31 mayo 2013

¿Quo vadis, Quito?

“Vivir juntos es algo complicado, que necesita ser gestionado con sutileza, lucidez y perseverancia”. Amin Maalouf.

Si usted visita mi humilde morada, amigo lector, va a sorprenderle que se va a encontrar con el mismo paisaje que aparece en la esquina superior derecha de esta misma página. De hecho, la instantánea fue tomada desde la ventana de la sala. Ha de darse cuenta, también, que mi atalaya tiene una posición de privilegio (discúlpeme la aparente falta de modestia); desde allí puedo observar cómo bulle y crece la urbe; puedo palpar los insoportables problemas que tiene nuestro tránsito; puedo comprobar la indescriptible congestión que se produce en ese embudo ubicado en la plaza San Martín (a la entrada del túnel Guayasamín) y accedo, finalmente, a un paisaje que me hace sentir favorecido por la vida.

Sin embargo, la ciudad no es solo un panorama, ese conjunto de unas viviendas o edificaciones, unos parques, unas arterias de movilización y unos vehículos que parecen desplazarse en forma lúdica e incansable. La ciudad somos, sobre todo, las personas que habitamos y nos desplazamos en ella, los que allí “hemos echado raíces”. El término “ciudad” viene del latín “civitas”; y este, a su vez, de la expresión indoeuropea “kei”, que significa recostarse (acostarse?), inclinarse; y, en otro sentido etimológico, echar raíces. Así, la ciudad somos “nosotros”.

Por eso, cuando vemos “nuestra ciudad”, estamos, en cierto sentido, viéndonos nosotros mismos, cual si estuviésemos frente a un espejo. Y, cuando nos vemos reflejados en el azogue, cuando nos miramos con ánimo inquisitivo, una de las preguntas que surgen de nuestros propósitos meditativos es justamente aquella que nos hace interrogar ¿A dónde -o hacia dónde- vamos? ¿Qué esperamos, o qué queremos encontrar en el futuro? ¿Qué estamos haciendo para conseguirlo?...

Me pregunto, por lo mismo, si este es el principal problema de nuestra ciudad, el de nuestro Quito. El de que sus habitantes -los que hemos echado aquí raíces- hemos dejado de imaginar el futuro que queremos para la ciudad; que hemos cesado de indagarnos a dónde, o hacia dónde queremos ir! Me pregunto si, como conciudadanos responsables y conscientes, hemos dejado de hacernos la pregunta: ¿Quo vadis, Quito? ¿A dónde vamos?, como conglomerado humano, frente a los brutales y asfixiantes problemas que día a día nos plantea la especial estructura que tiene nuestra ciudad; con su insólita carencia de vías, con su absurdo exceso de autos, con su agresiva e irresponsable cultura, con nuestra ausencia de aportes, con ese afán insensato por solo reclamar y criticar… Sí, ¿a dónde vamos como ciudad?

Siento que el hacernos esta simple pregunta es indispensable porque, sin que siquiera nos demos cuenta, ella propone una suerte de diagnóstico; y propende, sobre todo, a que empecemos a encontrar alternativas para, cara al futuro, poder imaginar más bella, más acogedora, más eficiente y “vivible” a nuestra querida ciudad. Si los problemas más apremiantes son el tránsito y el transporte, creo que no podemos dejar de imaginar qué es lo que puede hacerse, qué correctivos y soluciones deben estar ya planificados para convertirnos en una mejor ciudad.

No puede dejar de considerarse el alto costo que ciertas obras de infraestructura (túneles, intercambiadores, puentes, autopistas, sistemas de tránsito alternativo, etc.) necesariamente habrá de representar; obras que ya son indispensables. Pero, como sucede en las cosas de la vida particular, uno no puede ponerse a esperar a que, tal vez, se disponga de los fondos para -sólo ahí- tratar de decidir qué es lo que tenemos que adquirir o qué habremos de comprar. Por lo menos deberíamos tener ya un plan para proceder con unas primordiales prioridades, para realizarlas cuando tengamos la capacidad mínima de poderlas financiar…

Miami, 31 de mayo de 2013
Share/Bookmark

30 mayo 2013

Crónica de un atraco anunciado

Sí, cómo un atraco! Así habría calificado el propio presidente Correa al proceso mediante el cual se asignó a una oscura empresa canadiense la construcción del aeropuerto de Tababela. Y esto a pesar de que, habiéndose demostrado hasta la saciedad las irregularidades existentes en el proceso, el contrato nunca fue debatido ni reconsiderado en forma adecuada, como lo exigían los intereses de la ciudad y los objetivos del estado. ¿Cómo así? ¿Cuáles fueron los criterios que existieron o primaron para que se insistiera en una negociación que tuvo tantos cuestionamientos y que, a todas luces, no respaldaba los propósitos propuestos?

El distinguido hombre público y dirigente político Enrique Gallegos Arends ha tenido la bondad de hacerme llegar una copia de su libro “Corrupción de alto vuelo”, en el mismo que expone las insólitas características que tuvo el proceso de contratación del nuevo aeropuerto. Como piloto y como ciudadano no puedo sino expresar mi asombro frente a algo que bien pudo ser suspendido a tiempo. Sin embargo, esto nunca se hizo… y los resultados están a la vista y eximen de comentarios.

Gallegos utiliza en la contracubierta de su interesante y bien argumentado texto un ejemplo que invita a una seria reflexión: Imagínese, estimado lector, expresa el conocido hombre público, que el estado anuncia que está buscando una entidad dispuesta a construir una autopista entre Quito y Ambato; informa que está interesado en hallar una compañía seria, con la suficiente solvencia técnica y empresarial, que consiga el financiamiento y que esté en capacidad de ofrecer las garantías correspondientes que sirvan de respaldo para la construcción de esa nueva carretera. El estado ofrece, como contrapartida, la concesión de la administración respectiva, a objeto de que el concesionario recaude una tasa como beneficio que le ha de ayudar a recuperar el capital que hubiese invertido.

De pronto, aparece un ávido interesado que anuncia que no tiene la experticia requerida, ni tampoco el capital mínimo que sustente la seriedad de su oferta; y no demuestra siquiera que se encuentra todavía constituido como empresa de acuerdo con los requisitos legales establecidos. Expresa que tampoco está en capacidad de conseguir el financiamiento y de otorgar las garantías requeridas. Pide, este extravagante interesado, el beneplácito del estado para hacerse cargo del diseño y la construcción de la obra, a pesar de no contar con el requerido capital y propone que sea el estado el que le entregue la carretera vieja como medio de recaudación de fondos para construir la nueva vía propuesta y se haga cargo de las garantías…

¿Qué respuesta coherente puede esperar el ambicioso y cándido “oferente”? Pues lo lógico es que merezca el desinterés del estado; y no solo el desdén, sino también el rechazo correspondiente. A lo sumo, se espera que le enviará una escueta comunicación, advirtiéndole de su falta de seriedad y refiriéndose a algo obvio: la chifladura e insensatez que caracterizarían a tal propuesta… Pero no! En lugar de ello, se otorga a dicha empresa la total y exclusiva construcción de la importante obra, desatendiendo los requisitos y el proceso de contratación; y sin que se verifique siquiera su idoneidad y solvencia para satisfacer el compromiso!

Como expone Enrique Gallegos, el aeropuerto se tenía que construir en ese sitio porque ya estuvo decidido que así se procediera. “Iba porque iba”! Sin embargo, resulta insólito que se haya excluido del proceso a la entidad con la capacidad técnica natural, la Dirección de Aviación Civil; y se haya asignado la construcción de todo un aeropuerto internacional a una compañía sin ninguna experiencia en este tipo de tareas; que no representaba ni siquiera al gobierno de Canadá; y que utilizó al embajador de ese país como apoderado para dar la impresión de que se realizaba una negociación de gobierno a gobierno. Parece haber sido tan precaria la posición empresarial de esa compañía canadiense, que tuvo que apoyarse en el respaldo técnico de otra, esta sí con experiencia en construcción de aeropuertos, para conseguir un aval técnico que ofreciese el sustento para sus incipientes e inadecuadas credenciales. Verdaderamente un atraco de alto vuelo!

Quito, mayo 30 de 2013
Share/Bookmark

28 mayo 2013

Entre el lirismo y la utopía

A veces escuchamos discursos admirables… Parecen ellos tan bien hilvanados; gozan de una estructura de apariencia tan vertical; se exponen con tan fresca elegancia; que su lenguaje poético ayuda a disimular su propia vacuidad. Esta es la lamentable esencia demagógica que se esconde detrás del discurso político…

Es evidente que con ciertos discursos sucede igual que con la poesía, o -si se prefiere- igual que con esas declamaciones que enardecen, que subyugan y nos emocionan; y con las que, solo un poco tarde, caemos en cuenta que, siendo como son, hermosas y emotivas, solo consiguen hacernos vivir un mundo inexistente y de fantasía; que solo logran hacernos evadir el mundo de la realidad. No podría, a pesar de ello, negarse el ingrediente catártico que tiene el recurso lírico; mas, es claro que cuando su propósito es el de explotar el subjetivismo y la emotividad; cuando su fin es alienar y enajenar… su contenido resulta perverso; y su método, una propuesta aberrante, alejada de un sentido cívico de responsabilidad.

¿Qué hay de patológico en la demagogia? Pues que su intención –esa de apelar a la emoción ajena para, con halagos y frases de impacto, enardecer a la audiencia y conseguir una suerte de religiosa atención-, adolece de un doble componente: por un lado está la persuasión a la masa, aprovechando de su ansiedad, su anhelo de seguridad y explotando su esperanza; por otro, se encuentra la reafirmación y reconocimiento a que aspira el disertante, en la búsqueda de su propio valor… Esto trasciende en un puro ejercicio narcisista, en una forma de administrar -cual si este estuviere frente a un espejo- la dosis narcótica de su propia vanidad. Hay algo en el demagogo que empieza por provocar y contagiar a su propia egolatría. Bulle en él un extraño proceso de dependencia, un propósito de auto seducción. 

Nadie puede negar que es agradable esto de escuchar esos emotivos discursos. Empero, al igual que sucede con las poesías, los discursos premeditados están enhebrados con frases hechas, previamente ensayadas, cuyo impacto ha sido evaluado de antemano. Estos, al igual que los poemas que gustan y cautivan, tienen un cierto ritmo, una cierta cadencia, un forma de rima casi intangible y pegajosa, que hace que ese conjunto de bonitas palabras -en apariencia, aunque carentes de sentido-, consigan embriagarnos cual si se tratase de un licor de efectos irresistibles.

Así esas proclamas -con su sibilino brío encantador- nos entregan el mensaje de su lisonja, el de su cruel hechicería. Nos dicen solo lo que satisface nuestra vanidad; nos hacen sentir más de lo que realmente valemos, como si fuésemos parte de un plan apoteósico… el mismo que, en la realidad, no importa. Y que ni siquiera existe!

Por ello que el método retórico es uno de los principales recursos de la política; y por ello es que hechiza y que fascina. Porque, a sabiendas de que no ha de lograr lo que con tanta facilidad promete, se queda en la vacuidad de los conceptos, en ese silogismo romántico que enardece a sus audiencias; las mismas que responden con el incendio de su pasión, con el vocerío inflamado de quien se siente adulado… Asunto grave es este de los recursos poéticos, donde la razón y el argumento lucen ausentes; donde dicha carencia se disimula tras la genialidad aparente, tras la frase aprendida, tras la adulación inauténtica e impertinente.

La elocuencia es en ocasiones un necesario ornamento. Sin embargo, cuando se la utiliza como instrumento de la argucia y del engaño, se convierte en falsa e irresponsable moneda, caudal que compra las conciencias de una masa que se sume en la ciénega de la ignorancia y en los traicioneros brazos de la explotación y la tiranía. Mas, no se puede engañar con este tipo de recursos a todos, y todo el tiempo; el embaucar a la gente con seductoras homilías -y hacerlo de forma sutil, prolongada y frecuente- solo conduce a hacer creer al pueblo que es factible un objetivo inalcanzable. Esa es la más pérfida e insidiosa arma que tiene la utopía.

Casablanca, 27 de mayo de 2013
Share/Bookmark

22 mayo 2013

Apología del disparate

Hay toda suerte de problemas en las cosas de la vida y del corazón. Es cosa seria cuando, a cuento de que son de difícil resolución, las subestimamos; y, lo que es peor, creemos que se han de resolver por su cuenta y no acudimos al consejo o a la ayuda ajena. Más grave aún cuando alguien expresa o reitera su desacuerdo, o insinúa otras alternativas, y -en gesto inadecuado e improductivo- nos ponemos en una actitud defensiva y acusamos a todo criterio ajeno como un “disparate”.

Los problemas de la ciudad son enormemente complejos; hemos de coincidir en que no son ni de pronta ni de fácil solución. Pero, por la misma razón, requieren del aporte y colaboración de todos los sectores de la ciudadanía. Es insólito, por lo mismo, que el burgomaestre responda al justificado malestar y a las críticas razonables de lo que no se ha hecho bien, calificando a aquellas opiniones -de la naturaleza que fueren- como simples deseos de “polemizar por disparates”.

La respuesta del alcalde capitalino solo demuestra dos cosas: insensibilidad frente a las inquietudes, malestares y angustias de los habitantes de la urbe; y, ante todo, incapacidad para promover un gran debate que apunte a buscar las mejores soluciones de los problemas que enfrentamos sus conciudadanos.

Esto llama la atención. Pues, como médico que es, él debe saber que cuando la enfermedad es de difícil diagnóstico, es preciso acudir a opiniones adicionales y buscar nuevos exámenes y formas diferentes de tratamiento para salvar la vida del enfermo. Su actitud es equivalente a considerar la preocupación de los familiares del paciente como ganas de preocuparse por asuntos nimios o que responden a un prurito por utilizar artificios infundados con el solo ánimo de fastidiar al facultativo…

El gran malestar de los quiteños por los problemas acuciantes del transporte y del tránsito es una realidad tangible que no puede ser subestimada. En este sentido, las críticas y los reclamos no pueden ser calificados de disparate. Por el contrario, no saber apreciar el descontento ajeno, cuando este es animado por justos motivos, es -esa sí- una forma de sinrazón; es el súmmum de la tontería. Y no creo que el alcalde sea un hombre simple, pero si él o su equipo de trabajo no están en capacidad de ofrecer un diagnóstico adecuado, o de encontrar soluciones apropiadas y viables, deben saber atender a las recomendaciones o a las alternativas que -estoy seguro- ha de querer ofrecer el resto de la ciudadanía.

Es más, estoy seguro que el personero municipal está imbuido de un espíritu bien intencionado. Lamentablemente hay ocasiones que se deja arrastrar por la soberbia o los arrestos de la politiquería, como cuando comenta que a él le ha tocado en solo cinco años “hacer lo que antes de él se dejó de hacer por cinco décadas”. Esto es: o un no meditado exabrupto o un ingenuo disparate. Es una lástima, pero se inscribe en el mayor cáncer de nuestra política: tratar de tildar de malo a lo hecho en el pasado, para medrar de la desilusión y el descontento.

A los problemas de movilización y transportación de los quiteños ha venido a sumarse la apertura de un aeropuerto que no estaba listo para operar en óptimas condiciones; sin cumplir además con una transición adecuada. Con el agravante de que la medida ha desarticulado el intercambio político, comercial y empresarial entre las principales ciudades del Ecuador. El anterior aeropuerto no debió cerrarse todavía. Sería desastroso e irreversible no saber cuidar de sus instalaciones, ya sea para conservarlo para casos de emergencia o para reactivar la posibilidad de que sirva para satisfacer un siempre necesario puente aéreo.

Quito, mayo 23 de 2013
Share/Bookmark

20 mayo 2013

Ensayo de la tipología

¿Qué quieren decir los señores propietarios de buses, con aquella leyenda que ahora encontramos en todo modelo de bus que anda por las calles y caminos? Me refiero a aquello de “bus tipo” tal y “bus tipo” cual, que hoy en día se observa por doquier. ¿Quién inventó aquello y cómo es que se inició la sui géneris costumbre? Intuyo que existen en potencia tantos tipos de “tipo” cuantas organizaciones de transporte o cooperativas existiesen; esto porque, por la forma que al título lo encontramos escrito, sugiere más bien la propiedad y no un modelo específico.

Lo cierto es que parecería que la cursi leyenda es indispensable en cualquier unidad que se respete… Advierto que en un no muy lejano pasado lo que con cierta frecuencia se encontraba era aquello de bus tipo pullman o panorámico, o quizá bus modular o articulado; probablemente bus tipo turismo, o ejecutivo, o bus cama. Pero nunca se me ocurrió que alguien pueda decir bus tipo Ambato, o bus tipo San Carlos, o bus tipo Llanerito (?). ¿Será que la intención inicial fue la de usar el término con el significado de modelo, en el sentido de ejemplar, y que la costumbre fue deformando el sentido inicial? ¿Qué mismo quisieron decir?

Cuando éramos niños sólo había cuatro tipos de bus en la ciudad: el “colectivo”, que era un bus pequeño y que costaba un sucre; en él solo se podía ir sentado y disponía de un “pasajero”, que era un individuo que iba en el estribo y que era el encargado de cobrar los pasajes; asunto innecesario pues estos colectivos solo disponían de una puerta para subir y para apearse. En segundo lugar estaban los “micros” o microbuses: eran los más modernos porque habían sido construidos con estructura metálica; fueron los primeros en disponer de un mecanismo para abrir y cerrar la puerta desde el asiento del conductor; en ellos las ventanas eran más amplias y, a pesar de ser los más cómodos y mejor equipados, solo costaban sesenta centavos (seis reales). Fueron los primeros en exhibir un color uniforme.

En el nivel inferior de la “zoología busística” se encontraban tanto los buses “especiales” como los “ordinarios”; en los primeros, la gente iba normalmente sentada, aunque un grito frecuente y estentóreo solía recordar a los ocupantes la capacidad de la fila trasera (“en la última entran siete!!!”). En los ordinarios todo valía, era un sálvese quien pueda. Allí había apretones y manoseos; los chóferes encargados aceptaban todo tipo de ocupante o pasajero; no era extraño que también hubiesen aceptado otros tipos de cargamentos y mercancías que solían transformar el ambiente en un entorno de aire enrarecido e inaguantable…

Pero no los llamábamos “bus tipo”, ni se nos hubiese ocurrido llamarlos de esa insólita e inapropiada manera para identificar al propietario. Porque eso es lo que entiendo que la palabra “tipo” se ha acordado que quiere decir. Algo así como “de propiedad de la empresa tal”, de fulano, mengano, zutano o perencejo. Sí, eso creo que quieren decir cuando publicitan “Bus tipo Vencedores”, por ejemplo. Es decir: “bus de propiedad de la cooperativa Vencedores”. Eso creo…

Aparte del sinnúmero de acepciones que tiene el término en el castellano, “tipo” es una palabra usada como sustantivo y como adjetivo en “ecuatoriano”. Así, un tipo es una persona o individuo (usualmente con sentido despectivo). Y, aunque tipo admite género femenino, cuando se lo utiliza como sustantivo implica una connotación aún más despectiva. Es más, si se emplea la voz como adjetivo, y se le antepone el artículo indefinido “una”, adquiere de golpe una connotación poseedora de un sentido incluso más despreciativo. A más de insinuativo…

“Un tipo se sentó al lado de una tipa, que no era de buen tipo, en el bus tipo Reina del Cisne. El bus era del tipo de los que llevan pasajeros y era de propiedad del mismo tipo que lo manejaba; era de esos de color azul (el bus) y de aquellos que, a pesar de una vieja ordenanza que prohíbe el uso de diesel y la instalación de tubos de escape inferior, siguen contaminando el ambiente con ese aire tétrico, negruzco y nauseabundo, a vista y paciencia de las autoridades. Qué tipos!”

Quito, mayo 20 de 2013
Share/Bookmark

18 mayo 2013

Parábola nocherniega

No me había sucedido antes. Ahora, el guion de mis sueños noctámbulos se está repitiendo noche tras noche… Al principio creía que se trataba de una extraña coincidencia, o quizá de una inocua e inofensiva repetición; algo así como la torpe sucesión de los capítulos de un mismo episodio. Pero anoche, que por algún recóndito motivo se me había interrumpido el sueño en varias e insistentes ocasiones, la curiosa situación ya se había convertido en algo más que exagerada. Es que, ese mismo sueño continuaba y se renovaba cada vez que yo conseguía volver a dormitar…

El escenario me ha parecido siempre el mismo; y se ha repetido en mis divagaciones nocturnas con tanta asiduidad y coincidencia que puedo decir que es un espacio con el que ya me he hallo plenamente familiarizado. Consiste en un entorno árido y áspero, caracterizado por taludes deleznables y por irregulares como prominentes collados. En ese contexto natural se ha dado cabida a un poco acostumbrado e inaudito campo de golf donde, cual si se de una zona de práctica se tratase, los jugadores deben localizar e identificar, en medio de un sinnúmero de pelotas en mal estado, la única bola que puede ser considerada como propia.

Muchas veces los jugadores deben localizar la bola que les corresponde muy cerca de barrancos y desfiladeros, en circunstancias tan dramáticas y riesgosas que no solo ponen en peligro el desarrollo exitoso de su propio juego sino el confiado resguardo de su integridad. La pendiente lateral luce sumamente escarpada y el terreno en esos precarios límites exhibe laderas profundas, de pronunciado declive, con carácter frágil, quebradizo e inestable.

He estado a punto de resbalarme en esos bordes laterales, en los que descubro cómo la tierra se torna inestable y en ocasiones se desprende hacia el precipicio, bajo la apurada acción que, al percibir la sensación magnética de la sima, se ven obligadas a realizar mis extremidades inferiores. Más de una vez tengo una sensación de pérdida de equilibrio e, impulsado por aquella gravedad, el cuerpo parece resbalar hacia el hechizo trágico de la cañada, sólo para conseguir en un esfuerzo postrero, la ayuda de un compañero o el recurso perentorio de asirme a una rama salvadora o a la hirsuta y espinosa raíz de un árbol infecundo…

Intuyo que es, en aquellos momentos de mayor riesgo, cuando me despierto y se producen mis intempestivos desvelos; y, mientras compruebo que el episodio pertenece a un mundo onírico y quimérico, alcanzo a relajarme, consigo conciliar el antes alterado sueño y logro, otra vez, volverme a dormir.

Mas, en el sueño, no soy el único que debe enfrentar esos aventurados trances. Los demás compañeros que comparten esta insólita competencia, parecen estar enfrentados -en forma continua- a los mismos dramáticos avatares a que les exponen las caprichosas contingencias del infortunio y la adversidad. Pues, para colmo, un perverso individuo de talante torvo, ladino y arbitrario controla a los participantes que tratan de no acercarse al farallón en demasía, cual si su oficio consistiría en propiciar su fatídica caída al desfiladero y alimentar el drama con una nueva y desventurada casualidad.

Anoche me he preguntado si esta recurrente pesadilla solo se trata de una forma de aviso, de una suerte de augurio disfrazado de parábola; o, quizá, de una forma de oscuro presagio, cuyo simbolismo me advierte de los riesgos que enfrentamos quienes tratamos de defender nuestro íntimo derecho a podernos expresar…

Quito, mayo 18 de 2013
Share/Bookmark

16 mayo 2013

De nieblas e incertidumbres

A estas horas son muy pocas las personas que dejan de ver las serias deficiencias que exhibe el terminal del nuevo aeropuerto de Quito. Se trata de falencias que están relacionados con la ausencia de una visión, adecuada a la modernidad, del concepto global que debió tener dicho terminal; y que tienen que ver, además, con la carencia de un diseño funcional para una edificación que fue esperada con tanta ilusión y por tanto tiempo por la ciudadanía quiteña. Hay quienes piensan que no solo que faltó un diseño adecuado… Simplemente, que no hubo diseño!

Quienes nos veníamos interesando por el proceso de construcción del terminal y demás instalaciones del aeropuerto de Tababela, no teníamos muy claro por qué no se aprovechó la orientación natural de la meseta (unos veinte grados hacia el noroeste) a objeto de que la pista pudiese ser un medio kilómetro más larga. Más tarde habríamos de caer en cuenta que, si así se procedía, se creaba una seria dificultad para la aproximación desde el sur; ya que, la extensión del eje de la pista propuesta, se hubiese ubicado muy hacia el oriente de la actual senda de aproximación (muy cercana a la cordillera). Esto aparece lógico y es entendible.

Sin embargo, una vez realizado el trazo definitivo de la pista de aterrizaje, el eje mencionado en el párrafo anterior ha quedado ubicado todavía muy hacia el este. Vale decir que la aproximación final al nuevo aeropuerto -cuando se aproxima desde el sur-, no se ubica donde debería estar: sobre el punto más bajo del área de acercamiento. En otras palabras: en una posición equidistante entre el cerro Ilaló y las obstrucciones que representan las estribaciones de la cordillera central.

Por qué se escogió entonces esa inconveniente orientación, y no se optó por un eje diferente? Digamos que un rumbo magnético de 010 grados, en lugar del que al final se escogió (360 grados)? La respuesta parece ser bastante simple y tiene que ver, no solo con la pronunciada quebrada oriental que tiene la meseta, sino también con la carencia de espacio para construir y dotar de una calle de rodaje paralela a la pista que pudo haberse propuesto. El asunto debe haberles parecido a los constructores muy complejo porque obligaba a ubicar los terminales más hacia el norte del actual emplazamiento y exigía un considerable movimiento de tierras para satisfacer la nueva ubicación de la calle de rodaje (más al occidente).

Por ello que el eje escogido, a más de no proporcionar un tramo final mejor orientado, determina la subutilización del área sur-oriental de la meseta; la misma que bien pudo ser utilizada para la ubicación del terminal de pasajeros. Pero… cuál es el problema con la actual orientación de la pista? Simplemente que, por estar ubicado el tramo final demasiado cerca de la cordillera, no permite la instalación de un sistema de aproximación de Categoría II (e incluso de Categoría III) que, debido a las condiciones meteorológicas que afectan al sector, se hacía indispensable para equipar adecuadamente al aeropuerto capitalino!

Conforme a lo que me ha confiado un alto directivo de Aeronáutica Civil, se había adquirido un equipo apto para Categoría II (descenso hasta 100 pies sobre la pista en condiciones de mal tiempo), pero este no pudo ser instalado para conseguir tal objetivo, debido a que la orientación de la pista ya construída impedía cumplir con las zonas de protección establecidas por las normas OACI, necesarias para obtener el beneficio propuesto. Por ello que, aunque se ha instalado un sistema de Categoría II, el descenso solo puede efectuarse hasta una altura superior a los mínimos de Categoría I. Esto solo permite descender hasta unos 300 pies; lo que representa una altura más alta que la base superior de la capa de niebla…

Lo hecho, hecho está. Ahora, “el problema ya es de todos”… Sin embargo, creo que todavía podrían instalarse una serie de equipos complementarios (luces más avanzadas de aproximación; luces de zona de aterrizaje, de centro y principio de pista, etc. ; y, sobre todo, un radar de monitoreo de la senda final) que permitan utilizar el equipo de Categoría II hasta la altura mínima para la que está natural y originalmente diseñado. No es aceptable que un aeropuerto que supuestamente debía tener equipos de última generación, adolezca de esta lamentable falencia!

Quito, mayo 14 de 2013
Share/Bookmark

15 mayo 2013

Cuestión de abuelos *

“A Abraham se le considera el patriarca del monoteísmo. A sus hijos Isaac (que lo tuvo con Sara) e Ismael (con su criada Agar), así como a sus descendientes, se les atribuye la fundación del judaísmo y del Islam, respectivamente.

Cuando Abraham era sólo un joven (llamado entonces Abram) de la ciudad de Ur, Dios se le apareció y le instó a que viajara a la tierra de Canaán. Más adelante, Abram empezó a preocuparse por el hecho de no haber tenido descendencia. Su mujer, Saray (más tarde llamada Sara), parecía ser estéril, por lo que ésta le permitió acostarse con su criada Agar, quien dio a luz al primer hijo de Abram, Ismael. Furiosa y loca de celos, Saray obligó a Abram a echar de casa a madre e hijo.

Dios hizo entonces un pacto con Abram. A cambio de sus servicios y su devoción, le concedería tener un hijo con Saray, que sería el origen de una numerosa e importante estirpe. La tierra de Canaán sería suya. Como símbolo de este pacto, a los noventa y nueve años de edad Abram se cambió el nombre por el de Abraham, y Saray pasó a llamarse Sara. Él se circuncidó y prometió que sus hijos también lo harían.

Sara dio a luz a Isaac, en cumplimiento del pacto entre Abraham y Dios. Cuando Isaac era ya un jovencito, Dios le pidió a Abraham que lo sacrificara como ofrenda en su honor. Abraham, que le profesaba una devoción absoluta, accedió. Sin embargo, justo antes de que matara a su propio hijo, un ángel detuvo su mano. La Torah lo considera uno de los ejemplos fundamentales de la fe.

Isaac se casó con Rebeca y tuvo gemelos. El segundo en nacer y favorito de su madre era Jacob, que más tarde cambiaría su nombre por Israel. Jacob tuvo doce hijos, que fundaron las doce tribus de Israel y, por ende, a los conocidos como israelitas. Con su primera esposa, Lea, tuvo a Rubén, Simeón, Levi, Judá, Isacar y Zabulón. Con una criada de Lea, tuvo a Gad y Aser. Con su esposa favorita, Raquel, tuvo a José (a su vez, su hijo preferido) y Benjamín. Y con una criada de Raquel, tuvo a Dan y Neftalí.

Otros datos de interés:

Según el Islam, los musulmanes son descendientes de Ismael. Dado que éste fue de hecho el primer hijo de Abraham, ellos dicen ser los verdaderos herederos del pacto de Dios. Creen que Abraham fue un profeta importante y que, de hecho, fue Ismael el que estuvo a punto de ser sacrificado.

Según el cristianismo, hay un cierto paralelismo entre la disposición de Abraham a sacrificar a Isaac y el sacrificio que hizo Dios de su propio hijo, Jesucristo.”

* Extracto tomado y reeditado del capítulo “Abraham, Isaac y Jacob”, del libro “365 días para ser más culto”, por David S. Kidder y Noah D. Oppenheim.

Quito, mayo 14 de 2013
Share/Bookmark

14 mayo 2013

De ajuares y jaguares

Advierto que jaguar rima bien con enjaguar, del mismo modo que ajuar lo hace con enjuagar; entonces me pregunto cómo mismo es que se dice correctamente, si enjaguar, o enjuagar? Debe decirse enjagüe o enjuague? Como es mi porfiada costumbre, acudo a mi lazarillo lingüístico, el diccionario de la RAE, y descubro que ambas son formas aceptadas: tanto enjuagar como enjaguar, aunque la definición de esta última acepción remite a la primera, ya que enjaguar se deriva del latín vulgar. Advierto que ambas formas tienen apoyo o respaldo, aunque los niveles sociales más cultos prefieran la voz “enjuagar”.

Utilizo esta confusa digresión, porque quisiera hablar de un vocablo que se ha puesto inusitadamente de moda -el término jaguar- y que se ha querido aplicar, para comparar a nuestro país con lo que en el Asia representan aquellos países que en las más recientes décadas se han destacado por su vertiginoso desarrollo económico, uno que ha motivado que se utilice la expresión con la que se los identifica: “tigres asiáticos”. Me refiero a Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur.

Qué tiene de parecido Ecuador con esos países del levante asiático? Pues, por el momento, tan solo que es un país de un gran potencial económico e industrial y, desde luego, que es muy pequeño desde el punto de vista territorial… Y, claro, si sabemos pisar en tierra, habremos de coincidir que no existe ningún otro tipo de característica que nos convierta en un país similar. Poseer el potencial, por sí solo, no justifica tal denominación! Tan solo el pavoneo y la ostentación…

Todos aquellos países a los que hacemos referencia gozan de economías sólidas y vigorosas; exhiben elevados niveles de crecimiento -especialmente industrial-; son objeto de la inversión de enormes capitales foráneos (de hecho, gozan de la presencia masiva de capital perteneciente a las más solventes multinacionales); y disponen, finalmente, de una mano de obra muy barata y altamente calificada. Entonces me pregunto: ¿cuál de estos claros ingredientes pueden advertirse como existentes, en forma irrecusable, en nuestra modesta economía nacional?

He tenido la oportunidad de vivir por casi veinte años en el Asia, fui testigo de la cultura empresarial coreana; viví de cerca la formidable organización social que Lee Kuan Yew implementó en ese país del primer mundo -verdadero ejemplo y referente mundial- que es Singapur; y puedo afirmar con absoluta certeza que las principales características que identifican a esos pueblos no las encuentro -por lo menos, no logro observar todavía- en el Ecuador contemporáneo. Esos milagros solo fueron posibles gracias a una profunda vocación de trabajo (en Corea se trabaja seis días a la semana); debido a un extraordinario desarrollo industrial; como consecuencia de una continua y permanente inyección de inversión foránea; y, ante todo, debido a un profundo y primordial sentido de colectividad.

Cuando observo que en países como el nuestro, la legislación laboral se pone al servicio de la holganza en detrimento de la soslayada productividad; o que se desalienta la inversión extranjera a pretexto de proteger un politizado sentido de soberanía y nacionalidad; o que se trata de medrar del odio y del resentimiento en perjuicio de un necesario sentido de comunidad, me pregunto si podremos realmente aspirar a convertirnos en un milagro económico, en un auténtico jaguar, o si habremos solo de convertirnos en un famélico y deslucido tigrecito caracterizados no solo por su pobreza sino también por su engreída vanidad…

No es bueno poner la carreta delante de los caballos; ni comprar el vestido de novia antes de haber encontrado el consorte que ha de hacer factible el enlace nupcial. La novia ha de conseguir primero quien la despose, antes de ponerse a escoger, con petulancia y antes de hora, el tradicional y acostumbrado ajuar…

Quito, mayo 14 de 2013
Share/Bookmark

10 mayo 2013

¿Ya llegamos…? ¿Ya llegamos…?

No habría de volver ni a las playas de Atacames ni a las costas vecinas por casi una década completa. En el ínterin me había hecho ya de una esposa y de cuatro inquietos y curiosos mozalbetes, enamorados de viajar, de ilusionarse por lo nuevo, de compartir con quienes lograban afinidad, de disfrutar el deporte y la aventura. Uno de sus destinos favoritos fue siempre un lugar donde el clima era distinto, donde los frutos del mar y de la tierra sabían diferentes, donde hacía calor y podían compartir con su padre, el aviador que tantos días se alejaba de la casa, esos momentos que justifican el nombre de familia… A ellos les fascinaba viajar de vacaciones a la playa!

Por todos esos años fuimos con periódica frecuencia a Bahía de Caráquez. Ahí el mar no era lo más atractivo ni atrayente, pero disponíamos de ciertas discretas comodidades gracias a la generosidad de amigos que eran propietarios de un pequeño departamento que nos lo cedían cuando no estaba ocupado. Y allá era donde íbamos cada vez que mis itinerarios me lo permitían; y, sobre todo, cada vez que un convenio entre los aviadores de mi empresa permitía que hiciese uso de mi antigüedad para gozar de licencia. Lástima que para acceder a las ventajas de aquel escalafón, mis prioridades eran todavía muy escasas…

Hasta que algo inesperado ocurrió. Eran los prolegómenos de un fin de semana largo -del consabido y acostumbrado “puente” laboral- y ciertos malestares e inconformidades sindicales propusieron celebrar en forma distinta el ya vecino Día del Trabajo… Para cuando habíamos llegado a la población de El Carmen, localizada a medio camino entre Santo Domingo y Bahía de Caráquez, tuvimos que aceptar la inapelable noticia de que el pueblo había plegado al fervor de un paro decretado. El poblado había querido manifestar su rebeldía y había optado por obstruir la vía que conectaba las principales ciudades manabitas con el resto del país. La carretera se hallaba ahora tomada y completamente paralizada…

Luego de un par de horas de espera optamos por desandar lo andado y, para pena de los hijos y desconsuelo de sus padres, tuvimos que resignarnos ante la lamentable situación que no tenía visos de poder remediarse. Mas, cuando ya nos regresábamos a Quito y mientras tomábamos un refrigerio en Santo Domingo, una fortuita conversación con una pareja de amigos nos hizo, de pronto, avizorar una hasta ahí no explorada alternativa: tomar el camino hacia el norte, hacia Esmeraldas, y probar fortuna en una de las playas de esa provincia, a pesar de que no habíamos anticipado ninguna reservación para nuestro alojamiento.

Había algo de aventurado y temerario en la decisión a tomarse: habríamos de llegar a un lugar todavía no determinado alrededor de las diez de la noche, para solo entonces ahí intentar conseguir hotel o alojamiento en medio, nada menos, de un fin de semana largo! Éramos una pareja joven con cuatro pequeños niños que tan pronto como reemprendimos el trayecto habían empezado a consultar con ávida insistencia: “¿ya llegamos…?, ¿ya llegamos…?

Y… llegamos! Y a la hora prevista! Pero, claro, sucedió lo que debimos haber previsto: que en ninguna parte encontraríamos alojamiento! Rogamos por una habitación para descansar en Tonsupa, Castelnuovo, Atacames, Súa, Same y todos los lugares imaginables… hasta que comprendimos, en medio de un enorme cansancio, que se nos había hecho la medianoche. Optamos por aceptar unas cabañas ubicadas en la playa de Same cuando, para horror de los chicos, uno de ellos descubrió que las jaibas que adornaban la piscina del lugar, también podían encontrarse dentro de los dormitorios y hasta encima de las sobrecamas!

Tuvimos que volvernos a Castelnuovo esa misma noche… y esperar en el auto hasta altas horas de la madrugada, cuando por fin alguien pudo ofrecernos un par de acogedoras habitaciones cuya reservación no había sido confirmada!

Quito, 10 de mayo de 2013
Share/Bookmark

09 mayo 2013

Mudanza de un paisaje

Hacia mediados del año setenta y dos, la Dirección de Aviación Civil -fungiendo quizá sin intención de “tribunal de litigios laborales” -aunque debido a mi edad, bien pudiera insinuarse que de “tribunal de menores” - decidió en forma harto severa, y un tanto intempestiva, adelantar mis vacaciones… En realidad, debería decirse que “en uso de su autoridad y en nombre de la ley” decretó que, debido a un exceso de horas que se había detectado en mi actividad de vuelo, suspendía las prerrogativas de mi credencial y determinaba que debía acogerme, en forma inmediata, a goce indefinido de licencia. La medida equivalía para mí, en cierto modo, al ejercicio postergado de unas vacaciones que aún no había utilizado…

La resolución era la consecuencia de una situación particular que se había presentado en la empresa para la que yo entonces trabajaba: la compañía había venido arrastrando durante esos meses una carencia prolongada de pilotos. La medida venía, por lo mismo a agravar dicha condición empresarial. En cuanto a mi situación personal, equivalía a que entrara a disfrutar de unas semanas de “merecido descanso” que no las había pedido, ni tampoco programado. Debía, por lo mismo, tratar de improvisar unas prolongadas vacaciones en solitario.

Por esos mismos días yo había empezado a hacer alarde (cuándo no!) de un auto de aspecto deportivo y egoísta espacio interior que recién había adquirido. Decidí, por lo mismo y en vista de que nadie estuvo en condición de ofrecerme compañía, realizar un pequeño viaje de descanso a unas playas que entonces empezaban a publicitarse. Yo no había ido jamás al norte del litoral y esta me parecía una adecuada oportunidad para explorar esos parajes. Así fue como, una vez que la disposición administrativa se confirmó como inapelable, fui a casa, recogí unos pocos bártulos y emprendí ese imprevisto viaje a Atacames.

No había por entonces la carretera del nor-occidente vía Nanegalito, Los Bancos y Puerto Quito. El viaje solo podía hacerse a través de Santo Domingo utilizando la vía de Alóag y Tandapi, conocida como de Tata-tambo. Una vez que se llegaba a Esmeraldas, terminaba el pavimento y lo único que existía era un camino de uso semipúblico que podía utilizarse casi exclusivamente en el verano. Se trataba de un sendero sinuoso y mal empedrado, cuya principal característica eran aquellos portones alambrados que interrumpían el trayecto de tramo en tramo.

No existía alternativa, para el conductor, que la de detener su vehículo, acercarse a desenganchar y abrir esas portezuelas, movilizar el coche a través del portón, parar nuevamente el auto, y regresar a dejar la puerta en su anterior situación. Sin embargo, debido a las lluvias irregulares el camino no siempre exhibía un buen estado. No era recomendado, por lo mismo, transitar esa precaria carretera sin conocer previamente su real condición o sin disponer del vehículo apropiado.

Unas tres horas luego de haber dejado Esmeraldas, llegué sin contratiempo a mi destino programado. La playa de Atacames constituía una especie de alargada península que estaba separada, por medio de un angosto estero, de aquel su indigente y descuidado poblado. Unos pocos bohíos y cabañas cubiertas en forma incipiente reflejaban el embrionario esfuerzo turístico y las pobres y aisladas iniciativas empresariales de un lugar que había sido favorecido por aquellas playas hermosas e interminables. Era un rincón que, por su propia naturaleza y por la falta de infraestructura, estaba condenado al olvido gran parte del año.

Atacames era entonces un lugar tranquilo y alejado. Cuando los necios mosquitos vinieron aquella misma tarde a darme su acostumbrada bienvenida, enseguida me lancé al mar a disfrutar del océano y de su incesante jugueteo. Al apreciar el solitario paraje, nunca me hubiese imaginado del desarrollo inusitado que esa y otras playas cercanas habrían de tener tan solo unas pocas décadas más tarde.

Quito, mayo 10 de 2013
Share/Bookmark

07 mayo 2013

Para evitar las arrugas...

Desde muy niño creí advertir que había uno como mensaje oculto, una suerte de significado subrepticio y secreto que parecía estar contenido en ciertos nombres y palabras… O, por lo menos, creo que accedí al extraño convencimiento de que ciertos vocablos ejercían un repentino y curioso sortilegio: nos impelían a evocar episodios que no tenían la apariencia de estar emparentados y nos invitaban a recordar circunstancias que no parecían estar relacionadas con su significado.

Esto me habría pasado la primera vez que, en un paseo familiar, fui a conocer el lago de San Pablo. Intuyo que a pesar de mi corta edad, y debido a mi incipiente formación religiosa, ya relacionaba entre sí los nombres de los más conspicuos representantes del santoral cristiano: los apóstoles San Pedro y San Pablo. Y, así como habría relacionado el nombre del primero con la voz “piedra”, parece que por un motivo que no logro explicar, ya asociaba la palabra “tabla” con el nombre del discípulo que habría escuchado esa voz misteriosa en el camino de Damasco...

¿Por qué relacioné, en forma prematura, con unas tablas o con unos elementos de madera al insigne converso que obedecía al nombre de Saulo? Sugiero que tal vez tuvo que ver con mis primeras impresiones de aquel casi olvidado paseo a la laguna andina. Debí haberme impresionado por el reflejo del retaceado cerro -el “taita” Imbabura- sobre las aguas del lago, visto desde el borde cenagoso de las marismas; pero lo que con seguridad espoleó mi imaginación fue aquel agreste paisaje de totoras donde las barcazas parecían merodear sin prisa en medio del disperso pajonal de los marjales.

Pero, quizás pudo haber algo más… Y quizá fueron aquellas precarias dársenas entabladas que asomaban en forma ocasional en el borde mismo del estanque; aquellas estructuras que servían de pasadizo de acceso a los esporádicos bares y lugares turísticos que ofrecían sus productos y viandas. Esos tablados estaban sustentados en frágiles pilotes de eucalipto y sus duelas artesanales mostraban hendijas considerables por las que era fácil observar las aguas subyacentes y aun los abundantes peces que ávidos se desplazaban buscando su alimento.

Nada debió sorprenderme tanto, sin embargo, como haber sido acompañado a uno de aquellos aislados rincones que fungían de “servicios higiénicos”, donde la loza del sanitario había sido instalada sobre la propincuidad de las aguas y por encima del nivel donde traviesa pululaba una infinidad de peces multicolores… Por ello quizá cuando hoy escucho el nombre de San Pablo, pienso en esos “retretes con paisaje inferior”, o en aquellas letrinas cuya improvisación habría obedecido a fortuitas circunstancias… Y supongo que las habría utilizado no sin cierta desconfianza: alguien me habría advertido que debía tener cuidado con los peces de mayor tamaño que saltaban para picar a los desprevenidos forasteros…

Ah, las palabras con sus recados y los vocablos con sus mensajes! Más tarde habría de asociar -y quizás por similares motivos- el nombre propio de Esmeralda (la esposa de uno de mis tíos) con las alhajas y los zarcillos; y otro nombre, el infrecuente de Zelandía, no con el de un país ignoto y lejano, sino con la imagen de una elegante mujer costeña de vestir desinhibido que venía a visitar a la abuela ciertas frías tardes de sábado. Sus pródigas carteras siempre habrían de coincidir con el color del nutrido repertorio de su inagotable muestrario de calzado.

Alguna vez exhibió un modelo de calcañares transparentes que insinuaba una sensual desnudez; fue la misma tarde que le confesó a la abuela que ella hacía un esfuerzo para no reírse jamás… Había descubierto el secreto de la juventud: que el cutis de las personas se arrugaba con el rictus que los rostros adquirían al ceder al impulso irresistible de celebrar el humor con un gesto de sonrisa… Ella evitaba el festejo del ingenio ajeno por un motivo parecido al que alguna vez apuró mis aprehensivas y fugaces visitas a los modestos orinales del lago de San Pablo…

Quito, 7 de mayo de 2013
Share/Bookmark

06 mayo 2013

Mi reino, el de otro mundo

Pienso que probablemente existan muy pocos privilegios más gratificantes en la vida que el de poder dedicar nuestro tiempo a una actividad que nos apasione y satisfaga; y que, al hacerlo, logre llenarnos de un alto nivel de realización. Mayor será el sentido de plenitud cuando hayamos llegado a una cierta edad y -a pesar de nuestros años-, todavía nos esté permitido el ejercicio de aquella actividad, cuando ya hayamos adquirido un cierto grado de experiencia y de destreza para realizar esa prolongada ejecución… Eso es, realmente, para agradecerle a la vida!

Creo que este tipo de reflexión es válido para toda forma de actividad humana, trátese de un entretenimiento, de alguna forma de arte, de un oficio o profesión. No se me ocurre qué puede ofrecernos más satisfacciones que efectuar algo que nos gusta, que nos llena de satisfacciones y poderlo ejercitar con laboriosidad, con celo por su exactitud, con el placer de hacerlo con pericia y dedicación.

Sabido es que existen muchas formas de realizar una tarea; conocido es aquello -recogido en la expresión inglesa-, de que hay muchas maneras de “despellejar al gato” (“there are many ways to skin the cat”). Empero, siento que hay una sola forma de realizarlo con refinamiento y excelencia; solo hay una forma de hacerlo tan bien; que, a su vez, supere -de un modo u otro- a todas las demás.

¿Cómo aprendemos a hacerlo? Y, lo que resulta más importante: ¿cómo es que aprendemos a distinguir esa óptima manera? Pienso que por medio de múltiples estrategias: por medio del aprendizaje; gracias al estudio o la lectura; como resultado de meditar en nuestros errores y fracasos; observando a los que saben hacerlo con maestría y eficiencia. Nada es tan importante, sin embargo, como el no sabernos contentar con lo que parece “suficientemente bueno” pero que no consigue la perfección. Nada nos aleja tanto de la excelencia como cuando nos dejamos avasallar por la complacencia y transigimos ante la mediocridad.

Esto quizá sea lo que desde temprano aprendemos en la actividad aeronáutica: esa búsqueda, y la posterior ejecución, de aquella “mejor manera” para efectuar con elegancia y alto sentido de eficiencia nuestro delicado y humilde quehacer. Hubo una etapa para observar y aprender de los otros, de aquellos que mejor lo hacían; una para dedicar nuestro tiempo al estudio e introducirnos en los elementos de su materia y concepción técnica; otra para tener la oportunidad de la práctica dirigida y el repetido ejercicio; otra para recibir consejo y orientación. Esto nos fue dando la oportunidad para cotejar lo ideal con lo que ya hacíamos. Nos fue entregando, cada vez, nuevos secretos para dominarlo y hacerlo mejor.

Es probable que no todos estemos dotados de una especial capacidad de discernimiento, aquella que nos permite distinguir entre lo que parece que “ya está bien hecho” y esa única forma de hacerlo con absoluta satisfacción. Visto de este modo, sin esa capacidad de autocrítica el resultado pudiera parecernos el mismo y no estaríamos en capacidad de saber evaluar por qué es que el otro método -el que otros emplean o se nos sugiere- es más ventajoso y superior.

La aviación me sigue regalando a mis años -que bien sé que serán los postreros para realizar su mágico ejercicio- la renovada oportunidad de seguir intentando la práctica de la excelencia; para seguir aprendiendo de los que me acompañan o me asisten. También, para seguirles insinuando que existen otras alternativas; para seguirles transmitiendo lo que yo alguna vez aprendí de los otros; de lo que me fueron enseñando mis propios errores, o las dificultades y contratiempos. Así fue que aprendí, allá arriba en el cielo, que nuestro reino -el de los aviadores- “no era un reino de este mundo”, y que a él solo se accedía a través de los senderos del escrúpulo, de los peldaños del empeño y de las puertas de la obstinación…

Casablanca, la nuestra, 3 de mayo de 2013
Share/Bookmark