29 abril 2013

Fin del “tiqui-taca”

No soy de los que aportan un solo centavo, no soy de esos hinchas que cotizan. Solo le pongo callado empeño y entusiasmo a las intermitencias de mis equipos favoritos, y les apuesto a sus ocasionales triunfos, que se convierten en mis esporádicas alegrías deportivas. Por eso, cuando los hijos me preguntan que “a quién le voy a en la Champions”, ellos saben que es invariable mi respuesta. Es que yo no le apuesto al que parece que va a ganar; ya que como todo en la vida, me aferro, aun en los momentos de mala racha, al que desde siempre apoyé, al conjunto de mi preferencia.

Por eso, razón tuvo alguna vez mi hermano Mullito, cuando me reclamó que por qué era que me había convertido en dirigente de su equipo favorito, si yo nunca había dejado de manifestar por otro elenco -un poco menos humilde, LDU- mi declarado favoritismo.

Claro que una cosa es quién yo “crea” que vaya a ganar, y otra muy distinta quién yo “quiera” que gane el campeonato de esa anual e interesante contienda. Y subrayo esto del “anual” porque los que ganan, a menudo se olvidan que solo pocos meses después ya se pone en marcha un nuevo e inédito torneo en el que, con seguridad, les han de arrebatar su recién adquirido trofeo (no se es campeón para toda la vida!).

Sin embargo, hay por ahí alguien a quien yo conozco, que cree que siempre hay que apostarle al ganador… Esa es una productiva actitud requerida para las competencias equinas; pero él no debe olvidar que los estadios se asemejan a los hipódromos tan solo en apariencia. El fútbol requiere algo más que el solo vértigo de la velocidad. Hay en él habilidad, chispa, recursos, disposición, motivación, actitud, estrategia… Además, siempre hay que contar con la fortuna: es por artilugio de la suerte que la pelota choca contra los postes o contra el larguero, que se detecta o no un “fuera de juego”, que un arbitro decide si una jugada controvertida hay que sancionar con el máximo escarmiento.

Mas… en estos torneos de fútbol, el empate no sirve. En ellos, al igual que en los embarazos, no se puede decir “sí estoy, pero solo un poquito”. Uno se lleva el triunfo definitivo o la inapelable derrota; no hay opción para la situación intermedia. La alternativa es ganar o ganar!

En vista de lo sucedido la semana pasada con los equipos españoles, creo que esta vez quien va a ganar es el Bayern de Munich. A pesar de ello, sigo confiando en que todavía tiene opciones mi equipo predilecto: el Real Madrid (todavía puede remontar). Pienso que su situación es menos precaria que la del Barcelona; ya que siempre es más fácil conseguir un 3 a 0, que un improbable 5 a 0, resultado que es el que ahora requiere el equipo “culé”.

No me alegro por la pasada debacle de los azul-grana. Yo ya venía diciendo que, aunque proveedor de buenos resultados, no me convencía su estilo de juego excesivamente lateral; Barcelona practica lo que los entendidos han dado por llamar "el tiqui-taca”. Y pienso de este modo, por una razón bastante simple: el fútbol es un deporte vertical, en el cual hay que atacar hacia arriba; donde hay que introducir los balones es en el arco contrario. El “tiqui-taca” es una estrategia tangencial, que nos deja la impresión por momentos de que los arcos han sido reubicados en los palcos, al costado del campo de juego… Por eso es que ahora ya todos saben cómo hay que jugarle al Barcelona: solo se trata de regalarle la posesión del balón y estar atentos a sus pases diagonales!

En vísperas de los partidos de semifinales, mi hijo Felipe (que es un hincha a rabiar de otro equipo que también viste camisetas amarillas -no tan eléctricas como las del Borussia-, pero al que se lo conoce con al mismo nombre del abatido equipo de Cataluña), está en la insoluble disyuntiva de: si apoyar a la divisa con cuyo nombre se identifica -el de ese otro club causante de sus recurrentes sinsabores-, o si más bien apostarle al que ha venido a atropellar sus íntimas preferencias… El tal Borussia de Dortmund.

Ay, es un asunto grave la incertidumbre; eso de tener que enfrentarse con “la insoportable levedad del ser”, como lo hubiera sentenciado el mismísimo Kundera!

Houston, 29 de abril de 2013
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27 abril 2013

Mi primavera fugaz

“… estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama”. Albert Camus, “La peste”.

En estos, los desplazamientos trashumantes de mi oficio, caigo de tarde en tarde en la vieja Europa. Son visitas apresuradas y efímeras, aunque no tanto como para no dejarme llevar por la influencia de su impronta. Hay algo más que una expresión latente de cultura, algo más que la raigambre de unos valores, algo más que una forma diferente -si no más civilizada- de vivir en estas ciudades. Es uno como testimonio de que sus hombres e instituciones vivieron, enfrentaron y superaron, tal vez hace ya mucho tiempo, crisis similares a las que nuestros pueblos están abocados ahora.

Las distancias son más bien cortas entre las principales ciudades. Sin embargo, luego de abreviados viajes, cambia el paisaje campesino; se transforma la arquitectura de las ciudades; el lenguaje es distinto; el tipo de comida cede al impulso de diversos e inéditos sabores; cambia la vestimenta; y hasta el clima se altera. Este último factor no solo se relaciona con las latitudes, sino que tiene que ver con ese caprichoso fenómeno que provoca la migración de las grandes masas de aire. Son los frentes meteorológicos, con su éxodo terco, inquieto e incesante.

La naturaleza de mis itinerarios exige en forma ocasional que me desplace por vía terrestre. Hay veces que dejo una ciudad con un clima exultante, solo para descubrir, en medio del trayecto, que aquella benignidad ha cedido paso a una atmósfera sombría, donde más tarde la lluvia no logra sostenerse ya en aquellos pesados nubarrones.

Muchas veces mis hábitos de lectura me hacen descuidar el goce del panorama. Aprovecho de la tranquilidad del transporte para curiosear en la prensa acerca del devenir de las actividades locales. Descubro que en todas partes se habla de política -y que también hay mucha politiquería-; y me pregunto si esa “política”, así entendida, es una rama de las ciencias sociales o es, más bien, solo expresión del histrionismo y, como tal, tan solo un diverso capítulo del arte dramático…

De muchacho me dejé tentar alguna vez por los cantos de sirena de la actividad política. Fue un romance apasionado e intenso, aunque -por ventaja- muy breve y fugaz. Llegué a pensar que, para completar los recursos y necesarios aparejos, me haría falta prepararme en el campo de la jurisprudencia. Pronto habría de advertir que mi carácter no tenía disposición para los litigios y controversias de las que están saturados los senderos del derecho, y no tardaría en abandonar esa poco meditada intransigencia.

Hace pocos días me preguntaron que por qué no me había interesado alguna vez por la actividad política. Recordé que de muchacho solían tomarme en cuenta para que participara en las comedias que preparaban en la escuela. Y reflexioné que si en esos días tal vez exhibí una probable facilidad para el histrionismo -lo cual es requisito "sine qua non" para triunfar en toda forma de arte dramático-, una cosa es saber representar a un personaje y apersonarse por momentos de su papel, y otra muy distinta… la de obligarse a ejercer como un vicario e impenitente comediante, por una perenne o más prolongada permanencia…

Bruselas, 28 de abril de 2013
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25 abril 2013

Crecientes y riadas

En algunos países de América llamamos crecientes a las riadas, a las crecidas del torrente o del caudal de los ríos. Es probable que una inmensa mayoría de los hombres que vivimos en las ciudades no sepa, de viva mano, lo que representa este fenómeno telúrico. Lo que sabemos, lo hemos visto en documentales o en los noticieros televisivos. Y, aún así, eso que hemos visto es solo el resultado de esa expresión de la furia de la naturaleza: vemos sus consecuencias y secuelas, pero no somos testigos del momento mismo de la crecida, de su vertiginoso proceso.

Yo aprendí a nadar muy tarde; fue un episodio de mi vida casi tan tardío como mi carta de ciudadanía; y, al igual que esta, nunca disfruté de su pleno ejercicio… Siempre me quedó el recelo al agua como un rezago: debe ser porque no tuve un entrenamiento oportuno -más que adecuado-, por ciertas experiencias infantiles o porque una predisposición fisiológica hacía que me hiperventile con facilidad.

Siendo todavía un crío, crucé con un primo un poco caudaloso río en busca de un estanque que los empleados de su hacienda habían improvisado en un tranquilo meandro de su recorrido. Tengo una memoria descolorida de la remendada construcción, pero creo recordar que tenía como propósito un piscícola cultivo. Sus cortas paredes eran quebradizas y deleznables; su inconsistencia se puso a prueba cuando, no pudiendo orillarlo, tuvimos que caminar en forma temeraria sobre aquel precario tapial. Mas, lo que tenía que pasar pasó… resbalé en el lodo mojado y fui a dar con mis huesos en el borde del estanque. Aún no sabía nadar!

Fue en el Oriente donde pude comprobar la eficiencia real que habrían tenido mis lecciones de piscina. No cabe duda que una cosa es con guitarra y otra con violín. Es asunto aún más difícil ese de cruzar un río atolondrado, desbordado y crecido; pero nada supera la fantasmal experiencia de estar metido en medio de las aguas del río cuando se escucha de pronto un ruido fortuito e inesperado, es como un rumor creciente, confuso e impreciso; de golpe uno cae en cuenta que una como ola gigantesca, repleta de troncos y otros residuos viene arrastrando la corriente en su impetuoso trajinar. La riada se ha producido y quienes no saben de qué se trata, casi no tienen tiempo para salir del río y ponerse a buen recaudo.

Esto me sucedió en un pequeño riachuelo que zigzagueaba sobre el dorso de aquel pueblito llamado Río Amazonas o Pastaza, donde fui a volar mis primeros años como piloto petrolero. Pastaza había sido fundado por la Shell, unos pocos kilómetros más abajo de otro pueblo insignificante del que tomó su nombre: Mera. El arroyuelo había sido bautizado de Pindo, estaba encañonado en la selva, en medio de enormes árboles que disimulaban su existencia. No tenía las amplias riveras de otro de aguas más cristalinas, donde fuimos alguna vez a actividades traviesas, menos pudorosas y “cristalinas”: el inolvidable y romántico Alpayacu.

Pero fue en el turbio y cenagoso Aguarico, cuando ya trabajaba para la Texaco, que tuve que demostrarles a mis compañeros que tenía arrestos para cruzarme ese iracundo afluente a nado. Esto sucedía pocos días después de que la fuerza de las aguas había destruido el puente y venía arrastrando con inclemencia los restos de sus malogrados vestigios. Esa vez, sólo alcancé a llegar a la mitad del río. Una rama que no se había dejado arrastrar por la terquedad de las aguas habría de servirme de tabla de salvación. Ya reposado, pude dejarme llevar por la corriente para, con un nuevo esfuerzo, lograr mi perentorio objetivo.

No me ha quedado empeño para volver a intentarlo…

Frankfurt, 25 de abril de 2013
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24 abril 2013

De por qué leemos

Gracias a mis ocasionales escarceos con la seguridad aérea, o con el manejo de recursos de cabina y con aquello que en aviación llamamos “factores humanos”, he llegado a la definitiva persuasión de que no siempre es lo más importante averiguar “qué es lo que pasó”, cuanto “por qué es que sucedió, lo que sucedió”. Se me antoja que algo similar sucede con nuestras lecturas y sus motivaciones; así, en lugar de consultar qué es lo que la gente lee o a qué autor prefiere o dedica su tiempo, la consulta que deberíamos hacernos es justamente esa: ¿por qué -o para qué- es que la gente lee? En suma: ¿con qué objeto leemos?

No se trata aquí de averiguar acerca de otros tipos de lectura que no tienen que ver con la literatura. Es evidente que hay otro tipo de finalidad o interés cuando la gente lee un manual, una enciclopedia, un folleto de instrucciones o cuando se entretiene con una revista ligera o con las noticias contenidas en un periódico. Queremos saber por qué el lector toma una obra literaria y se aísla para disfrutar su trama y contenido. Qué es lo que, de esa actividad, le atrae y por qué lo hace.

Hay quienes aducen que les anima un motivo estético: el disfrute de un placer que les entrega un tema determinado o el argumento de una historia, debido al lenguaje que se usa o a la forma que está contada. Presiento que la lectura nos da acceso a un mundo inventado, que nos permite disfrutar de un universo irreal y paralelo. Esto pudiera interpretarse en dos diferentes formas: como un deseo de escapar de la realidad o como una manera de enriquecerse con los episodios, las aventuras y las vicisitudes contenidas en una historia que nos es ajena. Así, la lectura se convierte es una forma alternativa de ensueño.

Hay tantas y tantas razones para leer… Lo hacemos por distracción; o porque nos interesa “perseguir” una historia; o porque buscamos inspiración; o porque queremos cotejar una trama con nuestra realidad. Tal vez porque nos queremos evadir o porque queremos saborear y disfrutar el sonido de las palabras y el uso acicalado de los elementos de una lengua. Leemos también por catarsis, por la búsqueda de un valor curativo, para redimirnos del absurdo, de la angustia, de la tristeza o de la confusión; para combatir el tedio y la soledad; para sentirnos transportados a un mundo en el que nunca sabemos qué nos puede esperar: si lo insólito o lo simple, si lo cruel o lo gratificante, si lo previsto o lo inesperado...

Del mismo modo que viajar es como leer las páginas de un libro abierto, leer es también una forma de viajar. Es una manera de vivir un mundo privativo, algo único a lo que podemos llamar nuestro, algo que además podemos realizar a nuestro propio ritmo, sabiendo cuándo queremos seguir o parar, regresando para repetir y saborear una frase, para adentrarnos en esos inéditos significados que entregan las voces, en los insospechados efectos que tienen las palabras.

Los libros nos entregan a los distintos lectores mensajes diferentes; por ello que cuando subrayamos es como si descubriésemos mensajes secretos, cifrados y subrepticios, que nos parece que no fueron interpretados por nadie más… Por eso es que las apostillas varían tanto entre los diferentes lectores, porque cada cual recibe un recado diverso, que invita a una forma distinta de interpretación. Puede decirse que hay tantas copias distintas del mismo libro, como tantos sean sus diferentes lectores; cada lector percibe de acuerdo a su propia experiencia, a su propia circunstancia, a su perspicacia y grado de compenetración.

Quizá leamos porque queremos vivir una fantasía. El hombre no se satisface, no le es suficiente, con vivir solamente la realidad.

Dammam, Golfo Pérsico, abril 23 de 2013
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21 abril 2013

Palabras y apariencias

“ - Palabras, palabras, palabras. Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba”. Jorge Luis Borges, “El informe de Brodie”.

“… el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras”. Jorge Luis Borges. Ídem

Propongo que las palabras postulan significados no solo confusos sino, a más de equívocos, muchas veces contradictorios. Cuando nos referimos a alguien y lo calificamos de “sencillo”, por ejemplo –apreciando su humildad y modestia-, ¿por qué no utilizamos el antónimo del ese mismo término (complejo) para referirnos a la característica opuesta?... Y, esto, sin que pretendamos cuestionar la calidad de sencillo que queramos realmente expresar. Podría respaldarme en el mismo autor de los epígrafes iniciales, y decir con él que nada hay sencillo en la vida (él se refiere a las palabras); y concluir que nada puede existir que lo sea, porque todo forma parte del universo, “cuyo más notorio atributo es la complejidad”…

Es curioso como las palabras pueden cambiar de sentido de acuerdo al origen geográfico de quien habla. Es notoria también la influencia que ha ejercido una determinada forma de hablar en ciertas latitudes, solo para que al cabo de poco tiempo, ciertas palabras que fueron transmitidas por esos mismos extranjeros que antes las utilizaban, entren en desuso e inclusive en el olvido. En Canarias, para muestra de ejemplo, puede que se sigan utilizando voces que ahora han dejado de ser utilizadas en la península. Sucede, mientras tanto, que esas mismas palabras se utilizan todavía en América, con lo que –si bien no podría hablarse de una reimportación de las mismas- podría insinuarse que las influencias ocurren de manera caprichosa y aleatoria.

Algo similar parece que se produce con el trasvase de ciertos dichos, refranes y sentencias directamente desde otros idiomas. Ayer nomás, conversando con un colega aviador descubrí que una expresión un tanto fuerte que no es utilizada en el resto de la América castellana, pero que se usa con desparpajo en parte del Caribe para referirse a la querencia y fidelidad a que invita el vello púbico, tenía una casi idéntica representación en italiano. De hecho, era la misma expresión!

Una locución cuyo real significado nunca entendí fue el adjetivo “aparente”. Uno de mis queridos hermanos la solía utilizar con frecuencia. Sería imposible consultarle que con qué propósito era que la empleaba pues, lamentablemente, él ya no está entre nosotros. “Yo no soy aparente” –para tal o cual cosa- repetía, con lo que, quienes le escuchábamos, tendíamos a interpretar que lo que quería dar a entender era que, para ese determinado asunto, él no era proclive o que simplemente no estaba interesado. De rato en rato escucho todavía la expresión y creo entender que la intención de quien la dice es esa: que no es apto o que no sirve para un asunto específico, o que manifiesta su carencia de interés.

De acuerdo con el diccionario, aparente no solo es aquello que “parece y no es” o “que tiene un cierto aspecto o apariencia”; sino también aquello “conveniente, oportuno o adecuado”… No deja de ser asombroso que las palabras pudiesen “aparentar” un diverso sentido o que tuviesen un determinado significado solo en apariencia! No sé si hay alguien “aparente” para el trato de este tema pero, aparentemente, sucede y es así… Espero que les resulte aparente (adecuado).

Jeddah, abril 22 de 2013
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18 abril 2013

La perla que parecía lágrima

Es la patria de la gente más buena, humilde y servicial que pudiera encontrarse en esta tierra. Es una isla tornasolada en forma de pera o -para no ponerme tan prosaico- una que se asemeja a una enorme perla sin pulir que parece a punto de desprenderse del vértice inferior de la India; y, de una vez, del mismísimo mapa! La Wikipedia la define con un absurdo trabalenguas: “País insular situado en el Océano Índico Septentrional (?) frente a la costa austral del subcontinente hindú en el Asia”… Antes la apellidaban con un nombre de plantación de té: le decían Ceilán. Desde hace medio siglo la han rebautizado de Sri Lanka.
Sus hombres han inventado también la bandera más colorida y hermosa que pudiera hallarse en esas expresiones de la raza, de la pasión y del espíritu en que se convierten los variopintos emblemas. Ellos representan la sangre, la espera, la alegría, el dolor, la ilusión… Y ellos flamean! Nos van diciendo que, aunque el vendaval quiera arrancarles su brío, ellos siguen ahí, afincados al mástil de la fe que les sirve de sustento. Y se yerguen y se encrespan, orgullosos de su heredad!
Sri Lanka es esa misma tierra que soportó la inconformidad impetuosa de los Diablos Tamiles y que luego aprendió a disfrutar de un sorprendente progreso, acicateada por una reinaugurada forma de convivencia y tranquilidad. Un largo camino conduce al viajero desde el bien instalado aeropuerto (ahí, sobresale el celo por el buen servicio y nada exhibe la árida impronta de la mezquindad)… Mas, aquella ilusión de la gente por realizar sus tareas a la vera del camino, hace que el traslado a Colombo se convierta en muy lento y dure toda una eternidad. Produce idéntica impresión que la que dejan aquellos pueblos y recintos de nuestro litoral, que no transigen para que su única calzada resulte postergada por el ágil camino que ya exige la modernidad…
Ahí, junto a los solares de recreo enfrentados a los viejos hoteles coloniales, he ido a disfrutar de una breve caminata; a remojar mis pies cansados en la arena de esa cinta inquieta, espumosa y platinada. Hacia la mitad de la tarde, quema un sol inclemente, incendiario y brutal. Cedo al travieso masaje de la marea pertinaz que quiere acariciarme con su destreza milenaria. Una ligera brisa atempera el bochorno de la canícula, mientras asiste a la ribera marinera una raza oscura, de rasgos bondadosos, lacerada por la angustia y animada por la esperanza.
Sri Lanka es una isla de tamaño equivalente a una cuarta parte del Ecuador; sin embargo, su población supera los veinte millones de habitantes. Su capital es un barrio periférico de Colombo. Sí, sólo un diminuto y altivo barrio, con un nombre magnífico, colosal e interminable: Jayawardenapura-Kotte! Lanka es la tierra de aquella infusión que privilegiaron y difundieron los ingleses; la tierra que regaló al mundo el sabor alegre de la canela desde la encrucijada de unos mares donde se fundieron todas las culturas, las religiones y las razas. Por ello la isla se parece a una perla, aunque nos quieran persuadir que ha de tratarse de una lágrima!
Llamada por los navegantes de todos los mares con nombres exóticos y diversos -Serendip, Ceilán, Isla Cingalesa o Taprobana-; esta es la patria de mi colega y amigo inolvidable: Elmo Jayawardena, un hombre manso de corazón que desde temprano aprendió que para alumbrar había que encender un candil y que para ayudar a la gente había que proclamar el himno universal de la esperanza.
Colombo, 19 de abril de 2013.

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16 abril 2013

Pajaritos Preñados S.A.

Desde niño viví enemistado con los dogmas, aunque no debo haber tardado en caer en cuenta que se trataba de asuntos de fe que nunca iban a conciliarse con la lógica y la racionalidad. Pero, a más de parecerme que no aportaban al sustento de las creencias, siempre se me antojó absurdo que, a nombre de esos dogmas, se hubiesen producido tantas disputas y conflictos en la historia, se haya soportado tanta inquina y acrimonia, y se haya perseguido a tantos hombres que creían en un mismo Dios. Y, todo porque habían favorecido una forma distinta de verdad!

Un dogma al que nunca pude suscribirme con facilidad fue aquel de la Santísima Trinidad, consistente en que Dios era uno y trino; tres personas distintas en un mismo Dios verdadero. Nunca pude entender eso de que la primera persona era un ser adusto y austero que controlaba y reprendía; mientras que la segunda era un personaje bondadoso que se había inmolado en un cruento sacrificio, y que había venido para redimirnos del fuego del infierno -“el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”-. Ahí se expresaba la dualidad del cristianismo: mientras a uno se le imploraba por bienestar al otro se le clamaba por perdón e indulgencia.

Pero había otra persona, una a la que poco se mencionaba, a más de incluirla en una plegaria abreviada que se invocaba entre padrenuestros y avemarías; a quien se veneraba con menguada preferencia, que se le identificaba con la gracia y la fortaleza; y que se le representaba con un alado pajarito al que habían coronado con una lengua de fuego: el postergado Espíritu Santo. Los primeros cristianos no le habrían rendido culto desde siempre, aunque en las Escrituras y en los Hechos de los Apóstoles ya se le hacía continua referencia. Cincuenta días luego de la resurrección, el Espíritu Santo habría visitado a los apóstoles que, desde entonces, quedaron ya impregnados de su sobrenatural influencia. Esto sucedía el día de Pentecostés, palabra griega que quiere decir “quincuagésimo”.

Los judíos, que ya celebraban la Pascua hebrea, incluso muchos años antes que existiese el cristianismo, también celebraban una festividad llamada “Shavuot” o de “las siete semanas”, para conmemorar –siete semanas después de la Pascua- el compromiso acordado en el monte Sinaí, cuando Moisés les habría entregado las tablas de la ley: los diez mandamientos. Parecería que el cristianismo adaptó la misma festividad y reemplazó las siete semanas (cuarenta y nueve días) por la fiesta movible de Pentecostés: cincuenta días después del Sábado de Gloria…

Desde siempre y en todas las culturas, las aves han ejercido una permanente y extraña fascinación en la religión y en la mitología. Obsérvese la sorprendente presencia de cuervos, faisanes, águilas, cisnes, lechuzas o palomas en los mitos y más expresiones religiosas de todas las culturas. Las ruinas y vestigios de la antigüedad están repletos de representantes de esa rama de la zoología! El hombre se sintió inclinado a ver en la aves una forma de amuleto, un signo de protección, un elemento ominoso o de auspiciosa profecía. El ave fénix ha de ser por siempre un símbolo del inusitado renacer con su formidable alegoría. Por todo ello, no es raro observar en escudos, blasones heráldicos y más insignias, a una serie de aves que dan testimonio de esta preponderante forma de creencia.

Por ello ha de ser que hace pocos días, cierto candidato presidencial de un país caribeño anunciaba que había tenido una visión, en la que había recibido un mensaje de un tropical pajarito. Esto me ha hecho acuerdo de aquellos charlatanes de feria, de esos prestidigitadores de ocasión que utilizan una cotorra o un papagayo, al que le hacen escoger una tarjeta donde han escrito esa inalterable profecía que es la que esperan escuchar los cándidos y los ingenuos. Esos gárrulos saben muy bien que la gente siempre espera que se le diga lo que quiere oír. Ese es precisamente el negocio de los demagogos, los embaucadores y los estafadores de circo…

Hay dogmas que podemos aceptar porque son asuntos de fe; pero, en asuntos más mundanos… ya no tenemos edad para creer en pajaritos preñados, ni en avecillas tropicales concebidas en el maridaje entre la ignorancia y el delirio!

Sobre la Bahía de Bengala, 16 de abril de 2013
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15 abril 2013

Del sentido de competencia

No estoy seguro de quién influenció a quién. Si mis hijos al suscrito o si he sido yo el que les ha instigado para que ellos hayan convertido el deporte en una pasión y esa efervescente pasión en otro deporte predilecto. Creo que de uno y otro hay algo de cierto, porque si hay algo irrebatible es que, aquel extraño fervor, es ante todo una forma de sensación que tiene mucho de contagioso. Por ello ha de ser que en los estadios el frenesí nunca se expresa en solitario; es una emoción –realmente una forma de paroxismo- que transmiten las multitudes.

Si una confesión tengo que hacer es justamente la de que vivo dándome tiempo para seguir las diversas competencias deportivas. Tanto sigo el desenlace de los partidos de las eliminatorias para el mundial de fútbol, como las posiciones que , luego de cada jornada van cambiando y generando nuevas expectativas. Pero, al mismo tiempo, no dejo de seguir la copa europea de campeones, o los resultados y posiciones de la liga inglesa. Del mismo modo, trato de estar enterado de lo que está pasando en la liga americana de baloncesto, de los resultados de la Fórmula Uno o el desenlace de los principales torneos de tenis o de golf en el mundo.

De qué me viene esta tendencia? Siento que es casi general la curiosidad y calor que genera el deporte; en este no solo encontramos un ingrediente lúdico (qué puede ser más lúdico que el juego?), sino que en las actividades donde compiten la habilidad y el desarrollo físico, nunca deja de estar presente un elemento de sorpresa. Además, no sólo que es difícil no dejarse contagiar por las variables del juego: es casi imposible no tomar partido y dejarse llevar por la influencia. Hay en la naturaleza humana, por otra parte, una tendencia natural de apoyo al más débil; y esta se convierte en una forma de antagonismo contra el más fuerte!

La excitación que provoca el deporte es también una forma de desahogo; el grito animado por la emoción es una manera de sobreponer nuestras frustraciones, y una forma de dar rienda suelta a los más variados instintos. El hombre dice y hace, cuando está confundido en medio de la multitud, lo que de forma natural no haría o diría si se encontrara solo con su alma. No haría eso por su cuenta!

En mi caso personal, hay varias razones que incidieron en mi pasión deportiva, pues recuerdo que desde muy niño siempre busqué un equipo para apoyar, una escuadra para compartir sus triunfos o lamentar sus fracasos. A nivel mundial, fue primero el Juventus de Turín y, más tarde, el equipo “merengue” del Real Madrid. Para entonces, en el torneo nacional, ya había dejado de alentar al que alguna vez se llamó España, para centrar mi interés en LDU, mi equipo favorito.

En cuanto a mi fervor intransigente, creo que mucho se acicateó con esos partidos interminables que se reanudaban en los recreos, esos que en la escuela nos ponían frente a frente a los dos paralelos. Ese “Tercero A – Tercero B” sonaba a provocación y a grito de batalla; fue el himno fogoso que nos sirvió de impulso para sentirnos parte de una entidad y para aportar toda nuestra fuerza e ilusión, y ponerlas al servicio de algo comunitario que ya lo sentíamos nuestro.

Más tarde vendrían nuestras visitas al Coliseo para participar como jugadores o apoyar a los equipos de la selección del colegio. Fueron jornadas que espolearon nuestro ímpetu, nuestro comunitario delirio, nuestro febril enajenamiento…

Jakarta, 14 de abril de 2013
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13 abril 2013

Mi nombre, otra vez!

Estoy como los perros cuando se persiguen la cola… y a sabiendas de que, por mucho que acelere mis giros -acosando así a mi propio apéndice-, sólo habré de enfrentarme a dos alternativas: que no llegue jamás a alcanzar mi necio objetivo o que, si lo consigo, sólo termine yo mismo lastimado! Es que, otra vez, han reservado la primera parte de uno de mis viajes, utilizando el nombre con el cual la gente me conoce; aunque yo he realizado similar gestión para asegurar el siguiente tramo del mismo periplo, haciendo uso del nombre que asoma como primero en mi pasaporte, atendiendo así a las vigentes normas de seguridad… Sucede que estoy impedido, por eso mismo, de efectuar la necesaria conexión!

El mío no es un caso aislado, aunque tampoco es infrecuente: es que a mí me pusieron demasiados nombres! Parece que esa era ya una costumbre española que se puso de moda a finales del siglo diecinueve y que empezó a entrar en desuso hacia mediados del siglo pasado. Y así como a Picasso le habían asignado medio santoral (Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad), nada de extraño tenía que trataran de otorgar a otros similar e inacabable letanía: Antonio Cipriano José María y Francisco de Santa Ana Machado y Ruiz fue, por ejemplo, el nombre completo de Antonio Machado…

Pero no debo echarles la culpa a mis venerados padres, ni a las almas benditas que con probabilidad les instigaron. “Mariano-de-Jesús-Alberto”… Mis padres habrían insistido en aquel Alberto, a pesar de que antes ya se había utilizado el nombre para bautizar a otro de mis hermanos. El nombre me vino por el lado de los dos abuelos: era la tradición y era una costumbre general; no hay en ello nada de extraño. Eso pasaba antes en las familias, cuando querían rendir homenaje a los antepasados. La primera parte, sin embargo, la del nombrecito compuesto, parece que obedeció a la enfermiza condición de un irregular embarazo: mis padres quisieron buscar la protección del cielo y optaron por consagrarme a algún santo!

Yo habría de complicar las cosas más tarde con mi reticencia a que me llamasen de Mariano. No contento con esto, a veces ponía cara de serio y comentaba que era tal la profusión de nombres de los que disponía, que se hacía muy difícil fijar una fecha para celebrar mi onomástico. Así inventé una lista inacabable con el ánimo de encubrir tan ignominioso como sombrío legado: Mariano de Jesús Alberto Gustavo Francisco Javier de la Santísima Trinidad, repetía… Me faltaba resuello para concluir con los apellidos… y, para cuando llegaba a ellos, ya se habían olvidado de aquel nombrecito nefando.

Mis amigos indonesios tienen un solo nombre: no tienen apellido! Cuando viajan por el mundo y les exigen uno, recurren al único nombre del autor de sus días. Lo mismo sucede con mis colegas islandeses que acomodan el nombre propio de su padre para “crear” su propio apellido; añaden el sufijo “son” o “dóttir”. Si el padre se llamó Valdimar, el hijo se apellidará Valdimarsson; y si el patronímico de ella es Birnirsdóttir, será porque Birnir es el nombre de quien la ha engendrado.

Los norteamericanos han optado por abreviar los nombres con que los conocen; y, en el caso de las mujeres casadas, ellas han optado por eliminar el apellido de solteras de sus cartas de identidad. Yo, mientras tanto, sigo persiguiendo mi cola como un canino; pero he convenido al menos en una fuente de consuelo: tampoco me han bautizado como Crispiniano, ni como Nepomuceno; y, aunque yo mismo lo habría propiciado, nadie me llama “de la Veracruz”, ni “de la Santísima Trinidad”. Tampoco está tan mal eso de que me llamen con el prosaico nombre de Mariano!

 Jakarta, 13 de abril de 2013
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12 abril 2013

Del paisaje y la fortuna

Voy a decir una verdad de Perogrullo. No por sencilla, menos contundente; no por repetida, menos valedera: no existe ningún paisaje feo ni desdeñable en la naturaleza! Si una ventaja tiene la especie humana, es esa precisamente: la posibilidad de viajar y movilizarse por del mundo, pudiendo escoger, disfrutar y reconocer la diversidad de paisajes. Así, unos se convierten en predilectos; ya por inefables, ya por indescriptibles, ya por sorprendentes…

Hay una vista en particular a la que tengo acceso casi cotidiano y privativo: es la deslumbrante y silenciosa quietud de la galaxia en las noches despejadas desde mi atalaya de privilegio. Desde allí puedo controlar la luminosidad del contraste. Es mi punto de vigía: mi diminuta cabina de mando.

Hay -en todo paisaje- un  derroche de color, un equilibrio en la composición, una fuerza y una armonía; hay incluso una como callada e incierta melodía, una música subrepticia que nos cautiva y que nos seduce; que embruja y que subyuga nuestro espíritu. Con esos paisajes reconocemos la finitud de nuestra realidad y apreciamos con humildad la colosal e inenarrable condición que tiene el infinito. Y puede existir, además, un elemento inesperado de sorpresa. Es ahí cuando el paisaje se convierte en epifanía, en revelación; es cuando nos persuade que quiere entregarnos su mensaje misterioso, enigmático y secreto…

Y existe algo más en el espectáculo primigenio del panorama: ese arrebato, esa impresión deslumbrante que nos provoca en la cláusula inicial, que de súbito cesa de ser virginal, cuando se convierte en “primera vez”… Eso ha de ser lo que define nuestra devoción por esos lugares, que provoca nuestra reverencia, que motiva nuestras ganas de volver!

Por eso quiero contar ahora de aquel impromptu, de una experiencia visual que nunca estuvo programada -ni tampoco advertida, ni previamente concebida-. Ella ocurrió una noche inolvidable y consistió en el goce de la luminosa, colorida y deslumbrante perspectiva del puerto de Hong Kong, desde aquella caprichosa dársena convertida en portaviones que fuera el viejo aeropuerto de Kai Tak, en la península de Kowloon, avecinada a los Nuevos Territorios.

Pero, para hacerlo, tengo primero que comentar que eso de aterrizar hasta hace quince años en el viejo aeropuerto de Hong Kong, antes de la construcción del ahora situado en la isla de Lantau, era una experiencia profesional apasionante y enteramente diferente. Para empezar, Kai Tak estaba rodeado de farallones que con vértigo portentoso se precipitan sobre el filo de la bahía. Allí, en un apéndice artificial, una angosta franja de concreto definía a la única pista de aterrizaje.

El problema con Hong Kong estaba en que… no aproximábamos para enfrentar la pista, como en cualquier otro aeropuerto, sino que siempre -aun en condiciones de baja visibilidad y con vientos encontrados- debíamos hacer el procedimiento apuntando hacia un cerro, donde “al llegar a mínimos” nos encontrábamos con un tablero de ajedrez, dibujado en la ladera, que invitaba a abortar la maniobra o a iniciar un estrecho viraje a precaria altura para encarar el inminente aterrizaje.

Luego de esos minutos de tensión -donde se ponían en juego toda la intuición, la astucia, la pericia, la experiencia y el discernimiento- el aparato desaceleraba y recobraba esa parsimoniosa lentitud que en tierra lo hace parecer tan solemne. Era entonces, justo antes de virar hacia la calle de rodaje para satisfacer el acercamiento hacia el terminal, cuando de golpe se pasaba a disfrutar de ese panorama -reflejado en las aguas de la bahía- que surgía espléndido y exultante! Ahí, al advertir la maravillosa luminosidad de los edificios en ese espectáculo de privilegio, uno sentía el gozo visual y la melodía; dejaba rodar una lágrima por su mejilla; y se sentía orgulloso de ser parte de la civilización y de la especie. Sabía que era solo un instrumento que hacía posible esa sublime visión indescriptible!

Jakarta, 12 de abril de 2013
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11 abril 2013

Las palabras *

Por el poeta chileno Neftalí Ricardo Reyes Basoalto
(mejor conocido como Pablo Neruda).

“… Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío…

Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto…

Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recentísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada…

Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas…

Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma.

Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”

Nota: Tomado y reeditado de su libro de memorias: “Confieso que he vivido”.

Jakarta, 11 de abril de 2013
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10 abril 2013

Entre la lisonja y la diatriba

El mismo día que fallecía en Madrid la inolvidable Sarita Montiel, “La Violetera”, ha cesado de existir en Londres la baronesa Margaret Thatcher, la recordada primera ministra británica. Thatcher fue una mujer muy importante para el mundo que empezaba a convivir luego de los turbulentos años de la guerra fría. Sus posturas ayudaron a la recuperación económica británica, aunque invitaron a reacciones signadas por la controversia; ellas habrían de incidir también para que -en cierta forma- Gran Bretaña no se integrara a la Comunidad Europea.

“La dama de hierro” como la conocieron sus detractores y partidarios (con ella no era posible permanecer neutral, ya que se la odiaba o se la admiraba), estuvo inmersa en diálogos y negociaciones con los más importantes estadistas de su tiempo: Ronald Reagan, Mikhail Gorbachev, Deng Xiaoping o Valéry Giscard d’Estaing. De Reagan dijo que había sido “el segundo hombre más importante en su vida”. Sus actitudes fueron muchas veces no solo firmes y valientes, sino también tercas e intransigentes. Pronto se convirtió en un símbolo de dureza y obstinación. Hoy el mundo hace reverencia a su memoria. Ha muerto luego de una muy larga y penosa enfermedad: padecía de demencia senil.

“La Thatcher”, como pronto nos acostumbramos a llamarla, no siempre recibió el trato afectuoso de América Latina; quizá por su amistosa relación con Pinochet o, tal vez por haber sido artífice de aquella sangrienta confrontación, que nunca contará con la indulgencia del pueblo argentino, el conflicto de las islas Malvinas.

Alrededor del mundo, sin embargo, la imaginación y la picardía -que siempre van de la mano- empezaron a transformar en adjetivo al sustantivo de su apellido… Como Margaret había sido la primera mujer en convertirse en primera ministra de la isla europea (Gran Bretaña está constituida por Inglaterra, Gales y Escocia), sus políticas conservadoras y la determinación que mostraba en sus posturas y más actitudes, crearon la impresión de que le gustaba mandar “como si fuera un hombre”. De hecho, bien pudo ser ese el secreto de su preeminencia: saber usar las dotes de mando atribuidas al varón, con el aporte de la sensibilidad femenina.

Por ello que, más tarde, su apellido de casada fue utilizado en nuestros países como remoquete para distinguir a mujeres que se destacaban en la política y en la vida pública por su bravura, sus arrestos y su carácter atrevido. Así, en los asuntos públicos -e incluso en muchos hogares- surgieron mujeres de arisco talante que merecieron también ser conocidas como otras “Thatcher”, usándose este nombre como un sustituto para otros apelativos. Y también más de una de las amas de casa, que se caracterizaban por su natural mandón, áspero y esquivo, pasaron a ser tildadas de “mi Thatcher” por sus consortes sobrevivientes…

En el ambiente de nuestros conocidos, y por asuntos más bien de signo inverso, pasamos un buen día a apodar de “Thatcher” a una querida amiga que, lejos de poseer un carácter ácido y duro, siempre se manifestó como dulce paradigma de las cualidades opuestas. Su bondad y ternura eran de carácter antagónico al del rebuscado sobrenombre, aunque claro… es que tampoco la dulce música de su propio nombre sonaba tan diferente! Se llamaba Natacha; y la ocurrencia de sus amigos no encontró nada más fácil que asociar su nombre de pila con el apellido de la hoy desaparecida, transformando así su nombre en ese mote inclemente.

Con la despedida de la primera ministra, se pasa una página importante en la historia contemporánea. Margaret Thatcher gobernó con un estilo diferente; pero, le demostró al mundo la determinación que la animaba y, sobre todo, ese genio que tenía para saber interpretar los vericuetos y circunstancias de los que nunca están exentos los acuerdos y desacuerdos con que se escribe la historia.

Jeddah, 10 de abril de 2013
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09 abril 2013

Quien calla, otorga…

Los occidentales (me refiero a los que no somos musulmanes) estamos un tanto familiarizados con el término “halal”, y conjeturamos que se trata de un tipo de alimento -especialmente ciertos productos cárnicos- que ha seguido un estricto proceso de preparación. Explicado son sencillez, es “halal” todo producto que, si proviene de un animal permitido (el cerdo no lo es, por ejemplo), cumple además con un procedimiento especial de sacrificio. La estricta norma exige la muerte por degollamiento, con generosa profusión de sangre. Tomar o comer esa misma sangre no está tampoco permitido. Esto pasa a ser algo prohibido: es “haram”!

Esto de lo “prohibido y permitido” se aplica no solo a las prescripciones de carácter alimenticio en el mundo musulmán; similares normas tienen que ver con el trato en las relaciones sociales; y en general con todo aquello relacionado con el comportamiento, como es el caso del lenguaje o la vestimenta. Es “haram” el alcohol. Y si la mujer no cubre todo su cuerpo -incluido el cabello- por ejemplo, ha cometido un desacato a la moral religiosa del Islam; en otras palabras: ha cometido “pecado”. Tampoco los musulmanes, de acuerdo a las normas de su ley Sharía, pueden hacer cualquier tipo de inversión; es “haram” todo aquello que insinúe usura, ganancia abusiva o cualquier forma o método de explotación.

Pero “haram” es un voz impregnada en el uso cotidiano del mundo musulmán. “Haram” es hablarle a la mujer casada; o comer delante de los que ayunan en el Ramadán; o entrar a los aposentos de quienes no son familiares cercanos. Nótese el parecido entre harén y “haram” y ello no constituye una graciosa coincidencia… son términos relacionados! Esto, porque harén se refiere a los “aposentos privados de la esposa” en árabe; y adentrarse en ellos es tabú, está prohibido, es “haram”: no autorizado! Sentarse junto a una pasajera desconocida en un vuelo comercial es también “haram”, y nadie está contento hasta que los culpables de esa inminente infracción sean separados y ubicados en otro lugar… “Haram” se usa también para designar a todo lo inviolable: es el caso de un par de mezquitas sagradas que nos están vedadas a nosotros, “los infieles”.

Y hay también lo que es considerado “makruh”, lo que sin estar explícitamente prohibido, no está recomendado decir o hacer, porque no se concilia con el cabal espíritu religioso o con el estricto criterio moral. Es lo que “no está bien visto”, lo que hay que abstenerse de hacer, lo que hace sentir mal a los demás; una especie de “pecado venial”… Murmurar o provocar con la mirada, producen disgusto, son considerados “makruh”; y constituyen una forma menor de transgresión.

En los tiempos que trabajé para una aerolínea nacional, compartí alguna vez la cabina con un par de colegas cuya secreta filosofía era la de nunca hablar mal de los otros; tenían esa rara virtud de no caer en la fácil provocación, aquella de aportar con la leña seca de la crítica al flagelo de la intriga y el tijereteo; al de la insidiosa habladuría y la maledicencia. Hoy que los recuerdo, comprendo que habrían aprendido que cuando no se puede hablar bien de los demás, el silencio resulta siempre la mejor respuesta. Parece que ya sabían el sentido de “makruh”; me pregunto si sería porque asistieron a una clase de un ajeno catecismo, o si fue porque aprendieron esa plausible costumbre de callar, por su propia cuenta…

En cuanto a lo “prohibido”… me parece una extraña coincidencia que esta sea una palabra que se ubica en el diccionario justo entre un par de sugestivas voces: las de “progreso” y “prohijar”… Y propongo que, si prohijar ha de definirse como “acoger como propias las opiniones o doctrinas ajenas”, resultaría gratificante que tal actitud llevase a la humanidad hacia una proyección que signifique “avance, adelanto y perfeccionamiento”… Pero, para eso, debemos empezar por tolerar y tratar de comprender lo que para otros significa aquello que les es o está “prohibido”.

Jeddah, 9 de abril de 2013
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07 abril 2013

Las semillas y el viento

En días pasados accedí, no sin cierta reticencia, a conceder una entrevista para una prestigiosa revista nacional; lo hice esta vez, convencido de que el interés de la publicación no se centraba en el personaje, sino en el tipo de actividad que su oficio representaba. Además, creo haberlo hecho por un gesto de reciprocidad con sus editores. Y, en los días anteriores a que saliera a luz el resumen de aquel diálogo, he meditado en forma ocasional en las insospechadas preguntas que en estas ocasiones se nos hace; y en la candidez con que respondemos a tales inquisiciones. He percibido que, en el ánimo de responder con espontaneidad, no siempre decimos lo que más tarde pensamos que pudo haber sido preferible.

Recuerdo que la primera pregunta -disparada a quemarropa- fue justamente la de si yo había tenido una infancia feliz… Y, yo que no termino de entender eso que otros llaman felicidad, dije que sí; porque, aunque viví episodios tristes en mi infancia, puedo decir que esos fueron años de enorme ilusión, de juegos y de curiosidades compartidas, que estructuraron las bases de mi formación personal.

No estoy seguro de si fui fiel a mi autor favorito cuando el interrogatorio derivó hacia los escritores que prefiero; talvez, sin proponérmelo, no incluí a quien es mi predilecto y que es a quien más releo. En cuanto a “qué era lo que estaba leyendo”, debo haber dado alguna respuesta imprecisa, debido a mi confesado prurito de leer con un cierto desorden (y siempre más de un libro a la vez). A veces, me adentro tanto en la trama de mis lecturas -tengo que admitirlo- que termino por olvidar el título del texto culpable de tan entretenida contemplación.

Como cuento, la revista ha salido ya a divulgación. Sin embargo, no he tenido acceso a ella con el objeto de revisar su texto, ni tampoco he podido cotejar mis respuestas con su contenido definitivo. Bien sé, que algunas veces quien nos entrevista puede interpretar nuestros comentarios con referencia a su criterio subjetivo; y que, en ocasiones, incluso se sacan de contexto nuestras expresiones, alterando así su contenido. Alicia me ha comentado que le ha gustado mucho el artículo; me ha dicho que “hemos salido muy bien”… y que “la casa ha salido muy bonita”… Se lamenta, eso sí, que no se ha mencionado a nuestra familia; y, lo que es más importante, que nada se ha dicho de nuestros hijos…

Entonces he caído en cuenta que quizá por no hacerles sentir mal, o talvez por un cierto celo por proteger su propia privacidad, no siempre menciono a quienes constituyen el motivo de nuestro mayor orgullo y realización: ellos, nuestros queridos hijos. La Providencia y la vida han querido que por una consecuencia de nuestros desarraigos y desplazamientos -aquellos que como familia nos vimos obligados a sobrellevar- ellos ahora se encuentren repartidos por el mundo. Esa fue -desde siempre- la insidiosa y tramposa jugarreta que nos reservó el destino. Pero ahí están ellos, ubicados en cuatro continentes distintos, lejos de su familia y de la patria de su infancia; trazándose un derrotero; tratando de construir su propia felicidad; e intentando ser cada día mejores en sus respectivos oficios.

Su madre -la mujer más orgullosa que existe en el mundo- debe haberles enviado ya una nota con las gráficas de la revista. Ahí se ve a un par de seres que miran la vida con alegría -lo revela su sonrisa-; aunque denuncien -con el aspecto que reflejan sus manos- todos sus esfuerzos, sus ocasionales renunciamientos. Las suyas, son las mismas manos del campesino acostumbrado a hundir el azadón para cavar los surcos donde habría sembrado sus ilusiones… Ellos saben que las semillas fueron buenas y tienen la confiada seguridad -vestida de esperanza- de que los frutos han de ser siempre pródigos cuando llegue el tiempo de cosecha!

Isfahan, 6 de abril de 2013
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04 abril 2013

La “otra” universidad

Tal parece que la vida no es sino uno perenne y continuo aprendizaje. Y, en cierta manera, la misma edad no es sino el reflejo de un proceso en el que se ponen en la balanza dos ingredientes disímiles: la curiosidad y la experiencia. En la medida que sabemos utilizar el último, con prescindencia del primero, somos más viejos; si la ecuación es el resultado de la opuesta participación de tales componentes, y la curiosidad desplaza a la experiencia, nos mostraremos como más jóvenes.

Quizá por eso ha de ser que para los jóvenes sea una prioridad aquello de adquirir la experiencia de que carecen, porque quieren ser vistos como más maduros, como menos jóvenes. Y por eso también que quienes exhibimos arrugas y ya pintamos canas, queremos poner en ejercicio y renovar nuestra curiosidad, paso a paso, porque así podemos sentirnos con unos años menos y lograr que nos vean como menos viejos…

¿Quiere decir esto que con solo crecer en edad, se crece también en sabiduría? No, necesariamente, aunque parecería que en la vida los hombres no cesamos de aprender. Nadie puede tampoco hacer alarde ni jactarse -en ningún oficio, tarea o actividad por humilde que esta sea-, de que ha llegado al súmmum del saber; y esto es válido para toda forma de conocimiento. De hecho, no es infrecuente que los viejos aprendemos de los más jóvenes; y, lo que es más admirable todavía, que muchas veces los que creemos que mucho sabemos, terminemos por aprender cosas nuevas e insospechadas, no solo de quienes creemos que menos saben, sino de aquellos a quienes subestimamos por su nivel de conocimiento.

Pero… nada se aprende sin pagar algún precio. A menudo, es por medio de los errores, y aun de las tragedias y repetidos fracasos, que vamos aprendiendo en la vida y vamos teniendo acceso a un nivel más alto y enjundioso de conocimiento. Es por medio de la “curiosidad por experimentar” -obsérvese qué contradictoria la expresión del concepto inicial- que los hombres aprendemos nuevas destrezas o conseguimos mejorar las nunca definidas, y siempre perfectibles, habilidades que ya poseemos. Es en oficios como el que comparto con los hombres de la aviación, donde puedo apreciar este extraño sortilegio que tiene el aprendizaje y donde compruebo, día a día, que nadie tiene todas las repuestas y que todos aprendemos un poco más de quienes, en apariencia, conocen un poco menos.

Sucede que cuando parece que sabemos un poquito más, es fácil caer en la soberbia y en el orgullo, si no en la pedantería; así, la altivez se convierte en altanería; y los que terminamos perdiendo somos quienes pudiendo aprender del caudal ajeno, cerramos nuestro corazón y cerebro con nuestra arrogancia, a la siempre rica -aunque insospechada- mina del discernimiento y del talento de aquellos que suponemos que no están en un andarivel que creemos solo nuestro.

Por ello que, así como para aprender en las instituciones académicas del mundo hace falta inscribirse, asistir a sus aulas y atender las asignaturas que se ofrecen; así también, en la universidad de la vida, es importante escuchar y observar, despojarse de la auto-suficiencia, y abrirse a la posibilidad de aprender de los demás, sin importar la apariencia de sus exiguos conocimientos. La mayor forma que puede tener la sabiduría es justamente la de saber mantener intacta la curiosidad, para seguir aprendiendo… aun de los que parece que saben menos!

Jeddah, marzo 4 de 2013
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01 abril 2013

El olor de la cebada

Debe haber sido en una de mis primeras clases de antropología -si las tuve-, o de historia, cuando debí haber escuchado por primera vez el nombre de Java, la isla de Indonesia; este, un enorme país insular, verdaderamente un archipiélago, que queda a medio camino entre dos océanos: el Indico y el Pacífico. Creo que habré escuchado aquel nombre junto a otros como los de Neanderthal o Cromagnon, porque Java -en idéntica forma que Pekín- podía presumir de contar con fósiles prehistóricos que hablaban de la antigüedad de la raza humana. Debe haberme parecido curioso que existiese una isla con casi idéntico nombre que un tipo de caja que servía para almacenar la cerveza (jaba); del mismo modo que más tarde me sorprendería conocer que Java pudiera significar cebada en idioma sánscrito.

El nombre que aprendimos en la escuela se pronunciaba con la jota castellana -nuestra herencia árabe-, una de las letras más particulares que tiene nuestro idioma -y la fricativa más difícil de pronunciar, de acuerdo a quienes aprenden esta lengua española-. Esto porque la pronunciación real -la de la jota inicial-, en la mayoría de las demás lenguas, y sobre todo en las autóctonas, tiene más bien un parecido con uno de los sonidos de los que carece el castellano: el de una ye, o i griega, disfrazada de jota, pero con una música similar a la que utilizan ciertos quiteños cuando dicen “llave”, o los rioplatenses cuando pronuncian “caballo”.

Java, debido a sus ancestros culturales hinduistas, estaría ya mencionada en la épica hindú del Ramayana, cuando el rey Rama (el avatar o reencarnación de Vishnu) había enviado a su ejército a la isla a buscar a la diosa Sita (que quiere decir “surco”, como sinónimo de fecundidad), la misma que sería el compendio de lo que deberían ser las virtudes maternales y femeninas. Java tiene un tamaño similar al de casi la mitad de la superficie territorial del Ecuador, aunque con una población diez veces más intensa: casi ciento cincuenta millones de habitantes; de hecho, Java constituye la isla más poblada que existe en el planeta.

Java fue además un importante centro del budismo hindú y de los sultanatos islámicos; y Jakarta, su capital -la antigua Batavia-, fue también base del dominio colonial de las llamadas Indias Holandesas Orientales. Java es una isla de carácter volcánico, una de las más grandes que hay en Indonesia. El javanés es aquí el idioma dominante, aunque todo se conduce en indonesio bahasa. Hoy por hoy, la mayoría de la población es musulmana. El tipo de vestimenta sigue -como sucede en casi en todo el mundo- las costumbres de la moda occidental; aunque hasta hace pocos años -y sobre todo la moda femenina- seguía las prescripciones de la ley Sharía, aunque con un colorido mucho más alegre, vistoso y característico.

He “estado” (o más precisamente: he “aterrizado”) en Java, un centenar de veces -sobre todo en Jakarta, la capital de Indonesia-. La mayoría de las ocasiones que vine a la isla fue por viajes de ida y vuelta. A excepción de una pernocta breve en Surabaya, y otra aun más fugaz en la misma Jakarta, no había tenido oportunidad real de explorar esta última ciudad, una de las metrópolis más populosas y llenas de contrastes que existen en el mundo.

La primera impresión que experimenta el viajero es la de una isla de clima húmedo y tropical, con una vegetación variada y sumamente fértil. Pero pronto descubre que la actitud amigable y religiosa de su gente ha ido convirtiendo a su capital en un enclave son signos de progreso sorprendente. Jakarta es una ciudad limpia y bien trazada, con admirables edificaciones, con parques enormes y bien cuidados, con plazas, avenidas y bulevares, como solo pueden verse hoy en día en las grandes capitales. Aquí han llegado al galope el progreso y la modernidad. Y, a pesar de las restricciones del Islam, aquí se elabora una magnífica cerveza…

Jakarta, 1 de abril de 2013
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De forjas y destinos

Nunca estuve seguro de cómo se forjaba el destino. Tampoco de cómo es que se forjaban nuestras aspiraciones; hoy por hoy, sin embargo, estoy convencido que estas se van pergeñando desde nuestra misma infancia, a partir de esa mezcla de afecto y autoridad que ponen en lo que -con perseverante dedicación- tratan de hacer y nos inculcan nuestros esforzados padres. En mi caso personal, aquella tarea fue interrumpida cuando perdí a mi madre, y tengo la íntima sospecha que quien se encargó de tomar la posta no fue una: fueron dos personas distintas.

Medito en esto al recodar un documento que, sin ser obligatorio, preparé con ánimo acucioso en mi último año de colegio. Tratábase de la llamada “tesis de grado”, documento que elaboré con la paciente asistencia mecanográfica de mi querida tía Ana Lucía. A ese documento, hoy felizmente desaparecido, lo había titulado con un nombre un tanto rimbombante: “Filosofía existencial en la plástica contemporánea”. Lo que si no se ha extraviado todavía, porque aún lo conservo en mi memora, es una frase que utilicé como prólogo en su dedicatoria: “A mi segunda madre Carlota Judith, forjadora de mis aspiraciones”.

Al echar mano de tan rara petulancia, siento que quizás cometí una lamentable injusticia. Porque creo que la parte referente a aquél ingrediente de “autoridad” estuvo definitivamente en manos de mi abuela Carlota; pero, aquello relativo a la cuota de ternura, en esa contradictoria ecuación, siempre estuvo encargado a los requiebros, bondad y predilección con que supo regalarme mi tía Ana Lucía.

Hoy, medio siglo después, puedo reconocer cómo fue que poco a poco, y de una forma muy sutil, ella se fue ganando una veneración que fue brotando de esos arroyuelos donde surge la confianza. Su atención a mis remilgos y las tareas que me encomendaba fueron convirtiéndonos en confidentes y en amigos. Pasado el tiempo, y ya muerta la abuela, nuestra relación pasó a adquirir la fuerza de un pacto, la de un inviolable compromiso. Así, dejamos de usar nuestros nombres y empezamos a reconocernos con afectuosos apelativos. Dejé de nombrarla como los demás y ella habría de consentirme en que pasara a llamarla de “Viejita”.

A veces pienso que por atender las carencias que generó nuestra orfandad, ella postergó sus inquietudes y prioridades afectivas. Es probable que Anita haya encontrado en nuestra reciprocidad -en la mía y la de mis hermanos- el sucedáneo necesario para compensar ese feo regusto que le dejaron aquellas uvas amargas de la desilusión, esas que a veces florecen en el viñedo de los mal correspondidos sentimientos. Yo la veía ocultar sus ojos lacrimosos de tarde en tarde, como no queriendo contagiar con sus sollozos a quienes, sin decirle, también sufríamos y maldecíamos al culpable de sus calladas cuitas y de sus ya perdonados resentimientos.

Una lluviosa mañana emprendió un viaje de incierto destino, fue un viaje carente de retorno. La nave en que viajaba, se desvaneció sin dejar un mínimo rastro que ayudase a descifrar las razones para su insólito desaparecimiento. Los restos del siniestro solo fueron localizados con el paso del tiempo. El cuadrimotor habría sufrido una pérdida múltiple de potencia en todas sus unidades. Ahí, tratando de conseguir su reencendido, habrían luchado los pilotos por recuperar esa energía que les era esquiva. Ya resignados a su suerte y aprovechando de la depresión de uno de los desfiladeros que atraviesan la cordillera, habrían querido arborizar el aciago aparato en las selváticas e irregulares estribaciones de la montaña.

No hubo sobrevivientes. O talvez los heridos no fueron encontrados con premura y, ante la falta de socorro y rescate adecuados, también perecieron. Hay indicios de que la nave fue encontrada antes, muchos antes de que se produjera su hallazgo definitivo. El aparato había sido vandalizado, probablemente a los pocos días de haberse producido el fatídico percance. No cabe duda que muchas veces la codicia y la mezquindad pueden ser tan o más trágicas, en sus secuelas, que las desgracias que representan esos horribles y desdichados accidentes.

Jakarta, 31 de marzo de 2013
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