezago de estos “circos”, insisten en ofrecernos ciertos gobiernos… Eliminada -en teoría- la esclavitud (porque es muy cuestionable lo que queramos entender como “derechos”), ciertos líderes y mandatarios van encontrando novedosas formas de espectáculo público, a las que -por diferencia- parecería que solo el pueblo llano ahora tiene acceso. Es un tipo de entretención que no llega a los niveles de élite de la sociedad, porque además de tener un estilo que les es ajeno, basa el núcleo de su atrayente realización en la crítica antagónica y en la diatriba contra estos mismos estamentos. Los leones han sido reemplazados por los rencores; y los gladiadores por los agravios y los resentimientos. Entonces, un nuevo pueblo engañado y embriagado por falsas promesas e ingenua ilusión, ha reemplazado a quienes, con exclusivo privilegio, podían asistir antes a aquel excluyente y casi aristocrático coliseo.

Mas, hay algo de irresponsable en estas nuevas diversiones; algo de pernicioso y de perverso. Ahora se entretiene con la mofa, la amenaza y el insulto; con la burla y la antagónica ridiculización; se “inspira” al pueblo con el odio, con el eslogan cansino que proclama esa religión del resentimiento. El propósito es escindir y desunir; ahora el método consiste en fabricar una distorsionada realidad inspirada en la presbicia del mórbido maniqueísmo que todo lo ve como bueno o como malo, como blanco o como negro. El triste sistema exhibe un producto que se vende fácil, que persuade y que convence. Sí, esa es su malévola condición: que engaña con sus falsas promesas, que abusa de la emoción popular para enardecer con resquemores, inconformidades y resentimientos.

Ese es el menú del nuevo circo: abominación aderezada de repugnancia; ojeriza condimentada con desprecio. Es entonces adecuado preguntarse: será que se puede crecer como nación con estos ingredientes del encono y la hostilidad, de la agria acrimonia y el infeccioso resentimiento? Es acaso, esta patria amasada en el barro putrefacto de la antipatía, la nación con proyección de futuro que realmente queremos? Es responsable promover y “hacer crecer” al país con esta dudosa levadura de rencores e impulsos malévolos?

Pero… en el mismo día que presencio aquel circo, disfruto de otro programa distinto diseñado para divertir. Se trata de otra cultura, de otro país; ellos hablan nuestro mismo idioma; exhiben la incipiente pero promisoria realidad artística de un pueblo que cree en la educación, en la promoción y en el estímulo que merecen los dueños del futuro de su país: la patria generosa y portentosa de los príncipes de la ilusión y de la ingenuidad, los ciudadanos del mañana, los que representan la esperanza de su nación: los más pequeños. Son equipos que compiten; en los que sus minúsculos artistas complementan el formidable valor artístico de sus menudos compañeros. Exhiben sus atributos, pero también aquellas lágrimas que identifican la solidaria ilusión. Es ese un programa simple que entretiene y que inspira; allí se compite con entusiasmo y con pasión, allí se fabrica aquel noble sentimiento de ser país, de ser una nación impulsada por la integración y no por el resentimiento.

Son pequeñines que aspiran a la fama y al reconocimiento. Forman equipos que transmiten su solidaridad, que proyectan un sentido de nación que los identifica como pueblo: son los “pequeños gigantes”. En el otro caso, está el gigante que aplasta con la inquina y la aversión, está el líder que medra con el rencor y la desunión. Un gigante que exhibe las argucias que lo convierten en pequeño. Es un ídolo de barro deleznable, un gigante de papel que, con sus mofas, antipatías y agravios, se refleja con esa sombra de mezquindad que condena a otros hombres a que ya nunca puedan crecer, a que se conviertan para siempre en pueblos atrofiados y amputados; en pueblos sin futuro que no acceden a la conciencia de su propio valor, que están conformados por seres mezquinos y… pequeños!

Va siendo hora de rescatar un sentido de nacionalidad, con ilusión, trabajo y esfuerzo; es perentorio un nuevo sentido comunitario, una nueva y generosa integración y, sobre todo, refundar una nación basada en el mutuo respeto!

Quito, Julio 27 de 2011
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25 julio 2011

Los caprichos de los dioses

Dicen que los dioses confunden a quienes quieren perder; y hoy, treinta y ocho años después, aún no atino a comprender que es lo que me pasó; ni porqué es que decidí hacer algo tan temerario y absurdo! De niño disimulaba mis temores a las oscuridad y a las alturas; aunque a todos tenía engañados con mi arrojo y con mis alardes. En la escuela nadie me conoció jamás como alguien entusiasmado por el vértigo de los saltos al caballete o por propiciar “una subida a la Basílica”, que era a donde había que irse a presentar, cuando accedíamos a subir a esa iglesia en construcción para darnos de trompones al finalizar las clases. Por eso, no sé de donde me salió de pronto tanto exceso de confianza y temeridad. No tengo duda que fueron “los dioses” los que me quisieron perder. Sí, fue culpa de los dioses!

Lo cierto es que, reconocida ya la condición del daño en nuestro avión, aquella tarde en Conambo, teníamos que tomar una pronta y difícil decisión; y para esto, con tranquilidad pero con urgencia, había que hacer ciertas consideraciones:

La más importante de todas era de carácter logístico. Conambo quedaba en un sitio inaccesible de la selva; el Twin Otter era el único avión diseñado para operar en una pista ubicada en un pequeño valle, estrecho y profundo, con una extensión que no llegaba a trecientos metros. La única opción posible, pero tampoco disponible, hubiera sido movilizar a los mecánicos y a las piezas de repuesto por medio de un helicóptero. Quedarnos ahí, con el avión averiado, implicaba ponerse a esperar consultas, decisiones e iniciativas que inclusive desbordaban la real operatividad de la misma compañía petrolera que dependía de ese avión para satisfacer sus más indispensables necesidades de movilización. La Anglo contaba exclusivamente con la operación del Twin para movilizar todo su personal y para satisfacer todo lo relacionado con su propio abastecimiento.

Luego venía el tema operacional: la necesidad de efectuar un vuelo directo desde Conambo a Quito, único lugar en donde nuestro gerente de mantenimiento, un alemán metódico y flemático que hablaba el castellano con acento brasilero y que se llamaba Antonio Bossarek, pudiera hacer las urgentes reparaciones. El problema estribaba en que los vuelos del Twin salían de Pastaza hacia los campamentos, solo con suficiente combustible para realizar el vuelo y tener una reserva adicional de cuarenta y cinco minutos. Esto quería decir que teníamos solo el combustible disponible para efectuar “con las justas” el propuesto vuelo directo. En esos días el vuelo a Quito se lo realizaba siempre a través del cañón de Baños, pero yo había explorado una nueva ruta a través del sur Antisana para hacer ciertos vuelos directos entre Quito y Tena, ahorrando así, más de treinta minutos de vuelo. Fue entonces que hice el cálculo y consideré que se podía hacer el vuelo, pero con una exigua y estrecha reserva de solo quince minutos!

Sí, no cabe duda, los dioses me habían tentando esa tarde y ya habían logrado confundirme! Además, el tiempo meteorológico se veía bueno sobre la cordillera, y la distancia entre Conambo y el paso sur del Antisana permitía un ascenso continuo a una altura donde sería menor el consumo de combustible. Sí, era una decisión arriesgada, y quizás demencial, pero algo dentro de mí me decía que no teníamos otra opción o alternativa. Había que enfrentar el riesgo y aceptar la tentación que había puesto en nuestras manos el destino!

Pero esto no era todo. No hay que olvidar que el avión se encontraba averiado, y no sabíamos la reacción aerodinámica del avión al iniciar la carrera de despegue; las alas se hallaban en una condición de asimetría y además el avión tendría que enfrentar la resistencia del tren de aterrizaje que traía un amortiguador destrozado. Para entonces yo le había cobrado una extraordinaria confianza a este avión sorprendente; y estaba seguro que la nobleza que tenía y que yo creía conocer, iba a sacarnos del apuro y que el noble aparato se iba a comportar como se esperaba. Se me puede culpar de un exceso de confianza; pero solo quien ha volado el Twin y ha conocido sus características excepcionales puede saber de lo que estoy hablando. Porque el Twin es y no es un avión; su desempeño es más bien similar al de un helicóptero. A excepción del Pilatus Porter, no he conocido otro avión que pueda hacer lo que hace el De Havilland – DHC-6, Twin Otter!

Si no, ¿qué avión podría transportar veinte pasajeros a una pista de tan corta extensión? Es su performance tan formidable e increíble, que el Twin puede descender, usando el ángulo beta de sus poderosas turbinas, con tres mil pies por minuto con velocidades tan marginales que producen vértigo. Yo sabía que, una vez controlada la carrera inicial (sería como enfrentar un fuerte viento cruzado, imaginé), podría jugar con la potencia diferencial de los motores para nivelar las alas y luego tendríamos un despegue corto y exitoso. Y esto es lo que ocurrió en la maniobra de más riesgo que jamás me haya propuesto en la vida!

Pero, faltaba todavía el aterrizaje… Quito es una pista larga y ancha; y con el debido cuidado en el control direccional, estaba seguro que, de no mediar una complicación con la resistencia del tren de aterrizaje, no habría realmente que enfrentar ningún inconveniente. Con lo que no conté, fue que esa misma tarde había llegado a Quito el presidente chileno Salvador Allende; por esa razón, se había organizado una parada militar en el terminal aéreo y… habían cerrado el aeropuerto para todo tipo de operaciones! No me quedó más remedio que declararme en emergencia y luego de comunicar de la avería del tren, solicitar la presencia del equipo de apoyo del clausurado aeropuerto. Paré sin dificultad el avión en el comienzo de la pista y luego rodé hasta los hangares. Debo de haber tenido una cara de muchacho malcriado cuando me bajé del avioncito. Bossarek vino a recibirme. Su gesto de reprensión se quedará en mi conciencia para siempre… Fue la tarde en que los dioses me confundieron porque quisieron perderme; pero luego… tuvieron la magnanimidad de perdonarme!

Atlanta, 21 de Julio de 2011
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20 julio 2011

Treinta y ocho que no juega!

De lo que recuerdo de mi curso de seguridad aérea realizado en Suecia –son ya veinte años – había unas pocas diferencias entre accidente e incidente aéreo. La filosofía de dichas diferencias está contenida en el Anexo 13 de la OACI; ahí se destaca que accidente es toda ocurrencia o suceso que acaece durante la operación de una aeronave en vuelo, siempre que se produzcan las siguientes características: que resulte en consecuencias fatales o que se produzcan serias lesiones a las personas; que se produzcan serios daños o fallas estructurales en la aeronave; o que la misma desaparezca o quede en un lugar inaccesible.

Tal pareciera que la aviación estuviera ligada a la ocurrencia de accidentes. A veces me preguntan mis amigos si alguna vez he tenido o he sufrido un accidente aéreo. Esta es también una de las preguntas imprescindibles cuando se llena un formulario de aplicación para cualquier empleo aeronáutico. Es más, las compañías piden ahora, de manera regular, sendas cartas de certificación de los empleadores anteriores confirmando la ausencia, en la hoja de vida, de dichos accidentes o incidentes. Y claro, yo contesto siempre que no; aunque bien visto, medito una vez más y tengo que terminar confesando que sí, que ya han pasado treinta y ocho años, pero… que sí, que sí he tenido un milagroso accidente!

La definición a que hago referencia parece ser bastante clara; pero, como en toda definición, en la que intervienen varias circunstancias, da lugar a opuestos criterios e interpretaciones subjetivas. Esto, por una serie de diferentes motivos; entre otros, por la definición de lo que es “tiempo de vuelo”, porque podría darse el caso de que una persona se vea involucrada en un accidente “aéreo”, sin que la aeronave afectada se encuentre realmente en vuelo! Y no hablo solo de los despegues o aterrizajes; porque la consideración tiene alcance mientras la persona o personas afectadas se encuentren en la aeronave durante el tiempo transcurrido “desde el embarque hasta que se produce el desembarque”. Esto fue lo que un día le sucedió a uno de mis cuñados, cuando se encontraba en su asiento en la plataforma de Guayaquil y los mecánicos retiraron los pasadores del tren de aterrizaje, sin que se hubiese presurizado previamente el sistema hidráulico… Como resultado el avión cedió por su peso y los sorprendidos pasajeros estuvieron comprometidos en un insólito accidente “aéreo”…

Lo que quiero aquí es comentar una incidencia que me aconteció en la aislada y diminuta pista de Conambo, un campamento petrolero ubicado en una estrecha hondonada ubicada a medio camino entre Curaray y Montalvo, hacia el oriente - sur oriente de Pastaza. Sucedió hace ya treinta y ocho años. Siempre lo consideré como un “incidente”, pero cuando reviso la definición caigo en cuenta que lo que nos sucedió, esa extraña e inolvidable tarde, fue realmente un “accidente”. ¿Por qué es que estuve convencido de que no fue un accidente? Pues por razones que entonces me parecieron claras: nadie resultó golpeado o herido; el avión sufrió un golpe en el tren de aterrizaje, pero el daño resultó de tal naturaleza que el avioncito pudo volver a salir volando; es más, el avión volvió enseguida a la línea de vuelo, luego de haber recibido una breve reparación y, tan pronto como al día siguiente, ya estuvo otra vez operando normalmente.

Pero… ahora que lo miro con el beneficio de la retrospección (¿hay una manera más exacta en español para decir “hindsight”?) creo que si nunca consideré ese crítico momento como un accidente, fue solo por eso: porque yo mismo nunca quise convencerme que lo era; en suma, porque yo no quise que lo sea! Porque tampoco quise que nadie sepa que lo tuve, o que tuvimos, tal accidente…

Quiero entonces contar lo que ocurrió. Por lástima el otro piloto involucrado, que a la sazón fungía como mi alumno, pereció poco más tarde en otro lamentable accidente. Volábamos el Twin Otter de TAO y a mí se me había encargado dar entrenamiento, en esa aeronave, a un muchacho de gran índole personal y gran sentido profesional. Era oriundo de la región oriental y se llamaba Carlos Granja. El entrenamiento estaba en sus fases finales; Carlos estaba a punto de recibir su chequeo y habilitación como flamante comandante del Twin Otter. Conambo era una pista muy corta y de una sola dirección, los vientos y la turbulencia de la tarde la convertían en una pista bastante crítica y peligrosa; pero mi intención había sido dejarle que haga la aproximación para que se fuera a volar solo a las pistas más largas, en posesión de una mayor confianza con el aparato…

Traíamos vituallas y víveres para dicho campamento aquella tarde. El venía en el lado izquierdo, hecho cargo de los controles. Hubo mucha inestabilidad debido al calor y a la presencia del río que corría junto al barranco donde empezaba la pista. Fue solo cuestión de un segundo y en el momento mismo de poner ruedas en esa improvisada pista de solo poco más de doscientos metros, vino una ráfaga intempestiva, una como corriente descendente en el borde mismo del barranco. La reacción de Carlos fue un tanto tardía y la posición de los aceleradores no me dio opción para “meterle mano” y conseguir ayudarle. Entonces, el tren izquierdo golpeó de forma imprevista contra el borde de la pista… fue cuando decidí asumir el control y conseguí que el avioncito fuera desacelerando en forma tortuosa hasta que por fin se detuvo hacia el final de la pista de aterrizaje…

Apagué motores y bajé del avión; tuve  esa misma extraña mezcla de pena y culpabilidad que una vez sentí de niño cuando habíamos dejado caer desde un tercer piso a una pequeña perrita que teníamos en casa…Se había roto y desintegrado el paquete del amortiguador izquierdo; y ahora yacía el avión con un ala mucho más arriba que la otra.   Sí, creo que realmente fue un accidente; pero siempre lo quise considerar como un incidente, porque solo quise juzgar lo que fueron sus consecuencias… Hoy lo reconozco, treinta y ocho años más tarde!

Anchorage, Julio 20 de 2011
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18 julio 2011

Amateurismo(s)

He vuelto a sentir molestias en “el sur del continente” en estos días de verano. Estoy persuadido de que pudiera tratarse solo de una reacción alérgica a ciertos alimentos, particularmente a vegetales rojos, como el chili y el tomate, o quizás a determinados condimentos. Lo malo de esta situación, es que no tengo todavía un diagnóstico definitivo; por lo que he preferido dejar pasar unos pocos días para hacerme un exhaustivo chequeo cuando regrese a casa, la semana próxima.

Comienzo con una nota bastante personal esta entrada, porque, una vez más, he caído en cuenta que tengo la tendencia a averiguar, a investigar la naturaleza de las cosas. No estoy muy seguro si tendría los recursos y habilidades requeridas para ser un buen detective; pero siento que hay algo inveterado en mí, que me impulsa a ir buscando motivos, relaciones, implicaciones y explicaciones de todo asunto, término, incidencia o circunstancia con la que me topo día tras día, justo como la que he comentado en este caso, cuando comienzo este artículo.

A simple vista podría creerse que se trataría de una faceta hipocondríaca de mi personalidad; pero no, no se trata de eso; es simplemente que me gusta inquirir en los significados e implicaciones que tienen las cosas. Dicho de mejor manera: lo que pasa, es que soy un “inquisidor” (de inquirir, averiguar) natural; o, si se prefiere, un investigador “amateur”. En este punto, hago la digresión de porqué es que la Academia no ha intervenido todavía en la escritura de este último terminillo, del que he encerrado entre comillas, si se pronuncia “amater” y no amateur; en cambio, no decimos “amaterismo”, sino amateurismo… Son éstas las contradicciones que parece tener la lingüística, las mismas que no logro absolver aunque me ponga, como averiguador amateur que soy, a investigar sus motivos.

Pero hay una contradicción aún más intensa en la palabra “amateur”; y ella contiene una condición que llega a lo paradojal (al “oxymoron” latino) y está propiciada por el sentido original y etimológico de la palabra amateur que quiere decir “amante o amador”. Porque un profesional en su oficio, podría ser a la vez un amateur si lo hace por amor a la causa, por amor a su actividad, por la pura afición de hacerlo. Porque, el diccionario define más bien como amateur a quien “sin ser profesional”, ejerce un oficio, ciencia, disciplina o especialidad. Es también requisito del amateurismo no recibir pago o compensación, o no haber recibido entrenamiento formal. Este es el caso de ciertos deportistas o personas dedicadas al ejercicio de una determinada especialidad, que supuestamente lo hacen sin recibir ningún tipo de emolumento. Esto sucedía antes en los deportes olímpicos, pero desde hace unos pocos años, esta condición (que antes era un obligatorio requisito) solo es ya válida exclusivamente para el boxeo.

El término amateur es también usado cuando nos referimos a un nivel inferior de organización o habilidad, como cuando hablamos del deporte amateur, como cuando nos referimos a alguien que carece de la experiencia necesaria. En este sentido, ser un amateur equivaldría a lo que se dice en mi tierra utilizando una palabra que viene del quichua, en el sentido de bisoño o inexperto: “guambra”. En este caso, justo como en el uso de la palabra amateur, guambra puede ser utilizado como adjetivo o sustantivo, de idéntica forma que la otra acepción castellana que puede usarse con similar sentido; me refiero a “aficionado”. Un aficionado es quien tiene o practica un oficio, o quien tiene afición por una determinada actividad o espectáculo.

En los casos precedentes la connotación de amateur es empleada con un sentido más bien negativo, la de quien tiene poca experiencia, es inepto o incompetente: la del diletante o informal. Pero es el otro sentido, el positivo, el que realmente me interesa: el relacionado con la posibilidad, inclinación o tendencia a efectuar o ejercer actividades y oficios por el puro placer de hacerlo, con la predisposición de hacerlo por amor, como amador o amante, por satisfacción, por las ganas de disfrutarlo. Y aquí está justamente lo paradojal: en la necesidad de hacer lo que hacemos, sea por dinero o por académica preparación, pero con el espíritu de quien lo hace por afición, como un amateur. Por puro amor!

A lo largo de mis cortos años de práctica como aviador (“de mi experiencia…”, como, con ingenuidad, decía un inexperto copiloto que alguna vez conocimos), tuve la oportunidad de tratar con muchísimos profesionales; muchos lo hicieron por estar entrenados técnicamente para hacerlo, la gran mayoría lo hizo por una renumeración (lo cual nada tiene de malo y es más bien perfectamente lícito), pero solo muy de vez en cuando (o de cuando en vez) encontré colegas que lo hicieran con la afición de quien estaba enamorado de lo que hacía. Creo que en esta aparente contradicción estaba el secreto de su profesionalismo y de su personal ética profesional: en hacer por amor lo que habían aprendido a hacer por oficio. Es más, creo a mis años, que ésta es la única definición válida de profesionalismo, la de quien ejerce un oficio o actividad por tener la necesaria preparación, que recibe una correspondiente retribución, pero que lo hace con entrega y satisfacción. Esto es lo que, en aviación, en inglés se conoce como “airmanship” y que como tanto “oxymorón” es también difícil de ser traducido.

Es apasionante el sentido que tienen algunos términos; pero es apasionante también aquello relacionado con las convenciones oficiales para escribirlos. Trato de titular esta entrada como “amateurismos”, pero mi corrector gramatical, el que está incorporado a mi ordenador, me indica que el término en plural no existe y que me contente con escribir “amateurismo”. Lo que pasa es que los señores de la Academia a veces insisten en actuar como “guambras”, aunque nadie discuta su enjundioso y reconocido profesionalismo…

Chicago, 18 de Julio de 2011
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14 julio 2011

Flying time...

Uno debería tener la oportunidad de viajar cinco días hacia el futuro, para poder así regresar a ver y darse cuenta de lo irracional que uno actúa cuando está apurado. Han pasado ya cuarenta años desde un día que yo venía manejando de regreso de Ibarra; llovía y era Sábado, era ya un poco tarde y mi única intención era llegar a tiempo al “cambio de aros” de la hermana de una enamorada, que como todas las de aquel tiempo, estaba convencido que sería “la” mujer de mi vida. Yo venía en el límite de la velocidad y de la demencia, y lamentablemente papá venía a mi lado. Yo no le había prestado atención a su presencia porque me había parecido que dormía y que venía descansando. Al salir de una curva estrecha, en Otón, el auto derrapó un poco más de la cuenta, y entonces, como si nada me dijera, papá murmuró: “si no te matas volando, te vas a matar manejando”…

Estoy a pocas semanas ya de mi inminente retiro; y claro “no me he matado –todavía- volando”. Habría que esperar estas cortas semanas, por aquello de que el pan se quema en la puerta del horno; o las impredecibles que todavía me faltan en la vida, para saber si lo que me dijeron como advertencia, y nunca como intencional profecía, pudiera ser el sino que me pudiera estar acechando… Es increíble pensar que papá ya sería un anciano, con la improbable edad de noventa y cinco; y que, en definitiva, el tiempo pasa raudo y que vuelan los años!

Un día me pidieron una colaboración para un libro escrito por una comunidad de pilotos y ese fue el título que justamente escogí: “Flying time”, para significar el tiempo que vuela y el que los pilotos vamos registrando en nuestros cándidos cuadernos de bitácora. Por ahí van acumulándose esos trajinados “libros de vuelo” que son testigos mudos de nuestros episodios y experiencias, de las incidencias que nos sucedieron; y, como no, de nuestros logros y periplos itinerantes. Pocas veces hablan de los sustos y de las emergencias, jamás de las malas noches, de los malos tiempos, de las renuncias y de los desencantos. Son solo frías cifras, callados guarismos para alimentar auditorias y estadísticas; es solo tiempo que ha pasado, tiempo que hemos pasado en el aire… “volando”.

Cuán fidedigno y auténtico es ese tiempo de vuelo? Nunca es fácil contestarlo! Porque, aun partiendo de la premisa de que se lo haya llevado con un sentido notarial honesto, hay tantas variantes y costumbres, para hacerlo, que sería imposible tener una anotación general que se pueda llamar exacta. Esto, entre otras cosas, porque los pilotos anotamos como “tiempo de vuelo” el tiempo que “se desplaza por sus propios medios” nuestro aeronáutico artefacto. Es decir que la paciente espera en la cabecera de la pista de un congestionado aeropuerto, sería también parte de las horas que cuentan como que las hubiéramos volado.

Por el contrario, hay otras horas que deberían contar como reales, pero que no cuentan como tales a pesar de la experiencia que nos entregan y de lo que ellas aportan para nuestro entrenamiento y proficiente desempeño; son las horas que gastamos en los formidables simuladores de vuelo, repitiendo emergencia tras emergencia, simulando los incendios y las contingencias que no pueden ser duplicadas en nuestros voladores aparatos. Esas son horas intensas que nos hacen humildes y que nos enseñan durante sus sesenta minutos valiosos; es cuando repetimos procedimientos, cometemos errores y seguimos en forma metódica todas esas maniobras y contingencias para las que debemos prepararnos.

Mas, en forma irónica y contradictoria, esas horas que pasamos recluidos en los simuladores de vuelo no cuentan. Y no “valen” sobre todo porque no son reales, porque no las pasamos en el aire. En este sentido, es curioso pero para la acumulación de requisitos, estas horas casi no tienen un valor matemático. Más cuentan, cuantitativamente, las horas que pasamos allá arriba leyendo el periódico o las que gastamos mientras el tiempo vuela pero estamos en el baño…

Es más, hay compañías que están involucradas en vuelos internacionales que requieren que los pilotos anotemos “todo el tiempo que pasamos en el avión en vuelo”, nos encontremos o no a cargo de su funcionamiento, o al mando. Es decir que si la tripulación de un determinado vuelo está conformada por dos equipos completos, habríamos de anotar como experiencia de vuelo, inclusive el tiempo que nos retiramos a mirar una película o a descansar en las literas mientras la otra tripulación se encuentra encargada del mando… Por todo esto, el registro de nuestras horas de bitácora puede ser inexacto, o por lo menos incierto; y mirado con esta óptica, podría decirse que los cuadernos de registro están conformados por horas que no reflejan nuestra real experiencia y aun por otras que no dicen verdad cuando solo en teoría hemos estado realmente “volando”.

Pero, volando o no, afrontando o no malos tiempos y emergencias, lo que cuenta es que ese tiempo, y también el que estuvimos esperando para irnos otra vez y que lo pasamos en tierra, pasó muy raudo: pasó volando! Cuando ya vamos cerca de “colgar las alas” vamos regresando a ver, nos alegramos de que - por lo menos hasta aquí - le hicimos muecas obscenas a la vieja andrajosa de la guadaña; y eso nos da un cierto sentido de realización porque pudimos cumplir, y sentimos un logro personal porque quedó satisfecha una misión. De aquí en adelante, hay que procurar que “como no fue volando, no vaya a ser que no nos pase manejando”…

Lo bueno es que ya no hay que apurarse! Para qué? Si el tiempo es siempre más alocado que uno y está demostrado que siempre va mucho más rápido…

Chicago, 15 de julio de 2011
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13 julio 2011

Villano en el corazón

Paso, estos días, tres o cuatro veces por semana sobre VLN. Es VLN una estación omni-direccional ubicada a medio camino entre Winnipeg y Minneapolis. Se trata del VOR de Lumsden, imagino que las siglas de identidad le han sido escogidas tomando consonantes de los dos términos. Pero este VLN nada tiene que ver con el VLN que conocí hace ya cuarenta y dos años en el Oriente ecuatoriano, cuando en mis tiempos de copiloto del Douglas de TAO, volaba entre Pastaza y Curaray hasta cinco veces diarias; es decir cuando sobrevolaba Villano hasta un total de diez veces por día. Eran los tiempos en que Anglo había retomado los trabajos de prospección petrolera iniciados treinta o cuarenta años atrás por la Shell y había adecuado un par de pistas de hierba para sus operaciones de abastecimiento.

Ese Villano quedaba justo en la mitad de la ruta entre la pista de Río Amazonas en Pastaza, población que era también conocida como Shell Mera, y la pista de San José del Curaray, donde existía además un pequeño destacamento del ejército. Un río de recodos sinuosos, cuyos amplios y turbios meandros se confundían con innumerables pantanos de formas caprichosas, acompañaba en la navegación durante gran parte del viaje. Pocos minutos después de despegar de Pastaza, se ponía rumbo a levante, dejando hacia estribor un pequeño caserío avecinado a una pista abandonada; correspondía a la aldea de Canelos. De ahí en adelante el terreno se tornaba irregular y luego de cruzar una pequeña línea de montañas incipientes, asomaba el estrecho valle del campamento de Villano.

Poco más tarde, un muchacho medio escuálido, con ínfulas de esbelto y con solo diecinueve años (yo mismo), fungía de prematuro comandante de un pequeño avioncito canadiense diseñado para operar en pistas cortas: el inolvidable y jamás superado Twin Otter. Ahí, estuvo a mi cargo la congestionada y siempre insuficiente movilización de personal hacia diferentes campamentos orientales (“locaciones” les llamaban impropiamente). El Twin tenía capacidad para solo veinte pasajeros; pero como los usuarios eran generalmente oriundos de la región y venían con un rectangular cajoncito de madera que les servía de valija, confieso que más de una vez habremos abusado de la perentoria característica de la intensa operación, para solicitar a quienes estaban “en lista de espera” que se sentasen sobre su propio equipaje, que se ajustasen el cinturón y que... gracias por volar en Transportes Aéreos Orientales! Fueron los suyos apellidos que siempre se repetían; quien no era Grefa o Tapuy, se llamaba Calapucha; y quien no, se llamaba Andi, Jumbo, Shiguango o Huatatoca. Porque parecían no existir otros apellidos en la selva, y en esas improvisadas y apretujadas listas de viaje.

A Villano fue que un día me enviaron para transportar nada menos que a un individuo enjuto y nada flemático, de porte altivo, sobrio y circunspecto que ejercía en esos días, una vez más, como presidente: José María Velasco Ibarra. Velasco, como ya lo he comentado, no solo que me pidió que le permitiese sentarse de copiloto, sino que a sus años, pareció disfrutar como un muchacho cuando le insinué si es que quería tomar los controles de mando… Villano era un nombre que se repetía en forma tan insistente que podía haberse convertido en sinónimo de monotonía, pero más bien será en mi memoria, el nombre de una pequeña pista de césped de la que siempre tendré recuerdos inolvidables.

En una ocasión salía de regreso a Pastaza hacia la mitad de la tarde. En eso, logré escuchar una señal de emergencia que venía de otra aeronave. Estaba piloteada por un piloto cubano llamado Roberto Verdaguer que volaba por coincidencia en otro Twin Otter. Él había tenido que apagar el motor izquierdo y como había empezado a perder altitud, se encontraba perdido, o por lo menos desorientado. Le pedí información de las características del terreno que sobrevolaba y me pareció reconocer, por los indicios que me daba, que se trataba del río Nushiño, que corre hacia el oriente, un poco al norte de Villano. Subí rápidamente a siete u ocho mil pies de altitud, mientras hacia esfuerzos para ubicarle. De manera casi providencial pude localizarle para aportar a su tranquilidad y ayudarle en su orientación, para que pudiera luego poner rumbo a Curaray, desde donde lo llevé de regreso a Pastaza un poco más tarde. Desde ese día pasó a llamarme como “su salvador”; fue esa una coincidencia milagrosa, feliz e imborrable.

Otra tarde volaba con otro colega. A él lo recordaré siempre con afecto por su sentido de dignidad y simpatía; me pidió que lo acompañe en el DC-3, para celebrar que la Aviación Civil había autorizado mi entrenamiento en el Douglas como comandante. Salíamos de Villano hacia Pastaza y como estábamos con el avión vacío, quiso demostrarme las bondades del venerable C-47. Procedió entonces a apagar el motor derecho por medio de un procedimiento que tienen los aviones de hélice, llamado “embanderar el motor”, que consiste en reorientar la posición de la hélice para evitar la resistencia al avance. Pero, no teníamos la velocidad mínima para poder revertir el procedimiento, justo cuando el nivel del terreno empezaba a alcanzar ya la altura de la aeronave… Todo pudo haber terminado en tragedia aquella inocente tarde! Al final, reconocimos la precariedad del momento y con un viraje oportuno pusimos rumbo de regreso, para, luego de sacrificar altura, obtener la velocidad necesaria para reencender aquel motorcito terco y empecinado… Él se llamaba Marcelo Alemán; le decían “el negro”; era un moreno de alma blanca, un caballero a carta cabal, un hombre bueno a quien siempre distinguiré como lo que fue: un compañero inolvidable.

Por eso, cada vez que sobrevuelo VLN, pienso en la nobleza del Villano de mi mocedad y caigo en cuenta de la contradictoria significación que el término tiene en el diccionario, la de alguien rústico y descortés, carente de hidalguía y de linaje. El Villano de mis añoranzas nada tiene de indignidad; y es hoy en día una pequeña aldea en medio de la selva que se ha ido quedando sin villanos (vecinos de la villa), y a la que siempre recordaré como tierra de gratas experiencias y como patria tutelar de antiguos e imperecederos recuerdos profesionales.

Chicago, 14 de julio de 2011
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10 julio 2011

Las mujeres y las pelotas

Como hubiera dicho el inolvidable Blasco Moscoso Cuesta, padre de unos buenos amigos que ya no he visto desde hace casi tres décadas: “Amigos, partido e-mo-cio-nan-te! Eran once leones, contra once leones”… La única diferencia sería que quienes esta vez jugaban al incomparable juego del futbol, eran nada menos que mujeres. Es decir que, parafraseando de nuevo al desaparecido comentarista deportivo, habría tenido que decirse que eran “once panteras jugando contra otras once panteras”. Porque al sintonizar por casualidad el partido entre Brasil y Estados Unidos, por el campeonato mundial de futbol femenino que se celebra en Alemania, era eso lo que había que exclamar: que once panteras se habían enfrentado a otras once panteras! O, casi… porque al formidable equipo americano le tocó en suerte jugar por más de una hora con solo diez “hombres”…

Cuando se observa esa entrega, ese coraje y ese formidable pundonor, uno vuelve a creer en el deporte, y comprende porqué algo tan simple como patear una pelota puede convertirse en inspiración para todo tipo de gente y porqué el futbol se ha convertido en lo que es, en el deporte de las multitudes. Y por ello, es que hoy no sé si hablar de “las mujeres y las pelotas” o de “las pelotas de las mujeres”. Porque cuando recién había encendido el televisor, tratando en la fría madrugada de Alaska de encontrar algún tranquilo programa que me asistiese como narcótico, ya se había jugado casi una hora de este fantástico partido. Brasil perdía ya por 1 a 0 debido a una jugaba infeliz de una defensa que había realizado un tiro contra su propia portería. Lo que vino pasó a convertirse en un drama y en una tragedia que, al final, nunca estuvieron exentas de poesía.

En una jugada controversial de la mejor jugadora carioca, en la que no se pudo observar un claro impedimento por parte de la defensa americana, y cuando se jugaban ya cincuenta y cinco minutos del partido, el arbitro concedió un tiro penal a favor del equipo brasilero. Para añadir sal a la herida, como si la concesión del penal no hubiese dejado ya serias dudas de su merecimiento, la jueza decretó además la expulsión de la muchacha de la defensa americana involucrada en la dudosa jugada. Mas, lo que vino después fue para la antología!

Se acercó a cobrar la pena máxima la jugadora brasilera y, habiendo detenido con éxito el fatídico tiro la guardameta americana, la jueza decidió la repetición del cobro aduciendo que una jugadora americana había invadido el área en el momento del lanzamiento. En la repetición se produjo el gol brasilero de igualdad y fue allí cuando el menguado equipo americano reaccionó con gran garra e inspiración, para enfrentarse a la injusticia que podía llegar a incidir en su eliminación del certamen. El controvertido momento pasó a convertirse en un instante crucial porque desde ese instante el público decidió favorecer al equipo norteamericano.

Contra todos los pronósticos el equipo “gringo” empezó a acorralar al afamado equipo contrario, a pesar de estar reducido a solo diez jugadoras. Con este parcial empate habría de terminar el tiempo reglamentario, forzando a un alargue de dos tiempos extras de quince minutos. Entonces, y a pesar del dominio americano en este período adicional, habría de presentarse otra jugada controversial de Brasil que dio la impresión que definiría el partido. Porque el equipo carioca pareció realizar una jugada en aparente posición fuera de juego, cuando su mejor y más talentosa jugadora recibió una pelota difícil desde el borde del área y descolocó a la portera contraria para decretar una inmerecida ventaja. 2 a 1.

Con el público a favor, pero con el tiempo (y en apariencia con la jueza) en su contra, el equipo americano se puso a atacar como fiera herida (o, como fieras heridas, aunque ninguna estaba realmente tan fiera) y logró acorralar con buen juego y enorme pundonor al equipo brasilero. Fue allí que las panteras negras (porque negro era el color de su uniforme) pasaron a dar una lección inolvidable de vergüenza deportiva y a demostrar que no es cierto aquello tan repetido de la debilidad de su sexo. Querían demostrarle al mundo que, a pesar de ser mujeres, podían correr por dos horas seguidas, con pasión y sin descanso, para remontar un injusto resultado a pesar de su señalada inferioridad numérica.

Cuando el enfrentamiento ya agonizaba, e inclusive el equipo sudamericano había empezado a quemar tiempo y a utilizar cuestionables tácticas para enfriar el partido, vino uno de los goles fabricados con más calidad y concretados con más testosterona que yo haya presenciado en mi vida. Vino un centro como para ponerlo en marco y para utilizarlo como tarea didáctica en las escuelas de futbol de varones, aquellas que creen que el futbol de las mujeres es solo pura fantasía. Sí, porque aquel centro certero, perfectamente colocado de la mediocampista, levantando la cabeza para medir con precisión el servicio, solo pudo ser superado por ese cabezazo excepcional de una jugadora valiente, que cuadrando sus hombros al enfrentar el arco contrario, pegó el frentazo limpio, inapelable y letal que remeció las redes del arco brasilero. Gooooooool. Golazo!

Solo un minuto hubiese faltado para que se decrete la defunción del encuentro y con ello la eliminación del equipo americano. Qué frentazo! Qué partido! Lo que vino después fue de drama. Pero un equipo que había jugado por más de una hora con una jugadora menos y que había emparejado el partido en el último minuto, no podía perder esa batalla solo por culpa de una desconcentración del caprichoso destino. Ya en la definición por tiros de gracia, se impuso la fe de las chicas americanas y el equipo de Brasil quedó eliminado.

Qué machas pueden ser las que no son machos, sobre todo cuando saben que ya no son muchas! Qué pelotas las de las chicas que juegan a tan varonil deporte!

Anchorage, 11 de julio de 2011
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09 julio 2011

Sobre riscos, montañas y glaciares

Hay un himno a nuestra Fuerza Aérea; tengo que confesar que, de su letra, solo me había quedado a medias su primera estrofa; aquella de “compañeros del cóndor andino, aviadores del bravo Ecuador”; la misma que, de acuerdo a lo que me acordaba, hablaba de “sobre riscos, montañas y valles”. Pero no, no ha sido así la letra del sugestivo himno que más de una vez escuché entonar a mis colegas de profesión, aquellos que se hicieron pilotos en la Fuerza Aérea. Luego de consultarlo, me he topado con que la letra de esa breve primera estrofa, dice más bien: “sobre selvas, volcanes y mares, no hayan alas que vuelen mejor”.

Y esto, de los riscos y montañas, se me ha ocurrido a cuento de que estos dos últimos meses he estado volando sobre las sorprendentes montañas que comparten Canadá y Estados Unidos en la zona oriental de Alaska; que, para mi gusto, constituyen uno de los paisajes más admirables y portentosos que existen en el planeta. Yo, que soy reacio a utilizar la palabra “espectacular”, estoy persuadido que deben existir muy pocos paisajes en el mundo que puedan compararse por su inigualable belleza. El tener la oportunidad de sobrevolar estos riscos, farallones y glaciares es uno de los privilegios que le debo a la vida; y, sobre todo, a esta vida irreal y muchas veces mágica que es la de la aviación.

Yo mismo, que vengo de una tierra que está rodeada de nevados imponentes y de impredecibles volcanes, no tengo sino que reconocer la real magnificencia de los macizos cordilleranos que existen en otras latitudes. Y esta humilde auditoría puedo hacer pues he tenido la incomparable ventaja de hacerlo desde mi palco de privilegio, desde esa butaca de primerísima clase que es la cabina de un avión en vuelo. Así he podido arrobarme ante la majestuosidad de los Andes hacia el sur del Aconcagua; apreciar la prodigiosa variedad de los Alpes europeos, la sorprendente e inacabable ondulación de las montanas de Irán y la de esa majestuosidad que invita a la humildad, que es la grandiosidad de los Himalayas. Aun así, pocos paisajes nevados tienen la belleza que se puede admirar en los nevados de Alaska; y esto, por la presencia de sus alucinantes glaciares.

A simple vista, el glaciar se asemeja a una gran avenida de hielo en el lecho de los angostos valles que se han formado entre las montañas. Son como enormes y muy anchos ríos que se han ido cristalizando. Esta caprichosa compactación se produce cuando los deshielos del verano son menores a la acumulación de nieve producida en el invierno; la forma de la nieve acumulada sufre transformaciones debido a su peso y a la fuerza de la gravedad; y cuando el proceso de deshielo empieza, se van creando estos enormes lechos congelados que bajan en forma de gruesas serpentinas desde la parte superior de las montañas. En épocas como ésta, cuando se va acentuando el verano, los deshielos van dejando la huella de unas como vías medianeras que dan la impresión de que la naturaleza ha ido como dibujando con el afán de simetría que quiere tener el hombre. Estos trazos sorprendentes se conocen como “morenas” y constituyen las más caprichosas y admirables señales telúricas que puedan encontrarse en la madre naturaleza.

Sé muy bien que estos glaciares se encuentran también en otras latitudes; mas, en ninguna parte del planeta surgen con tanta ubicuidad como en las zonas polares. Es justamente en estas extremas latitudes que al desplazarse y llegar al mar, forman los enormes témpanos de hielo conocidos como “icebergs”. Lo cierto es que estos glaciares, o ríos congelados, ocultan en forma permanente lo que se encuentra en su lecho y solo se observa este como estático río, que solo cambia de espesor o se desplaza de acuerdo al ciclo perseverante de las estaciones.

Con este comentario no quiero desmerecer la belleza natural de nuestras montañas, que majestuosas e imponentes como son, no tienen la asombrosa belleza de los macizos cordilleranos. Hago este comentario porque muchas veces nos dejamos llevar por un excesivo e innecesario nacionalismo en la creencia de que poseemos los nevados más hermosos del universo. Y es que, aunque la belleza de nuestras montañas es incuestionable, no hace falta que las comparemos con las de otras latitudes y hemisferios, menos aun si no hemos tenido la oportunidad de conocerlas para estar en autoridad de emitir esos criterios. El nacionalismo, como todos los “ismos”, no siempre es saludable. Eso de creer que lo nuestro “siempre es mejor” no nos permite superarnos y, en muchos de los casos, no es ni siquiera cierto lo que afirmamos.

Mientras buscaba la letra del himno en referencia, para refrescar mi memoria con su auténtica letra, me he topado con un relato que menciona la visión de nuestros hermanos peruanos con respecto al conflicto del Cenepa, con lo que me doy cuenta, una vez más, cómo la historia puede tener siempre más de una óptica, de acuerdo a quien la escribe y a quien la interpreta; de cómo puede ser tan subjetivo el concepto y significado de palabras como “glorioso” y “enemigo”; pero, sobre todas las cosas, caigo en cuenta del grave mal que nos hacen los nacionalismos. Caigo en cuenta de lo perversas e innecesarias que resultan las luchas fratricidas. Cuánta culpa tienen nuestras guerras y acumulados rencores y prejuicios en la lamentable realidad de nuestros pueblos!

Las guerras son un trágico despropósito. Los hombres seguimos asesinando a otros hombres con el pretexto de Dios, de nuestras creencias o por motivos que pudieran ser superados con buena intención, diálogo y entendimiento mutuo. Pero hemos acudido a los conflictos bélicos para justificar muchas veces oscuros propósitos y perversas motivaciones. La paz debe ser como estos hermosos glaciares, que solo podemos apreciar todo el esplendor de su íntima belleza cuando se da el verano de los acuerdos y podemos aprovechar para apreciar su grandiosidad cuando no se acumula el hielo de los desencuentros, de los odios fratricidas y de las malas intenciones…

Chicago, 10 de Julio de 2011
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06 julio 2011

Disfuncionalidad

Hay palabras que de pronto empiezan a utilizarse con insistencia. Son palabras que quizás yo ya las había oído alguna vez cuando fui muchacho, pero no con la misma frecuencia y, muy probablemente, con un diferente sentido. De pronto, todo el mundo como que las prefiere y las empieza a utilizar; y muchas veces con un sentido que parecería no ser siempre el mismo. Y es que alguien empieza un buen día a utilizarlas con un sentido diferente o dentro de un contexto distinto; o, simplemente, surgen de manera oportuna en una determinada circunstancia y de pronto nadie parece usar ya otros términos que podrían significar lo mismo. Eso sucede, por ejemplo con palabras como sustentable y sustentabilidad (hay quienes prefieren sostenibilidad), o como la que sirve de cabecera a este corto artículo: disfuncionalidad.

Y es que términos como disfunción, disfuncional y disfuncionalidad, han sido con frecuencia usados en los últimos años para significar diversos conceptos que en muchos casos no significan lo mismo. Hace solo una docena de años la palabra disfuncional surgió en el lenguaje de la comunicación cotidiana para expresar la circunstancia de familias afectadas por problemas en su integración, lastimadas por circunstancias como el abuso físico o verbal, la violencia entre sus miembros, la dependencia de las drogas o el alcohol, la falta de cohesión familiar, el acoso sexual o la falta de protección responsable hacia sus miembros más indefensos.

Es así como que de pronto, esto de hablar de que una familia es “disfuncional”, como que pasó a convertirse en un término de moda. Una buena tarde alguien allegado a mi familia me comentó su íntima angustia personal, la de que venía de una familia disfuncional. Habíase abusado tanto del uso del casi flamante término, que nunca me quedó muy claro ni en qué había consistido la mentada disfuncionalidad, ni – si había existido tal disfunción - en qué mismo consistió el efecto de su influencia. A fin de cuentas, algo es disfuncional cuando no funciona como se supone que debe funcionar, cuando algo no cumple con su función o con la intención de lo que debía ser su objetivo. Así, el comentario en referencia, bien pude interpretarlo como simple carencia de integración e identidad; o como lo que pudo ser más trágico y que ya fuera mencionado: una situación afectada por problemas morales y por conflictos relativos.

Sospecho, sin embargo, que durante un tiempo el término empezó a ser utilizado en forma arbitraria e indiscriminada. Es probable que quien lo usó en esa ocasión solo haya querido expresar que provenía de una pareja cuya unión “no funcionó” y que lo que quiso expresar fue la condición de divorcio en la relación de sus padres y no que en su familia hubiesen existido otro tipo de conflictos. Lo cierto es que en estos tiempos que transcurren escucho cada vez con más frecuencia el concepto de la disfuncionalidad; y dada la crisis de valores, tanto en la familia como en la sociedad, poco a poco se va convirtiendo en una explicación, si no en justificativo, para los desarreglos familiares y ciertos comportamientos.

En estos días está justamente concluyendo un proceso jurídico, en el que se ha optado por declarar la inocencia de una joven que todos están convencidos de que es la culpable del homicidio de su propia hija. Las deliberaciones en el juzgado han transparentado los íntimos y perturbadores conflictos de la familia de la mujer que ha conseguido obtener la declaratoria de su inocencia. Hay, cara al atípico comportamiento de los miembros de esa extraña familia, la evidencia de sus abusos, acosos y desencuentros; queda la impresión de que no solo debía de haberse acusado a la madre de la niña muerta, sino a toda esa infeliz familia.

Esto me lleva a reflexionar en el concepto; al convencimiento de que se habla de disfunción no solo cuando hay algo que “no funciona”; o de que una familia es disfuncional cuando ha caído en los vicios del incesto, el acoso sexual, la prostitución u otros similares excesos. Y esto me lleva entonces a advertir que gran parte de las familias que aparentan integración y felicidad, muchas veces caen o caemos en la disfuncionalidad, sea por nuestros ocasionales y temporales conflictos, dentro de lo que puede considerarse como normal, o porque no conseguimos la identidad y la comunicación que son necesarias para evitar dicho mal funcionamiento.

Si bien puede hablarse de ciertos tipos de disfunción, como cuando no funciona adecuadamente un órgano de nuestro organismo; existe disfuncionalidad sobre todo cuando no existe coincidencia de dos elementos básicos: la identidad en los objetivos y la adecuada comunicación en la entidad que sufre de estos síntomas aflictivos. Porque tal disfuncionalidad no es únicamente familiar, puede ser corporativa e incluso social. Habrá disfunción cada vez que uno o más miembros de la correspondiente sociedad, apunten hacia una meta y los demás se esfuerzan en conseguir distintos objetivos. Bien es sabido que no se puede conducir un auto con un pie en el acelerador, mientras que con el otro se aprieta el pedal que esta designado para controlar el freno y detener al vehículo…

La funcionalidad implica por lo menos dos elementos constitutivos: identidad para integrar y adecuada comunicación para ponerse de acuerdo con aquellas estrategias y objetivos. De nada sirve la identidad si no se aplica una eficiente comunicación; y de nada favorece la comunicación si no hay coincidencia en compartir los pretendidos objetivos. Y, si esto es válido para el caso de las familias, lo es también para las empresas, las instituciones y demás cuerpos políticos que dirigen a la sociedad. Caso contrario se producen los abusos, los acosos, las dependencias perniciosas; y así, nadie logra su realización y plenitud, ni tampoco las sociedades logran sus primordiales objetivos. Así es como parece que funciona la disfuncionalidad…

Anchorage, Julio 7 de 2011
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05 julio 2011

Liutenant Columbo, no more!

“- Ah, y una última cosa más, señor, es que casi me olvidaba… la noche de la trágica muerte de su esposa, usted…”

Es triste, pero, me estoy quedando ya sin héroes. Como decía el Julito Mera: “lo que pasa, capitán, es que ya están disparando cerca”. Y yo completaría aquella sentencia y diría que no es tan grave el que estén disparando, que lo que pasa es que los que están disparando, lo están haciendo sin apuntar, como si quisieran y no quisieran acertar; porque con ese loco disparar, a todos y a nadie a la vez, no sabemos ni hacia donde tenemos que correr, ni en donde es que tenemos que ocultarnos; y así todos terminamos convencidos que el fin se está poniendo cerca…

Lo vi por primera vez cuando actuó en una de las dos más entretenidas y cómicas películas que haya visto en mis años de vermouth de domingo; era una comedia que ridiculizaba la ambición y la avaricia; se llamada “El mundo está loco, loco, loco” (la otra fue “La fiesta inolvidable”, con Peter Sellers). Ahí, Peter Falk, forma parte de un elenco de excepción, en un largometraje que cautiva por sus incidencias, por sus ocurrencias y sus disparates. Es una película que consigue fascinar a los niños de todas las edades. Ahí ya se manifiesta ese gesto inquisidor que él expresaba con tanta naturalidad, por haber tenido la desgracia de haber perdido muy temprano ese ojo que luego le habían reemplazado por uno de vidrio. Es inolvidable la escena final de la película, en la que el ansiado tesoro es encontrado bajo unas palmeras en forma de “doble ve” (w); y en donde, al final de ese demencial tira y afloja, entre los que aspiran al codiciado botín fabuloso, el dinero cae desde las alturas y se va esfumando poco a poco por los aires…

Pero fue en Columbo, en esa serie que se convirtió en una de nuestras preferidas, si no en nuestra favorita, en la que se puede decir que Peter Falk se confundió con el personaje que representaba. Si lo hubiéramos topado andando por la calle, no nos hubiera llamado la atención si lo encontrábamos con su corbata desajustada y esa gabardina de color habano, con la que parece que hasta dormía y que no se la sacaba ni siquiera para bañarse. Porque el detective Columbo, con su cabello alborotado, con el cigarro en el filo de los labios, con el talante inquisidor de su sesgada mirada, con su gabardina desaliñada de cuello desarreglado, ha de ser siempre recordado como el individuo persistente, el policía intuitivo y perspicaz.

Y en medio de todo, estaba esa, su callada sagacidad, con la que se enfrentaba a los arrogantes que lo subestimaban, a los poderosos que se burlaban de su aparente ingenuidad. Ese era Columbo, el policía que nunca necesitó exhibir o portar un arma… La serie se filmaba en las mansiones de Los Ángeles. Era una repetida trama que invertía las cláusulas del episodio, porque los espectadores sabían desde el principio quién era el autor de los asesinatos. De modo que lo que ellos esperaban ver era cómo él habría de resolver el caso, usando su agudo sentido. Porque Columbo, el detective italo-americano que simulaba haber extraviado sus apuntes, siempre engañaba con su distraída apariencia. Nunca refería su nombre de pila; y si algo seducía en su apostura eran justamente sus conclusiones simples, metódicas y rigurosas, que no hacían juego con su descuidado sobretodo.

Porque Columbo se ganaba pronto la confianza del criminal, e inclusive lograba conquistar su renuente simpatía, haciéndole creer que sospechaba de otro distinto personaje, para luego usar sus comentarios y errores para incriminarlo, y entonces resolver el crimen. En uno de los episodios Columbo confiesa su tendencia a marearse en los barcos y en los aviones; entonces le preguntan que cómo puede tener esa deficiencia si posee tan emblemático y linajudo apellido (Colón, el apellido de nuestro “otro héroe”, el almirante, se dice Columbo en inglés); y él, con todo desparpajo, contesta: “verá usted señor, yo realmente no lo sé, ese individuo creo que era de otra rama de la familia”…

Columbo fue una especie de Sherlock Holmes, uno hecho para disfrutarlo de otra manera, esa otra manera fácil que la televisión nos entrega… La pipa había sido reemplazada por el cigarro, la lupa por los apurados apuntes extraviados en los bolsillos de la arrugada gabardina. Watson ya había desaparecido; las sentencias y los recursos de su sabiduría, Columbo endilgaba a su esposa ausente, de la misma que siempre hablaba pero quien jamás aparecía. Su mejor lección era esa sencillez y humildad con que hundía y desbarataba la altanería de los poderosos, con su perseverante curiosidad, con esa incordiarte tenacidad, con que atormentaba a los “malos”, y con la que a nosotros, “los buenos”, nos deleitaba, nos embrujaba y nos defendía…

Pero… Columbo fue Peter Falk; y sin Falk ya no habrá otro Frank Columbo. Ver a otro actor en ese mismo papel, sería algo que ya nunca más podría interesarnos. Porque desaparecido Peter Falk, victima de su Alzheimer y de su demencia senil, lo único que nos ayudará a hacerle reverencia será siempre la memoria del papel que interpretaba y que siempre se mezcló con su inconfundible simpatía… Paz en tu tumba, Peter Falk! Siempre me harás acordar de la primera mentira fabulosa que escuché alguna vez en la vida; aquella que una noche escuché a mi padre, cuando se había cubierto un ojo con una moneda y vino a casa y nos dijo: “me sacaron el ojo que me molestaba y mañana me lo cambiarán por uno de vidrio!”

… Ah, y una cosa más señor, es que casi me olvidaba… No vaya a andar cerca de donde sea posible que se cometan crímenes. Está demostrado que los asesinatos son malos para la salud, y no siempre pueden evitarse…

Chicago, 5 de Julio de 2011
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04 julio 2011

Motivos y pretextos

Estoy en Estados Unidos. Es aquí, cuatro de julio, día de la independencia. Para los norteamericanos es un día para celebrar la libertad. Por todas partes se esperan fuegos artificiales y grandes celebraciones. Estos mismos días, en forma irónica y contradictoria, gran parte de la atención de la gente está volcada a las incidencias finales de un caso criminal; se trata de la acusación de asesinato en primer grado, que enfrenta una joven de veinticinco años que está acusada del homicidio de su propia hija. El caso ha cobrado una enorme expectativa por la aparente premeditación e intencionalidad de que se acusa a la joven. Existe alta posibilidad de que ella sea sentenciada a la pena capital o a cadena perpetua.

Es un proceso que ya ha sido calificado como el “juicio del siglo” (un siglo que a duras penas tiene un poco menos de once años) y que sucede a poco tiempo de otro caso que concentró también la atención de los americanos hace menos de quince años, cuando un ex deportista de raza negra que gozaba de popularidad y recursos económicos, fuera acusado del asesinato de su esposa. Se llamaba O. J. Simpson; y en su momento, las características de su caso, merecieron la atención, cobertura periodística e interés de la mayoría de los norteamericanos.

Mientras mucha gente está pendiente del imprevisible veredicto, pienso en las características del sistema de justicia americano (o estadounidense) que está basado en un proceso, en el cual la dirimencia final está en manos de un jurado, que el sistema legal procura que esté conformado por un grupo de gente lo más aislada e independiente, y menos prejuiciada con respecto al caso como sea posible. El criterio que este jurado se vaya formando mientras dura el proceso, ha de ser definitivo. Sin embargo, tal veredicto debe ser unánime y, ante todo, debe estar exento de cualquier mínima y razonable duda. Por ello es que el esfuerzo de los acusadores es demostrar la culpabilidad del acusado para que no quede ninguna incertidumbre; mientras que el papel de la defensa es solamente defenderse. En otras palabras, no está obligada a probar la inocencia del acusado.

Entran, por lo mismo, en las incidencias del proceso, y en las intermitencias del caso, una serie de diversos conceptos atenuantes y agravantes como son: premeditación, probable negligencia e intencionalidad. Y, claro, igual que la mayoría de los asuntos que se presentan en la vida, mucho se circunscribe a motivos y pretextos, a razones y coartadas. Porque podría decirse que muchas veces no triunfa la verdad, es decir lo que realmente sucedió. Sino, solamente, cómo presentan los acusadores o los defensores el caso, cómo acuden a la sensibilidad de los miembros del jurado, o cómo apelan a su razonamiento para explotar así la probable inexistencia de la evidencia que determina tal culpabilidad.

De alguna manera, estos procesos nos remiten a las cosas simples de la vida; a los episodios en los cuales empleamos nuestros motivos y pretextos. Acciones en las cuales justificamos nuestra inocencia o eludimos nuestra culpabilidad. Pero… ¿cuál es la diferencia entre motivo y pretexto? ¿Qué papel juegan conceptos, en muchos casos subjetivos, como son la buena (o mala) fe y la integridad? Sartre dice que quien practica la mala fe, lo hace escondiendo una verdad desagradable, o presentando como verdad una falsedad que suena agradable. En definitiva, tal parece que en estos procesos lógicos, donde lo que se busca es el esclarecimiento de la verdad, lo que cuenta no es la naturaleza de lo que es cierto, sino cómo se presenta un argumento. Así, bien visto, deja el proceso de ser un procedimiento justo, para pasar a depender de los mecanismos de la astucia, de la argucia, del hábil conocimiento de las sinuosidades que tienen el trámite y la legalidad!

Ahora bien: ¿qué es motivo y qué es pretexto? ¿Por qué la gente prefiere utilizar un pretexto, cuando con solo usar el verdadero motivo, se podría justificar? Hemos de empezar por coincidir en la naturaleza del pretexto que, en esencia, no es sino otro motivo, pero caracterizado por su falsedad: el pretexto no es sino eso: un falso motivo, una causa falsa y simulada. Una razón para justificar una falta o un error; una disculpa donde se hace presente la intención maliciosa y solapada que busca ocultar la verdad. Esa es la naturaleza del pretexto, que se constituye en una razón aparente para justificar lo que se ha hecho o que se ha omitido de hacer. El pretexto es una razón para ocultar el verdadero motivo.

Lo triste de estos procesos es que quien está en posesión de la verdad es quien, abusando de recursos y artilugios, esconde o altera su realidad. Porque quien miente no lo hace acerca de lo que ignora, y tampoco lo hace si está seguro de no estar en el error. A menos que, claro, sume a su mentira la cuota ignominiosa de la desvergüenza. Porque parece que la intención de quien miente, más que ocultar la verdad, es la de confundir; por eso es que quien miente, enredado en su propia red, termina creyendo su “falsa verdad”, la de su fabricada fantasía.

Cuando hablo de motivos, se me hace difícil no recordar la poesía de Rubén Darío, llamada “Los motivos del lobo”, que alguna vez tuve que memorizar en mis días de escuela:

El varón que tiene corazón de lis,

alma de querube, lengua celestial,

el mínimo y dulce Francisco de Asís,

está con un rudo y torvo animal…

Porque el hombre es como un santo cuando actúa por motivos, pero es como un lobo cuando se apoya en sus pretextos…

Chicago, 4 de julio de 2011
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01 julio 2011

Ceviche de jimbiricos…

Uno de mis lectores me ha hecho llegar un pequeño comentario respecto a la variada sinonimia que tienen los renacuajos en el Ecuador; el distinguido lector ha aportado con unos pocos nombres con que se conocen a estos animalitos en nuestra tierra. Su contribución incluye los siguientes distintivos: timbul en Riobamba, shucshi en Cuenca y jimbirico en Loja. Su inquietud me ha llevado a realizar una investigación adicional y me he encontrado con una verdadera selva de términos con que se los conoce en nuestra tierra y también en la madre patria. Me imagino que bien se puede intentar un extenso tratado dedicado a los sapos adolescentes, mejor conocidos como renacuajos, con solo enumerar los diferentes nombres con que se los conoce en otros países de América.

He encontrado, por ejemplo, un muy interesante (y muy bien escrito) articulito publicado en Argentina, con el sugestivo titulo de “Sapodiversidad ecuatoriana”. Está escrito por un señor José Villarroel Yanchapaxi (tiene que ser de Latacunga), quien hace un sorprendente registro de “al menos diecisiete nombres que corresponden a diferentes dialectos de etnias o de grupos indígenas”. Menciona que “en la Costa se lo conoce como dodoca y gusarapo; en la Sierra como billico, uille-uille (guilli-guilli), pilligalle, pilliguille, pímbalo, jimbirico, chimbirico y filtre; y, en el Oriente, como tufe y rusu”. Comenta además, el versado compatriota que: “en el imaginario popular, los sapos están relacionados con el mal agüero, han sido utilizados para curar enfermedades como la erisipela, la patada china, el espanto, las sarnas y las verrugas”…

Por culpa de este anónimo amigo que me ha hecho el aporte en referencia, he llegado a tener acceso a un formidable y enjundioso documento, cuyo autor es un científico peninsular llamado Federico Puente, quien escribe un tratado acerca de los batracios. Allí se recoge una copiosa como variada sinonimia de los sapitos adolescentes, “además de los tres nombres que figuran en el diccionario de la Academia: ranacuajo, renacuajo y el aragonés samarugo”. Y ofrece una serie de nombres con los que se conocen en las tierras españolas a las larvas de los anfibios anuros (ranas y sapos). Comenta que se los conoce como cabezota o cuajarrines, en Santander; como burrumbillo, capullá, cabezón, rabicandil, zapatero, zapaburu en Álava y como zampaburro en Araya. Todo esto para no mencionar una docena de nombres con que se los conoce en el norte de España y sobre todo en el país vasco.

Ahora bien; se comenta por ahí (y tengo todavía que averiguarlo) que en el sur del Ecuador, se cosechan los mencionados jimbiricos, para preparar un ceviche de supuestas características agradables. Todo esto, a pesar de que el señor Puente ya advierte en su entretenido tratado que “todos nuestro batracios adultos, incluso la rana comestible, poseen en su piel glándulas que segregan un líquido de propiedades venenosas, de acción irritante cuando se pone en contacto con las mucosas”. Por esto me pregunto si el drástico declive que parece tener la población de batracios en el mundo, no se deberá acaso a las refinadas costumbres culinarias que parece que se exhiben en ciertos remotos lados…

En efecto, el mismo autor hace recomendaciones para su recolección. Y como en asuntos de cocina me caracterizo por compartir mis conocimientos y secretos peroleros, me permito también transmitir sus consejos experimentados: “se los recoge a mano, sin daño y sin método especial. Muchas especies son nocturnas y es útil cazarlas de noche con ayuda de una lámpara. Los batracios prefieren frescura y humedad, por lo tanto la mejor hora para cazarlos será de madrugada o al anochecer”… Sí, porque está muy claro: se ha de procurar obtener los jimbiricos por propia cuenta, ya que es asunto un tanto difícil que se los pueda adquirir en tiendas y supermercados…

En cuanto a su preparación, pues… existen dos recetas de acuerdo a la cocción que haya sido preferida: cocidos al limón o cocinados en un caldo. En todo caso, no debe prescindirse de sumos de naranja y de limón, cebolla blanca trozada a la pluma, un poquitín de mostaza, salsa de soya y picante; añada además pimiento verde bien picado y unas ramitas de culantro. Cuando esté lista la preparación, coloque el ceviche en la nevera y póngase a esperar hasta que se haya enfriado. Mientras espera, acuda a la enciclopedia y consulte porqué le han llamado a un pequeño caserío arrimado a la cordillera como “Boca de los sapos”; y porqué supuestamente en Cuenca prefieren distinguirlo como “Fauces del batracio”… Va a encontrar que los anfibios anuros no copulan; que se reproducen con un sistema de unión llamado “amplexo”, que simula una copulación, pero que a ellos les basta con un extraño y apretado abrazo…

Si es más diligente, amigo lector, va a encontrar curiosas inquietudes, como la de quien pregunta en un foro, que cuál es el nombre científico de los batracios negros; a lo que un incorregible chusco responde que “renacuajus negrus”… Asimismo, haciendo aproximación a una pronunciación seudo latina, he de participar el nombre del ceviche de jimbiricos: “puberus batracium coctis in citrum”… No es probable que la ingestión de jimbiricos produzca algún efecto beneficioso; a pesar de que las diferentes culturas han relacionado a los sapos adultos con la fertilidad y la fortuna; con la magia embrujadora de su canto…

Ah! Pero volviendo al cevichito… no se olvide del canguil, de la cervezas frías y de la música de fondo! Y entonces, empiece a tararear la cancioncita:

Sapo de la noche, sapo cancionero, que vives soñando junto a tu laguna… Adentro!!!

Anchorage, 2 de Julio de 2011
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