30 junio 2012

Un guiso a medio cocinar

Con muchas de las cosas de la vida sucede igual que con los guisos y potajes. Nada sabe peor que aquello a medio cocinar -con excepción quizá de todo aquello que dejamos quemar, por culpa del descuido o del sobrecalentamiento-, nada deja tan insatisfecho como aquellos manjares que los saboreamos con anticipación en el paladar de nuestra imaginación, solo para más tarde descubrir que no habían alcanzado todavía su punto justo de cocción y aún se encontraban duros, crudos, tiernos o sin el sabor que hubiéramos esperado.

Me temo que algo parecido nos va a pasar con el aeropuerto que estamos a punto de estrenar en Tababela. Muchos habíamos insinuado que mientras se adquiría experiencia con el nuevo terminal y nos asegurábamos que tanto los vuelos como las aerolíneas operaban sin interrupciones ni inconvenientes, hubiera podido seguirse utilizando el aeropuerto de Cotocollao para, por lo menos, operar ciertos vuelos domésticos; mientras que solo utilizábamos el nuevo aeropuerto para los vuelos internacionales. Parecía esta una medida coherente y razonable, sobre todo si hacíamos la consideración de que la falta de adecuadas vías de acceso iba a convertir al tránsito vehicular en algo tortuoso e insoportable.

Sin embargo, y de acuerdo a lo que he conversado con un alto funcionario de la autoridad aeronáutica, esta plausible alternativa no estaría en condiciones de poder aplicarse. La razón es en extremo simple y no tiene que ver con el tema de las conexiones con otros aeropuertos menores, sino con el uso simultáneo de las dos pistas -o si se prefiere, de los dos aeropuertos, el viejo y el nuevo-, en virtud de que ambas utilizarían, debido a su ubicación, el mismo tramo de viento para las dos aproximaciones. Antes de referirnos a esta supuesta -aunque no consentida- restricción, sería preciso ofrecer un par de necesarias explicaciones.

El “tramo de viento”, lo que los pilotos llamamos comúnmente como “pierna de viento”, no es sino un segmento de la aproximación hacia la pista de aterrizaje -que se encuentre activa- en que el piloto maniobra la aeronave para situarla en una posición paralela a dicha pista, aunque en dirección exactamente opuesta. Vale decir que dicho tramo es el trecho en el que se inicia la aproximación con la que ha de concluir el posterior aterrizaje. Como ambas pistas comparten el mismo valle, aunque las separan alrededor de veinte kilómetros de distancia, estarían sometidas a la obligatoriedad de compartir el mismo tramo inicial. Esto porque su respectiva ubicación las sitúa en los bordes exteriores de dicho valle.

Pero, veamos: esta circunstancia, que a simple vista parecería constituir una limitación insalvable, no es en la realidad algo que no pueda manejarse. Primero porque no es indispensable que ambos circuitos incluyan el mencionado tramo (una de las dos aproximaciones podría iniciarse directamente en tramo base); y, segundo, porque solo sería cuestión de manejar el tránsito aéreo para que las alturas que utilicen las aeronaves sean distintas, de acuerdo a la pista a la que se encuentren aproximando. No debe olvidarse tampoco que el nuevo aeropuerto se encuentra a una elevación de alrededor de trecientos metros de diferencia.

Justamente esta misma aparente -aunque manejable- restricción tienen muchas áreas terminales alrededor del mundo. La forma como se administra el tránsito es con un sistema de puertas o exclusas, hacia las que las aeronaves son dirigidas de tal forma que son conducidas a dichos puntos con la distancia necesaria entre ellas que sea más conveniente. Cómo se consigue esta mínima separación? Pues, simplemente con controles oportunos de velocidad que permiten que los aviones vayan logrando su adecuada separación y la secuencia de entrada pertinente.

Quizás se consideren estas diferentes opciones; sería una lástima que el nuevo aeropuerto fracase desde su fase inaugural: no solo por la carencia de adecuadas vías de acceso, sino por la obcecada decisión anticipada de cerrar de golpe un aeropuerto que aún funciona en forma medio aceptable, aunque tengamos que reconocer que ya anda muy estrecho. Al final de cuentas, más del cincuenta por ciento del tránsito que moviliza es el de los pasajeros que vuelan entre las dos principales y más populosas ciudades del Ecuador. Es hacia ese segmento que debe orientarse la provisión de comodidades y la satisfacción del servicio.

Gatwick, 30 de junio de 2012
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26 junio 2012

El tiranosaurio rey

No estoy seguro de qué es lo que él encuentra en ello de seductor y de fascinante; pero lo cierto es que hablar de dinosaurios es lo más entretenido en la vida de mi nieto. Se sienta frente a sus libritos de historietas, donde aparecen dibujados a todo color estos monstruos fabulosos, y empieza a narrarme las características y costumbres de estos lagartos horribles y legendarios. Tengo la secreta sospecha que él cree que todavía merodean por ahí, en llanuras alejadas y en pantanos descuidados. Y, menospreciando la creencia de que esos carnívoros merodearon hace muchos millones de años, me pregunta que quién creo yo, hoy por hoy, que es el más feroz y dominante, si el “tiranosaurio rex” o el pavoroso “triceratops”.

Yo no he sabido qué responderle en todos estos meses, sintiendo que su mano delicada se opone a que yo insista en pasar las páginas de sus infantiles textos, mientras no le ofrezca una respuesta que satisfaga su inocente curiosidad. Le advierto que esos seres ya no existen, que aquello del parque jurásico y de los mastodontes que merodean la tierra existe solo en la trama de ciertas películas y que es solo parte de la cultura popular; mas, cual si fuera él quien más sabe, y -en base a su tierno conocimiento- quien pudiera calificar mi ignorancia, sugiere que el más peligroso es el enorme tiranosaurio, porque su mismo nombre sugiere que se trata de un tirano convertido en rey, de un “lagarto tirano” que manda a todos los demás…

Me quedo absorto y confundido con su mezcla de ingenuidad y conocimiento. Me pongo a reflexionar en que talvez es él quien está mejor enterado; en que es él, y no yo, el que quizás tiene acceso a aquello tan subjetivo que llamamos “verdad”… Lo que para él importa es que el T-rex realmente existe, y ni siquiera le preocupa donde sería posible poderlo encontrar. Su existencia constituye una certeza que, para él, no se puede contrastar. Solo una duda parece confundirle y, en esa su cándida manera, me trata de consultar: “no estoy seguro si es un depredador alfa o solo un carroñero” -a manera de sospecha me confiesa- porque, “para qué habría de tener las patas delanteras tan cortas, si tendría necesidad de atacar a los demás?”

Entonces caigo en cuenta de la brutal analogía; percibo que en los pantanos y praderas, así como en las comunidades de nuestra vida, los dinosaurios todavía no se han extinguido. Sí, ahí están deambulando todavía, fungiendo a veces de depredadores; y otras, tratando de devorar los últimos resquicios con que se encuentran, hasta llegar al tuétano de sus víctimas. Así satisfacen su hambre, merodeando todos los rincones; así calman su sed insaciable, robando nuestra atención, husmeando en todo lugar, con cualquier motivo y a cualquier tiempo.

Ya no les importa si su presa está viva o está muerta, si les creen depredadores o si solo les creen carroñeros; tampoco, si su nombre es “tiranosaurius”, “fruncidus sonrisus” o “triceratops tiranuelus”. Lo único que parece interesarles es seguir infundiendo temor general y humillante miedo; ah, y que los demás sigan nomás creyendo en ellos; sobre todo, aquellos que están obligados a prestarles atención semana a semana, los que tienen que escuchar y aplaudir sus rugidos y dicterios. Lo que les importa es que les sigan creyendo los mismos cándidos e ilusos… Que siempre serán los mismos engañados, que siempre serán los mismos ingenuos!

Gatwick, 26 de junio de 2012
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24 junio 2012

Estoy lejos, aunque sigo aquí…

Menos de veinticuatro horas después de haber dejado el Ecuador, y luego de transitar por cuatro diferentes aeropuertos internacionales, me encuentro ya en Gatwick - Inglaterra, dispuesto a iniciar una nueva -y probablemente postrera- etapa de mi carrera profesional: pronto estaré pilotando nuevamente mi extrañado Boeing 747-400. El viaje ha sido una fresca oportunidad para las reflexiones y para ciertas inevitables comparaciones. Es sorprendente advertir como la soledad puede invitarnos a la meditación y la distancia a la objetividad…

Cuando se deja el que fuera un edificio que estuvo durante los últimos veinticinco años sometido a frecuentes y continuas ampliaciones o reparaciones -el terminal de Quito-, todas sin sujetarse a un plan único y coherente, sino exigidas siempre por el desborde de las necesidades no planificadas y por el apuro de compensar lo que había dejado de hacerse, no puede sino apreciarse el resultado lamentable que van dejando el remiendo evidente y la improvisación. Resulta aleccionador el poder observar los resultados obtenidos cuando se anticipan las necesidades y se construye una infraestructura, como es la de todo aeropuerto, basándose en algo de lo que carecemos todavía: adecuada y oportuna planificación.

Pero hay algo más que sugieren estas comparaciones; porque hay que conceder que existen muchos terminales aéreos en el mundo que también han tenido que improvisar adecuaciones y ampliaciones para satisfacer su inesperada expansión y crecimiento. Lo importante es advertir que en otras latitudes se optó, en varios casos, por destruir y demoler lo inconveniente; y, ante todo, por no escatimar el uso de generosos espacios para proceder a las obras de renovación. Es por ello que el viajero observador no entiende cómo fue posible que en la propia tierra se haya dado curso a estas “obras de zurcido continuo” sin un sentido básico de prevención. Es imposible no preguntarse si las autoridades que propiciaron esas obras y los profesionales que las construyeron no viajaron al exterior alguna vez.

Pasar por Miami, donde el proceso inmigratorio siempre ha sido muy lento para el pasajero latino, es una oportunidad para meditar acerca del resultado de esas continuas ampliaciones en otros lugares. Allí, la incómoda espera se compensa más tarde con ese toque inconfundible de sabor tropical que uno encuentra en aquella tierra; y esa inconveniencia queda en el olvido cuando uno se sienta a disfrutar de un plato cubano de “ropa vieja” en esa siempre transitada cafetería conocida como “La carreta”. Medito que, al igual que Miami, Düsserldof también se encuentra en medio de la ciudad; y que, en estos sitios, nadie se queja, ni comenta de los supuestos riegos y peligros de la cercanía del aeropuerto local.

Encuentro, tanto en Düsserldof como en Stansted, unos terminales diseñados con generosidad de espacio y con múltiples pabellones; en ellos abunda toda suerte de servicio; allí existe una gran variedad de facilidades y, sobre todo, un sentido preponderante que apunta a la comodidad del usuario. Todo esto lleva mi atención al terminal que estamos próximos a inaugurar en Quito, y no puedo dejar de advertir, sin el ánimo de pronosticar, que va a nacer como un nuevo candidato a la ampliación continua y permanente, y ya caracterizado por esa carencia de espacios que identifica a todo aeródromo con carácter de regional.

Se me hace ineludible volver a repetirme la misma ociosa pregunta: será que en Ecuador, los personeros responsables de realizar estas obras, no tuvieron nunca oportunidad de observar cómo se las construye en otras latitudes? Será que jamás advirtieron los beneficios que brindan la generosidad en los espacios, la estructura coherente y el celo por apuntar hacia un propósito de comodidad?

Gatwick, 24 de junio de 2012
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21 junio 2012

Derecho a troche y moche

Hubiera preferido el título de “A diestra y siniestra” para esta entrada, y aun el muy castizo de “A trochemoche”, pero he preferido descartarlos; en el último caso porque, aunque es la forma más correcta de escribirlo, no es la más conocida; y en el primero o precedente, porque no me gustaría optar por un encabezonamiento que, en relación con el que tuvo la anterior entrada, pudiese resultar insistente y repetitivo. Sin embargo, esa es justamente mi intención y ese es precisamente mi propósito: realizar ciertas disquisiciones semánticas referentes a los términos “diestro” -derecho- y “siniestro”.

En el idioma inglés, la palabra “right” (derecha) está asociada con legalidad, comportamiento correcto, firmeza y principios morales elevados; así obtenemos: “rectitude”, “rectify”, “righteous”, e inclusive “Rights” (como en “Rights of Man”). Lo propio, y casi con idéntico significado encontramos en el español, con la palabra derecho, como en: rectitud, rectificar, correcto, Derechos (como en Derechos del Hombre). Similar sentido encontramos en la palabra diestro, para designar a quien usa la mano derecha, o es hábil para una determinada actividad. No deja de ser interesante que la palabra “ambidiestro” vendría a significar “que usa las dos manos”; aunque más exactamente: “que tiene dos manos derechas”.

Por el lado opuesto, tenemos en latín y en español, respectivamente, las palabras “sinister” y siniestro, para significar izquierdo; pero también para definir lo que es funesto, avieso o infeliz. En el ruso la palabra “nalevo” (налево) significa izquierdo, pero también furtivo, disimulado o subrepticio. En italiano el término para expresar izquierdo, o zurdo, es “mancino”, que además quiere decir falso, engañoso o solapado. En inglés la voz “left” (izquierdo) vendría del anglosajón “lyft”, que significaría débil, inútil o sin valor. Y así por ese orden…

Lo sorprendente es que “derecho”, en el sentido legal (lo que está de acuerdo con las normas de la sociedad) y “derecho” en el sentido de la lógica (lo que estaría opuesto a lo que consideramos erróneo) se repiten en gran cantidad de idiomas. He escuchado que el origen político de la palabra “derecha” vendría de la ubicación de los nobles en la corte con respecto a la posición del rey; en cambio que los radicales advenedizos -en ese tiempo, los capitalistas- eran los que estaban ubicados en las curules localizadas hacia la izquierda del monarca. Claro que no deja de tener su travieso significado que la ubicación de estos últimos haya derivado hacia la posición de la que fueron sus antagonistas…

En este sentido, hay también muchos ejemplos de la relación entre recto y derecho; en México, por ejemplo, dicen “derecho, derecho” para significar que uno debe seguir recto. En ruso, derecho se dice “pravo” (право), palabra análoga y relacionada con “pravda” (правда) que no quiere decir otra cosa que verdad o verdadero, y que viene a aportar a esta curiosa relación que en muchos idiomas tienen los términos derecho y verídico. El ganador del premio Pulitzer, Carl Sagan, se preguntaba alguna vez si no existiría alguna significación en el hecho de que en los idiomas latinos, germánicos y eslavos se escribía de izquierda a derecha; en tanto que en las lenguas semíticas se lo hacía de derecha a izquierda. Como curiosidad, en griego antiguo se escribía en forma “bostrófeda”, es decir en la forma “como ara el buey”: una línea hacia la derecha y otra hacia la izquierda.

Todo esto nos retrotrae al sentido jurídico de la palabra “derecho”, que consiste en el procedimiento o camino más directo que utiliza el individuo en los asuntos de la sociedad y del estado para tramitar sus gestiones públicas. Este camino “directo” no se concilia con el subterfugio o con la acción furtiva, con el artificio y el embeleco; lo que en lenguaje coloquial llamaríamos cabildeo o maniobra. Este camino “más directo” es justamente el derecho (del latín “directus” que quiere decir recto o directo; y a su vez, participio de “dirigere” que significa dirigir). Otro término latino, la palabra “jus”, quiere decir asimismo derecho; de él derivan los vocablos jurídico, judicial, jurisdiccional, jurisprudencia y juridicidad.

Por todo ello resulta harto contradictorio que alguien tilde a otro de siniestro, si su propia actitud es sinuosa, furtiva y encubierta; y si, con sus manoseos a la juridicidad, solo desvirtúa el derecho, y propicia la maniobra y la artimaña…

Quito, 21 de junio de 2012

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19 junio 2012

La montaña siniestra

Yo era muy niño todavía; y esa debe haber sido una de las primeras películas a que asistí en ese auditorio oscuro que tuvimos en la escuela. Aún recuerdo el desnivel de su piso polvoriento, sus bancas desiguales y movedizas -colocadas en forma desigual, como desafiando la simetría-, su proscenio tétrico y umbroso, repleto de carteles y telones arrumados, olvidados en las esquinas, a la espera de ser requeridos para ser usados en la comedia entretenida de una celebración cualquiera. Lo llamábamos “teatro” o “salón de actos” y estaba avecinado al kiosco de comidas y al gimnasio, ubicados en “el patio de arriba” de la escuela.

Por eso, cada viernes la cita con aquella sábana enorme que fungía de pantalla era un compromiso irrenunciable. Las películas que se exhibían fueron casi siempre de vaqueros -de “chullas y bandidos” las llamaban-, aunque a veces se intercalaban con alguna comedia insulsa; o con alguna otra como aquellas de los pertinaces e incorregibles “Tres chiflados”. Todas ellas fueron largometrajes en blanco y negro, porque no habían salido aún las cintas a color, menos aún las de “Technicolor” y “Cinemascope”, que más tarde habrían de cautivarnos en esas “vermouth” de domingo, a que luego asistiríamos.

Mas, ese viernes en particular, nuestra cita con el cinema se había convertido en inaplazable. Toda la semana se había promocionado una película de alpinismo que obedecía al sugestivo título de “La montaña siniestra”. No podré jamás olvidar la sonrisa enigmática de uno de mis tíos cuando accedió a regalarme para el importe del boleto. Entonces, no supe interpretar su gesto como un preludio al desenlace que debía haber esperado: estaba acostumbrado a que las historias concluirían con un final feliz; al fin y al cabo, para eso íbamos al teatro, para salir de la escuela con un gesto de secreta satisfacción, para compartir con nuestros condiscípulos una alegre tarde de cine, a la que no habían tenido acceso los que no consiguieron dinero para la entrada y se habían quedado, cual castigados, en las aulas, adelantando los deberes asignados para el fin de semana.

Habría de ser esa la primera ocasión que, luego de finalizada la proyección, todos saldrían con un gesto mohíno de pena y desencanto. La trama habría de concluir con un signo de tragedia. Hacia el final de la película, uno de los ascensionistas que se apoyaban y esforzaban por alcanzar la cumbre de la escabrosa montaña, caería en el fondo de una estrecha y helada grieta; así, el protagonista lastimado quedaría atrapado en el insalvable abismo. El epílogo habría de mostrar la angustia e impotencia del montañista por rescatar a su amigo; había sido un traspié fatídico e infeliz, en el marco infausto y mortal de la malhadada grieta.

Años más tarde habría de descubrir que había también una raíz semántica en aquello de “siniestro”, que yo asociaba con lo maligno y lo avieso. Porque siniestro es además lo opuesto a diestro, por lo que no solo se lo asocia con lo desafortunado y aciago, o con lo malintencionado y funesto. Quizás por ello resulte un tanto injusto que se use dicho adjetivo para mencionar a los zurdos, o a quienes dan preferencia al uso de su mano izquierda; sobre todo cuando su actitud no refleja vicio ni mala intención, o la propensión e inclinación al mal que caracteriza a todo lo que se relaciona con aquello de siniestro.

Pero, hay también otros gestos perversos y siniestros, impulsados por la pátina de lo sensacional, que solo esconden la opacidad de la cobardía más lamentable. Me ha extrañado observar una irresponsable muestra de lo dicho en la última de las sabatinas. Uno se pregunta si quienes los producen no han reflexionado en la reprimenda admonitoria de aquel “siembra vientos y cosecharás tempestades”. Porque uno advierte que esos malignos y perversos episodios pueden llegar a compartir el desenlace trágico que tuvo la proyección de aquella película de mi olvidada infancia: un desastre infausto y desafortunado; y también, la desilusión de una parroquia alicaída, triste y descorazonada…

Cuando ese viernes volví a casa, cabizbajo y compungido, allí estaba en la puerta esperándome mi tío. Al final, se muere el protagonista, no es cierto? Me dijo con tono aleccionador, pero también con solidaria simpatía… Desde entonces he procurado no olvidar que las historias no siempre terminan como uno espera!

Quito, 19 de junio de 2012
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17 junio 2012

La cantimplora extraviada *

Esa es la inquieta travesura que tienen los guarismos. Ese misma año en que yo había nacido y ya me estaban bautizando, él -mi orgulloso padrino- era ya un joven abogado que frisaba los treinta años. Cuando yo llegué a esa edad, el ya era un reconocido catedrático que cautivaba con sus clases de derecho a los jóvenes universitarios; Jorge tenía entonces sesenta años. Y hoy, cuando me respalda la supuesta madurez que otorga esa misma edad, Jorge es ya un hombre tranquilo, que mira la vida desde el atalaya del recuerdo y vive su nonagésimo aniversario.

Este día, cuando es justo rendir homenaje a sus años, sus hijos me han pedido que escribiese unas pocas letras. Lo hago con el afecto del sobrino y, sobre todo, por esa obligación filial que nace de la gratitud de ser su ahijado. Muchas veces se habla de la responsabilidad que asumen los padrinos, pero pocas veces se menciona la retribución y gratitud que les deben quienes están llamados a complementar el afecto y la preocupación que los hijos deben a sus padres.

Jorge Troya ha sido un esposo y un padre ejemplar. Sus obras y realizaciones, por sí mismas, ya constituyen un hermoso testimonio que respalda al mejor de los homenajes. Me corresponde, como ahijado y como sobrino, destacar la impronta que él, como hombre íntegro y de bien, dejó en nuestra familia como tío y como cuñado. Creo que como hermano político, Jorge vino a inscribirse en la tradición de mi familia materna, aportando a los valores de rectitud, honradez y dignidad. Como tío, habría de convertirse en apoyo espiritual y en referente, en sabio consejero y en maestro, dispuesto a entregarnos con su ejemplo, las asignaturas morales que iluminaron y estimularon nuestra infancia y posterior juventud.

Existe un episodio en mi vida de sobrino que se convirtió en emblemático. Creo que, por sí mismo constituye una suerte de paradigma. El había organizado para sus sobrinos una entusiasta excursión a Cruz Loma, en las laderas del Pichincha. El día anterior nos habíamos reunido en su casa, donde había de proveernos de ciertos implementos: unos mitones, unos calcetines gruesos; y, desde luego… una cantimplora para cuidar nuestros refrigerios y, quizás, una pequeña mochila!

Al día siguiente y mientras cumplíamos con la primera tregua de nuestro esforzado e infantil ascenso, habíamos parado en el salto de agua de la Chorrera; y, allí sentados, en la ribera del riachuelo, nos dispusimos a consumir nuestros frugales refrigerios. Una vez reiniciada la marcha y cuando más tarde nos aprestábamos a tomar un nuevo y renovador descanso en la azarosa ascensión, yo habría de descubrir para mi propio horror, y para la reprensión y reproche de mis propios primos, que había dejado atrás uno de mis más indispensables y preciados elementos. Había olvidado la cantimplora, allá abajo, en la Chorrera!

Desde entonces, esa cantimplora pasaría a convertirse en un símbolo de lo que habría de representar, para nosotros, Jorge como tío. No por aquel olvido culpable, sino por lo que la humilde cantimplora habría de significar por su contenido… Claro que habrían de perdurar las bromas y sonrisas de mis primos; pero el contenido de aquella inolvidable cantimplora habría de convertirse, así y en el futuro, en un símbolo de alimento espiritual, en permanente refrigerio, en refresco vivificador y en tónico estimulante. Eso fue justamente lo que Jorge pasó a representar para nosotros en nuestra vida, con su orientación y su inspiración, con el ejemplo de su vida, con su bonhomía y con su callada honestidad.

Por eso hoy, casi cincuenta años después, quiero destacar el homenaje reverente que le debemos sus sobrinos; y decirle que aquella traviesa cantimplora nunca estuvo extraviada ni perdida; y que aquel servicial recipiente, y sobre todo la rica herencia de su invalorable contenido, la hemos sabido conservar siempre en lo más íntimo de nuestro agradecido corazón.

Al desearle a Jorge un feliz día en su onomástico, yo quisiera “cumplir con la devolución de la cantimplora extraviada”, no para tratar de saldar rezagadas sonrisas; sino sobre todo para augurarle unos auspiciosos nuevos años, en los que se sienta rodeado de agradecido afecto, buena compañía y mejor salud!

* Palabras en el nonagésimo cumpleaños de Jorge Troya Mariño

Quito, 16 de junio de 2012
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15 junio 2012

Entre la tregua y el compromiso

Fui invitado en días pasados a la celebración del trigésimo aniversario de fundación de un conocido y prestigioso periódico nacional. Fue, dicho acto, una oportunidad para la renovación de ciertos propósitos, para la reafirmación de olvidadas declaraciones y, sobre todo, para propiciar el replanteamiento de urgentes prioridades que tienen que ver con fundamentales, aunque soslayados, convencimientos. La ocasión para homenajear los treinta años de vida del diario Hoy, fue una oportunidad para reflexionar en la necesidad que tenemos, como país, de buscar una tregua a la innecesaria confrontación y buscar mecanismos de dialogo para lograr que las controversias se conviertan en productivas.

Cumplir treinta años de vida significa también haber alcanzado una edad en que la razón y la experiencia deberían haber superado a la impetuosidad y al impulso destructor que muchas veces suelen caracterizar al arrebato. Las acciones que están signadas por la moderación y la prudencia, casi siempre son más duraderas, en sus resultados, que aquellas otras signadas por el furor y el frenesí. Esos treinta años coinciden también con los que definen la edad de nuestra joven y remozada democracia; que, luego de este período de tiempo, era de esperarse que hubiese logrado un importante grado de deseada y necesaria madurez.

Por desgracia los procesos de maduración democrática solo se consolidan cuando las instituciones, y los individuos que las representan, están dispuestos a hacer una lectura provechosa de las circunstancias y de los errores cometidos en el pasado; y, sobre todo, cuando tienen la aptitud de entender que la democracia no solo puede consistir en el gobierno de una mayoría, sino, ante todo, en un proceso en el que se incluyen y respetan las opiniones y preferencias de quienes discrepan; y en el que, a la vez, sus actores han de respetar las reglas del juego y han de inscribir su proyecto político en las disposiciones establecidas por la ley.

De otra forma, la oportunidad para conseguir que la democracia madure y se consolide se desperdicia; y en lugar de obtener un sistema político equilibrado, sensato y vigoroso, solo propendemos a un remedo espurio y distorsionado de la alternativa social que, como un ansiado ideal, hubiéramos querido obtener.

Va siendo hora de replantear una tregua al altercado y a la polémica inquinosa. Va siendo hora de hacer un renovado propósito por aportar con las mejores ideas para propiciar un bien intencionado clima de acuerdo y concertación. No puede avanzarse, ni como nación ni como pueblo, en la medida que no se haga este perentorio y loable reconocimiento: el de que deben apreciarse las iniciativas ajenas para buscar las mejores soluciones a los problemas que nos plantea el desarrollo. Es hora de parar la disputa, la animadversión y la ojeriza; y de preguntarnos entre todos, cómo hacer posible una nueva y más productiva forma de comunicación.

Es probable que, poco a poco, esté surgiendo este nuevo convencimiento. Sin embargo, es hora de implementar novedosos mecanismos de diálogo, para no desaprovechar estos nuevos aires de postergada tregua y de buena intención.

Quito, 15 de junio de 2012
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13 junio 2012

La historia en blanco y negro

Es bien sabido que la historia la escriben los triunfadores. Dicho de otra manera, resulta inevitable que quienes la escriben no reflejen en sus narrativas, su propia formación, sus convencimientos y sus preferencias; es por ello que a menudo los historiadores permiten que sus relatos se vean influenciados por sus prejuicios, sus enconos y sus tendencias. Así, la historia pierde muchas veces su objetividad y pasa a convertirse, no ya en el relato de lo auténtico -de lo que realmente sucedió-, sino en una espuria distorsión de los hechos, animada por pareceres sesgados, carentes de imparcialidad y adornados por las propias preferencias.

Este debería ser un reconocimiento imprescindible cuando se trata de analizar en forma retrospectiva el pasado de nuestra patria. Quienes, sin ningún mérito ni culpa, pudimos o no acceder a una formación académica caracterizada por la impronta de la educación religiosa, estuvimos sujetos también a esta ineludible influencia: la de aquella óptica que contagiaba no solo a la enseñanza impartida, sino también a toda forma de manifestación social.

Si la historia que se nos enseñaba, por ejemplo, era la que había sido escrita con la interpretación de González Suárez, se defendía a ultranza a García Moreno o se atacaba sin piedad a los planteamientos liberales y anticlericales de Eloy Alfaro, llamado el “General de las Derrotas” y mejor conocido como el “Viejo Luchador”. Es por ello muy probable que la historia que aprendimos, y las posturas que nos persuadieron, no pudo sino estar matizada por esta visión parcial que vio la verdadera relación de los hechos como circunstancias excluyentes y antagónicas, como si en la gama de colores solo pudiesen estar presentes el blanco y el negro. Desconociendo, en ambos casos, méritos y deméritos; cayendo en el agravante, además, de que estas interpretaciones antojadizas y opuestas, nada aportaban a la reconciliación nacional y a la unificación del Ecuador.

Si para unos, ese hombre pequeño de estatura, de escasa cultura, que se había caracterizado por su rebeldía e inconformismo, se había convertido en el adalid de las luchas contra la tiranía y en símbolo de las libertades de conciencia y de expresión; para otros, no era sino un ateo irreverente que escondía su odio a la iglesia y que ocultaba su masonería con el ropaje de las reivindicaciones civiles.

Del mismo modo, García Moreno, para sus defensores, se había constituido en el paradigma de los valores morales, en defensor de muy altos preceptos religiosos; mientras que para sus adversarios solo representaba un personaje despótico, un espíritu cínico, trasnochado e intolerante que no había tenido ningún empacho en proteger a los jesuitas y en consagrar la nación al Sagrado Corazón de Jesús.

Pocos han visto, sin embargo, que aunque las filosofías y los estilos de estos dos personajes hayan sido antagónicos y aun incompatibles, ambos procuraron a su manera propiciar la unidad nacional. En este sentido, será siempre una lástima que la percepción de los seguidores se convierta no solo en radical, sino también en intolerante y que la historia pase a ser escrita con episodios que distorsionan la realidad y que excursionan hacia el campo nebuloso del mito y la ficción.

Hoy, siguiendo con esa parcial y abusiva interpretación de nuestra historia, un grupo político ha querido reclamar propiedad sobre la imagen de Eloy Alfaro. En su empeño, no ha escatimado homenajes de relumbrón para resaltar su huella incuestionable. Alfaro nunca fue parte de las fuerzas armadas, pero durante sus luchas en Centro América había obtenido el grado de general. Más tarde, luego de sus campañas políticas, se le habría otorgado el grado de general de división. Hoy en actitud de politiquería y oscura demagogia se ha optado por concedérsele un rango inexistente en sus tiempos de lucha. Ello no aporta al reconocimiento que, por sus esfuerzos en favor de la unidad nacional, debería ofrecerle el Ecuador.

Si algún aporte se lograría con esos tardíos y pretendidos reconocimientos, sería bueno averiguar por qué no se ha promovido a aquel jovencito combatiente que fuera ascendido por Sucre al grado de teniente, y por Bolívar al grado de capitán. Si haría falta que con rangos póstumos se haga reverencia a los personajes y se satisfagan los reconocimientos a los héroes, Abdón Calderón, el mártir cuencano que entregó su vida en la batalla de Pichincha, ya habría llegado a general…

Quito, 12 de junio de 2012
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10 junio 2012

La carambola indescifrable

Hay circunstancias en la vida que suceden como una carambola inevitable; las bolas chocan en la encrucijada, se dirigen hacia las opuestas bandas del destino, rozan el verde paño de la casualidad y luego vuelven a juntarse cuando hubiera parecido que su confluencia ya no era probable. Hay, sin embargo, algo, desde el inicio mismo de su travieso deambular, que advierte y denuncia el destino último de su obcecada trayectoria. Hay algo de irrevocable en ese caprichoso circular.

Parecería que el itinerario de las bolas de la fortuna obedecería a un trazo lógico y cartesiano. Las proyecciones de sus designios parecerían estar sujetas a ese comportamiento axiomático que solo puede tener el teorema de Euclides. Solo hace falta que ayudemos al impredecible desenlace con el apoyo que le otorga nuestro imprevisto impulso o con el ritmo insospechado que adquiere el empuje de nuestra intención. Así es como suceden los hechos que nos definen; así nos ocurren los acontecimientos, como si estuvieran impulsados por fuerzas invisibles, en las que parecería existir una predeterminada intención…

Y ha sido de esa misma manera, que he vuelto nuevamente a jugar billar. Me ha sucedido cuatro años después. Un amigo que obedece al mismo nombre de aquel otro, con quien había jugado la última vez, me había convocado para disputar una partida en un reservado club de la ciudad. Allí, cual si se tratase de otra casual carambola, he encontrado a viejos amigos al azar; porque ese parecería ser el raro signo que define la difusa y umbrosa sombra que tiene la casualidad.

Porque fue también por un insospechado albur de mi lejana infancia, que un cierto sábado tarde me acerqué por primera vez a una concurrida mesa de billar. Me habían dado permiso para “ir a jugar a la pelota” en los patios del colegio, cuando en forma fortuita y accidental habría de descubrir que en los salones del internado existía una pequeña mesa de billar. Desde entonces me hice asiduo visitante de aquel secreto escondrijo de la vecindad. Cierto que había en la práctica del juego de salón algo que no nos era permitido; pero no fue difícil que me dejara seducir por aquel desempeño lúdico y por la geometría sorprendente con que las bolas se desplazaban sobre la franela de aquel tablero escolar.

Años después, también por carambola, porque en todo interviene el azar, habría de jugar una premonitoria partida en el boulevard Haussmann -que los franceses prefieren pronunciar “Osman”- a un par de manzanas del Arco del Triunfo y a solo media cuadra de la rue du Faubourg Saint-Honoré; allí, en un espacioso y bien iluminado salón de un segundo piso, habríamos de compartir una ardorosa partida con quien años más tarde habría de tomar una indescifrable decisión existencial. Nunca imaginé que en las cuentas de sus inciertos abalorios, el habría de registrar una jugada improbable y desesperada; y que los dinámicos elementos de su lúdica ecuación, habrían de desbordar con estrépito el tranquilo y ordenado margen del comportamiento social…

Cómo hubiera anticipado que aquel salto brutal e impredecible, habría de convertir en añicos el marfil de redonda consistencia de su existencia personal! Sí… Qué cruel suele ser la carambola de quien así escoge su propia fatalidad!

Quito, 9 de junio de 2012
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06 junio 2012

Estigmas y sintagmas

En eso parece que se ha convertido la política hoy en día, en un mero juego de sintagmas, o de grupos manoseados de palabras; en un juego parecido a aquel del “páreme la mano”, o a ese otro en el cual quien resulta ganador es aquel que hace el primer descubrimiento y se anticipaba en anunciar “visto!”. De esta manera, a quien pudiera ser el representante más conspicuo de la corrupción, le bastaría con anticiparse a sus adversarios y con acusarlos de corruptos; o sea, en atacarlos primero… Curiosa estratagema esta, la de culpar a quienes pudiesen estar en condición de desnudar sus concupiscencias y revelar sus irregularidades e indiscreciones. Ni más ni menos que “el burro hablando de orejas”…

Por ello se acusa de mentiroso a quien pone en evidencia la mentira, de cínico a quien denuncia la desvergüenza y el impudor, de corrupto a quien exige cuentas claras para erradicar el robo y la corrupción. Por ello se endilga de inmorales a quienes ponen en evidencia la ausencia de valores éticos; se usa la mofa y la diatriba contra todo aquel que procura hacer ejercicio de su libertad de expresión. Porque discrepar o insinuar otros métodos y alternativas solo puede ser interpretado como actitud artera, propia de seres amargados y retrógrados. Disentir se convierte entonces en una perversa forma de execrable subversión.

Qué hace que opinar distinto se haya convertido en una forma de estigma, en una lacra que involucra al disidente como co-responsable de una anterior situación? En qué aporta esta remozada forma de maniqueísmo al bienestar general y a la unidad solidaria de la sociedad? Es evidente que la respuesta no puede satisfacer el más elemental de los razonamientos; porque lo único que se pretende es abusar del subjetivismo colectivo y, en esta pesca a río revuelto, propiciar el caos y la confusión. Esta es la naturaleza perniciosa del populismo: el irresponsable esfuerzo por desunir para aprovechar las ventajas del sistema y poder medrar.

De aquí el celo por hacer que una forma de pensamiento resulte la única y no solo la preponderante. Al tenor de la costumbre medieval, se propicia una forma excluyente de fundamentalismo; los nuevos Torquemada no solo nos exigen participar de su fe, lo que ahora quieren es desconocer y obliterar toda forma de individualidad. Ahora todos deben estar al servicio de esas vacías entelequias que ofertan su fabuloso contenido de supuesto bienestar. Por ello que todo aquel que no participa del nuevo credo, no es ya merecedor de compartir los beneficios que se otorga con gracia inquisitorial; y, como el disidente es considerado un monstruo corrupto y cínico, no solo que no debe tener derecho a un pensamiento propio, sino que debe ser excluido, como un paria despreciable, de la sociedad!

Es el reino de los ayatolas transplantados, de los inquisidores trasnochados que tienen una visión estrábica e inflexible de su ilusoria y utópica sociedad.

Quito, 6 de junio de 2012
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02 junio 2012

Las promesas apócrifas

Es viernes por la tarde en un centro comercial. Un segmento indefinido de la población denuncia su extracción por su vestimenta; por su forma de caminar, su manera de agruparse o de apoyarse en sus acompañantes. Ahí está esa inercia que devela la ausencia de intención, esa parsimonia que no puede esconder la molicie que oblitera el afán mercantil por el que la gente acude a las tiendas…

Es una multitud. Hay mucha gente -ríos de gente-; es tal la algarabía y tal el aluvión, que se diría que pudiera tratarse de la salida masiva de un estadio, luego de un encuentro deportivo popular, o que ello tendría que ver con una festividad especial o con la aglomeración que solo ocasiona un día de feria. Lo que no está claro es si la gente vino a pasearse o a comprar, a matar un poco de su tiempo o a realizar alguna actividad comercial; si vino para cumplir con una necesidad en particular o si acudió al encuentro de satisfacer la búsqueda del bienestar, como consecuencia natural del “otro” ejercicio, aquel de la promesa.

Pero no, la gente no ha venido solo a mirar! La gente está aquí para gastar, para darse el gusto de adquirir artículos que no siempre está segura que necesita. Lo que quiere es gastar! Es su forma de desahogo para ocultar sus carencias… Hay algo de contradictorio en todo ese deambular, que obliga a preguntar: por qué es que las personas se inclinan a adquirir sin responsabilidad? Qué es lo que crea esa artificial sensación de bienestar, ese inconsciente deseo de adquirir… cuando su bolsillo no sustenta la erogación, cuando no cae en cuenta que se endeuda?

Entonces advertimos que la gente gasta no porque “tiene que” o porque puede gastar, lo hace solo porque lo que quiere es adquirir, sin que se haya demostrado a sí misma su real necesidad o exigencia… Se trata de la ilusión de poseer, del ingenuo ejercicio de la ficción, de la ausente reflexión en que gastar implica un pecuniario respaldo, o -si no- un aporte a la acumulación de una nueva deuda. Por ello que no deja de ser curiosa la psicología del comprador, de aquel que a sabiendas que no tiene y que no puede adquirir, compra de todas maneras. Porque, talvez, la satisfacción que le entrega el poseer, supere a la incomodidad o preocupación que le han de ocasionar sus nuevas e inéditas deudas.

Quizás sea que el bienestar, como la fortuna, puede ser también otra forma de ficción; una realidad fingida y fabulosa, una posibilidad supuesta y apócrifa, una condición irresponsable y subjetiva que no tiene que ver con su autenticidad sino, más bien, con la satisfacción del alarde o la exhibición de la apariencia. En ello parece haberse convertido el centro comercial; en una suerte de templo de la ostentación, un templo para derrochar la incierta posibilidad, para hacer nuevas plegarias que se han de satisfacer con frescas, ilusorias y quiméricas promesas…

Porque la gente no siempre quiere poseer; le satisface con que le ofrezcan...

Quito, junio 2 de 2012
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