27 diciembre 2012

“Día de las Cajas”

“Se hace tan simple vivir con falsas fachadas y engañarse a uno mismo, en medio de una sociedad que vive y nos juzga solo por las apariencias”… Octavio Latorre. La maldición de la tortuga.

Lo he mencionado ya muchas veces. No estoy en el negocio fácil de dar consejos; primero, porque no me gusta ofrecerlos sin haber sido invitado para hacerlo; y, segundo, por una circunstancia fundamental: desde muchacho, y muy temprano en la vida, me dí cuenta que no tenía habilidad para los negocios… Sin embargo, y por ventaja, el propósito de este blog -o uno de sus objetivos- es el de provocar, el de invitar a otros a la reflexión. Insisto, no es mi intención dar ninguna clase de consejo, ni siquiera procuro o intento ofrecer ningún tipo de recomendación.

Por ello debe ser que en los últimos días del año procuro escribir un poco menos. Favorezco la intención de dedicar un poco más de tiempo a la lectura y a la meditación. Esa situación caprichosa y circunstancial que representa el curso cíclico del tiempo nos da la oportunidad de ponderar en el paso irremplazable de los días. Vivimos en forma tan irreflexiva durante las fechas previas a la Navidad, que año tras año me hago la misma reflexión y me veo abocado a hacerme las mismas preguntas. Y digo: ¿No hay en todo ese ansioso ajetreo algo de excesivo derroche y una cierta cuota de hipocresía? ¿No estamos viviendo parte de las preocupaciones que nos ocupan en estas fechas con el objeto de olvidar nuestras realidades, cuando no -también- para quedar bien con los otros o para satisfacer la deformada idea que de nosotros queremos que tengan los demás…?

Si tal motivación entrañaría algo de lo que queda dicho, si la generosidad que a veces exhibimos tendría que ver más bien con el deseo de ostentación y con el absurdo afán de alardear, es probable que hayamos confundido el sentido noble y magnánimo que debería tener la celebración navideña; si al espíritu pródigo habremos de rodearlo de aquel aparato jactancioso, carente de espiritualidad.

En Europa, y en forma especial en Gran Bretaña, se tiene la ya vieja costumbre de celebrar el “Día de las Cajas” (“Boxing Day”), un día después del de Navidad. Para muchos se convierte en un día más de compras de última hora; en un día para aprovechar las rebajas y gangas de los almacenes importantes. El “Día de las Cajas”, sin embargo, es una oportunidad para pensar en nuestros empleados y en las personas de menos recursos que viven a nuestro rededor; se convierte así en una oportunidad para practicar la más cristiana -y también la menos recordada- de las virtudes: la caridad con nuestro prójimo, el interés por la realidad ajena.

Nadie conoce el origen de esta filantrópica costumbre. Es factible que sea una tradición cristiana cuya celebración se remonta a la edad media y coincide con la fiesta de San Esteban, festividad que es conmemorada el 26 de diciembre. Se sugiere que en esa fecha, como los siervos y empleados han estado al servicio de sus patrones hasta el mismo día de la Navidad, es cuando estos les hacen entrega de sendas cajas conteniendo regalos; bonificaciones de carácter pecuniario o aguinaldos; e inclusive parte de los despojos del banquete de la noche previa.

Es probable que los vientos salinos de la hipocresía y del derroche vayan poco a poco corroyendo los debilitados metales de nuestra solidaridad social. Así, este “Día de las Cajas” nos da una oportunidad para pensar en que, por lo general, tenemos mucho más de lo que nos es necesario, mientras hay tanta y tanta gente, muy cerca nuestro, que sufre en silencio su verdadera y apremiante necesidad…

Casablanca, 26 de diciembre de 2012

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El olor de la carroña…

La voz ‘carroña’ viene de carne, al igual que otras palabras como son carnívoro, cárnico o carnestolenda; y solo quiere decir carne en descomposición o, lo que es lo mismo, carne podrida. En idéntica forma, el término ‘carroñero’ hace relación a aquellas aves y más animales que se alimentan de carne putrefacta. Debido a esa pirámide que desde tiempos inmemoriales establece el equilibrio en el ambiente, los animales se clasifican en dos grandes grupos, de acuerdo con su manera de alimentarse y habitual preferencia: unos conocidos como predadores y otros como carroñeros. Desde tiempos remotos esa división se ha mantenido como una constante en la evolución de las especies que existen en la naturaleza.

Es muy común, asimismo, identificar a los buitres con la repulsiva carroña. Esto, sin embargo de que, muy probablemente, nunca hayamos visto un verdadero buitre en toda nuestra vida. En lo personal, y con la excepción de los que he podido ver alguna vez en los zoológicos, debo confesar que he observado buitres en solo dos ocasiones en mi vida. Si descuento los que observé en forma reciente en las islas Galápagos, puedo decir que el único buitre que pude ver en nuestro Ecuador continental, fue por obra de esas circunstancias con que nos premia la casualidad y que tal testimonio se produjo solo en forma excepcional y fortuita.

Lo que sí vemos con frecuencia, y casi únicamente disputando aquellos residuos cadavéricos que caracterizan a la carroña, son aquellas aves oscuras y más pequeñas que en nuestros países andinos llamamos ‘gallinazos’ y que en México y Centro América conocen como ‘zopilotes’. Es corriente, e incluso algo frecuente, encontrar esas repugnantes aves en quebradas y caminos, pugnando y riñendo con avidez por unos ensangrentados y corrompidos pedazos; o, simplemente, merodeando en el cielo, asegurándose de que ellas, a su vez, no han de ser más tarde, víctimas de otro predador que esté esperando su eventual acercamiento.

Si algo resulta evidente es que estos pequeños buitres de color magro y macilento encuentran en los retazos de carne podrida su dieta predilecta. Esto, muy a pesar de que su vuelo elegante y majestuoso no parezca siquiera insinuar que su debilidad por la carne en descomposición constituya la sórdida forma de alimentación que es la de su favoritismo y preferencia. Desconozco si la carroña es su exclusiva forma de sustento y nutrición; pero intuyo que mientras más descompuesta luzca su sabrosa provisión, mayor ha de ser su deleite y más disputado ha de ser el trámite de su ceremonioso conciliábulo.

Aunque repugnante, nada tiene de antinatural que los buitres y gallinazos tengan esta despreciable preferencia. Si bien se puede observar, ellos no hacen otra cosa que cumplir con una tarea necesaria para la purificación del ambiente, así como para el saneamiento y asepsia de la naturaleza. Solo cabe imaginar qué sucedería con las miasmas del ambiente, si los zopilotes no ofrecerían su contribución para erradicar la hediondez y limpiar los escombros de fetidez y pestilencia. Por eso, la presencia del gallinazo es señal de mal olor, pero también indicio de promesa.

De idéntico modo, la carroña existe (shit happens!) y esto es natural, porque todos los seres vivos tienen un ciclo que está definido por el tiempo; lo que no es normal es tratar de ignorarla como si no importara ni existiera; y, lo que sería peor, tratar de ocultarla sin reconocer que con semejante tipo de trámite lo único seguro es que el proceso de descomposición se acelera e incrementa. Visto de esta manera, no debe gastarse pólvora para ahuyentar o castigar a los gallinazos; a lo que realmente debe propenderse es a no tratar de ocultar aquello que emana desagradables efluvios y que después, y cada vez con más fuerza, apesta…

Casablanca, 24 de diciembre de 2012
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21 diciembre 2012

Mareo de tierra

Tengo una sensación rara; esa impresión persistente de que el bote aún se sigue bamboleando; que sigue tratando de mantenerse estable luego de caer en las fosas irregulares que las olas crean en su deambular marino…

Sin embargo, esa sensación, la producida por el “chocolateo” ocasional de la embarcación que me ha transportado estos últimos días de excursión, es algo más que una experiencia sensorial; es la seguridad íntima de que pronto voy a volver; es el convencimiento, en ese sentido, de que el viaje todavía no ha terminado. Y sé también que cuando en el futuro me pregunten si he conocido las Galápagos, que no sabré qué decir, pues hay tanto y tanto que ver, tanto y tanto por conocer, que uno puede decir que ha ido, pero no puede decir que “conoce” aunque allí ya haya estado…

Sugiero que hay tres maneras de visitar estas fascinantes islas que no dejan de deslumbrar a sus extasiados visitantes. Una es haciendo el viaje en avión, cubriendo así los mil kilómetros de distancia que las separan del continente para, una vez allí, movilizarse en pequeñas embarcaciones que habrán de conducir al viajero a lugares específicos, donde puede apreciar diversos ejemplares de su flora y de su fauna -en su mayoría endémicos-, o simplemente sobrecogerse ante las características mágicas de un proceso geológico continuo e inmemorial, que no es fácil de que se lo pueda encontrar en otras partes.

Una segunda alternativa es utilizar los grandes barcos o cruceros turísticos. Estos cómodos navíos realizan sus recorridos hacia los diferentes destinos en las islas durante la noche y echan anclas durante el día frente a puntos escogidos, donde el interés del visitante y su intrínseco atractivo son los predominantes. Desde allí, los ávidos viajeros son transportados en pequeñas barcas, para visitar en tierra, o junto a la playa, un número determinado de subyugantes lugares.

Una tercera opción es venir al Archipiélago de Colón por propia cuenta y luego realizar excursiones y recorridos puntuales. Esta última elección podría tener la ventaja de ir conociendo las islas de a poco, aprovechando las experiencias de los visitantes con quienes uno se encuentra y obteniendo ventaja de las sugerencias y conocimientos de los lugareños y de las facilidades locales. Esta opción tendría el indudable provecho de conocer Galápagos a ritmo propio y tener la favorable prerrogativa de descansar en tierra en medio de los diferentes viajes.

Porque si algo no reconocen los viajeros, hasta que han venido, es la enorme distancia que existe entre isla e isla, vale decir entre los lugares de atracción que son principales. El resultado es que gran parte de la visita a estas maravillosas formaciones marinas transcurre en desplazamientos y viajes. Hay ocasiones en que es preciso navegar por seis o siete horas durante el día para gastar solo un par de horas en estos alucinantes y encantadores lugares. Cuando el viajero cae en cuanta, reconoce que sólo ha captado fugaces instantáneas y que ni siquiera los propios guías podrían asegurar que conocen en forma exhaustiva y completa la inagotable geografía de estos sorprendentes parajes.

Lo que sí debe destacarse en Galápagos es el celoso cuidado de la naturaleza, la calidad de los servicios y la eficiente organización turística. Inclusive -y esto es algo que sobre todo a los nacionales ha de llamarnos la atención-, se observa por doquier un cuidado de los residentes por mantener bien presentadas sus moradas y, asimismo, limpias y bien cuidadas sus calles. Bien haría el habitante de los pueblos y villorrios del Ecuador continental en tratar de emular esta cuota de decoro y de celo por la presentación que el insular ha puesto para impulsar el atractivo de sus recursos y ofrecer una mejor imagen a los visitantes.

Puerto Ayora, 21 de diciembre de 2012
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20 diciembre 2012

“Vista de ojos! Vista de ojos!”

Era un hombre callado y de origen discreto. Se había convertido en hermano por esos meandros que tiene el destino. O, más bien, para evitar ser empujado por esos caprichosos remolinos que se forman en los bruscos virajes que se dan en su recorrido. Se llamaba Carlos -o ese era el nombre de congregación que él había escogido-. Nosotros, sin que siquiera lo sepa, le habíamos apodado de Micerino.

Era uno de los pocos que se había resistido a sucumbir a una recién aparecida moda, que ya amenazaba entonces con convertirse en predominante: el desdén por el uso de un hábito que un clérigo de nombre Juan Bautista había convertido en inconfundible sello de los legos de “La Salle”. Era el titular de nuestro curso, el encargado de supervisar nuestro desempeño académico y de preparar aquellas inolvidables “libretas” que calificaron nuestra dedicación y estudiantil esfuerzo. Fue también el responsable de la asignatura de Historia; y fue él, a través de la enseñanza de esa materia, quien habría de interesarnos en el pasado del hombre y, sin que el mismo cayera en cuenta, quien nos contaría la historia de su vida…

Pero… la tierra no estuvo lista para recibir aquellas semillas! Éramos, en esos inquietos años, solo unos inconformes adolescentes, ávidos por descubrir nuevos placeres y conseguir la aquiescencia o aprobación de nuestros vecinos. Por ello, en el probable ánimo de ser aceptados o reconocidos como parte integrante de aquel díscolo grupo, cuando el buen hombre entraba en el aula, un eco callado empezaba a mascullar su apodo y todos en el curso repetíamos la artera como maliciosa consigna. Entonces, un rumor tortuoso repetía: Micerino, Micerino…

Desde un cierto día, algún líder de ocasión puso de moda la graciosa amenaza de bajar los pantalones a quienes llegasen tarde a clases, al atravesar los corredores o al intentar desplazarse entre los corrillos. “Vista de ojos. Vista de ojos”, era la frase acordada; y, de nuevo, como un rumor que iba creciendo, se repetía el contraseña convenido … Pero, aquel “vista de ojos” fue solo una manera de “hacer relajo”; vale decir, fueron solo ganas de incordiar y de fastidiar; fue solo una amenaza “de a chanzas”, una que nunca ejecutó su sentencia ni cometido!

La broma un día excedió, sin embargo, los recomendados límites que deben tener el respeto, la discreción y el buen sentido. Fue cuando el que acudió atrasado a dictar su cotidiana cátedra fue el circunspecto y magnánimo hermano Carlos, aquel a quien, sin saber ni siquiera por qué, habíamos endilgado el remoquete de Micerino. Cuando la indócil parroquia se percató de su demorada entrada, empezó a susurrar aquel nefasto “Vista de ojos! Vista de ojos!”, en lugar del otro ya acostumbrado murmullo de Micerino, Micerino, Micerino…

Al día siguiente, mientras los demás salían al recreo, me pidió que permaneciera en el aula. No lo hizo para echar responsabilidad sobre mis hombros, ni siquiera para que le explicara de dónde había salido aquel apodo faraónico y egipcio, el mentado Micerino. Quería saber el sentido de la otra frase, un significado que muchos de nuestros propios condiscípulos tampoco conocían. Uno que muchos años más tarde, yo mismo descubrí que solo era una forma inocua de farfullar, que alguien había copiado de una broma inofensiva acostumbrada en la milicia.

Hace pocos días, un prestigioso cirujano oftalmólogo, me había invitado a acompañarlo en el quirófano, para presenciar unas pocas de sus maravillosas intervenciones médicas. Ahí, mientras él ejecutaba sus formidables operaciones y ejercía esos delicados cortes oculares con su escalpelo, un rumor a mis espaldas, con esa fuerza inusitada que tienen los recuerdos, volvió a repetirme con maliciosa travesura la olvidada contraseña. De nuevo, y con intención sediciosa, subversiva y chapucera, aquel “Vista de ojos! Vista de ojos!” alguien me fue susurrando al oído…

Finch Bay, Galápagos, 19 de diciembre de 2012
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19 diciembre 2012

Tierra prometida

Fue siempre una invitación para la lujuria y, hasta aquí, solo terminó siendo una invitación para la mentira. Porque, cómo decir que nunca estuve, cómo confesar que no había venido, sobre todo porque pude haberlo hecho tantas veces; porque tantas y tantas veces no aproveché la repetida oportunidad que tuve para dejarlo todo y poder venir a conocer… Por eso, cuando el avión va concluyendo su sosegado descenso, es el atenuado ruido de los motores el que parece ayudarme a tararear para mis adentros la adaptada frase de una conocida tonada popular… Tantas veces, he mentido tantas veces!

Pronto, el tranquilo desplazamiento aéreo del aparato cesa y la condición irregular de la pista de concreto parece amplificar la perentoria sensación que suscita la naturaleza irregular de la maniobra de aterrizaje. Por eso, cuando el avión concluye sus maniobras en tierra, cuando se apagan sus motores y los ilusionados pasajeros son invitados a descender del bimotor, bajo yo también con parsimonia esa metálica escalerilla y siento esa acción catártica que en los días de calor parece producir el viento cuando golpea en nuestros rostros. Y es entonces, cuando siento bajo mis pies esta tierra, que me fuera tantas veces prometida, y sé que ya nunca más  contestaré que no, que nunca había venido a Galápagos; y que ya nunca jamás estaré tentado a tener que mentir…

Baltra, o Seymour Sur, es una isla pequeña, casi desértica, que semeja una península desprendida de su isla contigua. Su yermo paisaje no aporta a la expectante y primera impresión que quiere captar el viajero advenedizo. Por ello, cuando el desvencijado transporte concluye su corto recorrido y los turistas hacen uso de una diminuta embarcación para cruzar el angosto canal que separa a esta árida isla de su vecina y más grande, conocida en el pasado con el nombre de Infatigable, y hoy bautizada como Santa Cruz, todos los viajeros parecen contagiarse de una fresca y renovada expectativa, diríase que de la seguridad que este agreste paraje va a ser parte de una experiencia inédita e inolvidable.

Luego de treinta minutos sobre un bien atendido camino se llega a Puerto Ayora. Es un sendero de trazos rectos, a ratos interrumpido por requiebres ondulantes. Sorprende el continuo cambio que el variante micro-clima parece ir ejerciendo en el renovado paisaje. Pronto la aridez queda atrás y es reemplazada por una vegetación voraz, selvática e impenetrable. Ya cuando la transportación va concluyendo su rutinario recorrido, aparece la costa meridional con su perfil agreste, tosco y pedregoso. Entonces surge de nuevo el contraste entre el brillo del mar y la roca persistente, porfiada y tenaz… Infatigable!

Ya a bordo de la diminuta embarcación que nos transportará al lugar de nuestro hospedaje, cuesta no mirar hacia el sur, donde aparece como promisorio augurio el perfil de la isla Santa Fe; y se hace difícil no meditar en la naturaleza esquiva de estas tierras inhóspitas, misteriosas y salvajes. Arduo es reconocer que se van a cumplir cinco siglos desde que las islas fueran avistadas por primera vez por Tomás de Berlanga, un fraile que vino a dar con estos parajes empujado por los vientos de la casualidad en una agitada jornada, próxima al naufragio inevitable.

Aquí, en esta misma bahía, miraron hacia el mar infinito corsarios y bucaneros; lo hicieron otros hombres también, unos con ilusión, otros con admiración y otros con esperanza. Unos vinieron a cumplir sus condenas, las del destierro o las del presidio; otros vinieron a reconocer el origen y el cambiante capricho de la naturaleza a través del paso infatigable -ese sí- del implacable tiempo…

Han venido a darnos su concertada bienvenida un número incontable de oscuras y pequeñas iguanas. Revolotean en desordenado acuerdo unos gorriones diminutos. “No son gorriones”, me corrigen quienes conocen. Son los inquietos pinzones que han dado su nombre a esta insignificante ensenada; nombre que es como callado homenaje al pasado, al linaje de unos esforzados marinos que surcaron otros mares y navegaron en otros tiempos. Unos tiempos que fueron de ilusión. Y también, de empeño infatigable…

Finch Bay, Galápagos, 18 de diciembre de 2012
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16 diciembre 2012

¿Es eso todo lo que tiene?

Llegué a Quito el 5 de diciembre, víspera del aniversario de su fundación española. Observo que esta última parte hay que decirla ahora con voz queda -a sottovoce- pues, a despecho de los mismos quiteños, las autoridades han optado por suprimir un par de frases del himno a su ciudad; ellas tenían que ver con la innegable herencia hispánica de la ciudad andina, en la cual casi el ciento por ciento de sus habitantes hablan una lengua española y donde la gran mayoría de la población ostenta un apellido hispánico. Este no deja de ser el caso incluso de su mismo burgomaestre, un señor de ideas confusas, de apellido Barrera…

Habían llegado tres vuelos internacionales, en forma simultánea, al aeropuerto capitalino esa misma noche. El trámite inmigratorio fue más bien ágil; sin embargo, el verdadero guirigay se armó cuando los representantes de aduana, sin consideración al espíritu festivo que ya reinaba en la urbe, y tampoco sin dar atención a lo limitado del espacio en la sala de llegada internacional, así como a la carencia de infraestructura para atender en forma efectiva y considerada a un número significativo de pasajeros, optó por ejercer un chequeo muy riguroso de los viajeros que llegaban. Más riguroso aun del que se emplea normalmente.

La medida no se compadecía con las consideraciones anotadas y, mucho menos, con el tratamiento que un aeropuerto internacional debe brindar a sus cansados usuarios; y, no se diga con el concepto de agilidad que un aeródromo sin las necesarias instalaciones debe ofrecer basado en las recomendaciones del sentido común. Cuando hice la observación a un grupo de pacientes vecinos, uno de ellos comentó: “Lo hacen solo para humillarnos, para dejar en claro quién mismo está en control”… Pensé para mis adentros en que no hay nada tan negativo como la estulticia en maridaje con la irreflexiva arbitrariedad (aun a pretexto de cumplir con una disposición administrativa o con la reglamentación pertinente).

Poco era, sin embargo, lo que yo mismo debía declarar. Y mientras esperaba en forma paciente en la fila, se me acercó un personaje que intuí -más por su talante que por su indumentaria- que se trataba de un representante de la autoridad. Al verme con tan reducido equipaje, me preguntó si “era eso todo lo que llevaba”. No bien le hube respondido en sentido afirmativo, cuando, para mi sorpresa, no dispuso que ignorara el control respectivo, sino que en forma conminatoria me condujo hacia un lugar de inspección localizado en la parte trasera de la sala y procedió a realizarme un exhaustivo y ansioso escrutinio de mis pertenencias.

Al comprobar el poco monto de mis bártulos, el individuo en cuestión procedió a indagarme por el motivo para tan limitada cantidad. Le expresé como respuesta que era piloto y que había venido trayendo un avión a América desde Arabia. Al encontrar él, en su acción de registro, que yo poseía el cupo autorizado de licor, procedió a reprocharme que como piloto no tenía derecho a introducir ninguna cantidad. Para su sorpresa y motivo de rubor, tuve que aclararle que aunque era aviador de oficio, mi condición de entrada era igual a la de cualquier pasajero…

Desde ese día, se me ha quedado en la mente la reflexión de mi vecino de fila, en el sentido que la burocracia se ha convertido en una clase con prerrogativas o en una nueva aristocracia. Y hoy, sin querer relacionarlo, al meditar en el personaje escogido, por parte de uno de los candidatos, para completar su binomio para las próximas elecciones, el mismo que es un individuo cuyo padre está acusado de violar a una menor de edad, he escuchado como un eco aquella misma pregunta: ¿Es eso todo lo que tiene? Como quien dice: Qué, ¿acaso no se pudo encontrar nada mejor?...

Quito, 15 de diciembre de 2012

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12 diciembre 2012

Al otro lado de la locura

Pocos suelen caer en cuenta que cuando observamos el cielo por las noches, lo que miramos realmente es el pasado. Sí, y aunque diera la impresión que estoy utilizando una frase poética, solo estoy hablando de una realidad esencial. La luz de las estrellas que miramos ha tardado tanto tiempo en llegar hasta nosotros, debido a su incalculable distancia, que lo que en un instante observamos es lo que realmente sucedió hace mucho tiempo; a veces, muchísimo tiempo atrás…

El hombre moderno, con la sola excepción de quienes se dedican a observar el cielo, parece haber perdido la capacidad de identificar el movimiento relativo de las estrellas en la noche; y hoy parece inútil inclusive para identificar las más conspicuas constelaciones. La de Orión o del Cazador, por ejemplo -la que unos pocos han aprendido a reconocer por el curioso alineamiento de su cinturón o lo que algunos llaman ‘Las tres Marías’-, es uno de los racimos estelares más fáciles de identificar en el cielo, por su posición en el ecuador sideral. Sin embargo, y a pesar de que puede ser vista desde los dos hemisferios, pocos son los que logran identificarla y conocen el nombre de sus estrellas principales.

El Orión griego estaría emparentado con Osiris, el dios egipcio, el último -a su vez- de un linaje de dioses que habrían gobernado la tierra en condición de reyes. Osiris fue el Gran Cazador, quien no sucumbió ante las bestias predatorias ni ante los ejércitos enemigos, sino ante algo más bien doméstico: los celos de su propio hermano. Su nombre estaría relacionado con la inseminación pues ‘ourien’ significaría semen; por ello, hay autores como Jonathan Black que insinúan que aquello del ‘cinturón’ no es otra cosa que un eufemismo, pues en tiempos remotos se consideraba un falo que se alargaba con el progreso del año.

No de otra forma se entiende que la reaparición anual tanto de Orión, como de otro astro, Sirio -la estrella binaria más brillante que existe en el firmamento-, y que los egipcios relacionaban con la diosa Isis, e inclusive con el mismo Osiris, hubiese servido para presagiar las esperadas crecientes del Nilo. Por ello que a Osiris siempre se lo identificó como al dios de las cosechas y de la fertilidad.

Osiris es el equivalente a Dionisios, el dios heleno, y nunca es representado con ojos sino con una suerte de linterna en su frente, para simbolizar la conciencia y la más preponderante capacidad que tiene el hombre: la posibilidad de pensar. La característica cenital de la vida humana es justamente dicha capacidad. Dios le habría entregado un cerebro al hombre en el Génesis para que tuviera la opción de meditar acerca de sí mismo, que eso y no otra cosa es la habilidad de pensar.

Cuando alzo la vista y contemplo a Orión en medio de la noche, descubro a Betelgeuse y a su estrella opuesta en diagonal, Rigel -la más brillante-, y a las otras dos que complementan el cuadrilátero: Bellatrix y Saiph. Observo la rectilínea posición de las tres Marías; y me lleno de modestia y de humildad de tan solo pensar que en esa aparente área reducida del espacio infinito, pueden hallarse soles que se encuentran a más de mil años luz de distancia, estrellas con una luminosidad casi medio millón de veces más radiantes que nuestro sol o con solo el tamaño de nuestro diminuto planeta, pero con tan alta densidad que la luz que irradian puede competir con el cercano astro que nos abriga y regala luz…

Alguna vez debo haber leído que un poco más abajo de lo que yo sigo creyendo que es el cinturón del cazador, se encuentra un enjambre de fabulosas estrellas cuya gravedad es tan intensa que ni siquiera la luz puede escapar de ellas. Son los llamados “agujeros negros”, cuerpos que por sí solos definen la inmensidad del espacio; y nos dan motivo para meditar en lo que la imagen de Orión-Osiris representa: nuestra maravillosa aptitud para pensar en la inmensidad!

Quito, diciembre 12 de 2012
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10 diciembre 2012

Ataque de pánico

“Hola, ni nombre es Lola. Soy de Culiacán pero vivo en Guanajuato. Tengo 42 años. Ya son como dos años que siento estos ataques inesperados de angustia y creo que me voy a morir. Todo empieza con unas como náuseas y una sensación de mareo, luego me vienen hormigueos en los brazos, en las piernas y en todo el cuerpo. Siento que el pulso se me acelera y que se me cierra la garganta; entonces vienen estas horribles palpitaciones y pienso que me voy a morir. Mi esposo ha empezado a creer que me estoy volviendo loca y que todo lo que tengo solo está en mi cabeza, dice que es mi pura imaginación. Hago un esfuerzo por controlarme, pero me siento tan desesperada que me parece que la respiración se me paraliza y que va a darme un infarto al corazón. Ya van algunas veces que han tenido que llevarme de urgencia al hospital. Los médicos no me encuentran nada y dicen que solo se trata de un ataque de pánico o de ansiedad. La crisis me pasa con unas pastillas; pero de nuevo, y en el momento menos esperado, el ataque se me vuelve a presentar”. Testimonio de una paciente imaginaria.

“Hola, me llamo Mariano pero me dicen Alberto. No soy de Guanajuato y, ni Diosito quiera, tampoco de Culiacán. Pero les juro que aunque no tuve ninguno de esos feos síntomas que cuentan los demás, hoy estuve a punto de que me llevaran al hospital. A mí también me sobrevino uno de esos momentos de angustia y de ansiedad. Todo sucedió cuando traté de ingresar a mi cuenta para revisar el blog y me topé con la sorpresa de que no había forma de lograr acceso a mi página ‘web’. Por un momento pensé que se trataba de alguna restricción o mal funcionamiento del Internet; no dejé de considerar la posibilidad de que “Blogspot” hubiese entrado en una fase de reparación. Tampoco descarté que se hubiese tratado de un virus que habría infectado al ordenador; y, desde luego, y esto sí que me produjo pánico, que el gobierno me hubiera bloqueado el blog. Lo cierto es que nada podía descartar, sobre todo en estos tiempos revolucionarios que invitan a la angustia ciudadana. Tiempos de ‘El pánico ya es de todos’ y del ‘Prohibido olvidar’. Hija qué susto!”. Testimonio de un bloguero angustiado.

Dicen los que saben que el pánico no es un estado, y ni siquiera una enfermedad, sino tan solo la consecuencia de un proceso. Alguna vez, viendo la tele, me enteré que se identificaba por tres requisitos: la sensación de peligro, el hecho de sentirse acorralado y la falta de información. Algo de cada uno de estos ingredientes debe haber sido parte de la receta de esa pócima amarga que tuve que tomar esta mañana. Sensación de peligro, porque no sería la primera vez que se me habría bloqueado el acceso a una dirección ciber-náutica. Percepción de hallarme arrinconado, porque por un lado no sabía ni a quién acudir, ni a quién reclamar, ni qué mismo hacer. Y, falta de información, porque a pesar de detectar los síntomas del bloqueo, no había recibido ninguna advertencia, ni el portal que yo mismo administro me ofrecía ningún tipo de pista o explicación.

Y entonces el resultado fue el mismo que el de Lola, la de Guanajuato (o creo que dijo de Culiacán): que me empezaron las sudoraciones, las palpitaciones, y el ‘hija y ahora qué hago?’. Así que no tuve más que hacer como en el simulador, cuando me ponen una falla que no me esperaba y que me había olvidado de estudiar: lo primero de todo es respirar profundo -me dije yo- y mejor es pensar con calma y tratarse de tranquilizar. Lo primero que hice fue apagar y volver a encender el Mozilla Firefox: nada! Siguiente paso: intentar un re-encendido del computador. Otra vez nada! Luego, asegurarme de que estaba funcionando normalmente el casi siempre lento servidor: tampoco nada! Solo me quedaba un último recurso: tomar el ordenador y llevármelo al servicio técnico, para que diagnosticaran la razón de mi intempestiva angustia. De este pánico que me llevaba al hospital…

Ahí, en el servicio técnico, dijeron que ni yo ni el computador tenemos nada; que todo es culpa del Internet que ahora anda lento y saturado, pero que no me debo preocupar. Sin embargo, mi mujer cree que me he vuelto loco, como dizque dice también el esposo de Lola, la que vive en Guanajuato, y ella está segura -mi mujer, no la de Culiacán- que estos ataques se me van con el tiempo a repetir y, lo que es peor, a intensificar. Es que esta es una horrible sensación que no le deseo a nadie; que el blog se me vaya a volver a morir; quiero decir, que se me vaya a volver a bloquear. Sí, qué pánico!

Quito, 10 de diciembre de 2012
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05 diciembre 2012

El destino de los juguetes…

No me gustan los cementerios. Ni tampoco me gustan las despedidas. Estoy sin embargo en Roswell, Nuevo México, cuyo aeropuerto es realmente una suerte de bodega enorme o, si prefiere, de gran camposanto de aviones. Claro que a estos animalitos no se les ha tenido que “enterrar” en la forma tradicional, es decir que no se ha tenido que ocultarlos o enterrarlos bajo tierra, pues para el trámite solo ha bastado con dejarlos a la buena de Dios y abandonarlos en la intemperie luego de que se ha obliterado su número de matrícula y se ha borrado cualquier indicio que diera cuenta de la aerolínea para la que alguna vez volaron o sirvieron.

Roswell resulta, sin embargo, pequeño comparado con otros lugares especiales que existen para el retiro provisional de aviones. Esos lugares son en la realidad como enormes aparcamientos ubicados en el desierto, donde las aeronaves esperan con paciencia y humildad su turno para reincorporarse a la actividad aeronáutica comercial o hasta que alguien decrete su desahucio definitivo.

Por ello, llegar a este pequeño pueblo ubicado en medio de ninguna parte, es como llegar a un pueblo polvoriento y olvidado de una película de vaqueros -en este caso, un pueblo también polvoriento aunque estuviese pavimentado-. Me ha correspondido realizar el último vuelo de uno de los aviones de mi compañía (TF-AMZ), porque se me ha encargado venir a hacer entrega de dicho aparato para que, luego de desmontar sus motores y aquellos equipos que pudiesen ser utilizados o conservados todavía, sea desbaratado y -oh, triste tragedia!- para que sea convertido en aluminio reciclable… Sí, poco romántico y patético como suena, los aviones terminan convertidos en ollas de cocina o en latas de cerveza!

Sin embargo, hablar de Roswell, resulta algo más que hablar de un sitio para desguazar (deshuesar?) aviones caducados (no sé por qué la Academia no admite todavía la voz “desguazadero”); este es un pueblo que se hizo famoso poco antes de mi nacimiento por un pretendido accidente de una nave extraterrestre. Pronto el Departamento de Defensa de los Estados Unidos habría de negar y desvirtuar estas insinuaciones, argumentando que se había tratado realmente de un globo aerostático, de esos usados para meteorología, que se habría desintegrado.

Sin embargo, las  llamadas “teorías conspiratorias” (o conspirativas) que nunca faltan, habrían de resucitar más tarde, para insinuar que dicho accidente habría realmente sucedido en este pueblo aislado de la geografía; y que no solo que el infortunado -o afortunado- siniestro habría ocurrido efectivamente, sino que inclusive la Fuerza Aérea habría realizado la autopsia de los pretendidos seres de otros mundos y que habría tratado de mantener el secreto y de ocultar los restos de la supuesta nave y, sobre todo, los cadáveres de sus desventurados ocupantes!

Cuando detengo el avión y apago por última vez sus rendidos motores, en este que será el postrer y temporal estacionamiento “del que en vida fue” Tango Foxtrot Alfa Mike Zulu, no puedo sino dejar escapar una sonrisa de nostalgia y de melancolía. Bajo del avión y no me siento como un comandante que ha concluido una más de sus misiones de rutina. No me siento, desde luego ni tampoco, como el sumo sacerdote que ha de pronunciar la exégesis fúnebre en una inesperada despedida; me siento sólo como el apesadumbrado jinete que está persuadido del valor transitorio que pueden tener las cosas, de “las contingencias que tiene lo contingente”… Y que sabe, ante todo, que se está despidiendo para siempre de un compañero leal y confiable; despidiéndose de quien fuera su callado y bondadoso amigo…

Roswell, Nuevo México, 5 de diciembre de 2012
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02 diciembre 2012

Croquis de un presidio

Soy un hombre afortunado. Nótese que, para decirlo, no tengo necesidad de recurrir a un adverbio como quizá, ni anteceder la frase con el uso de un verbo, como “creer”, para expresar el menor atisbo de incertidumbre. Mi empresa nos ubica a los pilotos que no somos nacionales -los expatriados- en dos hoteles distintos: uno llamado “El Palacio del Mar Rojo” (Red Sea Palace), que los inconformes han rebautizado como “El Presidio del Mar Rojo” (Red Sea Prision), y otro que tiene ubicación y facilidades un poco más generosas: el hotel Crown Plaza de Al-hambra.

Por una razón que desconozco, y que probablemente tenga que ver con esos escogimientos aleatorios que hace la fortuna, nunca he sido designado para ir al Palace, es decir para probar las uvas del mal. Ni siquiera en este último mes que debido a la demanda producida por la temporada de peregrinaciones, los hoteles no han logrado abastecer la demanda inusitada que se ha presentado. Aunque, pensándolo mejor, hablar de lo “inusitado” no resulta completamente acertado, ya que si la demanda no es tan usual durante el resto del año, era predecible que la presencia de peregrinos, año tras año, hubiese tendido cada vez a aumentar.

Al-hambra es en Jeddah una barriada de clase media; o, dicho de mejor manera, de gente de ingresos medios -porque es difícil definir las clases sociales en una sociedad donde los velos aportan a que las diferencias se puedan mimetizar-. Por eso, de no ser por una que otra construcción que ha de albergar la residencia de alguna embajada, no existen en el sector mansiones del tipo que se encuentran en otros barrios de la ciudad. Predominan los edificios de apartamentos de seis a ocho plantas, caracterizados todos por poseer ventanas de tamaño reducido que aseguran la ausencia de calor y, sobre todo, la discreta privacidad, lo cual es una norma de la cultura y del espíritu religioso de este país musulmán.

Dos aspectos deben considerarse, antes de hacer una breve descripción de las características del vecino entorno: el calor casi permanente de la península arábiga, especialmente de las zonas avecinadas al mar; y la carencia de medios propios de transporte para quienes trabajamos aquí en forma ocasional.

A tiro de ballesta de mi peculiar -aunque temporal- y aventajado “presidio”, y siempre siguiendo la distribución urbanística de damero cuadrado, pueden encontrarse: un pequeño centro comercial; dos bien provistos supermercados; unos pocos restaurantes; muchas -léase muchísimas- mezquitas, caracterizadas por sus emblemáticos minaretes; una estación de golosinas, quiero decir de gasolina; las infaltables franquicias de KFC y McDonald’s; y hasta un antro pecaminoso que publicita la satisfacción de las debilidades humanas con sus luminarias de color rosado, donde se expende algo que es duro por fuera y que se deslíe por dentro: los irrenunciables cucuruchos de helado mantecado!

Debo confesar hoy -que por tratarse de mi día postrero de asignatura estoy obligado a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad-, que he obtenido en este último y recién nombrado lugar una especie de carta de residencia permanente y vitalicia, debido a mi malhadada tendencia a disfrutar de los placeres ofrecidos, con artero y pecaminoso desparpajo, detrás de las vitrinas de aquel incitante lugar.

A pesar, sin embargo, de mi manifiesta debilidad por sucumbir ante aquello que por ahí denominan “los placeres de la carne”; estoy cada vez más persuadido que de estas, mis golosas tendencias, ya no tengo opción de poderme rehabilitar. Si bien es conocido aquello de que “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja”; en mi caso sería más apropiado decir “más fácil que pasen uno y cien camellos, antes que un pobre de espíritu que saborea con tanta frecuencia esos voluptuosos helados, pueda -intentar siquiera- conseguir acceso al reino de los cielos”. Y todo por culpa de mi privilegiada fortuna; y, claro, también por la complicidad con que me favorece mi concupiscente como mojigata vecindad…

Jeddah, 3 de diciembre de 2012
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01 diciembre 2012

Los cuernos de Moisés

“Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano; al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios”. Éxodo, 34: 29-35

Si se camina junto a la parte baja del foro romano, hacia la parte opuesta donde hoy se encuentra la plaza del Campidoglio -o si prefiere, de donde hoy se levanta el monumento a Víctor Emmanuel-, el viajero encontrará una vía que desemboca en el Coliseo. Allí, cerca de ese inconspicuo vértice, existe una pequeña iglesita, que más bien debería merecer la categoría de capilla y que da la impresión de encontrarse siempre en trámites permanentes de restauración. El templo se llama “San Pietro in Vincoli”, que quiere decir San Pedro en Cadenas. Si el curioso se adentra en el recinto, se encontrará manos a boca con una de las esculturas más formidables que se han realizado en la historia de la humanidad.

Se trata de la estatua de Moisés atribuida a ese genio de las artes plásticas que fuera Miguel Ángel Buonarroti. La estatua en referencia tiene ya quinientos años. La obra sorprende no solo por su tamaño, sino sobre todo por su indescriptible fuerza artística. Pero hay algo más que llama la atención: la presencia de los apéndices óseos con los que el autor ha querido adornar al insigne profeta…

Un cierto día me propuse averiguar la razón para que de manera invariable se representara a Moisés con estos aditamentos infames. No me tardé en advertir que antiguamente los cuernos fueron considerados más bien como un símbolo viril de fecundidad (por ello quizá el toro era reconocido como el paradigma de la fertilidad). Además, en la cultura grecorromana siempre se representó con estas protuberancias a los faunos y a los sátiros; más tarde sería el cristianismo el que atribuiría los cachos, el rabo y las patas de cabra al ángel más perverso y rebelde entre todos los demonios: el incorregible Satanás.

Moisés (Moshé en hebreo, Musa en árabe) fue un patriarca reconocido en los libros sagrados como un legislador. La historia de su nacimiento en Egipto tiene una sorprendente analogía con la de Jesús. Fue milagrosamente rescatado de una cesta que flotaba en el río cuando un edicto general que ordenaba el sacrificio de los niños hebreos había sido ordenado por el faraón. Más tarde se convertiría en el líder de su pueblo y lo conduciría a la tierra que Dios habría prometido a los judíos, para liberarlos de la esclavitud. Moisés murió a los ciento veinte años!

Lo demás es parte de esos episodios con los que nos entretuvieron en las clases de “Historia Sagrada”, encomendadas en la escuela a ese octogenario bonachón que fuera el Hermano Fernando. Allí nos enteramos de las diez plagas egipcias, del cruce del mar Rojo y de la partición de las aguas, de la sorprendente zarza ardiente y del becerro de oro; y, por sobre todo, de las Tablas de la Ley -los Diez Mandamientos- que habrían de conservarse en el Tabernáculo. La historia de Moisés es la del periplo itinerante (el éxodo) de un pueblo esperanzado y sufrido, es la historia del maná que cayó del cielo y de otros fantásticos milagros.

Pero, no se encuentra por ninguna parte que Moisés hubiese tenido cuernos o que por motivos maritales se hubiese ruborizado. Su historia conyugal es un tanto confusa porque se sabe que tomó una esposa etíope cuando, asimismo, se conoce que ya era un hombre casado. Claro que Etiopía entonces, como ahora, era parte de lo que se conoce como “el cuerno de África”, pero no hay indicios de que ninguna de sus consortes le hubiese sido infiel o que lo hubiesen engañado. Lo que sí se testimonia es la reacción irascible de Moisés frente a las veleidades e idolatría de los hebreos, a quienes en forma repetida “les mandó a un cuerno”.

Sin embargo, y aunque a algunos les “importe un cuerno”, parece que la verdadera razón para esa representación antojadiza del profeta solo se debe a un problema de traducción. Efectivamente cuando San Jerónimo tradujo la Vulgata, habría interpretado que al bajar Moisés del monte Sinaí “su rostro aparecía cornudo”, cuando lo que debía inferir era que “su rostro emanaba rayos de luz”. Pues parece que “karan”, en hebreo, significaría “rayo”, pero también “cuerno”…

Pobre Moisés! Si es para sonrojar a cualquiera… Cuernos!

Jeddah, 1 de diciembre de 2012
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