30 marzo 2012

Desatando el nudo gordiano

Debo reconocer que me obstino en resistirme a la total ausencia de iniciativas municipales para buscar soluciones duraderas -aunque por fuerza estuvieren destinadas a ser solo temporales- para hacer frente a la más incómoda de las particularidades de nuestra urbe: el lento y tedioso tránsito vehicular. Un tema tan desatendido y absurdo, que corremos el riesgo de ser muy generosos al calificarlo de “tránsito”; pues de eso -de tránsito, circulación y movimiento-, no tiene nada. Cuando existe tal quietud, sería preferible hablar de estancamiento…

Para empezar, dada la ausencia evidente de nuevas iniciativas y la carencia de medidas para solventar lo que se ha convertido en la más irritante característica de una ciudad que hace pocas décadas se auto proclamó como “una ciudad para vivir”, el cabildo nos deja la impresión a los quiteños que no está preocupado por dar prioridad a estos tormentosos problemas y que, probablemente, ni siquiera tiene los mecanismos y la organización administrativa para enfrentar esa tediosa problemática vehicular y propender así a sus perentorias soluciones.

Como en toda actividad y disciplina, habría que empezar por realizar el reconocimiento de que el problema no es una expresión más de nuestro deseo de criticar, o de nuestro secular inconformismo, sino que es en la actualidad el mayor inconveniente que enfrentan los vecinos de la ciudad y que, por lo tanto, el problema existe. Satisfecha esta premisa, se deberían reconocer las causas que han contribuido a agravar las molestias que hemos ido experimentando. La primera es una verdad de Perogrullo: la ausencia de un sistema eficiente de transporte colectivo; y la segunda, el aumento indiscriminado de vehículos en la capital -en algunos casos para enfrentar las deficiencias del primer motivo-.

Es tangible e incuestionable que el llamado sistema de “pico y placa” -mal copiado de otras latitudes- no ha dado los esperados correctivos. Para empezar, el número de nuevos vehículos comercializados en el tiempo que la medida se ha puesto en práctica, ha triplicado el monto de los vehículos que han sido obligados a dejar de rodar por la disposición en referencia. Además, dada la contradictoria y generosa democratización del crédito comercial, muchos de los afectados por la medida han optado por la compra de un vehículo adicional. Es obvio que la restricción no puede ser eficiente si el veto se circunscribe a un solo día de la semana.

Sin embargo de lo expuesto, es siempre probable que puedan aportarse nuevas iniciativas e insinuarse novedosos correctivos. Si hemos de coincidir en que el propuesto sistema de transportación masiva -el metro- tomará por lo menos un lustro para su implementación definitiva (de hecho, hasta aquí ni siquiera se ha contratado su construcción todavía), algo debe hacerse para buscar paliativos, aunque no fueren definitivos. Por ello que aquí van unas pocas sugerencias:

Debería considerarse la existencia de automóviles con placas especiales; estos vehículos podrían rodar solamente por las noches y durante los fines de semana. A cambio se establecería un sistema de preferencias arancelarias o tributarias que estimularía a los propietarios a optar por este tipo de matriculación especial restringida.

Es notorio que desde la implementación del trolebús, y a pesar de la condición longitudinal de la urbe, las pocas vías de movilización norte-sur fueron copadas por dicho medio de transportación en forma precaria y exclusiva. Debería, por lo mismo, incrementarse el número de unidades del trolebús o aumentarse su frecuencia en forma sustantiva. Además, los buses de las líneas urbanas bien podrían ser autorizados para utilizar temporalmente los carriles reservados al trole, para optimizar su utilización y, a la vez, descongestionar las demás vías.

Es urgente llegar a un acuerdo temporal con las empresas, instituciones y la propia ciudadanía a efecto de propender a una extensión del horario de atención de ciertos servicios públicos (oficinas, instituciones, supermercados y centros comerciales), con el objeto de disminuir la congestión que se produce en ciertas horas del día. La flexibilidad en los horarios de atención ayudaría a que la gente pueda administrar mejor su tiempo disponible, aportando al desahogo del tránsito vehicular en las horas de mayor congestión durante el día.

Es también importante notar que los llamados “embudos” de congestión se producen en determinadas intersecciones y encrucijadas. El problema se amplifica porque tales áreas se encuentran obstaculizadas al producirse el cambio en la señal de los semáforos. Tales implementos deberían suspenderse en las horas más críticas y en su lugar debería destacarse a personal policial o a elementos entrenados en forma ad hoc para hacerse cargo del control del tránsito vehicular en esos puntos (estudiantes, scouts o voluntarios).

Como estas, pueden existir muchas otras opciones y posibilidades de solución. Por ahora, resulta lamentable que, a más de la falta de previsión y planificación, nos encontremos entrampados por culpa de la desidia, la dejadez, la negligencia y la ausencia de frescas y novedosas iniciativas.

Quito, 30 de marzo de 2012
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28 marzo 2012

Substancia y apariencia

Esa es hoy una palabra manoseada, tanto que ya casi nadie sabe lo que realmente significa. Se la usa con capricho, con el capricho de quien obtiene y consigue lo que había pedido, pero desconoce el modo de su empleo o su utilidad. Es una palabra imprecisa que se instala a medio camino entre la pretensión y el antojo; la usan los ilusos y los demagogos, los idealistas y los estólidos; y hay quienes hasta dicen por ahí que sería el nuevo nombre de la paz… Se la utiliza como pretexto y se abusa de ella, con una ausencia de substancia que rayana en el contrasentido. Si lo que importa es la apariencia, la palabra revolución satisface la pretensión y gratifica las exigencias del afán.

La escuché en mis primeros años de escuela, en un simbolismo de desafectos y manos crispadas, de bayonetas que aplacaban los abusos, asistidas por el vocerío y la secuela de la sangre derramada, en episodios que denunciaban la inutilidad del diálogo y el testimonio de la mediación frustrada. Fue un término que reflejaba rebeldía, cambio radical y ejercicio inédito de la conciencia de libertad. Quizás la primera eclosión del reprimido descontento popular que escuché fue la conocida como “Revolución de las alcabalas”; aquella no parecía tener relación con un estribillo electoral que por esos mismos tiempos proclamaba un poco publicitado binomio: “Parra-Carrión, revolución” decía la repetida perorata.

La raíz etimológica de la palabra revolución sugiere un sentido raro e indiscreto; proviene de revolver, que implica dar vueltas -o dar la vuelta-, pero que también implica volver en sentido inverso, regresar hacia atrás o volver a empezar… En el sentido político representa un cambio brusco, radical, cruento y profundo de las estructuras, una manifestación violenta que da al traste con el status quo, que representa un reordenamiento de los estamentos del estado y de la sociedad. La revolución, entonces, va mucho más allá que una sugerente proclama y que una tibia revuelta; implica sublevación, trastorno, conjura y transformación radical.

No puede haber revolución cuando se actúa y gobierna a nombre del poder legítimo; en este caso, lo que se insinúa tiene solo un valor figurativo, a menos que se haya transformado en una impostura esa misma opción que acudió a los mecanismos de la democracia para obtener esa anhelada legitimidad. Porque debería ser la paz la que se demande como el nuevo nombre de los cambios radicales y ya no la revolución la que sea proclamada como el nuevo nombre a que aspira ese anhelo irrenunciable que tiene el hombre y que llamamos paz!

Si lo que cuenta no es el cambio real, sino tan solo la apariencia o la impostura, la religión habría dejado de ser el supuesto opio del pueblo. La falsa y manipulada revolución le habría arrebatado ese lugar…

Quito, marzo 28 de 2012
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26 marzo 2012

Y la llamaban Anita…

Fue la mujer más tierna y discreta que jamás conocí en mi vida; de hecho -ahora que lo pienso- creo que también fue la persona que más influenció en mi vida. Todos la conocían como Anita, y a nadie se le hubiera ocurrido tratarla de Ana, o siquiera como Ana Lucía. Había en ella una espontánea predisposición para los afectos, para el gesto magnánimo y el requiebro conmiserativo: una coincidencia de piedad y de bondadosa simpatía.

Era mi tía, pero a la muerte de mamá, no tardó ella en asumir esa maravillosa subrogación para convertirse en la segunda madre que me regaló la vida. Yo habría caído en la injusticia y la ingratitud si alguna vez la hubiese tratado de Ana, porque jamás pude prescindir del diminutivo. Ana hubiera sonado áspero, desabrido y astringente. Los hilos del corazón me exigieron siempre que la llame como Anita.

Hoy parece que se ha impuesto el comentario inevitable frente a un curioso episodio periodístico en que una importante entrevistadora habría resentido el hecho que la han llamado de Ana, así a secas, y no de Anita… Más allá de la intención del conspicuo entrevistado para usar el diminutivo -ya que nunca es fácil, y ni siquiera lícito, suponer las reales intenciones ajenas- se me antoja que existen nombres femeninos que al prescindir del diminutivo adquieren de golpe una cierta nota huraña, ácida y arisca, un jaez de incontrovertible aspereza.

No subestimo el hecho de que muchas veces abusamos del diminutivo, sobre todo en los países de habla hispana en América, para indistintamente halagar con una forma de lisonja o para satisfacer un propósito de superioridad o poderío; pero tampoco podemos desconocer que existen nombres que en la carencia del sufijo de disminución adquieren un carácter hosco y repelente, cual si se tratasen de rugosos apelativos. A manera de apostilla, hoy se me ocurren nombres como Ana, Sara o Teresa que sugieren una incuestionable amargor, un extraño regusto cuando se los utiliza con la ausencia del diminutivo.

Jamás se me hubiese ocurrido llamar a mi tía con un sumario y desabrido Ana, o dirigirme a mi suegra con el sucinto e irreverente de Teresa (ya habría bastante desafecto inherente en el solo acto de llamar a alguien como suegra). Así, para referirme a alguien que conozco con un lacónico y abreviado Margara -su verdadero nombre-, y no como Margarita, tengo que hacer un esfuerzo intencional para evitar el incómodo añadido.

Yo mismo tengo la tardía sospecha que deseché el Mariano -que fue realmente el primer nombre que mis padres me habían escogido- en beneficio del apelativo con el que la gente hoy me conoce, porque me habría parecido que una curiosa confabulación familiar trataba de privilegiar la indigestión que me producía el que me identifiquen con aquel tibio y desconfiado Marianito…

Quito, marzo 26 de 2012
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23 marzo 2012

Entre la gimnasia y la magnesia

A tan solo un año para que se produzcan nuevas elecciones presidenciales en el país, todo parecería indicar que la suerte estaría echada. En efecto, a menos que se produjera un suceso imprevisto y de tal envergadura que alterase de manera sustancial las preferencias del electorado, podría decirse que sería muy difícil –a estas alturas del proceso- que pudiese surgir un contendor con el carisma, la base de soporte y el mensaje que alimentaría la posibilidad de una alternativa distinta y con opciones de triunfo. Además, este tendría que enfrentarse con un estilo, que aunque puede ser considerado como negativo, se ha mostrado efectivo: el de alguien que nunca quiso dejar de presentarse como candidato.

Frente a este panorama tan claro y contundente, uno debe preguntarse si, vistas las posibilidades reales con esta óptica objetiva, son realmente necesarias las futuras elecciones. Por desgracia, el discurso que da tantos réditos y se insiste en emplear ha sido hasta aquí el de la división, el enfrentamiento y el menosprecio hacia el pensamiento diferente. Así, el mensaje que más ha calado ha sido el de la revancha y el del resentimiento. Por ello, sería justamente un proyecto que convocara a la reconciliación y a la unidad, el único que aportaría un nuevo estilo con opciones de triunfo y que ofrecería un mensaje que apuntaría a fortalecer los cimientos de una nacionalidad que quizás como nunca se ha visto debilitada.

Es probable que el fondo del problema se encuentre en la distorsión que existe con respecto al verdadero concepto de democracia. Hace pocos días el recelo del gobierno a que se desborde el espíritu de rechazo de la marcha que había sido convocada por las comunidades indígenas, propició el que se organizaran otras manifestaciones antagónicas que pudieron producir resultados trágicos y lamentables. La gran motivación de estas expresiones de respaldo al régimen giraba alrededor de una proclama de supuesta “defensa de la democracia”. Claro que de una democracia sui-generis, que no contemplaba como parte de su contradictoria concepción la disidencia, la revisión o el cuestionamiento.

Hay en esos eslogans de réplica algo de maniqueo y de mezquino. Pues, cuando se insiste en aquello de que “la patria ya es de todos”, parecería que la real interpretación que el estribillo sugiere sería más bien la de que “la patria es ya solo de nosotros”. Un “nosotros” sectario y exclusivista, que no quiere diálogos ni concertación, que insiste en un discurso que escinde y que se apoya en la insidia y la malicia, que vende y proclama medias verdades, en donde parece ya no importar la aspiración de país que pudieran también tener “los otros”…

Si quien lleva las de ganar insiste en seguir de eterno candidato, en explotar los desafectos, el subjetivismo y la emotividad; si no comprende que su estilo debe propender más bien hacia el sano equilibrio y la serenidad, habrá conseguido una nueva y –probablemente- merecida victoria electoral, pero habrá derrochado una maravillosa oportunidad para unificar al país y para conseguir que todos salgamos ganando. Será que más fácil sería “ver volar un burro”? Es todavía posible ejercer tal candor e ingenuidad? O será que debemos resignarnos a vivir en el irreflexivo régimen del odio, la intolerancia y la impertinencia?

Quito, 23 de marzo de 2012
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19 marzo 2012

De alcaparras y capariches

Yo debo haber sido muy pequeño, probablemente estaría en los primeros años de escuela, cuando cada mañana un chirrido isócrono aportaba a mi prematuro despertar y desvelo. Entonces, solía acercarme a la ventana del balcón que daba a la calle, cuando todavía no se había decretado la inauguración de la mañana, y así es como descubría que aquello tenía que ver con las tareas ambulantes de un personaje, que ha dejado de existir en la ciudad desde que habíamos entrado en la segunda mitad del siglo veinte. Ese ruido quizás denunciaba la falta de engrase de la solitaria rueda de la carretilla con que aquel obrero facilitaba sus labores.

Tratábase de un indígena que era quien realizaba las tareas de aseo en aquel sector de la urbe; era un individuo enjuto y alto de apostura, que cubría su cuerpo con un traje blanco, espartano y de bayeta, cuya prenda inferior a duras penas le llegaba a un poco más abajo del nivel de la rodilla, al estilo de los actuales pescadores. Agarraba el pelo hacia atrás de su cabeza en la forma de un moño –el característico huango-, e iba acompañando su trajinar con un silbido melancólico, mientras ejecutaba las pacientes y prolijas labores que le habían encomendado. Conocían al madrugador personaje con el nombre de “capariche”.

Ese fue el único encargado del aseo de la cuadra que yo habría de conocer hasta mucho más tarde. Así, cuando escuchaba alguna referencia relacionada con el estrambótico capariche, venía enseguida a mi mente la imagen del individuo escuálido y favorecido por su generosa estatura que recorría, acompañado de su carretilla y de una hirsuta escoba de ramas, los requiebros inclinados de la recién pavimentada calle. Hablar del capariche invitaba a pensar en un indígena alto y desgarbado, con unos pantalones incipientes. De modo que, cuando alguna vez escuché en casa hablar de alguien de apariencia famélica y compararlo con un “chahuarquero”, no podía sino relacionarlo con nuestro abnegado capariche…

Pasado el tiempo habría de advertir que con ese término, tomado del quichua, se distinguía al agave, penco, pita, pulque o maguey, el mismo que luego de una demorosa floración producía una vara larga y angosta que, con probabilidad, ha dado origen a aquella expresión de “flaco y alto como chahuarquero”. El agave o penco, de donde se extraen el tequila, el mezcal y la cabuya, da también como fruto unas pequeñas pepitas que en América se conocen como alcaparras. Estas difieren de la las que se cultivan en Europa, y que sirven para ser preparadas en encurtido, que aunque son similares en su forma son producidas por un arbusto.

El penco sirve para preparar lienzos de cáñamo, esteras, cuerdas y jarcias; no debe confundirse con el aloe vera o sábila, que aunque puede tener una similar apariencia, se trata de una especie con caracteres y usos, más bien medicinales.

Un buen día aparecieron en la calle unos camiones de recolección de desechos; a ellos habría de acompañar una inquieta cuadrilla que hacía sonar una alegre, apurada y cantarina campanita. Se trataba del nuevo pregón de la recolección municipal de basura. Desde entonces, aquel otro chirrido madrugador habría de desaparecer para siempre y muy pronto habría de comprender que no todos los capariches de barrio eran personajes favorecidos en estatura y macilentos, a los que yo me había acostumbrado a confundir con los espinosos chahuarqueros…

Quito, 19 de marzo de 2012
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13 marzo 2012

Números fatídicos y viruelas

Corría el mes de marzo de 1527, llamado de Pachapucuy, mes en el que llueve a cántaros y que la lluvia obliga a que se empiece a barbechar el campo, porque ya está harta de agua la tierra. Esa lluviosa mañana, Tito Husi Hualpa reconoció con horror que la rara enfermedad de la que se había contagiado, al igual que gran parte de sus huestes, había empezado a hacerle mella. A sus altas fiebres, sus náuseas y los intensos malestares estomacales que le afectaban, se había sumado la aparición de esas horribles ampollas en la boca y la garganta. Pronto habría de comprobar que el rostro se le había empezado a cubrir de unas repugnantes fístulas. No cabía duda, este inca cuencano mejor conocido como Huayna Cápac, también se había contagiado de la misteriosa viruela!

El inca comprendió así que su lecho de dolor era realmente su lecho de muerte. Cuando quiso apresurar su voluntad con respecto al futuro del imperio, recibió con íntima consternación la terrible noticia de que su hijo primogénito, Ninan Cuyochi, quien había sido previamente designado como heredero, se encontraba también infectado por esta horrible plaga que parecía contagiar con solo mirar a las víctimas. Huayna Cápac, que no había tenido hijos varones con su esposa legítima, optó por apurar entonces la repartición del imperio entre dos de sus descendientes: Huáscar, el mayor y más corpulento, y Atahualpa el segundo de una larga lista de aspirantes y herederos, uno que había nacido en Caranqui y que se había caracterizado por sus gestos indómitos y por su espíritu guerrero.

Muertos soberano y sucesor, de una enfermedad que según las crónicas habría devastado gran parte de la población indígena en menos de una década, las dos flamantes facciones quedaron insatisfechas con el reparto testamentario. Luego de una serie cruenta de enfrentamientos, en uno de los cuales el inca quiteño fuera tomado prisionero, Atahualpa persiguió a su hermano hasta derrotarlo en las cercanías del Cuzco. La batalla, sin embargo, no habría arrojado resultados concluyentes y Huáscar, a pesar de su derrota, empezó a prepararse para recuperar su perdida hegemonía. Así, mientras Atahualpa celebraba su victoria en Cajamarca y disfrutaba de los baños de placer, tuvo noticia de la llegada de unos extraños barbudos a la costa norte del Tahuantinsuyo.

Pizarro llegó más tarde a Cajamarca atendiendo a la invitación del joven y altivo soberano. Eran ciento sesenta y cuatro hombres los que conformaban la valiente y temeraria comitiva… Hoy, casi quinientos años después, resulta imposible comprender cómo ese reducido número de ambiciosos soldados pudo poner en apuros a un ejército que contaba con más de sesenta mil hombres y que tenía importantes ventajas en cuanto a disposición y a estrategia. Es preciso recordar que los incas, a pesar de su poderío, carecieron de ciertos conocimientos básicos, como fueron los metales, la escritura, el arco arquitectónico y la rueda… Además, los españoles encontraron un imperio dividido, donde los aborígenes se sentían conquistados e invadidos por los incas y veían a estos castellanos como a sus nuevos redentores y por eso los trataban con admiración y simpatía…

Atahualpa, que fuera condenado a morir en la hoguera, y que recibiría la graciosa concesión de morir a garrote -una forma de estrangulamiento-, para así respetar sus ancestrales creencias, jamás se hubiera imaginado que ese guarismo de 164, el del número total de sus avariciosos captores, era una cifra fatídica para otra avanzada civilización asentada en un lugar alejado de la tierra. Efectivamente, el 164 para los chinos constituye una cifra de mal augurio, y ni siquiera se permiten pronunciarlo para evitar imprevisibles y nefastas consecuencias… I, liu, sii -que es como más o menos se pronuncia este número- es una cifra emparentada con la desgracia y la tragedia. De hecho, el cuatro (sii) es un dígito que por sí solo ya significa muerte. Nadie quisiera placas o números telefónicos terminados en ese dígito. En los edificios se prescinde de los pisos terminados en esa cifra.

La compañía japonesa de automóviles Subaru tuvo que suspender el nombre que había asignado a uno de sus más importantes vehículos, uno bautizado como Legacy, pues la sola pronunciación de dicho modelo, en los países que hablan el chino, produjo una disminución considerable en las ventas de ese importante producto, porque al usar su nombre para referirse al conocido automóvil, daba la impresión que estaba implicando una maldición solo comparable con el número de la bestia, el triple seis apocalíptico. Similar destino habría de experimentar la marca de vehículos Datsun, que para eludir similar implicación comercial habría de cambiar el nombre de sus vehículos por el más atractivo de Nissan…

Y… hoy mismo es martes trece. Otro travieso número, como para estar en alerta!

Quito, 13 de marzo de 2012
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12 marzo 2012

De los frutos del peral

Se llamaba José Luis pero le decíamos Pepellucho, así duplicando con intención la ele y arrastrándola al momento de pronunciar el sobrenombre. Había repetido el cuarto año y algo en él denunciaba una prematura madurez, quizás porque exhibía un gesto de indiferencia hacia lo que para nosotros todavía representaba lo novedoso y lo fresco. Era más bien pequeño; mas, el cuidado que ponía en el vestir denunciaba su probable afluencia o, quién sabe, unos tempranos amores que él prefería mantenerlos en secreto. No solo habría de ser mi compañero de pupitre, sino que con él habría de estrenar ese hecho inaudito y temerario en que consistía faltar una tarde a clases, para ir al cine ranclándose del colegio…

Para un chico como yo, obligado como estaba a exhibir muestras permanentes de aprovechamiento académico, la experiencia entraba en el terreno de lo insólito y representaba casi tanto como cometer una fechoría, a vista y paciencia de todos los conocidos con quienes podía tropezar en el centro . Es que, echarse la pera… pase! Pero acudir a un cine de controvertida reputación, a presenciar un filme censurado para menores, mientras exhibíamos en brazos los textos de las clases que habíamos desdeñado… significaba algo más que un alarde de temeridad. No solo proclamaba nuestra indiferencia ante un injustificado absentismo, era tener las agallas y el descaro para exhibir sin pudor nuestro ya dudoso predicamento!

Si repetir la aventura para asistir a una película prohibida habría de llenarme de inéditos escrúpulos e incómoda vergüenza; comprobar que tales ausentismos eran de uso corriente en las oficinas con carácter público, habría de producirme un encono ni siquiera superado por mi propia sorpresa. Con el tiempo habría de comprobar que aquello que en España llaman con el eufemismo de “hacer novillos”, o en el sur del continente como “hacer la cimarra” o “hacerse la rabona”, era parte consustancial de los díscolos modales de los integrantes de las instituciones públicas. Así habría de comprender que esto de incumplir con la esperada asistencia no solo que tenía algo de generalizado en el mundo latino, sino que además era aceptado con casi normal indulgencia.

A esto se suma la absurda costumbre que hoy se ha arraigado en los servidores de las oficinas públicas de “extender” abusivamente su hora de almuerzo con el objeto de atender sus gestiones personales de diverso orden. Como esto sucede justo cuando los bancos e instituciones afines cuentan, precisamente, con un menor e insuficiente número de empleados al requerido, para atender la lógica e intempestiva congestión que se produce en estas horas meridianas -porque la mitad de sus propios empleados se ha ido también, y por coincidencia, a su propio almuerzo-, estas inoportunas tareas se convierten en aún más lentas y terminan por agravar los efectos del ausentismo de quienes invierten el tiempo, que debe asignarse a la atención al público, en postergadas tareas domésticas…

Así es como se complica el círculo vicioso; y esta es la inevitable consecuencia de algo tan inocuo en apariencia, como “hacerse la rabona” o “tirarse la pera”!

Quito, marzo 10 de 2012
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07 marzo 2012

Seguidor@s (con perdón)

Es sorprendente como los “ismos” parecerían hermanarse a tal punto que daría la impresión que se trataría más bien de un acuerdo que viene con la moda. Hoy por hoy, daría la impresión que cierta gente se siente parte de las vanguardias de los usos con solo obedecer a los dictados de formas de interpretación social -por otra parte legítimas- como pueden ser el feminismo, el indigenismo o el socialismo. Defender esas posturas se convertiría, para quienes así lo juzgan, en demostraciones de enjundia intelectual y de obligatorio buen gusto estético.

No, no es que esa gente no esté en su derecho; lo que pasa es que quien lo hace, solo por seguir una moda o por sucumbir a la opinión de los demás, no se ha dado tiempo para meditar en el respaldo de sus argumentos. Esto, claro, aunque se manifestaría como un signo de los tiempos, se trataría más bien de un fenómeno que se ha dado siempre a través de los siglos y en todas partes. Lo que sucede es que hoy el hecho se amplifica como efecto del influjo de los medios de comunicación, de la universalización de la informática y de la globalización de nuevos criterios socio-culturales. No puede descartarse tampoco la tendencia de los segmentos sociales de dejarse cautivar por lo que se pone en boga…

Una de estas innecesarias manifestaciones es la incorporación de modismos lingüísticos. Entre ellos el que más parece haberse enquistado es aquel redundante despropósito de la duplicación de genero. Hoy la gente se dirige a una audiencia, o hace una exposición, con la doble referencia a los: ciudadanos y ciudadanas, abogados y abogadas, arrendatarios y arrendatarias… contraviniendo así la norma y haciendo caso omiso de que en nuestro idioma no existe un requisito para efectuar este tipo de insulsa discriminación, porque la generalización ya está sobrentendida cuando solo se menciona el género único; a menos, desde luego, que la oposición de géneros fuese un factor relevante en el contexto de la oración.

Lo que parece suceder es que se tiende a confundir la utilización de un recurso lingüístico con un propósito de carácter sexista, como si la omisión del género conllevaría una intención cargada de discriminación. No alcanzo a interpretar en qué consistiría el perjuicio irrogado al colectivo femenino si en lugar de referirnos a los actores de una determinada efemérides dijéramos -por ejemplo- “los héroes” de tal gesta, y no “los héroes y las heroínas”. Se me antoja que la innecesaria duplicidad solo consigue un lastre pesado y recargado; no de otra forma se entiende que muchos habrían cedido al impulso de utilizar el signo de la medida de peso -@- para atender a los superfluos caprichos de esa novedad.

Esto no quiere decir que deba obstaculizarse la encomiable aspiración de la mujer por aportar, cada vez más, a tareas y funciones de las que hace poco se encontraba excluida; sin dejar de considerarse que por un factor, si se quiere, tradicionalista la sociedad había asignado ciertos oficios como preferentes para un género específico; muestras al canto son las relacionadas con el acicalamiento personal, el diseño de interiores o las actividades culinarias; sin embargo, poco a poco todas las actividades humanas han pasado a incorporar a personas de ambos sexos en expresión evidente de un proyecto de integración y promoción.

En todo esto no encuentro reivindicación de ninguna especie, tan solo un empeño rebuscado y, sobre todo, un redundante disparate gramatical!

Quito, 7 de marzo de 2012
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05 marzo 2012

Tiempo de indulgencias

“Atributo de Dios es el perdón; Dios perdona, pero envía el ángel exterminador al campo de sus enemigos, y ¡ay, de los malvados!” (Juan Montalvo, El buscapié).

Este es tiempo de indultos y de perdones (o casi). Perdonar tiene una etimología curiosa porque viene del prefijo per (que indica acción completa y total) y de donare, que significa regalar; por ello, perdonar implica un acto de completa benevolencia y generosidad por parte de quien perdona. Así que, cuando se quiere dejar en claro que se perdona pero que no está dispuesto a olvidar, la remisión que se intenta carece de la más importante de las virtudes, aquella que representa la cualidad principal de la parte que perdona y que le identifica con la grandeza y con la elevación de ánimo: lo que llamamos magnanimidad.

Los actos caracterizados por la magnanimidad implican tolerancia, benignidad y condescendencia; es decir: una actitud de respeto a las ideas y opiniones de los demás –aunque no sean coincidentes con las propias-; una predisposición y tendencia para procurar el bien ajeno; y, además, un propósito por acomodarse con bondad a la voluntad de la otra persona. Solo así, la benevolencia implica un gesto de buena voluntad, comprensión y simpatía por parte de una hacia otra parte. Por todo esto parecería que la concesión del perdón constituya un gesto simple, pero que en la práctica nos resulte tan complejo aquello de perdonar.

Sin embargo, así como quienes hemos sido perdonados no esperamos exigencias, tampoco es lícito poner condiciones si alguien nos favorece con su indulgencia, cuando el perdonador –por el motivo que fuere- se hubiese bajado del pedestal de su orgullo para concedernos su indulto o absolución. Si el perdón es la voluntad de librar al inculpado de una deuda, castigo u obligación (en ello consiste el acto de remisión), la indulgencia consistiría en una franca disposición para ofrecer ese perdón, para disimular las culpas de los otros y entonces –a través de ello- optar por conceder una determinada gracia o condonación.

Hace muchos siglos la Iglesia puso en ejercicio el cuestionado beneficio de las llamadas indulgencias; tratábase de un método para aminorar las penas temporales a que se habían hecho acreedores quienes habían caído en pecado. El término "indulgencia" (del latín indulgentia: bondad, benevolencia, gracia, remisión o favor) representaba el uso de un recurso para reducir los castigos que esperarían en el purgatorio a quienes habrían caído en pecado.

El asunto de las indulgencias dio margen a excesos y abusos y habría de propiciar, más tarde, un serio cisma en la Iglesia, convirtiéndose en la chispa que habría de acelerar la reforma protestante. Por ello, hacia mediados del milenio, el Concilio de Trento habría de coincidir en claras disposiciones con respecto a las indulgencias y habría de poner fin a la polémica venta de las mismas.

De vuelta a las otras indulgencias, a las que están más frescas, ellas no pueden representar un “borra y va de nuevo”, pero deben significar un bondadoso propósito por buscar conciliación, respeto mutuo y por propender a la urgente necesidad de conjugar un verbo que se ha ido devaluando: el verbo tolerar. En los trasiegos políticos la remisión no debe significar dádiva sino reconciliación.

Quito, febrero 5 de 2012
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01 marzo 2012

Del perro del hortelano…

Hoy he reflexionado en la costumbre que tienen ciertas gentes de mezquinar a otros el disfrute de ciertas cosas o asuntos, a los que ellas mismas no pueden tener acceso o que tampoco están en condiciones de disfrutar. Hoy, en medio del atolladero en que a veces se convierte el tránsito, estuve a punto de virar hacia la izquierda en una intersección, cuando de pronto se adelantó a interceptarme un individuo que, con dicha absurda maniobra, tampoco podía obtener ningún tipo de ventaja con su inútil decisión. De golpe me ha venido al recuerdo la expresión castellana basada en una supuesta fábula de Esopo, aquella del “perro del hortelano, que no come las lechugas pero que tampoco las deja comer”…

En inglés existe también una expresión parecida: “dog in the manger”, que bien podría traducirse como “el perro en el pesebre” (los perros no comen heno, pero tampoco nos permiten comer), que implicaría idéntico sentido: el ánimo pequeño y escatimador, la carencia de la nobleza de espíritu, la actitud de evitar que otros se beneficien con algo de lo que nosotros mismos no nos podemos aprovechar. Recuerdo que esta incomprensible actitud yo encontraba con frecuencia en mi estadía en un país asiático, donde la persona que se disponía a abandonar un sitio de aparcamiento, demoraba con intención la faena inicial de su operación, con el inaudito propósito de que quien esperaba no se pudiese favorecer en forma inmediata por la acción de su inminente desalojo!

Hace ya cuatrocientos años Lope de Vega propuso una pequeña comedia palatina con el título del aforismo castellano; empero, la mezquindad parecería tener más larga data. En efecto, el empeño por escatimar a otros un beneficio que no nos trae rédito ni utilidad, parecería ser consustancial a la naturaleza humana; por lo menos, sería parte de la esencia de quienes son ajenos a aquellos nobles gestos que están emparentados con la generosidad de espíritu. Ellos preferirían identificarse con el cancerbero del celador de la huerta, que solo ahuyenta a los vecinos para que no aprovechen de los frutos a los que tampoco podría acceder.

Ha sido, revisando el anuncio de una presentación de la referida obra de Lope, realizada en el teatro de los Caños del Peral, hace exactamente doscientos años, que he advertido que la costumbre de jugar con agua y lanzándose huevos, harina, lodo y “otras cosas con que se pueda incomodar a las gentes”, no es como suponemos una costumbre local, y ni siquiera americana. Efectivamente, en el Diario de Madrid, del sábado 27 de febrero de 1808, encuentro un “bando” con la insólita disposición real que contiene la referencia anotada; y además con la prohibición de que se “digan palabras obscenas, ni se hagan acciones indecentes” para lo cual no “podría alegarse ignorancia, en caso de contravención”…

Esta información la comparto a efecto y finalidad de no actuar como “el perro del hortelano”; y persuadido, como estoy, de que las inconveniencias que a diario se presentan en las bocacalles, bien podrían eliminarse y evitarse con solo trazar una zona marcada, la cual solamente se podría invadir si existiese espacio, por delante de dicha área, que permita el avance del vehículo que se dispone a adelantar. Caso contrario, quien hace uso del ejercicio de su propia mezquindad, solo se expone a que cualquier otro perro se le acerque y se le ponga a ladrar…


Quito, primero de marzo de 2012
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