29 septiembre 2012

Sin ruiseñores ni vendavales

Los navegantes contemporáneos -el lector me favorecerá con su magnanimidad si así llamo a los modernos aviadores- al igual que lo hacían siglos atrás sus predecesores, han perseverado en la costumbre de mantener un libro de a bordo, llamado también cuaderno de bitácora. Lo hacen, sin embargo, sin la intención de conservar sus datos como testimonio para la posteridad, o con el objeto de demostrar algo; lo hacen simplemente para dar cuenta de lo que ha sucedido en sus viajes; vale decir: para hacer auditoría de cierta información relativa a sus diferentes periplos. Allí registran los detalles de tales viajes: el número de vuelo y la matrícula de la aeronave; los puntos de salida y de destino; el tiempo de vuelo y las horas de despegue y de aterrizaje; la nómina de los tripulantes; las características de la operación y las irregularidades encontradas en su aparato.

Hace algo más de quinientos años, uno de esos registros de viaje habría de dar cuenta de una hazaña inédita y memorable; en él se relatarían los principales acontecimientos de un viaje que habría de influir como ningún otro en nuestro concepto del mundo y que habría de afectar la historia misma de la humanidad. Es la descripción de una travesía que no superó los dos meses en total y cuyo tramo final, que habría de entregarnos el conocimiento de un nuevo mundo, no habría de durar sino alrededor de treinta y cinco días. Su principal protagonista era un hombre visionario y empecinado en probar sus presunciones; él mismo, un marino extraordinario; un hombre oscuro y enigmático, sin embargo; que estaba persuadido de la misión especial que le tenía reservado el destino.

Cuando se lee su cuaderno de bitácora, impresionan sus conocimientos marinos. Cabe destacar que aunque sus cálculos del tamaño de la superficie terrestre estuvieron equivocados, sus conocimientos de navegación, su familiaridad con el comportamiento de los vientos y las derivas, hacen admirar aun hoy cómo pudo haber estimado con tanta precisión el trayecto y la longitud de su formidable travesía. Sorprende más el hecho de que se haya embarcado en su temeraria empresa en una temporada caracterizada justamente por la presencia de fieros y temibles huracanes. Pero esas son las bondades con que premia la casualidad a sus elegidos. Colón nunca tuvo que enfrentar vientos desfavorables y jamás tuvo que lidiar con inquietos vendavales, ni se le cruzó un ruiseñor en su camino…

Para 1492, el año del descubrimiento, el mundo educado estaba ya persuadido que la tierra era redonda: los griegos ya lo habían proclamado casi veinte siglos antes. Eratóstenes había llegado a calcular con relativa precisión la dimensión de la tierra; aunque quinientos años después Tolomeo había calculado ese tamaño como si fuera inferior en una cuarta parte. Colón, lastimosamente, se había basado en ese cálculo equivocado y, además, en un cierto mapa que pudo haber estado adulterado. Es bueno recordar que desde principios del siglo quince los portugueses ya exhibían cartas en las que ya se dibujaban islas en el Atlántico occidental, inclusive una a la que se daba el nombre de Antilia…

Varios documentos sugieren que el almirante ya conocía de la existencia de otras tierras “al otro lado del océano” antes de emprender su travesía. Se insinúa que mientras había residido en la isla de Madeira, habría recibido información de boca de un moribundo: el único sobreviviente de un trágico naufragio. Colón habría conservado esa información con enorme celo y habría tratado de apuntalar su proposición con una mezcla de teorías y especulaciones que le apoyaban y otorgaban sustento. De otro modo sería difícil comprender la naturaleza de su empeño, así como la de su necia como obsesiva figuración.

No está completamente claro en qué basaba Colón sus convencimientos. Ni siquiera se ha definido cuál mismo era su origen. Se especula que pudiese no haber sido genovés, pues favorecía el uso del castellano en sus notas marginales. Sus biógrafos comentan que se expresaba en este último idioma con un acento extraño y que trataba de mantener su identidad en medio del hermetismo. No se descarta que, aunque siempre se presentó como un cristiano ferviente, pudo muy bien haber sido judío converso, o quizá hijo de conversos.

Dicen que el almirante era de elegante y altiva apostura, talvez rubio en su juventud y de cabello lacio; de rostro ovalado, ojos claros y persuasivos, pómulos pronunciados y nariz aguileña. No se conoce con exactitud el año probable de su nacimiento; se estima que habría nacido en 1451. Yo me animo a propiciar una conjetura: era escorpión, y pudo haber nacido en la madrugada de un primero de noviembre. Se me había adelantado exactamente con cinco siglos!

Quito, septiembre 29 de 2012

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25 septiembre 2012

El parto de los montes

Debe haber sido en mis años de escuela que escuché la expresión por primera vez. Hoy me imagino a mí mismo, sentado a la mesa del comedor haciendo mis obligadas tareas y escuchando, casi sin proponérmelo, una transmisión de las discusiones o debates del Congreso que no se perdía la abuela. Entonces, como para dar más enjundia y gravedad a su exposición, alguien la mencionaba a manera de sentencia: “es un parto de los montes!” -decía-. Aquel fue un giro que lo escuché a menudo y, como pudo pasarle entonces -y puede pasarle aún hoy- a mucha gente, me daba la impresión que se refería a algo oscuro, hecho en secreto y con sigilo; en suma, que se refería a algo solapado, subrepticio y clandestino…

Ese era justamente el significado que imaginaba cuando escuchaba pontificar a los “honorables” de esos tiempos (claro que ese fue otro tipo de honorable y que aquellos fueron “otros tiempos”). Y creo que me habría parecido que el sentido perseguido habría sido el mismo que el que se encerraba en otra frase, aquella tan trillada de: “entre gallos y medianoche”… El solo hecho de que se usase la palabra que definía a la acción y efecto de parir, me habría dado la impresión que implicaba la realización de algo furtivo, a más de irregular y recóndito…

Pero… ¿qué hace que el uso del verbo parir -en contraposición a “dar a luz”- tenga, en apariencia, una connotación peyorativa? ¿Por qué, eso de parir, insinúa algo impúdico, oculto y escondido, que involucra la presencia de las tinieblas? Caigo entonces en cuenta que parir es un verbo que no se usa con espontaneidad, que preferimos un impreciso “dar-a-luz”, para expresar “alumbramiento”. Pero… vamos por partes: ¿acaso “alumbrar” no quiere decir también proporcionar lumbre, o sea fuego? Entonces caigo en cuenta que no es solo para proporcionar calor, sino también para obtener claridad, que se utiliza la lumbre o el fuego!

Tengo entendido que en francés se usan expresiones diferentes cuando se quiere decir nacimiento. Se dice “l'accouchement” o “donner le jour”; esta última quiere decir literalmente “dar el día”. He escuchado también que en ciertos idiomas eslavos no se dice dar a luz, sino “dar el mundo”, con lo que se implicaría un sentido de revelar o de descubrir, que es justamente la última acepción de parir que se encuentra en el diccionario de la Academia: “hacer salir a luz o al público lo que estaba oculto o ignorado”. Qué interesante!

Entonces, vuelvo a preguntarme: ¿por qué decimos “dar a luz” prescindiendo de que se lo haga en la oscuridad o a plena luz del día? ¿Se puede dar a luz a oscuras -me pregunto-, es decir “en la oscuridad”? ¿Y, es apropiado utilizar el mismo modo de hablar cuando el parto sucede a oscuras? Para responder, es necesario revisar el sentido original de dar a luz, o de “hacer la luz”, no solo en el sentido de alumbrar o de aclarar; sino en el de algo quizás más importante: el de hacer algo primigenio, algo nuevo; el de hacer algo por primera vez.

Ese es justamente el sentido del Génesis, el primer libro del Pentateuco; ahí se dice que “al principio todo era caos y tinieblas”; y que Dios, en su primer día de la creación, resolvió arreglar eso de una buena vez. Que transformó ese desorden y creó el cielo y la tierra. En cuanto a la oscuridad, sentenció un “hágase la luz”; creó la luz por vez primera y la separó de las tinieblas. Así, “de una”, como dicen en mi tierra, hizo todo esto en forma simultánea, de una buena vez! Por eso que, en nuestro idioma, dar a luz y alumbrar tendrían un sentido de génesis, de inicio, de nacimiento; de algo que sucede en forma primigenia, por primera vez!

En cuanto al “parto de los montes” no es ni lo que los políticos de nuevo cuño ahora se imaginan, ni lo que yo de niño me imaginaba. Solo quiere decir algo insignificante y sin valor; y, especialmente, que no satisface lo que se esperaba. Un parto de los montes es definido por el diccionario como “cualquier cosa fútil y ridícula que sucede o sobreviene cuando se esperaba o anunciaba otra grande o de consideración”. O sea, lo mismo que este humilde artículo, que no intentaba sino "aclarar" algo intrascendente en apariencia; y, frente a ello, “brindar luz”…

Quito, 24 de septiembre de 2012
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23 septiembre 2012

La vida es sueño…

Transijo ante la travesura momentánea de robarme, por una sola vez, el título de la obra de Calderón; y cedo ante la de no usar el nombre completo del autor. No hay nada que más me confunda que la utilización de los apellidos españoles. Me queda la duda de si ese “Calderón de la Barca” era solo un apellido compuesto que no tuvo continuidad o si, por el contrario, constituye un uso arbitrario otorgado por la moda o por la costumbre de un determinado tiempo. Tampoco me queda claro si ese “de la Barca” era su apellido materno.

En este punto, tengo que acudir otra vez a la enciclopedia -cuándo no- para aclarar la duda del inusitado ejemplo; solo para descubrir que Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño… era su nombre completo!

Hoy mismo, existe la dualidad de ciertos nombres que son más frecuentes de ser utilizados como apellidos (Jorge, Borja, García). Esto, sin contar con la rezagada costumbre de utilizar el apellido materno para designar a ciertas personas, cuando el primer apellido es uno de los más comunes. Muestras al canto: Zapatero, en lugar de Rodríguez a secas o de Rodríguez Zapatero; Prado en vez de Fernández o de Fernández Prado; Romero en lugar de López Romero…

Pero, al mismo tiempo, nada me rebela más que la costumbre, cursi y de mal gusto, de cierta prensa deportiva suramericana de utilizar todos y cada uno de los nombres y apellidos de ciertos futbolistas para identificarlos cuando estos se destacan en su disciplina. Si a Juan Ruiz antes se le conocía sólo como Juan Ruiz en su barriada o en la escuela, de golpe ya se le empieza a identificar como Juan Rudecindo Ruiz Quiñones; como que si, al prescindir de todos esos apelativos, ya nadie se habría de dar cuenta quién mismo es el tal Juanito…

No descarto además, y no como excepción a la regla pero sí como elemento que se incorpora a la confusión, el de una serie inagotable de apellidos compuestos: unos recién instaurados y otros de larga data, uso y tradición. Entre nosotros: Gómez de la Torre, Febres Cordero, Durán Ballén o Gómez Jurado; y así, por ese orden… Me queda la duda si todos esos apellidos alguna vez obedecieron a una forma más simple de identificación; o si, por el contrario, siempre fueron lo que hoy son: apellidos compuestos.

He recorrido este interminable circunloquio, solo para hablar un poco de los sueños. Nada hay que más me cabree que la inconsistencia que tienen nuestros sueños. Es probable que lo único que supere mi inveterado enfado sea el que no pueda recordar cuál fue su guion completo. De lo único que puedo estar seguro es que todos soñamos (no solo en la vida, sino también en el mundo de las fantasías que se nos presentan en la nocturnidad). Es más, me han dicho que los sueños se producen todas las noches o siempre que dormimos; y que la única diferencia está en que no siempre los recordamos. O que sucede lo que a mí con frecuencia me ocurre: que no recuerdo algunos de los “apasionantes episodios” de esas extravagantes telenovelas; y eso, cuando no los olvido por completo!

Hoy mismo; o, anoche mismo, para hablar con propiedad, mi sueño tenía que ver con una de mis repetitivas manías de querer transmitir a otros lo que recién he descubierto. Quizá esto se deba a mi íntimo convencimiento de que hay asuntos simples, en las cosas que se deben conocer en nuestros oficios, que no siempre les han transmitido a los demás en forma oportuna y completa. Esa manía mía, es probable que sea la que alimenta el libreto de mis sueños, pero como “los sueños, sueños son”, a veces su transcurso lógico y coherente cede paso a un desenlace  caracterizado por el absurdo y la falta de sentido. Ese sueño, que fue una visión relacionada a mi oficio de aviador, concluyó en forma inesperada, con mi enorme aparato haciendo un aterrizaje improvisado en… un patio de espacio restringido!

Creo que no digo ninguna novedad si insinúo que nuestros sueños quizá han de estar relacionados con nuestros temores y obsesiones. No me queda claro si su realización se produce siempre a todo color, o si esta se produce solamente en blanco y negro… Me parece asimismo, como resultaría lógico colegir, que las experiencias, el avance de la civilización y la tecnología, han ido haciendo cada vez más sofisticados y complejos nuestros sueños. Me pregunto si será por eso que los hombres ya no experimentamos esos sueños cargados de oscuros significados que afligían a los reyes y faraones en la antigüedad. No deja de ser un paliativo que ya no estemos obligados a acudir, para su lógica interpretación, ni a una misteriosa sibila ni a las confusas predicciones del oráculo de Delfos…

Sí, la vida es sueño!

Quito, septiembre 22 de 2012
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22 septiembre 2012

Las paredes que callaron

El tiempo suele estragar con el viento pertinaz del olvido. Por eso, mi primera casa no es otra que la primera que recuerdo. Mis hermanos mayores dicen que antes hubo por lo menos una -si no dos-, que yo ya habría archivado en forma irrebatible en los desvanes del olvido. Por eso, el recuerdo más lejano que aún albergo es el del dormitorio principal en la primera casa de la calle Caldas. Mi memoria me susurra que esa imagen, que todavía creo que conservo, debe estar relacionada con uno de esos cambios de casa a los que estuvo obligada una familia numerosa que trataba de adaptarse a una improvisada situación…

Yo era, a la sazón, el menor de seis hermanos, aunque el primogénito de mi madre. Papá había sido un joven viudo, padre de cinco hijos que se había desposado con mamá en segundas nupcias. Debe haber sido aquel, uno de esos frecuentes cambios de domicilio que habría dado pábulo a mi más primigenio recuerdo. Hay por ahí un somier tumbado por el piso, a modo de cama sin cubrir; existen otros muebles y unas prendas de vestir ubicadas por doquier, sin orden ni concierto. Por algún motivo, que no alcanzo a comprender, algo de todo ese cuadro difuminado e impreciso me dice que las tareas se suspendieron porque alguien se lastimó en aquel trasteo o tuvo algún accidental contratiempo.

Luego habría de venir la casa de la calle Ríos; era una casa pequeña de una sola planta a la que se accedía mediante una escalera guarnecida, cual si se tratase de un segundo piso. Era una villa techada, rodeada de un patio revestido por una capa de cemento. Ahí debo de haber efectuado mis primeros intentos como novel conductor, al mando de un carrito de bomberos que habría de acicatear la inconformidad, si no la envidia, de mis primos y vecinos. Existen por ahí, todavía, unas viejas fotografías que conservan para la posteridad mi ya porfiado engreimiento…

De la siguiente casa, un departamento alto en un ajardinado pasaje en la cuesta que sube hacia El Dorado, me quedan solo frágiles y exiguos recuerdos. En su parte trasera, se avecinada el que sería mi primer jardín de infantes. De esa casa, queda todavía un antiguo retrato familiar en el que ya constamos los primeros ocho hermanos. De ella solo tengo tres recuerdos, aunque bastante concisos. El primero es el de una noche de viernes que uno de mis hermanos realizó una de sus primeras travesuras y tomó sin autorización el vehículo de mi padre. Los demás esperábamos su regreso con ansiedad, mientras una conocida emisora exhibía en la calzada una película de James Dean con un proyector improvisado.

Las otras dos memorias contienen también la reacción irascible de mi padre: una constituye respuesta al ataque de un mal cuidado pastor alemán que había atacado sin piedad a otro de mis hermanos. No puedo olvidar ni la herida abierta en la carne de su hombro lastimado, ni el reclamo incontrolado de papá increpando al agrio, aunque aturdido y acobardado oficial, propietario de aquel mastín, el objeto de su enojado reclamo. La otra memoria inscribe la impronta de un payaso que a más de haberme asustado, me había lastimado con su duro y artesanal chorizo, una tarde de ímpetu carnavalesco y mofa desordenada.

De allí habríamos de ir a la calle Manuel Larrea, a la vuelta de “la Arenas”, una panadería cercana al cine Alameda y vecina al colegio Mejía. Quedaba esa casa, que estuvo signada por el aroma irremplazable de las hogazas frescas, a corta distancia del lugar donde vivía mi abuela; tenía un pequeño patio interior que estaba protegido por unas mamparas de vidrio. Ahí tendría ya mi propio dormitorio, aunque debía compartir mis espacios con las canastas de mimbre ocupadas por los retazos y cortes de género de las obras encargadas al oficio que ejercía mi madre. Allí habría de cumplir también con mi primer encargo, el de asistente en una tarea de carpintería emprendida por mi padre: habríamos de transformar en mesa de comedor, un tambor de cartón duro al que habíamos añadido un tablero circular, para luego pintarlo de un color de tono lánguido.

Tengo, de esa morada, recuerdos encontrados, tanto en los espacios que avivan mi memoria como en los espoleados sentimientos. Me recuerdo a mí mismo, imitando muchas tardes el quehacer de los cantantes, utilizando la ayuda de una vieja escoba, a manera de guitarra. O, recostado en la cama de mi madre, haciéndole compañía en su postrer y aciago embarazo. A esa casa nunca más habríamos de volver, luego de que a ella se la llevarían a una casa de salud, tratando de salvar su interrumpida maternidad, cuando ya había sido demasiado tarde… De la memoria de esa última casa, he de concluir que en la vida hay lugares para recordar, pero que hay otros que es mejor aislarlos en el sótano del olvido.

Esas fueron las moradas que antecedieron a mi inconforme orfandad. A veces paso frente a sus paredes mortecinas y sus portones descuidados; y no deja de invadirme el sentimiento de que solo están habitadas por inquilinos transeúntes, a la espera de que un día vuelva a tomar posesión de sus callados espacios… Como si la vida fuera nada más que un impenitente carrusel, al que, luego del paso del tiempo, se vuelve más tarde a concluir algo que se había dejado inacabado…

Quito, septiembre 21 de 2012
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19 septiembre 2012

De antigüedades y canonjías

Parece que hemos llegado muy temprano a la oficina de operaciones esta mañana; es que, hemos aterrizado también muy temprano y no están listos los billetes de viaje que debían prepararnos, para que viajásemos como pasajeros. Somos en total cinco tripulantes: dos comandantes, dos primeros oficiales y un mecánico que ha acompañado al vuelo. En medio de esa larga espera, asoma otra tripulación adicional completa: ella también está integrada por un número similar de profesionales; todos lucen cansados y esperan continuar hasta el destino siguiente: también van a transportarse en condición de pasajeros.

De pronto surge un problema inesperado: solo existen tres asientos disponibles y están próximos a cerrar el vuelo. En medio de la fatiga y las caras largas, todos esperan que se dé prioridad a quienes primero llegaron y que la prelación sea determinada por el rango y la antigüedad en la empresa. Al fin y al cabo, asimismo sucede casi siempre, ese es el protocolo que se observa y esa la tradición; pero quien lidera el grupo, por alguna circunstancia de relación administrativa, toma una inusitada e imprevista decisión: han de ser los tres comandantes presentes los que han de recibir trato preferencial en ese momento… No me favorece ni perjudica la disposición, y solo medito en la aparente sencillez del comentario de quien fue favorecido: “la cuarta barra siempre es un privilegio!”

Siento por un momento que se ha actuado con arbitrariedad; mas, es ya muy tarde para insinuar otro curso de acción o reclamar a favor de los perjudicados, pensando en que, de todos modos, no existía un número suficiente de asientos. Recuerdo entonces la expresión que escuché tantas veces en mis tiempos de copiloto, o de primer oficial, cuando se nos decía que “la antigüedad era un grado” y así se postergaban mis privilegios. Quizá, en esos tiempos, nos animaba la secreta esperanza de que, llegado un lejano día, disfrutaríamos -una vez ascendidos a comandantes- de esas mismas prerrogativas que entonces se nos escamoteaban. “La antigüedad es un grado”, repetían nuestros superiores; y concluían: “porque autoridad que no abusa, pierde su prestigio!”…

El mío, es un caso curioso, sin embargo. La verdad es que nunca fui un “antiguo”, ni siquiera una vez que llegué a viejo… En TAO, fui primero copiloto y luego un capitán muy joven -tan joven en efecto, que me trataban de “guambra”-. En mi siguiente trabajo de transición, la operación de aviación de Texaco, continué ejerciendo como uno de los comandantes “nuevos”. Luego pasé a Ecuatoriana, en donde, por unos cortos años, fungí nuevamente como primer oficial de vuelo. Ya con casi quince años en la empresa, era todavía el capitán más joven y seguían considerándome como uno de los menores, tanto que cuando a un recién designado mandatario se le ocurrió insinuar que me quería para titular de la aerolínea, no se pensó en que talvez no tendría capacidad para el reto; sino que “no tenía todavía la antigüedad” y que eso podría constituir un demérito!

Más tarde, tanto en Saeta como en Korean Air, en Singapore Airlines como en Great Wall, en China Cargo como en Air Atlanta, fui siempre considerado uno de los recién llegados, uno más de “los nuevos”. O sea que, nunca fui considerado “antiguo”, a pesar de que -a la vez- me fui convirtiendo en viejo! No he tenido, por lo mismo, oportunidad de ejercitar aquello de que “la antigüedad era un grado” y que había que usarla, so pena de perder o disminuir “mis privilegios”.

Bien visto, esta circunstancia ha sido una forma de bendición: nunca he llegado a ser “antiguo” o antigualla (es decir, “de remota duración”)… y solo han tenido que considerarme “un piloto un poco viejo”. Debe ser muy triste ser parte del anticuario, pienso yo; y me conformo con que, aunque no me otorguen un artificioso y supuesto valor, me traten con cierta simpatía y consideración, me cedan ocasionalmente el paso e incluso un lugar para poder tomar asiento…

¡Ay, la cuarta barra y los arbitrios antojadizos, las prebendas y abusos de ocasión, los indultos y franquicias que suelen otorgar aquellos permisivos “huevos revueltos”…!

Jeddah, 19 de septiembre de 2012
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18 septiembre 2012

El otoño de la piedad…

Ha sido un vuelo largo y fatigoso el de esta noche. Hemos iniciado el trayecto en Lagos, junto al Atlántico, un puerto avecinado al ecuador terrestre. Nuestra ruta ha cruzado el continente africano en su punto más angosto, siguiendo la línea de su imaginaria garganta. Volamos ahora sobre Sudán y amanece. La penumbra del crepúsculo se ha ido difuminando. Nuestro destino es Riyadh, en Arabia, ubicada en algún punto del Trópico de Cáncer. Nos acercamos al equinoccio de otoño en el calendario y el sol se va insinuando con su resplandor inclinado hacia oriente.

A estribor todavía titilan necias estrellas rezagadas. Abajo, a los lejos y más allá del horizonte, está la tierra austral donde a esta misma hora quizá juguetean mis nietos. Allá, está próxima a llegar la primavera. Pienso en esta dualidad, en esa paradoja sideral; en que mientras para unos calienta el verano, a otros afecta el frío del invierno; en que mientras unos disfrutan de los días largos, otros tienen que enfrentar la oscuridad y el rigor estacional. Los equinoccios marcan eso: la posibilidad de que los días tengan la misma duración que sus noches. Pienso en lo metafórico y contradictorio de estíos e inviernos, de otoños y primaveras…

De pronto, pienso en esas insurrecciones que llamaron “primaveras árabes” y en el primer libro que descubrí de Henry Miller: Primavera Negra. Hasta que lo leí, no había meditado en las sutiles diferencias que existen entre pornografía e irreverencia, entre obscenidad y erotismo. Su lectura fue para mí un solitario descubrimiento. Por esos años había ocurrido su deceso y para entonces ya me había devorado una buena media docena de sus libros. Así disfruté sus dos Trópicos: el de Cáncer y el de Capricornio; y, más tarde, el impulso salvaje de aquellos polémicos Sexus, Nexus y Plexus.

Fue, con Primavera Negra, que empecé a advertir lo adictiva en que se convertía su lectura. El toque de cinismo de sus relatos, sus infidencias eróticas, el uso hemorrágico de los adjetivos, su forma de construir las frases, esa mezcla brutal de insolencia y de nihilismo que obligaba a un ritmo acelerado para seguir la furiosa narración de sus experiencias; solo para descubrir que hacía falta volver atrás para disfrutar de sus descripciones, para saborear con fruición el uso de las palabras y concentrarse en la fuerza torrencial de su estilo. Había allí una mezcla de impudicia y de rebeldía, de obscenidad y de rechazo a lo establecido. Pero, ante todo, había una como avalancha, impetuosa y agresiva, que se combinaba con sus añoranzas, con sus soliloquios de profeta y con su inconformismo.

Pienso en mis lecturas de Primavera Negra al recordar los episodios de la no muy lejana primavera árabe; y los más recientes que se han ido transformando en un otoño sangriento. Sí, porque si la refrescante floración de unos anhelos de libertad pudo compararse con una primavera; la repentina reacción de grupos intransigentes en contra de las mismas entidades que estimularon y apoyaron su reconocimiento, señala el ocaso del valor de la fraternidad y representa lo difícil que es tratar de conciliar creencias y sentimientos.

De inicio, no puede justificarse la perversa provocación que ha desatado la edición de un documental burdo, ofensivo y lamentable. Quien, a pretexto de ejercer la libertad individual, lastima así las creencias y los valores ajenos, no merece el respeto y consideración de los demás, sino tan solo el repudio más frontal y enérgico. Pues, así como para muchos lo que cuenta es el respeto a su libertad personal, para otros no existe nada más sacrosanto que sus creencias y preceptos; nada más profano que la negación de sus religiosos convencimientos.

Cierto que hay quienes convierten la religión en un fin en sí mismo, o caen con facilidad en el fetichismo -que no es sino otra forma distinta de idolatría- y en expresiones absurdas y condenables de fanatismo; pero, quienes provocan esas exageradas reacciones, están en la obligación de reflexionar en si, con su desdén y desprecio a lo que se constituye en sagrado para los demás, no están también dando pábulo para que se cometan actos censurables por lo desproporcionados, y crímenes condenables por lo horrendos.

No cabe duda que parte de tales reacciones obedece a protervos impulsos inducidos por elementos que abrigan propósitos oscuros, que infunden odio y descontento. Y no cabe duda que al socaire de esas reacciones, existen afanes malévolos y perversos. Pero estoy persuadido que es deber, de quienes lideran las más importantes religiones, de educar a sus miembros para la fraternidad y para buscar la tolerancia universal entre las diversas concepciones y credos.

Jeddah, 19 de septiembre de 2012
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15 septiembre 2012

Los atajos de la cigüeña

Dicen por ahí -los que saben de esas cosas- que no existen atajos, o sendas directas, para la felicidad. Me imagino que ellos ya han advertido algo que todavía los demás no hemos descubierto; ya sea en lo relacionado con las características de ese supuesto camino; o, con lo que es más probable: que lo que llaman felicidad, no esté en la meta o en el destino, sino más bien en la ruta que se ha de trajinar, o en el seguimiento del sendero que se propone como camino.

He caído en esta -quizá- innecesaria digresión, al reflexionar en los curiosos -y siempre tortuosos- atajos y senderos por los que la llamada “cultura popular” hace transitar a la cigüeña, sea con el objeto de utilizar un inocente lenguaje metafórico que explique la concepción y la natalidad, o para buscar una forma fácil de comunicarnos con nuestros hijos y eludir el oportuno esclarecimiento del maravilloso fenómeno de cómo vienen los niños al mundo. Algo en lo más íntimo me hace pensar que no hemos sido muy justos con la cigüeña… con aquello de haberle convertido en permisivo encubridor de indiscreciones y descuidos.

No deja de parecer decidor e interesante, y digno de estudio además, esto de que ciertas culturas hayan optado por asimilar animales que les son extraños a su entorno para justificar o respaldar sus creencias, como es el mismo caso de la cigüeña, o como -para guisa de ejemplo- podríamos mencionar al reno. No existen cigüeñas en América -existen solo en África, Europa y Asia-; y, sin embargo, su simbología es usada como subterfugio en las culturas de los cinco continentes. Y claro, esto ni siquiera se esclarece con aquello de que ellas “no vienen de París”…

El abuso que cometemos con las cigüeñas se debería no solo a que ellas anidan en lugares inalcanzables y alejados, como las chimeneas y los campanarios, sino a que son aves “mudas”, que mal podrían denunciar, contar o revelar nada, ya que, al contrario de la mayoría de las aves que son canoras, ellas carecen de siringe (el equivalente a la laringe de los mamíferos) y, por lo mismo, no están en capacidad de emitir sonidos con su garganta. La forma como está constituida su siringe, permite a algunas aves imitar ciertos sonidos que todos pensamos que estarían reservados a los humanos; es el caso de loros, cotorras y urracas. Quien no ha escuchado el sonido emitido por las urracas, no puede imaginar que exista un ave capaz de imitar con tan espeluznante precisión el lamento de los niños!

Es a la cigüeña que la sociedad culpa por los infantes que hacen una inesperada y espontánea aparición; o, lo que resulta aún peor: a ella se le imputa por los que pudiesen tener un origen desconocido… Es justamente cuando ofrecemos este tipo de curiosa explicación, que los mozuelos empiezan a sospechar de nuestra credibilidad y ponemos en riesgo nuestra integridad como adultos, al tratar de entregar una explicación ingenua de la forma como vienen al mundo los niños.

Porque… mal podrían creer los niños en aves y otros animales que no existen en su tierra; si, además, con la omnipresencia de la televisión y de los ordenadores, ya no subsisten asuntos que carezcan de explicación, ni tampoco existe ningún tipo de información al que ellos no pudieran tener acceso. Los niños ya han descubierto que este trámite “cigüeñero” toma siempre treinta y ocho semanas, y han advertido que ni amazon.com, ni Federal Express, demoran para sus entregas tanto tiempo! Les resulta sospechoso, sobre todo con el franco desarrollo de los “couriers” y demás correos, que estas entregas se hagan tan demoradas y que las urgentes distribuciones sigan haciéndose tan a destiempo!

Lo que ni los rapaces ni “los demás niños” sabemos es la razón para que las cigüeñas sean tan discriminatorias y traigan en bayetas anudadas de dos colores únicos a los niños que transportan… Nadie se explica por qué es que estas aves, de cuellos largos y patas flacuchentas, prefieren el celeste y el rosado; y no ofrecen otras opciones para que cada cual escoja el color de su gusto y libre albedrío… Talvez esto ya desborde el encargo al que se comprometen y entre más bien en el terreno de otro tipo de atajos: el de aquellos otros, los extraños e inesperados con que suele sorprendernos en forma ocasional el destino…

Jeddah, 15 de septiembre de 2012
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12 septiembre 2012

De las barbas en remojo

Esto de escribir resulta un ejercicio de confesión. Encuentro en el mismo una suerte de catarsis. Mas, está establecido que el sacramento de la penitencia no se satisface con el solo propósito de la enmienda y ni siquiera con el contrito dolor de corazón. Pienso yo que ni siquiera basta con la propia confesión, ni tampoco con el recto cumplimiento de la sanción impuesta por el bondadoso facultativo… Digo esto, porque hay pequeños pecadillos en la vida que no se redimen ni con el mencionado sacramento; y uno se ve cargando una y otra vez con su recuerdo, por eso no consigue esconderlos nunca bajo la pesada alfombra del olvido!

Y eso es lo que me pasa a mis años, cada vez que advierto que el cabello me ha crecido. Porque no consigo quitarme de la memoria un travieso subterfugio que solía utilizar de niño cuando venía desde Riobamba uno de mis tíos preferidos. Tengo la sospecha de que a él no le hacía sentirse cómodo aquello de encontrar a sus sobrinos con el pelo descuidado o muy crecido. Entonces, buscando entre su cartera un billete de cinco sucres, nos lo entregaba pidiéndonos que vayamos a visitar al barbero. Así fue como aprendí, con solo acomodarme el cabello sobre el lomo de las orejas, que podía lograr que aquel dinero se mudase de bolsillo…

A una edad en que ya no necesito reservar el importe de la peluquería para dedicarlo a la adquisición de golosinas, me resulta inevitable recordar esos pasados episodios, justo cuando el barbero me cubre con el mantón y me invita a colocarme quieto y tranquilo en su mullido asiento. Es cuando me veo en el espejo y recuerdo mi bribonada y bellaquería... Sonrío recordando todas esas veces que “no” fui ni a la peluquería ni siquiera a leer revistas… Es que, además, no me gustaba acudir a ese lugar, no solo porque quería dedicar ese monto a mis inquietudes y a otras “concupiscencias”, sino simplemente porque no me gustaba ir allá, porque no me hacía ninguna gracia que me cortasen el cabello!

Para nadie es ya un secreto que aquello de no poseer el cabello dócil sea una de mis principales características; por ello, el tener el pelo muy corto solo consigue exacerbar su insubordinación y rebeldía. Hubo muchas ocasiones, sobre todo cuando fui pequeño, cuando, por no dar anticipadas instrucciones al peluquero, descubría que ya se le había ido la mano -y también las tijeras- cuando ya nada había que hacer, ni había cómo remediarlo, solo por culpa de ese prurito mío de devorarme las revistas. Así fue como descubrí que mis cuitas aminoraban cuando me dejaba crecer el cabello, hasta que apareció una sustancia portentosa que regalaba docilidad sin imponer el horroroso lustre que otorgaba la brillantina.

Pero… pasados los años, ni siquiera el gel pudo venir en mi perentorio auxilio! Fui contratado por una empresa de aviación donde el corte riguroso del cabello era una regla protocolaria indiscutida. El “corte varonil” se había constituido en parte de una imagen de carácter militar que los pilotos debíamos respetar cuando vestíamos el uniforme de la aerolínea. Fue cuando mi subterfugio se metamorfoseó, o por lo menos se trastocó: ahora tenía que acomodarme y ocultar parte del cabello detrás del puente de las orejas!

No fue suficiente, sin embargo! Tuve que irme acostumbrando al nuevo estilo; y, en vista de que mi cabello nunca se quiso someter, ni quiso declararme tregua, tuve que yo mismo resignarme y reemplazar, con una cierta cuota de docilidad, mi retobada rebeldía.

Sería mucho más tarde que me habría de enterar que esto de cortarse el cabello con “estilo militar” obedeció a la necesidad, proveniente de las actividades de la milicia, de no dejarse el pelo largo para que los enemigos no agarrasen a los combatientes de sus luengas cabelleras... Inclusive he descubierto, leyendo las Vidas Paralelas de Plutarco, que Alejandro de Macedonia había dispuesto a sus generales que sus tropas se rasuraran también las quijadas, para conseguir que sus ocasionales enemigos no les agarrasen de las barbas desprotegidas!

Quizá sería por eso es que, cuando fui niño, Sansón fue uno de mis personajes favoritos. Que, con solo dejarse crecer el cabello, echó un templo abajo y eliminó al triple de enemigos que los que había aniquilado con la mandíbula de un borrico. Dicen que tenía una fuerza hercúlea y que mató a un león con sus propias manos. Y, todo, porque se gastaba la plata en ir a jugar billar, en comprarse disparates y en montar en motocicletas de alquiler; en lugar de someterse e ir a la peluquería…

Su debilidad estuvo en probar un estilo muy corto. Y, claro, y por sobre todo… en contárselo a Dalila!

Jeddah,  12 de septiembre de 2012
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09 septiembre 2012

El caso del escroto extraviado

Ha tomado casi ciento cincuenta años para que alguien cayera en cuenta y para que, al fin, pusiera el grito en el cielo! Solo así se ha conocido que aquel leoncito de bronce, bravo y arisco, soberbio y altanero, no tenía forma de respaldar sus documentos… Esta es la inaudita historia (la “increíble y triste historia”, llamaría el “Gabo”) del león “que no había tenido huevos”. Nadie sabe si alguna vez se los extirparon unos mozos traviesos, o si -para invadir ya el campo de lo conjetural- alguna vez realmente tuvo escroto; o si, así mismo es que había sido diseñado, ese felino que fungía como custodio en el Congreso de Diputados madrileños…

Lo cierto es que se ha revelado que los potenciales rugidos del feroz animal solo podrían haberse relacionado con su disimulada impotencia y que no tenían que ver con su talante montaraz y fiero. Porque, en apariencia, el metálico ejemplar había sido concebido así de incompleto: sin sus alegóricos “adornos”. Lo que no ha quedado claro es si solo eran las bolsas las que faltaban; o si era también el resto –el otro apéndice- lo que se “echaba de menos”: ese aditamento conocido como lo más emblemático de su corajudo linaje. O sería quizá -se me ocurre a mí hoy- que su autor habría sospechado que la compensación por su trabajo, habría de acontecer en forma tardía e impropia y, peor aún, de modo… también incompleto!

Y todo el embrollo por el faltante descubierto, este de las bolsas testiculares del señor león, se debe, en este caso, a una indiscreción revelada, con nada de insidia y con un mucho de ingenuidad, por un escritor de artículos de diverso interés en las redes sociales. Se trataría de uno de esos individuos que no tienen mucho que hacer y se ponen a realizar todo tipo de disparatadas indagaciones; uno de esos a quienes se conoce por las obras con las que dan testimonio de su ocio y despiste. La sociedad les identifica por ahora con el novedoso remoquete de “blogueros”…

Así es como se ha encontrado que uno de los dos metálicos ejemplares, que estaban ubicados en la cúspide del ya mencionado hemiciclo; y justamente el que más bravura y casta parecía mostrar, era en la práctica sólo un felino eunuco; brutal e indómito solo en apariencia; y que no estaba provisto de unas bolsitas que no son las que sirven para comprar, sino para dar testimonio de valor; para probar facultad de arresto y ferocidad; y para poder sembrar descendencia.

Al caer en cuenta de la insólita carencia, ha comentado el diario El País que “se ha considerado necesario reparar la injusta falta de masculinidad que ha escondido el felino a lo largo de su existencia”. Por ello es que se ha decidido contratar la elaboración del aditamento faltante a quien pudiera encargarse de la fabricación o escultura de esta importante pieza. Todo porque, como sucede en esas historias extravagantes, donde no se encuentra lo que debía estar donde debía estar, al final se recurre a la burda muletilla del “aquí puse, pero no aparece”…

Claro que la reposición vendrá con no pocos cuestionamientos. Esto de “meterle mano a sus asuntos”, en el caso del leoncito perjudicado, habrá de costar nada menos que la suma de tres mil euros! Y todo porque, como indica el medio de información, a alguien se le ha ocurrido la inoportuna iniciativa de “mirar por debajo” algo que la gente normal solo debería mirar sin darle importancia, o sea, “mirar por encima”… Vale comentar que se habría descartado como factible la posibilidad de la sustracción de los aditamentos testiculares del perjudicado felino. “Meticulosas” pesquisas y exploraciones, escrutinios y fisgoneos, habrían demostrado que ahí nunca habían estado “las joyas de la corona”; y que no existe posibilidad de que alguien se las hubiera sustraído en pasado tiempo.

Lo que nadie se explica es cómo alguien ha podido vivir así, por todo un siglo y medio: prescindiendo de sus genitales, de sus entrañables aditamentos… Ni que fuera de palo, he dicho yo! Aunque otros, con más propiedad, y -claro- con mucha más experiencia, han discurrido y declarado… ni que hubiera sido de hierro!

Cosas de la edad de bronce…

Riyadh, 9 de septiembre de 2012


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07 septiembre 2012

El monasterio infinito

Un cántico grave como trueno, solitario y gutural, interrumpe la duermevela y parece reprender con terquedad la inquietud de madrugadoras y postergadas apetencias… Alaaah akbar, Alaaah akbar! -Dios es grande, Dios es grande!- dice la proclama, con el sordo estruendo de su voz. Es el pregón matinal, el mensaje desde el minarete, para recordar la condición del mortal, la vigencia de unas cláusulas rituales que han convertido la vastedad del desierto en un monasterio sin límites. Alaaah akbar, Alaaah akbar! Es la plegaria matutina del llamado a la oración; es recordatorio e invitación, grave cual quejido, triste cual lamento!

Las prescripciones y los cánones religiosos han convertido a este contrito reino en un claustro enorme, en un lugar sin límites. Toda la actividad del hombre se define por las insoslayables horas de la oración; desde antes de la salida del sol, hasta que los fieles ya no son capaces de observar su propia sombra. Y es esa misma sombra la que define la cláusula de adoración -el “Salat”-, y que determina cuándo los hombres deben congregarse para orar y cuándo las tareas de hogares, tiendas y demás establecimientos pueden operar o deben suspenderse.

A ese rezo, que antecede a la madrugada, han de seguir otros más durante el resto del día, a una hora caprichosa que nunca sucede con horario definido; ella tiene que ver con la posición del sol en el firmamento y cambia a lo largo del año para coincidir con la real duración del día. Al llamado matutino del “Fajr”, han de seguir las horas del "Dhuhr" -cuando el sol está en el cenit-; el “Asr”-cuando la sombra del cuerpo es igual a su longitud durante la tarde-; el “Maghrib” -cuando cae el sol, hasta que las estrellas forman racimos en la noche-; y la postrera del “Isha”, cuando el crepúsculo ha desaparecido, y que concluye a la medianoche…

En un breviario o compendio islámico recojo esta información y advierto que "Hay cinco oraciones que Alah ha prescrito para los hombres. Quien las cumpla con la atención que requieren, sin faltar a ninguno de sus pilares, obtiene la promesa de Alah de hacerle entrar en su Jardín”… “porque la llave del Jardín es el Salat”. Efectivamente, la práctica de la oración es uno de los pilares primordiales del credo musulmán, que ha de respetarse, observarse y defenderse. No importa cuán principal, sustantiva o delicada sea una actividad: las horas de la plegaria han de cumplirse -si se quiere- “religiosamente”!

Mas, cosa curiosa, somos los cristianos los que más nos sorprendemos por esta forma en que nuestro hermanos musulmanes han dividido los lapsos de su diaria cronología; sin considerar que dos siglos antes de las predicaciones de Mahoma, ya se conocían y aplicaban en la cristiandad las llamadas horas benedictinas; eran hasta ocho cláusulas diarias que determinaban las horas de la oración; y, aunque se aplicaban en forma preferente en los monasterios y conventos, puede decirse que durante toda la edad media afectaron la forma como la sociedad habría de administrar las horas del día... Hoy son quizá usos olvidados; pero, quienes asistimos a establecimientos confesionales, todavía recordamos esos términos que simbolizaban la partición del día cada tres horas, como: maitines, laudes, tercia, sexta, nona, vísperas y completas… Se referían a las horas destinadas a la oración, que antes se habían realizado hasta ocho veces por día!

Hoy, me temo que, esas horas, las llamadas “horas canónicas”, ni siquiera se las observa en las comunidades monásticas; sin embargo, ya hemos olvidado que las actividades del mundo occidental siguieron por muchos siglos el mismo ritmo que sus rezos. Hace solo cincuenta años el Concilio Vaticano volvió a propiciar el retorno de todos los creyentes a esas continuas prácticas recurrentes de oración, un régimen que hasta hace poco se aplicó en la cristiandad… pero, la modernidad a menudo se empeña en archivar -con su desmemoria- el no tan lejano medioevo.

Jeddah, 6 de septiembre de 2012

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05 septiembre 2012

Tierra recién encontrada

Yo creo que fueron el frío y la nieve. Sí, sobre todo, el frío! Eran esos mis primeros meses en Ecuatoriana de Aviación y, aunque yo era todavía nuevo como copiloto, ya aspiraba a que me enviasen a mi primer vuelo transatlántico. Eran los tiempos en que los peregrinos nacionales viajaban a Jerusalén, aprovechando que los aviones de la compañía iban a Ben Gurion a realizar sus inspecciones mayores o a efectuar sus chequeos de mantenimiento. Algunos vuelos anteriores al que me correspondería hacer, habían cruzado hacia Europa a través del Atlántico Norte, haciendo escalas en Gander, Canadá, y en Reykiavik en Islandia.

En lo personal, yo soñaba con cumplir con esa, mi primera travesía. Gander está ubicado en la isla de Terranova; bautizada así por Giovanni Caboto, cinco años después de la hazaña de Colón. Terranova dio su nombre a toda la parte atlántica del territorio del actual Canadá, que incluye a buena parte de la península del Labrador. En inglés se la conoce como Newfoundland, que quiere decir “Tierra recién encontrada”; aunque es una tierra que supuestamente ya había sido encontrada quinientos años atrás por Leif Ericson, un vikingo hijo de Erick el Rojo… No importaba quién la hubiera descubierto, para mí significaba que la iba a descubrir por primera vez!

Pero… creo que fue el frío! Al final, el departamento de operaciones optó por una ruta distinta: se decidió que el vuelo operase vía las Islas Canarias, luego de abastecerse de combustible en un lugar de las Antillas llamado Pointe-a-Pitre.

Habrían de pasar más de veinte años antes que empezara a ver a Gander desde el aire con una frecuencia inusitada: casi una vez al mes. Eran ahora mis vuelos como comandante de Singapore Airlines, en las rutas desde Europa a Estados Unidos o en sentido inverso. Cada vez que miraba hacia abajo y contemplaba el ahora poco utilizado aeropuerto, no podía dejar de recordar la tragedia del DC-8 de Arrow Air que, en esos mismos años que yo había tratado de hacer mi primer vuelo vía Terranova, se había desplomado allí mismo, luego del despegue, debido a acumulación de hielo en la superficie de sus alas… Más tarde, los que en todo ven “teorías conspiratorias” sugerirían un motivo terrorista a la hora de la investigación!

Y el vuelo debía haber pasado también por la isla de Islandia, la misma tierra que habría servido de puerto de salida para los olvidados descubrimientos vikingos. Los nórdicos habrían llegado a la isla de Baffin, luego a la península de Labrador y a una tierra que llamaron Vinland, porque encontraron unas frutas similares a las uvas. Este probable viaje solo había sido aceptado como una teoría febril y sin sustento, hasta que en mis años de escuela una pareja de arqueólogos descubrió, en el norte de la isla, los restos de un interesante asentamiento de inconfundible carácter escandinavo. El lugar era conocido como Ensenada de las Praderas o L’Anse aux Meadows -deformación del nombre L’Anse aux Méduses, o Ensenada de las Medusas-. Ahí, gracias a los modernos métodos que tiene la investigación científica, se ha comprobado que el temerario Leif había estado efectivamente en las tierras que reclamaban las sagas nórdicas!

Y, así como los islandeses hace ya unos mil años descubrieron parte de lo que hoy llamamos América, me ha correspondido también a mí “descubrir” esa isla llamada Islandia por medio de su cultura, su gente y por medio de la empresa para la que ahora presto mis servicios profesionales. No conozco aún su áspera geografía, pero he empezado a percibir su cultura y el carácter insular de su gente. Por ahora, se me hace un tanto difícil interpretar su acentuado sentido de reserva. Intuyo que será debido a su natural discreción o, probablemente, a su manifiesto sentido de la prudencia. O, quién sabe, puede también que sea el frío…

Jeddah, 5 de septiembre de 2012
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04 septiembre 2012

Ah, cabeza muerta!

Estoy en el terminal de Riyadh, haciendo tiempo para que procedan a efectuar el embarque de pasajeros; de pronto, y sin saber porqué empiezo a tararear la letra de la canción de Serrat, letra que nunca sé si es del mismo Serrat o de Antonio Machado: aquella cancioncita tristona titulada Pueblo Blanco…

El sacristán ha visto

hacerse viejo al cura.

El cura ha visto al cabo

y el cabo al sacristán.

Y mi pueblo después

vio morir a los tres...

Y me pregunto por qué nace la gente

si nacer o morir es indiferente.

Si yo pudiera unirme

a un vuelo de palomas,

y atravesando lomas

dejar mi pueblo atrás,

juro por lo que fui

que me iría de aquí...



Pero los muertos están en cautiverio,

y no nos dejan salir del cementerio…

No voy de piloto esta mañana, voy de supernumerario (es una palabrita que no está entre mis preferidas); o sea que voy de pasajero en un asiento que todavía no me ha sido asignado. Esta es una designación que alrededor del mundo se conoce con un nombre, si no derogatorio, por lo menos curioso: “dead head”; o, lo que es lo mismo, “cabeza muerta”. Se abrevia DH, que en aviación no solo quiere decir “Decision Height” sino eso: cabeza muerta! Y hoy viajo otra vez como DH y me pregunto de dónde es que salió, o se originó, la extraña costumbre de identificar con ese nombre a los empleados de una determinada empresa, que deben trasladarse a otra estación asignada por su compañía, sin pagar pasaje.

Empiezo a investigar -disculpen por mi inveterado oficio- y descubro que hubo una época que en los trenes se transportaba o acarreaba ganado; el pago se hacía solamente por las cabezas que llegaban vivas; y ningún cargo se reclamaba por aquellas cabezas que hubiesen llegado muertas. Luego el terminajo empezó a ser utilizado para designar a los pasajeros que pertenecían a la transportadora y que, obviamente, como eran parte de sus mismos quehaceres logísticos, iban en asientos que no se vendían y que no producían réditos o utilidades.

A veces, en su necesidad de “posicionarnos”, es decir de ubicarnos donde quiera, y a como de lugar, las empresas nos otorgan asientos que no siempre gozan de las mejores comodidades; en casos así pudiera decirse que volamos en condición de cabeza muerta, pero que llegamos en calidad de ganado y con todo el cuerpo en calidad de cadáver… no solo la cabeza! Además, casi siempre es un requisito, para desplazarse en estas condiciones, el de viajar uniformado, con lo que -claro- los demás pasajeros no dejan de preguntarse que quién está en los controles, si se supone que éramos nosotros los que debíamos estar “manejando”…

En ocasiones consigo un asiento privilegiado. Muchas otras veces, sin embargo, me siento como en la canción de Machado-Serrat, como que estoy en cautiverio, y a sabiendas de que no me dejan salir del cementerio…

Riyadh, 4 de septiembre de 2012
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01 septiembre 2012

Cuando viernes es domingo

Hoy por la mañana fui repetidas veces a retirar mi ropa de la lavandería; había procurado tomar en cuenta el horario de cierre que el local tiene establecido. La encontré cerrada una y otra vez; y luego de molestarme y, quién sabe, si también de demostrar mi enojo y exhibir mi mal talante, descubrí qué era lo que pasaba: era que hoy era viernes, lo que en el mundo islámico equivale a domingo, nuestro día de descanso: el relajado día para ir de paseo o para ir a misa en familia!

Cuando más tarde, hice tiempo para evitar que al llegar el centro comercial, este estuviese cerrado, me topé con que, ni bien lo habían abierto, cuando todos los establecimientos tuvieron ya que cerrar nuevamente sus puertas. Era que se había decretado la hora de la plegaria vespertina. Esta cláusula nunca sucede a la misma hora, y tampoco a una hora exacta en Arabia. Daría la impresión que se trata solo de una impostura o de una misteriosa y secreta confabulación para conseguir que los extranjeros, a quienes aquí nos llaman “infieles”, pudiéramos perder la paciencia o renunciar para siempre a nuestros empecinamientos…

Bien visto, no parecen importar los horarios en esta tierra calurosa y desértica; las continuas interrupciones de la vida civil, marcadas por el anuncio recurrente que llama a la oración, parecen determinar las prioridades del mundo musulmán y definir su estilo de vida. Contrario a ese desprecio por la cronología, hay aquí muchos almacenes que venden sobre todo… relojes! Y, esto no deja de tener su particular ironía. Si se mira con atención, con facilidad se comprende que en un mundo donde no se da preferencia a la puntualidad, hace falta consultar con frecuencia el reloj para saber cuándo la plegaria empieza y cuándo termina…

Aprovecho de este viernes “dominguero” para visitar los nuevos desarrollos urbanísticos de Jeddah; y descubro urbanizaciones y complejos acaudalados y sorprendentes. Ellos siguen una línea que roza la costa de ese cuerpo de agua sosegado que es el Mar Rojo. Puede verse el ímpetu y la opulencia de una clase media alta que, detrás de las túnicas blancas o negras que parecen uniformar a sus hombres y mujeres, esconde un gusto por disfrutar de los mismos artilugios que crean curiosidad, y eventual bienestar, en los hombres de todas las latitudes.

De vuelta ya al distrito donde me alojan, encuentro de nuevo una costumbre que llama la atención, de la sociedad saudita: es su incuria por mantener la ciudad limpia. Se encuentran desperdicios, botellas plásticas vacías y latas trituradas, arrimadas a todas las aceras. Da la impresión no solo que no existen ordenanzas adecuadas y sistemas de disuasión y control; sino, sobre todo, que el vecino de la ciudad, lejos de haber interpretado los beneficios de la limpieza, ha emprendido en una insólita campaña por ensuciar la ciudad como una forma de declarar su propiedad, de decretar que la ciudad es suya y que ya nada más cuenta!

En instancias así, uno cede al impulso de tomar prestado el título de una de las primeras novelas que leyó en su adolescencia: “La ciudad y los perros”, y decide bautizar a la barriada de Al-hambra como “La ciudad y los tarros”. Es que, son tarros vacíos y aplastados los que se observan por doquier; como que todo ese enorme caudal de recursos de las arcas públicas sauditas no daría sustento para implementar un sistema de recolección de desperdicios y hacer promoción en favor de la limpieza… Pero perros, en cambio, no se ven, o no existen en esta tan desigual península. Hay gatos, muchos gatos, aunque todos esmirriados y famélicos…

Jeddah, 1 de septiembre de 2012.
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