31 agosto 2012

Romanceando al alma

Decía yo hace ya un año, dirigiéndome a los convidados a la boda de mi hijo Agustín, que hay circunstancias en la vida, en que uno no sabe literalmente qué decir; que en ocasiones como aquella, es probable que mejor sea dejar que lo que está adentro salga y se exprese por su cuenta; y que, en ocasiones así, era mejor dejar que hable el alma... Sin embargo, tengo un problema -continuaba yo- y es que “alma” es una palabra femenina en español; y por eso ha de ser que, cuando decido dejarle hablar… corra el riesgo de que ella tienda a hablar demasiado y ya no la pueda callar…

Claro que aquello lo dije sin intencionalidad y con el único propósito oratorio de distenderme, de relajar a la audiencia y de “romper el hielo”. Sabido es, por otra parte, que aunque alma es femenino (se dice “las almas” en plural), se utiliza delante de esta palabra el artículo “el” cuando se trata de acompañarla de un artículo definido; esto porque se utiliza el artículo masculino delante de palabras que empiezan con “a” tónica. Este es el caso de palabras como área o águila. Aunque debo confesar que en casos como aroma no estoy muy seguro (se dice el aroma, pero también “los” aromas)… Por ello entiendo las dificultades que representa nuestro idioma para quienes lo aprenden y luego lo tratan de dominar.

Lo que hasta ahora no sé, es qué mismo es el alma, o qué es lo que entendemos por ella. Y si uno no sabe qué mismo significa, mal puede estar seguro de sus características y más circunstancias, por ejemplo de su supuesta inmortalidad… Claro que aquí entramos en el terreno de los llamados “dogmas”, asuntos de fe en los que uno está en la obligación de creer y que no admiten que se pueda dudar. No estoy muy seguro, tampoco, de quiénes fueron los que hablaron por primera vez del alma o hicieron su primigenio descubrimiento; pero lo cierto es que la religión nos ha sometido a la creencia de que nacemos con un alma (aunque no nos cuentan si antes ya estuvo allí) y que esa parte nuestra se irá al más allá…

Leyendo las “Cartas de Inglaterra” de Voltaire, he profundizado un poco en los conceptos que, a través de la historia, hemos tenido del alma. Parece que ya Anaxágoras había afirmado que los cielos estaban hechos de roca y que el alma era un espíritu etéreo e inmortal. Cuenta Voltaire que Diógenes había dicho que el alma estaba hecha de la substancia de Dios; aunque Epicuro manifestaba que estaba constituida por partes, de la misma manera que lo estaba el cuerpo. Comenta el ingenioso filósofo francés, sin embargo, que: “el divino Platón, maestro del divino Aristóteles -y el divino Sócrates, maestro del divino Platón- solían decir que el alma era corpórea y eterna”…

Siguiendo con su relato, comenta el enciclopedista francés que algunos de los primeros Padres de la Iglesia habrían estado persuadidos que el alma era humana, pero que Dios y los ángeles eran corpóreos… Dice que, habría sido Descartes el primero en declarar que “el alma era lo mismo que el pensamiento, de la misma forma que hablar de materia significaba hablar de extensión”. Así, “el alma estaría dotada de nociones metafísicas, como: conocer a Dios, concebir el espacio infinito y poseer ideas abstractas”…

Por mi parte, sigo sin estar muy seguro de qué mismo es, o de lo que entendemos por alma. Y sólo creo que talvez signifique una forma de predisposición: la capacidad de tener buenas o malas intenciones o tendencias. Eso querría decir tener “un alma buena” o “un alma mala”, nada más!

Voltaire no se llamaba Voltaire (se pronuncia Volter); su verdadero nombre era Francois-Marie Arouet. Fue un escritor caracterizado por su chispa y sagacidad. Había escrito bajo más de un centenar de seudónimos o nombres de pluma. Esto de Voltaire era un anagrama, extraído de Arouet L. J. (Arouet, le jeune; o Arouet, el joven). Era una palabra inventada por él, extraída de la escritura de su nombre en latín. Era costumbre en ese idioma, la de representar la U con la V, y la J con a I. De esto nació un nombre que, a más de hacerse famoso en las letras y la filosofía, ha servido para bautizar a muchas otras personas en la posteridad.

Termina diciendo Voltaire que “los supersticiosos son lo mismo, a la sociedad, que los cobardes al ejército; que se dejan influenciar por un ataque de pánico y terminan por contagiar a los demás”…

Asuntos en los que uno piensa cuando está “solo con su alma”…

Jeddah, agosto 31 de 2012
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29 agosto 2012

Citoyen du monde

Me gusta como los franceses lo pronuncian; hacen un piquito como si fuesen a silbar, transforman la “o” escrita en un diptongo que suena cual si fuese un “ua”; luego, convierten la “u” de la siguiente sílaba en otra “iu”; y concluyen la última palabra con esa exhalación tan propia de la plenitud y del alivio, del sentimiento de realización o, quién sabe, de ese sentido de señorío que tiene la dominación… Citoyen du monde! Ciudadano del mundo: hijo privilegiado de Poseidón, el dios voluble de los mares, los viajes y las tormentas; e hijo preferido de Artemisa, la deidad de la caza, la virginidad y la novelería. Citoyen du monde: viajero necio, trotamundo empedernido, sangre de argonauta, primo hermano de Jasón…

Se sienta él frente a mí a compartir la mesa. No para de hablar y le dejo… porque sé que alguna vez compartimos un pasado y que ahora estamos lejos; y porque, ante todo, sé que si algo nos identifica a los hombres -y nos regala identidad- es esa ansia insatisfecha, ese anhelo de confesión… Quién lo hubiese dicho, o lo hubiese pensado siquiera Alberto -me dice-, que un día nos encontraríamos en la lejana y calurosa Arabia, la tierra de los cuentos de las “Mil y una noches”; la de Simbad el marino, de Alí-babá y sus cuevas fabulosas; y habríamos de encontrarnos con la frecuencia y asiduidad con que lo hacemos hoy. Sí, hijos del riesgo y la curiosidad; del viaje y la novelería. Ciudadanos del mundo. Bulliciosos… Sí señor!

Me dice que se ha volado ya todas las aerovías de Europa y yo le creo. Yo mismo, que he atravesado, en solo la última semana, cuatro veces todo el Mediterráneo, ese mar sereno del comercio y de la ilusión. Ese mismo mar que sus antepasados surcaron, cuando fenicios o cartagineses, para comerciar sus ajuares teñidos de púrpura o de escarlata; para intercambiar sus productos de oriente; y para vendernos, de a poco, su más formidable invento. Uno que lo trajeron de sus pueblos de Biblos, Baalbek, Ugarit, Tiro y Sidón; uno que un día nos permitiría comunicarnos y contar historias; uno sin el cual hubiese sido imposible redactar proclamas de libertad, ni escribir testimonios… Uno que se convertiría en el descubrimiento mayor de la cultura, en el más maravilloso instrumento que ha sido inventado por la civilización: el abecedario o alfabeto fonético!

Me cuenta de su adolescente hora de travesura, de su encrucijada, de su loco “turning point”. Medito en que si, así como los cananeos estuvieron ubicados en una encrucijada de la historia y de la geografía, si asimismo nosotros también no hemos tenido un instante crucial, un momento individual decisorio y definitivo; uno que destina nuestra vida, que nos conduce por un camino sin retorno, para bien o para mal… En si, muchas veces, un minuto de insensatez no termina por conducirnos a la ansiada cordura; en si, por el contrario, el desvarío y el desequilibrio de la aparente enajenación no son a veces un paradójico resultado de la sana reflexión, de la obcecada predisposición del hombre por buscar un motivo para todo; por encontrar, siempre y ante todo, lógica y racionalidad…

Ahí me quedo, parado en la vereda cuando nos despedimos. “Adiós, habibi”, me dice con afecto. Au-revoir, “citoyen du monde”, le respondo. Y, se va el “Fumín”, a explorar otro nuevo y lejano puerto, a descubrir una nueva aerovía más…

Jeddah, agosto 29 de 2012
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26 agosto 2012

La búsqueda de la felicidad

Se dice que es probable que aquella sugestiva frase utilizada por Thomas Jefferson, cuando redactó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, habría estado inspirada en la filosofía de John Locke. En ella subraya la creencia en el derecho intrínseco e inalienable de los hombres a su propia vida, a la libertad y a la búsqueda de la “felicidad”. Muchos prefieren interpretar este último valor como relacionado más bien con la búsqueda del bienestar.

Es que, ¿acaso felicidad y bienestar son lo mismo? Acaso está garantizada la obtención de la felicidad, con la sola consolidación del bienestar? Es acaso la felicidad algo definido y tangible? O es que consiste, por el contrario, en algo subjetivo y difícil de definir y de conceptualizar? Tengo la impresión por otra parte, y esta es una sospecha que siempre la tuve, que es a esos transitorios y fugaces momentos que nos embarga la dicha a lo que los hombres llamamos con el vago -si no borroso e impreciso- nombre de felicidad. Quizá sea que, lo que los hombres realmente perseguimos y buscamos, no sea sino ese estado de paz interior y de conformidad con uno mismo, que tiene que ver más con un sentido de realización temporal que con una supuesta plenitud permanente e ideal.

Hay el peligro, en este orden de cosas, que queramos confundir la búsqueda y obtención del placer, con la persecución de lo que queremos llamar con el romántico y quijotesco nombre de felicidad. Entonces estaríamos enfrentados a dos posibilidades: a la utópica del país de la quimera o a la visión de un espejismo: la distorsionada por la satisfacción temporal e inmediata de los sentidos, la del hedonismo de disfrutar por disfrutar, la de obtener el placer por satisfacer el deseo del presente, o quizá del inmediato mañana, pero nada más.

A estas digresiones llego mientras observo a la gente movilizarse en la calle y trato de adivinar sus motivaciones y sus prioridades, mientras ella deambula una cierta noche tratando de matar el tiempo y procura disfrutar de una salida a compartir con amigos; o quizá trata de disfrutar de una comida o de una copa en el sitio más concurrido de una ciudad escogida al azar. ¿Qué es lo que busca la gente, o qué es lo que persigue? Es esa una forma de buscar la dicha o es, por el contrario, una forma de eludir por unos instantes o talvez por unas horas más, su objetivo más permanente, el de aquella esquiva y desdeñosa felicidad…?

Creo además que la felicidad, a diferencia del bienestar, no es algo factible de perseguirse. Si ella existe, es algo que ya se encuentra ahí. No se puede ir detrás de ella, porque implicaría una forma insensata de compararnos con lo que son o tienen los demás. Si un sentido real tendría la felicidad, sería la conformidad con lo que ya somos y tenemos nosotros mismos. Siempre seremos o tendremos más o menos que lo que son o tienen los otros, si insistimos en comparar nuestra satisfacción y realización con los logros, el caudal y la fortuna de los demás.

Sea lo que sea, no sé (en el sentido de no estar seguro, y no en el de que no lo hubiese sentido) qué mismo es la llamada “felicidad”…

Casablanca, Marruecos, 26 de agosto de 2012

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23 agosto 2012

“Solo”, otra vez…

Hay una voz curiosa en el inglés. Y extraña -sobre todo si, al contrario de lo que parece, con ella queremos expresar algo insólito, extravagante o desconocido-. Nos viene al castellano “de rebote”; a través de ese espejo que nos refleja voces de una lengua casi muerta, como es el latín. Y ese azogue que deforma, pero que siempre esta ahí, para recordarnos la verdadera imagen de muchas raíces de nuestra propia lengua, es -quién lo diría- otro idioma, la lengua de Shakespeare…

Me quiero referir aquí a una palabra que se emplea en aviación, la palabra “solo” que no tiene que ver con el adverbio de modo, y tampoco, en cierta manera, con el “adverbio” de soledad. Tiene un significado de emancipación, potestad y autonomía; es la palabra que se usa en el inglés para expresar que alguien, un piloto en este caso, se ha ido solo, por su cuenta, por primera vez. De ahí, hemos inventado el verbo “solear” que no quiere decir “poner a secar cosas al sol”, sino simplemente volar “solo”, por nuestra cuenta y riesgo, por primera vez.

Volar solo es una de las primeras aspiraciones del aviador. Es en cierto modo, una forma de evaluación; en la medida de las horas que nos tome esto de volar solo; y en la forma o la facilidad, o dificultad, con que lo consigamos, se puede decir que nuestros instructores y nosotros mismos, podemos hacer una cierta valoración de nuestras habilidades, o limitaciones, para insistir en el aprendizaje de esta apasionante profesión. Sin embargo, en lo personal, estoy convencido de que esta apreciación puede tener una forma de distorsión. Esto, simplemente porque no todos aprenden algo con la misma velocidad; y, sobre todo, porque aquello de aprender rápido no es garantía de que se aprenda bien…

Recuerdo que de niño me decían que el día más inolvidable en la vida, si no el más hermoso, era el de la primera comunión. Algo parecido sucede con el día del primer vuelo solo, que se convierte en una experiencia única y especial, en algo que se hace difícil de olvidar. En mi caso personal, me había demorado un poco para solear por primera vez, quizá bastante más de lo que les había tomado a los demás. Ese día el instructor se había percatado que se avecinaba una tormenta, pero como se sobreentendía que solo tendría que hacer un par de aterrizajes, o de “tomas y despegues” como decimos en nuestro argot, puso los frenos en la cabecera de la pista, abrió la escotilla, y deseándome buena suerte se bajó del diminuto Cherokee 140 y me dio autorización para irme solo por primera vez!

No es mucho lo que recuerdo de ese día cenital y culminante. Solo me recuerdo en tramo de viento, gritando como un loco y pellizcándome por todo el cuerpo, porque casi no lo podía creer. Lo que vino fue que… sería mi instructor, quien ya no lo pudo creer: porque, ajeno a la amenaza de la inminente tormenta, yo me había empecinado en realizar más de un aterrizaje, y me había puesto a repetir la maniobra, una y otra vez! Su nombre era Jack Prindable… era un hombre bueno, un ser humano maravilloso. El destino quiso que nunca lo volviera a ver!

Soy particularmente grato con los instructores que me dejaron ir solo por vez primera. No es que no lo sea con los otros profesionales que patrocinaron mi aprendizaje inicial o que aportaron a modelar mi actitud frente a la profesión; pero creo que existe un lazo especial que nos une con quienes nos dejan solear. Algo parecido me sucedió con el inolvidable Twin Otter, cuando teniendo solo diecinueve años, un cubano irreverente, dotado de una habilidad extraordinaria, me dijo una tarde en la cabecera de la pista de Pastaza: “Vete solo Torombolo, que ya estás listo chico, tu”. Son estas las experiencias que más aportan a nuestra formación, porque nos regalan un ingrediente elemental: la tan necesaria auto-confianza en nuestra propia capacidad.

Algo parecido sucede, aunque con las comprensibles diferencias, cuando accedemos a un nuevo tipo de avión o ingresamos a una nueva empresa; son tantos los chequeos y las evaluaciones, que una gran sensación de alivio es lo que se siente cuando se re-obtiene autonomía, cuando se vuelve a “volar solo de nuevo” por primera vez. Esto justamente me ha vuelto a pasar en días pasados, desde cuando he vuelto a comandar mi querido 747 una nueva vez. Claro que esto de “volar solo” es solo un decir, porque uno se va solo pero acompañado de una nutrida tripulación y con casi medio millar de pasajeros que no saben que su engreído comandante se está yendo solo por “primera” vez…

Hoy me he ido a caminar “solo” por la playa de Al Corniche. Me he puesto a meditar en esa paradoja de estar solo mientras se está acompañado a la vez; y he pensado en las veces en que no se está solo pero que nos abruma la soledad. Me he puesto a mirar el océano, ese mismo que despertó las esperanzas de Colón y he reflexionado en el sentido de palabras como horizonte, destino, tiempo, viaje, distancia y eternidad… Me ha parecido una ironía que los hombres usemos un ocho ocioso, una cifra recostada sobre sí misma, para expresar nuestro limitado concepto de un valor que no alcanzamos a comprender: el sentido de infinito…

Casablanca, Marruecos, 23 de agosto de 2012
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“Como decía mi abuelo”…

Abrir comillas! ¿Cuánto de lo que pensamos -no se diga, de lo que decimos o escribimos- es realmente “nuestro” u original? O, dicho de mejor manera aún: ¿cuánto de lo que pensamos y decimos pertenece realmente a los otros? ¿Hay -me pregunto yo- una firme posibilidad de decir que lo que “sabemos”, pensamos o decimos realmente nos pertenece? ¿No consiste “el saber” en haber aprendido lo que ya era sabido por los demás, el conocimiento ajeno?

Si bien se medita, esos conceptos que conocemos como educación o formación, no son sino eufemismos para significar nuestra adquisición de conocimientos y de nociones que antes eran de los otros. Cierto es que en la mayoría de los casos no estaba definida la propiedad intelectual de esos mismos conocimientos -muy básicos en la mayoría de ellos-, pero lo cierto es que todos esos asuntos antes no nos pertenecían. Los habíamos tomado de los demás, o a través de los demás, a modo de “préstamo vitalicio no restituible”, sin haber siquiera anticipado que ya nunca más los íbamos a devolver ni a redimir; y ni siquiera a recompensar…

Si bien lo pensamos también, la inmensa mayoría de las cosas que enunciamos y decimos -nuestras opiniones- no son realmente nuestras; ellas están basadas en otros principios, expresiones, entelequias y conceptos que de una u otra manera antes los habíamos escuchado o recibido de los que estaban cerca, de nuestro “prójimo”. Lo mismo que estoy comentando ahora -no me consta pero estoy absolutamente persuadido- no debe de tratarse de una idea novedosa y ni siquiera “original”. Muchas veces originales, lo que se dice originales, ni siquiera resultan los llamados inventos o descubrimientos; ellos no son sino revelaciones (epifanías, se dice en sentido místico) de asuntos que estaban disimulados o escondidos, pero que a fin de cuentas ya habían estado entes allí…

Pero… una cosa es decir lo que uno cree o piensa, decir lo que uno sabe; y otra, muy distinta, es decir que lo que uno afirma no había sido dicho antes por otro autor o individuo. Una cosa es decir u opinar, y otra muy distinta, no mencionar que lo que uno está diciendo no ha sido ya dicho o escrito por los otros. Parece, en principio, que estamos hablando de una línea muy fina; o si se prefiere, de lo que en inglés se conoce como un área gris, algo que no parece estar enteramente definido como algo definitivo, sacramentado y cierto. La ventaja o -si se quiere- la desventaja, es que cuando se copia tarde o temprano será descubierto.

Recuerdo un episodio de mi juventud cuando, quizá en el afán -pienso ahora- de respaldar su posición y probable popularidad, un cierto individuo se apoderó, con absoluto desparpajo, del texto íntegro de un número importante de varios artículos publicados anteriormente en una revista. Ni siquiera se dio el trabajo de escoger ciertos párrafos, sino que los reprodujo íntegramente, como si ellos hubiesen sido de su autoría. Cuán fácil hubiese sido citar o entrecomillar, o dejar expresado que pertenecían a otro las frases o conceptos contenidos en el texto.

Reflexiono en este momento, que menciono la palabra “citar” -y esta es una idea absolutamente original-, que este es un verbo que se dice “to quote” en inglés. Caigo en cuenta que, curiosamente, el mismo viene de “quota”, una palabra latina (y en castellano no lo usamos con idéntico sentido!) que quiere decir “cuanto”. En nuestro idioma sirve de base para otras palabras como cuotidiano, cuota o alícuota… Estas dos últimas significan la cantidad fija que se paga o que se recibe. Leo en un diccionario etimológico que (abrir comillas): “quotus” se deriva a su vez de “quot”, que quiere decir todo y cada uno, aparte de cuánto.

O sea que, citar o “cuotar” no es sino, en cierto modo, dar a cada uno lo que se le debe; o, dicho de mejor forma: lo que exactamente le corresponde. A estas ideas llego al encontrar un editorial en un periódico árabe que contiene meditaciones que coinciden con lo expresado. Recuerda ese artículo el sentido original de la palabra “plagio”, que se usaba para expresar la apropiación o acción de secuestro de un esclavo ajeno. Está escrito por un tal Fawaz Turki, quien considera que el trabajo de un escritor es “no solo su propiedad más valiosa, sino también su peculio más vulnerable”; y concluye su nota con esta formidable reflexión:

“Plagiario viene de la voz latina ‘plagiarius’, o secuestrador. En derecho, el secuestrador es llevado a la justicia. En el periodismo, un comentarista que se apodera del trabajo de otro escritor -exhibiendo, tanto liviano desprecio hacia sus lectores, como insensible desdén por los derechos de autor de sus víctimas- está devaluando la principal moneda del intercambio racional, que consiste en la confianza pública. Y eso ya desborda los límites de la redención”…

Cerrar las abiertas comillas…

Casablanca, Marruecos, 23 de agosto de 2012

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22 agosto 2012

El tiempo que se escapa

El viaje acostumbrado a “la otra Casablanca” tiene su particular ceremonia. A la larga, este se convierte en entretenido, a pesar de lo prosaico y repetido. Casi siempre nos acompañan unos buenos amigos, quienes quedan encargados de venir a recogernos, para así cumplir el viaje en un solo vehículo. El cruce de la ciudad no cuenta -para propósitos de cronometraje-, hasta que advertimos que hemos dejado atrás el barrio de El Condado. Ahí es cuando el verdadero periplo empieza y cuando podemos sentir que la larga excursión ha comenzado.

Pronto la marcha se va haciendo más ágil. El paisaje revela su yerma sequedad y un camino sinuoso y zigzagueante sube entonces hacia un verde y diminuto valle asentado en el hundido lecho de un viejo y escondido cráter. Superados los breves escarceos de la cuesta, el carácter del panorama se convierte en una postal serrana de chacras y cultivos. Luego, el camino renueva sus devaneos y piruetas, para empujar de pronto hacia un paisaje húmedo y selvático. Si la fortuna se incorpora al paseo, los colores del proscenio dominan con el verde intransigente y el azul intenso del cielo; si ella es esquiva, una calina insidiosa ensombrece con su bruma, si no con la molicie del “pacheco”, una fastidiosa y persistente llovizna que va mimetizando la tonalidad de la floresta.

Superada la sección de los derrumbes, el paisaje se va haciendo más amigable y sereno. Pueblos y recintos insignificantes, aunque con nombres presumidos y rimbombantes, van quedando a la despreciada vera del camino. Es, cuando ya se ha descendido a niveles mucho más bajos, que el calor empieza a sentirse y es cuando la ausencia de templanza, más que la previsión, invitan al primer “tambo” en la quesería que de antemano ya se había escogido… Pocas leguas más abajo, una nueva parada se convierte en obligado y perentorio trámite: el choclo-mote con chicharrón se transforma en desayuno atrasado o en adelantado almuerzo. Es el ritual acordado, la gestión que la glotonería cumple con escrupuloso oficio!

Mas, esta suerte de “vía crucis al revés” no se complementa si no se realiza una estación ineludible: la “parada-para-comprar-la-fruta”; esta es una diligencia ineluctable, una irrevocable premisa… Habrá de pasar todavía un par de horas más, antes de divisar los requiebres ampulosos del río y las huellas que deja el céfiro sobre el mar, para decretar con alivio que se ha llegado a Casablanca…

Pero existe “otra” Casablanca; una de la que escuché hablar a mis capitanes en el lejano tiempo en que fui copiloto de TAO en el Oriente del Ecuador. Habían ellos pertenecido a una empresa a la que recordaban con nostalgia; aunque esta, fruto de la novelería, el dispendio y la desorganización, había colapsado; habría tenido entre sus planes una ruta transatlántica para ser operada con el Comet 4 o con el Convair 990, el avión comercial más rápido que entonces existía. El itinerario, en el papel, sonaba novedoso y lucrativo: Belem - Recife - Dakar - Casablanca - Madrid…  Un tributo al candor? O, un monumento a la ingenuidad? No hay duda que, como dicen, los dioses confunden a los hombres cuando quieren perderlos!

Mi tránsito hacia esta otra -la verdadera- Casablanca, representa un circuito novedoso y un peregrinaje distinto. El aparato inicia su ascenso con derrota hacia el nor-occidente, sobrevuela el Mar Rojo, cruza sobre Luxor y se encarama sobre la cuenca sorprendente del Nilo. Pronto quedan atrás las aristas de esas inmemoriales y enigmáticas pirámides, y pocos minutos más tarde el avión vuela sobre un tranquilo mar rodeado por tres continentes; apunta hacia el meridión de las islas helénicas, roza con su sombra la rugosa isla de Creta y pone proa hacia un altivo y encopetado territorio: la diminuta isla de Malta. A la diestra van quedando los talones de la bota italiana y la áspera costa siciliana. Es cuando, habiéndose satisfecho la inhibición del sobrevuelo libio, la nave vuela ahora con rumbo a la capital tunecina e inicia el trazado de una prolongada medialuna sobre las costas que alguna vez fueron disputadas por romanos y cartagineses, y más tarde consentidas por los vehementes árabes: el Magreb africano occidental.

Esta Casablanca poco tiene que ver con aquella otra de mis continuos viajes de placer con cuya nomenclatura se hermana. Aparte del calor y de la cercanía del mar, no ofrece identidad con aquel afluente barrio de la costa ecuatoriana. Es, en el mismo terminal aéreo, que aquella exclusión que el extranjero percibe en la península arábiga, de pronto se diluye y desaparece; y aunque las expresiones de la cultura y vestimenta islámica aún persisten aisladas, hay algo en el ambiente y en el mismo comportamiento de la gente, que proclama la insurgencia de unas formas de pensar y de vivir más abiertas, más tolerantes y renovadas.

Ciertos velos y túnicas aún subsisten. Solo que ahora, cual si se tratase de un bazar destinado al expendio de todas las conocidas especias, aquellos se mezclan con hombros desnudos, muslos provocativos e impúdicas “puperas”. Sorprende, al viajero, el ausente uso del idioma sajón; la gente favorece su propio idioma moro, el indígena berebere, y sobre todo el árabe dialectal, pero encuentra que en forma alternativa todavía se utiliza el francés por todas partes. Esta es una tierra que desde siempre soportó la codicia foránea, aun mucho tiempo después de que unos extranjeros la incorporaran a su imperio, utilizando el nombre de sus tribus para incluir en su lengua una palabra que significaba inculto (“bárbaro”) y para apellidar a estas acogedoras tierras con el nombre de Mauritania.

Es inevitable llegar a Casablanca y no pensar en la película del mismo nombre protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. En ella aparece un viejo Lockheed 12 Electra que porta aquel viejo emblema que distinguía a Air France, el ya olvidado caballito de mar. En ella también, el propietario de aquel salón nocturno -interpretado por el incorregible Bogart-, tiene que escoger, al igual que nos pasa tantas veces en la vida, entre el amor y la virtud, entre la nobleza y el idealismo, entre la pasión y el sacrificio, entre el deber y la nostalgia…

Por ello, cuando llego al lobby del hotel, me provoca pedirle al pianista -al igual que la actriz sueca lo hace en la película-, que vuelva a tocar aquella vieja melodía que el film habría de convertir en emblemática, aquella de "As time goes by", o “Mientras el tiempo se nos escapa”…

Casablanca, Marruecos, 22 de agosto de 2012
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16 agosto 2012

Entre las lágrimas y el colirio

Leo en el periódico del Gringo -el más alegón de mis compañeros de “foursome”- que Dhaka, la capital de Bangladesh, se encontraría en el infame último puesto, en cuanto a índice de bienestar, entre las principales ciudades del mundo; esto, de acuerdo a un informe preparado por un organismo internacional. El análisis toma en cuenta diversos aspectos como: “estabilidad política y social, índice de delincuencia, infraestructura, salud, educación y estándares de cultura y medioambiente”. Me temo, sin embargo, que existe algo adicional; algo que es intangible e incuantificable, y que se encierra en la impresión del viajero, cuando vive por primera vez la confusa experiencia de visitar esta clase de ciudades.

Porque hay que haber estado en una megápolis como Chenai o Kolkata (antes Madrás y Calcuta) en la India, en Bangkok (Tailandia), o en la mencionada Dhaka, para tener un atisbo de los límites inferiores a los que puede llegar la abyección en la condición humana. Si usted, amigo lector, ha tenido el infortunio de hacer el trayecto entre el aeropuerto de Chenai y el lugar de su alojamiento, en esa ciudad, sabe a qué puedo estarme refiriendo… La gente ha decidido invadir con sus tiendas y carpas transeúntes todos los espacios disponibles de la vía pública, y se ha apoderado del espacio destinado a las veredas de las calles y avenidas. Como resultado, el observador puede ser testigo de todas las actividades humanas que pudiera imaginarse. Repito: todas, pero todas, las actividades!

Es un espectáculo que sobrecoge el alma, que obliga a ser más humilde, que -en cierto modo- nos hace agradecer que aún vivimos en ciudades como Quito o Guayaquil. Que nos persuade que, a pesar de nuestra intolerancia, impaciencia e inconformidad, no podemos siquiera imaginar en qué consiste un verdadero “atrancón” en el tránsito vehicular. Cuando se recorre un trayecto -como el de Dhaka- entre el terminal aéreo y el hotel donde me alojo, que no supera los diez kilómetros, en la dilatada cláusula de dos horas y media (!), en medio de la más surrealista y estridente utilización del claxon que uno jamás pudo haberse imaginado, comprende el real significado de la palabra “subdesarrollo”; y, sobre todo, el sórdido nivel a que pueden llegar el desorden y el desconcierto.

Existen, en ese trecho, construcciones inconclusas por todas partes; el guirigay se acentúa cuando se descubre que no funciona ninguna de las luces de tránsito; y el impaciente espectador llega al paroxismo cuando advierte que todos -léase todos, absolutamente todos- los conductores han optado por un lenguaje caótico y sonoro: no pueden adelantar más de cinco metros sin utilizar la bocina, como si esto fuese parte de un mensaje general que quizá quiera decir: “yo también estoy aquí”, o talvez “denme paso, que ya llegué”. Es un ruido absurdo y demencial. Y, quien no está acostumbrado termina por meditar si esta forma de “organización” no ha merecido ya un método de estudio o, al menos, una necesaria reflexión!

Sin embargo, es el testimonio del drama humano, el que más aliena y exaspera. Esa presencia de las más inimaginables condiciones de salud, deformación física, mendicidad y envilecimiento… Si usted, querido lector, nunca vio una película que se denominó “Perro mundo”, o jamás ha visitado un leprocomio, o tampoco ha visto a un ser humano afligido por una horrorosa tumoración o deformación, simplemente no sabe qué quiero decir con esto… Son inevitables visiones, que estremecen, turban y llevan a las lágrimas. Aquí no hay colirio que valga; se queda irritada y resentida para siempre el alma; uno aprende por primera vez, y para siempre, el sentido que puede tener la palabra “desgracia”; y, al mismo tiempo, el que puede tener ese ejercicio tan poco usado: el de la gratitud…

Bangladesh quiere decir “tierra de los banglas”; o, si se prefiere, tierra de los “bengalíes”, un pueblo asentado en la región más septentrional de la Bahía de Bengala, en la vecindad del más importante delta fluvial existente en el mundo: el Ganges Brahmaputra. Dhaka (antes se deletreaba Dacca), la capital, es una de las diez ciudades más habitadas que existen en el mundo; allí viven más de diez millones de personas. Se hace difícil considerar que en un país equivalente a la mitad de tamaño del Ecuador, puedan vivir dos tercios de la población total que existe en los Estados Unidos!

Bangladesh es una tierra afectada por los torrenciales monzones, constituye lo que hasta 1971 se conocía -luego de su separación de la India- como Pakistán Oriental. Este es un país enteramente musulmán, a diferencia de la vecina India. Aquí, las mujeres visten unos primorosos y coloridos saris; y algunos varones, en especial los de cierto nivel social, una larga falda alternativa, llamada “lungui”.

Cuando el viajero se moviliza a través de Dhaka, se deja conmover por una confusión estremecedora e inextricable; es un paisaje humano que invita a la reflexión, a la caridad y al compromiso. Entiende que aquel “mal de muchos, consuelo de pocos” debería ceder paso a un “mal de muchos, compromiso de todos”… No he visto aquí hermosos tigres de Bengala; pero he visto muchos, muchísimos discapacitados y pordioseros. Tantos que dan ganas de llorar. He pensado que hay que inventar para esas lágrimas, las lágrimas del alma, una nueva y más humana forma de colirio, uno fabricado con un ingrediente básico: un fármaco conocido con el extravagante nombre de “solidaridad”!

Dhaka, 16 de agosto de 2012
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13 agosto 2012

De claustros y sotanas

Poca gente sabe que detrás de la cabina de mando del Boeing 747 escondemos un pequeño dormitorio. Bueno… realmente se trata de lo que podría llamarse un diminuto claustro; contiene unas estrechas literas, aptas para acomodar, en sus dos niveles, a idéntico número de personas. Si la cabina consiste ya en un espacio restringido, de tres metros de largo por dos de ancho, el camarote de descanso debe tener quizá unos dos metros de largo por tan solo un metro y medio de ancho. Al lado de las angostas camas existe un apretado espacio destinado a los cambios de ropa; espacio que, a su vez, es el necesario para desplazarse, antes de ubicarse en los correspondientes sitios de descanso.

Cuando se trata de un vuelo de larga duración -y se da por sobreentendido que las literas han de ser utilizadas-, uno encuentra que “han sido hechas las camas”; es decir que se han tendido sábanas frescas y que cada cama ha sido provista de almohadas y frazadas. Cuando los pilotos han cumplido con sus períodos de descanso, se espera que reemplacen estos aditamentos por otros limpios y dejan las literas en condición adecuada para ser nuevamente utilizadas. Hay, en estos lugares de descanso, luz de lectura adecuada e independiente. Por lo general, los comandantes prefieren ocupar la litera inferior porque es un poquitín más holgada. Sin embargo, esta es la más incómoda en cuanto al acceso; no se diga cuando se trata de arreglar los bártulos y de dejar bien tendida esa cama…

Se parece este sencillo camarote a los que se encuentran en los trenes y barcos. Le llaman “bunk”, que se pronuncia igual que “bank” (banco), sino que casi sin separar la comisura de los labios cuando se pronuncia la u, que se convierte más bien en una a falsa. Es el espacio diseñado para dormir; pero también para hacer otras cosas que se hacen en la cama. Me refiero a soñar, hacer planes, fantasear e imaginar toda suerte de sandeces y patochadas. Así, unos lo utilizan para hacerse inocentes ilusiones y otros para pergeñar reclamos o para urdir represalias…

Hoy mismo, me he despertado allí y me he puesto a meditar en las restricciones de este espacio reducido; y he recordado los claustros que tenían los hermanos que fueron nuestros preceptores y maestros; en lo limitado, espartano y frugal de aquellos mezquinos espacios… Y he recordado, asimismo, todas las rabietas de las que fui protagonista, porque entonces se me había metido entre ceja y ceja, y cuando tan solo cursaba cuarto grado de escuela, que quería imitarle al santo hermano Miguel y convertirme en hermano de La Salle! Ya había escogido inclusive un nombre de congregación, emulando al patrono de la orden: quería llamarme Juan Bautista. Reverendo hermano Juan Bautista… ni más, ni menos!

Yo no sé cuánto tiempo hubiese durado con aquellos hábitos; que en la escuela llamábamos “el babero” y la sotana. De lo que no me queda ninguna duda, es que pronto me hubiese convertido en un “lego” vanidoso y coqueto; de esos medio traviesos, inquietos y tránsfugas. Pero Dios, que sabe cuidar de sus animalitos (sobre todo de los que son proclives a ciertas debilidades y concupiscencias), sabe también morigerar nuestras tendencias y caprichos; y nos desanima a tiempo de nuestros necios empecinamientos… para gloria de Él mismo; de la santa madre iglesia; y para tranquilidad de fieles y devotos. No se diga de la de familiares y amigos; y de la eventual de una que otra futura enamorada…

Lo que sí me ha quedado, y solo ahora es que lo advierto, es una como extraña obsesión por chantarme una sotana, o casi… Y es que, de tanto ver a los árabes vistiendo su tradicional túnica, me han entrado súbitos antojos de adquirir una propia, para mimetizarme con esas muchedumbres que parecen uniformadas. Por ello he acudido al conocimiento de mi amigo F, para solicitarle su importante consejo, en cuanto a cómo adquirir una (las llaman “thobe”) y a las variedades y particularidades que deben considerarse para que la inminente transacción resulte óptima y aventajada. He llegado al conocimiento de que también existen otras prendas complementarias que deben ser adquiridas, con el objeto de consolidar la elegante apariencia que -no faltaba más- debe ser respetada!

Lo primero que he descubierto, luego de mis enjundiosas investigaciones, es que -como sucede con cualquier prenda de vestir- existen muchos modelos (aunque no se note de primera mano) y una variedad incontable de calidades. A simple vista, solo se notan las diferencias en el cuello y en el puño, similares a las que existirían en las camisas occidentales; pero lo que las distingue principalmente es la textura del tejido. Sin embargo, la prenda que parece otorgar carácter, y además expresar la personalidad del individuo que lo ostenta, es ese pañuelo -casi siempre diseñado con cenefas de color escarlata- que se lo ciñen en la cabeza con una orla elástica de color negro. Es la “ghutra”; la misma que, por otra parte, distingue personalmente a quien la usa, por la forma como opte por llevarla.

Según el F -que no es tan adefesioso como yo, cuando me miro en el espejo-, el atuendo estaría incompleto, si no se lo provee de sandalias adecuadas. Estas deben cubrir parte del empeine y disponer de un eslabón de cuero, a modo de abrazadera, que sirva para instalar, en forma cómoda, a los dedos interiores. Ah… y casi me olvidaba: me ha recomendado unos pantalones, a manera de pijamas, que cumplen con el pudoroso propósito de evitar que el propietario de la túnica revele, a contraluz, la transparencia de sus miembros inferiores.

Es que: no solo deben ocultarse las piernas, sino también la indiscreta claridad…

Dhaka, agosto 12 de 2012
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10 agosto 2012

A la “Güipuzcoa”, por favor!

Intuyo que quien estuvo encargado hace ya muchas décadas, en el municipio capitalino, de la nomenclatura de las calles de un -entonces- muy moderno y recoleto barrio llamado La Floresta, debe haber tenido raíces vizcaínas; y, es muy probable también que conocía el país vasco. Además, sus ascendientes familiares habrían sido bilbaínos o habrían tenido origen en una primorosa ciudad que conozco –llamada Donostia o San Sebastián- y que funge de capital del departamento de Guipúzcoa (Gipuzkoa en euskera o vascuence). Lo afirmo, porque no de otra forma se entiende que exista esa curiosa insistencia de una misma región de la geografía española –Vizcaya y Guipúzcoa-, con el bautismo de aquellas dos calles. Asunto que no estaría exento de una cierta intencionalidad.

Claro que parecida circunstancia involucraría también a Pontevedra, que es la capital de Galicia (las otras calles que ostentan nombres de ciudades españolas son: Madrid, Lugo, Toledo, Valladolid, Barcelona, Lérida, Mallorca, Sevilla, Málaga y Andalucía). Sin embargo, con Guipúzcoa, está claro que estamos frente a un nombre que no es muy conocido en la geografía, y que eso de escucharlo no es tampoco muy frecuente. Es más, la mayoría de los quiteños ni siquiera sabemos cómo pronunciar el nombre correctamente. Lo más frecuente es escuchar una pronunciación bastarda, que ha degenerado hacia un término que incluye una “u” con diéresis (recalcando el sonido de la vocal) y que ha trasladado el acento hacia la “o”. El taxista conoce donde está ubicada la calle “Güipuzcoa”, pero le han hablado en chino si se le pide la misma calle con la pronunciación correcta…

Un breve vistazo al blasón de Guipúzcoa refleja un heraldo que contiene tres arbustos en sinople con fondo de oro, estos se sitúan sobre un listado ondulado de azur y plata; el escudo está honrado por una corona regia y está guarnecido por dos rústicos individuos, barbados, rubios y semidesnudos (las cejas, la nariz y el talante reflejan una innegable catadura vizcaína); ellos sostienen sendos garrotes, similares a los bastos de la actual baraja española. El escudo de armas se complementa con una inscripción inferior, impresa en una cinta de sinuosa apariencia que proclama una leyenda en latín: “Fidelissima Bardulia Numquam Superata” (Fidelísima Bardulia Nunca Superada). Si se escarba un poco, se ha de descubrir que los bardules -o vardules- fueron un pueblo asentado hacia el norte de Castilla, cuando esta todavía formaba parte del reino de León en el siglo X.

He encontrado por ahí un mapa de la situación política de la península ibérica hacia el año de 920, en el que hasta un ochenta por ciento de dicho territorio se encuentra constituido por el Califato de Córdova y por los pequeños estados moros independientes. El resto, lo constituyen el minúsculo reino de Navarra, el pequeño Condado de Barcelona y el reino de León, conformado, a su vez, por las regiones de Galicia, Asturias, Castilla, Bardulia y Cantabria.

Puede verse ahí, que la región de los vardules era tan importante como la de los primeros territorios castellanos. Ello no llama la atención, pues el actual pueblo vasco nunca permitió ser asimilado por los árabes -y ni siquiera, antes, por los romanos-; prueba de ello es que ha mantenido su lengua sin influjos externos. Por demás está recalcar que los lingüistas no encuentran relación del euskera, vasco, vizcaíno, vascuence o vascongado (o idioma de Navarra, como lo conocían los romanos), con ninguna otra lengua indo-europea; de hecho, el vasco no es tampoco una lengua indo-europea. En la práctica, y esto es un fenómeno excepcional de la lingüística, el euskera tampoco está emparentado con ninguna otra lengua en el mundo!

Hay quienes han sugerido que era euskera lo que se hablaba en el mundo antes de la Babel bíblica… Fuere lo que fuere, el vascuence parece haber sido la lengua que se hablaba ya en Europa antes de la llegada de los pueblos indo-europeos. El vizcaíno ha participado inclusive en el desarrollo fonético del idioma castellano. Vascos fueron: el navegante Juan Sebastián Elcano; el fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio (Iñaki) de Loyola; y el genial filósofo y educador don Miguel de Unamuno, la figura más señera de la generación del 98.

Jeddah, 10 de agosto de 2012


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09 agosto 2012

Quando mancan le parole…

Decía mi querido hermano Adrián que “quien va al anca, no va atrás”; no sé de donde había sacado eso -que entiendo es un proverbio castellano-. Lo cierto es que él lo repetía con alguna frecuencia. Yo entiendo que lo que quería expresar era aquello tan cierto de que “a cualquiera le puede pasar lo mismo” (ya que, “la vaca siempre se olvida cuando fue ternero”); o, aún mejor, lo que es más cierto todavía, aquello de que todos tenemos reservado un puesto, ya sea en los sótanos de allá abajo, o en los “penthouses” que esperamos allá arriba, en el reino de los cielos…

Y mi amigo Julito también decía -intuyo que era su particular manera de hacer del limón, su propia limonada- que “ya estaban disparando cerca”, con lo que seguramente quería conseguir un sentido parecido. Hoy me he puesto a meditar en el significado de estas frases, al reflexionar en el título de una película americana; una de esas que uno se pone a ver hasta que le alcance el sueño; más tarde, empieza por interesarse en la trama; y luego termina buscando información relativa a su guion, al nombre de sus protagonistas y hasta de los comentarios que habría merecido. Me refiero a “Before the devil knows, you are dead” (“Antes que el diablo lo sepa, ya estás muerto”); título inspirado en un dicho irlandés que expresa algo parecido: “Ya llevas media hora en el cielo, antes de que el diablo se entere que ya te habías muerto”.

Como sucede con muchas otras sentencias, me confundió su probable sentido original y me puse a buscar el significado de la frase. Mas, lo siento, no he podido encontrar por ningún lado uno que lo encuentre satisfactorio. Me quedo con el que yo mismo habría imaginado; a saber, que… “Nunca se sabe!”. Porque, nada garantiza que los asuntos opten por adquirir senderos o vericuetos inesperados; o, como dicen por ahí: “es que, cuando menos se espera, salta la liebre”. Aquí, el refrán tendría cierto parecido con lo que los sajones conocen como la llamada ley de Murphy, la misma que reza así: “Si algo puede ocurrir en forma desgraciada, así ha de suceder y en forma inevitable”. Sí, porque claro… “Nunca se sabe!”

Pienso, que hay también otras ocasiones, en las que uno está persuadido que ni el diablo se ha de enterar… y que uno cree que ya lleva media hora en el paraíso, antes de comprender que lo que creía que nadie más lo sabía, ya era del viejo conocimiento del mismísimo ángel de los infiernos! O, como diría por ahí, una dueña que yo conozco: “Cuando usted recién se ha ido… yo ya ando de regreso”. Es decir que… lo mismo! O, como dicen en Pichincha: “O sea que… quién sabe!”.

Hoy, por ejemplo, me había estado preparando para mi vuelo de chequeo en mi flamante aerolínea -asunto que ya merecerá una apostilla independiente-, sólo para descubrir que uno de los vuelos que había realizado, no podía contar como uno de los sectores mínimos que debía efectuar en entrenamiento… Este asunto, a más de mi preocupación, fue trasmitido a los encargados de mi acreditación en forma oportuna y conveniente. Sin embargo, solo antes de ser trasladado al aeropuerto, para realizar el vuelo, me he enterado que el esperado chequeo, solo habría de contar como un vuelo adicional de entrenamiento…! Con esto, el aforismo irlandés tendría una nueva interpretación adicional –y muy sugestiva-, la de que “uno puede haberse hasta muerto, y a nadie le preocupa, o se entera”. O, lo que siempre parece empecinarse en suceder: uno es el último en enterarse!

Nada peor en la vida que aquellas circunstancias en las que uno se involucra y no sabe, a fin de cuentas, qué es lo que va a pasar; o en que no sabe a qué atenerse, cuando intuye que lo acertado es “tratar de adivinar”; porque, lo más factible que suceda es precisamente lo inesperado. Allí es cuando uno se convierte, por arte de birlibirloque, en un especialista de la suposición, en un perito de la improvisación, en un mago de la sospecha. Y, al igual que lo que le pasaba al Julito, empieza a hacer su propia limonada con el insípido limón del “no hay mal que por bien no venga”… Ahí empieza a maldecir a todos los diablos y a sus medias horas. Y es cuando comprende el significado de la tonada de Bocelli, aquella de “Quando mancan le parole”!

Sí, porque a veces nos es que sobran, sino que faltan las palabras!

Jeddah, 9 de agosto de 2011
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06 agosto 2012

Medina, sin el Medina

Esa mañana, cuando nuestro inspector nos reunió en el patio de la escuela, habría de informarnos que ese viernes ya no tendríamos que volver a clases por la tarde. Debo haber ingresado al aula exudando mi goce y alegría; y desde luego, propiciando una bulliciosa algarabía. Lo único que recuerdo es que el profesor me conminó a seguir el resto de la hora en condición de “plantonera”, parado junto a la tarima; y dispuso que, ese mediodía habría de quedarme, junto con los demás castigados de la clase, sometido a la tortura de escribir en un cuaderno de caligrafía mi ignominiosa falta; y habría de prometer que en esa falta ya jamás insistiría… Habría de copiar diez planas invocando el mismo mandamiento!

Cuando los demás condiscípulos se hubieron retirado, en aras de iniciar el disfrute del inesperado “asueto”, los pocos castigados que debíamos expiar nuestras condenables culpas fuimos instruidos a que ocupáramos los pupitres delanteros. Junto a mí habría de sentarse un mozalbete corpulento, harto charlatán y lenguaraz, de cabellos gruesos y ensortijados -de aquellos que nunca necesitaban peinarse-, quien sufría el discrimen empecinado de sus demás compañeros. Alguien había descubierto que escondía un delito imperdonable: su modesta madre, era dueña de una recoleta y poco provista tienda de esquina…

Mientras yo seguía escribiendo cien mil veces “no he de saltar en clase después del recreo”; y mientras una pronunciada hinchazón del dedo índice -culpa del inolvidable canutero- se me iba acentuando en forma evidente, escuché los susurros de mi colega de banca que ya estaba próximo a concluir su tarea expiatoria. Quería invitarme a que fuésemos a jugar en un “solar que quedaba vecino a su casa” una vez concluida nuestra ignominiosa tarea. El gárrulo provocador obedecía al apellido de Medina; su índole cotorrera habría de servir para conseguir el permiso, que habrían de concederme en casa, cuando volví de la escuela. Este muchacho  escondía, detrás de su díscola apariencia, un corazón magnánimo y generoso; poco había que raspar en su epidermis para comprobar que en él había más lugar para la bondad que para la rebeldía.

Cuando llegamos a su casa, descubrí que casi no había realmente “una casa”. En cuanto al solar prometido… solo habría de quedar una cancha -de esas de futbol barrial- árida, polvorienta y enorme, que estaba avecinada a la prosaica realidad de un modesto dispendio de abarrotes: aquel negocio que su madre atendía con cortesía. Desde esa tarde, yo habría de ganar un amigo, perder un prejuicio y alimentar una extraña rebeldía. Años más tarde, alguien habría de comentarme que “medina” quería decir en árabe, barrio antiguo, céntrico o de negocios… Me pareció una ironía que medina quisiera decir lo que mi comunicativo compañero habría querido ocultar: un lugar pletórico en comercios y tiendas de esquina…

Hasta que… hace pocos años adquirí un lugar de vacaciones, estaba ubicado en un conjunto al que habían bautizado con un nombre árabe y mediterráneo: lo conocían también con el nombre de “La Medina”.  Sin embargo, solo ha sido hasta hace pocos días que he cumplido con un nuevo designio de la fortuna: ir por primera vez a esa ciudad sagrada para los musulmanes: la auténtica Medina.

Llego a Medina una tarde calurosa y turbulenta, los cerros ubicados al meridión producen inestabilidad en un torbellino que gira con circuitos impertinentes y demenciales. Son cerros que dibujan un paisaje yermo y extraño; podría decirse que estos se asemejan a tabernáculos telúricos, exentos de arbustos y de pastos. Cuesta creer que este fue un día el lugar para refrescar con su oasis a las tribus nómadas y para abastecer sus dromedarios. Esta es la ciudad que diera asilo a Mahoma y a sus seguidores, cuando huyeron de la Meca -la hégira-; mas, como nada está exento de acrimonia, hoy se ha convertido en una ciudad restringida, renuente a albergar a quienes no comparten las creencias de sus habitantes.

Medina es la ciudad del profeta, la segunda ciudad sagrada del Islam -después de la Meca-; es donde justamente se encuentra enterrado Mahoma. Aquí reposan: Fátima, su hija; Omar, su suegro; y, también, Abu Bakar, quien fuera el primer califa. Aquí, muchos de los monumentos históricos han sido destruidos desde el siglo pasado, siguiendo la nueva política religiosa saudita, en el afán de evitar las manifestaciones de idolatría. Medina ha sido, por tradición, el hogar de las más antiguas como hermosas mezquitas. Su nombre quiere decir ciudad o ciudadela. La palabra vendría del arameo “medinta”, de idéntica significación.

Medina está avecinada a un cerro, al igual que el lugar donde estaba ubicada la morada del compañero que hoy recuerdo. Empero, a diferencia de la ciudadela donde una vez habría de jugar con mi antiguo condiscípulo, este es un lugar de carácter esotérico y proscrito. Quizá, un lugar exótico, hermético y mágico donde el pasaporte no sirve para ingresar, y ni siquiera para venir y orar… Un lugar que me hace recordar aquello de que “nunca he de saltar en clase luego del recreo”…

Jiddah, 6 de agosto de 2012
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01 agosto 2012

En la morada de Saud

Estoy de vuelta a Arabia; he regresado diez años después. Un color ocre invade con su arenosa ubicuidad la amplitud de la geografía; y aporta, con su cromática monotonía, a que capitulemos ante esa curiosa sensación de que el tiempo se detuvo, que es la impresión que el forastero experimenta al volver… Arabia (o Arabiya, como lo pronuncian los sauditas) es una tierra de gente afluente y expresiva, que parecería que si no responde a la invitación al diálogo o ignora a su interlocutor, es porque con aquel gesto quisiera manifestar su desdén o superioridad. Esa frialdad contrasta con la actitud espontánea de la tripulación de mi vuelo desde Europa, que me ha distinguido con su amigable cordialidad.

Ya en el terminal del enorme aeropuerto de Jeddah, esa variedad de colores que la gente poco antes exhibía en su vestimenta, de pronto se ha convertido en una sorprendente e intempestiva dualidad. Los hombres visten su impoluta y blanca túnica -una suerte de sotana a la usanza religiosa-, acompañada de un pañuelo que cubre su cabeza; coronado por una aureola negra. Las mujeres, en cambio, cubren su pudorosa humanidad con un similar atuendo de color negro; y, a diferencia de los varones, ocultan los rasgos de su rostro con un velo oscuro de muselina, que les otorga un furtivo misterio y ayuda a esconder su identidad… De su cuerpo, únicamente se aprecian unos diminutos e inquietos ojos; y quizá solo, y muy ocasionalmente, un discreto, desnudo y provocativo calcañar…

Contrario a lo que pudiera presumirse, y llegadas al puesto del exigido control migratorio, ellas, las féminas, no descubren su semblante e insisten en mantener la incógnita y enigmática condición de su embozada identidad. Llegan ellas, en la mayoría de los casos, acompañadas por un mozo que las antecede; este presenta sus documentos y uno adivina que ha de tratarse de un amanuense contratado para el trámite específico de la artificiosa formalidad… En tanto, y mientras el viajero espera por la lenta comprobación de sus propios documentos, un sutil olor a cardamomo se va impregnado en el ambiente y le va otorgando a Arabia el aroma de su íntima identidad.

Durante el moroso y estoico traslado hacia mi lugar de alojamiento, agravado quizá por la tradicional celebración del ramadán, reconozco nuevamente esos sinuosos y prolongados símbolos que conforman la escritura árabe. Son trazos efectuados de derecha hacia izquierda -en contraste con sus números, que son escritos en sentido inverso-. Y, mientras soy transportado en el vehículo, dando pábulo a mi curiosidad y absorto en mis renovadas cavilaciones, reconozco los extraños guarismos que representan sus propios dígitos (‎٠‎١‎٢‎٣‎٤‎٥‎٦‎٧‎٨‎٩‎), -los llamados números arábigos orientales-, que difieren tanto de los nuestros; ya que, los que ahora utilizamos, fueron inventados por los hindúes, recogidos más tarde por los persas, y habrían de llegar a Europa en la Edad Media, montados a horcajadas en los ágiles corceles de la ironía, gracias a las invasiones de los árabes…

Se escucha por doquier un rumor sonoro que irrumpe, acomete y asedia. Luego, la impronta de aquel susurro conquista y subyuga; y entonces la extraña lengua domina y somete con sus jotas avasalladoras, cual si estas fuesen cimitarras, escalpelos o puñales. De pronto, un zumbido ocioso y perseverante se apodera del ambiente; hay en él un rezago de atonalidad, cual espontáneo impromptu, cual acordado ronroneo entre millones de aturdidos e inquietos moscardones. Es la hora establecida para la oración, la cláusula intransigente destinada para la repetida plegaria de los fieles musulmanes. Entonces ellos, solícitos, se dirigen hacia el lugar que les han asignado, para realizar sus fervorosas genuflexiones.

Es cuando el viajero respetuoso se retira; debe esperar la llegada parsimoniosa de la hora del espléndido y pródigo “iftar”, para suspender su ayuno y no despertar inútiles malestares ni, tampoco, antojadizas miradas u hostiles provocaciones…

Riyadh, primero de agosto de 2012
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