31 enero 2013

Lenguas y dialectos (II) *

Cómo distinguir a las lenguas de los dialectos? (continuación)

"A simple vista, pudiera parecer que no existe ningún problema. Si dos personas hablan en forma diferente, entonces se podría pensar que existen realmente solo dos posibilidades. Sea que no se pueden entender entre ellas, en cuyo caso puede decirse que hablan dos lenguas diferentes; o sea que sí pueden entenderse la una con la otra, en cuyo caso se trataría de que estarían hablando diferentes dialectos de un mismo idioma. Este criterio de inteligibilidad mutua trabaja la mayoría del tiempo, pero no es un asunto tan simple como parece.

Un problema interesante se presenta cuando existe una continuidad dialéctica de tipo geográfico. Existe a menudo una cadena de dialectos que se hablan a lo largo de un área determinada. En cualquier punto de la cadena, los hablantes de un dialecto pueden entender a los de otros dialectos que viven en áreas adyacentes a las que viven ellos; pero encuentran dificultad en entender a gente que vive alejada en la cadena; y puede que encuentren que la gente que vive más alejada aún podría llegar a ser completamente ininteligible. Los parlantes de los dialectos en los dos extremos de la cadena no se van a entender entre ellos, pero están conectados de todos modos por una cadena de inteligibilidad mutua.

Esta clase de situación es muy común. Una continuidad de tipo extensivo relaciona todos los dialectos de idiomas que son conocidos como sería el caso del alemán, holandés y flamenco. Los hablantes de Suiza oriental no pueden entender a los hablantes de Bélgica occidental, pero están eslabonados por una cadena de dialectos mutuamente inteligibles a través de Holanda, Alemania y Austria. Existe una continuidad en el Romance occidental, que relaciona dialectos rurales del portugués, español, catalán, francés e italiano. Estamos acostumbrados a pensar en estos lenguajes como diferentes el uno del otro, pero esto es únicamente porque estamos normalmente expuestos a sus variedades estándar, que no son mutuamente inteligibles. A nivel local, no es posible efectuar una decisión clara solo en base a consideraciones lingüísticas.

Pero las decisiones se toman en base a otras consideraciones. A medida que cruzamos una frontera nacional bien establecida, la variedad de lengua ha de cambiar de nombre: el ‘holandés’ se convertirá en ‘alemán’, el ‘español’ se convertirá en ‘portugués’, el ‘sueco’ se transformará en ‘noruego’. Es importante apreciar que las razones pasan a ser políticas e históricas, no lingüísticas. Los argumentos acerca de los nombres de los idiomas a menudo se reducen a argumentos de naturaleza política, especialmente cuando existe una disputa que involucra a las fronteras nacionales.”

* Traducido del libro “Cómo funciona el lenguaje”, de David Crystal

Sydney, 30 de enero de 2013

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Lenguas y dialectos (I) *

“Los más amplios rasgos característicos de la identidad lingüística son aquellos que apuntan a los orígenes geográficos de los hablantes -los rasgos del dialecto regional-. Por ello habría algunos niveles de respuesta a la pregunta ‘De dónde es usted?’. Pudiésemos tener una sola persona en mente, y, sin embargo, todas las respuestas que aquí siguen serían correctas: Bretaña, el este de Inglaterra, Nueva Anglia, Norfolk, Norwich. La gente pertenece a comunidades regionales de variada extensión, y el dialecto que habla cambia su nombre en la medida que lo ‘ubicamos’ en relación con esas comunidades.

A veces se piensa que solo unas pocas personas hablan dialectos regionales. Muchos restringen el término a las formas de habla rural; como cuando decimos ‘los dialectos están desapareciendo estos días’. Pero los dialectos no se están muriendo. Los dialectos campesinos no están tan dispersos como alguna vez estuvieron, ciertamente, pero los dialectos urbanos están ahora mismo en aumento, en la medida que las ciudades crecen y una gran cantidad de migrantes adquieren residencia.

La gente tiene a menudo una visión negativa respecto a los dialectos, debido a la asociación tradicional que tiene el término. Las lenguas de partes aisladas del mundo, que talvez no han sido llevadas todavía a la escritura, son llamadas en forma peyorativa ‘dialectos’, como cuando alguien habla de que una tribu habla ‘una forma primitiva de dialecto’. Pero esto falla en reconocer la verdadera complejidad de los idiomas que hay en el mundo. No existe tal cosa como ‘una lengua primitiva’. Todos los idiomas tienen fonologías, gramáticas y léxicos complejos. Y todas las lenguas pueden ser analizadas en una gama de dialectos que reflejan el antecedente regional y social de sus hablantes.

Algunas personas creen que los dialectos son variedades subestándar del idioma, hablados solo por grupos de bajo status -esto se ilustra por comentarios como ‘Él habla inglés correctamente, y sin huella de dialecto’-. Esta clase de glosa falla en reconocer que un idioma estándar es tan dialectal como cualquier otra variedad -a pesar de tratarse de un dialecto de una clase especial-, porque es un dialecto al que la sociedad le ha otorgado un prestigio adicional. Todos hablamos un dialecto, sea urbano o rural, estándar o no estándar; sea de clase alta o de clase baja.

Es importante distinguir el dialecto del acento cuando discutimos acerca de los orígenes lingüísticos de alguien. Ambas nociones son importantes. El acento se refiere únicamente a una forma distinta de pronunciación, mientras que el dialecto se refiere también a la gramática hablada y al vocabulario. La diferencia al decir caballo con (y) o con (sh) tiene que ver con el acento, ya que solo se trata de un asunto de pronunciación. Pero si escuchamos a una persona decir ‘os habéis caído’ y a otra ‘te has caído’, estamos refiriéndonos a ellas como que están usando distintos dialectos, porque hay una diferencia gramatical que está involucrada. De la misma manera la opción entre ‘muchacho’ y ‘chaval’ es dialectal, porque implica una diferencia en el vocabulario.

Normalmente, los parlantes de diferentes dialectos tienen distintos acentos; pero los hablantes del mismo dialecto pueden tener también un acento diferente. El caso más decidor es el del dialecto conocido como inglés estándar, que es usado por gente educada a través del mundo, pero que es hablado en una vasta gama de acentos regionales.

Probablemente no existan dos personas idénticas en el modo que usan un idioma o que reaccionen de la misma manera ante el uso de este que hacen las otras. Hay pequeñas diferencias en fonología, gramática y vocabulario que resultan normales; todos tenemos, en cierto modo, un ‘dialecto personal’, conocido técnicamente como ‘idiolecto’. De hecho, cuando se investiga una lengua, no hay más alternativa que empezar por los hábitos de hablar individuales: los idiolectos son los primeros objetos de estudio. Los dialectos entonces pueden ser vistos como una abstracción, derivados del análisis de varios idiolectos; y las lenguas, a su turno, como abstracciones que derivan de un grupo de dialectos.”

* Traducido del libro “Cómo funciona el lenguaje”, de David Crystal

Sydney, 30 de enero de 2013
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28 enero 2013

Luluncoto en el recuerdo...

“El destino, que es prolijo, no da puntada sin nudo” (tango de Ernesto Ponzio).

Muchos quiteños (sobre todo los de cierto nivel) desconocen dónde quedan algunos barrios capitalinos como Carapungo, Puengasí, Chilibulo, Alpahuasi, Chahuarquingo o Luluncoto; ni siquiera saben por qué se ha bautizado así a algunas de las calles de la urbe, como la Morán Valverde o la Alonso de Angulo; ni la razón para que así se reconozca a otras vías o sectores más tradicionales. Sabe usted, amable lector, por muestra de ejemplo, quién fue La Gasca o la razón para que se llame así a calles como la Gaspar de Carvajal o la Pedro Fermín Cevallos?

Mas, no le culpo, amigo lector, ni siquiera en el muy probable caso de que sea, usted, de aquellos que repiten la letra del “Chulla Quiteño”, quienes se supone que sí saben la ubicación de rincones como “La Loma Grande” o “La Guaragua”; y no sólo el domicilio de “las lindas chiquillas quiteñas que son dueñas de su corazón, porque no hay mujeres en el mundo como las de su canción” (bis). Y no le culpo, porque yo tampoco supe, hasta casi salir del colegio, dónde quedaba Luluncoto y me sorprendió saber que ese era un barrio que quedaba un poco más arriba de donde estaba ubicada la estación de ferrocarril y que papá me había contado -cuando me llevaba de “copiloto”- que se llamaba Chimbacalle (pero verás, Mariano, no irás a contar a nadie!)…

Ahí cerca quedaba ya un colegio bautizado como Juan Pío Montúfar; el mismo que antes estuvo ubicado en diferente edificio y al que fui a parar alguna vez -cuando todavía funcionaba en el “muy quiteño barrio de San Sebastián”- cierta ocasión que me delegaron para que represente a la escuela en un concurso de matemáticas organizado por los colegios laicos. Ahí pude darme cuenta que en esos planteles se enseñaba no solo una clase distinta de Historia, sino también otros teoremas, y aun otras fórmulas que todavía eran por mí ignoradas…

Y allá fuimos también los de Palestra (a Luluncoto), convencidos de que había una forma distinta de vivir el evangelio y que no se podía hablar de religión “a quienes tenían los estómagos vacíos”. Allá fuimos con ilusión un grupo que no excedía la docena, persuadidos como estábamos que podíamos ayudar a hacer un poco más fácil la vida de los demás, asistiéndoles en sus tareas, fueran estas de mecánica, bordado o carpintería… Éramos por entonces una especie de cofradía quijotesca. Estábamos convencidos que podíamos cambiar al mundo; la nuestra era una forma distinta de apostolado. Ahí destacaban Pancho e Hypatia; Patricia, Galo y Andrés; Pablo, el otro Paco, Adela, Luz María… Unos “querían hacer obra”, otros iban simplemente porque querían acompañar a los entusiastas o porque, quién sabe, no tenían nada mejor que hacer aquellos sábados por la tarde!

Hoy regreso a ver e imagino que algo parecido hacían los integrantes del grupo ahora conocido como “Los diez de Luluncoto”, cuando fueron apresados bajo la acusación de que se habían reunido para “desestabilizar al gobierno” y que conspiraban contra el orden constituido… No se encontró en su poder ninguna clase de armamento o de explosivos, tampoco algún material de tipo subversivo; solo un par de símbolos que los identificaban con un sentido revolucionario y romántico (imágenes del Che o música protesta), en medio del hecho evidente que se habían reunido para hablar (cuidado!) de política. La mayoría se había destacado antes en actividades estudiantiles; y, por extraña coincidencia, fueron detenidos mientras otros sectores populares hacían preparativos para la “Marcha por el agua, la dignidad y la vida”. Queda, pues, en la suspicacia de la gente la impresión que su caprichosa detención obedeció tan solo a la necesidad de encontrar un chivo expiatorio...

Lo curioso es que esta actitud oficial se produce justamente en un gobierno que se dice revolucionario y de izquierda; que se ha venido comentando que habría recibido inclusive auspicio de la guerrilla colombiana para financiar su propio proselitismo; que mantiene relaciones especiales con gobiernos resultantes de actividades sediciosas; y que incluso ostenta entre sus principales funcionarios a quien fuera integrante de un conocido grupo de carácter terrorista y subversivo: el antes perseguido y ahora desaparecido “Alfaro Vive Carajo!”.

En cuanto a los “otros diez”, a los que hace cuarenta años me acompañaban a visitar Luluncoto… poco he vuelto a saber de ellos desde entonces. Uno llegó a ser importante dirigente de un respetado partido político y, por esas cosas que se dan en nuestros países, fue más tarde asesinado en forma artera y cobarde delante de su propia esposa, por cuenta de unos sicarios -que ciertas mentes que se esconden en la poesía creen que solo representan un “asunto de percepción”-. Otros se dedicaron al derecho, o a actividades de carácter productivo. Otro más se dejó seducir por las veleidades aeronáuticas… e, inclusive, un último llegó a ejercer la titularidad de importantes ministerios… Pronto, en sus manos pudiera estar el decidir la inocencia de aquellos muchachos que, en apariencia, estaban reunidos nada más que para hablar de sus ideas (hasta aquí nada se ha probado en contrario). Quizás este personaje no se olvide que él también fue alguna vez parte de un grupo de cándidos muchachos, que solíamos ir a Luluncoto…

Sydney, 28 de enero de 2013
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26 enero 2013

Tarifa de penumbra

Algo de extraño encontré siempre en los crepúsculos, en esa la llamada hora vespertina. Y, a pesar de que la hora de la penumbra es a la vez presagio de un día que vendrá -de un nuevo día-, siempre me pareció que aquellas horas del atardecer tenían un cierto carácter ominoso, un raro auspicio, el sentir que el sol se había ocultado y que quedaba en el pasado lo que hace tan pocas horas fue, a su vez, “un nuevo día”. Hay una sensación inexplicable a la hora del atardecer, la paradójica impresión que estamos dejando una tarea inacabada y no concluida…

En mis peripatéticos desplazamientos alrededor del mundo (disculpen la poética pedantería), acudo de tarde en tarde -nunca mejor dicho- a jugar golf en distintos campos en los que me permiten hacerlo a precio razonable. En ocasiones puedo aprovechar de tarifas promocionales que me permiten jugar en forma indefinida (normalmente solo pueden jugarse hasta dieciocho hoyos); en otras, procuro obtener ventaja de lo que llaman el “twilight rate”, es decir la tarifa crepuscular.

No estoy muy informado de por qué el jugar a esa hora (empieza en el verano después de las tres o cuatro de la tarde) represente un costo más conveniente, sobre todo porque se asume que pudiera existir cierta congestión ya que es a esa hora precisamente cuando la gente ha terminado de trabajar y encuentra que la temperatura es también menos inclemente. Lo cierto es que se puede jugar hasta que llegue la noche (me refiero a canchas que no están iluminadas) o hasta que uno se termine por cansar, o hasta que uno lo quiera hacer… buenamente.

Es un poco, pienso yo, como esta etapa de la vida que me corresponde cumplir. Una época un tanto tardía para llamarla “edad mediana” y todavía prematura para incluirla en el eufemístico circunloquio de “tercera edad”. Lo importante es que es una edad en la vida en que “jugar” ya no cuesta tanto, se lo puede hacer en diversas canchas (me refiero a diversas actividades), se nos permite deambular, satisfaciendo las incidencias del juego, sea que estemos solos o sea que estemos acompañados, hasta que nos lo impida el cansancio o hasta que llegue “la noche”.

Estoy persuadido que somos nosotros, justamente “los mayores”, quienes más aprovechamos estos costes crepusculares, probablemente por nuestra propia “condición de penumbra” que en algo se identifica con aquella hora vespertina. Esto parece generar una secreta identidad entre los que a esa hora asisten, algo como una suerte de subrepticia hermandad, una inusitada solidaridad que crea la conciencia de la ineluctable presencia de la oscuridad, la inminente llegada de la próxima hora de despedida.

La hora del crepúsculo se parece al ocaso de la vida. No todos alcanzan a jugar los dieciocho hoyos que tenían programados… Pero, al igual que en la vida, no siempre los más felices son aquellos que logran terminar su juego, ya que la realización no se mide por el número de hoyos que se logren completar, sino por el sentido de disfrute y satisfacción que aquel nos vaya deparando… Sí, el golf es en sí mismo una alegoría de la vida; y la metáfora alcanza plenitud cuando nos toca vivir unos años tratando de sacarle provecho a aquella tarifa crepuscular…

Sydney, enero 27 de 2013
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25 enero 2013

De cómo escribimos *

“Es extremadamente complicado descubrir qué es lo que sucede cuando la gente escribe. La observación directa de alguien ocupado en escribir o mecanografiar nos indica muy poco acerca de lo que pasa “bajo la superficie”. Además, la observación directa del producto final nos proporciona información muy limitada, porque no conserva el orden de las correcciones que hacemos, o la cantidad de tiempo que dedicamos a producir cualquier parte de aquello.

Toda escritura involucra una fase de preparación, durante la cual organizamos nuestros pensamientos y preparamos el esquema de lo que queremos decir. Aun el más corto de los mensajes requiere un momento o dos de planificación. Por lo menos necesitamos elaborar acerca de lo que nuestros lectores necesitan saber, para que nuestro mensaje sea entendido. Además necesitamos anticipar el efecto que nuestras palabras puedan causar.

Mucho más interviene cuando escribimos mensajes más complejos. En especial tenemos que complementar el concepto de “escribir” con el otro de “reescribir”. Cualquier modelo de lo que sucede cuando escribimos debe tomar en cuenta el acto de revisión – desde las primeras etapas al tomar notas, hacer apuntes y diseñar encabezonamientos, a través de los diferentes borradores, hasta llegar a la versión final. Todos los escritores cometen errores y hacen correcciones en el transcurso de su composición.

Quienes escriben también hacen pausas a menudo – detienen el movimiento de la pluma o de sus manos mientras teclean. Durante estas pausas, ocurre otra clase de actividad corporal. Los ojos pueden escanear el texto o quitar la mirada. Las manos puede que se mantengan cerca de la página o del teclado (sugiriendo que el escribiente espera resolver su problema rápidamente) o se alejan del texto (insinuando que un proceso más serio de reflexión está tomando su lugar). Las pausas reflejan la ocurrencia de un estado de planificación mental y proveen indicios de la dificultad de la tarea a escribirse.

El modelo de la composición escrita debe además considerar el hecho de que lo que la gente ve cuando escribe puede afectar la manera cómo pensamos. Los comentarios de ciertos autores son decidores: “ No me parece correcto ahora lo que he escrito”, “No es lo que trataba de decir”. El sentido completo no siempre existe antes de ponernos a escribir; a menudo el proceso funciona en sentido inverso. Es típico el comentario de Edward Albee: “Escribo para encontrar mis opiniones al respecto”. Tales comentarios enfatizan la principal lección que se aprende del estudio del proceso de la escritura: no es meramente una tarea mecánica, un simple asunto de poner lo que decimos en un trozo de papel. Es una exploración en el uso de la capacidad gráfica del lenguaje – un proceso creativo, un acto de descubrimiento.”

(*) Fragmento traducido del libro “Cómo funciona el lenguaje”, de David Crystal

Sydney, 25 de enero de 2013
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23 enero 2013

Grande, grande, grande?

No, no estoy pensando en el título de esa canción que alguna vez creí que había sido compuesta por Manzanero; que probablemente se popularizó en español con una versión cantada por Vikki Carr; que fuera compuesta por unos italianos que pocos años atrás también habían creado “Cuando, cuando, cuando”. No, no quiero hacer alusión a ese tema originalmente interpretado por Anna Mazzini y casi simultáneamente -en inglés- por Shirley Bassey. No, nada que ver con:

Te odio y luego te amo,

y te amo y luego te odio,

luego te amo.



No me dejes jamás,

sé grande, grande, grande,

como solo grande puedes serlo tú…

No, ni siquiera quiero referirme a la condición insigne de alguna persona memorable. Tampoco a alguna obra emblemática. No, nada de eso! Nada relacionado con algo eximio o destacado. Al contrario: solo quiero comentar acerca de un enorme desengaño; de algo así como la “crónica de una desilusión”.

Desde hace pocas semanas tengo acceso a una pródiga y generosa colección de libros por medio del Internet. Digo pródiga, porque la selección es francamente extensa y casi inagotable; y generosa, además, pues lo único que a uno le cuesta es el tiempo que se dedique a bajar de la red el texto elegido.

Por demás está comentar que el costo de los libros impresos en papel -en los tiempos recientes- se ha hecho prohibitivo; esto es difícil de entender pues, si la alternativa electrónica no es onerosa y resulta más conveniente, sería fácil de colegir que la más efectiva estrategia de promoción sería justamente la de bajar en forma drástica el precio del libro impreso. Por el contrario, puedo constatar que las empresas editoriales procuran vendernos el nombre de un escritor, al que a veces han hecho famoso en forma artificial, o a través de un título de carácter sugestivo. Si no, cuántas veces entramos a una librería en busca de una nueva obra, convencidos de que la vamos a disfrutar, solo para caer en la desilusión -cuando no en la modorra- al cabo de leer un par de sus capítulos?

Y así es como, precisamente, llegó a mis manos el primero de los libros de una mujer grande, de apellido ampuloso y rimbombante; una señora a la que no había tenido oportunidad de leer en sus novelas, sino tan solo en sus valientes como interesantes artículos de opinión escritos para ese inevitable referente periodístico que es “El País” de España. De otro lado, el nombre de Almudena Grandes, parecía formar ya parte de esos catálogos de autores que no se pueden dejar de leer en nuestros tiempos. Mayor fue mi curiosidad cuando me enteré que había alcanzado el premio La Sonrisa Vertical por su primera novela.

“Las edades de Lulú” es una historia que desborda lo erótico y obsceno; es la impúdica narración de una serie de fugaces encuentros sexuales degradantes y pervertidos. Cuesta pensar que esta mujer oronda, que no llegaba aún a los treinta abriles cuando dio a conocer esa pornográfica historia, pueda describir con tanto desenfado todas aquellas coincidencias donde se mezclan fornicaciones con participantes múltiples, intercambios transexuales con la programada participación de varios testigos y hasta transacciones incestuosas como si estos sórdidos maridajes fueran dignos de descripciones “literarias”.

Estoy convencido que el acto amatorio es una de los mayores placeres y una de las más profundas satisfacciones sensoriales que podamos disfrutar con nuestro cuerpo. Y, sin entrar a discutir si el acto sexual debe o no ser un acto de amor y reservado tan solo a quienes asumen una responsabilidad y se tienen derecho, creo que lo que lo eleva sobre la condición animal es un elemental sentido moral que exige, además, que lo rodeemos de privacidad e intimidad. Realizarlo de otra manera; y aun el solo hecho de describir esos depravados episodios, no es sino vilipendiar la condición humana; es algo tan abyecto como profanar un templo!

Sydney, enero 22 de 2013
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20 enero 2013

Del haragán y sus rincones

Era el último en la lista de la clase y se habría de distinguir también por ser el último en aprovechamiento. Era enjuto y más bien moreno; algo en su apariencia denunciaba que era uno de esos mozuelos que vivían enemistados con el aseo. Llegaba tarde con frecuencia y era quien no había estudiado sus lecciones o no había preparado sus tareas. Tampoco portaba sus útiles escolares, ya sea porque los había dejado en casa o porque -según argüía- alguien los habría tomado por malicia, cuando él los había dejado descuidados en algún sitio del colegio. Siempre lo mandaban a que fuera a lavarse la cara y su traza combinaba aquella cabeza despeinada con una perenne vestimenta de arrugado aspecto.

Lo sentaban en el fondo de la clase, en una esquina que por costumbre se había asignado a los traviesos. Alguna vez intentaron ubicarlo en la primera fila, quizá en el ánimo de estimularlo, pero pronto se dieron cuenta que era una estrategia equivocada, pues era tal su desatención que, sin que nos lo propusiéramos, todos terminábamos repartiendo nuestra atención entre la asignatura regular y sus holgazanes movimientos. Por eso, pronto dejó de ser nuestro condiscípulo y sólo lo encontrábamos de tarde en tarde sentado en algún rincón de los corredores o deambulando por los patios, engullendo algún refrigerio.

No hacía falta conocer de sus incumplimientos escolares; algo en su manera de vestir y en su desgana al caminar daban anuncio de su condición de zángano de nacimiento. Su corte de cabello era corto e irregular y no ayudaba a esconder las múltiples huellas de sus heridas y contusiones. Mas, era su atuendo el que daba que hablar, aquellas huellas de mostaza o de salsa de tomate que sus prendas exhibían en sus solapas, reliquias estas tan viejas y frecuentes que parecían ser parte de su singular atuendo. Un día el inspector lo hizo volver a casa porque traía vestigios de yema de huevo en las comisuras de los labios y en ese su desaliñado uniforme de días festivos que él usaba incluso en los de asueto.

A medida que fuimos creciendo dejamos de verlo con la misma asiduidad; talvez por la brecha existente entre nuestros cursos o porque nuevos gandules tomaron posesión de un lugar que había sido reservado a sus desaplicados arrestos. Otros vagos vinieron a ocupar nuestra atención, unos que evitaban asistir a aquellas clases que ellos despreciaban o que, como si se tratase de algo natural, se ausentaban por toda una tarde y luego se ingeniaban para presentar unas excusas que justificaban sus extravíos aviesos.

La misma mañana que fue nuestra última como estudiantes, volví a ver al haragán a la hora del recreo. Estaba sentado en una esquina, luego de que lo habían expulsado de clase por no haber cumplido con sus tareas de colegio. Se había apoltronado en la grada y, cual si fuera ese su sello de distinción, comía en forma desordenada un refrigerio mientras limpiaba los residuos de su vianda con la manga de su atuendo. Cuando pasé por su lado pude advertir que plagiaba en un diminuto papel cuadriculado los cardinales datos de un estropeado texto.

Fue muchos años después cuando volví a encontrarlo luego de que dejamos el colegio. Había entrado yo en un congestionado ascensor de dependencia pública, cuando alguien mencionó mi nombre y reconocí al mozo sonriéndome desde un rincón en el azogue del espejo. Estaba ahora rodeado de un grupo de colegas de trabajo y, por la forma en que lo trataban, pude advertir que gozaba de alguna posición de privilegio. Ya no lucía aquellos trajes de rugoso talante descuidado; pero la huella seguía ahí, la llevaba como un tatuaje. Próxima a las comisuras, la impronta se mantenía, como si fuera su rúbrica, aquella de la yema de huevo…

Sydney, 20 de enero de 2013
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16 enero 2013

El país en almoneda

Fue aquella una temporada en la cual la gente del trópico “venía a invernar”; y así como hubo otras asignadas para disfrutar de las frutas, o aun para divertirse con cometas y “zumbambicos”, o con peonzas y bodoqueras, a esos días de invierno habíamos dado en llamar en la sierra “tiempo de costeñas”. Era esa una cláusula posterior al veranillo del Niño, cuando gente con otro color de piel, un color no exento de inconfundible y contradictoria palidez, que usaba vestimentas signadas por su carencia de abrigo y por la prodigalidad de sus colores llamativos; gente de hablar abreviado y una sugestiva y bamboleante forma de mover sus caderas, venía a visitar la serranía con anual frecuencia.

En esas cortas vacaciones, al igual que en las de la larga y ventosa temporada estival de la región interandina, se me encargaba con cierta frecuencia del cabal cumplimiento de algunas modestas como indecorosas tareas. Una de ellas tenía que ver con la adquisición de provisiones y vituallas para la diaria alimentación doméstica. El viaje al mercado para cumplir con aquella sucinta lista -de perfecta caligrafía- preparada por la abuela, se me fue convirtiendo así en cotidiana faena. Entonces, y a pesar de mi inconforme reticencia, el lamentable suministro de una arrugada funda de compras -de papel Manila- denunciaba la misión y cometido, y poco ayudaba a disimular la vergonzante e infantil afrenta…

Vivíamos entonces a pocos pasos de una plazuela que estuvo destinada a que los apuros de la modernidad amputaran su carácter; desde allí se llegaba al mercado Central por una inclinada callejuela de corte irregular cuyas estrechas veredas habían sido invadidas por ocasionales vendedores ambulantes. Estaba, en esos todavía recordados tiempos, la angosta calleja, guarnecida por fondas y cantinas, y era pródiga en tiendas de abasto ubicadas a la sombra de estrechos zaguanes.

La calzada se había convertido, más que en una cornucopia de productos, en un expresivo muestrario de colores, olores y sonidos que por fuerza se nos fueron haciendo familiares. Era, ese breve recorrido, catálogo y repertorio; y en ese corto espacio se encontraba de todo y para todo; había gente de toda condición, de todo tipo de extracción y perteneciente a todas las edades. La calzada se convertía desde temprano en un sitio de subasta, en un lugar para la feria. Allí, jamás pudieron estar ausentes ni los prestidigitadores ni los charlatanes.

Hubo voces y sonidos que, si alguna vez los escuché en mi infancia, puedo dar fe que solo los percibí al deambular en busca de cumplir con mis humildes mandados. Aun hoy, cual si se tratase de un eco prolongado, me parece escuchar el rumor de aquella trajinada calle. Algunas de aquellas expresiones parecen todavía sonar en mis oídos: Agua de coco! Chapas, candados, tijeras, cuchillos! A ver… llevará la espumilla! Naranja de Balsapamba, cien las veinticinco! Vea, qué está buscando pues caserito? Vendrá, vendrá nomás, para darle yapadito!

Estos tiempos de hoy, que son tiempos de promoción electoral, me recuerdan a ese lugar de feria y de transacción, a ese entorno asfixiante donde ejercían su impostura la subasta y la compraventa. Ya no es la calzada estrecha, es todo el país que es testigo de la puja y la oferta de ocasión. Todo se ha puesto de remate y en liquidación. La pobre patria es objeto de efímera almoneda. Ya no es “tiempo de monas”; es tiempo de cotorras y de lenguaraces; tiempo de engañosos saldos, de perecederas rebajas y de precarias ofertas. Tiempo, al fin, de elecciones…

A ver, caserito, llevará las esperanzas, verá, hemos de darle harto y baratito! Vendrá! Vendrá!

Sydney, 16 de enero de 2013
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15 enero 2013

Parodiando a un ‘libro azul’ *

… el estuario engalana sus aguas con sus derroches de plata mientras diminutas olas se van formando con la persistencia del céfiro hombres de todas las edades han venido a aprovechar esta inusual porfía y es esa incesante intransigencia la que hace que las aguas luzcan hoy como un manto irregular inestable e inquieto

… en la visitada bahía cual si formaran parte de un bordado movedizo se alinean los deportivos veleros sin aparente ni previsto concierto todos se dejan llevar por el capricho de la brisa sobre aquel húmedo lienzo sus conductores saben que navegar así es como un incesante deambular donde se es empujado por la brisa igual que en la vida piensan ellos que consiste en dejarse llevar por el tiempo

… de pronto el hombre se deja caer de la tabla con una rápida e imperceptible maniobra que descoloca la vela de su perfil con sotavento hay algo torpe en su artimaña que denuncia la rémora de algún impedimento luego con ostensible esfuerzo arrastra su martingala hacia el borde cenagoso del estero maneja con astucia la vela para lograr que el pescante convertido en palanca conduzca su mínima nave con ahorro de brío y sin desperdicio energético brilla a intervalos su traje en la cláusula final de su trajín marinero

… luce cansado el hombre puede verse que es un viejo lesionado a pesar de sus juveniles arrestos cuando sale del agua exhibe una evidente cojera que define su desplazamiento le dirijo una venia amigable y me responde con una sonrisa que encierra una reservada confidencia o quizás un convenido acuerdo su gesto me permite iniciar un diálogo fugaz para hablar de la condición del agua o de la bondad del tiempo no importa la frialdad del agua se decide a contestar pues lo que realmente importa es el fuelle perseverante que quiera procurar el céfiro

… su padecimiento no es escollo ni atadura son más de diez años desde que los médicos diagnosticaron su defecto que tiene dos cirugías mayores me dice como si me confiara un callado secreto que tiene un reemplazo de cadera y que sufre de una condición de la que se desconoce su origen concreto la llaman neuropatía idiopática me susurra en voz baja como si se tratase de la membresía subrepticia que le integra a una cofradía furtiva o a algún consorcio enigmático y esotérico

… a unos deja de funcionarles los riñones el hígado o el corazón a mi se me han ido atrofiando los nervios es una enfermedad idiota ironiza y la llaman idiopática porque nadie conoce a qué se debe o cómo nos contagiamos o la contraemos

… me llamo Leopold Bloom me dice cuando me extiende esa mano que no está ocupada con el cayado que le sirve de sustento no podría subirme a la tabla me comenta si al colgarme del pescante no me ayudaría el impulso que me proveería el viento entonces caigo en cuenta del paralelo brutal que tiene el anciano el suyo es el mismo nombre del héroe que Joyce bautizó para escribir esa su obra cenital aquella que por siempre ha de subrayar un hito en el tiempo

… pero si es el nombre sé lo que está pensando me espeta todos somos héroes en cierto modo en mi caso nada conseguiría si no me dejaría ayudar por el viento…

Nota: he querido basarme en el último capítulo del ‘Ulises’ de James Joyce. He sucumbido a la travesura de una tentación. He querido usar ocho largas frases sin puntuación, imitando la genialidad de Joyce en su épica novela.

Dublín, madrugada del 5 de junio de 1904…
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13 enero 2013

Una metáfora de la vida

Voy en estos días con relativa frecuencia a diferentes parques infantiles. Lo hago por la periódica circunstancia de que vengo a visitar anualmente a mis nietos cuando se encuentran de vacaciones. Si alguna vez se me ocurrió que el nivel de bienestar y prosperidad de un país no se lo debía juzgar por sus monumentales obras de infraestructura, sino por el cuidado que ponía su gente para diseñar, construir y proveer de aceras y veredas a sus caminos y calles; hoy empiezo a sospechar que tal evaluación debería hacérsela tomando en cuenta los lugares de recreación que se han provisto para la distracción de los futuros ciudadanos.

Si algo me impresiona en mis viajes a Australia, es justamente el celo y empeño que los municipios locales han puesto en la construcción y debida disposición de estos recintos de entretenimiento. Porque un parque infantil es un espacio de general y libre acceso que debe consistir en algo más que la simple presencia de pistas, columpios, sube y bajas, tiovivos y toboganes. También importan, en este sentido, un sinnúmero de importantes y diversos elementos, como son: su diseño ergonómico, la ausencia de riesgos; la presencia de elementos y colores atractivos, de áreas cubiertas, de bien atendidos y provistos servicios higiénicos, de cómodas instalaciones para la adecuada supervisión de los acompañantes.

Advierto que hay algo de seductor en éstos lúdicos lugares. Y esto va mucho más allá de nuestros propios recuerdos o de aquello que pueda avivar a la nostalgia… Hay en el parque infantil toda una disimulada alegoría, una formidable parábola de la vida, un paralelo al que no puede abstraerse quien visita estos simbólicos lugares. El centro de entretención no deja de constituir una metáfora de la vida!

Para empezar, su extensión -aunque carente de obstáculos y barreras- no deja de estar debidamente delimitada. En el parque hay senderos y lugares para ejercitar actividades específicas; hay, dentro del entorno, unas reglas básicas que deben respetarse; pero sobre todo una conciencia -inclusive compartida por los chicos que son menores- de que se debe cuidar con esmero el buen estado de dichas instalaciones. No todos los juegos se los puede utilizar, a menos que se tenga las requeridas habilidades. Hay riesgos, deterioros y atropellos que se deben evitar; y hay un código invisible de conducta a objeto de respetar a los demás usuarios.

Es en el parque donde se aprende a jugar y a vivir en comunidad; a apreciar el contacto con quienes se desconoce y a respetar las preferencias de los demás; ahí, en ese pequeño terreno, sabemos que allí nos congregamos para disfrutar de lo que existe, “porque hemos venido a jugar”; pero, ente todo, aprendemos que existe un protocolo que tenemos que acatar; y que… cosa curiosa, no se debe tratar de utilizar en forma conjunta, y menos de modo abusivo, las argollas de balanceo y los sube y bajas; o los columpios, al mismo tiempo que los toboganes!

Porque al parque llegan todos y de todo. Llegan los tímidos y los inquietos; las madres solteras y los abuelos; niños retraídos y mozuelos abusivos. Llegan los que no vienen, como los otros, a disfrutar del parque; sino que se complacen en atropellar y en sacar provecho de quienes parecen tener edades similares… No faltan tampoco quienes no respetan la propiedad ajena; y ni siquiera aquellas aves predatorias que están atentas a nuestros ocasionales descuidos…

Sí, la vida tiene algo de aquel pueril espacio; del cándido e inofensivo parque…

Sydney, enero 11 de 2013
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10 enero 2013

Escribiendo “al alimón”

Si usted es un aficionado taurino, amable lector, intuyo que se imaginará a qué me estoy refiriendo. Si no lo es, o siéndolo no ha escuchado el término, prefiero comentarle que se trata de una forma de colaboración; un método de toreo en que dos diestros se alternan para lidiar a un mismo becerro. Es lo que se llama “torear al alimón”, cuando las tareas de muleta y capote son compartidas por dos -o más- protagonistas del popular entretenimiento.

Imagínese por un momento a Ferran Adriá y a Gastón Acurio cooperando en un gastronómico empeño; o a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo jugando en el mismo futbolero elenco. O, a Joan Manuel Serrat y a Joaquín Sabina dedicados a combinar, como en tiempos recientes, lo que cada uno por su lado ha compuesto. El resultado es sorprendente; y famosos cantores populares, como Frank Sinatra, Charles Aznavour o Tony Bennett no se han abstraído de intentar tan sugestivo esfuerzo. Nótese que esas deleitables expresiones tienen el renovado frescor de las variaciones sobre una misma melodía y, aunque siempre se trata del mismo tema, nos dan la impresión de que estamos escuchando algo enteramente nuevo.

Sin embargo, esta forma de colaboración, en las expresiones más elevadas del arte, resulta algo más problemático y complejo. Imaginemos a Pablo Picasso y Salvador Dalí, o a Marc Chagall y Wassily Kandinsky abocados al compromiso de cooperar en un mismo pictórico proyecto. Esto, en las llamadas artes plásticas, encierra una cuota indescifrable de obstáculos e inquebrantables impedimentos. Ello en razón de que los artistas y escritores compiten por un similar segmento. Además, como se sabe, sus egos pronto se convierten en proporcionales a la fama de que son objeto. Y luego, viene el motivo más preponderante: cada uno utiliza una diversa metodología y tiene una manera personal de realizar su obra. Es lo que llamamos “estilo”, que es algo individual y distintivo al mismo tiempo.

Esto es lo que justamente realizaron en la primera mitad del siglo pasado dos insignes narradores argentinos, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, quienes se asociaron inicialmente para crear juntos una parodia policíaca. Para lograrlo, inclusive inventaron el nombre de un escritor ficticio, para responsabilizarlo de la iniciativa de aquel divertimento tan inédito como específico. Así, ellos crearon el apócrifo nombre de Honorio Bustos Domecq, tomando, para los apelativos del pseudónimo, los apellidos de sus propios abuelos. Otras obras vendrían luego.

En cuanto al protocolo convenido de esa imaginativa colaboración, me remito al texto del prólogo de la última obra que nació como resultado de aquel esfuerzo, Nuevos cuentos de Bustos Domecq. Cito de su texto: “Se adivina a Borges detrás del juego de espejos entre autor, narrador y personaje, así como en el fondo trágico y moral de los relatos; a Bioy le corresponden el recurso de la parodia, la descripción de ambientes, el tono distante y satírico”. No me cabe duda que este tipo de trabajo conjunto demandó una enorme dosis de humildad compartida!

Lo que parece que se inició como un intento de escribir en el género policíaco, derivó más tarde hacia el rescate del habla vernácula del hombre argentino. Borges y Bioy estaban convencidos que el lenguaje es algo más que un conjunto de palabras; que lo que produce integración y que a la larga consigue comunicar, es el significado que queramos dar a esas mismas palabras: su variable sentido.

Sydney, 11 de enero de 2013
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09 enero 2013

La victoria no da derechos

Me da pena y también lástima (advierto que no es lo mismo) lo que está pasando en un país hermano; y eso que allá está sucediendo me llena de desazón y pesimismo. No puedo imaginar que ese pujante país que parecía redescubrirse a sí mismo en mis días estudiantiles de colegio, una Venezuela que diez años atrás había superado las confusas ideas nacionalistas de la dictadura de Pérez Jiménez y que entonces parecía una de las democracias más maduras de Latinoamérica, esté nuevamente al borde de una crisis institucional en la que parecen primar el personalismo y la cicatería. Da grima pensar que esto ocurra en una nación favorecida por sus encantos naturales, la riqueza de sus recursos; y, sobre todo, por el calor y simpatía de su gente y la gracia de sus hermosas mujeres.

A tan solo pocas horas de que se produzca la toma de posesión del presidente reelecto no se tiene idea clara de cómo se va a proceder en cuanto a la evidente condición del gobernante ausente. La constitución, que es la norma suprema de derecho público, parece ser muy clara y determinante a ese respecto. Dada la notoria e indiscutible ausencia del presidente designado, se torna automático que, siguiendo el mandato constitucional, asuma el cargo el Presidente de la Asamblea y llame a nuevos comicios en un plazo perentorio. Repito, esa es la disposición constitucional y siendo norma de derecho público, como lo es, no admite que se proceda con lo no dispuesto, ni se preste a “interpretaciones”.

Un estudiante de colegio, no se diga uno de derecho, conoce la diferencia entre derecho público y derecho privado; en el primero, lo no permitido está automáticamente prohibido; mientras que en el segundo, lo no prohibido pasa a estar automáticamente permitido. Uno de mis primeros profesores exhibía con hilaridad un sustancial ejemplo: el matrimonio es una norma de derecho privado -explicaba-, en ella no está prohibido el llegar tarde a casa, por lo tanto ello está ipso facto permitido. No así en las normas de derecho público, comentaba, donde si algo no se permite taxativamente, simplemente a ello no se puede proceder, porque aquello está prohibido. No cuentan, por lo mismo, elucidaciones o disquisiciones; ni procede indagar el espíritu de la ley cuando algo no está permitido en su texto.

No tengo nada en contra del actual presidente venezolano, ni tampoco con su gobierno. Me apena, sin embargo, aquel prurito que tienen algunos gobernantes que quieren perennizarse en el poder y que no saben retirarse a tiempo. No puedo, a pesar de lo dicho, pasar por alto que el coronel lideró a su turno una insurrección armada que tuvo como objetivo desconocer el orden constituido. Me parece una aberración que en nuestros países tengan derecho a participar en las contiendas democráticas quienes han tratado de interrumpir esos procesos. 

Tampoco me parece correcto que, a pretexto de haber ganado unas elecciones, se desconozca el criterio de una no despreciable minoría que, si bien se ve, tuvo casi un cincuenta por ciento de apoyo político. Lo que sucede es que en nuestras poco maduras democracias ha empezado a tomar fuerza la infundada idea de que “la victoria otorga derechos”. Este es un concepto arbitrario y peregrino; y descuida que la paz -tanto entre los elementos políticos como entre las naciones- no tiene sustento si no se basa en la justicia. Esta no es una declaración ingenua ni constituye tampoco un cándido idealismo. No hay justicia si los vencedores no parten de esa premisa, la de que la victoria ofrece ventajas pero jamás derechos.

Por eso que la frase feliz del canciller argentino Mariano Adrián Varela se convirtió no solo en célebre apotegma, sino en compendio de una formidable filosofía que ha servido para la declaración de principios de los principales organismos internacionales. La victoria no crea derechos, ni siquiera el beneficio que están queriendo disfrutar los mal asesorados, o quizás mal aconsejados (nótese que tampoco es lo mismo), dignatarios en ejercicio, que con total soltura y desenfado quieren proclamar que la prevista posesión presidencial no es un real requisito constitucional, sino tan solo un mero “formalismo”…

No señores! La victoria no da, la victoria no puede crear ni inventar derechos! Los preceptos constitucionales no son simples formas sino la esencia misma del estado de derecho!

Sydney, 10 de enero de 2013
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07 enero 2013

Los varios tonos del gris

Había nacido en Indonesia con el nombre de Vera de Vries; y, aunque prefería que la llamen de “madame”, había escogido el seudónimo de Xaviera Hollander. Su reputación no habría sido tan buena como su memoria y por ello pronto se dedicó a la infame tarea de narrar con impúdico pormenor el desarrollo de sus variados y eróticos encuentros. Todo esto, cuando ya habían transcurrido tres cuartos del siglo precedente, venía a constituirse en provocativa novedad en un mundo atrapado entre el invite de lo casual y la vieja hipocresía.

Su iniciativa no hubiera alcanzado a acceder al reservado título de “literatura”, pero ciertamente sus obscenos y desenfadaos escritos habrían de convertirla no solo en precursora de una nueva forma de impudor, sino además de un estilo de escribir que habría de encontrar clientes ingenuos dispuestos a convertirse en sus lectores cautivos. Yo mismo caí alguna vez en la pegajosa red de su “columna de consejos” cuando, casi sin querer, tomé prestada una revista Playboy y no quise contentarme con la sola contemplación de esas sugerentes fotografías, que tanto extasiado deleite parecían producirnos en adolescentes tiempos. Allí no había aquel arte que procura potenciar el maravilloso instrumento de la palabra, lo suyo era puramente un afán de espolear la lujuria e incentivar los sentidos.

No eran tampoco, ni de lejos, las sugestivas y magistrales narrativas que más tarde habríamos de descubrir en el desparpajo de un D. H. Lawrence o de hallar en las notas de aquel irreverente iconoclasta que conocimos en su trilogía de “La Crucifixión Rosada” bajo el nombre de Henry Miller; lo suyo era, más bien, un provocativo alpiste destinado a afiebrar solitarios como insatisfechos espíritus. Pero, igual que siempre, ese “tranvía llamado deseo” seguía pasando por ahí y alguien habría de tomarle la posta a Xaviera, la jubilada dama de compañía, la damisela insaciable, en cuanto a la publicación de sus narrativos embelecos.

Por eso, y aunque sin el misterio de una Mata Hari ni la pericia de la que hacía alarde la misma Xaviera, ahora ha llegado desde Gran Bretaña una imaginativa señora que firma como E. L. James y que pocos la conocen por Erika Leonard, su nombre de casada; o por el de Erika Mitchell, haciendo cuestionable honor al patronímico con el que habría nacido. Nadie sabe tampoco si aquel “nombre de pluma” pertenece a una individualidad auténtica o si, como se ha puesto de moda, se trata de un nombre que disfraza a todo un gremio que escribe acerca de un tópico específico. Erika se ha convertido así, y de la noche a la mañana, en un novedoso instrumento para la sensualidad, en herramienta de educación sexual, en una forma de vademécum para enardecer nuestros carnales apetitos.

Cual si se tratase de una serie de “Harry Potter para adultos”, la señora James ya ha convertido en éxitos editoriales a su tres primeros libros. Ellos exploran todas las fantasías imaginables y aquellas naturales tendencias que la religión y la cultura por siglos han reprimido. Daría por momentos la impresión que ya no tiene importancia que esos textos carezcan de trama o argumento. Lo único que parece contar es la descripción erótica del acto de copular -lo que define el diccionario como “tener ayuntamiento”-, con la desvergonzada descripción de nunca saciados y siempre continuos como sugestivos encuentros.

Es esta forma de narrar no interesan ni las aventuras ni los episodios marcados por el suspenso. Basta y sobra con insistir en la misma receta: relatar una y mil veces el imaginativo acto de juntarse para amar, el creativo placer de conocerse (en sentido bíblico) o de fornicar. Basta con acicatear las pasiones… Copular se convierte así en único argumento! Y todo porque, aunque lo quieran  comparar con un tranvía, es toda una locomotora aquel dulce arrebato que llaman deseo.

Sydney, 7 de enero de 2013
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05 enero 2013

La ‘corrupción’ de nuestra raza

Persiste todavía en nuestra América andina una visión simplista; constituye un discurso anacrónico e incongruente que, a pretexto de propiciar una excusa contestataria y “liberadora”, se esconde y disimula en los herrumbrosos resquicios del resentimiento y en esas rendijas penumbrosas que suele tener la estulticia. Es ese un criterio trasnochado que, al socaire de doctrinas confusas y sin sustento científico, pretende descuidar la fuerza avasalladora que tiene la lógica; y aun desatender el flujo impetuoso que por fuerza ha tenido el mestizaje, e incluso aquel proceso espontáneo que tuvo la conquista. Sí, hay todavía quienes hablan por ahí de una supuesta corrupción -por parte de los peninsulares- de nuestras autóctonas razas amerindias.

Es esa una extraña cantaleta. Parecería otorgar a quienes la pronuncian, una suerte de aura intelectual y hasta un cierto tufillo de prestigio político. Siempre me pregunté si, quienes así se expresan, lo hacen más bien por ir con la moda o porque al así expresarse se sienten incluidos en una cofradía que les promete inenarrables beneficios. Fuere lo que fuere, quienes de tal no consentida forma de contaminación se expresan, parecen descuidar la lengua que hablan, el signo religioso por el que rezan, la evidente realidad de sus nombres y apellidos…

Si en algo no existen valores absolutos es en temas como la originalidad o la pureza racial. ¿Acaso alguien puede demostrar que existe una total pureza de razas en el mundo? ¿Está en condición de hacer tal reclamo algún pueblo, estirpe o heredad en el planeta? ¿Estuvieron en condición de proclamar ausencia de mezcla y combinación, esos mismos pueblos primitivos a la llegada de los conquistadores? La historia parece decir que no; en casos como el de los pueblos asentados en lo que más tarde sería el actual Ecuador, el descubrimiento supuso la llegada de una nueva raza que quizá vino solo a suplantar a previos invasores…

Si algo no puede desconocerse, y menos aún cuestionarse, es el evidente abuso del que fueron víctimas, después de la invasión ibérica y durante la conquista, los pueblos aborígenes. Nadie puede pasar por alto las injusticias y atropellos de que fueron objeto los indígenas con instituciones como las encomiendas, los obrajes y las mitas, con las que se consolidó la explotación y maltrato por parte de una organización religiosa, política y militar con la que los advenedizos se declararon como superiores. Sin embargo, y sin que nos alcance responsabilidad, ¿no somos nosotros mismos resultado y consecuencia de las mixturas que se produjeron?

Al igual que la evolución, el mestizaje es un proceso continuo y permanente. Nadie puede en el mundo sustraerse a su ímpetu inevitable. Resulta irónico el advertirlo pero, debido a las inéditas formas de transporte y comunicación que existen en el mundo moderno, el cruce inter-racial va a resultar cada vez más propenso e ineluctable. En tan solo la última generación se han difuminado con relativo vértigo conceptos antes rígidos como la religión, la cultura, la raza y las nacionalidades. La pregunta surge traviesa y contundente: ¿”puros” para qué?

Esto no quiere decir que deba desconocerse el importante e individual aporte que han tenido las diversas razas a la hora de constituirse las nacionalidades. Pero es justo reconocer que para potenciar el bienestar del hombre y el progreso de los naciones se han hecho inevitables en el mundo toda esa enorme gama de aleatorios intercambios que han transformado los usos, las costumbres, las formas de organización social y aun el mismo lenguaje. La historia no debe verse desde la óptica de una perjudicial y constante descomposición, sino como un aporte compartido y una continua colaboración, cuya meta no puede ser otra que la realización del hombre y no la de husmear en sus probables raíces ancestrales.

La historia por desgracia -o por ventaja?- está escrita siempre con un innegable ingrediente subjetivo. ¿Qué más subjetivo que ese lente distorsionador que es el nacionalismo? Como dirían Borges y Bioy Casares (Crónicas de Bustos Domecq), siempre “late, embrionaria, la tenaz voluntad de afirmar lo propio, lo autóctono”; y esto, en forma probable, porque “la historia colma, en medida considerable, el justo revanchismo de cada pueblo”. Esto nada tiene de extraño: nos recuerda que algo tenemos de indio. Lo malo es olvidar que también algo tenemos de ibérico; y sobre todo un bastante de mestizo. Todo ahí mezclado, a un mismo tiempo…

Sydney, 5 de enero de 2013
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03 enero 2013

Ensayo de la fullería

Me urge ponerme “adefesioso”, “detalloso” o “anchetoso” por un momento. Todo para dejar en claro -para los demás y para mí mismo- lo que con probabilidad me quisieron insinuar, alguna vez, cuando me endilgaron el afrentoso dardo de que en mi juventud había sido “hasta un poco inteligente”, aunque “un tanto fulero”…

Para empezar, me he visto obligado a entrecomillar los tres primeros adjetivos de esta melindrosa entrada, muy a pesar de mi inconformidad con las voces que están registradas o aceptadas por la Academia, que sí reconoce palabras como “detalle, adefesio o ancheta”, pero que insiste en desconocer otras como las que arriba presento. ¿Lo hace la Academia por el simple prurito de cuidar los detalles (en definitiva, de parecer “detallosa” o detallista)?... Lo desconozco; y me rindo ante la extravagancia de esos autoritarios caprichos que nunca entiendo…

Tengo, de otra parte, la íntima sospecha que el habla coloquial ha terminado por confundir dos términos parecidos, porque representan conceptos similares y quizás parejos: “fulero” -propiamente dicho- y el casi análogo de “fullero”. Si lo que queremos expresar es que alguien es petulante y fatuo (yo mismo); o “lleno de presunción o vanidad infundada y ridícula”, lo adecuado sería utilizar la voz fullero; que no la otra que se habría hecho más popular y más frecuente en el uso coloquial. En efecto, esta última (fulero) debe utilizarse más bien para referirse a la persona “falsa, embustera, o simplemente charlatana y sin seso”; adjetivo coloquial que es correspondiente a “poco útil, inaceptable y chapucero” (DRAE).

Fullero, en cambio, es -por concepto- todo aquel que hace o comete “fullerías”; y fullería por definición es la “astucia, cautela y arte con que se pretende engañar”, o la “trampa y engaño que se comete en el juego” (DRAE, otra vez). Es evidente que la intención popular sería referirse no a quien utiliza en nuestro detrimento el embuste, con ánimo chapucero; sino simplemente a quien trata de aparentar con afectación algo que no es exacto o que podría resultar en no ser tan cierto. Ese es justamente el sentido de “detalloso” o detallista: quien se caracteriza por ser “amante del detalle, minucioso, meticuloso” y con extremo empeño…

Me temo, por lo mismo, que cuando usamos la voz fulero, lo que queremos es insinuar la condición de “detalloso’’, como se la usa en parte de nuestra serranía; similar al sentido de “adefesioso”, que se escucha en la costa, y semejante al de “anchetoso” que es utilizado en ciertos estratos sociales y culturales nuestros. Al sentido de estas voces ya nos hemos referido en otra entrega (“De epístolas y adefesios”, 05-11-2011). La Academia define como “adefesio” a los siguientes conceptos coloquiales: 1. “Despropósito, disparate, extravagancia”; 2. “Traje, prenda de vestir o adorno ridículo y extravagante”; y 3. “Persona o cosa ridícula, extravagante o muy fea”. En cuanto al significado de la voz “ancheta”, el término -de acuerdo con la misma RAE- se habría utilizado en el pasado para referirse a aquella “pacotilla de venta que se llevaba a América en tiempo de la dominación española”; y que por extensión terminó significando “cosa inoportuna o sin importancia, o que revelaba desfachatez o descaro”. Por ello es que en forma ocasional se lo utilizó para significar “negocio o bicoca, en sentido irónico”…

De modo que esto es lo que debí entender cuando ayer me tildaron de fulero: mi probable falta de sencillez y naturalidad; mi “extravagancia presumida en la manera de ser, de hablar, de actuar, de escribir”; mi melindrosa afectación y mi probable actitud presuntuosa… Todo, a un mismo tiempo! Lo que con propiedad se conoce como afectación, que no es otra cosa que la disposición para tratar de aparecer como fino, elegante y distinguido. La extravagancia, por su parte, consiste en el hablar, vestir o proceder ridículo; o, en el actuar “raro, extraño, excesivamente peculiar u original, desacostumbrado”. La RAE define al melindre como aquella “delicadeza afectada y excesiva en palabras, acciones y ademanes”.

Por todo ello, hoy me apena haber dejado en el pasado una estela de vanidad y presunción; y me pregunto si todavía sigo emanando esa imagen de vaciedad y falsa apariencia. Y me prometo no tratar de manifestar una catadura en la que predomine la presunción de plenitud; sobre todo cuando experimente por dentro una ocasional sensación de vacío… Así reconozco que aquello de actuar como un “fullero” resulta algo un tanto inelegante; y, también, algo muy poco inteligente…

Chatswood, NSW, 4 de enero de 2013
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02 enero 2013

Vísperas en ninguna parte

Son las diez de la mañana del último día del año en Quito, cuando una azafata de porte tan autoritario como altanero se instala en el pasillo y nos ofrece su mal aprendida e irresponsable homilía. Le interesa asegurarse que no estamos en desacuerdo de operar nosotros mismos las puertas de salida contiguas al ala “en el improbable caso de que se presente una emergencia”. Me cuesta no dejar de meditar en esta absurda política que se ha empezado a implementar en ciertas aerolíneas. Cómo no caer en cuenta que se ha optado por poner en las manos de pasajeros sin ninguna clase de experiencia un procedimiento que, para realizarlo, requiere que sean entrenados una y otra vez sus propios tripulantes!

Alguien, carente de sensatez y con poco sentido común, ha pasado por alto que el proceso satisfactorio y exitoso de una eventual evacuación, requiere algo más que la contingencia de abrir, en caso de apuro, una puerta en los aviones. Cómo entender que, por aprovechar un mínimo de espacio, se ha prescindido del personal idóneo que sepa orientar y asistir en esta poco común, pero “probable” situación: quizás la más importante razón para que en los aviones de transporte público sea exigido un número mínimo de tripulantes. Alguien, con mucho interés por la eficiencia financiera y sin ninguno por la manoseada seguridad, ha despreciado en forma cínica la razón primigenia para que, con objeto de acceder a su certificación, se hayan instalado tales salidas en los aviones comerciales…

A la misma hora, vale decir que en esos mismos instantes, son ya las dos de la mañana en el que será nuestro destino final. Allá en Sydney, dos horas atrás, se ha festejado ya el advenimiento del año 2013. Durante las siguientes veintidós horas el mundo ha de celebrar con serpentinas y fuegos de artificio; con ruido, banquetes y champaña; con “pompa y circunstancia”, el tradicional y milenario convencionalismo. Talvez solo unos pocos se han puesto a meditar que la vida, ciertamente, es algo más que solo pompa; pero que la vida, también, es algo que tampoco puede prescindir de la circunstancia… Celebrar es parte de la vida!

Llego al aeropuerto de Los Ángeles cuando los relojes del terminal marcan ya las diez de la noche. Por un instante no caigo en cuenta, en parte por la realidad local y en parte por el acostumbrado ajetreo, que ya se han decretado las doce en nuestro lugar de origen, a una hora que ya se hace inminente el embarque para un tramo final que habrá de transportarnos hasta el otro lado del mar interminable.

Por todo esto, no he tenido tiempo -esta vez- para despedir al año que se fue; y ni siquiera para darle mi bienvenida al año nuevo… Para colmo, el cambio en la cronografía ha acontecido mientras estuve en medio de ese viaje transoceánico y en condiciones en que, debido al cruce de los meridianos, habría de sucederme la caprichosa circunstancia de que al despertar del nuevo día me habría de topar con la surrealista realidad de que, cual si se tratase de un prodigioso sortilegio, se me había esfumado para siempre todo un día completo del calendario…

He llegado ya a esa isla descomunal y sorprendente que es Australia… Estoy ya más allá del mar, más allá de la espera y más allá del horizonte! Me encuentro -como dice aquí la gente- en “down under”. Estoy ya “abajo y por debajo”. Me encuentro, una vez más, en esta patria privilegiada que es Nueva Gales del Sur.

He vuelto a Sydney, he vuelto al sur! Viene a mi memoria la letra del tango de Astor Piazzolla, y decido abandonarme al ritmo intransigente de su callado bandoneón:

Vuelvo al Sur, como se vuelve siempre al amor;
Vuelvo a vos, con mi deseo con mi temor;
Quiero al Sur: su buena gente, su dignidad;
Siento el Sur, como tu cuerpo en la intimidad;
Vuelvo al Sur! Llevo el Sur! Te quiero Sur! Te quiero…

Sydney, Australia, 2 de enero de 2013
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