30 julio 2012

Estribos y estribores

Me encuentro concluyendo ya el proceso de certificación de mi licencia de piloto de aerolínea para los estándares de la Comunidad Europea. Esta sería, si no miento o me equivoco, la sexta homologación profesional que he realizado en mi vida (USA, Ecuador, Corea del Sur, Singapur, China e Islandia -en ese orden-). Mi empresa responde a las regulaciones de la comunidad anotada; y los estándares que ella está obligada a cumplir, pertenecen a lo que se conoce como JAR (por Joint Aviation Rules). Sería incontable el tiempo que he asignado a esas distintas certificaciones; sobre todo, si supondría que las hubiese tenido que realizar en forma acumulada; o si sumase, como continuo, todo ese tiempo…

Tengo la suerte de que mi actual “compañero de yunta” sea un muchacho muy bien portado y responsable, de nacionalidad española. Es valenciano, pero vive en Alicante. Si algo disfruto, de mis entretenidos paliques con él, es el uso de todas esas hermosas palabras que ya no incorporamos a nuestro uso coloquial en el Nuevo Mundo. Términos como farragoso, trabuco o impronta, me distraen para indagar por el paralelo o alternativa, y me hacen saborear ese regusto que deja la utilización de una lengua tan rica y enriquecedora como es la nuestra.

Mi copiloto usa con más propiedad palabras castizas y no cede con facilidad a la traducción literal anglosajona (como con tanta frecuencia ocurre con el léxico de carácter técnico). No dice nariz, por ejemplo, sino morro o proa; no cede al uso de derecho o izquierdo, sino que utiliza los más adecuados de estribor o babor. Con él coincido en que estribor es una voz tomada del inglés -y este a su vez del holandés-; que viene de “starboard”, a su vez deformación de “steerboard”, y que quiere decir “lado del timón”. Como se sabe, la inmensa mayoría de los hombres somos diestros y la ubicación del timón de mando fue diseñado para hacer más fácil que los marinos puedan acoderar en los muelles, por el lado que manejan. El “otro lado”, el que da hacia el puerto, se conoce como “port” (en origen, el que queda a las espaldas o “back-board”, que en castellano ha devenido en babor).

Esta inquietud me ha llevado al origen de la palabra similar “estribo”, sobre todo porque si la etimología sería coincidente, significaría un implemento que tendría o sugeriría dos adminículos ubicados en el lado derecho. Pero no, la voz estribo parece provenir de la lengua de quienes primero supieron utilizarlo: un pueblo ávaro, emparentado con los mongoles. Era un pueblo de jinetes que fueron los precursores de montar a caballo y usar simultáneamente las dos manos, lo cual les dio una enorme ventaja militar y estratégica; ello solo fue posible cuando inventaron el uso de los estribos, y así les fue posible usar el arco y la flecha…

Cuando se lee a David Keys, en su “Orígenes del mundo moderno”, se descubre que hubo una catastrófica erupción del volcán Krakatoa en el siglo VI, que pudo haber obligado a los ávaros a desplazarse hacia occidente. Ellos habrían sido luego desplazados hacia el norte oriental de Europa por los turcos. Más tarde, luego de la muerte de Atila, habrían asimilado a los hunos; y así, “hunos y otros” se habrían encargado de dar a conocer los estribos a Europa y al resto del mundo. Hoy se discute si algo que no parece relacionado, como aquella terrible erupción, pudo haber influenciado en otros asuntos, sin conexión en apariencia, como la peste bubónica, el nacimiento del Islam o la caída de Teotihuacán…

Fuere lo que fuere, lo que sí es cierto es que esto de mi certificación ya va por el estribo (estoy a punto de apearme). A propósito de “estribos”, nunca es bueno “perder los estribos”. Por eso, es pertinente reconocer que aunque la palabra “estribo” pudiera estar relacionada con otras -como aquella de “estribaciones”-, nada tiene que ver en cambio con la de “estribor”.

Espero no haberme puesto muy “farragoso” con la esforzada explicación…

Neu-Isenburg, julio 30 de 2012
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29 julio 2012

Alianzagedón?

"... el Estado de Derecho… conlleva la existencia de ciertos preceptos básicos como la seguridad jurídica, la separación de los poderes, la independencia judicial, el principio de legalidad, las garantías del debido proceso, la tipicidad penal, la irretroactividad de las leyes”. Orlando Alcívar, El Universo, 27 julio de 2012.

Cuando leo titulares que encierran preocupaciones como las contenidas en las anteriores frases, me dejo influenciar por el recelo, si no por la suspicacia, de que quizá asistimos a un oscuro proceso que tarde o temprano va a llevarnos a una situación conflictiva y profundamente antagónica y controversial. Resulta difícil hacer un análisis de la realidad nacional y no dejarse influir por una espina de desconfianza. A veces me pregunto si esas -en apariencia- locas y premeditadas iniciativas, no responden a un libreto preconcebido que nos llevará a un grave enfrentamiento provocado por la necedad de los poseedores de la única verdad…

Armagedón es una palabra hebrea que, de acuerdo con el libro del Apocalipsis, en la Biblia, consiste en el lugar de la batalla que se dará en el fin del mundo. Dice la Wikipedia, que “el término puede ser considerado con un sentido simbólico o literal”; y que “es también usado en sentido genérico para referirse al fin del los tiempos”. La alocución contiene entonces un sentido premonitorio; a más de un claro carácter ominoso y envuelto en destrucción, tribulaciones y catástrofes de todo tipo. Ahí, en Armagedón, “la bestia (Satanás) será arrojada al lago de fuego y condenada a la profundidad de los abismos, por los siglos de los siglos”.

No pretendo hacer aquí una exposición basada en la escatología (el estudio de las probables últimas realidades); es decir una relación de asuntos emparentados con los convencimientos y creencias que todos podamos tener -o no- respecto a asuntos como el más allá, la vida después de la muerte, el cielo o el infierno. Lo importante es que Armagedón (o Armagedon) sería un campo de batalla donde tendrían que enfrentarse las fuerzas antagónicas del bien y del mal. En la paleta de colores relatada por el libro bíblico, la batalla se daría en un dualismo entre el bien contra el mal: una dicotomía cromática entre blanco contra negro. En esencia, se trataría de un enfrentamiento excluyente, definitivo y maniqueo.

Yo mismo he estado más de una vez en el hipotético Armagedón -está ubicado en una campiña cercana al mar de Galilea, llamada Megido-, y me cuesta imaginar que ese hermoso lugar, donde florecen generosos los naranjos y abundan los olivares, se ha de convertir un día en escenario apocalíptico. Por eso, cuando regreso a ver a la distancia a mi querido país, también se me hace difícil dejar de vislumbrar como “los buenos” y “los malos” puedan estarse preparando para una batalla definitiva, alejada de acuerdos y compromisos. Una necia batalla signada por la obsesión parroquiana, animada por el más sórdido y prosaico sectarismo.

La madurez nos va enseñando que no todo es blanco y negro en la vida, que no todo es inexorablemente malo o indefectiblemente bueno. Hay ahí un hermoso y amplio arco iris de diversos colores, donde casi siempre los menos atractivos son el blanco y el negro… La verdadera “participación ciudadana” se ha de concretar cuando reconozcamos que hace falta el respeto hacia la deseada diversidad, para poder aspirar a esa plenitud política en que consiste el “estado de derecho”. Ver la realidad política con una visión sesgada no solo es absurdo y ridículo, sino sobre todo improductivo. Y esa es justamente la responsable tarea y el reto que les corresponde a nuestros líderes: comprender, e invitarnos a creer, que todavía son posibles los acuerdos y que todavía son factibles los compromisos.

De esto ha de depender que convirtamos a Armagedón en un escenario expuesto a la destrucción y a la desgracia; o en que lo imaginemos como uno destinado para que podamos contemplar una tierra pródiga en realizaciones, generosa en la cosecha, y abierta a la posibilidad de nuevos y más auspiciosos cultivos… ¿Será que podemos todavía soñar con la diversidad, o que ya no hay regreso en aquella pendiente vertiginosa y pronunciada que identifica al tobogán del sectarismo?

Neu-Isenburg, julio 28 de 2012
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27 julio 2012

Un Bolívar aindiado…

Hace pocos días, con motivo de un nuevo aniversario del natalicio del Libertador, se develó en su ciudad natal, una imagen computarizada y en tercera dimensión, del rostro que se pretende que habría tenido en la realidad nuestro héroe de la independencia americana, cuyo nombre completo había sido Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco -vaya nombrecito para aristocrático!-. A este ilustre venezolano el mundo habría de conocer para la posteridad, con el sencillo y familiar nombre de Simón Bolívar.

Aquella novedosa y sugestiva imagen, que no puede ser sino aproximada y artificial, parecería obedecer al cumplimiento de un no muy claro objetivo: el de presentar un rostro americanizado, un tanto guajiro y aindiado del héroe de la independencia. Entonces, la pregunta que tenemos que hacernos surge espontánea: ¿qué se obtiene con esta burda e innecesaria falsificación? ¿Cuál es el problema de presentar a Bolívar como lo que realmente fue, como un hombre acomodado y descendiente directo, por ambas vías, de encumbradas familias de raigambre española, que inclusive habían reclamado títulos de nobleza, títulos que habrían sido negociados mucho antes de su nacimiento?

Esta flamante descripción retratada de Bolívar, poseedor de pómulos abultados, boca prominente, nariz gruesa, cabello hirsuto y mirada estrábica, no guarda relación con la poseedora de una frente alta y progresiva, cuencas profundas y de ojos hundidos, nariz de corte aguileño, mentón fino y prominente; y tampoco con aquel semblante altivo y mirada impávida, que en nuestros textos escolares, y aun en el papel moneda que alguna vez tuvimos, exhibía su rostro europeo. ¿Para qué entonces presentar un Simón Bolívar adulterado, con una apostura rústica y amerindia, ajena a la auténtica figura que, en vida, con seguridad le caracterizó?

Bolívar provenía de una familia de ascendencia vasca, que probablemente escribía su apellido con dos be labiales (Bolíbar viene del vascuence “bolu”, que quiere decir molino; y de “ibar”, que significa valle: “Valle del molino”). Y podría decirse que su linaje pertenecía a una rama aristocrática que, llegada a América, había sido favorecida con la posesión de tierras y la asignación de encomiendas. El importante peculio de los Bolívar habría sido apuntalado con la explotación de extensas plantaciones azucareras y de prominentes industrias mineras. No debe olvidarse que durante la colonia, todas esas actividades estuvieron sustentadas en la mano de obra no remunerada y en la todavía vigente esclavitud…

El cuestionable esfuerzo por presentar a Bolívar con una imagen autóctona no es sino un contrasentido; en cierto modo, resta valor a las virtudes del caraqueño que justamente deriva su mérito de que luchó por la independencia, a pesar de su acomodada y privilegiada condición. Dada la circunstancia de su prematura orfandad, Bolívar había tenido preceptores, nada menos que de la talla de un Simón Rodríguez o de un Andrés Bello; y muy temprano había ido a educarse en el Viejo Continente. Claramente era un miembro de la aristocracia criolla; y además un representante de una sociedad pródiga en toda clase de recursos.

Cuando Bolívar regresa de Europa, ya es un joven convencido de la necesidad de luchar por la pronta autodeterminación de los pueblos americanos. Sin embargo, esas luchas que él se animó a propiciar no eran lo que hoy se cree: unas guerras entre unos rebeldes nativos y unos explotadores españoles. La realidad es que esas batallas se dieron entre españoles, o entre descendientes de españoles, que tan solo se identificaban con diversas facciones. No hubo en esas contiendas un contenido de carácter racial. Por ello, decir que Bolívar era un mulato o que tenía facciones indígenas sería una innecesaria deformación de la realidad histórica.

El Libertador habría tenido entre treinta y dos y cuarenta y tres años mientras ejerció su liderazgo militar y político. Era un joven que se jactaba de tener “El espíritu de las leyes” de Montesquieu en su cabecera. Su temprana incursión en las logias de la francmasonería era también una costumbre que se daba en las familias de encopetada prosapia europea, como sucedió en los casos de George Washington, José de San Martín o de un Bernardo O’Higgins. Claramente no tenía rasgos aindiados o amerindios. No entendemos qué de vergonzante puede tener el que se reconozcan en él su verdadero semblante y real fisonomía como lo que fueron: los de un hombre poseedor de una catadura con claro talante ibérico.

Neu-Isenburg, 28 de julio de 2012
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25 julio 2012

Y… se llamaba Daisy Edith!

Hay algo que nadie me va a creer: no tuve muchas enamoradas en mi vida! Esto en parte se debe a que, con excepción de un efímero y adolescente interregno, puedo decir “en honor a la verdad” -o “a base de juro por Dios”, como dice uno de mis cuñados-, que prácticamente siempre lo tuve prohibido. Antes, por las reglas que en casa imponía la abuela; y hoy por lo mismo: vivo con otra abuela (bis)…

Pero a esta novia -de la que hoy quiero contarles-, la conocí una tarde que ella estaba en el río y exhibía un nombre de reina: se llamaba Daisy Edith. Un buen día (aunque esto es una forma injusta de expresarse, porque en realidad fue un día muy triste para mí), ella se alejó cuando nos despedíamos, mientras estábamos en el río; y desde entonces ya nunca, nunca, la he vuelto a encontrar… Esa tarde me hice una sencilla promesa: la de que nunca en la vida habría de tener una novia que se llamase como ella; que jamás de los jamases tendría una nueva novia que se llamase Daisy Edith. Puedo decir, y otra vez en honor a la verdad, que desde que hice aquella promesa -se lo juro por esta, señor juez-, nunca he conocido a nadie que se llamase ni Daisy, ni Edith; y, menos todavía, con el nombre de Daisy Edith.

Mas, yo nunca “me la llevé para el río” -como en el poema de García Lorca- ni porque hubiese creído que era mozuela, ni porque no me hubiese importado que tuviese marido. Yo era, a la sazón, demasiado chico como para caer en esos arriesgados arrebatos o para estarme fijando en melindrosos remilgos. Ella estaba allí, ella estaba en el río y punto; y es así como la vi por primera vez; así fue como más tarde me adentré en ella y así fue como la conocí…

Hacía un bochornoso calor aquella tarde; había un color lodoso y pardo en el río, nunca supe si se debía al cieno que arrastraba en su recorrido, o era fruto de la resaca de las lodosas marismas que había empujado la marea. Además, había ahí un olor punzante y desagradable, que nada tenía de aromático. Años más tarde habrían de contarme que se trataba de esa mezcla de olor a azufre y bismuto que se concentraba en los astilleros del puerto. Sí, no fue ese un marco que pudiese calificarse como romántico; pero fue ahí, junto a esas ramas que arrastraba el río, y junto a todo ese basural que iba acarreando, que ahora ella asomaba, impertérrita e inalterable como una diosa, para proclamar que su nombre era Daisy Edith.

No sé por qué no me lo habían antes advertido: todo aquello de sus noctámbulos recorridos, de sus ajetreos apresurados con tanto y tanto desconocido… Pero yo cedí a su sibilino embrujo desde un principio, sin permitir que mediasen llamados al razonamiento ni convocatorias al buen sentido. Estaba allí, arrimada al malecón, adueñada de aquella cláusula porteña, compartiendo su espacio con los estibadores, con los profanos montubios que la visitaban, y con sus propios y apurados marinos. A pesar de todo, accedí a acompañarla aquella misma noche: se iba otra vez hacia uno de sus misteriosos periplos. Cedí a su seducción y ya no me pude resistir. Me dijo que su destino era marinero; salía esa misma noche. Se iba a un puerto con nombre de libertador y se ausentaba de Guayaquil…

No pude fallar a mi cita esa misma noche. Una enorme cantidad de desconocidos deambulaba en cubierta. Me ofreció dos incómodas y estrechas alternativas: la que representaba la privacidad de un camarote, o la que invitaba a un impúdico y obsceno desparpajo: recostarme en unas tumbonas al aire libre que obedecían al jamás antes escuchado nombre de “coy”. Opté así por la soledad, en el ánimo de evitar los atisbos ajenos y la amenaza de los mosquitos. Me había ya resignado a que ella no podría ser exclusivamente “mía”, desde que zarpamos desde allí.

Fue mía toda esa noche... pero, desde aquella misma noche, que fue la última cuando la vi, ya nunca la he vuelto a encontrar... Era grande y juguetona, era grácil y era hermosa. Era una ágil motonave, a la que he cumplido mi promesa. Y se llamaba Daisy Edith…

Neu-Inseburg, Alemania, 25 de julio de 2012

Nota: en esos olvidados años, principio de los sesenta, había cuatro motonaves que hacían el nocturno trayecto entre Guayaquil y Puerto Bolívar; se llamaban Jambelí, Olmedo, Presidente y Daisy Edith.


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24 julio 2012

Una extraña forma de amputación

No sé dónde era que el Pelado aprendía las cosas que yo todavía no sabía, pero lo cierto es que cuando yo recién me enteraba de algo nuevo en la escuela, él o ya lo sabía o ya se había enterado por algún previo e inexplicable método. Fue difícil, por lo mismo, no ir creando con él esa afinidad, o cierta complicidad, que poco a poco nos fue identificando en nuestros primeros años de colegio. Ambos habíamos aprendido a jugar básquet en forma prematura: él, porque para todo tenía habilidades naturales; y yo, por la simple razón que vivía frente con frente a la escuela. Un cierto día, el profesor encargado nos había estado observando en el recreo; de ahí en adelante, habríamos de quedarnos para las prácticas todas las tardes: nos habían escogido para formar parte de la selección del colegio.

Fue así que, mientras una tarde tomábamos una ducha luego del acostumbrado entrenamiento, descubrí que algunos de los otros muchachos tenían “ahí abajo” algo diferente a lo que yo desde temprano me había percatado que tenía. O, dicho de mejor forma, se me había revelado que ellos carecían de algo que yo sí tenía; y que, al ellos carecer de eso, hacía que “ese algo” se viera un tanto feo, porque se exhibía como rebanado o como descubierto… Así es como me percaté, a una edad emparentaba con la de acceder a la secundaria, que aquello era la consecuencia de un procedimiento médico, al que se sometía a algunos varones luego de su nacimiento, y que se lo llamaba con el nombre de “circuncisión”. Lo supe porque me lo dijo mi profesor adoptivo: aquel precoz Pelado, por supuesto!

Pero fue muchas décadas más tarde, una noche que hojeaba la sección cultural del Straits Times, que habría de enterarme que la circuncisión no había estado solo reservada a los varones; y, claro, como ya no se encontraba a la mano mi amigo de la infancia, no le pude consultar si esto que contaba el periódico era realmente cierto… Ahí se comentaba que la MGF afectaba a un alto porcentaje de mujeres -alrededor de ciento cincuenta millones-, que habían sido sometidas durante sus primeros años de vida, a un procedimiento quirúrgico que obedecía, más que a una costumbre religiosa, a una forma de tradición social que consistía en cortes, recortes o modificaciones de sus órganos genitales.

Cuando regresé a casa, corrí a buscar información que me aclarara e informara todo lo concerniente a este sistema de mutilación, sus variaciones; así como sus motivos o pretextos. Era evidente que no solo había estado mal informado -a la sazón era ya lo que llaman por ahí un “hombre de edad mediana”-, sino que la costumbre no era exclusiva de sociedades aisladas y pequeñas, o de un reducido número de personas. Es más: la llamada circuncisión femenina era un práctica muy popular, ejercitada por amplios sectores de culturas avanzadas, o en países considerados liberales y pertenecientes a sociedades desarrolladas en el mundo.

Grande fue mi asombro y estupor cuando, luego de consultar la enciclopedia, me pude percatar que existían varias formas, cada cual más desconcertante, de esta insólita forma de amputación. Me ilustré que la circuncisión femenina abarcaba una amplia gama de procedimientos, que variaban en grados de severidad, desde un ligero corte en la capucha del clítoris al corte total de los genitales externos o la costura de la propia abertura vaginal. Se conocía a esta ajena costumbre como ablación o mutilación genital femenina (MGF, por sus iniciales en español).

Al revisar la información proporcionada por la Organización Mundial de la Salud, me encontré con que existían diversas clases de circuncisión: “la escisión del prepucio, con o sin escisión parcial o total del clítoris; la separación del prepucio y clítoris, junto con la extirpación parcial o total de los labios menores; la escisión de una parte o de la totalidad de los genitales externos; y la sutura o estrechamiento de la apertura vaginal (la llamada infibulación)”.

Además, me topé con que habían otras formas que se encontraban todavía sin clasificar, entre las que se incluían “pinchazos, perforaciones o incisiones del clítoris o de los labios menores; estiramiento del clítoris o de los mencionados labios; cauterización mediante abrasión del clítoris y los tejidos circundantes; raspados del orificio vaginal o cortes de la vagina; e introducción de sustancias corrosivas en ella, para ocasionar sangrado, o de hierbas con el fin de reforzar o producir estrechamientos de la vagina”. En fin, una serie de procedimientos que no siempre se los realizaba con asistencia médica adecuada…

Esto de la MGF creo que no sabe todavía el Pelado; y estoy seguro que cuando lo sepa, me va a reclamar que de gana he incluido tanta “mala palabra” al revelar mi inaudito descubrimiento…

Neu-Isenburg, 24 de julio de 2012
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21 julio 2012

Falacias de la globalización

Se supone que el mundo se ha hecho cada vez más fácil de conocerse y que las naciones se han hecho más expeditas para que los hombres logren comunicarse. En la práctica, esto no siempre resulta cierto; basta observar las interminables filas que todavía pueden hallarse en las embajadas y consulados alrededor del mundo, basta comprobar el tortuoso trámite que deben satisfacer los pasajeros en las dependencias de inmigración y aduana de los aeropuertos internacionales, para comprobar cómo la discriminación y el trato que no se compadece con la dignidad de las personas, prevalecen aún en muchos países, donde parecería que el concepto de la globalización solo tiene relación con los asuntos comerciales, pero jamás con el tratamiento que deben merecer los seres humanos.

Quién no ha sido testigo de los dramas íntimos que a menudo se exhiben en esas instancias y dependencias internacionales? Quién ha podido abstraerse a la actitud discriminatoria, e incluso vejatoria, que se observa en muchas partes? Y esto para no mencionar todas aquellas situaciones personales que se observan, que se sabe que afectan no solo el bienestar y a la seguridad de las personas, sino que inciden en asuntos como la salud de los seres queridos, las tragedias familiares, los factores relacionados con la estabilidad laboral y económica, el sentido familiar y hasta los asuntos afectivos de la gente. Cuán triste es observar en embajadas y consulados el sentido de frustración, la sensación de impotencia, la desesperación que sienten los viajeros frente a lo inesperado e incierto.

Y todo, esto sin contar con los procedimientos prohibitivos, los trámites lentos y absurdos, los requisitos innecesarios e interminables. Hoy, que se supone que el mundo se ha globalizado y tecnificado, parecería que la burocracia insiste en encontrar nuevas formas de proscripción para hacer cada vez más dificultosos los procedimientos. Es esta una suerte de “revancha de Montezuma”, con la que los funcionarios tratan de desquitarse de los ordenadores que han venido quizá a simplificar, pero también a afectar la estabilidad de su trabajo. De esta manera una ilusión familiar se convierte en vía crucis; la posibilidad de acceder a una oferta de empleo en el exterior o de acceder a tratamiento médico especial, se convierten en tareas ahítas de complicaciones e inconvenientes inobjetables.

Hoy por hoy, las reglas internacionales hacen imposible acceder a visados para terceros países si el solicitante no se encuentra en su país de residencia. Si una persona se encuentra en Inglaterra, por ejemplo, y desea movilizarse a otro país de la comunidad europea, tiene que volverse a América para procesar su visado por medio de la oficina diplomática del estado en el cual se encuentra el primer puerto de arribo. No importan los atenuantes; ni nadie quiere saber nada acerca de las circunstancias emergentes o especiales; y menos aún de situaciones de calamidad doméstica o de fuerza mayor. No importan los dramas personales. Lo que parece preponderante es el cumplimiento descarnado de la regulación.

Es cuando se reflexiona en esa irrazonable entelequia en que se han convertido conceptos como frontera, nación y estado; y se hace inevitable averiguar a cuenta de qué se han creado estas incomprensibles barreras en las relaciones libres que quieren tener los hombres. Para añadir insulto a la herida, las oficinas consulares han subcontratado sus servicios de distribución de citas. Con ello, a más de haber alargado y complicado el proceso, han impuesto una odiosa cortina entre los usuarios y los funcionarios encargados. Este paso genera enormes limitaciones para los solicitantes de visado de bajos recursos o para quienes no cuentan con un ordenador o impresora cuando se ven obligados a utilizar tales servicios.

No deja de llamar la atención, la grosera falta de reciprocidad que se observa entre los países de niveles culturales y económicos distintos; pues los que provienen de los llamados “en vías de desarrollo”, o con un menor nivel de bienestar económico, no reciben en las dependencias de los países extranjeros aquellas mismas atenciones y trato preferencial que sus propios países otorgan a los ciudadanos de esas otras nacionalidades. Es preciso que, por medio de nuevos y más coherentes acuerdos internacionales, se vayan encontrando formas menos restrictivas y más eficientes, para así conseguir que todos los individuos puedan satisfacer el responsable ejercicio de sus libertades de viaje.

Quito, 12 de julio de 2012

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18 julio 2012

Tiempos de abstinencia

En pocos días más se dará inicio a un nuevo mes del ramadán, tradicionalmente el mes del ayuno musulmán. Se trata del noveno mes del calendario islámico, un sistema de conteo del tiempo diferente al que utilizamos en occidente y al que llamamos calendario gregoriano. La razón para esta diferencia es más bien simple: el calendario de la hégira es un sistema basado en las apariciones lunares, en tanto que el calendario occidental está basado en las revoluciones de nuestro planeta alrededor del sol. De ahí que los meses musulmanes solo tengan veintiocho días; y que los años del calendario islámico tengan, asimismo, solo trescientos cincuenta y cuatro días de duración.

El sistema de la hégira fue encargado por los primeros seguidores del profeta Mahoma a los sabios matemáticos de su tiempo, quienes usaron lo que nosotros llamamos año 622 A.D., como referencia para el inicio de su calendario. La “hégira” no es sino lo que la historia conoce como “la huida” del profeta de La Meca a Medina, y que sus seguidores prefieren interpretar como “la migración”. El año musulmán no se alinea, por lo mismo, con el año solar. Esta vez, el inicio del año 1434 de la hégira, se ha de cumplir alrededor del quince de noviembre.

El cálculo de las fechas islámicas no siempre es un asunto simple; no solo por la considerable discrepancia que mantiene con el calendario gregoriano, sino porque la confirmación del inicio del mes para los musulmanes depende de la observación, en la práctica, del cuarto creciente luego de la luna nueva. En otras palabras, aunque las tablas astronómicas permitan predecir el inicio de los meses del año, es preciso observar la aparición de esa fase de la luna, para confirmar, desde el día siguiente, el inicio del mes musulmán. Por esto es que el inicio del mes para los musulmanes parezca como rodeado de imprecisión y de capricho; pero se trata solamente de un uso basado en la tradición.

Este año, el ramadán ha de empezar alrededor del veinte de julio y concluirá alrededor del diecinueve de agosto. Ramadán quiere decir “abstención” y eso es justamente lo que los seguidores de Mahoma practican en este mes: una total y disciplinada abstención. Y es que, durante las horas comprendidas entre la salida y el ocaso del sol, ellos se abstienen de la ingestión de alimentos y procuran soslayar toda forma de pensamiento, acción o contacto físico que los aparte de su compromiso de evitar toda forma de satisfacción. En términos generales, esto tiene el mismo significado y propósito que hasta el siglo pasado tuvo el “ayuno y abstinencia” para los cristianos; pero que, con el paso del tiempo, aquello de la “abstinencia” pasó a cobrar una deformada significación…

Cuando esta etapa de abstinencia concluya, es cuando se dará inicio a otra muy importante celebración. Se trata de una suerte de “anti-ayuno”, similar a lo que para el mundo occidental constituiría la festividad de “Acción de gracias”. Con ella se da término a un mes de sacrificio que está dedicado a dar cumplimiento a uno de los cinco pilares del credo musulmán. Ese ayuno, sumado a la declaración de fe, el rito de las plegarias diarias, el compromiso con las obras de caridad y el viaje de peregrinación –de por lo menos una vez en la vida-, constituye uno de los importantes preceptos de esta religión monoteísta que se calcula que tiene más de mil millones de seguidores alrededor del mundo. Es bueno recordar que solo un diez por ciento de esta importante cifra se congrega en el mundo árabe.

Satisfago la curiosidad de quienes me consultan que cómo hago para abstenerme de comer durante todo el día, cuando visito los países islámicos. Explico con un pequeño comentario: esta forma de ayuno no aplica a todos los creyentes sin distinción; por ejemplo, no se aplica a los niños menores o a quienes enfrentan un estado de enfermedad. En cuanto a los extranjeros, existen zonas reservadas y cubiertas en forma conveniente -en los hoteles por ejemplo-, donde es posible la ingestión de comida sin alterar el rito musulmán. Por demás está comentar que cuando la noche llega, y el ayuno cesa, los que tienen enorme dificultad para controlar su apetito son los no creyentes… quienes pasan a ser testigos de los pródigos banquetes con que concluye cada nuevo día del mes del ramadán…

Casablanca, julio 18 de 2012

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15 julio 2012

Rayuelas y martingalas

Han retirado ya la manga de embarque y el comandante ha efectuado un breve anuncio de bienvenida. Regreso a mirar hacia la ventana y puedo comprobar que el equipo de tierra, en la plataforma, se ha ido alejando hacia adelante. Daría la impresión que no es el avión el que se ha movido, sino que ha sido la tierra la que en forma caprichosa se ha desplazado. He saludado con mi vecino de asiento sin obtener respuesta; solo entonces caigo en cuenta que él extrae de un pequeño estuche sus ayudas de sonido y se acomoda en el lomo de las orejas sus auditivas martingalas. Solo me hace un gesto ausente e indefinido; puede ser un fugaz saludo o la apelación a mi complicidad frente a su preferencia solitaria…

No hay en mi compañero de viaje un gesto de desdén o de hostilidad; quizá solo trata de concentrarse en el epílogo del libro que ha estado leyendo: una de esas novelas de espionaje y suspenso de John le Carré. Prefiero no interrumpir su absorción, aunque yo en el fondo lamente su falta de espontánea cordialidad. Es británico, puedo adivinarlo por su actitud y su vestimenta; hay algo en su altivez que denuncia su origen, para ello no me hace falta escuchar su acento.

El aparato ha realizado un carreteo lento y silencioso; y nos aprestamos ahora a  realizar nuestra maniobra de despegue. Mi vuelo me llevará de Gatwick, en el sur británico, a Charlote, en Carolina del Norte. Como en todo vuelo de larga duración, los pasajeros tratan de buscar comodidad adicional en los asientos que les han asignado y realizan pequeñas actividades que les permiten reubicarse. Mi vecino parece embelesado en el desenlace de una historia que lo mantiene cautivado; me deja la impresión que si una avería se habría de producir en el despegue y esta exigiría una evacuación de emergencia, él optaría por continuar en su asiento y seguiría leyendo en forma imperturbable…

Más tarde, el vecino ha concluido el texto que había estado leyendo; el final de su historia parecía importarle más que el inicio de su itinerario. Mira entonces la cubierta del volumen con aire de complacencia y baraja sus páginas en señal de regodeo; lo acaricia y lo guarda con remilgo en su atiborrado maletín de viaje. Vuelve a deshacerse de su martingala, coloca el adminículo en el porta accesorios y revela un nuevo texto que ha preparado para aligerar el viaje; la carátula reza un título en inglés, es una palabra para mí desconocida -Hopscotch-, entonces cedo a la curiosidad de averiguar el nombre del autor y ya no me hace falta consultar el significado. Adivino que se trata de “Rayuela” de Julio Cortázar. Qué curioso, yo mismo he estado leyendo “El hijo del hombre”, una novela de un escritor paraguayo, que habría estado influenciado por el mismo Cortázar: Augusto Roa Bastos. No hay duda, la vida es también como un juego de rayuela…

Medito en que así como ese guaraní se habría inspirado en el perfil del dictador Rodríguez de Francia para crear su “Yo, el Supremo”, que existen por ahí líderes autócratas que parecerían haberse inspirado en su novela, para producir un monstruo motivado por la propia vanidad y el oprobio ajeno. No hay duda que a veces la realidad se empeña en prevalecer sobre la fantasía. Con esa novela Roa Bastos nos enseña que el poder puede llegar a ser más omnímodo que el destino y que existe un instrumento más permanente que la fuerza del absolutismo. Esa herramienta es el lenguaje y se expresa con la magia de la palabra.

Hemos llegado a Charlote, cruzo entonces unas pocas frases con quien ha sido por nueve largas horas mi compañero de viaje; me comenta la impresión de sus lectura iniciales. Me siento como un niño a quien han dado permiso para incorporarse a un ya iniciado y casi concluido juego de rayuela. Más tarde, hay que soportar una hora de espera en las dependencias de inmigración. Todos los pasajeros, en especial los que han de hacer una conexión, exhiben su ansiedad y nerviosismo frente a la lentitud del proceso de ingreso a tierras de Norteamérica. Vuelvo a encontrar a mi vecino que impertérrito, y sin portar sus minúsculos accesorios, continua seducido por su lectura absorbente e interminable.

Ya afuera, en el terminal aéreo, me adentro en un restaurante perteneciente a una conocida franquicia mejicana. Y, mientras espero la llegada de lo que he ordenado, descubro otra vez a mi anterior vecino que también ha entrado en el mismo establecimiento. Se sienta en una mesa contigua; me reconoce otra vez, sonríe sin renunciar a su distancia, se instala su martingala, la de los discretos adminículos. Medito una vez más en el título de lo que está leyendo y reflexiono en la ironía de las coincidencias; y claro, también, en la del mayor de los artificios: aquel que sucede cuando la vida se nos convierte en una rayuela inesperada!

Miami, 14 de julio de 2012
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12 julio 2012

La reina de los cielos

Le llaman con ese nombre. Debe ser por su gracia y elegancia porque eso es lo que más lo define e identifica, a pesar de ser un aparato enorme que se acerca o se aleja con porte majestuoso en la vecindad de los grandes aeropuertos…

Cierto día mientras esperábamos con el resto de la tripulación, al avión que más tarde habríamos de operar, en el terminal de algún lejano aeropuerto, fue cuando escuché decirlo por primera vez: “There comes the queen, the queen of the skies” (“Ahí llega la reina, la reina de los cielos”). Sí, le conocen como la reina y este es quizás el único caso en que se refieren a un avión de cabina ancha usando el género femenino; y es que esto se lo ha ganado el Boeing 747 debido a su gracia, bondad y versatilidad. Es una reina que se resiste a declinar o a abdicar su trono; su reinado supera ya los cuarenta años y todavía va para otros veinticinco más!

Tengo el orgullo y la satisfacción de haber comandado el 747-400 durante los últimos diez años; he disfrutado de su comodidad y sencillez operacional, la misma que muchas veces se tiende a subestimar; imagino que esto pasa cuando se compara su extraordinario tamaño y su majestuosidad con su formidable simpleza funcional. Hoy, con el diseño y producción de la nueva versión (el 747-800), llamado también Intercontinental, se asiste a la renovación de un concepto aeronáutico que ha hecho verdadera historia en los anales de la aviación comercial. El rediseño incluye una ala más aerodinámica, nuevos y más eficientes motores y un fuselaje más largo, capaz de acomodar a cincuenta pasajeros más.

Si bien el nuevo diseño incorpora todos los nuevos avances que ha desarrollado la tecnología, los constructores advierten que la conversión a este aparato, para quienes están calificados para operar la serie 400, solo va a tomar un número mínimo de días de entrenamiento adicional. La comercialización se anticipa auspiciosa y prometedora; se estima que el nuevo modelo ha de producir un ahorro de diez por ciento de combustible y, además, un recorte de costos de un quince por ciento, comparado con los más modernos “Jumbos” que han estado volando hasta el actual momento.

La cabina de mando de este hermoso aparato se ha convertido, por casi siete mil horas, en mi itinerante oficina por los cielos del mundo; y espero que lo siga siendo todavía por unos pocos años más. Sí, he estado metido en su fuselaje por el equivalente a casi un año completo; en ese prolongado lapso puedo dar testimonio que el 744, como lo llamamos sus pilotos, siempre ha hecho honor al sitio que uno puede llamar “su hogar en el cielo”. Con su joroba característica, su envergadura impresionante, su desplazamiento solemne y silencioso, el 747 siempre será un admirable símbolo de elegancia, magnificencia y continuidad.

“Long live the queen, for many years to come”. Sí, que viva la reina, y que viva por muchos años más!

Crawley – Inglaterra, julio de 2012
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Para los ejes de la carreta…

Esta no es una carta que fue escrita para “este” Alberto, pero la he leído como si lo fuera. Fue escrita para otro –para algún otro amigo entrañable-, imagino que con esa mezcla de afecto y nostalgia que caracteriza a los adioses. Me permito compartirla con ustedes y transcribirla para que la disfruten:

“Carta para Alberto” (Bernard Fougéres)

“Cuarenta y cinco años de amistad nos unen entre galaxias, migajas de ternura, miradas de un perro callejero, rincones del alma donde nacen poemas, sangran heridas. El amigo que se va no fue para nosotros un adiós a la vida sino el hasta la vista que incluía retorno a la misma. Te despedí cada vez diciéndote “Prométeme que siempre volverás” sabiendo que nadie puede ingresar a los bastidores del destino. La amistad profunda es una lámpara que movemos para formar sombras nuevas nunca opacadas por las tinieblas. Tú me enseñaste que el silencio detiene el tiempo: nos podemos intuir con una mirada. Conozco cada rincón de tu casa, conoces la mía palmo a palmo. Renata, tu compañera de siempre, sabe que la felicidad es cuando las cosas están en su puesto. Sin Renata en tu playa las aves tendrían que aprender de nuevo a cantar perdiendo el norte en el intento. Posiblemente se apagaría tu voz.”

“Tú y yo sabemos por qué los perros ladran fuerte en noches de plenilunio, hemos mirado hacia el levante, contemplamos el sol poniente con desenfado, sabor incógnito de las despedidas. Ignoramos dónde anclaremos nuestro barco cuando nos quiten los remos, seguimos soñando con mares ignotos. Una lluvia nueva anega tus ojos; ciertas miradas tuyas, al querer desvelar lo impenetrable se quedan absortas en pos de ambiguas respuestas. Tú y Renata cogidos de los ojos se cuidan hasta cuando duermen. Les sobrecoge el terror de que podría irse el otro, quisieran irse juntos, se aferran a la idea del reencuentro en una vida sin límites. Sabemos que no basta una vida para amar del todo al ser que una vez elegimos. El afecto que sentiste por Evelina es el mismo que siento por quien es tu compañera en medio siglo.”

“Envejecer es tener sueño más ligero, rodillas más pesadas, pastillas de múltiple color para silenciar los ejes de la carreta. Cuando los cuerpos pierden su frescura llega la ternura de pasos leves, se tranquiliza la arrolladora pasión. Los que se aman con paciencia abren la boca para decir lo mismo al mismo tiempo, se ríen como tontos al recordar que una vez fueron criaturas. La vida, fogata loca que incinera corazones, sueño nutrido con ilusiones, viaje apenas largo como un soplo, es lo único que podemos obsequiar un día cualquiera al ser que escogemos para pintar nuestra existencia toda. Aquella familiaridad nuestra fue el privilegio que me otorgaste, nunca me impidió seguir admirándote pues la verdadera amistad incluye respeto. Me siento afortunado por haberte encontrado, porque me dedicaste en uno de tus libros todo un capítulo ubicado bajo la señal del afecto que merecíamos ambos. En mi casa quedó con tu presencia la de Facundo Cabral, Quino, Rostropovich, Catherine Sauvage, Julio Iglesias, Rocío Jurado, todo matizado con el vino tinto cuyos aromas siguen cantando porque los compartimos todos en inolvidable bohemia. Aquel barco frágil de papel nos regaló un plácido viaje por la vida. Sabemos que nos volveremos a encontrar en cualquier puerto de aquí o de allá. La vida es un tobogán, cada bajada nos prepara para la subida siguiente.”

Me encantaron ciertas frases... Prefiero que esas rosas sean escogidas por ustedes!

Crawley, julio 12 de 2012
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10 julio 2012

El estío invernal

Sí este es un estío invernal -o si prefieren, infernal-. Podríamos llamarlo también “invierno estival”; sería el equivalente a lo que en inglés llaman “oxymoron”, que no es sino lo que llamamos paradoja o poética contradicción: la combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras que tienen sentido opuesto. Vuelvo en este punto sobre las aguas recién navegadas, para preguntarme el porqué de que, si la nuestra es una lengua que ha tomado prestado vocablos de otras lenguas, no usamos el término que también ha derivado del griego y que se lo encuentra en nuestros diccionarios académicos: la palabra oxímoron.

Es curioso que este término, oxímoron, venga de las voces “oxys” que quiere decir fino y de “moros” que significa estúpido. Nuestra habla coloquial está llena de expresiones paradojales; muestras al canto: sonidos del silencio, pequeño gigante, oscura claridad, secreto a voces, brillar por su ausencia, instante infinito, espera inesperada, prohibido prohibir, modestia orgullosa…

En fin, utilizo el -en apariencia- incompatible nombre de esta entrada para comentar el inesperado verano frío y lluvioso que he tenido que soportar durante mi actual visita al sur de esta campiña sorprendente, que es la región meridional de Inglaterra. Aquí casi no he visto el sol y puede decirse que la gente espera que esta lluvia pertinaz nunca cese, que se haga presente casi todos los días. Es esta una condición contradictoria; usando otro oxímoron, podría decirse que la expectativa de lluvia es en esta tierra una cláusula “casi segura” o que se trataría de un fenómeno de “ciencia ficción”.

Lo cierto es que en el sur de Londres llueve y llueve. Igual que en la canción de Serrat: llueve, detrás de los cristales llueve y llueve. La única diferencia es que el paisaje del catalán se tituló Balada de Otoño, mientras que yo he sido inútil para apellidar al mío, si como Balada de Invierno o como Balada Estival… Lo que importa es que afuera llueve y llueve, y que no ha parado de llover! Sin embargo aquí, el menoscabo ventajoso –otra paradoja involuntaria-, es justamente este clima lluvioso y a menudo sombrío, donde es muy difícil encontrar condiciones extremas de temperatura. Porque aquí, casi nunca se observa nevar y sería raro que alguien se pueda quejar de que hace un calor insoportable. Algo parecido a Quito, donde se dice que: “no hace ni frío, ni calor, sino todo lo contrario”…

En todo caso, afuera llueve; y al igual que en el poema de Serrat (quién era que me dijo que sus letras no eran propias, sino de los versos de Antonio Machado?):
Llueve, 

detrás de los cristales llueve y llueve 

sobre los chopos medio deshojados, 

sobre los pardos tejados, 

sobre los campos, llueve…

Sí, afuera llueve y llueve!

Londres, 9 de julio de 2012
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08 julio 2012

La vida en otros mundos

Tan solo unos pocos siglos atrás la gente no estaba convencida de que el mundo fuera redondo. Había quien estaba persuadido que tenía la forma de una mesa, en donde todo era plano hasta llegar a los bordes del océano, en donde el agua de forma inesperada, cual si se tratase de una interminable catarata, se precipitaba hacia abismos insondables. En un tiempo en que las creencias se contaminaban con variados y delirantes prejuicios religiosos, es probable que aquellos mismos barrancos y despeñaderos que se habían imaginado, se los haya incorporado a esa entelequia fabulosa que se había enseñado que era el espantoso infierno.

Imagino que estas ideas retrasaron en mucho el conocimiento del mundo, hasta que sobrevino una etapa adolescente en la historia de la civilización, que se ha dado por llamar “era de los descubrimientos”. Esta fue una época en la que se juntaron la curiosidad y la valentía, el celo religioso y la ambición, y es cuando osados exploradores e intuitivos navegantes se lanzaron a la tarea de “descubrir” nuevos mundos. Se accedió así a un período de nuestra cultura que estuvo caracterizado por la lucha por la hegemonía entre los flamantes estados, fue cuando los hombres cedieron al embrujo de las riquezas y los títulos nobiliarios; y, desde luego, al magnetismo sensual de una atractiva doncella que no estaba dispuesta a conceder a todos sus irresistibles favores… La llamaban “fama”.

No es difícil imaginar, cuando se mira en retrospectiva, la ansiedad crepuscular en esos inquietos amaneceres y los temores de aquellos marineros en sus noches tenebrosas. Así es como nos figuramos, por ejemplo, a los tripulantes de aquellas demenciales expediciones, a esos persistentes individuos que estaban animados y persuadidos por la fuerza de un motivador ideal; ahí están hombres de la talla de un Cristóbal Colón o de Fernando de Magallanes. Tanto en el primer cruce del Atlántico, como en el viaje del testarudo portugués -que atravesaría el Pacífico y cuyo periplo concluiría Elcano con la primera circunnavegación de la tierra-, no dejó de estar presente aquel temor ancestral, aquella posibilidad de precipitarse hacia las imprevistas profundidades de una sima sin testigos ni retorno…

Transcurridos algunos siglos, sin embargo, creo sospechar que la gente no ha dejado de conjeturar la posibilidad de que sigan existiendo ciertos precipicios… Recuerdo que en mis tiempos de la desaparecida Ecuatoriana de Aviación había un eslogan televisivo que anunciaba una invitación seductora: “Venga a volar con nosotros, venga al mundo de Ecuatoriana”. Yo mismo debo haber sucumbido al fascinador hechizo de aquel llamado; y, como todos los demás que sucumbieron, habría caído en el espejismo de creer que ese había sido “el mundo” una vez que logré situarme adentro… Más tarde habría de descubrir que en mí se había repetido también ese temor y esa desconfiada presunción hacia los abismos; me había persuadido que salido de ese mundo caería en un insondable precipicio!

Fue preciso que un grupo de nosotros decidiera probar fortuna. Ahora no nos animaban ni el celo religioso ni la fama. Optamos por conocer otros horizontes para obtener un mejor reconocimiento profesional y poder atender en mejor forma las cada vez más exigentes necesidades de nuestras familias. Así fue como descubrimos que habían existido “otros mundos” y que estos se encontraban justamente fuera de lo que se había constituido en nuestro único mundo: el mundo de Ecuatoriana. Por eso, en días como hoy, regreso a mirar en el pasado, comparo mi actual itinerario de vuelo y encuentro nombres extraños de lugares inesperados e ignotos: Cairo, Dacca, Medina, Isfahán, Frankfurt o Tabriz…

Reconozco que hemos enfrentado mares envueltos en peligrosa calma chicha y que hemos combatido ocasionales vendavales; pero hemos podido descubrir que el mundo estaba afuera; que como dijo Alegría, era “ancho y ajeno”; y, sobre todo, que no estaba rodeado de barrancos insondables, ni de lóbregos desfiladeros…

Crawley – Inglaterra, 8 de julio de 2012
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04 julio 2012

A ritmo de barbero

Hay un verbo que usan mucho los de habla inglesa y que viene de una palabra latina: quiere decir posponer, diferir, retrasar o aplazar. Lo que no me explico es porqué, siendo el castellano una lengua latina, nosotros no lo utilizamos con la misma asiduidad; me refiero al verbo “procrastinar”. La verdad que, no solo que no se lo usa -ni como verbo, ni como sustantivo-, sino que muchas personas no lo han oído nunca o sugieren que ni siquiera es una palabra reconocida en nuestro idioma. Mas, la verdad sea dicha, en inglés se la utiliza con frecuencia cuando se trata de “dejar para mañana lo que podríamos haber hecho hoy”.

Yo mismo, que quizá fui educado con una mentalidad escolástica, con visos de puritana, no pude abstraerme siendo niño a aquello de “cuidado con dejar los deberes y asuntos importantes para el final”. Sospecho que aquello que yo llamo mis tendencias “obsesivas-compulsivas” no es sino un rezago y herencia de esa formación que me impedía dedicarme a las cosas que podían producirme placer inmediato, para más bien satisfacer con prioridad el cumplimiento de mis tareas y asignaturas. De ahí que no pude esconder mi incrédula sonrisa cuando un día descubrí el moto del más amigable barbero que conocí entre los artesanos de Asia: “Aquí hacemos nuestro trabajo con rapidez, sin importar el tiempo que nos tome” (“We do our job fast, no matter how long it takes”).

En un oficio como el mío, en el que los asuntos anormales o no rutinarios que no son oportunamente atendidos pueden degenerar en gravísimas emergencias, uno aprende que no solo debe reconocer y discriminar la prelación en las tareas, sino que existen muchas circunstancias que ameritan una inmediata reacción. Aquí no valen las dilaciones o postergaciones, se trata de reconocer los riesgos y peligros, y actuar con eficiencia y celeridad. No está permitido dejar la atención de los asuntos críticos para más tarde; no nos está permitido procrastinar.

Pero la vida no es una continua emergencia, no es una permanente decisión crítica o un fuego inminente que se tiene que apagar. La vida normal es algo muy diferente a la evacuación inmediata que se tiene que comandar o ejecutar. En la práctica, hay muchos asuntos de la vida que obtienen un mucho mejor resultado si nos tomamos un tiempo para estudiar una estrategia y tomar una resolución. Cómo no hubiéramos querido, cuando cometemos un costoso error, habernos podido tomar todo el tiempo del mundo para optar por una alternativa con la que hubiéramos acertado, y no lamentar luego que nos tuvimos que atolondrar.

Sin embargo, algo de esa educación que recibimos se interpone para hacernos ruborizar cuando debemos reconocer que hemos aplazado la resolución de los asuntos y el cumplimiento oportuno de nuestras tareas; y nos negamos a reconocer que al igual que esos tenistas que esperan hasta el último segundo para responder con un golpe genial, o el del delantero que define con maestría sin tenerse que apurar, nuestras mejores realizaciones también las conseguimos cuando no dejamos que nadie caiga en cuenta que nos tuvimos que apresurar.

Sí, porque no hay nada que asome más “fresco” y profesional a los ojos de los demás que el hacer lo que más importancia tiene, sin que nadie se percate que le asignábamos una importante dosis de celeridad y urgencia; cuando nos decimos a nosotros mismos “despacio, que estoy apurado”. O, lo que definía la noble labor de mi olvidado barbero: saber escoger primero las cosas importantes; y tomada esa decisión suprema, hacerlo con conciencia, y sin apresurarse hasta el final.

Gatwick, 4 de julio de 2012
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02 julio 2012

En el país de las maravillas

Recuerdo haberme encontrado con la frase cuando leí el libro por primera vez. Incluso, recuerdo haberla usado, a modo de apostilla, cuando dediqué el libro la única ocasión que se me ocurrió entregarlo como obsequio. “No somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”, decía la sentencia. Sin embargo, sea porque no puse cuidado en la relectura o porque no era en ese mismo libro que la frase la había hallado escrita, es que ya no pude volverla a encontrar.

Lo más probable es que quien la escribió, un clérigo anglicano que obedecía al nombre de Charles Dodgson, hubiera querido referirse a nuestros inveterados caprichos; o quizás, a nuestra ausencia de conciencia respecto a la brevedad de la vida, ¿quién sabe? A fin de cuentas, era uno de los mayores en una numerosa familia de once hermanos y pronto había advertido que las historias que contaba fascinaban a los niños más pequeños; también se había dado cuenta que cuando las refería, dando curso a su variada como formidable imaginación, desaparecía ese tartamudeo que lo había torturado desde cuando había sido muy pequeño.

Él era inglés y había preferido el nombre de pluma de Lewis Carroll, pseudónimo con que luego habría de ser conocido por todo el mundo. Su intención habría sido solo la de contar cuentos fantásticos, sin importarle si estos contenían una moraleja, un consejo didáctico o una lección moral. Parece que lo único que realmente le animaba era sorprender y maravillar; en definitiva, suscitar esa misma sensación de admiración e intriga que sus inverosímiles historias despertaban en sus infantiles audiencias, cuando se las narraba a sus propios hermanos o a ese mismo grupo repetido de cautivados y embrujados chicos.

Quizás por esto mismo, yo habría utilizado la frase años más tarde, convencido como estaba que, por mucho que queramos aparentar, nunca dejamos realmente de ser eso: no más que niños pequeños. Jamás se me hubiera imaginado que al usar la referencia del escritor inglés, a alguien se le hubiera ocurrido que mi real intención procuraba embozar una sensual apetencia… Aparentemente eso es lo que justamente ocurrió; y la favorecida dama que recibió mi literario obsequio se vio obligada a esconder la primera página del libro, detrás de su cubierta, para así evitar la consecuencia incierta e imprevisible de las sospechas paternales.

Sí, porque, otras veces, “no somos más que niños pequeños, que lo único que sueñan es con poder pronto ir a acostarse”! Maravillas que pasan en el país de las quimeras, donde los ensueños terminan convirtiéndose en pesadillas…

Gatwick, 2 de julio de 2012
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