30 octubre 2011

Los viajes y los días

Sustraigo medio título de sendas obras de Hesíodo y de Marcel Proust para responder a una pregunta que me han hecho con frecuencia, cuando me han consultado que “en cuántos países he estado”. La pregunta implica una inequívoca curiosidad matemática; y reclama un tipo de respuesta que debe manifestarse con un valor aritmético. Mas, estos conteos, los necesarios para satisfacer esa pregunta, han de ser, a la fuerza, imprecisos. Serían similares a la inexactitud que implicaría dar respuesta a otra pregunta, la que nos harían si inquirieran acerca de la cantidad de enamoradas que en el pasado hemos tenido… Y antes de que se insinúe que me aqueja una vanidad que raya en el impudor, me gustaría comentarlo haciendo una necesaria aclaración.

Y es que, en la geografía, como en toda noción política, existe más de un concepto que determina lo que es un país. Puede, por ejemplo, quien sólo ha estado en Puerto Rico decir que ha ido a los Estados Unidos? Quien estuvo en Hong Kong, cuando este enclave pertenecía a la Gran Bretaña, ¿puede decir que estuvo en el Reino Unido? Quienes han visitado las Canarias o las Azores ¿pueden comentar que estuvieron en España o en Portugal? Quien visitó la Guayana Francesa, puede decir que estuvo en Francia, por el hecho de haber pisado territorio francés? ¿Cuán certero sería, por ejemplo, que un pasajero que permanece por breves horas (y aun por cortos minutos) en un aeropuerto de tránsito, comente que ha estado en el país al que pertenecía la mencionada infraestructura?

Los noticieros modernos hablan más bien de “países y territorios”, conscientes de la imprecisión que se crea al hablar de estados y de países. Detrás de ello se encontraría, además, el más amplio concepto de lo que es nación. Este es el caso del país Vasco, que está englobado en el de España como nación, aun sin tomar en cuenta el controversial desacuerdo relacionado con las autonomías. Por otra parte, las fronteras -ese anacronismo de la civilización, que subsiste hasta ahora y que ha sido culpable de tantas guerras, dolor y muerte en el mundo- parecen no ser estáticas y cambian con el paso de los años. Ya no podría decir que estuvo en Yugoslavia quien visitó una ciudad del actual Montenegro, o que estuvo en la Unión Soviética quien recorrió recientemente Armenia o Azerbaiyán.

Idéntico asunto pasa con los ocupantes de los vuelos internacionales, que no podrían afirmar que estuvieron “en” un determinado país o territorio, por el hecho circunstancial de que la nave que los transportaba habría sobrevolado un determinado país. Esto me pasa con respecto a Rusia y a una gran cantidad de países asiáticos y africanos, que en mis diversos viajes tuve la oportunidad de sobrevolar –en algunos casos, por cientos de ocasiones- pero que nunca tuve la suerte de poderlos visitar.

Hablar de “nación” implica siempre la posibilidad de referirse a dos conceptos que, sin ser necesariamente opuestos, son en muchos casos claramente distintos. Hay una interpretación jurídico-política y otra con caracteres sociológicos e ideológicos, con preeminencia de lo cultural. En este sentido, la nación cobra un significado un tanto ambiguo, pues puede implicar el concepto étnico y racial, como también el político de un estado-nación.

El primer concepto estaría identificado con la soberanía, el segundo con el del pueblo que le da identidad y carácter. Para lo que nos ocupa, la entelequia solo sería válida cuando la nación se convierte en ente jurídico, que es el que está reservado para el “estado” propiamente dicho. Por ello que produce enorme confusión que se empleen términos como “país, territorio o estado” cuando son utilizados como si fuesen sinónimos. Hay muestras que pueden servir de ejemplo, como es el caso de los gitanos y los kurdos. O como sería el caso del pueblo judío, cuya existencia como estado, es posterior al concepto étnico y cultural que lo inspiró. Es evidente que en el concepto de nación interviene una raíz histórica y, en algunos casos, cuentan inclusive la lengua y la religión. Pero, a fin de cuentas, qué define a una nación? La respuesta implica un conjunto de ideas e identidades; y sobre todo un muy acendrado sentido de solidaridad.

Para poner luz en la confusión, he tenido que acudir al diccionario de la Real Academia, donde encuentro que el término “país”, se refiere indistintamente a “nación, región, provincia o territorio”; de ahí que usemos el nombre genérico de “paisano” para referirnos a quienes provienen de un mismo país, provincia o lugar. Es por ello que el concepto de país es más claramente expresado en los mapas del mundo, en forma bastante pictórica y gráfica, pues se los representa con un color distinto, para cada país separado por una frontera en particular.

Con todas estas consideraciones, creo que el número de países y territorios que he visitado se acerca a los setenta. Decía al principio que con esto de los países sucede como con el número de enamoradas que uno tuvo en su juventud; pero no por la cantidad de jovencitas que nos habrían soportado, sino porque con el significado de esta palabra, en mi tierra, se expresan un sinnúmero de diversas situaciones. Quién se convirtió en aquellos tiempos en nuestra enamorada? La que nos aceptó cuando nos habíamos “declarado”, aun si nunca había “salido” con nosotros, o si nunca se habría dejado siquiera besar? Merecen ese nombre quizás las que solo nos duraron un par de días? Y qué con las que no requirieron de esa romántica e innecesaria declaración poética, pero que nos entregaron sin condición su cariño, luego de regalarnos su primer beso en la oscuridad?

En cuanto al número de quienes merecieron esa definición… Pues, no lo sé! Deben haber sido números más bien discretos. Y, con seguridad, debe haber sucedido como con los aeropuertos de tránsito… y, ni siquiera como eso! Baste decir que por ahí habremos sobrevolado una gran cantidad de veces, sin haber recibido siquiera el permiso necesario para poder aterrizar…

Sydney, 30 de octubre de 2011
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26 octubre 2011

De héroes y periplos

La vida es un continuo descubrimiento. Y eso es lo que justamente la hace más hermosa e interesante: la posibilidad de descubrir, de aspirar a encontrar algo; ese derrotero que en sí es ya una nueva meta: la fortuna de poder explorar. Quizás a eso se debió nuestra fascinación por el comportamiento de los números cuando fuimos niños; y por eso sucumbimos desde temprano a la relación épica de los esfuerzos de los exploradores y pioneros, que nos habría de entregar la historia; y por eso, nos dejamos seducir por la descripción de tierras lejanas, y para nosotros ignotas, distintas en el paisaje y en su estructura, donde los hombres habían adoptado otras costumbres y otras formas de comportamiento, que nos regaló la geografía. Y así, descubriendo, aprendimos el sentido de la plenitud en el vivir, que nunca puede estar ausente de la capacidad de explorar.

Sin el deseo de la búsqueda, sin la posibilidad de encontrar, pasa a carecer de sentido la vida. Por eso, educarse es una forma de aprender a descubrir; y ello, es descubrir que, si nos proponemos, podemos hallar siempre algo nuevo, algo más. Nada hay tan heroico en la historia de la humanidad como la portentosa hazaña de los descubrimientos, nada que nos seduzca y embruje tanto, nada que nos produzca más asombro, que nos inspire y que nos llene más de curiosidad. La mitología clásica, que fue la cuna de nuestra civilización, dio desde el principio, especial importancia a esos viajes esforzados, a las expediciones descubridoras. Así se registraron esas aventuras llenas de fantasía y de asombro que fueran recogidas por Homero, así la humanidad ofreció reverencia con el recuerdo a los temerarios y a los audaces que habían intentado y logrado ir un poco más allá.

Por esto también es que cuando en la alta edad media, surge un puñado de visionarios que apuestan a lo desconocido, se altera la historia del hombre, se comprueba que había algo más que una sola masa continental que incluía lo que mostraban los imprecisos mapas y portulanos, las descripciones de los perfiles costaneros y las “cartas de marear”. Fueron esas sorprendentes expediciones las que nos “descubrieron” un nuevo mundo, las que confirmaron luego el concepto de la redondez de la tierra, las que comprobaron la idea que era uno solo el formidable océano y que la tierra giraba sobre sí misma, mientras hacía su porfiado y puntual tránsito alrededor del astro que nos brindaba luz y calor.

Por todo aquello es que nos maravillaron desde siempre los viajes colombinos, representados por su incomparable propiciador y misterioso personaje, por ello repetimos, con nuestras lecturas, la locura de sus empeños, la demencia de sus pretensiones, la valentía de su audacia, la riqueza de su imaginación, la fuerza arrolladora de su temeridad. Cristóbal Colón habría de pasar a convertirse en arquetipo y referente para nuestras vidas. Él, un hombre soñador, imbuido de una mística de posesión y apostolado, estaba convencido de una errada teoría con la que disuadió a reyes y financistas, con la que inspiró y dominó los apetitos y sueños de sus hombres, con la que murió convencido de haber llegado al Asia, a las distantes y distintas tierras de Cipango y Catay…

De dónde le vino al Almirante la firmeza en su convencimiento? Qué le persuadió que no se habría de equivocar? Algunos cronistas han insinuado una respuesta: López de Gómara y el inca Garcilazo sugieren que recibió previa información, mientras vivía en una de las islas portuguesas. Un postrer testimonio le habría entregado, con su último estertor, el solitario sobreviviente de un atlántico naufragio. Caso similar es el de Hernando de Magallanes que se sugiere habría tenido acceso a información imprecisa y equivocada en la corte del rey de Portugal, contenida en unos mapas que señalaban un “paso” hacia el otro lado de las nuevas tierras descubiertas, una apertura ubicada hacia los cuarenta grados de latitud meridional, lo que era en realidad la desembocadura del río de la Plata.

Cuando se comparan los viajes de Colón con la extraordinaria travesía de este portugués que dirigió tan increíble y fantástica expedición española, no queda sino el reconocimiento al carácter indómito de Magallanes, su formidable sentido de la previsión, la seguridad en su convencimiento, sus dotes de marinero y de soldado, su liderazgo y mística religiosa, su confianza en las recompensas que había previsto, su astucia y habilidosa psicología, su capacidad organizativa, su obstinada perseverancia solo superada por su ilimitada ambición. A pesar de la imponderable trascendencia histórica de su sorprendente e indescriptible viaje de circunnavegación, jamás se nos ponderó en forma suficiente la relación de su viaje; todo, en forma probable, por ser portugués o porque su inverosímil hazaña no habría de alcanzar, con el paso del tiempo, un influyente rédito comercial.

Fue en una breve visita a Río de Janeiro que me interesé, por vez primera, por la historia de ese y otros fabulosos viajes previos a las costas del Brasil. Fueron unos colegas españoles quienes me comentaron que conocían desde la escuela, acerca del descubrimiento de la bahía de Guanabara por parte de Gaspar de Lemos, el primer día del año de 1502. Lemos y quienes lo acompañaban cumplían órdenes del rey de Portugal, Don Manuel "El Afortunado". El relato de los placeres que entonces disfrutaron esos cansados marineros, su asombro ante la belleza del paisaje encontrado, me llevaron más tarde a hurgar en bibliotecas y librerías en busca de otro extraordinario relato descubridor. Así llegué a la posesión de un hermoso documento, que es el diario de a bordo del posterior y legendario viaje de Magallanes alrededor del mundo, donde se relatan sus episodios sorprendentes: es el diario de un muchacho italiano que se incorporó a la travesía y a la hazaña: Antonio de Pigafetta.

Sin embargo de lo comentado, es necesario haber leído una apasionante biografía que existe del verdadero primer explorador de ese enorme océano que cubre la tercera parte de la tierra, y quien realmente fue el primero en apellidar de “pacíficas” a sus tranquilas aguas, para volver a admirar el genio del descubridor y disfrutar una vez más de su odisea formidable. Ahí, en el libro escrito por Stefan Zweig puede apreciarse la apasionante historia de esa inmortal navegación y el raro espíritu de ese marino inigualable. Justo sería que el Pacífico fuera conocido como Océano de Magallanes!

Sydney, 27 de octubre de 2011
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25 octubre 2011

Abajo el telón!

Era aquel un zaguán angosto y muchas veces oscuro… Era, más bien, un largo pasadizo que daba acceso a un auditorio improvisado. Apostados al apoyo de las ventanas del tercer piso de esa casa, que de niños habíamos creído que se hallaba encantada, observábamos, desde arriba, los refriegues y besuqueos de las ocasionales parejas, que venían a ofrecernos un anticipo de lo que más tarde descubriríamos que eran los placeres de la carne. Había en esa especie de butaca de palco un cierto contrasentido, porque algo parecido, sino que presentado en las figuras que deambulaban en una pantalla cinematográfica, era lo que nos tenían prohibido presenciar a los niños menores de doce años…

Intuyo que, en sus comienzos, ése debe haber sido el acceso a un solar abandonado. Más tarde un vecino de procedencia árabe habría de habilitarlo como bodega para guardar sus rollos de papel y otros productos diseñados para alegrar las fiestas infantiles con elementos decorativos y con disfraces de fantasía. Un cierto día el “abuelito”, como habían dado en llamar a tan industrioso personaje, pasó a supervisar el trasteo de sus almacenados enseres hacia ese sótano, difuminado de sombras, que hacía de primer piso de la casa en que vivíamos. Pocos días después habría de comenzar aquella remodelación que habría de transformar esa cubierta a dos aguas en un alegre y concurrido auditorio. Un rótulo que antes había visto colgado en otro lugar del centro, anunciaría su pomposo nombre: “Radio la Voz de la Democracia”.

Cuántas veces no entraríamos a ese recinto! Cuántas, no habríamos requerido de permiso de ingreso para presenciar sainetes y concursos de otro jaez; y cuántas veces, también, no tuvimos necesidad de pagar el importe para presenciar las películas que en su auditorio, ya convertido en cine de barrio, se proyectaron! La circunstancia de ser vecinos, niños que se habían ganado la simpatía de guardianes y dependientes, y esa no disimulada condición de huérfanos, parece que nos fue dando carta de libertad, para presenciar en forma siempre gratuita todos los entretenimientos que en ese proscenio se fueron presentando. Así, nos fuimos familiarizando con los actores y las actrices, con los diferentes locutores deportivos, con los comentaristas políticos y con los propietarios de la emisora.

Allí, en esa mágica pantalla, habríamos de presenciar nuestros primeros dibujos animados. Más tarde asistiríamos a la proyección de las más antiguas películas de vaqueros; a las de una lánguida señora que nunca lograba contener su llanto, llamada Libertad Lamarque; a las de una actriz española de labios provocativos y mejillas exuberantes, conocida como Sarita Montiel. Allí habríamos de ver luego, decenas de cintas en blanco y negro; nos habríamos de entristecer con el final inesperado de “La montaña siniestra”; y nos habríamos de repetir hasta el cansancio las entretenidas comedias del multifacético Mario Moreno, “Cantinflas”.

Era en las mañanas de Sábado que la sala se iluminaba. Era cuando el pequeño teatro se utilizaba para los programas radiales en vivo o lo usaban los actores para realizar sus ensayos de ocasión. Habían colocado unos retratos en sus paredes; y allí destacaban las de su orgulloso propietario, un individuo grueso y más bien pequeño, de tez trigueña y voz atiplada, a quien le decían “el Mocho” y se apellidaba Cevallos. En esas fotografías destacaban, las figuras de la música y del teatro de esos días, como el dúo Benítez-Valencia, la sin par Carlota Jaramillo, o ese símbolo del espíritu fanfarrón y de la picardía, el siempre imitado y nunca igualado Ernesto Albán, el “Omoto”, conocido por sus jocosas comedias costumbristas: las estampas quiteñas del sentencioso Don Evaristo.

Pero fueron las películas de “Cantinflas”, las que más habríamos de disfrutar. Eran tardes que entrábamos a aquella sala, con solo haber advertido en casa que “íbamos un ratito a jugar al colegio” o que “íbamos a dar una vuelta por la esquina”; y como la misma película habría de repetirse durante toda la semana, no hacía falta ver la proyección completa, y pasábamos a ese cine solo por cortos momentos, con la confianza de que volveríamos luego para ver la parte que habríamos interrumpido, para poder cumplir con las tareas encargadas por la abuela. Podría decirse que, la nuestra, fue una forma anticipada de las “series por episodios” que habrían de venir, con la programación televisiva, años más tarde.

De esas películas se hablaba, a primera hora los Lunes, en el primer recreo de la escuela. Ahí se hacía referencia a sus principales incidencias; allí con nuestros comentarios, dábamos testimonio de haber presenciado las películas que se exhibían; y así, con la prueba que dábamos de nuestra asistencia, adquiríamos una especie de patente; y, ante todo, una actitud de aquiescencia con la que nuestros condiscípulos nos otorgaban el gesto – ni oficial, ni autorizado, pero importante y definitivo -, de su reconocimiento y aceptación. Fueron esos minutos los que perfilaron a los mejores contadores, unos que desde allí ya se caracterizaron por su facilidad para narrar los episodios y captar la trama; y que nos entretuvieron a los demás con su facilidad para el gesto y la imitación.

Y así es como, terminábamos comentando la trama de las cintas de Cantinflas y comparando sus comedias. Así es como oíamos comentar la historia de un limpiador de ventanas, que descubre al culpable de la pérdida de unas joyas muy valiosas. Esa historia nunca la vimos, a pesar de que se publicitaba como la mejor que había producido el actor. Se llamaba “Abajo el telón”; y, aunque jamás la habíamos visto, cien veces nos la contaron; hasta que desde un buen día, sin haberla visto, empezamos a comentar su sencilla trama, concientes que hay una edad para integrarse, porque si no, alguien podría excluirnos con un cruel y perentorio “Abajo el telón”…

Sydney, 25 de octubre de 2011
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24 octubre 2011

Lo ofrecido es deuda…

Soy demasiado impaciente; no puedo dejar asuntos pendientes. A esto, y no a otros escrúpulos, ha de deberse que no me guste tener deudas. Y, como les he ofrecido contar cómo es que he aprendido a preparar una paella, he decidido dedicar esta entrada a un motivo que tiene otra vez carácter culinario. Quise llamarla “Paella de treinta y uno”, para obtener el favor de la buena estrella que tuvo una entrega anterior; mas, como esto implicaría que se trataría de un experimento arrocero con ingredientes ventrales, he preferido resistir a dicho impulso. Para ello ya están el arroz con guatita y el jamás igualado plato costeño conocido con el nombre de “bandera”.

Sin embargo, aquello, de apellidar a algo como “de treinta y uno”, quizás vendría bien en ciertos casos. Treinta y uno es una fecha que solo encontramos en siete meses del año; y esto, a pesar de la circunstancia, caprichosa y contradictoria, que esto sucede como consecuencia de que a febrero se le ha asignado solo veintiocho días. Y digo contradictoria, porque fue el deseo de regularizar el registro del tiempo, una de las razones que animaron a quienes inventaron el uso del calendario. Desde que César lo reformó, añadiendo los años bisiestos al calendario egipcio – y después de que el papa Gregorio lo revisó – se continúa insistiendo en esta injusticia: un mes corto en dos días, sin que sea necesario!

En buen romance, solo serían necesarios cinco meses de treinta y un días en el año, número similar al aproximado de ocasiones que tenemos para preparar una paella a través de la vuelta que da el calendario. He visto cocer paellas en muchas partes del mundo, tanto en la tierra de sus inventores, como en otros lugares cuyo remedo más se asemejaría a un arroz frito, pues en ciertos casos ni siquiera es amarillo y resultaría un insulto abusivo darle semejante nombre a tan insípido bocado. No he comido paella más sabrosa que la que probé un día en San Sebastián; y con su receta aprendí a prepararla. Hay ingredientes importantes que es mejor no dejar de utilizar; pero la experiencia nos ha de enseñar que aun si de ellos no disponemos, podemos conseguir un satisfactorio resultado.

Parecería que lo más importante es conseguir el mejor arroz; sin embargo, el conocido en España como arroz “bomba” no siempre es fácil de conseguir; suficiente decir que debemos buscar un arroz de grano mediano. Y aquí va el primero de los secretos: no vaya a lavar el arroz para que éste no pierda su capa de almidón y mantenga su consistencia! En lo personal, prefiero preparar los ingredientes con anticipación, como picar la cebolla, el ajo y los tomates, o trozar los tres tipos de carne que normalmente suelo utilizar: cerdo, pollo y calamar. Este es el momento de empezar a preparar el caldo que luego se ha de echar en el arroz, sin dejar de considerar la proporción adecuada para que al final el plato tenga esa viscosa presentación que le da carácter y que favorece su degustación. La relación ha de ser de dos tazas y media de agua por cada taza de arroz que se vaya a cocinar. Es indispensable mantener esta relación como referencia.

Póngase a hervir el agua, échese en ella un poquitín de aceite de oliva y cebolla picada al gusto. Coloque la sal únicamente cuando el agua haya hervido; esto es siempre importante, sobre todo si no quiere que se negreen y arruinen sus ollas y peroles recién adquiridos. Entonces coloque un par de cubitos de sabor, un par de tomates trozados y los caparazones de camarón que no vaya a utilizar, para que el sabor se enriquezca con este ingrediente. Cinco minutos después retire esos caparazones con una pinza o con un colador y añada el azafrán en el caldo. El tanto de azafrán necesario equivale a un centímetro cuadrado de hebras por cada dos personas. Con ello, estaría lista la primera parte del procedimiento.

En este punto, es importante señalar que si bien el azafrán hace mucho, tanto por el sabor, como por el color y el aroma; no es necesariamente indispensable. Esto puede sonar a una sacrílega herejía, pero es perfectamente aceptable, sobre todo si no se tiene alternativa, sea porque su precio resulte prohibitivo o porque no se consiga el ingrediente en la oportunidad requerida. No importa, trate de obtener como sucedáneo un buen colorante y solo los entendidos notarán la diferencia!

Entonces, solo entonces, ponga a calentar el aceite de oliva en la paellera. Hágalo en forma generosa. Use un sartén plano y amplio si no tiene paellera. Cuando el aceite esté caliente – tenga en este punto cuidado, no hay nada tan frustrante como cuando el aceite se quema – ponga a dorar la cebolla y añada unos dientes de ajo picado. Coloque entonces el cerdo trozado, déjelo dorarse hasta que se selle la carne y añada entonces el pollo picado. Cuando las dos carnes hayan adquirido un agradable color, adicione el calamar y revuelva lo incorporado.

Ahora, vierta el arroz en el refrito, fríalo con las carnes por un par de minutos para que adquiera su sabor y absorba parte del aceite que se venía hasta aquí cocinando. En este punto, vierta el caldo que ya había sido preparado. Recuerde cuán importante es aquello de la proporción, añada unas alubias o pallares – yo lo hago con alverjas precocidas, están bien las que ya vienen en frasquitos, me gusta su sabor y su tamaño -. Asegúrese entonces que todo queda sumergido en el caldo y que el fuego está bien repartido en la base de la paellera. Entonces, baje un poco el fuego para que la cocción se haga en el tiempo más adecuado.

Pasados unos quince minutos, vierta un vaso de fino – o si no dispone de fino, utilice vino blanco -, añada zumo de limón al gusto y rocíe una nueva dosis de aceite de oliva. Coloque entonces encima y como adorno unas tiritas de pimiento morrón soasado. Añada los demás mariscos y cubra el arroz con papel aluminio para que termine su cocción en forma satisfactoria. Cuando los huequitos del arroz empiecen a aparecer es señal de apagar el fuego; entonces deje que la paella se cocine sin fuego por unos cinco minutos más y eso es todo! Colorín, colorado! Salud y buen provecho! Escríbanme si sufren algún reclamo…

Sydney, 23 de octubre de 2011
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21 octubre 2011

Cocolón y socarrat

Hoy, casi cincuenta años después, ya no recuerdo qué quería decir la abuela con aquello de que fuese “a parar el arroz”. Es probable que lo que habría querido pedirme es que lo pusiera a cocinar; sin embargo, es aún más probable, que con esa misma urgencia lo que realmente me habría pedido es que fuese a cortar el fuego o a supervisar su última cocción. Lo que sí recuerdo es que yo era en casa el designado y exclusivo “gerente de adquisiciones”; y aunque no tuve derecho, en ese entonces, a una “comisión” propiamente dicha, la mayoría de las veces tuve la exclusiva prerrogativa de ir a una tienda de abarrotes que estaba ubicada cerca del mercado para, luego de hacer la cola respectiva, escoger el tipo de grano y realizar aquella casi cotidiana negociación.

Nada hay más simple, en asuntos de cocina, que guisar el arroz. Y nada, resulta más sencillo, tampoco, que dejarlo quemar! Por ello, creo que conocí desde siempre su sencillo proceso; y nada encontré más simple que cocinar el arroz; lo que, con el tiempo, fue pareciéndome tan fácil como calentar agua para tomar café. En efecto, nada había tan sencillo como someramente descamisarlo (eran tiempos en que las “piladoras” no eran tan cuidadosas con esta tarea), luego lavarlo en forma breve, dejar entonces que hirviera el agua en un recipiente de tamaño mediano, para después añadir un poco de aceite y cebolla blanca, y al final poner el arroz a que se cocine por no más de media hora. Entonces, y cuando ya el agua se había absorbido en forma suficiente y los “orificios” habían empezado a aparecer, había que cancelar el fuego, a efecto de que el arroz no se quemara, ni se adhiriera al fondo, formando el llamado “cocolón”.

A fe mía que esto del “cocolón” fue un término que no estuvo desde el principio en el léxico culinario de la casa. Para la abuela el arroz que se había pasado de cocción era arroz quemado y punto. Por lo mismo, era solo arroz al que se había descuidado en la parte más importante de su preparación, y, por lo mismo, era cualquier cosa menos arroz “bien hecho”. Me temo que las importadoras del concepto fueron unas primas, que un buen día vinieron desde la costa con esa rara novedad convertida ya en preferencia: la de una oscura costra de arroz quemado que quedaba en la base del recipiente, por la que ellas discutían y hasta “ofertaban” su goce exclusivo. Es así como se lo disputaban, entre forcejeos que respondían a nuestros repetidos pregones de “quién quiere arroz quemado?”

Debo haberme sentido no solo confiado y confiable cocinero, cuando un día, en mis tiempos adolescentes de Palestra, y a falta de cocinero o “ecónomo” oficial, decidieron encargarme la importante tarea de cocinar para un grupo mayor a treinta personas; y, aunque entonces no se me quemó el arroz, habría de sucederme algo parecido (aunque al revés), y es que no logré que se cocinara completamente el cereal! Siempre recordaré con gracia los apuros que pasamos una tarde, a la hora vespertina, cuando correteando por las tiendas de Conocoto con un querido compañero, buscábamos atún enlatado para colocarlo en el centro de unas bolas de masa gelatinosa en que, por motivos nunca explicados, se nos había convertido el arisco y caprichoso arroz mal cocinado. Y es que, claro, no habíamos caído en cuenta que para los asuntos de cocina también contaba la aritmética… Porque no podía prescindirse de la indispensable proporción!

Por ello es que, pasados los años y establecidas ya mis pretensiones culinarias, he tratado de poner empeño en saber debidamente “parar el arroz”, y en hacerlo con propiedad. Así es como he aprendido a preparar “risottos” y paellas; y hasta a dejar esa costrita quemada que en España no llaman cocolón, sino “socarrat”. Imagino que el término viene de un verbo que significa tostar ligeramente, o sea “socarrar”. Por esto que, cuando de preparar paellas se trata, mis familiares y amigos me dejan solito en la cocina; y solo vienen de rato en rato a cerciorarse que no me he escapado del sagrado recinto, a cuento de que vienen a regalarme una copa de vino, o de que lo que realmente quieren es solo curiosear…

Nada hay más complejo que satisfacer las ajenas expectativas, como cuando me piden que prepare una paella, lo que sucede precisamente cuando me encuentro lejos de donde puedo conseguir sus ingredientes y cuando esos elementos se me hacen difíciles de encontrar. Hace pocos días había ofrecido cocinar una paella a mi retorno de la Gran Muralla cuando, para mi horror y contrariedad, descubrí que no iba a tratarse de “compartir unos sabores”, sino de una cena formal, con mozos de librea, y que entre los degustadores se encontraban nada menos que los principales personeros de dos distintas embajadas… Y yo, que había pensado que mis evaluaciones profesionales se habían terminado, tuve que someterme a esta nueva forma de inesperada valoración…!

Yo, que a menudo alardeo de haber cocinado para más de treinta personas, he tenido que aprender una nueva lección y a destiempo, una que parece que es exigida por la propia diplomacia: aquella de que no van bien el arroz quemado con las relaciones internacionales… Por suerte, en mi más reciente experiencia no hubo ni arroz quemado, ni cocolón, ni socarrat; y por fortuna, pude contar con mi propia paellera y también conseguir los ingredientes necesarios. Para mi gusto, creo que no estuve generoso con la sal; pero, por fortuna, con la sal sucede igual que con la cocción, que es preferible que falte un poco a que se nos pase de la raya! Ya habrá oportunidad, a base de juro por Dios, de comentar en otra entrada mi propio y personal procedimiento, el mismo que no tiene secretos y que hasta aquí, por lo menos, no se ha topado con remilgosos reclamos…

Soy consciente, en este punto, que hay gente que accede a este blog por motivos culinarios. De hecho, mi entrada más popular sigue siendo una que alguna vez intitulé “Caldo de treinta y uno”. Con estas experiencias, las de los peroles y mis “escribientes” trasiegos, lo más aconsejado va a ser la invención de una paella, a la que estoy a punto de otorgar autoría y padrinazgo: “Paella de treinta y uno”… Qué tal?

Sydney, octubre 22 de 2011
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17 octubre 2011

La fortaleza infinita

Su nombre se escribiría en pinyin (el sistema de escritura que sirve para adaptar la fonética del chino) como “wan lí chang cheng”, que querría decir, literalmente, “la larga muralla de diez mil lí” o “la fortaleza de diez mil lí”. Tengo entendido que este “lí” es una medida china de longitud, que equivale aproximadamente a unos ochocientos cincuenta metros, por lo que el nombre significaría “la muralla de los ocho mil quinientos kilómetros”, que es justamente la extensión aproximada de la Gran Muralla China. Pero los caracteres “wan” (diez mil) y “lí” se utilizan también para representar en chino al infinito; por lo que el nombre original adquiriría además un sentido poético, algo así como “la muralla o la fortaleza infinita”.

Su primera etapa de construcción data ya de cerca de veinticinco siglos y luego habría sido edificada en varias etapas, básicamente para defender al pueblo chino de la invasión de las tribus nómadas mongoles. En épocas posteriores, en las que los invasores dominaron y gobernaron China, la Gran Muralla perdió su utilidad; pero nuevas invasiones de pueblos de Mongolia y Manchuria obligaron a continuar con su edificación en la parte oriental de la frontera norte. Esta última parte, que empieza en la frontera con Corea, es la más sinuosa e irregular; de hecho, no fue construida sino hasta hace algo más de quinientos años. Vale decir que solo fue construida poco antes del descubrimiento de América y algo más de un siglo después del supuesto viaje a China del legendario Marco Polo.

Es justamente esta parte levantina de la muralla o fortaleza, y debido a la característica irregular y montañosa del terreno, que se habría constituido en infranqueable. Se entiende que la muralla llegó a estar defendida por un grupo armado tan numeroso como de un millón de hombres. La barrera está, por lo mismo, compuesta de esta gran pared, e intercalada, de trecho en trecho, por torres de observación y vigilancia, además de pequeños emplazamientos para ser utilizados como cuarteles para albergar a estos ejércitos defensivos.

Puede verse en la parte oriental, justamente la que se ubica algo así como a una hora de viaje hacia el norte de Beijing, que para su construcción se ha utilizado especialmente piedra caliza. Esto no habría sucedido en el sector occidental, donde se habría utilizado tierra apisonada; por lo que en estos sectores la muralla no se encontraría en tan buen estado, pues habría sido destruida, en algunos casos, para utilizar sus materiales como elemento de construcción de los pueblos vecinos. Esto nunca sucedió en el tramo oriental, donde además, la naturaleza irregular del terreno, convierte a la muralla, en poco menos que inaccesible. Es fácil imaginar, cuando se la visita, todos los enormes esfuerzos que habrían soportado sus constructores, los riesgos incurridos y el gran trabajo físico que habría sido necesario para culminar esta gigantesca y hercúlea tarea.

Por ello no sorprende que la Gran Muralla sea considerada también un enorme cementerio. Se cree que en su construcción habrían fallecido un total de diez millones de obreros. Cuando el visitante contemporáneo llega al pie de estos riscos, en cuya cima se ha situado su formidable construcción, puede entender los sacrificios que soportaron a su tiempo sus vigías, los recursos humanos y materiales que fueron necesarios para su mantenimiento y alimentación; y sobre todo, las estrategias y nuevos métodos que tuvieron que inventar los prospectivos invasores para lograr el éxito en sus nuevos y ocasionales asaltos.

Alrededor de dos siglos después de finalizada la última etapa de construcción, China soportó una nueva invasión de los pueblos de Manchuria. Los manchúes llegaron a la capital de la dinastía Ming, tomaron Pekín y anexaron el imperio a Mongolia. Con esto, el Gran Muro perdió ya su necesidad y valor; y solo habría de quedar como imperecedero recuerdo de los afanes y esfuerzos colectivos; y también como indeleble testimonio de los sacrificios a que conduce el instinto de conservación y el afán de subsistencia que suele caracterizar al hombre.

Hoy en día, ya no hace falta “asaltar” la sorprendente fortificación para llegar a ella. Un cómodo vehículo lleva al viajero hacia uno de sus más utilizados accesos; luego, un moderno teleférico se encarga de abreviar el viaje y cancelar el esfuerzo necesario para culminar el ascenso. Así, en cuestión de pocos minutos se alcanza una de las terrazas de observación, donde los sorprendidos visitantes pueden comprobar la estructura, trazo y recorrido de esta fabulosa edificación; y, a la vez, obtener el beneficio de apreciar este paisaje montañoso formidable.

En mi caso particular, creo que escogí el día de visita en forma equivocada. Acudí a la Gran Muralla un día domingo por la mañana, sin considerar la gran densidad de visitantes que podrían estar presentes. Había tal congestión de tránsito que, no habiendo lugar para estacionar el vehículo que gentilmente me proporcionó nuestro embajador, hubo necesidad de caminar una empinada cuesta de quizás un medio kilómetro, con la fatiga y sensación de ansiedad que son consecuentes. No faltaron en el trayecto los mercaderes invasores chinos, dispuestos a vender a cualquier precio sus recuerdos y más productos; y a convertirse en la nueva “gran muralla”, con sus ruegos insistentes y sus estrategias empecinadas…

He conocido así una “maravilla” más; o, mejor dicho: tengo ahora una menos por conocer! Se ha constituido, esta visita, en nueva ocasión para meditar en las formidables tareas en las que suele empeñarse el hombre; y en oportunidad para dar satisfacción al renovado disfrute de los sentidos. Ese goce, cuando se viaja, se extiende por espacios que sobrepasan “diez mil lí”, ya que el afán de exploración es siempre infinito. Porque, asimismo, infinita es la curiosidad, e infinito también el asombro que produce la civilización, cuando se empeña en alcanzar estos fascinantes logros colectivos.

Beijing, 18 de octubre de 2011
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16 octubre 2011

Otoños y nuevas primaveras

“Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros”. Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha.

Esta semana he dejado lo que fuera mi hogar durante mis últimos treinta meses de estadía en el Asia. Mi salida de Shanghai ha coincidido con mi decretado retiro. Eso de dejar un lugar que ha sido testigo de una etapa importante de la vida, deja una mezcla extraña de variadas y contradictorias sensaciones. Hay en esta imagen una suerte de simbolismo, una como clarinada de augurio, uno como pregón que equivale a una nueva epifanía; porque el dejar una acostumbrada actividad y reconocer que se ha llegado a su inevitable otoño, es equivalente a mirar caer las hojas, y comprobar que esos mismos árboles que fueron sustento y sombra protectora, fueron perdiendo su verdor, su fronda y su alegría.

Por ventura, con los episodios de la vida de los hombres, sucede como con el clima de los opuestos hemisferios; que si bien el uno soporta el proceso del deshoje, el otro asiste al brote del color, la floración y la alegría. Porque, así como unas situaciones representan al otoño, otras, que son simultáneas, manifiestan la presencia de frescas primaveras en la vida. Y así, si un ciclo se cierra y culmina, otro parece estar a la espera para asumir la alternativa. Allí, nuevas posibilidades se avizoran, otras oportunidades se presagian, otros proyectos se insinúan, nuevas promesas parecen descubrirse; cual flores que brotan y se abren, cual pétalos generosos que regalan su color y su perfume, que sorprenden con la plenitud y la riqueza, que exhiben esa fuerza generadora que tiene la renovación, que propicia la prodigalidad, la esperanza, la creación y la misma vida.

No hace mucho hablábamos de las maravillas que ha construido ese ser inquieto y curioso que es el hombre; ser inquisidor y siempre insatisfecho que ha creado la cultura y la civilización. No recuerdo si fue Oswald Spengler, en “La decadencia de Occidente” (o Gibbon, en “La caída del Imperio Romano”?), que argumentaba que la cultura era más bien un proceso ascendente; y que lo contrario, es decir su decadencia, era lo que los hombres llamábamos con el nombre de “civilización”, imitando así a lo que sucede con los ciclos de vida de los seres humanos. Sea o no acertado dicho concepto, lo verdaderamente importante es remarcar los logros, huellas y legados que ha alcanzado el hombre en el mundo con sus sorprendentes formas de organización; con ese conjunto de ideas, costumbres y creencias que han impulsado su desarrollo colectivo; huellas que han sobrevivido, a pesar del paso del tiempo, como testimonio de las cimas que la humanidad alcanzó.

Por ello, había querido cerrar mi ciclo asiático con una visita que constituía un rito y una forma de reverencia, una ofrenda y un homenaje. Había planeado una excursión a ese hito sorprendente que tuve oportunidad de apreciar muchas veces, pero sólo desde el aire. La Gran Muralla es una obra fascinante por su sinuosidad y por sus cambios de relieve; fabulosa por su intención; formidable por el trabajo involucrado y por los recursos dedicados; impresionante por su amplísima extensión; portentosa por su propósito defensivo y protector. Hubiera sido inexplicable e inaudito que, luego de haber volado por treinta meses -los más postreros de mis actividades profesionales- en una aerolínea que ostentaba su mismo nombre, no hubiera podido visitar la histórica Gran Muralla; y que no hubiera cumplido con el trámite cautivador de este propuesto peregrinaje.

Y así, he llegado este otoño a una ciudad-capital que quizás no tuvo acceso, en su tiempo, al roce e influencia de Occidente que habrían tenido ciudades como Hong Kong, Tianjín o Shanghai, y que ha servido de centro administrativo a varias dinastías imperiales; Beijing es una urbe que ha ido adquiriendo, con el influjo del consumismo y la globalización, ese ritmo intenso y avasallador que exhiben las "megápolis" y las grandes capitales. Beijing es una ciudad enorme que ha dejado de ser recoleta; una urbe que integra un amplio entorno de espacios generosos donde puede ya advertirse que se dio importancia a la continuidad y a la planificación urbana.

Porque Beijing es una ciudad que se mira a sí misma desde dentro; una urbe que desde siempre se supo favorecida y preferida por diversas dinastías del imperio chino; una ciudad cuyos habitantes viven hoy en día el orgullo de visitar lo que en el pasado se les proscribió; y con ello disfrutan del derecho a tener acceso a una extensa ciudadela que en el pasado el pueblo llano nunca pisó. Entonces, su visita a la Ciudad Prohibida se convierte en irónico y contradictorio símbolo de lo que ese cerrado espacio alguna vez representó: una restringida fortaleza, un privilegiado cuartel de eunucos y un recoleto claustro de concubinas imperiales.

Visito este emplazamiento en compañía del alcalde de Quito, a quien conozco en forma casual solo pocos minutos antes de realizar este, para mí, renovado reconocimiento. Con él hemos coincidido en una cláusula de tiempo libre; en su caso, antes de continuar con sus gestiones oficiales y administrativas; en el mío, antes de acudir al palacio de verano de la legendaria Dama Dragón, y antes también de preparar mi romería final a ese monumento serpenteante que supo sobrevivir, si no a las invasiones, por lo menos al paso implacable del tiempo y sus milenios. Hoy, la Gran Muralla no ha podido contener el intercambio con el mundo, ni el avance de la globalización; y mucho menos, tampoco, ese impulso propiciado por el hombre de la nación que una vez encerró, hacia los ansiados horizontes del bienestar y del progreso.

Beijing, 17 de octubre de 2011
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10 octubre 2011

El cajón de las navajas

Dicen que hay cosas en la vida que no se aprecian hasta que se las pierde. Creo que también lo contrario resulta cierto algunas veces. Es decir, únicamente apreciamos el valor, o la utilidad, que tienen ciertas cosas, cuando ya se las ha obtenido, cuando ya se las tiene. Esto me ha pasado con mi último juguete; uno que me había resistido a adquirirlo por algún tiempo, persuadido como estaba que solo podía tratarse de uno más de esos artilugios que se ponen ocasional y fugazmente de moda. Por ello había querido estar seguro de su verdadera utilidad, antes de rendirme ante al susurrante embrujo de su novelería.

Y hago este reconocimiento, justo a los pocos días del sentido deceso de quien fuera, si no su inventor, por lo menos la persona que más se identificó con la popularización de su concepto. Me estoy refiriendo a Steve Jobs y a ese aparato que ha cambiado estos días la forma de usar el mini-ordenador: el versátil y totalmente portátil Ipad de Apple. Qué es lo que lo hace tan atractivo y popular? Es probable que su primera y más simple razón sea justamente la de ser liviano y tan pequeño. Además, el poder contar con un aparato cuya duración de batería alcanza las diez horas, permite que el usuario pueda andarlo a llevar por todas partes, sin la preocupación de su gasto energético. Esto permite utilizarlo como lector electrónico, como navegador de la red y hasta como central de juegos.

La gran innovación de esta ayuda electrónica parece ser la novedosa y enorme disponibilidad de nuevas mini-aplicaciones, las llamadas “Apps”, que permiten al usuario escoger los elementos con los que ha de dar satisfacción al cumplimiento de sus tareas preferidas: organizar sus documentos y música, crear y disfrutar de su propia biblioteca electrónica, organizar su correo, navegar la red informática o simplemente escoger su entretenimiento favorito. En lo personal, encuentro que lo que más atractivo le hace, es poder contar con un lector electrónico de tamaño súper conveniente, con el que se puede, a la vez, optar por muchas otras aplicaciones. Bien visto, el Ipad es como un computador de tamaño muy pequeño al que se le puede dar utilidad, aun prescindiendo de la señal de Internet.

Cierto es que hay tareas asignadas al Ipad que no le resultan exclusivas. Muchas de ellas pueden ser efectuadas en aparatos aún más pequeños como los llamados teléfonos inteligentes (“smartphones”) e incluso en los antes llamados PDA, que no quieren significar, con su acrónimo, “Asociación de Padres para las Drogas” (Parental Drug Association) o “demostración pública de afecto” (public display of affection), sino simplemente “Ayuda Personal Digital”. Tanto éstos, como los mencionados teléfonos celulares avanzados, permiten múltiples y similares tareas, como explorar el Internet o comunicarse por correo electrónico; además, claro, de la que les resulta específica a los celulares móviles y que parece que se ha convertido en indispensable para la vida moderna: hablar por teléfono.

Sin embargo, lo que parece hacerle tan atractivo al Ipad es algo transparente, algo que trasciende a su real utilidad y uso cotidiano. El Ipad parece satisfacer esa íntima necesidad que los humanos poseemos: la de contar con un espacio reservado y propio para colocar nuestros pequeños cachivaches, todas esas pequeñas cosas que pareceríamos no siempre usar o necesitarlas, pero que las tenemos ordenadas en un cajoncito especial, donde ubicamos todas esas cositas que son de nuestra predilección, y que muchas veces solo tienen utilidad para nosotros; y que conservamos en un lugar de nuestra preferencia, en la oficina, en el auto o en nuestra casa. Quién no tiene un sitio preferido para guardar y organizar sus gafas o sus documentos, sus boletines de cheques, sus relojes o sus navajas? Porque, con el Ipad, podemos llevar ese cajón a todas partes…

Si algo diferencia a la vida moderna es justamente la posibilidad de dedicarnos a atender diversos asuntos en nuestro tiempo libre. Hace solo una generación, ese mismo tiempo de ocio o de descanso, solo estábamos en posibilidad de dedicarlo a la lectura de una revista, a solucionar un crucigrama o a asistir a una sala de cine. Hoy el Ipad nos permite realizar esas tareas, e inclusive muchas otras más, con la ventaja de su portabilidad y la liviandad de su peso. De hecho, su uso resulta tan fácil y conveniente, que el Ipad puede ser usado aun prescindiendo de una conexión de Internet. Es probable que sea su tamaño específico el que lo haga tan atractivo para el usuario: ni tan pequeño que produzca dificultad para operar, ni tan grande que resulte incómodo para transportarlo.

Pero son sus aplicaciones las que permiten darle esa utilidad que, para la vida práctica moderna, ha pasado a ser imprescindible. Efectivamente, parecería que el hombre moderno, apurado como se encuentra debido a las exigencias de sus actividades, no puede vivir ya sin consultar una amplia fuente de información, a la que antes sólo podía acceder consultando enciclopedias y contactándose con centros de servicio especializado. Hoy el Internet permite consultar el pronóstico del clima o el cambio de moneda, realizar la reservación de un pasaje aéreo o la necesaria para asistir a cualquier espectáculo; permite realizar una traducción automática u orientarse en cualquier lugar para poder transportarse.

Atrás han quedado para siempre los días en que había que ir a un café para leer el periódico o gastar tiempo en movilizarse para visitar una agencia de viajes. Y todo ésto, además, con la sorprendente y gratificante sensación de que estamos involucrados en algo lúdico, que nos deleita y entretiene; que nos da esa mágica impresión de sentirnos en control; y, sobre todo, la de percibir la renovación de aquella otra impresión, que jugando, estamos poniendo en orden ese cajoncito nuestro y exclusivo donde desde siempre habíamos aprendido a poner en cierto orden (o preferido, pero propio y personal, desorden) nuestros invalorables aperos y cachivaches. La vida es eso: un enorme cajón de navajas; donde se guardan todas esas pequeñas cosas que solo a sus dueños parecen importarles…

Shanghai, 11 de octubre de 2011
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09 octubre 2011

Coloquios aeronáuticos (5)

Es como si hubiese caído de pronto la noche. Es el principio del otoño, pero parece como si se hubiese adelantado el invierno. Nuestro compañero de diálogo se ha levantado tarde; ha tenido que hacer un vuelo que lo ha tenido fuera por toda la noche. Se ha ido a descansar cuando ha llegado; y cuando ha despertado, en medio de la tarde, no le han quedado arrestos para continuar nuestro suspendido coloquio. Hay algo en su actitud que denuncia su fatiga, algo que se expresa en algo más que la actitud inconfundible que nos impone el cansancio.

IN: Cansado Alberto? Cómo sientes que te han afectado estos vuelos?
AV: Es algo a lo que uno nunca termina por acostumbrarse. Los hombres estamos hechos para tener nuestras actividades durante el día; y para dormir y descansar durante la noche. Un día un médico me dijo que tu cuerpo es como una casa que hay que cuidarla y darle mantenimiento. Cuando cuidas la dieta, haces ejercicio y descansas, es como si le dieras una mano de pintura y te preocuparas por renovar su embellecimiento; pero, cuando fumas, tomas y abusas de tu cuerpo; y le sometes a todas esas malas noches, es como si le fueras quitando poco a poco sus ladrillos, hasta que termina por perder su estabilidad, colapsa y se desploma!

IN: Cómo estuvo el vuelo en sí?
AV: Era un vuelo más, a pesar del simbolismo. La empresa había descuidado que se trataba de mi vuelo de retiro; realmente se había programado un vuelo de entrenamiento y se me había programado para ejercer funciones de copiloto… Nada de malo con eso. Excusarme hubiese querido decir que no sabía respetar la dignidad de las funciones de los primeros oficiales. Pero… se trataba de mi último vuelo; uno en que las empresas tradicionalmente preparan un arco de agua que forman en la pista los equipos contra incendio, antes de una pequeña ceremonia donde se corta por la mitad la corbata del uniforme, para significar un simbólico corte de las alas del piloto…

IN: Crees que hubo alguna intencionalidad?
AV: No, en absoluto! Se requiere cierta malicia para actuar en ese sentido. Creo que se trató de un simple descuido en la programación. En todo caso, solo se trataba de un par de aterrizajes más, no iba a lastimar ni mi ilusión, ni mi vanidad; se trataba solo de cumplir con algo que aunque es la tradición, no deja de tener solo un carácter romántico. Pero alguien cayó en cuenta del error y se hizo una enmienda, aunque un poco tarde.

IN: Consideras que la tradición es solo algo romántico?
AV: No necesariamente. El ser humano no es solo intelecto. En cuanto a lo que nos hace románticos, creo que en el fondo se trata de una forma de respeto a los sentimientos y valores ajenos. Nunca puede subestimarse el valor de los sentimientos ajenos. Eso es justamente una de las últimas frases que me dio mi padre: “Nunca dejes de apreciar el valor de tres cosas; el tiempo, el dinero y los sentimientos ajenos”… Por otra parte, si hay algo que justifica nuestra condición es esa característica de la naturaleza humana que nos hace un poco noveleros…

IN: Que significaba hacer un vuelo a Seúl, justamente en tu último vuelo?
AV: Nada especial en particular. Pero quizás encerraba un escondido simbolismo. No hay que olvidar que Seúl fue el primer aeropuerto en que operé en el Asia, hace ya dieciséis años. Así se había cerrado un ciclo: en Seúl hice mi primer despegue y en Pudong (Shanghai) realicé mi postrer aterrizaje. Aunque… no exactamente; porque realmente mi último aterrizaje fue hecho por el copiloto!

IN: Y esto, por qué? Un tradicionalista entregando su aterrizaje de retiro al primer oficial?
AV: En la semiótica se aprende que a veces los símbolos solo sirven para ocultar otros símbolos. Yo siempre he sido un convencido que hay que compartir los sectores, o los aterrizajes. Más allá de este asunto de justicia básica se esconde una filosofía a la que debo parte de mi formación aeronáutica: todo vuelo es una nueva oportunidad para participar de lo que aprendiste en el pasado. De esta forma, todo nuevo vuelo se termina convirtiendo en una clase práctica. A eso me he referido alguna vez cuando he mencionado que enseñar es un apostolado.

IN: Entonces… a extrañar al Jumbo, compañero?
AV: No creo que haya en toda la historia de la aviación, si se exceptúa al DC-3 probablemente, otro avión con un diseño y unas características operacionales como las que tiene el 747-400. Si se consideran los pesos a los que opera; el número de pasajeros que lleva; y la sencillez que tiene su confiable operación, creo que no lo subestimaría si lo comparo con mi juguete de juventud: el versátil y sorprendente Twin Otter. Sí, eso es lo que justamente es el 744: un enorme y confiable Twin Otter… claro, sin el ala alta y con cuatro enormes motores!

IN: Y ahora, que piensas hacer desde mañana?
AV: Sabe alguien lo que va a hacer el día de mañana? Pues, no lo sé. Creo que será un viaje a terrenos no carteados. Será la primera vez en la vida que me involucre en un misterioso periplo, en un viaje sin planes ni itinerarios. A fin de cuentas, solo eso es la vida: un viaje ingenuo e impredecible, en el que creemos que viajamos con un plan establecido al que cándidamente nos empeñamos en llamarlo “Itinerario Náutico”… Supongo que me tomaré un par de meses sabáticos; y después… ya habrá tiempo para imaginar o aun para crear algo…

Shanghai, 9 de octubre de 2011
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Coloquios aeronáuticos (4)

Hay en sus ojos uno como dejo de nostalgia. Una sensación, cuando hablamos de la Ecuatoriana de Aviación, como si habláramos de algo que pudo haber sido y no fue. Decidimos seguir hablando de lo qué pasó con esa empresa de la que su gente, sobre todo sus pilotos, parecían tan enamorados…

IN: “Venga a volar con nosotros. Venga al mundo de Ecuatoriana”…
AV: Sí, estábamos convencidos que el mundo “era” Ecuatoriana; que si te salías de ese mundo te caías al abismo. Que todo fuera de esa mundo, era como el temido precipicio del medioevo. Pero hubo que salir de ese mundo para comprender que el verdadero mundo, se hallaba realmente en otra parte…

IN: Pero, si hubo ese sentimiento tan íntimo, por qué entonces dejaron acabar a Ecuatoriana?
AV: Es una historia muy larga, pero la fruta estaba madura y habría de caer por su propia cuenta. Por eso, cuando se produjo un cambio de gobierno, se me había pedido que me encargase de la administración de la empresa. No hay que olvidar que no soy un administrador sino un piloto. Sin embargo, había hecho un estudio de los problemas de la empresa y había trabajado en un plan de recuperación para la compañía. Pero hubo ciertas presiones ajenas y consideré que lo más adecuado era salir de una empresa que no quería reconocer sus falencias.

IN: Ahí se dijo que “cuando el barco se hunde, las ratas lo abandonan”?
AV: El futuro me dio la razón y no tuve que justificar una respuesta. Lo malo de todo es que la empresa que pasó a tomar las rutas, y en general la operación de Ecuatoriana, fue una cuyo proyecto no era profesional ni aeronáutico. Saeta era solo un aventura comercial donde, poco a poco, fuimos descubriendo que se utilizaban procedimientos irregulares y nada santos. En lo personal se me había postergado intencionalmente para ciertas funciones profesionales. Fue entonces necesario buscar otros aires. Decidí aplicar a Singapore Airlines, pero parece que mi hoja de vida se perdió en el correo o se extravió en alguna parte…

IN: Cómo así?
AV: Yo había aplicado unos seis meses atrás, pero no me llegaba una respuesta. Mientras tanto, uno a uno, fueron convocados otros compañeros. Finalmente decidí llamar personalmente y fui invitado enseguida para acudir a la entrevista. Yo había aplicado para el Jumbo, el 747, pero se habían ya completado los cupos. Fue cuando me propusieron el Airbus 310, pero yo estaba persuadido que solo estaban tratando de “probarme”. Les acepté, pero decliné luego mi aceptación original, porque el contrato era solo para tres años. Yo estaba interesado en una relación más estable. Eso es lo que justamente me ofreció más tarde Korean Air.

IN: Cómo fue esa experiencia?
AV: Creo que como profesional fue la más valiosa de mi vida. Es la empresa mejor organizada para la que haya trabajado. Además, hay algo en la manera de ser del coreano que manifiesta una búsqueda permanente por conseguir la excelencia. Los términos del contrato eran muy generosos y el trabajo era enormemente interesante y entretenido. Me adapté pronto a la cultura empresarial, a las costumbres locales y hasta a la comida. No conté, sin embargo, con que, como hacía lo que se llama “commuting”, el cambio de hora por dos veces al mes, iba a afectarme tanto a la salud y a mi calidad personal de vida. Estuve con KAL solo por un período de dos años.

IN: Cómo se produjo tu incorporación a la Singapore Airlines?
AV: Un día, haciendo el prevuelo en Seúl, se estacionó junto al avión de Korean que entonces volaba, un flamante A-340 de la SIA. Cansado como estaba de los cambios de hora, decidí aplicar nuevamente. Fui contratado inmediatamente; ni siquiera hizo falta asistir a una nueva entrevista. Fue el comienzo de una relación que, si incluyo mi “pasantía” con la Great Wall Airlines (una subsidiaria china de Singapore Airlines) ha durado un total de catorce años.

IN: Extrañas Singapur?
AV: Singapur es un país modelo para el mundo; es un ejemplo de que si se quiere acceder al primer mundo, hay que primero salir del tercero y salir campeón en el segundo, para poder cambiar de categoría. Sin embargo, lo que la gente que trata de imitar el fenómeno parece no alcanzar a ver, es que ese éxito solo se entiende cuando se reconoce que en su pueblo hay respeto a unos valores y a unos proyectos como nación, y sobre todo un gran espíritu de colectividad. En ese contexto, la aerolínea es como un símbolo del país; es su estandarte y su insignia.

IN: Cual es el secreto de las aerolíneas asiáticas? A qué se debe su preferencia?
AV: Hay conceptos primordiales, que en Asia parecen tener prioridad y preferencia. Aspectos como la puntualidad, el servicio a bordo, el sistema de reservaciones, la renovación permanente del equipo de vuelo, el análisis continuo de lo que quiere el cliente, hacen que ciertas aerolíneas tengan, año tras año, la preferencia de los pasajeros a nivel mundial. Es toda una filosofía empresarial de la que uno pasa a formar parte y solo así se llega a comprender las razones para tan sorprendente performance y sentido de eficiencia.

IN: En este sentido, que te dejan Korean Air y SIA como experiencia profesional?
AV: Primero que todo, su organización técnica. Empresas como éstas hacen auditorías permanentes de sus procesos de entrenamiento y de sus factores de seguridad aérea. Con SIA tuve el privilegio de ser escogido como instructor de los programas de CRM (Manejo de Recursos de Cabina de Mando). Esto me proporcionó una extraordinaria visión interna de los métodos y protocolos en que se basa algo que no es una fortuita coincidencia, sino el resultado lógico de una gran esfuerzo colectivo. Y en el aspecto empresarial, indudablemente su rentabilidad y eficiencia.

IN: Y lo demás? …los equipos, las rutas, etc.? Prefieres Boeing o Airbus?
AV: He tenido la suerte de haber volado, ya por veinte años, aviones de cabina ancha y de gran tecnología. Como piloto, prefiero la sencillez y versatilidad del Boeing; pero, como curioso de la arquitectura en la automatización, creo que Airbus sigue siendo mi preferencia. En cuanto a las rutas, ha sido una vivencia humana insuperable. Haber disfrutado de ciudades como Londres, Paris, Roma, Hong Kong, Tokio, Sydney o Atenas, ha sido una enriquecedora oportunidad, un regalo feliz que me hizo la vida y ha constituido una inolvidable experiencia.

Shanghai, 8 de Octubre de 2011
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Coloquios aeronáuticos (3)

Es el principio del otoño; el Huangpú ha perdido de improviso ese su trajinar travieso. Abajo los árboles han adquirido ese color que denuncia el incendio de los ocres, anaranjados y amarillos. De pronto, uno como juego de diminutos y caprichosos estallidos empecinados va flagelando el impasible cielo de la noche shanghainesa. Debe decirse Shanghai, Shangai o Shanjái? Sobre todo, si advertmos que el sonido fricativo “sh” no existe en nuestra lengua. Quizás la forma más auténtica y fiel de escribir el nombre en castellano, sea Shenjái, que representaría el sonido más cercano a su nombre autóctono. Así, mientras coincidimos en lo antojadizo y arbitrario que resulta el cambio que sufren, de acuerdo con el idioma, los nombres de países y ciudades, continuamos con nuestra entrevista:

IN: Cómo se produjo el salto? Quiero decir… al Boeing desde la “machaca”?
AV: No podía quedarme a volar ese bichito para siempre o por mucho tiempo! Estaba recién casado por esos años; y, aunque el horario me resultaba cómodo, se fue haciendo cada vez más perentorio el tratar de “salir de la selva”. En eso, se produjo un repentino aumento de frecuencias en Ecuatoriana y la empresa optó en principio por contratar tres nuevos copilotos. La expansión fue tan agresiva, que se terminó contratando diez nuevos pilotos. Yo tenía ya veinticinco años y alrededor de cuatro mil horas de vuelo. Puede decirse que había cumplido mi mayoría de edad como piloto.

IN: Cómo era la Ecuatoriana de ese entonces?
AV: Tardé un poco en adaptarme. Me encontré con un serio rezago de métodos y procesos que habían pertenecido a la fuerza aérea. Era una empresa que recién se había estatizado y sus empleados estaban sujetos a un estatuto “de régimen” de empleados civiles de las fuerzas armadas. Más tarde, ya como presidente de la Federación Nacional de pilotos, me habría de corresponder la tarea de liderar el cuestionamiento a esta irregularidad jurídica. Pero, volviendo a tu pregunta, lo que más me llamó la atención era uno como culto a la personalidad; y, sobre todo, un ambiente saturado de insinuaciones y recelos mutuos.

IN: Qué quieres decir?
AV: Me percaté desde el principio que había un choque de personalidades fuertes. Puede decirse que había un disimulado choque de dos filosofías o conceptos; pero no en un sentido profesional, estrictamente hablando. Se trataba de dos estilos administrativos. Era claro que había que coincidir o chocar con cierto estilo… Para mi horror y sorpresa, fuimos convocados a una primera reunión con quien fungía como jefe de pilotos. El propósito de la convocatoria era el de tratar ciertos rumores y comentarios que había escuchado este directivo. “A Ecuatoriana han venido a ser bien caballeros y bien hombres”, fue una de sus primeras frases.

IN: Fue por esto que duraste tan poco tiempo?
AV: Bueno, yo me venía preparando –como supongo que todos- para algún día acceder al comando. O sea, para quienes no están familiarizados con el concepto, para llegar un día a chequearme como capitán de nave. Pero, como la empresa era realmente una “directoría” o dependencia de la fuerza aérea, se produjo una circunstancia bastante injusta e inédita: se dispuso que sean chequeados como comandantes ciertos oficiales recién retirados de esa institución. Por lástima, yo iba a ser el primer afectado y si no reaccionaba, iba a cargar con la responsabilidad de toda mi promoción sobre mis hombros. Por lo menos, así lo sentía en esos días. Uno más tarde revisa sus actitudes y decisiones, y cae en cuenta que no estuvieron exentas de cierto quijotismo…

IN: Y entonces…?
AV: No sé por qué siento que me estás queriendo jalar la lengua… Entonces, tuve que abandonar mi ilusión y me fui a Loja a trabajar con el Chejo Romero por un par de meses. Pero la historia, nunca está exenta tampoco de ironía; y lo que tenía que pasar pasó, hubo un inesperado cambio en la administración de la aerolínea y también un intempestivo cambio de jefes. La nueva administración, según algunos, “cedió a mis caprichos”, dejó insubsistente mi renuncia y fui reintegrado. Pocos meses después sería promovido a comandante del 707. Tenía entonces solo veintisiete años!

IN: Qué se siente, cuál es la sensación cuando eres tan joven?
AV: Ya lo había experimentado en el Twin Otter, cuando los pasajeros estaban esperando por el piloto y no habían caído en cuenta que era ese flaquito de gafas que venía apurado y que parecía todavía “guambra” de colegio. Pero, es ante todo una gran responsabilidad; es un gran reto porque implica un demostrar a los demás y un demostrarte a ti mismo, día a día, que estás preparado para asumir esa dignidad. Como decía un compañero de esos tiempos: se puede “hacer” un piloto, pero no se puede entrenar a alguien para que actúe como hombre…

IN: Alguna experiencia importante en ese tiempo?
AV: Fue en general una época inolvidable; tanto en el aspecto profesional, como por las experiencias que se vivieron. Los vuelos en sí, las experiencia humanas, las oportunidades que se compartieron con la familia, los viajes trasatlánticos, el apoyo a la operación bélica y un largo etcétera. Lo único malo fue que me quedé demasiado tiempo en el Boeing 707: un total de quince años. Demasiado tiempo!

IN: Tuviste por esos años algún interés paralelo?
AV: Podría decirse que, profesionalmente hablando, tuve dos: el primero mi curiosidad por lo referente a los llamados “factores humanos” y la seguridad aérea. En este sentido fue muy doloroso haber sufrido en mi propia familia las tristes secuelas que las tragedias aéreas dejan; así perdí a un queridísimo hermano y a una tía que había sido como mi verdadera madre. El otro fue mi participación en la dirigencia gremial que culminó más tarde con la aplicación del Código del Trabajo en las relaciones laborales de la propia Ecuatoriana.

IN: Alguna vez te escuché decir que EEA no eran las siglas que representaban a tu empresa?
AV: Sí, lo que dije fue que querían decir “envidias, egoísmos y ambición”. Lo que sucede es que había ahí un ambiente muy competitivo. Había gente con un sentido muy maniqueo y exclusivista de la realidad; si no pensabas como ellos, eras automáticamente considerado su enemigo. Si opinabas en contrario era que tenías intereses perversos o alguna escondida ambición. Por fortuna esa gente parece haber cambiado y ha caído finalmente en cuenta que en la vida podemos tener diversos criterios y sobre todo que no siempre es bueno tomarnos tan en serio…

Shanghai, 7 de octubre de 2011
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Coloquios aeronáuticos (2)

Hay por doquier huellas de un próximo e inminente trasteo. Son vestigios y testimonios de un esperado retorno, pero también son esas marcas que va dejando el desarraigo. Es curioso comprobar que en los viajes, como en los periplos a los que obliga la profesión, y como todo mismo en la vida, eso de llegar es siempre solo una suerte de espejismo. Salir es una manera de volver a llegar y ese llegar es, a su vez y de nuevo, una manera de partir … Mientras coincidimos en estas apreciaciones, volvemos a nuestra suspendida entrevista:

IN: Y… a qué se debió tu salida de TAO? Qué pasó con Pastaza?
AV: Tendría que empezar por contestar lo segundo. Si hay un pueblo en el mundo en el que se pudo haber inspirado García Márquez para inventar Macondo, ese debe haber sido Pastaza. Era una calle larga sin pavimentar, con un parterre central que servía más para proteger las luminarias que para adornar esa única avenida que aspiraba a tener. Su gran utilidad consistía en ayudar a evitar los remojones que producían los baches cuando pasaban los coches. Algo había en ese pueblo de recoleto y de pecaminoso; pero ahí todos vivían como esperando el mañana y tratando de esconder el pasado. Shell Mera, como también le llamaban, era como un pueblo fantasma donde la gente salía a las puertas a inventariar al que venía. Al pueblo salíamos solo en la noche: a jugar billar, a tomar una cerveza o al cine ubicado frente a la tienda de Goldfinger.

IN: Quién era ese individuo? Por qué lo llamaban así?
AV: Él era el potentado del pueblo, era el dueño de un almacén de abarrotes y de productos ultramarinos. De hecho, puede decirse que era la única tienda bien provista que había en el pueblo. Pero la gente no iba a comprar allá para cancelar sus requerimientos; por lo menos los que tenían que ver con sus necesidades materiales. Le decían Goldfinger (dedo de oro) porque su principal producto no siempre estaba en, sino detrás de los escaparates, y eran sus hermosas y bien proporcionadas hijas. Cada cual con unas caderas más opulentas que la otra. Allá íbamos a parar, casi todas las noches y con cualquier pretexto, tratando de contentar con la satisfacción de los ojos lo que la selva nos quería negar, en una edad en que ya íbamos para inquietos…

IN: No has contestado todavía la primera parte de mi anterior pregunta…
AV: Ah, que qué pasó con TAO? Pues, no es un secreto. Yo había finalmente accedido a firmar un contrato de siete años; pero luego de los primeros cuatro, Anglo no renovó el contrato de provisión logística que realizaba el Twin Otter. Intuyo que como el avión ya se había amortizado, Gonzalo Ruales consideró que ya no era rentable mantener ese avión en la operación regular en el Oriente. De modo que acordamos una liquidación y salí a enfrentar la única para real que he tenido en mis más de cuarenta años de aviación.

IN: Esto no produjo un distanciamiento con tu anterior padrino y protector?
AV: Sí, es un asunto delicado, pero este tipo de ajustes crean situaciones que son inevitables. Es incómodo, sobre todo cuando intervienen las relaciones familiares y los elementos afectivos; pero yo tenía responsabilidades y deudas que asumir; y lo que es peor: el futuro inmediato me hizo comprobar que, lejos de lo que yo habría querido y creído, no había trabajo disponible por ninguna parte…

IN: Cuánto tiempo estuviste desocupado? Quién quiso contratarte?
AV: Todas las aerolíneas tenían sus cuadros completos. Incluso las pequeñas compañías de taxi aéreo no estaban dispuestas a inflar su presupuesto. Opté por lo que más de una vez había prometido no hacer jamás: dedicarme a fumigar las plantaciones agrícolas. Mientras me preparaba para esto, volando en un viejo Colair que no disponía de un segundo asiento… conseguí volar por horas entre Guayaquil y Machala, operando un maltrecho Cherokee que repartía el diario El Universo. Fueron momentos duros porque nadie me pagaba, vivía solo y por mi cuenta en Guayaquil, con calor y mosquitos incluidos; y estuve muchas veces a punto de botar la toalla…

IN: Y entonces qué pasó; allí fue que entraste a Ecuatoriana?
AV: No, qué va! Eso vino casi tres años después. Estuve a punto de volver a la universidad, pero ésta se encontraba clausurada. Un día me ofrecieron trabajo en Andes, pero me pidieron que tramitase mi visa de turista por mi cuenta; no la de tripulante porque hubiera significado un compromiso laboral. Cuando fui a la embajada americana, expliqué el motivo de mi solicitud y sugerí que llamaran a confirmar mi posibilidad de trabajo. Para mi sorpresa, el personero encargado negó mi versión, haciéndome quedar no solo como un mentiroso, sino poniendo en peligro la obtención de mis futuras solicitudes. En esas estaba, a punto de realizar un nuevo “trasatlántico monomotor” a Machala, cuando recibí una llamada por teléfono. Una voz familiar me preguntó: “Zafiro, no quiere venir a volar la machaca?” Era el imponderable Cuchi Yépez. Al aceptar, estaba otra vez comiéndome mis palabras. Habiendo sido testigo de tanto horrible accidente en el Oriente, había jurado que jamás volaría un monomotor sobre la selva. Así fue como fui a volar esos avioncitos anaranjados que tenía la Texaco. Así fue como se completaron mis primeros seis años de aviación en el Oriente.

IN: Pasado el tiempo… extrañas esa vida?
AV: No creo que volvería a hacerlo; pero fue una operación que la disfruté minuto a minuto. Además, para mis años, era una relación de privilegio: se trabajaba una semana, por otra semana de descanso. Así fue como aprendí a visitar las discotecas y así es como, pasado el tiempo conocí a alguien con quien más tarde habría de casarme. Pero… eso ya es otro tipo de relación obrero-patronal; se trata de un tipo de monomotor de “ala alta” chúcaro y caprichoso, su patín de cola es arisco, resbaloso y muy inestable. Me ha tomado tres decenas de años y todavía puedo dar testimonio, no solo de que no lo conozco suficiente, sino de que no he aprendido aún a dominarle…

IN: Y… volverías a casarte?
AV: Creo que podríamos considerar de nuevo aquello de una semana adentro, por otra semana de descanso…

IN: Cómo consideras tu paso por el Oriente?
AV: Volar solo en el Oriente, fue no solo mi escuela; fue mi universidad. Me afinó la intuición que es el sentido más importante que debe tener un piloto; me dio “mano” y una formidable experiencia; afianzó mi autoconfianza y me enseño a ser ordenado y meticuloso. Aprendí a valorar los méritos ajenos y sobre todo a reconocer mis humanas y profesionales limitaciones. Le tengo mucha gratitud a esa inolvidable etapa: me dio unas bases sólidas como aviador y como hombre.

Shanghai, 6 de octubre de 2011
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Coloquios aeronáuticos (1)

Es una mañana sombría, casi no se escucha ningún ruido. Es la fiesta nacional de la República Popular China. Sentado, mirando pasar los barcos y embarcaciones que navegan río arriba en el Huangpú, está nuestro entrevistado como esperando el paso del tiempo. Le faltan tan solo tres días para realizar su último vuelo y retirarse.

IN: Que se siente en momentos como estos, capitán?
AV: No deja de sentirse una sensación agridulce. Son sentimientos que no dejan de ser contradictorios. Por un lado está la satisfacción de una tarea que se ha cumplido y la expectativa de nuevos retos, o por lo menos, de nuevas actividades; por otro lado, está esa incertidumbre frente al futuro y la convicción de que para llegar a donde se llegó hubo que hacer tantas renuncias y superar tantas adversidades. Solo ahí se descubre, que la vida te da una nueva oportunidad para empezar, porque a fin de cuentas, no has llegado todavía a ninguna parte…

IN: Te consideras un piloto con prestigio?
AV: Cuarenta y dos años después de que empecé, caigo en cuenta que no fue una carrera de velocidad, sino de resistencia. Es curioso, pero durante mi primer año como copiloto, nunca dejé de considerar que, terminado mi primer contrato, siempre podría optar por un ingreso tardío a la universidad. Más de una vez llegué a la persuasión de que no tenía las facultades y habilidades para tener éxito como aviador. Fui uno de esos pilotos que tardan demasiado en volar solos por primera vez .

IN: Y eso, cómo así?
AV: Dos días después de que me gradué del colegio recibí una llamada de mi tío político, el capitán Gonzalo Ruales. El tenía una pequeña empresa de aviación en el oriente, llamada Transportes Aéreos Orientales. Me propuso que me fuera a Miami a hacer un curso de piloto, para lo cual me haría un préstamo que tendría luego que reembolsarle. Me dijo que en la Fuerza Aérea los pilotos volaban solos en ocho horas y que si no volaba solo hasta las catorce, tendría que regresarme.

IN: Entonces, cumpliste la expectativa en el plazo previsto…?
AV: Para nada. En la escuela que empecé a volar se gastaba la tercera parte de la hora de vuelo esperando para ser autorizado para el despegue. Una vez en vuelo, habían tantas avionetas en el área que se perdían otros veinte minutos buscando un sector adecuado para continuar con el aprendizaje. Había volado casi veinte horas y no habiendo volado todavía solo, tuve que optar por cambiarme de escuela. Ahí tuve que hacer borrón y cuenta nueva. Casi no obtuve crédito por las horas que hasta ahí había registrado en mi bitácora…

IN: No afectó esto en tu auto-confianza?
AV: Indudablemente! Me tomó más de un año superar mis inseguridades y preocupaciones. Además, en TAO los copilotos solo hablábamos por radio; la operación era tan delicada, que solo en forma ocasional los capitanes nos dejaban realizar un despegue o aterrizaje. El Douglas DC-3, que era el avión que entonces volábamos, tenía una mal ganada fama de que era un aparato de reacciones imprevistas y caprichosas; y por este motivo solo nos entregaban los mandos una vez que el avión estaba en el aire.

IN: Y si fue así, cómo es que te hicieron capitán en forma tan prematura?
AV: Sí, creo que esa es la palabra más adecuada. Yo tenía solo diecinueve años y regresaba una noche del cine de Pastaza, con ese extraordinario profesional que fue Galo Arias. Para mi sorpresa, me comentó que Gonzalo le había consultado si podía recomendarle un piloto para que viniese a volar el Twin Otter; allí fue que me pidió que estuviera preparado porque había preferido recomendar mi nombre… No sé que es lo que vieron en mí, pero esa situación tuvo un efecto casi mágico: restituirme la confianza.

IN: Percibes ahora que el tuyo fue un caso extraordinario?
AV: La suerte, no los hombres, es la que casi siempre es la extraordinaria. Parece que solo hace falta estar en el lugar correcto y en el momento preciso. Cierto es que se me concedió una oportunidad especial y muy prematura; pero no hay que olvidar que me favorecían muchas circunstancias: era sobrino del jefe; había por esos días escasez de pilotos en la cada vez más creciente operación petrolera; y los copilotos de ese entonces tenían fama de venir a “hacer horas” en el oriente, hasta tener los requisitos para ir a Ecuatoriana o a las otras aerolíneas locales.

IN: Como se produjo entonces tu transición a comandante?
AV: Como no tenía las horas al mando, ni la edad necesaria, ya que uno de los requisitos para la licencia de piloto de aerolínea era tener veintiún años, la DAC me concedió una autorización temporal para que pudieran entrenarme. Volaba todavía como copiloto del DC-3 por ese entonces; pero terminada la operación diaria del Twin, David Rodríguez, un cubano que realizó mi transición, tomaba el avión por una media hora para que hiciera “tomas y despegues” al caer la tarde.

IN: Nunca tuviste un accidente en esa operación que dicen que era tan delicada?
AV: Creo que de Galo Arias aprendí el valor de ser precavido. Pronto comprendí también que había algo en mi personalidad que se adecuaba a este trabajo: soy excesivamente ordenado y meticuloso. Ya he hablado antes de mi síndrome obsesivo-compulsivo. Todos los problemas e incidentes que alguna vez tuve que enfrentar, sucedieron porque me había apurado. Un día tuve una experiencia importante aterrizando en Conambo (ya la he comentado en este blog), pero en general siempre evité buscarle cinco pies al gato. Justamente Galo es quien me decía que hay ocasiones en que “es preferible estar afuera, queriendo estar adentro; que estar adentro, solo para descubrir que era preferible estar afuera”…

IN: Se sobrevive entonces gracias a la suerte o a la experiencia?
AV: Nunca puede prescindirse de la suerte; en cuanto a lo otro, si hay un factor que en la aviación nunca es suficiente es justamente la experiencia. A veces me río cuando, a mis años y con mis horas, me dicen que estoy sobre-calificado. Dicen que la repetición conduce a la maestría. No hay nada tan absurdo como aquello de sugerir que alguien tiene un “exceso de experiencia”…

Shanghai, 6 de octubre de 2011
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02 octubre 2011

Eso de “abortar”…

Es siempre probable que haya sido otra de las palabras prohibidas de mi niñez. De hecho, fue parte de esa especie de “índice” de términos que, de algún modo, aprendimos que nunca debíamos pronunciarlos. “Abortar” implicaba algo sangriento y clandestino; que, a más de ilegal, era impúdico e indigno; sugería la presencia furtiva y encubridora de la comadrona; o quizá, incluso, la del médico inexperto, inescrupuloso y desaprensivo. Intuyo que también fue por eso, que algo interno y subyacente nos sugería no pronunciar aquellas palabras que podían ser reemplazadas por otras. Así aprendimos a utilizar términos de sonido menos drástico y estridente, que salvarían el juicio de nuestros mayores y de esos, sus oídos sensibilizados por el pudor, el qué dirán y el prejuicio. Supongo que por idéntico motivo aprendimos que era preferible no mencionar algunos sustantivos como aquel de “hemorragia” y ciertos verbos como ese de “arrojar”…

Por eso, grande debe haber sido mi sorpresa, de proyecto de piloto y de aviador adolescente, cuando descubrí que en mi nuevo oficio, ésa era una palabra común, utilizada para expresar con mejor certeza y exactitud, aquellos despegues que se frustraban o aquellos aterrizajes que había que interrumpirlos, porque habría surgido la súbita necesidad, como dicen los pasajeros, de “volverse a elevar”; o, como nosotros lo expresamos: cuando tenemos que “volvernos al aire”… Nótese que, a pesar de competir a nuestra especialidad, también pecamos de imprecisos, porque tampoco caemos en cuenta de algo perogrullesco y elemental, aquello de que, para empezar, ya estábamos suspendidos en el aire. Por esto debe ser, que se les hace a los pilotos uno como nudo en la lengua, cuando luego de atender esas ocasionales tareas en su actividad, deben explicar a sus pasajeros, con esfuerzo de no usar la palabra “abortar”, que han suspendido el despegue o que se han visto obligados a “volverse a elevar”, que han tenido que “volver al aire”…

Lo cierto es que, sobre todo cuando de aterrizajes se trata (ya hablaremos a su turno de los despegues), abortar es más bien una maniobra sencilla; pero, como parece suceder con los abortos de la vida real (pues la vida de los pilotos no siempre es tan real… es más bien un tanto mágica), nadie está preparado debidamente para que los “abortos” ocurran; y me temo que, muchas veces y en muchos casos, tampoco los pilotos estamos preparados para realizarlos. Son arduos los esfuerzos que los centros de entrenamiento y los departamentos encargados realizan en las aerolíneas, y en general en las instituciones aéreas, para remarcar en el concepto de que los aviones no se aproximan a una pista para aterrizar, sino para efectuar un aterrizaje frustrado; y que, si todo esta bien, sus pilotos han de aceptar y realizar el propuesto aterrizaje.

Sucede además que, en esta parte de “la vida real” de la aviación, esta circunstancia sucede casi siempre justo cuando menos lo esperábamos, o cuando no estábamos preparados para realizarla; y lo que tiene que suceder, entonces sucede; y es que, como no estábamos anticipados, casi siempre terminamos realizándola de improviso y un tanto atolondrados. Por ello es que he aprendido, en mi corta y humilde experiencia, que lo importante no es solo reaccionar con oportunidad, sino sobre todo acompañar a dicha muestra de eficiencia, con calma y con tranquilidad. Es ésta quizás la misma calma que quisiéramos observar en un quirófano, donde el médico reacciona ante una impensada emergencia y a lo imprevisto en sus delicadas tareas. Allí, él hace acopio de sus conocimientos, y actúa sin atropellos, tratando de contagiar con su naturalidad y experiencia.

Supongo que es éste factor de lo imprevisto, sumado al súbito aumento de potencia, lo que hace aparecer a esta maniobra como crítica y la convierte en un tanto traumática. Con el tiempo fui aprendiendo que tenía que realizarla en forma metódica; y poniendo énfasis en la ausencia de apuro, y con una actitud de confianza y de tranquilidad. Comprendí que casi nunca es necesario el atropello y que nada se gana con la brusquedad. Traté de poner parte de mi esfuerzo en que nadie más cayera en cuenta que habíamos tenido que optar por este procedimiento. Lamentablemente los aviones modernos tienen un reconocido exceso de potencia y se hace inevitable, por efecto del ruido y de la sensación que produce la gravedad, poder disimular este mecánico, como aerodinámico, esfuerzo. A esto se suma que en la mayoría de los casos, la maniobra depende del tránsito aéreo y obedece más bien a las instrucciones de la torre de control, lo cual torna esta decisión en menos dependiente de nuestra voluntad y criterio.

Pero nada hay más imprevisto, asimismo, que tener que “volver a retacar”. Y esto, en especial, cuando no habíamos realizado esta maniobra por culpa del mal tiempo; es decir, cuando ya habíamos realizado previamente un primer procedimiento de “missed approach” o “go-around”, como lo llamamos en inglés, y nos habíamos visto obligados a realizar una nueva e imprevista “ida al aire”. Esta nos coge literalmente con los pantalones abajo; y además, cuando habíamos descubierto que los cordones se nos habían enredado; y justo en el día que habíamos optado por calzar esas viejas y olvidadas botas de caña alta…!

“Retacar” no siempre es lo que el piloto prefiere realizar, y no siempre es aquello con lo que se esperaba. Muchas veces intervienen en su gestión otras importantes consideraciones, especialmente cuando no puede contar con ese lujo en que, por efectos de la eficiencia operacional, se ha convertido el combustible remanente. Justo ayer, mientras cumplía lo que podría ser mi último vuelo intercontinental, tuve que realizar un nuevo “abortaje”. Lo hice a sabiendas de que no debo usar la palabra “abortar” para significar dicha interrupción; muy a sabiendas también que “aborto” significa monstruo, trasgo o engendro; y muy consciente de que esto del “abortaje,” constituye todavía un término que no ha sido aceptado en los diccionarios académicos… Y ésto, yo no sé por qué será, si por rezago de algún escrúpulo, recelo o temor; o si por puro y simple sabotaje…

Chicago, 3 de octubre de 2011
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