28 febrero 2012

Retacar y recular

No recuerdo si la frase es de Anatole France o de Oscar Wilde, pero debe haber sido una de las que escogí entre los primeros apuntes que subrayé. Decía que “el tonto hace más daño que el malvado, porque el perverso descansa a veces, en tanto que el necio jamás”. Fue en mis primeros meses como aviador que aprendí toda la filosofía práctica que se encerraba en esa expresión, cuando descubrí de la existencia de un término que representaba una maniobra que consistía en “volverse a ir” o “volverse a elevar”. Y es que cuando esa opción se escogía, se mencionaba que se había optado por “retacar”.

Años más tarde habría de descubrir que la palabra no tenía uno de los significados contenidos en el diccionario, ya que retacar era un término que debía usarse para expresar la acción de convertir algo en más compacto, de apretar el contenido de algo para que cupiera más cantidad, o simplemente el tocar dos veces la bola con el taco del billar. Por tanto, eso de “retacar” era solo un recurso utilizado en ese caprichoso argot o léxico que tienen los aviadores, para no tener que usar una expresión que, por larga, no conseguía encerrar el hecho imprevisto e intempestivo de la traumática “aproximación frustrada”, o la condición de tener que volverse a elevar.

Fue con el más inolvidable de mis instructores – uno al que incluso me propuse imitar su cadenciosa como parsimoniosa forma de caminar – que habría de aprender muy temprano que eso de volverse a elevar era no solo el recurso más profesional del que puede echar mano un piloto, sino que contenía el correcto paradigma aeronáutico de venir preparado para la “retacada” en cada aterrizaje, y solamente si todo cumplía con los parámetros adecuados, se debía optar por aterrizar. Y no lo que consistía justamente en lo contrario: venir preparado para aterrizar y si algo no se ajustaba a lo esperado, optar por abortar ese aterrizaje.

Sin embargo, en la aviación se puede retacar –irse a otra parte- pero no hay opción de desandar lo andado, de deshacer lo hecho, de volver hacia atrás, de poder “recular”. Ese es justamente el lujo de la vida personal y comunitaria: la posibilidad de excusarse, de pedir perdón, de poderse disculpar. Recular, decir que uno lo siente y reconocer que uno se ha equivocado es una maravillosa circunstancia que, a más de tener un alcance catártico, nos da la posibilidad de la redención; y, a más de redimirnos, nos abre las puertas para volver a empezar.

A veces recular solo consigue contrapuestos y contradictorios objetivos; y esto sucede cuando nuestro arrepentimiento no contiene una intención auténtica, cuando la falta de un propósito sincero lastima nuestra integridad y nos hace perder credibilidad. Pedir disculpas puede convertirse en la más simple y efectiva de las estrategias; pero, hacerlo solo para eludir indeseadas consecuencias o para satisfacer un oscuro designio, solo desemboca en los irreversibles resultados a los que conducen el empecinamiento y la necedad.

Quito, 28 de febrero de 2012
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24 febrero 2012

Entre la carne y la ceniza

Van cuarenta días entre el miércoles de ceniza y el sábado de resurrección; este período es lo que los católicos llamamos cuaresma. Además, los tres días que anteceden al miércoles de ceniza constituyen lo que se ha dado en llamar con el nombre de carnaval. Este término viene del italiano “carnevale” y este, a su vez, del latín carne-levare que significa quitar, dejar o abandonar la carne, que es justamente la prescripción religiosa que se ha establecido a partir de dicha fecha. A las celebraciones propias del carnaval se les llama también carnestolendas, de la expresión latina “domenica prima carnes tolendas”, que no quiere decir otra cosa que “primer domingo antes de quitar las carnes”.

Es a partir del miércoles de ceniza, aquel día en que los católicos se marcan una simbólica cruz en la frente, que la iglesia ha instituido el “ayuno y abstinencia”. Esta observación se ha establecido de manera general para todos los viernes de cuaresma, pero de forma mandataria y especial para el miércoles de ceniza y el viernes santo. Ayunar puede ser interpretado como evitar tomar alimentos entre las comidas, y como el propósito y resolución de disminuir la cantidad de alimentos a ser ingeridos durante estos días. Aunque hay otros creyentes que optan por un método de ingestión de alimentos aún más frugal y restrictivo.

En cuanto a la “abstinencia”, la recomendación de la iglesia hace hincapié solo en la privación de carnes rojas o las que no fueren blandas, principalmente carnes de res y de ganado porcino. Sin embargo, poco es lo que se menciona de la más restrictiva de las recomendaciones que hace la misma iglesia a sus seguidores con respecto a reprimirse de ejercitar los placeres de la carne. En palabras más morochas: no tener relaciones sexuales durante los días en los que nos piden privarnos de satisfacer nuestros sensuales apetitos. Esta forma de control sobre nuestra concupiscencia, no solo que sería más importante que la que tiene que ver con la que se ejercería sobre nuestros gustos respecto a la comida; sino que en la práctica ni siquiera se la menciona. Recelo, pudor o simple mojigatería?

El carnaval es el residuo de una fiesta pagana; pudo haberse inspirado en las bacanales, las fiestas saturnales o las lupercales romanas. Los orígenes de esas fiestas vienen de celebraciones similares que nuestros antepasados ya hacían en Sumeria y Egipto. Claro que el espíritu del carnaval parece inspirarse en un afán de permisividad que daría respuesta a la represión sexual que la misma iglesia había impuesto para los cuarenta días subsiguientes al miércoles de ceniza, un día en que se nos invita a recordar, con una marca en la frente, que somos polvo y que en polvo nos convertiremos. Este sería también rezago de otro antiguo rito que tuvieron los hebreos: el de marcarse con ceniza luego de los sacrificios que ofrendaban a su dios.

Quito, febrero 24 de 2012
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18 febrero 2012

El principio del fin

Es mentira que los cuentos escritos para los niños sean “puro cuento”. Y parece que sería también mentira que hayan sido escritos para que solo los lean los niños. Porque es tal el mensaje moral que los cuentos infantiles encierran, que parecería que esas historias son más bien parte de un recado misterioso y secreto, de una comisión reservada y oculta, cuyo significado escapa a nuestra intuición, a la natural suspicacia de la que son capaces nuestras ideas, creencias y prejuicios. 

Así, cuentos como aquel de la “Caperucita roja”, parecen encerrar un travieso mensaje esotérico y subrepticio. Por ello parecería que el único secreto necesario para poder interpretarlos, es dejar el alma abierta, en una cándida mezcla de ingenuidad y de ilusión, para solo así podernos adentrar en su designio cifrado y sibilino. Solo así, ya embrujados por la contradicción de su trama, podremos alcanzar a aprehender la magia de su enigmático e insondable sentido. Entonces, como cuando descubrimos que lo que buscábamos lo teníamos en el cuenco de la mano, habremos de pasar a advertir que ellos no se trataban de cuentos para los niños, sino que eran misivas disimuladas que contenían un esbozo metafísico. 

Lo que sucede es que pronto, muy pronto, nos habíamos cansado de repetir la escucha de tales cuentos, quizás porque nos habíamos olvidado de ver un poco más allá de su simple contenido, o quizás porque si hay algo sorprendente en la naturaleza humana es aquella animadversión nuestra ante la admonición o ante la advertencia. El cuento de la chiquilina que transporta la cesta de frutas a la abuela, no es solo la historia de la doncellita que no advierte los peligros escondidos en el bosque; tampoco es solamente la fábula de la muchacha candorosa que no cae en cuenta de la insólita transformación que sufre su abuela. Porque la sencilla parábola solo se convierte en conseja existencial cuando nos entrega la lección de su menospreciado desenlace; cuando los humildes leñadores, sorprenden al embozado lobo, parten su vientre y lo repletan de guijarros y de piedras… 

Es curioso advertir que los hombres, al igual que las instituciones, como que parecería que se fueran acostumbrando a la arbitrariedad y al abuso; como que fueran subestimando el desprecio ajeno hacia los valores, como si eso solo se tratase de un simple “signo de los tiempos”, de uno más de los vaivenes históricos de la sociedad, de las “circunstancias que vienen con los tiempos” y sus absurdas exigencias. Pero, no! Hay momentos en la vida de las instituciones que el vaso de la tolerancia se colma, cuando ya no se puede transigir ante un nuevo gesto, ante un solo abuso más. Es allí cuando los puños se cierran y se levantan; cuando las voluntades y los espíritus se crispan; es allí cuando las verdaderas revoluciones se disparan, cuando caen los tiranos y los pueblos los arrastran; cuando las masas enardecidas salen a las calles y repiten: “basta” y “nunca más”! 

Los déspotas atrabiliarios no caen en cuenta que con sus repetidos abusos y caprichos, son ellos mismos los que van sembrando el principio de su propio final. Y, al igual, que con el feroz animal del cuento, terminan con las entrañas expuestas y embutidas de una materia que no les permitirá levantarse nunca, nunca más. Parecería que a nadie ya le importaría la suerte de la bondadosa abuelita, sino tan solo el soterramiento permanente del cernícalo criminal! 

Casablanca, febrero 18 de 2012


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14 febrero 2012

Sustentable… o sostenible?

Creo que esa fue una de las primeras veces que escuché aquella nueva expresión; o, por lo menos, la primera cuando puse atención a algo que parecía referirse a un novedoso concepto. Habíamos estado departiendo con un alto diplomático en algún lugar del Asia y él inició su ardorosa apología del “desarrollo sustentable”. Desde entonces he escuchado con relativa frecuencia, y en forma recurrente, los indistintos neo-conceptos de “sustentabilidad” y de “sostenibilidad”; y me he preguntado, más de una vez, cuál mismo es el uso correcto y cuál debe ser la utilización más apropiada. Ayer nomás, mientras volvía a casa, pude observar un anuncio de propaganda en el frontón de la construcción de un nuevo edificio de vivienda; en él se proclamaba el conspicuo eslogan publicitario de que se trataba del “primer edificio sostenible de la ciudad”... (lo que nos faltaba!)

Tengo la impresión que fueron los americanos, o por lo menos quienes manejan los neologismos del inglés técnico, quienes fueron los iniciadores o los pioneros del uso de la expresión “sustainability”, para significar con ella “las necesidades del desarrollo que cumplan con el requisito de satisfacer las demandas del presente, sin poner en riesgo las necesidades ambientales que habrían de presentarse en el futuro”. Tratábase, por lo mismo, de un concepto ambientalista; o, si se prefiere: conservacionista y ecológico. Aparte de cuidar y preservar los recursos del planeta con cara al futuro, se trataba de cuidar los efectos de la explotación de los recursos naturales; de su desgaste; y, sobre todo, del impacto que tal explotación podría producir en el medio ambiente natural.

La “sostenibilidad” (como parecería que se ha preferido utilizar) sería entonces un pensamiento global, en el que se incluirían una serie de conceptos complementarios: la fusión sistemática de economía y ecología; la armonía del hombre con la naturaleza; la renovación racional de los recursos explotados; la utilización de tales recursos sin lastimar al medio ambiente; la preocupación por los efectos de largo alcance y el celo por el agotamiento de dichos recursos, y por los irreparables daños causados por la polución del ambiente. Amén de las políticas comunitarias necesarias para su adecuada recuperación.

Sin embargo… qué mismo es lo que quieren o queremos realmente decir? Estamos hablando del “sostén” o nos referimos al “sustento”? Querríamos referirnos a lo “sustentable” o a la “sostenibilidad”?...

Creo que en ambos conceptos existe algo de la idea inicial –la de la voz inglesa que, si traducimos al revés, nos conduce al mismo resultado-, lo que en el criterio de alguien que conocí, se hubiera expresado en los contradictorios términos de: “Ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario!”. Porque, la verdad, ni “sustentable”, ni “sostenible” parecerían encerrar completamente el concepto integral de la expresión original: la condición de permanencia, la de conservar, la de preservar y “endurar” (en el sentido de ahorrar).

En este punto, parecería ya no importar el significado que tengan –en apariencia- dos expresiones que utilizan disímiles palabras. Lo realmente importante sería averiguar cuál es la idea que queremos materializar, qué es lo que en la práctica queremos expresar. Por ello, quizás sea más adecuado, referirse a estos nuevos procesos –quién sabe!-, utilizando expresiones como “desarrollo preservable”, “conservacionismo”, o “endurabilidad”… Digo yo! Por lo menos hasta que esto de la sostenibilidad encuentre un mejor sustento; o hasta que consiga un mejor y más aceptado sostén aquello otro de la sustentabilidad…

Quito, 14 de febrero de 2012
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12 febrero 2012

Apostillas a ciertos protocolos…

Hay quienes viven embrujados por las llamadas teorías conspirativas. Una de ellas se hizo muy famosa hace algo más de un siglo: sugería que existía una conjuración judía para controlar, gobernar y dominar el mundo. Como sucede con frecuencia con estos adefesios, tarde o temprano se descubre su farsa; y, lo que es más grave, se termina desenterrando su abyecta falta de imaginación. En el caso de los “Protocolos de los Sabios de Sión”, habría de revelarse con el paso del tiempo que se trataba no solo de un inaudito engaño, sino que su texto había sido copiado casi literalmente de documentos ficticios que ya eran existentes.

Los “Protocolos” habrían de convertirse en un documento antisemita que sirvió para justificar los pogromos soviéticos y los horrendos crímenes del nazismo. Pero habría de pasar más de un cuarto de siglo hasta que un paciente erudito revelara que se trataba de un grosero fraude que involucraba el plagio de otros documentos novelados o ficticios. El texto se habría preparado hacia finales del Siglo XIX y estaba basado, en su mayor parte, en extractos de un supuesto “Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu”, escrito por un autor satírico francés, treinta años antes. Su nombre era Maurice Joly y su intención solo había sido crear una diatriba en contra de Napoleón III.

Joly habría de terminar con su propia vida pocos años más tarde. Sin embargo los “Protocolos”, que se habían basado en su texto, tenían un estilo, un lenguaje y una estructura que jamás hubieran pasado la prueba de su legitimidad semítica. Más tarde, la publicación de una novela de Hermann Goedesche, titulada “Biarritz”, habría también de narrar una reunión diabólica secreta en la que se habría fraguado una conspiración hebrea. Pero en 1921 un redactor del Times de Londres, habría de publicar una serie de artículos en los que revelaba que los famosos “Protocolos” no eran sino un burdo plagio de otro documento que había contenido los pretendidos nuevos diálogos entre Maquiavelo y Montesquieu; y demostraba que sus pruebas eran contundentes a la par que irrefutables.

Lo lamentable es que parecería que todavía existiera gente en el mundo que habría desenterrado el texto de aquellos falsos documentos; y que habría utilizado las perversas y maliciosas estrategias políticas contenidas en sus abominables capítulos; y todo para satisfacer su ambición, su intolerancia y su autoritarismo… Así que, no me queda sino recomendarles la lectura de ese texto, que entraña un remozado y preocupante maquiavelismo; al final de su lectura, juzguen ustedes por sí mismos quiénes parecerían haber copiado en forma textual sus recomendaciones, quiénes habrían sido sus más fervientes lectores y se habrían convertido ahora en sus aplicados y más destacados discípulos…

Así que diríjanse a Google; consulten por “Protocolos de los Sabios de Sión”, escojan la tercera opción, la que les permitirá descolgar un documento en formato PDF; revísenlo, y estoy seguro que ustedes, al igual que lo que me pasó a mí mismo, se van a quedar sorprendidos y perplejos! Van a caer en cuenta que el cinismo, en maridaje con la ambición, está dispuesto a echar mano de cualquier recurso, sin importar si se trata o no de quiméricas teorías conspirativas…

Quito, febrero 12 de 2012
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09 febrero 2012

Pucha, diantre!

Quizás no haya sido la frase preferida de la abuela, pero siempre que la escucho, la sola mención de sus breves palabras me dirigen de forma inevitable a su memoria. Solo cuando me dí a esa manía de hurgar por el origen de las palabras y de las expresiones –tarea que, al contrario de lo que se pueda sugerir, regala inagotables satisfacciones y beneficios-, habría de descubrir que “pucha” era un eufemismo con el que se disimulaba el término con que se designaba a “la profesión más antigua de la tierra”; y que “diantre” era solo un léxico antiguo con el que se identificaba a un ángel mítico e irreverente, a un ser engreído, maligno y revoltoso, mejor conocido como Luzbel o Lucifer, y que apestaba a cloaca y a azufre, y que era poseedor de la hediondez que solo podría tener el mismísimo demonio!

Eran tiempos de una ciudad que poco se ensuciaba, porque la gente no botaba nada en las calles –no por cultura, sino por vergüenza, lo que antes se dio en llamar “respeto humano”-. Inclusive, si algún desperdicio o muestra de detrito se encontraba, alguien con ánimo comunitario y comedido lo recogía o lo limpiaba; o si no, simplemente vendrían después las lluvias y harían su trabajo. Sin embargo, este no era el caso de los sectores avecinados a los pocos mercados públicos que entonces existían, donde la tardía recolección de basura hacía que los fermentados residuos de la escoria vegetal se apiñaran junto a otros pestilentes deshechos orgánicos. Era entonces cuando la abuela hacía un gesto despectivo y lanzaba un disimulado “pucha, diantre!”, y nos urgía a que aceleráramos el paso.

Hoy, esos fétidos humores ya casi no existen; solo nos queda el recuerdo de que fueron privativos de esos descuidados mercados. Existen sin embargo, ahora, interminables situaciones que se han ido convirtiendo en cotidianas y que poco a poco se han ido enquistando como que fuesen tolerables -y quizás como normales-, dentro de una estructura jurídica que aspiraba a reconocerse como democrática. En ellas campean, fétidos, el atropello, el abuso y la impudicia; y hacen dudar que esa haya sido la democracia que aspirábamos a construir; y sugieren, más bien, que es una forma de tiranía la que se ha ido estructurando. Resultan tan evidentes el cinismo, el impudor y el atropello a la instancia legal, que parecería que se ha interrumpido el estado de derecho; y que lo que se vive es solo una parodia que, con su mal disimulado autoritarismo, ha perdido las características en que debe sustentarse un auténtico estado democrático.

De ahí que surjan esos olores que hoy provocan malestar y producen pestilencia; que aunque nos hemos tardado en reconocerlos y la sociedad se ha demorado en identificarlos, van pervirtiendo a su paso todos los resquicios del convivir comunitario. Porque hoy la institucionalidad se ha ido convirtiendo en algo maloliente e infecto, en algo viciado y nauseabundo, en algo tan hediondo y repugnante que solo atinamos a repetir la mueca despreciativa de la abuela y a expresar con un callado “pucha, diantre” el aturdimiento de nuestra frustración: nuestra angustia frente a esos fétidos olores que por doquier se han ido presentando!

Quito, 9 de febrero de 2011
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06 febrero 2012

Experiencia y experticia

Salgo de la ciudad hacia un campo deportivo un promedio de tres veces por semana. Se trata de un corto viaje que realizo en los primeros minutos de la mañana; aprovecho, por lo mismo, para escuchar diferentes programas radiales de opinión que se emiten a esas horas tempranas. No deja de sorprenderme el sinnúmero de “especialistas” que parecen hablar con autoridad de los más variados temas que tienen que ver con la colectividad –cada cual es más “pico de oro” que otro-; y no deja de admirarme el uso repetitivo que se da de palabras que parecen no solo haberse puesto de moda, sino que su utilización parecería ser requisito calificador e indispensable para respaldar su idoneidad y pericia.

Uno de esos manoseados términos es justamente uno que me temo consiste en un innecesario préstamo del inglés: la palabra “experticia”, con la que probablemente se quiere traducir especialidad, pericia o capacidad. He acudido al diccionario de la Real Academia y la única acepción que encuentro es un localismo venezolano que se utiliza para designar a una prueba pericial. Tal parecería que la verdadera especialidad de quienes parecen encargarse de dar su opinión respecto a los asuntos colectivos y públicos es ese como prurito de utilizar estos nuevos términos, sin el uso de los cuales parece que nadie más puede acceder a ese privativo círculo de quienes son propietarios de una jerga que parece más bien destinada a confundir que a explicar…

Tengo sin embargo la sospecha de que quienes usan la palabrita en referencia quieren combinar en un solo vocablo dos conceptos que podrían ser complementarios: experiencia y especialidad; pero me temo que muchas veces, quienes así se expresan, lo que han ido desarrollando es sobre todo una aguda e ingeniosa especialidad para utilizar esos rebuscados términos y expresarse de manera tan singular. Con ello, claro está, lo que logran es crear la apariencia de que dominan los temas de los que discuten; y, de paso, consiguen en cierto modo, a más de impresionarnos, restar importancia y aun descalificar a los demás.

Vivimos en un mundo donde, cada vez menos, parece necesario un respaldo académico o técnico para poder opinar. No descarto ni menosprecio la valiosa existencia de brillantes individuos esforzados y autodidactas; mas, poco a poco parece irse imponiendo como prioritaria la condición “especializada” de los gárrulos y embaucadores, de los encantadores de plazoleta, de los prestidigitadores de tramoya, que muchas veces no saben de lo que están hablando, pero claro: charlan y charlan, y hablan como cotorras porque lo único que realmente saben es que…“saben hablar”!

Para ello no se requiere ni experiencia ni pericia, solo ganas de engatusar…

Quito, 6 de febrero de 2012
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04 febrero 2012

Alma de acero

Qué hacer, si eres un profesional prestigioso, favorecido por el éxito y la fortuna, y si de pronto eres diagnosticado con una rara e incurable enfermedad terminal y descubres que te quedan pocos años, y quizás tan solo pocos meses de vida? Esa era la sencilla trama de una serie de televisión que veíamos durante los años sesenta. Era la historia del abogado Paul Bryan quien, persuadido de su sino inevitable, iba demostrando, episodio tras episodio, que no tenía miedo a la muerte. Era un hombre que había descubierto que tenía casi todo, menos aquella falsa seguridad que a los demás nos entrega ese caudal tan esquivo en que suele convertirse el tiempo…

El título original de la serie había sido “Run for your life” que podría traducirse como “Sálvese quien pueda” o, literalmente: “Corre por tu vida”. Sin embargo, como suele suceder con frecuencia en la traducción de los títulos con que se bautizan las producciones fílmicas, se había escogido otro que garantizaría un mayor impacto y que, a la vez, expresaría una de las características que animaba al personaje, por lo que se habría optado por aquel de “Alma de acero”. Su protagonista era un hijo de inmigrantes italianos, cuyo nombre artístico era Ben Gazzara; sus rasgos y fisonomía creaban esa empatía que permitía al espectador identificarse con la mala fortuna y bondadosa predisposición del actor principal.

Eran aquellos los mismos tiempos de las primeras series televisadas; los tiempos de “Combate”, “Ladrón sin destino”, “Bonanza”, “Hawai 5-0”, “El fugitivo”, “Misión imposible”, “Valle de pasiones” o “Las calles de San Francisco”. Eran los tiempos en que nunca ganaban “los malos” y cuando era muy raro que las series y programas televisivos no nos entregaran un mensaje moral o la inevitable moraleja de sus inesperados epílogos. Era, en este mismo contexto, que aparecía el gesto magnánimo y sensible del abogado que se sabía desahuciado y que había dejado su trabajo para echar mano de sus destrezas y valor; y para, cual moderno Quijote, enfrentarse con los maliciosos y con los pérfidos; y resolver las desgracias inminentes y los irreconciliables entuertos.

Ese hombre a quien en el trámite de la serie habían advertido que tenía para gastarse solo unos pocos meses de vida, en la vida real –como cualquiera de nosotros- estaba también sujeto al sino inevitable que nos depara el destino. Porque, si hubo una lección moral que no supimos interpretar a tiempo, fue la de que todos –a corto o largo plazo- estamos sujetos a esa subestimada contingencia de la temporalidad de nuestro propio sino. Y que, en términos de lo absoluto: dos, veinte o cincuenta años representan lo mismo; y que, al final del camino, hemos de coincidir en que todo resulta relativo…

Hoy, cincuenta años después, mucho tiempo luego de que ya habíamos olvidado al personaje, ha fallecido también el protagonista. Ben Gazzara se ha despedido luego de haberse enfrentado a una larga y cruel enfermedad; él se ha ido a los ochenta y un años, recordándonos con su “Sálvese quien pueda” de lo inevitables que han de resultar nuestras propias despedidas…

Quito, febrero 4 de 2012
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02 febrero 2012

De cronopios y expectativas

La sola mención del nombre hizo sonar una campana en la alejada torre de mi memoria. Recordaba haber escuchado y leído algo referente a cronopios en algún cuento o historia corta de Sábato o de Borges, de Cortázar o de Bioy Casares. Mas, no tuve suerte en la inicial indagación de su proveniencia o, vale decir, de su significado. Hoy mismo, y tan pronto como la he escrito en el ordenador, he recogido la roja advertencia de que se encuentra mal escrita o de que estaría mal utilizada: así que he temido tener que resignarme a la realidad de que sería una de esas palabrejas inexistentes que han pasado a formar parte del panteón de nonatos de las palabras no reconocidas o que no significan nada.

Pero mi curiosidad y perseverancia dieron por fin con el oscuro origen de mis inquietudes. Tratábase de un ensayo del argentino Julio Cortázar que habría leído hacia principios de los años setenta. El librito se titulaba “Historias de cronopios y de famas” y se refería a una clasificación arbitraria que hacía el autor acerca de las características que identificaban a los tres tipos de personalidad que él identificaba en los miembros de la sociedad. Para Cortázar los cronopios eran seres cándidos, idealistas y desorganizados; los cronopios serían criaturas poco convencionales y muy sensitivas, en contraste con los que el literato llamaba “famas”, quienes se caracterizarían como individuos rígidos, organizados y dados a juzgar a los demás y a aparecer como sentenciosos.

Luego de otras búsquedas adicionales me encontré con que Cronopio (así con mayúscula) era también un apellido bastante común e inclusive un nombre propio. Cronopio habría sido el nombre de un santo de la iglesia que había soportado el martirio en los primeros siglos. Sin embargo, cronopio, ya usado como sustantivo, se refiere a unos animalitos imaginarios, húmedos y de color verde, que por sí solos constituyen una curiosa alegoría. Según la enciclopedia, un cronopio es una especie de anotación o de dibujo hecho en el margen, una suerte de poema sin rima; algo así como sentirse jubilado, una realidad sin música, sin protagonismo y sin la promesa de la ilusión o la fantasía.

La palabra es un término inventado: no consta en el diccionario. Cortázar la habría empleado por primera vez hace ya casi sesenta años. Se le habría ocurrido al comentar un concierto ofrecido por el trompetista Louis “Satchmo” Armstrong, cuando el escritor argentino habría tenido un supuesto desvarío en el que su imaginación se habría poblado de unos diminutos globitos verdes que deambulaban alrededor del teatro.

He pensado en los cronopios al reconocer mi inusitada condición de expectativa frente a una incierta posibilidad de trabajo. Y he meditado en que, al igual que los cronopios de Cortázar, a lo mejor he caído en el candor de la credulidad y me he convertido de pronto en esos imaginarios animalitos verdes, en uno de esos húmedos globitos vagabundos, en un inocuo dibujito trazado en el margen, a la espera de una llamada que justifique mi idealismo desorganizado…

Quito, febrero 2 de 2012
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