30 enero 2012

La vida es dura!

Parece ya no importar la hora a la que vaya a la cama; pues, con independencia de la hora a la que me acueste, termino despertándome luego de seis horas de sueño o a las seis de la mañana –lo que suceda primero-. Por ello, no me gusta ya ir muy temprano a acostarme, ni caer en la tentación de trasnochar: en el primer caso termino despertándome muy temprano; y en el segundo, resulto afectado por una muy fastidiosa privación de descanso apropiado. Tan frustrante es tal exigüidad que, aunque me distienda y me lo proponga, no consigo recuperar ese descanso reparador y elemental que siento que mi organismo me reclama.

Por esto que podría decirse que no ha dado frutos mi estrategia temporal de ir a la cama más temprano, en previsión de conseguir un despierte prematuro con el objeto de asistir a un torneo de golf, que ha organizado el club al que pertenezco. Aunque… bien pudiera insinuarse que a mi edad, habría vuelto a sucederme lo que ya nos pasaba en la escuela, cuando asistíamos a los paseos de curso que se organizaban en la clase; y cuando, en la preocupación de que no sonase la alarma que habíamos programado, terminábamos en precoz vigilia cuando todavía faltaban más de dos horas para la hora anticipada… Pero no, parece simplemente que he ido llegando a una edad cuando mi grado de adaptación a los ciclos de sueño ha ido cobrando una cierta rigidez en la duración que tiene su cronología.

Así que, heme allí: consultando en la oscuridad el lento transcurrir de las agujas que marcan el tiempo, hasta cuando, con el más ligero atisbo de luz natural, pueda ya utilizar los mejores recursos de mi capacidad de desplazamiento clandestino para, en ejercicio del más absoluto sigilo, introducirme en el cuarto de baño y abrir la ducha para enfrentarme, en el frío intenso de la madrugada, a un chorro de agua que parece obstinarse a regalarme la generosidad de una tolerable temperatura, hasta que finalmente puedo disfrutar de un regaderazo cuyo ruido no sea opacado por mis poco reprimidos gemidos de rechazo…

Cuando mis trasiegos de limpieza han concluido, recojo los necesarios bártulos de aseo y las prendas de recambio que más tarde me han de ser requeridas, acomodo estas provisiones en mi maletín deportivo y me dirijo al vehículo en el que he de emprender mi ya rutinario viaje hacia el campo deportivo. Es un periplo tranquilo y entretenido, aprovechando de la ausencia de tránsito y de la transitoria agilidad que tienen las vías a esa hora de la madrugada.

Al llegar al estacionamiento, entrego al asistente la talega con mi equipo. Acudo entonces al área de canceles donde visto la indumentaria y los accesorios que son necesarios. Me sirvo un breve y frugal refrigerio y acudo al campo de práctica para “golpear unas pocas bolas”, antes de iniciar el acostumbrado ritual de una nueva mañana de golf en las canchas. Satisfecha tal liturgia, me inscribo en la caseta de registro y me dirijo a iniciar ese “vía crucis de dieciocho estaciones” en que consiste este entretenimiento alucinador y esquivo. Nadie puede entender cómo alguien puede someterse a los rigores de un continuo deambular de alrededor de siete kilómetros, persiguiendo una pequeña pelotita a la que se ha de tratar de introducir en un hoyo diminuto, desdeñoso y arisco…

Pero… algo en el juego pone a prueba nuestra ecuanimidad y perseverancia. Tantas bolas que no se las vuelve a encontrar; que se desaparecen en el bosque; que se ocultan en el pasto o en los matorrales; o que con terquedad insisten en ceder al raro magnetismo que parece emanar del agua de los estanques… Luego habrá que enfrentarse a la dificultad de las trampas de arena y a la impredecible ondulación del afeitado relieve del césped de alineamiento final –lo que los golfistas llamamos “área de pateo”-. Al final vendrán las cuentas y el registro de los marcadores respectivos, el balance de las ocasionales apuestas, el baño refrescante y renovador, los comentarios del desempeño del grupo y la reiterada renovación de propósitos para corregir las imperfecciones descubiertas...

Hoy, mientras conducía el auto de regreso, he pensado en un extravagante personaje que conocí alguna vez en mis tiempos de oriente. El pobre individuo se quejaba como un Jeremías de los rigores de la vida y comunicaba su continuo lamento de los infortunios y vicisitudes que tiene la existencia. Pronto adquirió el remoquete de “vida dura” y así es como pasaron a identificarle sus conocidos en aquel campamento petrolero que había junto a lo que se llamó Lago Agrio.

A veces les comento de los desconsuelos y desengaños que produce la práctica del golf; por ello cuando me refiero a esa forma de entretención, no lo hago con el afán de hacer una apología del ocio o de un pasatiempo que sugiere elitismo o afluencia; lo hago para destacar la enorme perseverancia que se requiere para progresar en las técnicas y estrategias de este deporte que ofrece satisfacciones tan desdeñosas y esporádicas. Hoy, mientras estuve en el área de canceles se me acercó un colega y al comentarme que me había visto practicando con frecuencia durante los últimos días, en forma casi maliciosa me insinuó: qué vida tan dura, verdad? Sí -atiné a responderle-, es una condición angustiosa y desesperada, una realidad atroz e insostenible: una horrible situación… Sí, la vida es dura!

Quito, enero 28 de 2012
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24 enero 2012

Prolapsos y adenomas

Es probable que a nadie le guste someterse a chequeos o evaluaciones; y es factible que esto obedezca a que a nadie le gusta sentirse observado. Por ello, en el caso particular de los aviadores, a más de las evaluaciones periódicas para comprobar su aptitud o idoneidad –es lo que se llama “proeficiencia”, a falta de mejor traducción y a sabiendas de que se trata de un anglicismo-, ellos deben someterse a una serie de pruebas médicas semestrales que han de respaldar la periódica renovación de los privilegios contenidos en sus licencias aeronáuticas.

Contrario a lo que puede sugerirse, cualquier “sorpresa” en la detección de alguna dolencia o anomalía, no produce en los examinados la natural satisfacción de que se haya detectado una enfermedad con oportunidad; por el contrario, como estos resultados pudieran generar la automática suspensión de la licencia aeronáutica que poseen, además de las reiteradas comprobaciones y adicionales chequeos, ponen a los profesionales de la aviación, en casos ocasionales, frente a una serie de circunstancias que echan al traste con su tranquilidad y distensión. Todo esto, sin tomar en cuenta la temporal o definitiva suspensión de su medio de ingreso económico y de su método de supervivencia.

Quizás por ello, y debido a la ausencia de medios compensatorios que aseguren la actividad de los profesionales de la aviación, no es raro encontrar cuando uno acude a tales comprobaciones y chequeos, un cierto aire, si no de ansiedad por lo menos de nerviosa expectativa. Es que cualquier desmán o exceso en los días previos a la prueba fisiológica, puede crear de pronto una condición que no se la había previsto. Entonces, a más de los incómodos re-chequeos y de los nuevos desplazamientos requeridos, se suma la posibilidad de que se alteren y aún suspendan los programas de vuelo individual que habrían estado planificados. De allí que, tal chequeo nunca deja de afincarse en ese movedizo terreno que constituye, si no el de lo inesperado, por lo menos el de lo imprevisto.

En mi caso personal, llevo cuarenta y dos años sometiéndome a estas pruebas de carácter médico. Durante los primeros quince años tuve que acudir a una base de la Fuerza Aérea donde, luego de los procedimientos de seguridad e identificación respectivos, debía guardar la necesaria secuencia a objeto de recibir la atención requerida, mientras se ofrecía –como resulta lógico- servicio prioritario al personal militar que acudía a aquel departamento especializado en medicina de aviación. Allí, en ese ambiente caracterizado por la sobriedad, la obediencia y la disciplina, esperábamos nuestro turno los aviadores civiles, confundidos con los oficiales, el personal de tropa, e incluso con los conscriptos y los aspirantes que pugnaban por ingresar en aquella institución aérea.

Así, unos cinco años después de haber iniciado este tipo de exámenes médicos, un buen día se me detectó una de esas anormalidades que uno está persuadido que solo se las encuentra a los demás. Como siempre procuré hacer deporte y tuve la preocupación de no abusar de mi cuerpo; y como además, por precaución, había sido nuestra costumbre evitar el alcohol y cuidar de la dieta, sobre todo durante los últimos quince días anteriores al chequeo, jamás esperábamos que las imprevistas sorpresas se pudieran presentar. A lo sumo y debido también a nuestra juventud, lo que ocasionalmente se nos recomendaba era: controlar el colesterol, cuidar los triglicéridos o dejar de fumar. A veces se nos requería un cambio en la medida de los anteojos de lectura o se nos daba alguna prescripción para controlar alguna condición fácil de curar o de controlar.

Aquella tarde, sin embargo, me llamaron a sus oficinas los facultativos y en lugar de entregarme el certificado de mi aptitud médica, me pidieron que acudiese a realizarme nuevas comprobaciones en una clínica cardiológica de la ciudad, pues se sospechaba que cierta arritmia que habían detectado, podía obedecer a una desviación o prolapso de la válvula mitral. Esta válvula, que como su nombre lo indica tiene la apariencia de una mitra de obispo, es la que permite el flujo de la sangre entre la aurícula y el ventrículo del lado izquierdo del corazón.

Pude enterarme entonces que esta anomalía aquejaba a la séptima parte de la población mundial; el defecto venía muchas veces desde el nacimiento y en algunos casos desaparecía, en parte de los afectados, en el transcurso de la vida. Es más, la mayoría de los aquejados, ni siquiera se enteraba de poseer la dolencia y llevaba una vida saludable y sin complicaciones relativas. En mi caso particular, se presentaba con una leve arritmia ocasional, la misma que parecía estimularse con ciertos medicamentos, la ingestión de alcohol o la cafeína. Años más tarde habría de descubrir que el síntoma se exacerbaba con los afectos del cambio de hora (jet lag) y con la privación de sueño adecuado y reparador.

Ayer, con el ánimo de actualizar mi licencia de piloto, he vuelto después de casi quince años al Centro de Evaluación Médica de la Aviación Civil. Al no existir, o no encontrarse mi ficha médica, he tenido que relatar y hacer referencia a mis anteriores diagnósticos y novedades del pasado. Esta vez me han aclarado que tal condición no representa lo que los cardiólogos llaman una “miocardiopatía” y que para respaldar la otorgación del certificado habría de realizar un par de pequeñas pruebas que confirmarían el diagnóstico referente a mi declaración.

Lo que sí he tenido que “ir a traer de la casa” ha sido el resultado de unos exámenes que me había efectuado por mi cuenta el año pasado, los mismos que habían dado como resultado la presencia de un pólipo intestinal con apariencia de adenoma; uno de esos tumorcillos de carácter benigno que por su aspecto, despiertan la inconclusa sospecha de que pudiera tratarse de una condición abierta a futuras complicaciones. Las comprobaciones y pruebas que conducen a estos diagnósticos no son exigidas por la autoridad aeronáutica; pero cuando los síntomas se han presentado, ella quiere tener el aval y respaldo que deje en claro cualquier tipo de duda o incertidumbre. Es que… como yo, nadie es perfecto!

Quito, enero 24 de 2012
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21 enero 2012

Pecado de omisión

Eran mis tiempos de joven comandante de la desaparecida Ecuatoriana de Aviación; entonces mis colegas de las distintas asociaciones me habían otorgado el generoso mandato de representarlos a nivel nacional. Existía por esos días un tema candente que generaba discusiones y controversias: la aplicación del Código del Trabajo en las relaciones laborales de la empresa en la que muchos de nosotros prestábamos nuestros servicios profesionales. La situación contravenía la clara disposición de la Constitución vigente, porque estando la empresa estatal adscrita a la Fuerza Aérea, se había establecido que la norma a aplicarse debía ser un “reglamento de régimen de empleados civiles de las Fuerzas Armadas”.

El debate debe haber, en su momento, crispado los ánimos; debe haber puesto a prueba nuestro sentido de coherencia, nuestro concepto de lealtad institucional, nuestra perseverancia en las instancias jurídicas y sobre todo el convencimiento de que cuando se ven con claridad las evidentes razones y los escondidos pretextos, es más fácil conservar la armonía y resolver las discrepancias. Por ello, más tarde, los organismos encargados de resolver el desacuerdo, e incluso los protagonistas del ocasional conflicto, habrían de coincidir en que, no siendo el objetivo primario de la empresa de bandera la seguridad del estado, sino más bien la transportación pública, era pertinente aplicar la reclamada ley laboral.

Esa aplicación de un instrumento jurídico inadecuado, era rezago de unas normas de reordenamiento del estado que se habían implementado en un gobierno de facto que había existido años atrás en la república. Sí, porque aunque casi no lo recordemos, fue frecuente en el pasado que existieran esas iniciativas que se dieron en llamar con el eufemismo de “manu militari”. Porque, hubo tiempos en que los militares tomaron de improviso el control del estado, sea con el argumento de preservar la institucionalidad del país o con el de resolver los conflictos que se presentaron entre los poderes del estado.

Mas, a esa filosofía institucional que reclamaba la participación castrense en el desarrollo de la sociedad, habría de suceder otra que, consciente de la necesidad del fortalecer a esas mismas instituciones para poder enfrentar sus tareas específicas, propiciaría el compromiso y la obligatoriedad de que ellas no fueran “deliberantes”. Ahora bien, si por otra parte las fuerzas armadas representan la garantía y el respaldo de la institucionalidad democrática, ¿cómo era posible que subsistiese tal garantía, si ellas no estaban en capacidad de ofrecer su consejo y aun su voz orientadora, si ya no estaban en condición de hacer advertencias y de invitarnos a reflexionar? ¿Cómo cumplirían su deber si permanecerían calladas?

En los días precedentes a este comentario, hemos sido testigos de una serie orquestada de ciertos muñequeos subrepticios, destinados a soslayar claras disposiciones constitucionales. Se ha determinado, para muestra de ejemplo, que los ciudadanos nos podamos tener acceso a información relativa a los nuevos candidatos, con el pretexto de que esto pondría a los medios en una posición parcializada; se han hecho reformas a destiempo, contraviniendo disposiciones constitucionales; se ha eliminado la obligatoriedad de renuncia de los servidores públicos a efecto de que pudiesen participar en nuevas elecciones. Si todo esto demuestra argucia y arbitrariedad, si todo esto debilita la democracia y el estado de derecho, si claramente se ha conculcado el derecho a informarse y a informar, entonces la pregunta de cajón viene por sí sola: Ante todo esto, ¿qué es lo que dicen las fuerzas armadas? ¿Por qué no han hecho sus acostumbrados “llamados” o “invitaciones a la reflexión”? ¿Por qué es que se encuentran tan calladas?

En mis tiempos de colegio y de Palestra, se puso de moda el hablar de un pecado que no constaba en el listado de los inventariados en los diez mandamientos. Se lo había dado por llamar “pecado de omisión”; consistía en el pecado de incuria o negligencia, cuando dejábamos de decir o hacer las cosas; cuando, callando o inactuando, pasábamos a ser parte del problema y no parte de su solución. Más allá de nuestras convicciones religiosas, estoy persuadido de que hay horas en la vida de los pueblos, horas críticas, en que los hombres y las instituciones están llamados a impulsarnos hacia la cordura; a exhortar a la decencia y la reflexión!

Quito, enero 20 de 2012
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17 enero 2012

Demasiados vehículos!

Con el paso del tiempo el tránsito vehicular en Quito se ha ido convirtiendo en tortuoso e insoportable. Esta es una circunstancia incómoda, pero no deja de tener su intrínseca lógica. Y es que, como las ciudades crecen, su población aumenta y el hecho consecuente es que también aumentan los automóviles y los problemas se multiplican. Pero… si el aumento del tránsito vehicular determina la complicación existente, entonces ¿por qué no enfrentan idéntico problema todas las demás ciudades que exhiben un número considerable de habitantes?

Como ya se ha observado, la ciudad experimenta una problemática que es amplificada por las características de su configuración física. Como la capital se encuentra ubicada en medio de un valle angosto, carece de suficientes vías de comunicación de carácter longitudinal. Esto se agrava también por la ausencia de autopistas o vías de alta velocidad que sirvan para desahogar las congestiones que se van creando. Además, ciertas actividades comerciales e institucionales parece que se concentran en ciertos sectores claves de la urbe, generando la presencia de estos cuellos de botella que parecerían tener un signo insoluble.

En nuestro país que, como buen país latino, se critica y se reprocha tanto acerca de las inconveniencias públicas y de la calidad de los servicios básicos, daría la impresión que no existiese un organismo dedicado al estudio y resolución de esta molestosa temática; y tampoco suficientes y adecuados mecanismos para que la ciudadanía pudiera expresar sus iniciativas y eventuales sugerencias. Es conocido que los problemas se acentúan debido a la carencia de una cultura adecuada y a los problemas adicionales que genera la falta reconocida de un método masivo de transporte; pero es inadmisible que pareciese que tanto las autoridades como los usuarios tengamos que armarnos de paciencia y cruzarnos de brazos, hasta que estemos en condición de construir un tren subterráneo o una autopista que permitan cruzar la ciudad en un tiempo reducido.

Si el problema del tránsito se ha exacerbado por la presencia exagerada del número de vehículos, hay que empezar por reconocer que el actual sistema de “pico y placa” no ha producido la descongestión esperada y que es insuficiente para aminorar los factores de densidad vehicular. Mientras se consideran otras opciones que pudieran ser más drásticas –como la radicalización de la medida- sería interesante implementar otras iniciativas que ayuden a reducir el número de autos que transitan en la ciudad. En este sentido, no se trata de aumentar el costo de los automóviles, pero de encontrar nuevos mecanismos –como el uso de transporte compartido- cuya implementación bien pudiera ser incentivada y aplicada para disminuir la tormentosa congestión vehicular.

Entre otras cosas, debería establecerse una política agresiva de construcción de parqueaderos y aplicar nuevas ordenanzas relativas a nuevas construcciones que deban cumplir con esta adicional obligatoriedad. Hay otros asuntos adicionales, como la sincronización adecuada de los semáforos existentes y la adecuación de refugios obligatorios para los buses de transporte público. Sin embargo, el mayor problema parecería presentarse en las bocacalles e intersecciones, debido a nuestra cultura egoísta y desaprensiva que hace que caigamos, con repetida frecuencia, en las secuelas de la llamada ley del perro del hortelano.

En este sentido, existe en el mundo un artificio gráfico que permite controlar esta absurda condición; se trata de dibujar en el piso unas figuras cuadriculadas que encierran una cruz diagonal. Estas áreas de restricción no pueden ser invadidas a menos que exista suficiente espacio, enfrente de dichas señales, que permita al automovilista cruzar sobre estas zonas marcadas, evitando así lo que sería una inminente obstrucción. Claro que esta medida habría de contar con tres aspectos indispensables: primero, la decisión administrativa y su subsecuente implementación; segundo, una intensa campaña de publicidad y de promoción; y, tercero, la aplicación de los mecanismos de control que tornen a la medida en efectiva y eficiente.

Quito, enero 16 de 2012
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16 enero 2012

El flagelo del tiempo

Yo debo haber sido muy pequeño cuando me acerqué por primera vez a esa especie de balcón o mirador que servía de antesala al frontispicio del antiguo Hospital Militar. La sobriedad del edificio, sumada a la presencia del personal armado que resguardaba su acceso, debe haber creado en mí esa sensación de hallarme junto a un inmueble identificado con los recintos castrenses, y aun con las fortalezas guarnecidas, que nos resulta tan ajena a la impresión que tenemos de las casas de salud. Más tarde habría de ingresar en él por un motivo atroz, lamentable y fortuito; y habría de comprobar que su fachada exageraba el espacio que en la realidad existía en su interior.

El cuerpo central tenía la forma de una medialuna. De la estructura medular de su arco exterior, se desprendía hasta una docena de pabellones, en los que se daba alojamiento a los pacientes que allí habían sido admitidos. Eran secciones en las que predominaba el blanco de las paredes y el de la ropa de cama; monotonía pictórica que era interrumpida por el color metálico de los camastros y literas. En medio de esa intensa blancura, habría de apreciar con horror, las secuelas de la trágica desgracia de una agraciada chica de mi edad, quien había tropezado por accidente, mientras en una mano portaba una vela para alumbrar y en la otra un recipiente en el que transportaba un galón de gasolina…

No recuerdo su nombre, pero nuestras abuelas estaban emparentadas. Así pude entrar por primera vez en ese lugar en el que campeaba un raro silencio cual si se tratase de un convento. De rato en rato se escuchaban los gemidos de quienes estaban ahí para encontrar alivio a sus achaques y dolencias. Tuve que esperar en un corredor que servía de marco a dos patios interiores, donde destacaban unas lajas de piedra cuyas aristas irregulares reflejaban la intransigencia de la lluvia. Cuando al fin se nos dio anuencia para ingresar a visitar a la desgraciada, casi dejo caer los refrigerios que le habíamos traído para mitigar sus dolencias. Se hallaba la desventurada, postrada en su triste lecho exhibiendo sus ulceradas heridas y soportando sus fístulas sangrantes que deformaban su rostro en forma cruel y lastimera.

Más tarde habría de volver al viejo hospital por una serie de diversos motivos. Hoy el marcial edificio ya no funciona en ese lugar avecinado al popular barrio, asentado en las faldas de la montaña; más bien dicho, una parte importante de su antiguo cuerpo ahora ha dado lugar a una encomiable obra de recuperación y de remodelación en la que se ha empeñado el municipio capitalino, que ha logrado convertir este recinto en un muy bien presentado museo que hoy sirve como centro cultural y como referente de lo que se puede lograr con entusiasmo, buen gusto, y recuperando el valor arquitectónico de un bello y emblemático edificio.

Como siempre sucede, hay quienes reclaman que no debió transformarse ese local, antes destinado a casa de salud, en un centro cultural que sirviese de museo. Sin embargo, tal no sería un cuestionamiento coherente: hoy un hospital resulta algo más, mucho más, de lo que significa su estructura física. Debe tomarse en cuenta un criterio integral, pues debe dar cabida a amplios y generosos espacios -con un sentido adecuado de diseño-, los mismos que son requeridos por la modernidad, para albergar todos esos nuevos implementos y equipos que hoy resultan indispensables para que una casa de salud funcione con eficiencia. Hoy, no es difícil coincidir con el concepto de que aquellos bellos y antiguos establecimientos ya no logran satisfacer las nuevas realidades que han sido determinadas por el avance tecnológico y el crecimiento de las ciudades.

Quito, junio 15 de 2012
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13 enero 2012

La metamorfosis

Existen cambios y transformaciones que se producen en forma paciente y muy lenta, su avance y consecuencias suelen ser no solo intangibles, sino además imperceptibles. El resultado final es tal que no solo se advierte una mutación en la forma, sino además una transformación en las funciones y en la forma de vida. En esto consiste justamente lo que en biología se conoce como metamorfosis. Se trata de evoluciones lentas que producen sorprendentes alteraciones.

Siento que este tipo de mudanza es el que ha experimentado en el último lustro nuestro país; y sugiero que no nos hemos apercibido del cambio justamente por la naturaleza evolutiva que ha tenido esta suerte de transformación institucional y política. No de otra manera puedo comprender cómo es que la gente no haya podido advertir el cambio brutal que se ha producido en la práctica política y la mudanza que se ha experimentado en los valores institucionales. Por ello, cuando uno se ha ausentado del país por unos pocos años, no puede comprender cómo fueron posibles estas absurdas e insospechadas variaciones, cómo fue posible que la gente no haya respondido a tiempo frente a los abusos y arbitrariedades.

Así observo, por ejemplo, que a pretexto de destruir la llamada “partidocracia” se ha impuesto la dictadura de un partido único que somete a su voluntad todos los poderes del estado; que a pretexto de institucionalizar el país, se ha llegado a instrumentalizar una constituyente –y a utilizar al mismo pueblo- con el objeto de imponer una visión maniquea del estado en la que campean la arbitrariedad, el despotismo y la intolerancia; que a pretexto de promover la muy novedosa “participación ciudadana”, se han implementado mañosas, artificiosas y espurias enmiendas que contradicen la ley soberana, con el objeto de satisfacer sórdidos apetitos y resolver litigios que están animados por las pasiones más abyectas.

Tan deleznable y vacío resulta este último concepto que no solo tal participación no aparece en términos prácticos por ninguna parte, sino que hoy la libertad de expresión se encuentra coartada y la ciudadanía está restringida de participar en tan fundamental como acostumbrado privilegio. En mis tiempos de hombre interesado en los asuntos de la república, no recuerdo otra instancia histórica –ni siquiera en los momentos en que soportamos las ya olvidadas dictaduras- en que se haya usado con tanta hipocresía y desparpajo tantos recursos de la ley y que se haya manoseado tanto la justicia a efecto de imponer el atropello y el cinismo.

Quizás por ello, esta madrugada he despertado de mis sueños, y me he sentido como Gregorio Samsa, el personaje de “La metamorfosis” de Kafka, y me he sentido convertido en un repulsivo parásito, transformado en un asqueroso insecto; y me he persuadido que aquella democracia, a la que antes me había acostumbrado, se había convertido en una fétida y repugnante tiranía!

Al igual que Samsa, sólo he atinado a preguntarme: ¿Qué fue lo que pasó…?

Quito, enero 13 de 2012
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10 enero 2012

Semblanza de un caudillo

Había nacido en un día de abril y sus padres no venían de familias acomodadas. Sin embargo, ellos habían puesto mucho empeño en que pudiera destacarse en sus actividades en la vida. Su padre habría sido muy estricto y lo castigaba si no hacía lo que se le indicaba. A pesar de ello, siempre supo destacarse en la escuela primaria y todo parecía indicar que esto le abriría las puertas hacia un brillante futuro académico. Pronto se convirtió en muy popular entre sus compañeros y por ello, era admirado por sus dotes de liderazgo. Desde temprano había sido muy religioso e inclusive habría llegado a considerar el convertirse en clérigo…

La vida secundaria le presentó con otras realidades y así descubrió que había perdido parte de su inmensa popularidad con sus compañeros, quienes ahora ya no estaban dispuestos a considerarlo como a uno de sus líderes. En esos tiempos disfrutaba de juegos que involucraban peleas y enfrentamientos, y su distracción favorita consistía en desempeñar el papel de explorador y de comando en tareas de rescate. Otro de sus intereses importantes en el colegio fueron las artes; para entonces su relación con su padre se había deteriorado y dicho conflicto solo terminaría con su deceso. La madre siempre trataba de halagarlo. Parece que se tomaba un trago de vez en cuando, pero más tarde descubrió que el alcohol era una experiencia humillante.

Terminada la secundaria se fue al exterior a continuar con sus estudios. Se dice que aunque era cauto en sus acciones, no le importaba arriesgar su vida e impresionar a sus superiores ofreciéndose como voluntario para misiones peligrosas. Algunos de sus condiscípulos lo recuerdan como raro o extravagante, comentan que le gustaba aislarse en una esquina y en silencio; y que, de pronto, se levantaba y empezaba a improvisar con sus arengas. Sus exabruptos eran diatribas y ataques frecuentes contra quienes él consideraba que eran culpables de los males del país. Sin embargo de sus éxitos tempranos, le tomó algún tiempo en hacerse conocer públicamente. Esto probablemente obedeció a que debido a su excéntrico comportamiento, sus superiores tenían recelo que sus seguidores pudiesen llegar a considerarlo como un individuo extraño.

Alguna vez soportó una experiencia traumática en un hospital militar y se dice que entraba en estados profundos de depresión y que no paraba de llorar. Para entonces ya se había dejado seducir por palabras como socialismo y revolución, aunque no apoyaba el estricto sentido de igualdad. Más tarde se involucraría en actividades académicas, las que aprovechaba para promover su filosofía política. De este modo, quien antes había sido ignorado cuando hacía discursos políticos, pasó de golpe a tener una audiencia cautiva. De pronto, el personaje ya no se sintió aislado y poco a poco fue participando de sus ideas nacionalistas. Así fue depurando sus habilidades de persuasión y su facilidad para el proselitismo.

Se dice que siempre llegaba tarde, con lo que creaba una atmósfera de tensión y un cierto sentido de expectativa. Se paraba en la tarima, miraba a su audiencia y esperaba hasta que existiera absoluto silencio antes de empezar con su discurso. Al principio se veía nervioso y hablaba en tono un tanto alterado; luego, lentamente tomaba confianza, se relajaba y cambiaba de estilo. Entonces se balanceaba de lado a lado y empezaba a gesticular con las manos; comenzaba a sudar, su rostro cobraba vida, sus ojos se le saltaban y su voz se le quebraba con la emoción. Entonces se disparaba contra las injusticias y jugaba con las emociones de su audiencia: sobre todo, con la envidia y el odio. Al final del discurso, el público entraba en un estado de histeria, y estaba dispuesto a realizar cualquier cosa que Hitler le hubiese sugerido…

Concluida su alocución, desaparecía rápidamente, rehusando ser fotografiado. Su objetivo era crear un aire de misterio, en la espera de motivar a otros para que vinieran también a escuchar al “nuevo Mesías”. Pronto creció su reputación como orador y quedaba claro que era él la principal razón para que la gente se adhiriera. Así se decidió que era conveniente incorporar la palabra “socialismo” a la propaganda del partido… Lo demás ya es conocido. Hitler no tardaría en convertirse en uno de los más grandes criminales que ha conocido la historia.

Todo lo anterior es un pequeño resumen de la primera parte de la biografía del político nazi y ha sido tomado en su integridad de un programa educacional disponible en el Internet…

Quito, enero 10 de 2012
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09 enero 2012

A dónde, Guamán?

Una de mis “sobrinas favoritas” ha tenido la bondad de satisfacer uno de mis caprichosos encargos y, luego de explorar en las calles de la antigua Ciudad de los Reyes, me ha conseguido una edición especial de la “Nueva Corónica (sic) y Buen Gobierno” de Don Felipe Guaman Poma de Ayala. La obra está editada en tres tomos e incluye un breve vocabulario referencial pues, aunque fuera escrita originalmente en idioma castellano, ésta incluye una gran cantidad de referencias y términos del quechua, idioma vernáculo del autor de esta famosa como importante crónica.

Como es conocido, se llamaron Cronistas de Indias a aquellos historiadores que relataron la conquista y los acontecimientos de la parte inicial de la colonia, durante los siglos XVI y XVII. El libro habría sido concluido hacia 1615; sin embargo, su manuscrito solo habría sido hallado, hace poco más de un siglo, en una biblioteca de Copenhagen. Aparte del natural interés que este tipo de crónicas despiertan por su propia naturaleza y el estilo que les ha sido característico –es el caso de las obras de Bernal Díaz del Castillo, Pedro Cieza de León, Francisco López de Gómara o el Inca Garcilazo de la Vega-, el documento tiene un valor testimonial fabuloso. Su más importante distinción constituye, sin embargo, la serie de ilustraciones explicativas con que el cronista aborigen embellece su fundamental obra.

La Nueva Crónica es una referencia indispensable, no sólo porque el autor nos ofrece una relación de primera mano, sino porque la obra representa la visión del aborigen culto con relación al controvertido proceso que tuvo la conquista. Claro que, imbuido Guaman Poma por un novedoso celo religioso y por el influjo propio de las creencias que se tuvo en su época, trata de conciliar las leyendas de sus antepasados con el referente religioso de la nueva cultura europea. Así se entiende que la relación cronológica que nos ofrece el historiador, mitad halcón y mitad puma –de acuerdo con la traducción que él mismo hace de sus apellidos-, entre con frecuencia en conflicto con la realidad y excursione hacia el bello pero impreciso reino de la especulación, la imaginación y la fantasía.

El bilingüe cronista declara tener ochenta años a la fecha de composición de su historia, lo cual debe tratarse más bien de una edad simbólica –la del anciano sabio y venerable-. Parece que Guaman Poma se inició como escribano auxiliar del clérigo Cristóbal de Albornoz, encargado de reprimir uno de los primeros movimientos de rebelión andina. Más tarde, habría tenido una tormentosa relación con el fraile Martín de Murúa, a quien acusaría de haberle querido robar su esposa. Aquellos son los tiempos de las reformas del virrey Toledo, que dejarían el cuestionable legado de las encomiendas, las reducciones y las mitas. Frente a ello, surge la voz acre y corrosiva del perspicaz narrador indígena.

Quito, enero 9 de 2012
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07 enero 2012

La manzana de la discordia

A medio camino de mi lectura de la biografía de Alejandro Magno, escrita por Jacob Abbott, me he encontrado con una digresión homérica de enjundioso valor moral, aquella relativa al origen de la expresión que da título a la presente nota. Es la historia de Paris, el hijo de Príamo, rey de Troya, quien fuera abandonado en el monte luego de su nacimiento, pues su madre había tenido un muy extraño sueño mientras estuvo embarazada. La visión, interpretada por los cortesanos adivinos, advirtió a los soberanos que el inminente nacimiento les acarrearía muy graves desgracias. La misión de eliminar al niño fue entonces encomendada a un esclavo, quien incumplió la tarea y lo dejó desamparado en la montaña.

Paris fue amamantado por una osa y luego rescatado y criado por unos humildes campesinos. El joven creció fuerte y hermoso, a tal punto que fue objeto de la preferencia sentimental de una de las ninfas, con la que habría de desposarse. Mas, tal habría sido la naturaleza de sus irresistibles y arrebatadores encantos que produjo la rivalidad entre las diosas del Olimpo, quienes pronto pasarían a disputarse sus favores y atractivos. Fue cuando intervino la diosa de la Discordia, quien aprovechándose de una boda entre los residentes del paraíso, hizo circular una manzana con una inscripción en la que se leía: “para la más bella”…

Como se puede suponer, la leyenda dio margen a una endemoniada polémica entre las engreídas deidades, quienes resolvieron acudir al bello Paris para resolver su porfiado desacuerdo. Temiendo que el apuesto joven pudiese ceder al influjo de sobornos, cada una optó por seducirlo usando similares métodos: una le ofreció un reino, otra le propuso fama ilimitada y una tercera le prometió que se haría acreedor a poseer “la mujer más hermosa de la tierra”. El héroe se quedó con esta última promesa; pero, para ejercitar su reclamo, tuvo que acudir a un insólito secuestro, artificio que no sólo le llenaría de fama, sino que daría origen a una prolongada guerra… Y todo por una disputa entre quienes querían ser declaradas como la única, como la incomparable, como “la más bella”…

A veces leemos estas historias, pero pasamos por alto su moraleja. Cuánto dolor causan en el mundo los que se niegan a ser disputados, los que creen que sus atributos obliteran el valor de los méritos ajenos. Respecto a eso no puede existir desacuerdo, discrepancia o controversia… Un día, caminando por las calles de Barcelona descubrí una cuadra a la que se había dado por llamar “La manzana de la discordia”, tratábase de una zona de la ciudad donde altivos y orgullosos se erguían sendos edificios diseñados por sus cuatro más famosos arquitectos modernistas. Allí, por lo menos, el observador contaba con el beneficio de ejercer su libre albedrío. Las diosas intransigentes, sin embargo, nos niegan el favor de tal ejercicio. Imposible, si lo que quieren es ser las únicas, no sólo las más bellas!

Quito, enero 7 de 2012
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05 enero 2012

Rubores borbónicos

El año que acaba de terminar se encargó de colocar en las tarimas noticiosas del llamado “Jet Set” peninsular a una matrona que, según se observa, ha venido resistiéndose a envejecer; la pronunciación de su solo nombre parecía espolear esa morbosa curiosidad que despierta la supuesta nobleza de sangre –de existir semejante contrasentido subrayado en las reclamaciones de una pretendida prosapia-. Todo parecía indicar que su titular, una dama nonagenaria conocida como Doña María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, Décimo Octava Duquesa de Alba de Tormes, Grande de España, había resuelto contraer nuevas nupcias con un apuesto y nada pudoroso caballero, cinco lustros menor que ella.

La duquesa no solo que ostenta una infinidad de auténticos –léase reconocidos- títulos nobiliarios, sino que se sabe que desciende de un rey británico (aunque por vía bastarda) y sería descendiente de una reina española. La muy famosa aristócrata había quedado viuda en sus anteriores compromisos, el último de los cuales le había relacionado con un conspicuo doctor en teología que, a más de ser hijo ilegítimo, había abandonado los hábitos de sacerdote jesuita. La señora de Alba llevaba como diez años de sentirse desamparada, tiempo en el cual pasaron a parecer cada vez más evidentes las huellas de sus continuas cirugías estéticas.

Para los españoles el acontecimiento había resultado el sucedáneo de un verdadero culebrón, toda vez que muchas voces se habían levantado para desanimarla de sus tardíos propósitos afectivos. No obstante, la ceremonia de la boda se ha celebrado con pompa y circunstancia, como reclamaban las costumbres de la realeza, las exigencias de la moda y las debilidades de la novelería. El nuevo consorte, por su parte, aparece a su lado de tarde en tarde con gesto huraño y un tanto esquivo. Queda por dilucidarse si doña Cayetana habrá de preparase a un nuevo y ominoso desenlace, por tercera ocasión, o si la fortuna querrá ahorrarle de tan trágicos trasiegos que habrían de despertar comentarios más antojadizos.

Pero, ha sido la mismísima casa del rey Juan Carlos, la que hacia el final del año ha venido a soportar las críticas y comentarios por culpa de las indiscreciones de uno de sus hijos políticos. En este caso, ha sido Iñaki Urdangarín, Duque de Palma, esposo de la infanta Cristina, quien ha creado un enorme revuelo al conocerse sus turbios movimientos financieros al frente de una institución que no tenía fines de lucro. Las evidencias apuntan a que el enjuto y altivo personaje sea imputado de fraude y malversación de fondos. Pobre familia real, que se ha visto obligada a hacer públicas sus cuentas y presupuestos; y que ha sido puesta en la mira de quienes cuestionan la necesidad de la monarquía.

Volveremos luego de la pausa. Estén atentos al nuevo capítulo!

Quito, 6 de enero de 2012
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Espasmos y soroches

El último estertor del año ha coincidido con el primero de un malestar gástrico que me ha afectado por lo que va de la presente semana. Se trata de un espasmo que he venido sintiendo hacia la parte izquierda del bajo vientre, lo que me ha hecho sospechar en la recurrencia de una de mis viejas afecciones estomacales. Esta situación de salud ha sido, en parte, causa y motivo para que mis entregas no les hayan llegado a mis lectores con la regularidad -o con la periodicidad- con que he venido tratando de cumplir con mis compromisos. Para colmo, cierta interrupción en el servicio regular del Internet, no me ha permitido atender este blog mientras disfrutaba de unos cortos días de distensión en la playa.

Ayer, cuando he regresado, el malestar se me ha amplificado con los efectos de la altura. Así, a los efectos gástricos que produce la montaña se ha sumado esa suerte de inexplicable malestar que sentimos quienes hemos perdido facilidad para adaptarnos a la reducción del suministro de oxígeno. He experimentado ese calofrío combinado con una sensación de náusea que hace pensar en las secuelas de haberse intoxicado. Por fortuna hoy he amanecido con mejor disposición y el nuevo talante me ha permitido, por lo menos, publicar la última entrega que había dejado pendiente durante los días postreros del año que ya ha terminado.

Si bien la intención del blog había sido la de contar y comentar las impresiones y experiencias mientras –como consecuencia de mi actividad- estuve lejos del país, he optado por seguir escribiendo estas humildes notas en la medida que me ha sido factible. Como sucede en la vida, y pienso que esto no deja de tener su lógica, nuestras circunstancias varían y cambian, y no siempre es posible cumplir con los compromisos que uno mismo se impone. Además esta disciplina, la de hacer unas entregas periódicas, nos va creando la inquietud de intentar otras tareas que tienen que ver –supongo yo- con la adquisición de lo que llaman “el oficio”.

Esta situación parece ponerme frente a dos disyuntivas: mantener el esquema al que he acostumbrado a mis seguidores y hacer entregas menos esporádicas; o, reducir el tamaño de estos modestos escritos, mientras hago lo posible porque los mismos sigan teniendo la periodicidad que había caracterizado a mi primera intención. En esta incertidumbre, debo confesar que se me ha pasado más de una vez por la cabeza la difícil decisión de suspender este compromiso. Mas, como ya lo he indicado, las circunstancias de la vida cambian y no hacemos sino tratar de adaptarnos a esas nuevas condiciones, a esos nuevos requisitos.

Al reiniciar este espacio, les renuevo el sentimiento de mi gratitud y les expreso mis mejores deseos por un nuevo año lleno de mejores realizaciones.

Quito, enero 5 de 2012
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