31 mayo 2012

De la ceca a la meca

Meca fue en mi infancia una palabra proscrita. De hecho, no solo que no se nos permitía pronunciarla  a los pequeños, sino que era muy raro encontrarla en boca de nuestros mayores. Meca podía ser una mujer cuya vestimenta estaba aderezada con elementos impúdicos (viste como una meca, decían); meca era quien por sus deslices y devaneos había adquirido una sospechosa reputación. Se llamaba así a las meretrices, que disimulaban sus favores en el Ejido o en la 24 de Mayo; a las bailarinas de club nocturno y a quienes se ganaban la vida en los recoletos “cabarets”. Por ello, las mujeres discretas tenían que eludir el uso de atuendos sugestivos, para evitar que el remoquete les alcanzara alguna vez…

Pasado el tiempo, tuve que irme acostumbrando al nombre. Pero esta vez, ya precedido del artículo y adornado de mayúscula, como debía ser! Cuando fui a trabajar en el Asia, tuve que irme familiarizando con los viajes de peregrinaje que los musulmanes realizaban hacia la tierra de la casa de Saúd, para hacer su visita ritual a las mezquitas sagradas de La Meca y Medina. Fue en esos viajes a Jeddah (que en español es preferible escribir Yeda o Yedá), que tuve que irme habituando a la práctica de esos ceremoniosos peregrinajes, en los que los seguidores de Mahoma trataban de cumplir con una de las promesas de su fe.

Era entonces, y en pleno vuelo, que los peregrinos cambiaban en forma drástica su anterior indumentaria. De pronto un par de humildes trozos de bayeta blanca, exentos de dobladillo o de costura, pasaban a completar el pasaporte de su nueva vestimenta. Las mujeres se cubrían con una suerte de túnica simple y escondían su cabello con un sencillo velo que solo dejaba apreciar sus manos y su rostro. Los rezos entonces se convertían en comunitarios. Un ambiente de contrita actitud se esparcía por todo el avión; unos habían venido a cumplir con su visita a La Meca de, por lo menos, una vez en la vida -el “hadj”-; y, otros, habían acudido cumpliendo con el deseo de una visita ritual menor: el “umrah” o visita adicional.

Por esto, poco antes de iniciar el descenso hacia nuestro destino, y siguiendo la prescripción religiosa, los comandantes habíamos recibido instrucciones para efectuar un ritual anuncio: “Señores pasajeros, les saluda el comandante. En unos treinta minutos más iniciaremos nuestro descenso al aeropuerto “Rey Abdulaziz” de la ciudad de Jeddah. Al mismo tiempo, nos encontraremos a la cuadra lateral de la ciudad sagrada de La Meca; esta información les proporciono para que puedan realizar sus plegarias pertinentes. Disfruten de su peregrinaje; y, de nuevo, muchas gracias por haber escogido los servicios de nuestra aerolínea”.

Llegados a Jeddah, los visitantes eran atendidos por las autoridades, recibían un trato preferencial y eran acomodados en unos enormes campamentos al aire libre que estaban caracterizados por la generosa disposición de unas cubiertas blancas de perfil erizado; ellas simulaban unas puntiagudas tiendas o carpas. Allí eran alojados estos fieles seguidores del profeta Mahoma, en espera de ser transportados hacia su fervoroso recorrido de las mezquitas sagradas de Medina y La Meca. Allí habrían de dar sus siete giros -contra el sentido de las agujas del reloj- a la piedra negra de la Kaaba (el indispensable “tawaf”); debían cumplir los circuitos entre las colinas santas de Safa y Marwan; o la visita al pozo sagrado de Zamzam, en el que, de acuerdo con la creencia, Hagar -la concubina de Abraham- había encontrado la fuente milagrosa para dar de beber a su hijo Ismael.

Más tarde, habría de reconocer, también, que la mía se había convertido en una actividad que me había llevado “de la ceca a la meca”. Que eso de la “meca” no siempre era una palabra para decirla en voz baja o para tenerla que evitar; y que la “ceca” no era sino el troquel, o la máquina que sirve para acuñar monedas… Hoy, estoy a punto de volver hacia esa tierra de dunas sinuosas y áridas, en donde los musulmanes practican el fervor de su credo; donde ellos ejercitan sus estentóreas plegarias -isócronas y obligadas-; y donde ellos practican la solidaria caridad, ayunan en tiempo del Ramadán, y reciben a esos contritos visitantes de túnicas blancas y cabezas descubiertas que han venido para cumplir con el ritual de su visita, de por lo menos una vez en la vida, mientras viven aquí en la tierra…

Quito, 31 de mayo de 2011

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28 mayo 2012

Profeta en tierra ajena

No estoy muy seguro de que, yo mismo, no me deje a veces cautivar por aquel prejuicio de que “nadie es profeta en su tierra” -ya sería en sí otro prejuicio el sucumbir a ello-; sin embargo, la experiencia nos va enseñando a nuestros años que muchas veces, tal expresión, no deja de tener su cierto asidero…

Nunca me gustó el oficio de proveedor de consejos; creo que menos aún el muy sibilino de pregonar la profecía. El primero invade un reino que requiere de previa invitación; y, el segundo, interviene en un área que convida al vaticinio aventurado, a una forma de especulación que supone agorera pronosticación y profundo conocimiento. Claro que aquello de la profecía tiene una connotación con sabor religioso, pero en un mundo saturado de hechiceros y nigromantes, el que alguien nos ofrezca un anticipo -un suplido decían nuestros mayores- de lo que nos ha de pasar, satisface -en forma aunque sea temporal- a los ingenuos.

Es curioso aquello de la llamada “mediana edad”, eufemismo con el que parece que se disimula una etapa de nuestra vida en que se establecen signos inciertos. Vamos, en el transcurso de tres lustros de tratamiento, de muy “guambras” para los más viejos, al de muy viejos para los que hace poco solo aspiraban a nuestras propias posiciones, a nuestros efímeros y temporales puestos. Además, uno va comprendiendo que aquello otro del acopio significativo de experiencia, como que de pronto pasa a convertirse en una especie de carga o de rémora que lejos de proporcionarnos una ventaja, se convierte en una suerte de piel muy dura que no nos permitiría aceptar y adoptar los cambios que promueven esas señoras volubles, díscolas e inestables que llamamos “progreso y civilización”.

Eso sucede cuando uno retorna a su tierra a aportar con lo que ha aprendido en lejanas tierras; allí, cuando nuestra honrada intención es devolver, con la participación de nuestro trabajo, lo que un día de otros se recibió, de pronto nos topamos con obstáculos y barreras que parecen apuntar a que nos inhibamos de ofrecer esa voluntaria y bien intencionada participación. Entonces la criba se convierte en la inmemorial “ley del embudo”; ahora ya parece no contar ni la capacitación adquirida, ni la mayor cuota conseguida de experiencia; ahora uno es acusado de malicioso o inepto si previamente no supera antojadizas pruebas frente a un infalible polígrafo o a unas mal fotocopiadas “pruebas de aptitud”…

Ante todo esto, no nos queda sino el recurso de volver otra vez los ojos hacia esas otras latitudes donde están dispuestos a ofrecernos un reconocimiento; donde, sin sucumbir a esa pátina herrumbrosa que tiene el prejuicio, están alentados con el prospecto de la participación de nuestro aporte y la oferta entusiasta de nuestro trabajo, en una edad en la que ya no nos animan los condicionamientos, sino el simple deleite de una actividad que -aunque desde siempre nos fascinó y la pudimos disfrutar con enorme pasión- era nuestra forma de sustento y lo que la sociedad conoce como un oficio o una forma de trabajo… Sí, porque esa es la más contradictoria de las ironías: la de que la aviación nos da la oportunidad de hacer lo que más nos puede entretener y gustar; y, encima, recibir compensación por poder satisfacer ese extraño deseo de realizar lo que para otros no pasa de ser más que una simple forma de diversión o de entretenimiento…

Sí… el mejor trabajo del mundo! Sin lugar a dudas ni cuestionamientos…

Quito, 28 de mayo de 2012
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24 mayo 2012

Pojke, un perrito consentido

Woof, woof! Esta si que es una vida de a perro. Bueno, ni tanto; la verdad es que no hay para qué quejarse! Ni la nuestra ha sido una vida “de a perro”, ni tampoco nos pudiéramos quejar de haber carecido de un “perro que nos ladre”… Pero, es que existen por ahí, unos perritos que están tratados de tal manera, que ya nos quisiéramos nosotros un poquito de ese tratamiento. Y nada tendría de ofensivo!

En mi caso personal, puedo dar testimonio de que en casa tuvimos casi siempre la alegre y solidaria compañía de unas pocas como diminutas mascotas. Eran, más bien, animalitos sin vistosos apellidos, sin rimbombante prosapia; ellos carecían del llamado pedigrí; fueron ejemplares que un buen día asomaron en casa por acción generosa de algún alma caritativa, o porque alguien se encontró con un ejemplar famélico en el zaguán de la casa de la abuela y luego se tomó la molestia de adoptarlo y protegerlo; lo hizo sustrayendo, más tarde, algo de los platos de los demás para completar una furtiva y perruna “escudilla” de comida.

Y así fue como llegaron, y ya se quedaron para corretear en casa, la Pelusa, la Estrellita y un tal Yanko (o Janko, con nombre de personaje de radionovela). No eran feos, pero las malas lenguas -probable versión antigua de la actual “prensa corrupta”- habían diseminado la información de su abominable estigma; el de que, esos ordinarios y poco distinguidos ejemplares, no representaban a una raza caracterizada por su linaje; sino que, siendo lo que la alta sociedad llamaba como “perros runas”, no solo que carecían de un certificado que respalde su inscripción, sino que eran de tan bastarda ralea, y de raza tan mezclada, que no había para qué ponerse a escarbar si poseían alcurnia, casta o abolengo.

Todos fueron animalitos blancos y encrespados, siempre pequeños de tamaño e inquietos en extremo. Supongo que sus nombres han de haber surgido luego de continuas discusiones y de prolongados e insistentes referéndums. Talvez desde entonces ya denunciábamos nuestra inveterada falta de imaginación, ya que casi siempre insistíamos en la inútil ocurrencia de repetir, a la manera de los Césares, unos apelativos que quizás habríamos vislumbrado que eran apropiados para nombrar a aquel ejemplar al que venían a reemplazar: uno al que la fámula de ocasión -servicial, piadosa y obediente- había prometido enterrar en el recoleto barrio donde creíamos que existía, a manera de camposanto, un espacio diferente…

Los primos, mientras tanto, criaban unos feroces e insobornables mastines que se disponían a destrozar a dentelladas al más temerario, arriesgado y dispuesto de sus vecinos. Casi siempre bautizaron a esas fieras de Lobo o de Tarzán, o con algún nombre amedrentador que sonaba parecido. Sospecho que no siempre los alimentaron con cristiana regularidad, solo para conseguir esa alegría que a ellos les proporcionaba el observar las demenciales persecuciones a que nos sometían esos, sus sanguinarios cancerberos favoritos. Los otros primos, sin embargo, los que vivían más allá, eran dueños de un animalito callejero y desgarbado, de raza indefinida y descolorido pelaje; le conocían como Cholo, con lo que inútil hubiese sido ocultar su condición de menguada calidad y su modesto origen peregrino.

Pasado el tiempo, cuando ya formé mi propio hogar, habrían de llegar la Mey y esos otros dos que obedecieron al mismo nombre de Frisco (uno era un Chow y el otro un albino Samoyedo que se convirtió en el compañero de mis hijos); luego habrían de aparecer la fiel Chuleta y una tal Sabrina. Más tarde, otra perra llamada Blanch habría de convertirse en un efímero y travieso ejemplar, cuyos ímpetus nerviosos y efusivos, habrían pronto de terminar en el triste destino de un arrollamiento repentino. Ese habría de ser el más postrero de los intentos que hicimos por apaciguar a aquel brioso como impulsivo animal. Por ello fue que, más tarde, habríamos de transigir ante el mimo regalón con que a una horrible mascota solían malcriar, sin asomo de pudor, nuestros más cercanos amigos!

Y es que existe por ahí, un perrito deslucido y feo en particular; sus dueños lo llaman “Pojke” (se pronuncia Poique y quiere decir “chico” en escandinavo). Este tiene, además de su escaso atractivo, la injusta fortuna de ser un espécimen adulado y consentido. Mis amigos lo creen lindo; mas, el pobre tiene una atroz facha de trapeador de pisos! Una mancha en la mitad de su faz es lo que tiene por hocico; y detrás de sus ensortijadas greñas esconde unos ojos de parsimonioso mirar que parecen eludir toda suerte de compromiso. Ese perro ni siquiera sabe ladrar; porque ya se ha dado cuenta que no le hace falta! Para qué va a ladrar, si ya ha caído en la cuenta de que lo tienen malcriado y consentido! Woof, woof!

Boston, 23 de mayo de 2012
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20 mayo 2012

En la mitad del mundo…

Yo debo haber sido muy pequeño entonces; cuando descubrí, entre unos libros ilustrados de la olvidada colección Salgari, uno que había sido escrito por Julio Verne y que se titulaba “Viaje al centro de la tierra”. Ese libro, junto a un puñado más, pasaría a formar parte de lo que, en esos cándidos tiempos, yo habría dado en llamar “mi primera biblioteca”. Ahí estaban, entre otros, “La isla del tesoro” de Stevenson y un librito que, sin haber llegado nunca a ser famoso, habría en esos tiempos infantiles de cautivarme; se trataba de “Oro enterrado y anacondas”, una fascinante descripción que hacía Rolf Blomberg de su excursión a los Llanganates. Nunca hubiera imaginado que más tarde lo habría de llegar a conocer, como padre que fue de una de mis amigas entrañables...

Por esos mismos días, un tío medio explorador que teníamos, nos hizo tomar en San Blas un bus de transporte suburbano que habría de llevarnos a un pueblito avecinado a la “mitad del mundo” y que se llamaba San Antonio de Pichincha. Era esta una zona caracterizada por un paisaje árido y desolado, las montañas tenían la forma de volcanes y las canteras de ripio, que se encontraban por todas partes, daban la impresión de que alguien estuviera empeñado en forma demencial en horadar una ruta de exploración hacia las entrañas del mismo centro de la tierra.

Era San Antonio un caserío ínfimo, cuyo trazo no excedía una docena de calles. Un sendero angosto y polvoriento conducía a una piscina de agua helada, en donde a la gente parecía no importarle si tenía que exhibirse en ropa interior, o que alguien le reprendiera por la algarabía que creaba o por su total carencia de buenos modales…  El balneario estaba ubicado a la vera de un angosto riachuelo de caudal insignificante, ubicado en el fondo mismo de un profundo barranco. Podía decirse que aquel recóndito desfiladero daba acceso a una insondable y secreta entrada, a una de esas disimuladas cavernas que permitían aventurarse a esos parajes subterráneos que yo había imaginado en mis lecturas ocasionales.

Más tarde habría de descubrir que no solo Quito se encontraba en la mitad del mundo. O, si queremos ser más exactos y verídicos, que no solo nuestra ciudad se encontraba “hacia el sur” de una línea igualadora (eso quiere decir “ecuador”) que cruzaba la mitad de la esfera terrestre. En efecto, la línea ecuatorial cruza un gran número de países en varios continentes: en América atraviesa también Colombia y Brasil, y en el Ecuador pasa además sobre las Islas Galápagos. En el África pasa por sobre una serie importante de países -tantos como ocho-; y más hacia el oriente atraviesa Indonesia, en las islas de Sumatra y Borneo; y cruza, más hacia levante, sobre algunas islas del Pacífico occidental… Así que no solo nosotros estamos divididos por esa raya convencional que divide a la esfera terrestre!

Pero, por lo único que sí estamos divididos, y por la mitad, es porque estamos empeñados en ponerle el nombre de “Mitad del Mundo” al nuevo aeropuerto capitalino; como si esta coincidencia, la del paso de esa línea imaginaria, fuese en la realidad, un mérito de quienes son parte de una ubicación geográfica de la que se consideran favorecidos. Para colmo, ese eje perpendicular al plano de rotación terrestre, ni siquiera pasa sobre este aeródromo que está próximo a inaugurarse. Tababela se encuentra geográficamente en el hemisferio sur. La línea ecuatorial realmente pasa mucho más al norte, sobre la población serrana de Cayambe, y no se debe olvidar que el ecuador constituye en la realidad un enorme cinturón que se desplaza por una extensión de cuarenta mil kilómetros de largo.

El nuevo aeropuerto también está rodeado de profundos y tenebrosos abismos; y queda -por ahora- en términos de transportación, lejos, muy lejos de Quito. Lo que sí es cierto es que queda en la mitad de otros dos pueblos, a saber: Yaruquí y Checa…

Quito, mayo 20 de 2012
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17 mayo 2012

Memorias a la carta

Esta ha sido, para mi, una semana para reavivar viejos recuerdos. He vuelto a Macas, a esa alejada población de la región suroriental, luego de cuarenta años; y, a renglón seguido, he tenido la oportunidad de volver a Shell Mera, o si se quiere a Pastaza, más de veinte años después de la última vez que la había visitado. Lo he hecho, como parte de una somera auditoría que se me ha encargado, para evaluar las operaciones de una pequeña aerolínea nacional que se encuentra rediseñando su actividad y parte de sus rutas. Ha sido una oportunidad para ejercitar la memoria y, de paso, para apreciar el cambio radical y sorprendente que experimentaron la aviación y las vías de comunicación en la región oriental.

A Pastaza todavía se llegaba, a principios de los años noventa, por medio de una sinuosa y demencial carretera que lindaba con los abismos. Pasado el ahora desaparecido Salto del Agoyán, se cruzaba el túnel del Socavón y entonces el camino se tornaba en un zigzagueante y angosto sendero. A cada paso se sorteaba la temeridad de los conductores y el magnetismo ocasional del vértigo de los precipicios. Si el viaje se lo iniciaba en Ambato, este tomada alrededor de cinco horas de tortuoso suspenso. La alternativa aérea a este escabroso circuito consistía, asimismo, en una travesía que había que efectuarla en un viejo DC-3, que volaba desde Quito un par de veces por semana; era un trayecto que tomaba casi una hora y que coqueteaba con impudor con los farallones y los riscos.

En aquellos tiempos, debido al pobre performance del obsoleto aparato, y a la carencia que este tenía de un sistema de presurización, se hacía obligatorio el realizar un apretado cruce de la cordillera a solo doce mil quinientos pies de altitud. Luego de sobrevolar Ambato, la nave apuntaba al volcán Tungurahua; reconocía el puente de Las Juntas, y viraba a noventa grados para adentrarse en el callejón del paso de Baños. Luego de otro corto tramo, viraba nuevamente a la derecha con rumbo sur-oriente e iniciaba su descenso… Cerca de una docena de aeronaves se habrían accidentado en aquellas agrestes laderas en un plazo relativamente corto de tiempo. Una vez al otro lado, y ya sobre la selva, el observador se deleitaba con la vista de esa especie de delta que formaba el río Pastaza en su desbocado deambular por aquellos parajes selváticos e inéditos.

Pastaza, o Shell Mera, no era entonces una pista asfaltada. Era una cinta de ripio que había dejado como herencia una empresa petrolera británica. Hacia su rededor solo podían encontrarse unos pocos hangares, las villas de los oficiales y las huellas de un humilde caserío que se aferraba a su vera. En él, una calle larga y angosta, que recordaba al Macondo de la obra de García Márquez, invitaba a repetidas caminatas, destinadas a cautivar y a conmover a las jovencitas de aquel pueblito destinado al abandono y al olvido… Un cine, un incipiente y desprovisto supermercado, muchísimas picanterías y cantinas, un pequeño control militar, y un desatendido hospital, era todo lo que existía en aquella aspiración de pueblo.

En cuanto a Macas… bien podía decirse que el avión era la forma exclusiva de transporte con que contaba el alejado caserío. La pista era de yerba; y la gente salía todos los días en novelero peregrinaje a su “campo de aviación” para recibir a sus coterráneos o para despedirlos. Allá acudía medio pueblo y se situaba junto al venerable aparato; a su misma sombra soportaba el calor y trataba de evitar las molestosas picaduras de los “izangos”: una variedad de obcecados mosquitos, cuyas larvas amenazaban con colonizar las canillas de los pilotos descuidados!

Fue en esos vuelos a Macas, avecinada a la profunda cuenca del río Upano, que un día conocí a un robusto ganadero que se ganaba la vida transportando hacia la serranía su ganado despostado. Las enormes piezas del lote faenado se ponían en el piso del avión sobre una gruesa lona, que poco cubría los ensangrentados pedazos. No tenían las reses un olor desagradable; mas, un ambiente enrarecido podía percibirse en el inclinado aparato. Los pocos pasajeros que completaban el flete ocupaban la parte trasera del avión y soportaban aquella atmósfera que invitaba a una inevitable duermevela. Así satisfacía el transporte de su mercancía aquel abnegado como perseverante empresario. Su nombre era Vicente; pero los chuscos le apodaban de “el Viti”: su oficio original había sido el de veterinario…

Quito, 16 de mayo de 2012

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13 mayo 2012

Tentando al demonio…

Se imagina usted lector, qué sucedería si se decidiera cerrar un hospital, que funcione en un determinado edificio para, a renglón seguido, reabrirlo en un lugar distinto al día siguiente? Esto mismo, con sus debidas diferencias, es lo que los administradores del aeropuerto capitalino tienen previsto realizar en uno de los primeros días del próximo mes de octubre…

Utilizo con intención el ejemplo del hospital, pues si bien en éste se atienden enfermos y se realizan operaciones quirúrgicas, algo igual de delicado es lo que sucede en lo relacionado con la operación de aviones y aeropuertos. Claro que es bueno mencionar que existe una enorme diferencia: la de que, mientras en las casas de salud se pone en juego la vida de un solo ser humano a la vez, en las actividades aéreas se exponen a riesgo cientos de personas a un mismo tiempo.

Cuando hace catorce años se abrió el aeropuerto Chek Lap Kok de la ciudad de Hong Kong, para reemplazar al viejo de Kai Tak, se presentaron serios problemas técnicos desde el primer día de sus operaciones. Una serie de desperfectos, que tenían que ver con los aspectos relacionados con la tecnología de las flamantes instalaciones, crearon inesperados inconvenientes que mantuvieron al recién estrenado aeropuerto en una situación caótica y desordenada, que habría de prolongarse por casi seis meses. Demás está por recordar que la estructura, organización y tecnología del aeropuerto asiático, solo podían estar superadas por la experiencia operacional de su personal administrativo. Hong Kong había sido, a fin de cuentas, uno de los aeropuertos de mayor actividad en el mundo.

Similar fortuna -si fortuna pudiera llamarse a este tipo de desgracia- habría de correr el flamante Terminal 5 del aeropuerto Heathrow de la capital británica. Una serie de problemas con las computadoras, la falta de pruebas operacionales y el mal entrenamiento del personal del aeropuerto, produjo tantas dificultades que las autoridades se vieron obligadas a cancelar más de treinta vuelos diarios durante dos semanas consecutivas… Conste, asimismo, que este modernísimo terminal, inaugurado hace solo cuatro años, contaba -este sí- con lo más probado y avanzado de lo que se ha dado en llamar “state of the art” en tecnología.

Cómo es entonces que, con las limitaciones que son consustanciales a nuestra cultura y a nuestros métodos de organización, estamos persuadidos que en Quito, en solo veinticuatro horas todo va a marchar a la perfección y que vamos a estar completamente preparados para enfrentar y para solucionar todos los impensables e imprevistos problemas que se van a producir en este complejo tipo de transición. No será que cerrando el un aeropuerto y abriendo el otro al día siguiente, nos habremos expuesto innecesariamente a un guirigay de padre y señor nuestro, a un fenómeno absurdo y desordenado, que va a caracterizarse por el caos y la confusión, las dificultades imprevistas y la improvisación?

Me temo que los administradores de la concesionaria no han calculado la real dimensión de este complicado proceso; cambiar un aeropuerto hacia otro lugar distante, no es lo mismo que cambiarse de casa y transportar muebles y enseres a otro barrio de la ciudad. Las aerolíneas tienen una estructura y organización complejas, porque de por medio no solo se encuentra la eficiencia, sino algo que tiene que ver con el respeto a la vida de las personas: su propia seguridad. No puede, por lo mismo, procederse de forma tan apurada y atolondrada, sin que se realicen pruebas y simulacros, sin ensayos operacionales, para que las diferentes organizaciones vayan aprovechando de la experiencia de los pioneros, y vayan advirtiendo las particulares características, e inclusive las falencias, que por fuerza se presentan en estas obras monumentales, debido a su natural complejidad.

Esta es una razón adicional para que la transición a Tababela se vaya haciendo en forma escalonada; siguiendo un proceso, permitiendo que poco a poco los nuevos operadores -y particularmente el personal técnico aeronáutico- vayan descubriendo sus imperfecciones y vayan detectando con oportunidad los riesgos que sea preciso evitar. En aviación, los apuros solo conducen a accidentes e innecesarios contratiempos, a tragedias que mejor es prevenir que tener que lamentar.

No sea que por nuestra intransigencia, por querer hacer todo de golpe y de una sola vez, terminemos disparándonos nosotros mismos en nuestros propios pies; y así, auto-infligiéndonos esta herida, no haremos sino tentar al demonio y nos convertimos en el hazme reír del mundo de la transportación aérea, del turismo  y de la industria aeronáutica en general. Mejor hacerlo poco a poco, “rápido pero despacio”, con escrúpulo, detalle y meticulosidad. Sí, porque en aviación es mejor “hacer el trabajo rápido, sin importar el tiempo que eso nos vaya a tomar”…

Quito, 12 de mayo de 2012
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12 mayo 2012

Los molinos de estiércol

Cuando leo en la prensa escrita aquellos pobres “comentarios”, que a través de las “redes sociales” hacen los llamados “trolls” -esas máquinas de insultar o de defender a ultranza, que lanzan denuestos con el solo ánimo de injuriar-, pienso en si tales muestras no representan un exceso de lo que se pretende que sea la verdadera democracia, en si todo ese maligno empeño no es sino un lamentable contrasentido, en si esa forma de anticultura no es a su vez un triste subproducto del avance de la “civilización”, y en si esta sórdida forma de “libertad de expresión” no favorece al anónimo canalla que garabatea en la muralla…

Decía el Lucho Campos, un cubano cáustico y flemático que fuera uno de mis maestros inolvidables, que la demagogia consistía en un exceso de democracia. En mis años de colegio, nunca estuve seguro de que había entendido su real concepción, quizás porque la postura ideológica de mi maestro había estado influenciada por sus vivencias -traumáticas y alienantes-. Por mi parte, siempre estuve persuadido que la demagogia era en sí un abuso de la emoción ajena que llevaba al caos y al relajo, a un desorden que negaba la preferencia de los valores: del escogimiento de unas prioridades en las que debía basarse la armonía social. Conste que digo caos y no uso -con intención- la palabra “anarquía”, porque estoy consciente que, siendo ella un concepto polisémico, bien podría propiciar interpretaciones que inviten al confuso equívoco y a una distorsión de ese concepto.

De mis lecturas del pensamiento de Tierno Galván fui persuadiéndome que la existencia del estado, como concepto y finalidad, era una entelequia que podría ser innecesaria, y que lo más importante resultaba la armonía y el acuerdo entre los individuos; que dadas ciertas premisas y circunstancias, el estado podía llagar a convertirse en un peligro para la libertad individual. Esta forma de filosofía, conocida como pensamiento ácrata o anarquismo, sostiene la idea de que la armonía es la resultante de un acuerdo entre voluntades y que busca una forma de convivencia que rechaza la coerción; ella consiste en una forma de convencimiento que prescinde del concepto del estado tradicional; porque supone que la finalidad de la política no es la supremacía del estado, sino el bienestar comunitario, el ordenamiento armónico en base a la solidaridad social.

Lo que el anarquismo concibe es que el abuso de la democracia, el de aquella dictadura del número, el de una preferencia convertida en mayoría, resulta tan pernicioso como el artificio intelectual y falsario de la demagogia, que con la seducción de sus promesas, con su embuste, y el maniqueísmo pregonado con sus sofismas, lo que hace es confundir a la gente y pervertir el orden social. El exceso de democracia no conduce necesariamente a una mayor libertad, sino que promueve el abuso y termina dando sustento a una mayor irresponsabilidad social. Así, se convierte en una demanda irresponsable por más derechos, sin propiciar su correspondiente contrapartida: la aceptación de unos deberes y unas obligaciones que el individuo no debería estar en condición de rechazar.

Por todo ello que, en una época de ejercicio ilimitado y eclosión de estas redes sociales, hoy asistiríamos al fenómeno de un exceso en el concepto de libertad; asunto que ahora se encuentra tan distorsionado, que confunde en qué mismo consiste aquella auténtica libertad. Hoy en día, los mensajes vía “twitter” abusan en forma tan impúdica y obscena de lo que debe constituir el derecho personal, que amparándose en un cobarde anonimato, utilizan un formidable recurso tecnológico para proclamar sus diatribas y desparramar sus agravios; lo hacen de la misma manera que si se usara en forma artera y clandestina el silencio de la muralla para insultar en forma infame y aleve, vergonzosa y criminal.

Si bien se medita… los escritos de los llamados “trolls” son una nueva forma del nunca olvidado, pero malévolo, pasquín. Se han convertido en un documento que se esconde en el oscuro anonimato para descargar su odio, malicia y perversidad. Su signo es tan corto y miserable, tan pérfido y mezquino, que recurre a esconder su real identidad, porque más que la insidia y la ruindad, lo que de veras lo define es su pobre villanía, su espíritu incógnito y su carencia de autenticidad.

Quito, 11 de mayo de 2012
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08 mayo 2012

La factura del proteccionismo

Yo era todavía un “guagua piloto”, es decir un aviador joven y bisoño, cuando escuchaba a mis mayores sus continuos reparos hacia una operación militar que tenía mucho de actividad comercial. Se efectuaba en los llamados “Douglas DC-3”, que los americanos conocían como “Dakotas”, pero que los oficiales militares preferían denominarlos como “C-47’s”. Tratábase de una iniciativa que quizás había surgido con el bien intencionado nombre de “Acción Cívica”, pero que, en opinión de los pilotos más antiguos, y sobre todo de los empresarios que nos daban trabajo, se había desvirtuado y ahora se había convertido en una actividad que competía en forma desleal con la de las empresas comerciales de aviación.

Claro que eran “otros tiempos”, como se diría ahora. Vivíamos tiempos políticos turbulentos, signados todavía por la égida de diversas dictaduras militares; la primera se había autodenominado “gobierno nacionalista y revolucionario”, y la segunda, que consistía en una junta militar, se sustentaba en un pretendido  y publicitado plan de retorno democrático. En esos tiempos se desarrollaron una serie de industrias y empresas militares; y la Fuerza Aérea se propuso impulsar el desarrollo y organización de TAME para incursionar y participar así en la actividad aérea comercial. El propósito inicial obedecía a un encomiable lema o eslogan: el de “servir a las regiones de la patria, que carecían de actividad aérea”.

En una época en que la defensa nacional no se había estructurado todavía en forma adecuada, en que las persistentes incursiones peruanas en la frontera creaban permanentes situaciones de inseguridad nacional, poco o nada se avanzaba -militar y diplomáticamente- frente a las no resueltas controversias limítrofes. No se percibía por entonces que las fuerzas armadas estuvieran preparándose para asumir esas importantes tareas que les eran específicas; al contrario, estas nuevas actividades en las que se habían involucrado, parecían disipar su primordial atención, frente a lo que se consideraba que debía ser su misión principal: prepararse para la eventual defensa de la nación.

Había algo más: a pesar de que la actividad de TAME estaba auspiciada por la propia Fuerza Aérea y estaba respaldada por un organismo que en principio decía propiciar el “desarrollo de la aviación civil nacional”; este organismo –la Dirección de Aviación Civil- en forma por demás inconveniente y contradictoria, se encontraba en manos militares. Además, había una seria contradicción jurídica: el Convenio de Chicago, que regula la actividad y desarrollo de la aviación civil internacional, establecía claramente la prohibición de que se efectúe todo tipo de actividad comercial con aeronaves que fueran “de estado”, es decir aquellas designadas para actividades militares, de aduana o de policía.

Quizás, frente al reconocimiento de esta anómala situación, TAME se había visto obligada en los últimos años a redefinir su situación jurídica; porque, si bien no se podía realizar actividad comercial con aeronaves militares o “de estado”, en cambio si era lícito efectuarlo con aeronaves “del” estado, como fuera el caso de la extinta Ecuatoriana de Aviación. Es por ello que TAME se ha convertido, desde fines del siglo pasado, en empresa estatal y ha adquirido el indefinido nombre de “aerolínea del Ecuador”; y, desde hace un par de años, se ha convertido, además, en empresa pública, con el objeto de aprovechar insospechadas prerrogativas…

En los últimos meses el gobierno del actual presidente le ha favorecido a TAME con la donación de tres naves medianas, nuevas de fábrica, con la condición de que mantenga tarifas preferenciales para los usuarios de rutas que, en teoría, no se encontraban debidamente atendidas por las demás empresas comerciales. Al parecer, la intención gubernamental consistiría en crear una suerte de subsidio para ciertas rutas que se suponía eran utilizadas por segmentos más pobres de la población. Con ese criterio, se habría de suponer que quienes vuelan otras rutas, como la Quito – Guayaquil, lo harían por pertenecer a un segmento afluente (?).

Lo que parece que jamás consideró el gobierno nacional era que, con sus buenas intenciones iniciales, estaba dando al traste con los sacrificios y empeñosas iniciativas de otras pequeñas empresas que venían obteniendo la preferencia del usuario y que venían ofreciendo un servicio caracterizado por la eficiencia y el cumplimiento de itinerarios con alta puntualidad. Con esta curiosa política se ha afectado y debilitado, una vez más, el incipiente desarrollo de las pequeñas empresas regionales o de taxi aéreo, que ocupan un espacio en el servicio aéreo que merece más estímulo y protección por parte de la autoridad. Es de esperar que pronto se atienda y corrija esta lamentable como incoherente situación.

Quito, mayo 8 de 2012
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01 mayo 2012

Derecho preferencial

He tenido la suerte, y porqué no decir también el privilegio, de trabajar por cerca de tres años –los, hasta aquí, últimos de mi actividad profesional- en un país de apariencia socialista que se está caracterizando por un desarrollo sorprendente y que ya se ha ubicado entre los más ricos del planeta. Cuando fui por primera vez a China, quince años atrás, no existía todavía el proceso económico e industrial que solo pudo ser aplicado gracias a las formidables y revolucionarias -esas sí- transformaciones que propiciaría aquel visionario dirigente pragmático que fuera Deng Xiao Ping.

Sería incomprensible el fenómeno oriental si no hubiera existido un segmento social que, aunque estuvo favorecido por ciertos privilegios, mantuvo siempre el ideal natural de la búsqueda del bienestar. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que en China jamás dejó de existir una clase que fue favorecida en medio de los rigores y las reformas del sistema socialista. Cuando Deng habría de impulsar sus novedosas reformas, especialmente relacionadas con la industrialización y la propiedad privada, ese sería el segmento que haría más fácil la implementación del nuevo sistema. Porque, afluentes e indigentes se encuentra en todas partes!

Cuando volví a trabajar, y esta vez a vivir en Shanghai, habría de encontrar que, claro, ya no se utilizaban ni se movilizaban en las calles tantas bicicletas como antes; ahora, se había modernizado y tecnificado la transportación pública; un amplio y enorme porcentaje de la población había tenido acceso a movilización propia y muchos de esos vehículos, considerados como los más finos y costosos del mundo occidental, se exhibían y promocionaban en lujosas salas de venta de muy exclusivos edificios. La infraestructura vial también había soportado un cambio radical y “revolucionario”; la cultura social, sin embargo, no estaba allí…

La sociedad se había acostumbrado, continuando con su aislamiento milenario, a que no existiesen vehículos pesados. Cuando las bicicletas empezaron a ser reemplazadas por otros medios de traslado más rápidos y convenientes, y la población pasó a acostumbrarse a los modernos medios de transporte masivo, la gente fue asumiendo una especie de regla de tránsito general: el derecho de vía para los más grandes y pesados. Así los autos otorgaban preferencia a buses y camiones; las motos y bicicletas a los automóviles; y los disciplinados peatones cedían el paso a todos los demás! Los automotores no paraban para respetar el cruce peatonal; eran los peatones los que no lo utilizaban si un vehículo estaba por pasar…

Reflexiono en estas curiosas actitudes comunitarias, y en el peso y el estigma de ciertas costumbres y hábitos sociales, en estos mismos días afectados por tantos nuevos accidentes camineros o por desgracias relacionadas con el transporte y la movilidad. Estoy persuadido que no se trata únicamente de la implementación de nuevos sistemas y recursos, de la elaboración de nuevas leyes y ordenanzas, de nuevos y más estrictos sistemas de control; sino, principalmente, de intensas e insistentes campañas con el cometido de disciplinar a la gente, para educarla e ir creando una nueva conciencia y una diferente mentalidad.

Es hora de que ciertos carriles sean utilizados por quienes van a una velocidad determinada; de que los vehículos pesados tengan un carril específico; de que los de transporte público no se detengan en cualquier parte; de que cierto tipo de camiones estén restringidos a ciertas horas nocturnas, y aun a ciertas vías, para poderse movilizar; de que las bicicletas tengan un carril preferencial. Claro que esto sería improductivo sin unas reglamentaciones adecuadas y, sobre todo, sin verdaderas cruzadas de control; pero, debemos empezar por promover los beneficios de estas iniciativas, es decir, por persuadir a conductores y usuarios. Debemos empezar por educar a la gente; debemos comenzar, en definitiva, por “civilizar”.

Quito, mayo primero de 2012
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