30 julio 2013

De polvos y cenizas

Estamos a las puertas de agosto, mes de vientos y de ventarrones. Y este agosto, en particular, se anuncia a sí mismo como un mes de verano que va a dar mucho que hablar. Y la razón es obvia: la ubicación geográfica del nuevo aeropuerto de Tababela promete características adversas para el vuelo de los aviones, que van a propiciar muchos comentarios y cuestionamientos. En este sentido, bien puede decirse que el fenómeno que vamos a experimentar va a ser inédito.

Ya habíamos advertido con anterioridad que debido al requiebre del terreno en el área de Guayllabamba, ubicada a su vez en la zona norte del nuevo aeropuerto, los vientos encontrados y la turbulencia iban a crear serios inconvenientes para la operación de las aeronaves. Este fenómeno se complica en esa zona porque es justamente ahí donde deben maniobrar las aeronaves en el acercamiento previo a su inminente aterrizaje. Este era un factor menos influyente cuando se operaba hacia el viejo aeropuerto capitalino, por una razón sencilla: esa zona no resultaba aledaña a la pista de aterrizaje; además se la sobrevolaba con mayor altitud.

Pero estoy persuadido que sobre Guayllabamba sucede algo especial: debido a la sequedad del terreno, el aire se calienta con facilidad, alimentando las ráfagas y rachas que se van produciendo. En otras palabras, la turbulencia no sólo depende de la irregularidad del terreno, sino que se exacerba con la intensa sequedad que caracteriza al sector. Estoy convencido que el influjo de la orografía sería menos perjudicial para las operaciones de vuelo si se emprendería en un perseverante programa de reforestación. Con ello se reduciría además la presencia de polvo.

Por estos mismos días, se ha venido a sumar -a la presencia del polvo de verano- la copiosa ceniza que en forma inusual ha estado emanando del inquieto volcán Tungurahua. El resultado ha sido que los prolegómenos del verano se han dejado apreciar por esos dos extraños factores: el polvo y la ceniza.

De muchacho me llamaba la atención cómo esas dos palabras se encontraban a menudo asociadas. Esta impresión debe habérseme contagiado por la litúrgica celebración del miércoles de ceniza, que daba comienzo a la cuaresma (cuarenta días antes de la pascua). Ahí, con el rito de la cruz de ceniza sobre nuestra frente, se nos exhortaba a un acto de contrición y de penitencia, y se nos recordaba que éramos polvo y que en polvo habremos de convertirnos. Siempre me pregunté el porqué de aquella asociación. ¿Por qué se les recordaba a los fieles católicos de su condición de caducidad -aquella de que un día volverían a ser polvo- con una marca irregular que no empleaba barro (polvo) sino, más bien, ceniza?...

Un día encontré en una librería una novela nacional con un título sugerente, se trataba de “Polvo y ceniza” de Eliécer Cárdenas. Era la historia de un Robin Hood criollo, el incorregible bandolero lojano Naún Briones. Sin embargo, años más tarde leyendo "Dublineses", las historias breves de Joyce, me topé con el mismo título en uno de sus capítulos… Por un momento quise creer que el título de la novela nacional no gozaba de originalidad, hasta que descubrí que la expresión tenía más bien un origen bíblico. Era parte de una frase atribuida a Abraham: “He aquí que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”.

Es curioso, de otra parte, el empleo que suele darse en el habla coloquial a la voz “polvo”; similar al uso que recibe el término “ceniza”, como cuando expresamos una cierta condición de precariedad. A veces los vientos nos amenazan con sus inusitadas ráfagas, con sus zigzagueos y con su polvo; y parecen sugerirnos que un día habremos de terminar convertidos tan solo en etérea y volátil ceniza…

Quito, Julio 30 de 2013
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29 julio 2013

Disquisiciones perrunas

Quién lo hubiera dicho! Fue aquella una desgracia que me habría de marcar para toda la vida, fue lo que otros llaman un “turning point”! Desde ese momento, o desde que me sucedió aquél insólito episodio, puede decirse que todo adquirió un rumbo distinto; fue lo que los humanos llaman “una desgracia con felicidad”…

Todo comenzó aquella tarde que nos llevaron al parque y nos subieron en la parte de atrás de esa camioneta de cajón. Conducía el hijo de don Álvaro, que es un poco apresurado para manejar. Por eso, él no se ha de haber dado cuenta que estuvo tomando las curvas con exceso de velocidad. Me habían llevado a la peluquería esa misma mañana y ese es el motivo por el cual, como me habían cortado las uñas, no podía agarrarme para mantenerme en equilibrio e iba de un lado para el otro en ese maldito cajón. Así, cuando ya íbamos llegando al pueblo, lo que tenía que pasar pasó… dieron una curva brusca y me caí del balde, donde yo estaba con los demás perros, y fui a dar con mis greñas en la cuneta lateral!

El susto no me dio tiempo para nada; cuando traté de perseguir al auto que nos llevaba, yo estaba ya muy estropeado como para intentar esa proeza. El carro tomó raudo por un sendero sinuoso y, a pesar de mis esfuerzos, pronto se perdió en la distancia! Mis otros compañeros se pusieron a ladrar, pero me pareció que no lo hacían con el debido entusiasmo… Interpreté, sin embargo, que me dejaban un mensaje: “espérate nomás, que ya te vendremos a recoger”. Por eso me quedé a esperar, aunque nunca volvieron ni cuando se hizo la noche… Ahí, empezó a darme miedo porque otros vehículos seguían pasando a gran velocidad!

De pronto se hizo más oscuro y empecé a sentir un poco de hambre. A esas horas se me hacía evidente que no se habían dado cuenta que me había caído. Hoy, ya en retrospectiva, pienso que el hijo de don Álvaro no solo que jamás se habría dado cuenta que me había apeado, sino que habría creído que yo nunca me había subido con los demás perros, al momento de embarcarnos para ir al parque!

Yo seguí esperando, hasta que comenzaron a apagar las luces de esos almacenes donde se compra comida y otras cosas. En eso, se me acercaron unos muchachos que yo creí que me invitaban a subir a otro carro para llevarme de vuelta a casa. Debo confesar que me trataron con afecto; en seguida pude darme cuenta que no me llevaban a mi casa sino a otro barrio. No era que me habían raptado, pero creo que viéndome ahí en la calle, tan solo e indefenso, deben haber pensado que se habían encontrado con un perrito abandonado y les pareció normal llevarme a su casa y ofrecerme un nuevo hogar. Tenían ellos una tienda de abastos donde abundaban las golosinas, por lo que al principio -al menos- no me sentí tan mal.

Pero pasaron unos pocos días y fue cuando ya comencé a extrañar… Sentía nostalgia por mi amo, por cómo él me consentía y me mimaba, me rascaba en el cogote y me regalaba comida cuando yo le hacía caso y me ponía a girar. Yo hasta dormía en su cama y me ponía todo el tiempo a sus pies esperando que me llame por mi nombre y me invite a recostarme en su regazo. Fue cuando me agarró la depresión y hasta estuve a punto de lanzarme debajo de un camión… Entonces pasó lo que pasó; y no sé cómo fue que percibí aquel olorcito familiar y reconocí que la María, la empleada de don Álvaro, había estado justo caminando por ahí!

Así es cómo volví otra vez a mi primer hogar. Hoy le agradezco al cielo porque soy un caniche bien tratado. Tengo ya cuatro años, lo que en mi especie equivale a haber superado la pubertad. Tengo hasta una compañera! A veces don Álvaro no puede llevarme consigo; entonces me quedo solo en la casa, pero como él también me extraña, suele llamarme por teléfono, me dice “Pojque, Pojque” y no se queda tranquilo hasta que me escucha ladrar… Pobre don Álvaro, ha de llevar una vida de a perro! Dizque no puede ni concentrarse en su entretenimiento favorito sólo por estar pensando en mí; dicen sus amigos que pierde casi todos los partidos y comentan que él lo deja todo, con tal de venirme a acompañar…

Quito, julio 29 de 2013
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26 julio 2013

Lo justo y lo necesario

La información de prensa relacionada con asuntos técnicos peca muchas veces del vicio de ambigüedad. Me pregunto si esto solo se debe a falta de prolijidad o de profesionalismo, si a la carencia de un conocimiento básico, o si a un inconciente afán por informar buscando lo sensacional. Es más, son los mismos titulares -que encabezan dichas informaciones- los que sugieren diversas interpretaciones, las mismas que en muchos casos llegan a ser opuestas y harto contradictorias.

¿Cómo entender por ejemplo el titular que aparece día 24 de julio en el diario El Comercio en el sentido de que “Tababela opera con lo necesario” (sic)? ¿Acaso quiere decir que tan solo opera con “lo justo”? ¿Quizá que “no le hace falta nada”, porque ya tiene “todo lo necesario”? O, simplemente, que sus equipos satisfacen los estándares internacionales que son requeridos?

De otra parte, hay veces que se desorienta innecesariamente a los lectores cuando se confunde lo particular con lo general; de la información que se proporciona parecería que la información relativa al control de radar en la aproximación, equivale al conjunto de ayudas técnicas que se ha dotado a la nueva pista del aeropuerto quiteño, ayudas que son necesarias para la eficiente y segura operación de las aeronaves. No obstante, esto no es exacto: los controles de radar, tanto de aproximación como de área terminal, solo constituyen parte de las instalaciones necesarias para el control y la operación de los aviones que utilizan el aeropuerto capitalino.

Es muy probable que en cuanto a los radares en mención, estos satisfagan los estándares requeridos; sin embargo, insisto en el convencimiento de que una vez que las aeronaves están ubicadas en la prolongación del eje de la pista (tramo final), estas deben contar con un ILS (sistema de aterrizaje por instrumentos) que se caracterice por tener una más alta precisión con el respaldo de una más alta categoría. Solo así podrán desarrollarse con relativo éxito las operaciones aeronáuticas en condiciones de baja visibilidad causadas por lluvias y tormentas, o por lo que parece que no fue debidamente anticipado: la niebla o neblina.

La razón que exhibe la noticia para que en el nuevo aeropuerto se pueda operar con menor visibilidad que en el antiguo, también es incorrecta; hoy las aeronaves pueden operar con menos visibilidad no por la presencia de dos radares, sino simplemente porque ahora sí pueden hacer uso del sistema de aterrizaje que se mencionó anteriormente (ILS), el mismo que por la excesiva gradiente en la aproximación desde Monjas no podía ser utilizado normalmente en el antiguo aeropuerto. Lo que no se dice, o se dice parcialmente, es que el actual sistema ILS que se ha dotado a Tababela no es el más óptimo que pudo haberse instalado.

Lo que sí constituye el colmo de la desinformación y, se convierte en testimonio de que muchas veces se da información sin ton ni son y, sobre todo, que con tal de hacer cualquier declaración se emiten criterios inexactos e incompletos (por parte de quienes no están autorizados técnicamente, con lo que se demuestra  que hay quienes tampoco saben de qué están hablando), es lo relativo al “wind shear” que se presenta en el nuevo aeropuerto. Esta es una expresión que quiere decir “cortante de viento”; por lo mismo, causan hilaridad las declaraciones que habría hecho un personero municipal en el sentido de que se habría instalado un “wind shear” en Tababela (?), lo cual, a más de ridículo, tampoco sería factible.

Lo que pudo haberse instalado es un “equipo de detección de WS” para alertar a los pilotos. Este equipo no ha sido provisto, por lo que tampoco es cierto! Es una lástima que los principales medios de prensa no se hagan asesorar en forma adecuada cuando tratan de temas aeronáuticos. Mal hacen también los políticos en meterse a hablar de asuntos técnicos. El tema resulta tan ridículo como que los pilotos incursionarían en la tarea de opinar acerca de asuntos médicos…

Casablanca, 25 de julio de 2013
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23 julio 2013

Referentes y paradigmas

Tiene lo que uno de mis buenos amigos llamaría “una sonrisa amable”. Es que, hay algo en su mirada, en su forma de caminar y aun en su misma apostura, que denuncian un cierto aire de timidez que invitan a tenerle simpatía. A punto de triunfar en los más importantes eventos de golf en los que interviene, y sin que medie una razón aparente, de pronto comete errores incomprensibles cuando ya todos lo consideran como favorito. La prensa deportiva reconoce en él su raro y atractivo magnetismo y, dada su popularidad, lo compara con el legendario Arnold Palmer. Es un zurdo con un juego corto de antología, ya ha conquistado cinco torneos grandes. Su nombre es Phil Mickelson.

Hasta hace solo una década, Phil no lograba triunfar en los principales torneos de golf conocidos como “Majors”. Tanto lo eludían los llamados “grandes”, que se lo empezó a identificar como al gran jugador que no había logrado conquistar uno de aquellos torneos. Sin embargo, pronto resultaría vencedor en el Masters de Augusta, torneo en el que luego ha repetido como ganador en tres años distintos. Más tarde habría de conquistar el campeonato de la asociación profesional de golfistas (PGA Championship), otro de los grandes premios que lo habían eludido.

Pero habría de ser el torneo abierto de los Estados Unidos (US Open) el que le depararía el mayor número de frustraciones profesionales, pues habría de quedar segundo nada menos que en seis ocasiones distintas! Para un hombre de hogar, y padre generoso, que procura compartir con su esposa e hijos muchos de los eventos en los que participa, aquella medicina amarga -la de no convertirse en el ganador en un campeonato cuya jornada final acaece justamente en el domingo cuando se celebra el “Día del Padre”- habría constituido para él un recurrente y desalentador desenlace; un final triste, inesperado y sorpresivo.

Todo ha cambiado este último fin de semana con su inapelable triunfo en el “Abierto Británico”. Este es el más prestigioso de los cuatro torneos estelares; y en él Mickelson no había conseguido hasta aquí una posición que esté de acuerdo con sus realizaciones y pergaminos. El torneo se lo realiza cada año en campos diferentes que se escogen entre los países del Reino Unido; es tan grande su importancia que no es conocido como el “Abierto Británico” sino simplemente como “El Abierto” (“The Open”), para subrayar el reconocimiento ecuménico que respalda su bien ganado prestigio.

No puede olvidarse que si tal vez el golf no fue inventado en esas latitudes (pues hay diferentes teorías en este sentido), fueron definitivamente los británicos quienes establecieron las reglas del juego y organizaron su práctica inicial para sentar las bases que le han dado el reconocimiento que ha conseguido. Además, existe algo que hace más difícil la participación exitosa de los jugadores de origen norteamericano: el torneo se lo realiza en canchas de tipo “links”, las mismas que, aunque carecen de los obstáculos que caracterizan a los campos a los que ellos se han acostumbrado, disponen en cambio de profundas trampas de arena que obligan a los participantes a utilizar tácticas y estrategias distintas.

Phil es un hombre corpulento y bonachón; algo en su caminar y en su actitud, le dan esa apostura que en él parece tan característica. Si algo llama la atención, en sus mejores y más importantes triunfos, es la continua presencia de su querida familia. Su esposa tuvo que batallar no hace mucho con una cruel e impredecible enfermedad, mientras él tenía que repartir su atención para satisfacer su actividad deportiva. Debido a su extraordinaria habilidad, pero sobre todo, a su espontaneidad, sencillez y simpatía, Phil Mickelson se ha convertido en un golfista paradigmático que no tiene empacho en que se lo identifique como lo que es: un extraordinario ser humano, y un tierno y afectuoso padre de familia.

Casablanca, 23 de julio de 2013
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19 julio 2013

La historia de mi vida

“The story of my life

is very plain to read

it starts the day you came

and ends the day you leave”

Neil Diamond.“The story of my life” (no requiere traducción)

En una aerolínea con numerosas tripulaciones, es poco probable que volemos con un primer oficial conocido; de hecho, lo más factible es que volemos con esa persona por primera vez. Es mínima la referencia que los comandantes podemos tener de sus horas de vuelo, de sus habilidades o desempeño. Por ello, nuestro primer diálogo siempre incluye preguntas relacionadas a su experiencia reciente o a su tiempo total en el avión. De esta manera, los pilotos sabemos qué podemos esperar de nuestros copilotos, o qué sectores y aterrizajes les podemos delegar.

Hacia la mitad del vuelo, ellos devuelven nuestra curiosidad. Quieren saber los tipos de aviones que hemos volado, el cómputo de nuestras horas de vuelo, las aerolíneas en las que hemos trabajado, el tiempo que llevamos en ese avión que nos une en una misma tripulación. Esta entrada quiere representar una versión ampliada de las respuestas que a ellos les ofrezco. Algo así como su versión digital:

Terminado el colegio se me brindó la inmediata oportunidad de viajar a USA a realizar mi curso de aviación. Tuve la suerte de a entrenarme en una academia de vuelo que tenía enorme reputación: Flight Safety. En medio de mi curso de instrumentos, fui llamado en forma urgente para que me incorporase a TAO, mi primera aerolínea, como copiloto del DC-3. Corría el año 1970; era solo un muchacho de 18 años. En mi curso inicial me había demorado en volar “solo” por primera vez; recuerdo que tenía una cierta dificultad con los vientos cruzados…

Un día, ya como copiloto, y mientras el capitán realizaba algún menester en la parte trasera del avión, me metí sin darme cuenta en un gigantesco y aterrador cúmulo-nimbo que me dejó “espantado” por algún tiempo. Esa tarde habría de aprender mi primera gran lección aeronáutica: “Hay veces que es mejor estar afuera, queriendo estar adentro; que adentro, queriendo estar afuera…” Mi único sueño, por esos días, era ganarme el reconocimiento como “un buen copiloto”.

TAO había adquirido por esos días un flamante avioncito STOL, era el Twin Otter con capacidad para veinte pasajeros. Era “la niña de los ojos” de su propietario, mi tío político el capitán Gonzalo Ruales. Para mi sorpresa, cuando sólo tenía 19 años, fui recomendado para entrenarme como comandante… Puedo decir, sin temor a equivocarme, que esos fueron los tres o cuatro mejores años de mi vida profesional. Fueron un reto permanente y un continuo aprendizaje. Pronto TAO tuvo que cerrar temporalmente sus puertas y fui a volar las “machacas” (Pilatus Porter) que la Texaco operaba en Lago Agrio. Ahí estuve por algo más de dos años.

En noviembre de 1976, fui aceptado como copiloto en Ecuatoriana de Aviación. Un par de años después fui chequeado como comandante de un Boeing 707. Tenía veintisiete años! En Ecuatoriana habría de volar algo más de 16 años; hacia el final fui entrenado para operar el Airbus A310. Luego pasé a Saeta -otra difunta aerolínea- por motivos que aquí no es necesario comentar; para entonces había intuido que era inminente el cierre de esa empresa en la que había creído que trabajaría hasta retirarme. Sin embargo, pasados otros dos años, también advertí que Saeta tampoco habría de tener un futuro promisorio.

Fue así como “crucé el charco” y fui a parar en Korean Air; ahí operaba el A300-600, una versión más grande del A310. Fue una fabulosa experiencia y siempre comentaré que las condiciones del contrato no dejaban nada qué desear. Pero, era un tipo de relación llamada “commuting” que implica trasladarse al lugar de residencia una vez por mes… Pronto habría de darme cuenta que las bondades del contrato no pagaban los estragos que me producía la movilización. Por ello, no dudé en aceptar una posterior propuesta de Singapore Airlines (SIA) para volar el Airbus 340 con base en Singapur, acompañado de la familia.

Cinco años después (2002) fui promovido al Boeing 747-400. Si incluyo los tres años que fui asignado a una empresa subsidiaria de la SIA, basada en Shanghai, puedo decir que trabajé para Singapore Airlines por un total de catorce años. Al cumplir mi edad de retiro, opté por “colgar los guantes” en forma temporal. Mas, una propuesta inexcusable me ha hecho volver a los fierros con una aerolínea que me basa en Arabia y que opera unos quince aviones: Air Atlanta Icelandic.

Ayer nomás me preguntaban si me siento realizado como aviador… En total he volado por algo más de cuarenta y tres años, he registrado algo más de 32.000 horas en mi bitácora, en su mayoría como piloto al mando… Para un muchacho que tuvo problemas con los vientos cruzados, que se demoró en volar “solo", que se dejó asustar por las astas del toro y que sólo aspiraba a ser un “buen copiloto”… Creo que no ha estado tan mal, que tengo que agradecerle con humildad a la vida y, sobre todo, que no me puedo quejar!

“The story of my life

begins and ends with you

the names are still the same

the story is still the truth”

Quito, 19 de julio de 2013

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17 julio 2013

Manuales de urbanidad

Los hermanos de La Salle habían diseñado, en mis ya lejanos tiempos escolares, un escueto folletito de pasta blanda que lo vendían en la “Procura”; se llamaba “Manual de urbanidad”. Aquel ligero protocolo fue parte de nuestro curriculum académico y, aunque tiempo hace que lo habré extraviado, él me ha servido de referencia para mis intermitentes buenos modales. Mas, su precoz preeminencia habría desanimado uno de mis más tempranos propósitos: la elaboración de un somero manualito con un título que nunca supe si hubiera conseguido el auspicio de la originalidad. Tratábase de un breve compendio denominado “Manual para sonarse los mocos en público y otras instrucciones para hurgarse la nariz”.

Lástima que pronto desistí de aquél empeño; no siempre fue la perseverancia una de las características que identificaron mi personalidad. De otra parte, nunca me gustaron los títulos muy largos (es probable que esto se deba a mi prurito obsesivo compulsivo). Además, debo haber leído en idéntico librito que no era de buen gusto referirse a ciertos menesteres relativos a los humores nasales; en él ya se censuraba el solo hecho de que a los grumos se los tenga que mencionar.

Por ello que, probablemente, se me habría antojado aún más difícil el intentar siquiera otro que patentara una más específica especialidad: el “Manual para extraerse silenciosamente las secreciones nasales durante la madrugada cuando se duerme acompañado”… Lástima, dirán ustedes, que uno tenga que ocupar su tiempo en esas profundas elucubraciones, cuando -por culpa del inmisericorde cambio de hora- tiene que pasarse “como mudo” por unas cuantas horas hasta que la madrugada le regale las licencias que otorga el luminoso despertar…

Es curioso cómo estas enjundiosas cavilaciones pueden ocupar nuestra atención en la silenciosa cláusula del amanecer... Es que, a mí me pasa, cuando llego desde Arabia, que me toma toda una semana poder acoplarme a un régimen aceptable de sueño-vigilia. Así, no es improbable que los primeros días descubra que me he despertado tan temprano como a las dos o tres de la mañana! El iPad ha venido a constituirse en una bendición en este aspecto, toda vez que permite acceso a variadas fuentes de lectura e información, sin que se tenga que utilizar un tipo de iluminación que se convierta en molestoso para los que nos acompañan.

Quito es, por ventaja, una ciudad muy silenciosa -y tranquila- durante las horas nocturnas. Sin embargo, dada la ubicación de mi residencia, ese mismo silencio adquiere un contraste amplificador en las prematuras horas del prolegómeno matinal. Hay, en este aspecto, solo algo más molestoso que un ocasional y poco solidario impulso ajeno por ponerse a roncar… Me refiero a la absurda moda que se ha adquirido de instalar estentóreas alarmas en los edificios de la ciudad!

Este inaudito ruido (que parecería que a nadie perturba y al que todos se han terminado por acostumbrar) se ha ido convirtiendo en la forma más común y menos civilizada de conjugar el verbo incordiar. En cualquier sitio, y a la hora menos imaginada, un clamor isócrono y desesperante inicia aquél infernal in-crescendo con su fastidioso y ridículo (y ya inefectivo) aullar. Tal parecería que el tranquilo vecino -y aun el propio dueño- se fue acostumbrando a la anodina advertencia y su propósito se ha convertido más bien en desventaja: los rateros ahora saben que una pesquisa es improbable en medio de tan diabólico ulular.

Así y todo, quienes -como yo- no terminan por acostumbrarse a estos escarceos, procuran realizar el menor ruido posible para no interrumpir el sagrado sueño de lo demás. En esa fase de silenciosa penumbra, uno espera con profunda impaciencia el lento transcurrir de las horas, para -sólo ahí- ceder a la urgencia de cepillarse los dientes o incluso a la más furtiva tarea de sonarse la “raniz”...

Quito, 17 de julio de 2013
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15 julio 2013

Poner las “bardas” en remojo?...

Tal parecería que esta vez no debería culpar al “jet lag” como motivo para mi primer desvelo vacacional; sino más bien a la delicada amonestación que me han hecho en el sentido de que no es correcto utilizar el sustantivo “barbas” cuando se usa la castiza sentencia de “poner las barbas en remojo”. En efecto, parecería existir una postura, respaldada por un sector intelectual, en el sentido de que el término correcto a emplearse es el de “barda” -que no barba-, con el significado que la voz tiene, que quiere decir valla, seto o tapial (o también maleza silvestre).

Arguyen quienes me han hecho tal reparo -o reprensión- que la frase no es sino parte de un viejo aforismo castellano que exhorta lo siguiente: “cuando veas las bardas de tu vecino quemar, pon las tuyas a remojar”. Con tal premisa, es lógico suponer que si reemplazamos bardas por “barbas”, la oración pierde su natural intención y la frase no consigue un coherente significado. En efecto, ¿cuál sería el sentido de remojar nuestras barbas, si vemos que se incendian las del vecino?... Sin embargo, si algo he aprendido de la aviación es no dar por cierto todo aquel conocimiento que tiene apariencia de novedoso, hasta cotejar su real sustento. Por ello que he decidido hurgar en el origen e historia del contencioso proverbio!

De investigaciones ya realizadas por varios lingüistas puedo deducir que la frase original -y que data de por lo menos cinco siglos- es como sigue: “Cuando las barbas de tu vecino veas ‘pelar’, pon las tuyas a remojar”. El experto Ricardo Soca proporciona una muy extensa explicación en la página “elcastellano.org” y empieza por comentar que: “En alguna de las variantes modernas, el verbo ‘pelar’ -que significa más bien afeitar- ha sido sustituido por ‘arder’, ‘cortar’ o ‘rasurar’, pero la idea del refrán es que debemos aprender de los males que sufren los demás para no caer en los mismos errores y sufrir idénticas consecuencias”.

Es importante resaltar que el uso de “barda” -en lugar de barba-, en el conocido apotegma, no existe en ningún documento o refranero antiguo y, sobre todo, en los principales diccionarios de la lengua. Las expresiones que se encuentran entre los más antiguos documentos, hacen invariablemente referencia a “barbas” con intención de escarmentar, y a tener las propias quijadas listas para la hora de ser atendidos por el barbero. Hacen notar los entendidos que la frase, como tal, ha dejado de ser usada en las últimas revisiones del diccionario de la RAE. Debido probablemente, sugiero yo, a esta fresca como inusitada controversia…

Tanto el diccionario de uso del español, de María Moliner, cuanto el prestigioso y esencial “Tesoro”, de Sebastián de Covarrubias (1611), harían referencia al axioma con el uso de barba y no de barda. Es más, el mismísimo diccionario de Autoridades, en su primera edición (1726), ya incluiría el adagio como parte de la extensa relación de la voz “barba”. Sin embargo, lo más decidor y contundente sería la referencia a la expresión latina en la que se basaría el uso posterior de la nuestra: “Barbam propinqui radere, heus, cum videris, prabe lavandos barbula prudens pilos” (Cuando veas afeitar la barba de tu vecino, ten la prudencia de poner la tuya a remojar). Pregunto: ¿qué puede ser más concluyente?

Además, existirían múltiples y valiosas referencias literarias, tan ancianas como la perteneciente al Arcipreste de Talavera (temprano siglo XV); o autorizadas, como la vinculada a la pluma de Benito Pérez Galdós (1876). Mientras tanto, no existe ninguna referencia antigua del uso de la otra voz que se reclama: “barda”. Al contrario, las únicas que se encuentran son más bien de aparición reciente…

Existiría también una prueba adicional, que me comprometo a verificar en las próximas semanas. Parece que idéntica moraleja, con el sentido de barbas y no de tapiales ardientes o de vallas incendiadas, existe en lengua árabe y tal vez la pudimos haber tomado prestada en el tiempo que los moros dominaron España (Al-Andalus). Así que… a poner las barbas en remojo! (que no las “bardas”)…

Quito, 15 de julio de 2013
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14 julio 2013

La alegría de madurar *

Anoche soñé con mercurio – enormes glóbulos brillantes de azogue que subían y bajaban. El mercurio es el elemento número 80, y mi sueño es un anuncio de que en pocos días voy a cumplir 80. Los elementos y los cumpleaños se me han entrelazado desde mi infancia, cuando aprendí los números atómicos. A los 11 podía decir “soy sodio” (el elemento 11); y ahora mismo a los 79, soy oro. Hace pocos años, cuando le obsequié a un amigo una botellita de mercurio por su octogésimo aniversario –una botella especial a prueba de golpes y de fugas- me dirigió una mirada extraña, pero después me envió una carta encantadora en la que me bromeaba: “me tomo un poquito cada mañana por mi salud”.

Ochenta! Casi no lo puedo creer. A veces me parece como si la vida fuera a comenzar, solo para darme cuenta que ya casi se acaba. Mi madre fue la décima sexta de 18 hijos; yo fui el cuarto de sus cuatro vástagos, y casi el más joven entre los primos del lado de su familia. Siempre fui el menor de la clase en secundaria. He retenido esa sensación de ser el más joven aunque casi soy la persona más vieja que conozco. Pensé que me moriría a los 41 cuando tuve una mala caída y me rompí una pierna mientras ascendía por mi cuenta. Me entablillé la pierna lo mejor que pude y traté de bajar la montaña torpemente con mis brazos. En las largas horas que siguieron me asaltaron memorias, buenas y malas. La mayoría fueron de gratitud -gratitud por lo que otros me habían dado y gratitud, también, por lo que pude reciprocar-. “Despertares” se había publicado el año anterior.

Me acerco a los 80, con una serie de problemas médicos y quirúrgicos, ninguno que incapacite, y me contento de estar vivo. “Me alegro de no estar muerto!” exclamo sin querer cuando el clima está perfecto. Estoy agradecido de haber experimentado tantas cosas –unas horribles y otras hermosas-, que he podido escribir una docena de libros y que he recibido incontables cartas de amigos, colegas y lectores. Me apena haber desperdiciado (y que todavía desperdicio) tanto tiempo; me apena que sigo tan agonizantemente tímido a los 80 como fui a los 20, que no hablo otros idiomas y que no he viajado ni experimentado otras culturas como hubiera querido.

Siento que debería tratar de completar mi vida, cualquier cosa que “completarla” signifique. Algunos de mis pacientes en sus noventas y cien dicen: “He tenido una vida plena y estoy listo para partir”. A los 80 la posibilidad de demencia o infarto cerebral acecha. Un tercio de nuestros contemporáneos están muertos y muchos más, con graves daños físicos o mentales, están atrapados en una existencia trágica y precaria. A los 80, las marcas de decaimiento son demasiado visibles. Las reacciones son un poquito lentas, los nombres nos eluden, nuestras energías deben ser dosificadas, pero aun así uno puede sentirse con vida y energía y no del todo “viejo”. Quizá, con suerte, consiga seguir más o menos intacto por unos pocos años más y se me conceda la libertad para poder continuar amando y trabajando, las dos cosas más importantes en la vida, como insistía Freud.

Cuando me llegue el tiempo, espero morirme protegido con un arnés como lo hizo mi amigo Francis. Cuando le dijeron que su cáncer al colon había vuelto, no dijo nada al principio; simplemente miró a la distancia por un minuto y reasumió su previo tren de pensamiento. Cuando, días después, le consultaron de su diagnóstico dijo: “Todo lo que tiene un principio debe tener un final”. Cuando murió a los 88, estaba entretenido todavía con su trabajo más creativo.

Mi padre, que vivió hasta los 94, decía a menudo que la de los ochentas había sido una de las más agradables décadas de su vida. El sentía, como yo empiezo a sentir, no una reducción sino una expansión de vida mental y de perspectiva. Uno ha tenido una larga experiencia no solo por la propia vida sino también por la de los demás. Uno ha visto triunfos y tragedias, éxitos y fracasos, revoluciones y guerras, grandes logros y profundas ambigüedades. Uno ha visto como surgen grandes teorías, solo para ser tumbadas por la testarudez de los hechos. Uno es más consciente de la trascendencia y tal vez de la belleza. A los 80, uno puede tener una visión más profunda y tener un sentido más vívido de la historia que yo no lo pude tener a los 40 o a los 60.

No pienso de la senectud como un tiempo sombrío que hay que, de alguna manera, sobrellevar y tratar de sacar la mejor parte, sino como un a etapa de ocio y de libertad, liberada de las urgencias ficticias de los días anteriores; me siento libre para explorar cualquier cosa que quiero y libre para enlazar los sentimientos y los pensamientos de toda una vida compartida. No puedo esperar a cumplir los 80!

* Por Oliver Sacks, del New York Times (mi traducción)

Hacia el sur de Limerick, Irlanda, julio 13 de 2013
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12 julio 2013

Entre el fucsia y el ciclamen

Estoy por salir del “reino”. Me voy a mi principado… Aquí ha empezado desde ayer el “santo y bendito” mes del ramadán; el “sacrosanto”, como hubiese dicho una de mis primas… Y advierto que al Efe de la Te -ese otro aviador que comparte conmigo los calores, las arenas y los ánimos contritos que signan a esta tierra sin parangón que es Arabia-, le consultan en el “Facebook” si él también observa esa ya milenaria costumbre, la de abstenerse de bocado en las horas de claridad.

Y la respuesta, claro, no puede ser otra que “no, pero sí”. Por lo que hace falta que les dé una explicación. Y debo hacerlo, para que no les pase lo mismo que cuando una vez pregunté en la casa que qué color era el ciclamen y me dijeron que “una especie de fucsia”; y cuando, tratando de aclarar, pregunté que qué color era el fucsia, me respondieron que “una especie de ciclamen”… Después he descubierto por mi cuenta que tanto el ciclamen como el fucsia son el mismo color: una forma del morado claro o del violeta, el color de las lilas o de los ciclámenes…

O también, cómo cuando consulté que en qué consistía ese color que uno de mis hermanos lo tenía a flor de labios: el “morderé a cuadros”… Sólo para llegar al enjundioso conocimiento de que el morderé no era sino un tono dorado del pardo que, a su vez, no era otra cosa que el castaño (o canela, marrón, chocolate o carmelita), o lo mismo que -en forma tan poco imaginativa- hemos dado en llamar en la tierra como “color café”. O sea que el “morderé a cuadros” sí existía! Y estaba presente, sobre todo, en los en escudos y en los blasones heráldicos…

Todo esto para explicarles que quienes no somos musulmanes, pero que vivimos en forma temporal -o “prestados”- en el reino de Arabia, no “estamos obligados” a observar el ramadán; pero, a pesar de ello… estamos constreñidos a tener que hacer lo mismo que los otros hacen… y les voy a explicar por qué:

El ramadán corresponde, más o menos, a nuestro ayuno de cuaresma. “Más o menos”, no porque sea casi lo mismo, sino porque nosotros los “infieles” parece que ya nos hemos olvidado de “abstenernos” y de ayunar. Además, tengo que hacer una necesaria digresión: a alguien se le ha ocurrido la peregrina idea que eso de abstenerse no significa “no copular” sino también… no probar bocado! El resultado de tamaña confusión es que los católicos no nos “abstenemos” nunca, sobre todo si vemos “la mesa puesta”, y después decimos que nosotros no hemos sido, que no hemos probado ni bocado… Es decir: castidad igual que no comer!

Pero, volviendo a la explicación: en los países islámicos, y en general en cualquier parte que se practica en forma mayoritaria el ramadán, nadie come -y aquí viene lo más importante- ni puede “dejarse ver comiendo” durante las horas diurnas que van entre los dos crepúsculos. Dicho de otra manera: nadie puede comer hasta que un canto estentóreo que surge del minarete no proclame que se ha cumplido con la cláusula que confirma la llegada del “iftar”, la hora convenida para romper el ayuno. Hasta esa hora todo está suspendido. Y, por tanto, los restaurantes, fondas y salones están obligados a cerrar sus puertas. ¿Para qué han de abrirlas si nadie los puede ir a visitar…?

Es por eso que, quienes como el Efe (que está gozando de “vacancia judicial” o, lo que es lo mismo, de “asueto conyugal”) o como yo, que hasta ahora no aprendo ni a pasarme con galletas ni a cocinar dentro de la habitación del hotel, sabemos que hay que esperar a que se haga la noche, para poder salir a disfrutar de los espléndidos y opíparos banquetes con los que nuestros hermanos musulmanes celebran por veintiocho días uno de sus pilares de fe: el santo mes del ramadán!

Jeddah, 11 de julio de 2013 (2 de ramadán de 1434, año de la hégira)
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11 julio 2013

Confesiones íntimas…

Este blog me está metiendo en problemas, pero… qué le vamos a hacer! A lo hecho, pecho! Hay una confesión perentoria que tengo que hacer: fui abusado de niño, lo que ahora usando un inexacto e inapropiado eufemismo llaman con otra expresión: “me molestaron”. La verdad que a mí no solo que me molestaron, sino que me desesperaron y atormentaron! Pero, no sean mal pensados! Me quiero referir a algo que fue más tortuoso que las sopas de cebolla, mayor suplicio que mis prematuras visitas al dentista… los malditos y nunca bienvenidos zancudos!

Es curioso: desde siempre viví enemistado con los desesperantes mosquitos (siempre me pregunté por qué usábamos el diminutivo para referirnos a estos engendros del demonio, si no les tenemos ninguna clase de afecto); pero ellos no reciprocaron mi inquina, me concedieron un tratamiento evangélico: frente a mi aversión y antipatía, siempre me presentaron la otra mejilla… Y, a pesar de mi animadversión y ojeriza, siempre estuvieron tratando de acompañarme. Habían descubierto que tengo “esa condición” que obedece a una disposición alérgica!

Propongo que debe tratarse de un asunto genético y, por lo mismo, de carácter hereditario. Lo debo haber adquirido del lado de mi familia materna (lo tengo comprobado). El que ha tenido que “cargar con el muerto” ha sido mi querido hijo Agustín, el mismo que, a más de alérgico resultó de “uñas inquietas”, por lo que sus aleves y despiadados hermanos le endilgaron el poco elegante apelativo de “rascabuche”. Mas, lo que ni él ni sus arteros jueces saben, es que ni yo mismo logré controlar jamás mis picazones y estuve rasca-que-te-rasca hasta que me convertía en un monstruo, se me “inflaba la bemba” –como decía, en forma tan gráfica mi tía Cachito- y no paraba de aruñarme hasta terminar ensangrentado!

Hay sitios en el mundo donde la gente es afectuosa y amigable; y los zancudos todavía mucho más … Estoy obligado, cuando voy a esa tierra de “rickshaws”, “sarongs” y “lungis”, donde dos veces al año azotan los monzones, Bangladesh, a llevar como equipo de supervivencia, una prudente cuota de repelente. Aun así, cuando regreso, se me hace fácil dar testimonio de mis “heridas de guerra” y de mis “bajas de combate”: son las huellas inocultables de esas zafias mordeduras y la impronta de mis sabrosos escozores y de mis porfiados arañazos… A pesar de mis dosis generosas de vitamina B, y a pesar de mis “safaris” a la cacería de estas bestias salvajes! “Es cuestión biológica”, dicen los indolentes doctores…

Pero no estoy solo. Un día que iba llegando a mi recién asignada habitación en un hotel del Caribe, reconocí como una chica preciosa -probable azafata de alguna otra ajena aerolínea- hacía una minuciosa inspección a su entreabierta recámara, en lo que yo intuí que era un trámite de precaución, para asegurarse que ni atrás de las cortinas, ni escondido en el cuarto de baño, no se encontraba algún intruso que pudiese hacerle una no invitada compañía. Cuando reduje la cadencia de mi paso, más para admirar su porte y apostura que para reconocer los artilugios de su gestión, noté que me dirigía una sonrisa impregnada de cándida timidez… “Es que les tengo terror a los mosquitos!”, traviesa me confesó, como quien comparte un íntimo secreto, con una voz insinuante y muy queda, no exenta de equívoca complicidad…

Por todo eso, por el dengue y el paludismo; pero especialmente por las malditas comezones, estoy obligado a llevar a cargar mi “insecticida no inflamable”, que no me lo pueden retener en esos odiosos controles de seguridad aeroportuaria… Y mantengo la costumbre… por si las moscas; o, si prefieren, por si las “flies”!

Arabia, 10 de julio de 2013
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09 julio 2013

Ódi-ka-shim-niká?

Estoy muy apenado por el accidente de Asiana ocurrido en San Francisco. Guardo mucho cariño hacia el pueblo coreano y Asiana era como una hermana menor de la empresa a la que serví por dos años: Korean Air. Todo accidente de aviación es catastrófico y -por lo mismo- deplorable; aunque yo siga pensando -como con la gran mayoría de los accidentes aeronáuticos- que se lo pudo evitar.

“Ódi-ka-shim-niká?” quiere decir en “han-guk”, el idioma coreano, algo así como “a dónde va?”. Digo “algo así” porque en coreano hay hasta tres tipos diferentes de nivel de comunicación, de acuerdo a la jerarquía del interlocutor. Por esto, la pregunta que nos hacíamos entre colegas, luego de nuestro saludo inicial, era por lo general “ódi-ka-seyo?”, si el colega ostentaba nuestra mismo nivel o jerarquía, y “ódi-ka-shim-niká?”, si nos dirigíamos a quien tenía un rango superior. Algo así como un “a dónde va, su merced?”, como se hubiese dicho antiguamente.

No es bueno especular con anticipación; sobre todo, en un oficio como el nuestro, en el cual nadie está exento de la posibilidad de equivocarse: errar es humano! Sin embargo, de los primeros testimonios, del comentario de los testigos, y de las investigaciones preliminares, se puede presumir que se trata de un accidente identificado con lo que en aviación se conoce como CFIT (por Controlled Flight into Terrain); es decir: “vuelo controlado, o dirigido, en contra del terreno”. Hay una cierta tendencia en este sentido y los organismos internacionales están muy preocupados porque estos desastres se sigan produciendo alrededor del mundo.

¿Cómo es posible que estos errores sucedan? Pues, por diferentes motivos: fatiga, inadecuado monitoreo, desorientación espacial, mal manejo de recursos de cabina, gradiente inconveniente de mando en la cabina, “qué dirán”, ausencia de suficiente y adecuado entrenamiento y, entre otros aspectos: una inapropiada cultura empresarial. De todas maneras, un gran porcentaje de accidentes que son causados por CFIT se producen cerca de la pista de aterrizaje, por lo que el modo de prevenir su repetición es la insistencia en que la aproximación al aeropuerto se encuentre debidamente estabilizada a una altura determinada (300 mts.).

Cuando esto no se ha cumplido, los pilotos estamos obligados –por formación, sentido común y entrenamiento- a realizar una aproximación frustrada, lo que en inglés se conoce como “go-around”, que no es otra cosa que volverse al aire. La pregunta del millón, la que todavía se siguen haciendo, tanto las autoridades como los investigadores, es por qué no “retacan” los pilotos cuando reconocen que no han estabilizado la aproximación a tiempo? Entre las posibles causas no se descarta un extraño sentido de vergüenza (?) y hasta una punitiva cultura empresarial. Se da todavía el caso de aerolíneas que recomiendan este sencillo procedimiento pero que, al mismo tiempo, obligan a sus pilotos a reportarlo!

Yo veo, con cada vez más preocupación, que el aumento vertiginoso y el veloz avance de la transportación aerocomercial han ido creando una demanda de pilotos que ni las escuelas, ni las aerolíneas, están en condición de improvisar o capacitar. Como consecuencia, el entrenamiento aeronáutico es cada vez menos riguroso y prolijo. Nos estamos contentando con que los nuevos profesionales cumplan solo con “un nivel mínimo” en su capacidad profesional. Por todo esto, no dejo de preguntarme ¿hacia dónde va la aviación? Ódi-ka-shim-niká?

El moto de mi academia de vuelo era: “el mejor instrumento de seguridad en cualquier avión es un piloto bien entrenado”. Yo añadiría que “no hay nada más peligroso en un avión que un piloto que no ha recibido adecuada preparación”!

Dammam, Golfo Pérsico, 9 de julio de 2013
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07 julio 2013

Del paraíso y sus accesos

De niño descubrí dónde se encontraba el “jardín de las delicias”, que quizá era lo mismo que en la escuela nos habían contado que era el paraíso terrenal... Era un lugar fabuloso: se trataba de un almacén donde exhibían todo lo requerido para organizar y celebrar fiestas infantiles. Quedaba solo a pocos pasos de mi propia casa; y su propietario era nada menos que el mismísimo ángel de la guarda: un libanés indulgente y septuagenario, amigo de uno de mis tíos, a quien le apodaban de “abuelo” y que nos regalaba globos, pitos y serpentinas, y hasta unos exquisitos chocolates cada vez que nosotros, sus vecinos, con cualquier pretexto inventado cruzábamos la calle y lo “íbamos a saludar”.

Pero también descubrí dónde quedaba el purgatorio, es decir la entrada misma, o -si se quiere- el paso obligado para entrar en el paraíso… Eso es lo que yo pensé, o, por lo menos, lo que en forma ingenua creí, hasta que, buscando un camino más corto para acceder al “reino de los cielos”, me topé con un calabozo tétrico e inmundo. Pudiera decirse que aquella fue mi primera y más grande desilusión…

La casa de la Caldas, aquella en cuyos “altos” vivíamos y arrendaba la abuela, parecía desde fuera una residencia de solo dos plantas, pero -en la práctica y contando con su sótano semi subterráneo- era realmente una construcción de tres pisos completos. Y fue ahí, en ese sótano abovedado, donde desde siempre sospeché que debía encontrarse el acceso a la legendaria “isla del tesoro”, al Sancta Sanctorum, a la fantástica cueva que encerraba los cofres escondidos por los secuaces de Alí-Babá. Fue en ese sótano oscuro, que escondía su misterio, que de súbito presentí que se encontraba la entrada secreta al quimérico paraíso!

Había, en esa casa, dos patios descubiertos. El delantero carecía de acceso; por lo que, cuando los balones cruzaban los límites del antepecho del corredor y caían en esa oquedad sin jurisdicción ni dueño, la única manera de recogerlos era con la ayuda de una cuerda de esparto que servía para deslizarse a recoger aquellos balones u otros desafortunados objetos. Desde ese lugar, y a través de unos ventanucos polvorientos y medio destrozados, el temerario aventurero podía echar un vistazo al interior de esos oscuros aposentos. Daba la impresión que alguien había arrumado cachivaches sin valor y unos pocos trastos viejos.

Pero cierto día, mientras con ánimo perentorio recogía una pelota para reanudar nuestro interrumpido juego, advertí que aquella bóveda contigua se encontraba medio iluminada, a la par que unos diligentes subalternos ayudaban a ordenar un sinnúmero de cajas y baúles, siguiendo las direcciones que les impartía ese mismo abuelo bondadoso y circunspecto, que no era otro que el propietario del “reino de los cielos”! ¡Ese mismísimo día me dejé tentar por el diablo cojuelo!

Entonces, hice tiempo hasta que los visitantes abandonaron los aposentos, recordé que en la parte posterior del sótano existía una desvencijada puerta que lo separaba del patio trasero. Para mi sorpresa, la entrada cedió a un leve impulso y antes de lo previsto ya había traspasado sus linderos. Cuando esperé encontrarme con todos esos tesoros del almacén vecino y, sobre todo, con los confites que con tanta prodigalidad regalaba el abuelo, me encontré con unos cartones cubiertos de polvo y rodeados de telarañas; estaba, ese sórdido lugar, repleto de asquerosas sabandijas y los apáticos ratones se paseaban por el suelo!

Me pegué el susto de mi vida! Tuve que comprender con desilusión que aquél purgatorio del que nos hablaban en la escuela, nada tenía que ver con el paraíso prometido; y que no existía, como yo había creído, ningún pasadizo subterráneo que llevase desde el purgatorio hasta el ilusorio reino de los cielos…

Dhaka, julio 8 de 2013
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Cuando los gorriones se van

Me he enterado, a través de un editorial de prensa, del fallecimiento de Eduardo Brito, un manabita que se destacó como jurisconsulto y hombre público y, sobre todo, como compositor y fino intérprete de la música nacional. Lo conocía de toda la vida, probablemente desde esa misma tarde que el destino quiso que nos mudáramos a vivir en la casa de la Caldas, a vivir nuestra primera orfandad…

Y él, siendo todavía un estudiante universitario, vivía en la casa de enfrente, en donde, como recuerdo, funcionaba una pequeña imprenta en la planta baja. Hoy rememoro esa casa con nitidez, y recuerdo la maquinaria de aquella imprenta aun con mayor claridad; un cierto día husmeé en su interior, esa sería la primera vez que me dejaba seducir por el sutil embrujo que ejercen los linotipos. Ahí, en esa casa que se ubicaba entre la panadería que había a media cuadra y aquél enorme portón del “patio de abajo” del colegio donde me eduqué, él y uno de sus paisanos ocupaban una “pieza de arriendo”. Ese era, en aquellos días, el recurso que utilizaban los estudiantes de provincia; y él se había venido a vivir allí.

En una ciudad recoleta, donde eran posibles todos los contactos y fácil recorrer todas las distancias, Eduardo debe haber identificado a esos inquietos rapaces que se mudaron a residir en esa casa de tres plantas que arrendaba la abuela. Él y su inseparable compañero han de haber advertido desde temprano la silueta de los nuevos vecinos, esos pequeños huérfanos que se habían trasladado a la casa de enfrente. Un día crucé la calle e invadí su vereda y, mientras iba trepando esa cuesta que parecía interminable, comprobé que él me sonreía con afabilidad.

Pocos años más tarde me dieron en casa alguna cantidad de dinero para que cumpliese con algún mandado urgente. Eran los días de diciembre, cuando las calles y plazas se alegraban con norias de feria y tiovivos, con ruletas y otros juegos de fortuna. Debió haberme tentado la codicia pues decidí utilizar el capital encargado para probar la suerte en una de esas mesas que desde siempre me estuvieron proscritas. Más tarde vería con horror cómo el dinero que me habían confiado se iba esfumando sin conseguir el resultado apetecido… Esa fue la primera vez que “desfalcaba” en mi vida y comprendía, con angustia, cuan difícil es inventar una razón para justificar nuestros traviesos e indóciles motivos…

Cuando ya volvía a casa comprobando el sentido de aquello de llevar “el rabo entre las piernas”, me topé de manos a boca con el universitario bendito… ¿Qué le ocurre vecino? -me dijo sonriendo. Le conté de mi travesura y él, mirándome en forma compasiva, extrajo el único billete que tenía en su precaria faltriquera y dándome una amistosa palmada en el hombro, me otorgó el primer y más valioso préstamo que habrían de registrar los anales de mis créditos y sobregiros!

Nunca supe el nombre de mi salvador hasta que pasaron unas semanas. Un día habría de descubrir cómo se podía entrar al cine vecino sin portar boleto y sin tener que recurrir a la triquiñuela del artificio. Había allí un pequeño auditorio, el de una radioemisora conocida como “La Voz de la Democracia”. Mientras esperaba el inicio de la película anunciaron por los altoparlantes la suspensión de la proyección y su reemplazo con un programa musical. Luego de ofrecidas las disculpas, porque “los rollos no llegaban”, el presentador anunció a “La Voz del Pasillo”: “Y ahora con ustedes, Eduardo Brito!”. No era otro que mi afable vecino: ¡aquél mismo estudiante compasivo!

Hasta esa tarde no me había percatado que los costeños cantaran pasillos. De pronto una voz nítida y de gran fuerza melódica inundó la sala y conquistó a su audiencia. Así fue como, desde ese lejano día, aprendí cómo se llamaba quien fuera mi primer acreedor, uno que nunca me dio la oportunidad de retribuirle o de devolverle el favor. Hasta esta mañana que he sabido que aquél gorrión ha dejado de cantar, y que me he enterado que él y su inolvidable voz se han ido...

Dhaka, 6 de julio de 2013
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05 julio 2013

Manganzón, adjetivo masculino

Úsase también como sustantivo (u.t.c.s). Y yo diría que, en mi caso, se lo utilizó indistintamente, como adjetivo y como sustantivo; y tanto que, sin que me fuese dando cuenta, poco a poco se convirtió en algo más que en un remoquete, se fue transformando en una especie de nombre intermedio que pudo haber llegado a reemplazar a mi otro nombre, a ese que todos ya saben que no es mi preferido. Alberto-Manganzón-Vizcaíno… ¡Ve, manganzón, anda a comprar el periódico! (adjetivo) ¡Ya está el manganzón molestando a sus hermanos! (sustantivo).

Pero, como no hay mal que dure cien años, desde un buen día dejé de escuchar la mágica palabrita; y esto antes, mucho antes, de que se inventase esa moderna novelería, la del “linchamiento mediático”, que en esos mis púberes años pudo haberse convertido en mi eventual tabla de salvación. Por eso, lejos de acceder a la magnanimidad ajena, o a algún doméstico “habeas corpus”, lo único que logré -sumado a alguna socarrona como cómplice sonrisa- fue irme acostumbrando al apelativo como algo carente de importancia y de consideración…

Hoy que recuerdo el calificativo, advierto que quizá ha entrado en desuso, como esas otras voces que solía escuchar a la abuela, como escudilla, faite, meca, futre o paletó. Y entonces también caigo en cuenta de un cierto pedido que me habría hecho una de mis cuñadas, uno con cariz de voz admonitoria o exhortativa: que ya “le deje descansar en paz a la abuela” (alma bendita); y compruebo que hasta aquí “me he portado bien” y que he procurado no hacerle innecesaria referencia. Empero, hay ocasiones en las que ya no depende de mí, “me vence el cuerpo” y, como hoy, no puedo resistirme cuando -al recordar esa palabra que empieza con m- se me despierta el recuerdo y se me hace imposible contener la evocación.

Ella (la abuela, no mi cuñada) solía utilizar deliciosos insultos y denuestos, unos de castizo cuño, unos que tal vez los había heredado de su adusto padre; voces que bien sé que pertenecían al español ibérico antiguo, como aquellas otras -inolvidables e irremplazables- de cacaseno y de fantoche (a las que antes ya me he referido). Y así fue como en esa tierra fértil de mis travesuras, obcecaciones y desobediencias, cobró vida el singular y muy varonil alfilerazo de “manganzón”.

Todo esto viene a cuento de lo que hoy acaba de sucederme, por culpa de algo que hice anoche -o que dejé de hacer- y todo por gandul y holgazán, en pocas palabras “por manganzón”. Y entonces medito en que de todo nos pasa siempre a los vagos; y por eso me pasa lo que me pasa; y, siempre, sólo por manganzón!

Anoche que llegué muy cansado de mi vuelo, me “apoltroné” en la cama y no fui directamente a tomar una ducha (un “regaderazo” como dicen los mejicanos, como si fuesen arbustos que precisan de irrigación). El resultado fue que me quedé dormido, vestido como estaba, hasta la mañana siguiente cuando me sorprendió la temprana alarma del despertador. Cuando accioné los mandos de la ducha, advertí en medio de mis urgencias, que sólo surgía agua hirviente desde el porfiado surtidor. Ahí reconocí que no hubiera tenido que enfrentarme a estos apuros si hubiera reconocido el desperfecto el día anterior. Es decir, si no me hubiera portado como eso que sabemos: como un soberano y nunca superado manganzón!

No deja de extrañarme que la palabreja tenga un cierto sesgo feminista. Jamás he escuchado pronunciar la versión femenina de zángano o de manganzón. Aunque, debo reconocer que existen voces, como casquivana o pizpireta, con las que -arbitrios de la semántica- tampoco a los hombres se nos hace distinción… 

Medina, julio 5 de 2013
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04 julio 2013

La puta depresión

Perdonen por la mala palabra! Pero tengo que mencionarla, a pesar de que yo mismo les he pedido a mis hijos que jamás la pronuncien y que procuro, en la medida de lo posible, no utilizar nunca tan horrible expresión (me refiero a “depresión”). Mas… hoy he querido referirme a la palabrita, porque -toquemos madera- soy de esas personas que se sienten favorecidas por la ventaja de no caer fácilmente en el desánimo, ni de dejarse abatir por el desaliento. Y esto, a despecho de mi probable soledad, de mis inevitables ausencias y lejanías.

Entonces, ustedes se habrán de preguntar ¿y por qué? y barruntarán que hay solo dos posibilidades: o que mismo, mismo, soy de piedra o es que tengo algún secretillo escondido… Y sí, la respuesta correcta tiene que ver con algo de lo segundo; y se debe, en parte, a que siempre tengo algo en qué ocuparme. Noto que siempre tengo algo para estar haciendo. Reconozco que, apasionado como soy de la lectura, ese tipo de actividad absorbe mucho de mi tiempo libre; tanto, que a veces siento que el tiempo se me viene muy corto… Además, esto de estar continuamente cavilando acerca de qué nuevo tema he de comentar, de golpe se me ha convertido en algo que me mantiene entretenido y hasta contento…

Y es que esta manía mía de estar contando “cosas” (perdonen lo prosaico del término), me obliga a confesar que, a más de regalarme satisfacciones, se me ha ido convirtiendo en una muy agradable manera de matar el tiempo. Y, ¿saben qué?, tengo con esto -lo de estar preocupado por alimentar este blog- una sensación gratificante. Siempre le estaré agradecido a mi hijo Bernardo que me animó para que lo hiciera y que me dio su orientación para estructurar este blog.

Hoy por hoy, visitan esta página casi un millar de personas mensualmente y, cuando reviso esas entradas en el mapita con el que “Blogspot” me permite monitorear la actividad de mis lectores, advierto -con modestia no exenta de simpatía- que al parecer tengo seguidores en tantas partes insospechadas en el mundo, que ni me puedo imaginar quienes nomás me pueden estar leyendo! Es probable que esa respuesta tan positiva obedezca a un aspecto muy simple; he procurado mantenerme fiel a un propósito: “entretener y motivar”.

En mi trabajo, que consiste en desplazarme a Arabia durante un período de tiempo que varía entre cuatro y ocho semanas (de acuerdo al plazo que hubiera escogido), existen otros pilotos que han sido contratados con otras modalidades. Todos reconocen que cuando llegan al vigésimo día de estadía en “el reino”, sienten -de súbito- una sensación depresiva y reconocen que es cuando les ha llegado “la puta depresión”. Por eso me decidí por este título, en detrimento de otro que hubiese parecido más pudoroso y “políticamente más correcto”: “La depresión del vigésimo día”, que creo que fue el que primero se me ocurrió…

“Sin perjuicio de lo anotado”, como dirían los abogados, declarar que no se ceda al desánimo no es lo mismo que insinuar que no se extrañe al hogar. Y, así como los aviadores identificamos a nuestros destinos usando cuatro siglas del alfabeto fonético, yo también identifico al que añoro, y que me espera, en forma similar; por ejemplo, Quito (antes de Tababela) era SEQU y hoy se ha convertido en SEQM (en nuestra jerigonza, Sierra-Echo-Quebec-Mike); Guayaquil es SEGU, o lo que es lo mismo: Sierra-Echo-Golf-Uniform. En esa línea, he de reconocer que mi destino favorito sigue siendo ese de Hotel-Oscar-Mike-Echo: o sea, HOME!

Es que, no hay nada como la casa de uno! Sobre todo, cuando ya solo faltan pocos días para volver y no hemos aterrizado en ese aeropuerto alternativo de ruta, ese que no ofrece facilidades ni re-abastecimiento; ese que deprime y nos quita vitalidad, ese Lima-Papa-Mike-Delta (LPMD)… la puta y maldita depresión!

Ankara, 3 de julio de 2013
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01 julio 2013

La añagaza del laberinto

¡Cómo han pasado los años!, como dice la canción. Calculo que ya son cuarenta, desde cuando, sentado en aquella sala de espera -carente de aire acondicionado- del precario hangar de las “machacas” en Lago Agrio, me puse a leer por primera vez esa especie de porfiado laberinto que es Rayuela, la novela de Julio Cortázar. Y debe haberme parecido una tarea en la que tenía que enfrentarme a un doble arresto, porque a más de tener que lidiar con el bochorno de aquel estío perpetuo, en que a veces se convertía el clima de la selva, he de haber tratado de entender, y de resolver, a tan impaciente edad, el acertijo que se me había propuesto.

Tan ávido habré estado de adentrarme en la trama de tan caprichoso como perverso cometido, que se me debe haber pasado por alto la sugerencia del propio autor -que más bien ha de tomarse como una advertencia- con la que él mismo recomienda un método de lectura alternativo. Porque si se lee la novela de la manera tradicional, se tarda en caer en cuanta que el orden de presentación que tienen sus capítulos, no obedece, definitivamente, al mismo orden con el que su autor los habría escrito (e incluso concebido). Hacia el final, la impresión que nos queda es que el escritor tomó la numeración original de la obra, entreveró sus guarismos, los barajó, y nos entregó la inextricable faena de reordenar, a nuestro antojo y albedrío, los resultantes e inconexos capítulos…

Por eso que hoy, que he insistido una vez más en el empeño, he optado por seguir la hoja de ruta propuesta, un derrotero que Cortázar denomina “tablero de dirección”. Obviamente, con la ayuda de esa pista, la lectura se hace más fluida y coherente, aunque requiere todavía de nuestra prolijidad para reubicar los episodios y mantener el hilo del guion y sus propuestos contenidos. Aún así, hay capítulos donde la travesura sigue manifiesta; ellos se constituyen en otros laberintos dentro del meandro infinito, donde con el uso de simples guiones (-) se secciona y se escinde las palabras, obligando al lector a reordenar las frases para satisfacer el significado y no terminar distorsionando el correcto sentido.

Dicen, los que saben, que el título inicial que Cortázar intentó fue el de “Mandala”, que es una de esas figuras circulares, contenidas ellas mismas en un cuadrilátero, que parecerían tener un significado esotérico, porque encierran con sus formas y colores un sugestivo laberinto (piénsese en el calendario maya como ejemplo). Por mi parte, y aunque el término “rayuela” se lo utiliza algunas veces en la extravagante antinovela, pienso que lo que realmente se nos propone no es un juego donde sabemos dónde están los casilleros y dónde se encuentra la única ficha. La intención parece ser esa, la de un lúdico laberinto.

Hay, en Rayuela, una innegable influencia “joyceana” que se percibe en el uso travieso del lenguaje, en los recursos de la escritura, en las arbitrariedades de carácter ortográfico, en la puntuación. Rayuela es como jugar una partida de ajedrez a sabiendas que el tablero ha sido alterado o que las fichas han de moverse con desplazamientos que no les son propios y obedeciendo a una estrategia manipulada por el capricho.

¿Cuál fue la intención de Cortázar? Quizá su travesura encerraba una escondida filosofía: la de recordarnos que la novela, como cuando contamos episodios de nuestra propia vida, no siempre debe ser una narrativa continua, sino más bien como el desarrollo de unos sucesos que parecen inconexos (¿qué es, si no, el mismo recuerdo?). Episodios que, al relatarlos, muchas veces parecen no solo no estar relacionados, sino que darían la impresión de que los confundimos, que los reiteramos y que, al contarlos, aun llegamos nosotros mismos a contradecirnos… Y parece que así es la vida, como una fichita que vamos empujando con el zapato, en una imprecisa cuadrícula dibujada con tiza en la vereda, sin que ello parezca que tiene un propósito y sin que necesariamente le hallemos un objetivo…

Kuwait, 1 de julio de 2013
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