29 agosto 2013

De vías y “ciclovías”

Cuando más debería estar empeñado el municipio capitalino en buscar nuevas soluciones y alternativas para dar atención a sus dos más acuciantes problemas -el transporte público y el tránsito vehicular-, eh ahí que las autoridades de la urbe han emprendido en algo que no parece ya una simple novelería, sino una verdadera nueva política general destinada a implementar una serie de senderos ciclísticos (advierto que el término “ciclovía”, con el que aquí y en otras partes ya se los designa, no ha sido aprobado todavía por la Academia) cuyos beneficio y conveniencia son, por ahora por lo menos, seriamente cuestionables.

Sucede que si algo necesita el habitante de Quito, en estos días, es -precisamente- agilidad para poder movilizarse. Los gobiernos locales han venido considerando a través de las últimas décadas la conveniencia de nuevos sistemas de transporte colectivo, con cuya implementación no solo se atendería la necesidad primordial de movilización ágil que tiene la gente, sino también la beneficiosa consecuencia de descongestionar el caótico tránsito vehicular que soporta la urbe.

Si algo torna en más dramático e insoluble el apremiante problema del tránsito en Quito, no es solamente -como puede pensarse- la característica longitudinal que tiene la urbe, sino además dos asuntos puntuales, a saber: la ausencia total de zonas adecuadas de estacionamiento y de lugares exclusivamente dedicados al “parqueo” o estacionamiento de vehículos privados; y, en segundo lugar, la naturaleza estrecha e insuficiente de sus calles -e inclusive avenidas- que no logran dar abasto al aumento permanente e indiscriminado de nuevas unidades. En este sentido, la iniciativa del “pico y placa” no ha sido complementada por ningún tipo de iniciativa que logre atenuar los problemas que trató de evitar.

Pero se da algo más importante aún: no existe todavía en la cultura del habitante -o del residente- capitalino, la costumbre cotidiana de movilizarse en bicicletas o en similares implementos de transporte personal. A duras penas, lo que -hoy por hoy- existe es una costumbre de carácter deportivo y de exclusivo fin de semana. Si los problemas medulares que tiene la ciudad hubieran sido ya solventados y atendidos, la medida adoptada -la reciente incorporación de “ciclovías”- sería una iniciativa que apostaría no solo a la distensión y al ejercicio deportivo de los habitantes quiteños (el publicitado “buen vivir”), sino que serviría para incentivar una nueva actitud de los ciudadanos en beneficio de una necesaria conciencia ecológica y de un nuevo método de movilización con carácter independiente.

Mas, sucede que ese hábito, o práctica, no existe entre nuestros conciudadanos; o, por lo menos, no es una prioridad como la que se exhibe en algunas ciudades europeas de características urbanas completamente distintas, por ejemplo. Tal es el caso de ciudades como Ámsterdam o Bruselas, que son capitales europeas donde ya existe una costumbre o tradición ciclística para la movilización personal y que, sobre todo, disponen ya de excelentes y muy eficientes sistemas de transportación colectiva, a los que se suma la existencia de edificios y lugares dedicados al estacionamiento que no solo ofrecen gran disponibilidad, sino que han sido implementados con la asistencia de tecnología computarizada.

Pero es claro que ese no es el caso de nuestra ciudad, donde a más de no existir esta interesante usanza, no existe ni siquiera, por el momento, el número mínimo de bicicletas que amerite la construcción obcecada de estos andariveles. Como están las cosas, su implementación solo ha venido a constituirse en un nuevo elemento de obstrucción y a convertir en aún más estrechas nuestras angostas y poco expeditas calles.

Quito, agosto 29 de 2013
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26 agosto 2013

Reflexiones y visados

A menudo me pregunto si aquella entelequia que hemos llamado “conocimiento personal”, es decir el conjunto de lo que hemos aprendido o que sabemos -o de aquello que creemos que sabemos-, no es sino como una pequeña pieza de género (pues, por mucho que pretendamos jamás ha de llegar a constituirse en un rollo completo); y ni siquiera eso… sino tan solo un conjunto de retazos desordenados que hemos ido acumulando en uno de esos olvidados arcones -o en los cajones (creo que siempre son más de uno)- en donde fuimos trasuntando o trasvasando todos esos datos que fueron gozando de nuestra predilección y preferencia, ora por su novedad, ora por su valor referencial e intrínseco.

Y entonces barrunto que aquellos retazos están acumulados en unos pequeños cajoncitos en los que los ha ido discriminando la memoria. Ahí, al igual que en esos sitios de cachivaches en apariencia inservibles, donde suelen acumular aquellos precarios objetos nuestros esforzados y perseverantes artesanos, vamos encontrando poco a poco una serie de bártulos que no los habíamos buscado y que -lo que es más curioso aún- no esperábamos que los íbamos a encontrar. Por eso ha de ser que muchas veces no encontramos aquellos datos donde creíamos que estaban; y, por la misma razón, que nos encontramos con ciertos trozos de información en sitios donde no los esperábamos encontrar.

Estoy en estos mismos días leyendo a un autor ruso de cuya existencia y de cuya obra tenía total desconocimiento hasta hace tan solo unas pocas semanas. Se trata de Mijail Bulgákov. No recordaba, por ejemplo, cómo llegué a asomarme a su inesperado descubrimiento; sólo recordaba que tal vez había leído en una novela de Roberto Bolaño que este último autor mencionaba, a través de uno de sus protagonistas, que era algo así como el más importante novelista que habría dado el siglo próximo pasado. Nótese que estamos hablando de un siglo donde se desarrolló la novela como género en forma magistral y con expresiones inéditas; piénsese en Proust, Joyce, Kafka, para mencionar solo unos pocos ejemplos…

Y fue asimismo, rebuscando en esos casi inservibles y olvidados cajones -léase si se quiere: desordenándolos más de lo que ya estaban- que encontré otros temas de cuya inicial reflexión no recordaba cómo es que tuve primario conocimiento; cómo fue que me enteré que aquella expresión bíblica del “camello que no habría de pasar por el ojo de la aguja” era un probable error de traducción, por ejemplo; y tampoco recordaba cómo fue que -en primer lugar- escuché tan a destiempo y por primera vez de la existencia de ese escritor, desaparecido prematuramente, ese mismo que ya antes mencioné: el chileno-mejicano-español Roberto Bolaño.

He mencionado a guisa de ejemplo aquello de la cita bíblica. Dice una novedosa creencia que aquello del camello no es sino una transliteración equivocada de su significado real: cuerda gruesa de esparto. Puedo decir que casi al mismo tiempo leí en otras dos fuentes completamente distintas idéntico comentario. La una fue justamente en otro libro de Bolaño (lo comprobé al revisar mis notas y aleatorios subrayados); sin embargo, no he logrado traer a la memoria si fue en la prensa, o en algún otro texto -quizá de Isaac Asimov- donde hallé el comentario indicado. Y me sucede, al igual que con esos cajones artesanales, que por mucho que indago, escarbo, vuelvo y reordeno, no consigo encontrar lo que antes anduve buscando!

Hoy mismo, que tengo que renovar una de mis visas para volver a viajar a un país lejano, no consigo encontrar si mi propia persuasión, aquella de que las visas son un concepto más bien moderno y de reciente invención, es algo que lo había dejado guardado en uno de mis “cajones de sastre”, o es más bien parte de unos de esos íntimos convencimientos que he ido abrigando. Ahora sé algo que antes sólo presentía: son documentos con un concepto recién inventado. Nunca dejaré de preguntarme si aquellos salvoconductos y documentos de viaje se convertirán un día en lo que realmente son: sólo vestigio (si no recuerdo) de unos protocolos arbitrarios y artificiales de un mundo sin fronteras, inmerso ya en el camino sin retorno de la globalización…

Quito, agosto 26 de 2013
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22 agosto 2013

La caja de sorpresas

Por muchas pesquisas que intento no logro encontrar otro oficio que, como el de los pilotos -el de “los avionistas” como llamaría uno de mis buenos amigos-, esté sujeto a tal cantidad de chequeos, pruebas y comprobaciones; y en el cual, en forma insistente y harto periódica, se nos someta a entrenamientos de todo tipo, con intención de asegurar que nos encontramos en condición de reaccionar de manera óptima en caso de que se presente una situación inesperada; llámese a esta como “no rutinaria”, como “anormal” o simplemente como “emergencia”.

En mi caso personal, ha sido desde que tengo “uso de razón” -en estos trasiegos de la aviación (es decir, desde cuando ya tenía siete años volando)- que he estado sometido en forma recurrente a unos chequeos que, a diferencia de los que me efectuaron cuando era todavía un piloto cándido e inocente, me los efectúan en unas cajas que, vistas desde afuera por quien no sabe de qué se tratan, bien podría pensarse que son máquinas que se han desquiciado y que se mueven y corcovean sin obedecer a un plan o concierto determinado. Son los “simuladores de vuelo”. En ellos no se simula el vuelo, propiamente dicho; lo que se simulan son los desperfectos que podrían presentarse en la actividad de las aeronaves.

No siempre vamos relajados a estos períodos de entrenamiento. Se supone –en términos ideales- que nos hemos preparado para demostrar nuestra idoneidad y competencia (“proficiency” se dice en inglés, pero el ordenador me advierte que no debo traducirlo como “proeficiencia”, que es la palabra que en cambio sí usamos en nuestra actividad y en nuestra jerigonza). Esta ansiedad quizá se deba a que de estos chequeos depende nuestra relación y estabilidad profesional, e inclusive laboral; de ellos dependen nuestras promociones -y aun las eventuales cancelaciones-. Son ellos los que demuestran nuestro nivel de desempeño. Esta ansiedad es probablemente normal: a nadie le gusta sentirse evaluado…

Sin embargo, estas cajas que, como dejo indicado, para quien no está enterado dejan la fantasmal impresión de que saltan, se estremecen y agitan por su propia cuenta, son unos fascinantes artilugios que ha inventado la moderna tecnología para entrenar y preparar de mejor manera a los aviadores, a objeto de que estén en condición de enfrentarse con eficiencia a los imponderables que pueden presentarse de manera inesperada en el desempeño de su oficio. Ahí se simulan incendios imprevistos, fallas múltiples y complejas de los diferentes sistemas (conjuntos hidráulicos, eléctricos o neumáticos), se fingen descompresiones de cabina o se imitan vientos huracanados; ahí se simulan condiciones muy críticas como fallas en los equipos propulsores o daños en el tren de aterrizaje.

Ya con la perspectiva de los propósitos que tiene el entrenamiento aeronáutico, es justo comentar que la aviación no hubiese podido desarrollarse como lo ha hecho, particularmente en los últimos cincuenta años, si no hubiera contado con esta tecnología formidable: los maravillosos simuladores de vuelo. Quien tiene la suerte de acceder a estas cabinas electrónicas no puede menos que sorprenderse por la casi perfecta simulación que ha logrado la increíble ciencia aeronáutica, no solo en cuanto respecta a la imitación del aparato en sí, sino a la reproducción de todas las eventualidades, en forma tan fidedigna que resulta dramática. En medio de todo ello, la simulación de la impresión visual se torna sorprendente. Tanto que los mismos pilotos a menudo olvidan que “no están volando” en la realidad.

Para quienes tienen que entrenar o comprobar la competencia de sus colegas, esto de ir a “la caja” puede ser que llegue a convertirse en una tarea no solo rutinaria sino cansada e irritante (muchas veces los entrenamientos suceden a horas nocturnas, que para nadie son las más agradables). Mas, por lo general, se ha escogido para estas delicadas y trascendentales tareas a personal idóneo, con una gran mística por el progreso profesional y por la seguridad aérea, y que está imbuido de una actitud especial, que sabe que dar entrenamiento no es una oportunidad para administrar ningún tipo de poder; sino tan solo una ocasión para transmitir a los demás su conocimiento y para compartir lo que sabe.

Jeddah, agosto 22 de 2013
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19 agosto 2013

Conjugaciones inexactas

Era ya tarde cuando, a punto de despegar desde el Curaray hacia Pastaza, se me presentó un obrero de trocha de la Western Geophysical (la compañía que hacía los trabajos de prospección petrolera para Anglo en el Oriente) para hacerme un comentario inquietante y revelador: me dijo que él sabía de buena fuente -y que incluso había sido testigo presencial- que los temibles aucas (o “huaoranis” en su lengua nativa) estaban construyendo en silencio una rudimentaria e incipiente pista de aterrizaje (claro que “el terminal” no estaba incluido en el esfuerzo!)…

Ajeno a mi costumbre, cedí a mi propia curiosidad y escepticismo, y decidí dar un sucinto vistazo para confirmar o descartar aquella novedosa información. Debía desviarme hacia el norte de la ruta por casi diez minutos para satisfacer dicho objetivo y así corroborar la noticia que me habían proporcionado. Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí, aun antes de lo que me había esperado, que los indígenas en efecto habían hecho un desbrozo considerable en la selva; y que, para mi mayor asombro y admiración, ahora me hacían insistentes señales para que aterrizara el Twin Otter en ese elemental e improvisado “campo de aviación”!

Esto sucedió hace ya más de cuarenta años. A pesar de ello, eran todavía frescas las escalofriantes noticias de que los “huaoranis” habían asesinado primero a un piloto de un centro lingüístico y más tarde a toda una familia de misioneros. Para entonces ya existía el club de futbol “Aucas”, el mismo que era auspiciado por la Anglo Petroleum Company, que fuera la primera compañía en hacer trabajos de exploración en el Oriente ecuatoriano. No puedo olvidar, por lo mismo, aquellas infantiles visitas que hice al estadio del Ejido, llamado familiarmente como “del Arbolito”, donde era frecuente escuchar ese grito fervoroso de los simpatizantes del popular equipo “petrolero”. Ese parecía más bien una queja: “Aaaaaaucas!!!”

Más tarde y con una exclamación -que mi memoria no puede dar testimonio de su curioso origen-, también escuchábamos de tarde en tarde aquel otro clamor un poco menos deportivo, y más bien un tanto patriotero y confuso: aquel otro de “Aucas, Marañón o la guerra!”… Pero, entonces, de los aucas no se hablaba mucho, hasta que los movimientos ecológicos y las nuevas corrientes sociales fueron poco a poco haciendo germinar una conciencia de respeto y protección a esas comunidades a las cuales se les interpretaba con prejuicios animados por una visión “civilizada” y ajena, y cobijados al socaire del temor y la ignorancia.

Ha sido, de pocos años a esta parte, que la protección -y aun soberanía- en favor de esa y otras nacionalidades se ha venido usando como muletilla en las arenas del proselitismo. Es una postura que lejos de haber sido adoptada por todos los individuos que han adquirido una conciencia de situación, ha sido explotada por los movimientos de izquierda, como si esa conciencia y el respeto que merecen esas nacionalidades habrían de ser privativos de una determinada tienda política.

En estos últimos días el gobierno ha dado un vuelco de ciento ochenta grados en su política energética y ha resuelto explotar un sector preservado del Oriente, conocido como Yasuní, al mismo que inicialmente se había comprometido a proteger. De golpe, el concepto binario -de ceros y unos- de la estrategia estatal se ha convertido en otro que manipula los guarismos del uno por mil (antes se había expresado que el daño del ecosistema sería solo del uno por ciento). Lo que no deja de llamar la atención es que un gobierno que dice que “ama la vida”, haya alterado tan radicalmente su política a pretexto de exigua compensación.

De paso, quienes tradujeron el eslogan al inglés han cometido un muy inelegante error ortográfico. Aquel “Ecuador ‘love’ life” carece de una “ese” y denuncia que sus autores faltaron a una clase elemental de idiomas en el colegio. Qué aucas!

Jeddah, 19 de agosto de 2013
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17 agosto 2013

La encrucijada del lenguaje

Si usted es uno de mis visitantes asiduos, amigo lector; y si posee además esa rara virtud que yo tanto aprecio y admiro -y de la cual yo mismo he sido muchas veces su paradójica víctima - y que se llama prolijidad; habrá tenido oportunidad de comprobar que lo que he traducido en mi anterior entrada (“La sabiduría de la masa”. Itinerario Náutico. 16 de agosto), no necesariamente es verdadero y tampoco correcto como postulado; o, que puede serlo, siempre que se presenten otras condiciones culturales y unos entornos más avanzados de sociedad.

En suma: aquello de que los individuos sean más susceptibles a la influencia positiva -que no a la negativa- de la multitud, sólo es cierto en función del nivel cultural del entorno y, sobre todo, de la propia formación y personalidad. No de otra forma puede entenderse que en nuestras sociedades se haya afincado un esquema tan perjudicial de realidad política -y donde hasta la democracia ha sufrido un embate- por culpa de la influencia negativa que representa, en si misma, un cierto tipo de actitud. Resulta evidente que la gente se ha dejado influenciar en mayor medida por métodos de proselitismo y de discurso que están animados por la acrimonia, el denuesto, el insulto y la burla corrosiva.

No puedo por menos que interpretar que esto es justamente lo que sucede con los llamados “trolls” cibernéticos, verdadero ejército burocrático cuya incierta misión no parece compadecerse con la defensa de unas políticas, estrategias y procedimientos o con las virtudes y aciertos de un determinado líder. Están allí para cumplir con otra suerte de intención: contradecir, insultar, descalificar y ultrajar. Estos oscuros y anónimos individuos -que se esconden en el misterio y la nocturnidad- saben muy bien de los efectos que un ánimo negativo e insolente conlleva. Están persuadidos que el dicterio y la infamia siempre compran a muy bajo precio; que el escarnio, el agravio y la mofa venden rápido y mucho más!

Ahora bien, ¿a qué es atribuible todo esto? Es muy probable que se deba a que vivimos en una sociedad hondamente estratificada, donde como consecuencia existe una profunda competividad personal. El resultado es que tenemos la tendencia a ver primero los defectos y no las virtudes de nuestros vecinos -vemos primero el lunar o el punto negro en la pared blanca- y cedemos a la negativa tentación de hacer caso a quienes para conmover y disuadir creen que la mejor estrategia es la de ofender y provocar. Esto lo han entendido así los gárrulos y falsos profetas; y, desde luego, sus discípulos y reciclados epígonos.

Es muy malo cuando como individuos nos dejamos influenciar por sentimientos de rencor y ojeriza, división y odio; no sólo que tales pasiones revanchistas son contraproducentes sino también estériles e improductivas. Lo más grave de todo es que tales animadversiones y sentimientos negativos nada aportan a una de las mayores exigencias que tienen el desarrollo y el progreso: un indispensable sentido de colectividad. Es evidente que todo propósito y empresa logra en forma más fácil sus caros objetivos si es que se apoya y fundamenta en un sólido sentido comunitario. El odio sólo escinde, no aporta en nada a que crezcamos como individuos y a que seamos más vigorosos como grupo, como comunidad.

Es por ello perentorio que los hombres públicos se comprometan a devolverle la dignidad que debe tener el lenguaje que les sirve de instrumento para su diálogo y comunicación con la multitud. Lo otro, no sólo es irresponsable e inelegante, sino que conlleva un ingrediente que hace más difícil y menos ágil el aporte de elementos de respeto que sustentan a una sociedad. Esta es la nueva encrucijada. Pobre del pueblo que vive animado sólo por la torpe inquina y por la acritud!

Lagos, Nigeria, 17 de agosto de 3013
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16 agosto 2013

La sabiduría de la masa *

La “sabiduría de la masa” se ha convertido en un mantra de la era del Internet. ¿Necesita usted una nueva absorbedora? Remítase a los análisis de Amazon.com. Que si el restaurante es bueno o no, pues revise lo que dice la red. Sin embargo, un nuevo estudio sugiere que esas evaluaciones “en línea” no siempre revelan la mejor alternativa. Un experimento masivo realizado con los seguidores de la red encuentra que tales evaluaciones son altamente susceptibles de un irracional “comportamiento en manada”; y que la manada puede ser manipulada.

Hay veces que la multitud es realmente más sabia que uno. El clásico ejemplo es el de adivinar el peso de un toro o el número de canicas en una frasco de cristal. Nuestro cálculo quizá va a estar alejado del valor real, mientras que el promedio de los pronósticos que hace la gente suele estar muy cerca del número correcto.

Pero, ¿qué pasa cuando la intención es juzgar algo menos tangible, como el valor y la calidad de un producto? De acuerdo con una teoría, la sabiduría de la masa todavía prevalece -al medir el agregado de las opiniones de la gente se produce un valor estable y confiable-. Los escépticos, sin embargo, argumentan que las opiniones de la gente son fácilmente afectadas por las de los demás. De ese modo, si se empuja a la gente en forma temprana presentándole opiniones que sean contrarias -por ejemplo exponiéndole a muy buenas (o malas) opiniones- se logra mover a la masa en direcciones opuestas. Para probar qué hipótesis es verdadera, se ha de tener que manipular a una gran cantidad de personas, para exponerlas a información falsa y determinar cómo esta afecta sus decisiones.

Un equipo liderado por Sinan Aral, un científico de sistemas del Instituto de Tecnología de Massachusetts, hizo eso exactamente: ha estado trabajando en secreto con una página de la red que evalúa nuevas historias (él dice que prefiere mantener su identidad confidencial). La página permite a los usuarios hacer comentarios acerca de esas historias y también votar a favor o en contra de los comentarios ajenos. El conteo de votos aparece como un número junto a tales comentarios y su posición es cronológica. Como consecuencia del experimento se puede, por ejemplo, averiguar en cuánto influencia la opinión ajena en nuestras elecciones (la respuesta: un montón). Esta vez se quería saber cuánto influencia la multitud en el individuo y si esto puede ser controlado desde afuera.

Por cinco meses todo comentario enviado por los usuarios, recibía un voto positivo o negativo en forma aleatoria o, como estrategia, ningún voto. El equipo entonces observaba cómo los usuarios apreciaban dichos comentarios. Así se generaron cientos de miles de comentarios, que fueron observados millones de veces y que, a su vez, merecieron tres veces más comentarios que los iniciales.

Cuando se trata de nuevos comentarios en asuntos relacionados con noticias, la masa tiende a actuar más como manada que a ser suspicaz. Los comentarios que fueron apuntalados con falsos votos positivos por parte de los investigadores, ganaron un treinta y dos por ciento más de votos positivos comparados con los de otro experimento. Para el fin del estudio, los comentarios positivos que fueron manipulados consiguieron un incremento de hasta un veinticinco por ciento. Sin embargo, lo mismo no sucedió con la manipulación negativa: los resultados de comentarios que recibieron un falso voto peyorativo fueron, por lo general, neutralizados por el siguiente voto positivo del usuario que los comentó.

“Nuestro experimento no refleja la psicología escondida detrás de las decisiones de la gente”, dice Aral, “pero, una explicación intuitiva dice que la gente es más escéptica de la influencia social negativa”. “Ellos están más inclinados a estar de acuerdo con las opiniones favorables de la gente”. Duncan Watts, un científico de la red de Microsoft Research de New York, coincide con esa conclusión. “Pero, la pregunta es si la respuesta tendenciosa positiva (en manada) es específica a esa página o valedera en forma general".

* Tomado de un artículo de prensa de Associated Press. Mi traducción.

Lagos, Nigeria, 16 de agosto de 2013
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13 agosto 2013

La singladura irrevocable

Ha muerto luego de una larga agonía mi querido tío Cleofé. Hubo quienes creían que su apelativo era realmente su nombre intermedio. Cleofé Benigno Ramón Pacheco era su nombre completo. Fue un conocido abogado de Pasaje y además un entusiasta agricultor; aunque, su única -su verdadera- profesión fue la más noble y egregia de todas: la del sencillo oficio de ser nada más que un hombre bueno. Pequeño de estatura, de frente bruñida y aventajada, solía hacer de su lengua un artilugio sonoro. Así lo recuerdo, haciendo chasquear sus dientes con un rumor insistente y travieso.

Cleofé fue ese mismo hombre a quien, siendo yo todavía un niño, fui a buscar en su pueblo una oscura y lóbrega madrugada. Lo encontré sentado a la mesa de un portal de la plaza principal, mientras escanciaba unas cervezas, ajeno a que en esas mismas horas batallaba contra los dolores y los espasmos de una anticipada labor de parto esa beldad sencilla, dulce y maravillosa: mi querida tía Cachito.

Siempre lo conocí como un hombre al que nunca vi enojado y eso debo haber escrito cuando hace un par de años hice una semblanza de su porte, al recordar sus escarceos con la guitarra (“El sabor del huachinango”. Itinerario Náutico, abril de 2011). Eran esos mis primeros años de orfandad, cuando yo era todavía un muchacho melancólico y cenceño. Siempre me dejó sentir su predilección; y también esa su inolvidable y bondadosa simpatía. Sabiéndolo enfermo y en el ya irremisible lecho del dolor, quise visitarlo hace un año, pero enfrentaba -otra vez- una más de sus delicadas crisis y sus solícitas hijas no me dejaron verlo.

Tuvo una injusta, prolongada y tormentosa enfermedad; pero, así mismo es la muerte, que a menudo nos sorprende con su crueldad, con la variedad de sus estratagemas, con sus vacuas y engañosas promesas. Supe, esa misma tarde, que nunca más lo iba a volver a ver. Ese era ya el crepúsculo de sus afanes, porque así de estériles e infecundos suelen ser a veces los afanes de los hombres buenos.

Lo recuerdo desde cuando Cleofé era un joven esposo, al que la vida no le quería regalar todavía el hijo varón que habría de venir con el más postrero de sus esfuerzos. Fueron, esos mismos, los años que yo habría de comprender que nada hay más triste que ser huérfano, con la sola salvedad de tener que volver a serlo... Entonces, yo había ido a vivir en la casa de la familia de mi madre, donde no se veía con buenos ojos que yo expresara el amor filial que sentía por papá, quizá porque había provocado unos incomprensibles y sutiles resentimientos. Así, habría yo de comprobar esa fuerza obstinada e irracional que suelen tener los desafectos…

Pero Cleofé recordaba a papá con una simpatía inalterable; más de una vez me dejó saber el afecto que conservaba por aquel hombre que gustaba entretener con el paroxismo de sus declamaciones, con sus insinuaciones picarescas y que, siendo yo todavía un niño, se ponía de rodillas en el piso, imitaba a un perrito y me dejaba montarlo a horcajadas, mientras en mis oídos todavía retumbaba esa voz enfervorizada que repetía aquellos poemas de Lorca o de Nervo; y, sobre todo, la triste poesía de Ramos Carrión: aquella de “El seminarista de los ojos negros”.

Por eso, cuando recuerde a papá, voy a recordar la dulce mirada del tío Cleofé. Voy a recordar mis lejanas y alejadas visitas a Pasaje y los viajes que hicimos, aquellos que Cleofé me pidió que le acompañe a aquella finca que tenía en La Fortuna. No voy a olvidar cuando me regalaba para un refresco y me pedía que fuese, a la hora de salida, a esa escuelita donde estudiaban mis primas, sus adoradas hijas, para escoltarlas en su regreso a casa. Había ahí un canal de aguas turbias donde revoloteaban los tábanos y las libélulas, mientras incordiaba el empecinado calor de la canícula. Así recuerdo al pueblo de Cleofé, entre ese calor pringoso y el olor dulzón que tiene el cacao. Cuando le recuerde, su memoria será propiciatoria de mi homenaje y también del más reverente y agradecido de mis estragados recuerdos.

Jeddah, 13 de agosto de 2013
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11 agosto 2013

¡Inshalá, jabibi!

Postulo que, con la sola excepción de los saludos tradicionales (“salá maleicum”, que quiere decir “buen día” -y que literalmente significa “que Alá le acompañe”-; y, “masalama” que es el saludo de despedida) y del imprescindible “shucran”, que asimismo quiere decir “gracias”, son las voces “inshalla” (o “inshalá”) y “jabibi” -esta última que quiere decir “amigo”, o literalmente “querido”- las palabras más utilizadas, o -si se prefiere- más abusadas, que existen en el idioma árabe.

Con la venia del F de la T, que sabe bastantísimo de todas estas cosas, y de cuya enjundia tengo que estar al acecho (no vaya a ser que me termine corrigiendo), he de inferir que con sólo estos simples términos es suficiente para realizar en Arabia unos iniciales escarceos de supervivencia.

Del “jabibi”, cosa extraña, los moros no dejaron rastro de influencia en nuestra lengua. Si se consulta en el diccionario, asoman palabras como “jabeba” (flauta morisca); “jabino” (variedad de enebro); “jaiba”, el crustáceo parecido al cangrejo que todos conocemos (aunque en el Caribe se lo utiliza también para designar a la persona astuta y marrullera); y “jatib”, que es como se conoce en el Magreb al predicador que se encarga del sermón en la mezquita. Pero de ese “jabibi” (o “habibi”, de acuerdo a la romanización más acostumbrada) no existe, ni se encuentra nada, nadita de nada! Y eso que los latinos en general, somos muy dados a exteriorizar (y hasta a simular) nuestras voces y gestos de afecto.

Del “inshalla”, sin embargo, no solo que hay vestigios; sino que existe un evidente testimonio de que se afincó con fuerza en nuestro léxico. Su impronta no puede esconderse; se evidencia con el uso de una fricativa que nos emparienta con los árabes (la jota): se trata de la voz “ojalá”. Aquel “inshalla” es una expresión que quiere decir “Dios lo quiera” (o, lo permita); algo así como aquel manido “Dios mediante”, pero que es utilizado como prefijo o sufijo en casi todas las oraciones árabes. Es un imprescindible complemento. Es, en cierto modo, el equivalente al “quizá” o “quizás” de nuestra lengua, aunque con un contenido religioso y místico, amparado en lo sobrenatural. Espero no estar equivocado… Inshalá!

Si algo nos llama la atención a los aviadores que operamos en Oriente Próximo, es justamente el uso recurrente de este sustantivo condicional. El tal “inshalá” resulta tan recursivo que se lo llega a utilizar en las propias autorizaciones de vuelo que, como se espera, deberían participar de una fraseología estándar, la misma que tiene un rigor de alcance internacional. “Alitalia 345 está autorizado a su destino, Malpensa, “inshalá”; nivel de vuelo 350; mantenga rumbo de pista; transponder 1234”… Obviamente no le dicen que “ojalá” llegue a su destino; sino que esperan que satisfaga el propósito de su navegación, “Dios mediante”!

No sería extraño que, habiendo ya recibido su autorización de vuelo, los pilotos vuelvan a escuchar la insólita invocación, cuando son autorizados luego para el inminente despegue: “Alitalia 345, autorizado para despegar, “inshalá”. En este caso, la cuasi plegaria no puede quedar completa si el controlador no añade un perentorio: “Luego del despegue, cambie a frecuencia 124.0, querido (“jabibi”)…

Todo esto, que parece solo signado por la hilaridad, excursiona los límites de lo estrictamente anecdótico; es parte de la vida de la sociedad (me recuerda a aquel “Alabado sea Jesucristo” que usábamos para saludar a los hermanos, quienes fuimos “cauchos” de “La Salle”) y los forasteros no pueden menos que terminar acostumbrándose; tanto que -para propia sorpresa- pasan los días y no pueden creer que también lo han empezado a utilizar: “Recibido, hasta mañana querido”!

Jeddah, 11 de agosto de 2013
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09 agosto 2013

Significados y contenidos


Entré a ese Starbucks en Hong Kong y pedí un capuchino descafeinado. El sitio estaba abarrotado; sin embargo, logré divisar una pequeña mesa como la única disponible. Una señora con apariencia japonesa, que tan solo un minuto antes se había encolumnado a mis espaldas, buscaba sin éxito una mesa vacía para poder ubicarse. Llevaba la dama consigo una bolsa de compras de tamaño considerable. Me preguntó si no me importaría compartir la mesa por unos breves instantes.

La bolsa anunciaba dos grandes caracteres chinos, a manera de propaganda, los mismos que por rara coincidencia los había visto escritos en la parte trasera de un bus esa misma tarde. Recordé el extraño significado del aparente lema y, sin tratar de simular un conocimiento que yo no tenía, me animé a consultarle: ¿“sinceridad y eternidad”? Realmente significan “verdad y tiempo” me contestó, pero más bien debería interpretarse como “autenticidad y duración”. Tiene sentido, pensé, en estos tiempos de tanta “genuina” imitación, y de esos falsos originales que se venden por todas partes… “En mandarín un mismo carácter o símbolo puede tener más de un significado -me explicó-, al contrario que para ustedes que un mismo concepto puede ser expresado con más de una palabra”.


“Esto les afecta a nuestros hijos -continuó- que como se han criado fuera del Japón, no han aprendido ni a escribir ni a leer en kanji (que utiliza caracteres ideográficos); lo han hecho solo en haragana y katakana (que son fonéticos). El resultado es no sólo que no pueden interpretar los caracteres chinos que son difíciles de aprender a la edad adulta (el kanji está relacionado con la escritura del mandarín), sino que no tienen bases para leer y escribir en su propio idioma”.



Animado por el sesgo que tomaba la conversación decidí preguntarle el motivo para que tanta gente estuviera haciendo fila y disputándose para entrar en un almacén tan caro como el de la vereda de enfrente (LV). No había escapado a mi observación que, por su vestimenta y condición, era gente -en su mayoría- de modestos recursos. Me comentó que lo hacían por un símbolo de estatus. Era, en efecto, gente provinciana y rústica, si no campesina, la involucrada en hacer esas onerosas adquisiciones. Lo hacía quizá por el mismo motivo que yo había visto en Shangái que la gente salía a la calle vistiendo pijamas: para marcar territorio, como un símbolo de elegancia o para ganarse el respeto de otros que los veían así acicalados...



Terminamos nuestro breve y fugaz coloquio reconociendo la súbita capacidad adquisitiva del pueblo chino. Y, mientras yo empezaba a preguntarme las causas para esta inesperada bonanza, y para esa opulenta capacidad adquisitiva, ella -a manera de susurro- me dejó un mensaje de despedida: “Pero, no tienen orgullo -me confió-, ahora tienen riqueza pero no saben lo que es el orgullo todavía”…



Hacía tiempo que ya había acabado de saborear mi descafeinado y me puse a discurrir si eso que los orientales llaman “orgullo” era lo mismo que en nuestra cultura llamamos garbo, elegancia o dignidad. Recordé de pronto a una colega de trabajo que un día, no encontrando la palabra castiza para comentar mi talante, me endilgó el comentario de que yo era un individuo "conceited", con lo que yo quise interpretar que quería decirme que era un “mimado o consentido”. Cuando llegué a casa y consulté el diccionario, no tardé en darme cuenta que lo que había querido decirme era que, en su opinión, era un presuntuoso y engreído!



El episodio me persuadió de que lo que para unos puede percibirse como una actitud de auto-confianza, para otros puede ser interpretado como engreimiento (e incluso como arrogancia). Lo que para unos es altanería, para otros es altivez. Pero... ¿qué tan mala es la arrogancia? Tal vez no sea tan mala, en la medida que no subestimemos ni humillemos a los demás, y en la medida que no olvidemos que nuestros logros siempre son circunstanciales… Y mientras, lo que anime nuestro garbo solo sea testimonio de un sentido de dignidad. En cuanto a si es mala o no, me remito a los significados, tan contradictorios que, para alimentar mi propia confusión, proporciona el diccionario de la Real Academia Española: Arrogante: 1. Altanero, soberbio; 2. Valiente, alentado, brioso; 3. Gallardo, airoso.

Sí, al parecer una misma palabra puede tener también más de un significado…

Jeddah, 10 de agosto de 2013
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07 agosto 2013

Anatomía del desparpajo

¡Que grima y coraje da cuando se subestima a las instituciones, a la juridicidad y a la gente!... En días pasados, y conocedor ya de que el alcalde Nebot, habría revisado su inicial decisión de no optar nuevamente por la alcaldía de Guayaquil, el presidente Correa habría expresado que si el alcalde busca reelegirse, él también se presentaría a una nueva reelección. Aduciría el presidente que en el caso del alcalde los medios no han pronunciado su desacuerdo (?). Es decir la suya sería una postura retaliativa… No puede olvidarse que si bien Nebot estaría en uso de un derecho que legalmente le asiste, en cambio el presidente no podría hacerlo por mérito de una disposición constitucional que es clara y taxativa. Por ello que él ahora propone un acuerdo entre los dos para que esto se permita…

En primer lugar, esto de suponer como ineludible que a los dos se los vaya a reelegir, o de darlo por hecho, es sin lugar a dudas una interpretación abusiva. Si negativa resultaría la postura de Nebot, cínica, torcida y perniciosa se antojaría la de Correa, que quisiera convertir aquella decisión del alcalde en un pretexto para perennizarse en el poder. Esto, a más de una inherente hipocresía, participaría de una buena dosis de sofisma: sería justificar algo general por la existencia de algo particular. Una cosa es Guayaquil donde está en juego la decisión de, por así decirlo, dos millones de votantes, y otra la pretensión del mandatario donde se comprometería la voluntad de voto de la totalidad de los ecuatorianos hábiles.

Pero esto se veía venir. Y, como se ve, el episodio no es más que un pretexto. Pero seamos prácticos, inclusive a riesgo de pecar de candidez, si no de pesimismo: ¿cuál sería la posibilidad real de que Correa y Nebot no sean reelegidos? Pues, muy poca; pero indigna que en un sistema democrático, estos personajes se den por ganadores indiscutibles en forma por más que anticipada! ¿Qué sucedería si Nebot cambiase de idea y, en su afán de no hacerle el juego a Correa, decidiera no postularse? ¿Qué garantía tendríamos de que Correa respete su promesa y se atenga al texto mencionado que le impide volver a candidatizarse?

Conviene recordar el espíritu de la prescripción constitucional que fue dictada justamente para fortalecer la democracia y para propiciar la alternancia política. Lamentablemente, en un régimen de partido único, como el actual, donde para colmo el oficialismo no ha podido presentar un líder de alternativa -justamente por el estilo omnímodo que tiene el presidente- lo que se estaría propiciando es una entronización perenne en el poder de un gobernante que nunca ha dejado de sentirse candidato. Un candidato que, dados su autoritarismo y megalomanía, nunca ha entendido cual debe ser la misión del verdadero estadista y que con sus insultos y denuestos, burlas y diatribas, jamás ha podido comprender que lo que el país verdaderamente necesita es unidad y una voz orientadora, un ejemplo de inspiración que lo motive a ser más grande como nación, con un mayor sentido de comunidad, con la participación de todos los sectores comprometidos.

Correa, a pretexto de rehabilitar a los desposeídos, ha creado una estructura política que favorece a sus coidearios, quienes gozan de todo tipo de privilegios y sinecuras, en detrimento justamente de aquellos desposeídos que dice defender. No es cierto aquello de que "la patria ya es de todos". Lo único cierto es que la patria es feudo exclusivo de quienes se han sabido identificar con el oficialismo! Es muy triste reconocer que nuestros supuestos "próceres" parecen dispuestos a cualquier sacrificio, con tal de que no les pidamos el más inaceptable de todos: que cedan el poder con el que parecen haberse embriagado. Me pregunto: ¿cómo será la resaca si así es la vesania de esta alegre borrachera?

Utilizando lo que en lógica se denomina un silogismo “ad-hominem”, habría que darle la vuelta a la proposición del presidente. Que tal sí, en lugar de llegar a un acuerdo para reformar la constitución y proponer esa descabellada reelección indefinida, ambos se comprometen a no volver a presentarse? Ahí habría un poco más de coherencia y, desde luego, una mayor cuota de decencia! Lástima que cuando el desparpajo se transforma en la postura de moda, aún el discutir de estos temas se convierte en una inútil pérdida de tiempo... ¡Qué desvergüenza!

Dammam, Golfo Pérsico, agosto 8 de 2013
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06 agosto 2013

Agua de borrajas

Hay muchos prismas para mirar lo que terminó pasando con el aeropuerto capitalino; todos se difuminan en forma lamentable cuando este importante tema es circunscrito a la óptica que menos debe importar, por su carácter mezquino y circunstancial: aquella del componente político. Pero Tababela, el decepcionante -si no fracasado- nuevo terminal y nuevo aeropuerto capitalino, debe analizarse desde una visión más profunda que lo político y electoral, algo más profunda incluso que el transfondo de su incomprensible negociación.

Decir que el aeropuerto ha constituido un lamentable fracaso no es una novedad; es simplemente la apreciación mayoritaria de la ciudadanía, sobre todo la de los usuarios frecuentes que lamentan lo que recibieron: un terminal que si por algo se caracteriza es por su inconveniencia. Cuando más necesitaba el país un instrumento efectivo para su integración y cuando más necesitaba Quito una herramienta para su promoción como ciudad, se nos entregó un aeropuerto que a duras penas se puede calificar de regional. Tababela no es, que quede claro, un terminal a la altura de los aeropuertos más modernos del mundo, ni siquiera está al mismo nivel que los que pertenecen a las principales capitales de Suramérica.

Quienes se siguen llenando la boca con sus aparentes bondades y virtudes, lo hacen sólo por defender lo indefendible, por ignorancia o malquerencia. Cuando se menciona que tiene la torre de control más alta de América del Sur (?) o que tiene la pista más larga de los países latino-americanos… sólo se está queriendo comparar peras con manzanas y tan solo se está esgrimiendo una verdad a medias. No puede compararse a Quito con Ezeiza, por ejemplo, si el aeropuerto capitalino -debido a su altitud (7.910 pies)- requiere necesariamente de un 30 por ciento más de longitud para que las aeronaves consigan similar desempeño.

Si verdaderamente quieren compararse los todavía exiguos 4.100 metros que, a mi juicio, tiene la única pista del nuevo aeropuerto, ¿por qué no se lo compara con las pistas de Denver (5.440 pies de altitud), por ejemplo? Esta ciudad tiene cinco pistas de casi cuatro kilómetros y una de 4.900 metros. Pero, no es siquiera en el aspecto técnico donde la discusión debe situarse; hay aspectos de enorme -de mucho mayor- trascendencia, que ya los empezamos a sentir, que poco a poco nos van abrumando con su realidad, con sus secuelas y sus efectos. Solo nos hace falta poner de relieve dos de esos importantes aspectos:

El primero está demostrado por la frialdad contundente de los guarismos: es evidente que la utilización de los servicios aéreos ha bajado, de acuerdo con las publicitadas estadísticas, hasta en un 30 por ciento. Quien no quiera ver en este testimonio una realidad que afecta a la economía del país y a la integración, bien puede decir que la disminución de dichas operaciones no es necesariamente una muestra de que aquellos factores hayan sido afectados, que tal disminución no es en la práctica un fidedigno o concluyente reflejo. ¿Quiere entonces decir que ese mismo porcentaje, equivale a pasajeros que antes viajaban entre las principales ciudades sin que exista una real necesidad?... No, no debemos pecar de ingenuos!

Sin embargo, aun más que la misma economía y comercio entre las principales ciudades del país, donde realmente ha hecho mella esta insulsa novelería de operar desde y hacia un aeropuerto prematuro en su inauguración, es el terrible efecto que el cierre del aeropuerto de Chaupicruz ha producido a la integración del país. Resulta lamentable que hayan sido las mismas autoridades las que, lejos de apreciar esta deficiente falencia, se hayan empeñado en promocionar un aeropuerto que nunca cumplió con las expectativas de la ciudadanía, que fue una oportunidad perdida, que tan solo quedó en “agua de borrajas”, y que nunca fue (y que, probablemente, nunca será) lo que alguna vez nos prometieron!

Hong Kong, 6 de agosto de 2013
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03 agosto 2013

¿Hay alguien ahí?

Parece un enorme jabalí herido. Por lo menos así es como aparece en el mapa esa gigantesca nación que es Rusia. Inmensa, incluso luego de la desmembración que produjo la disolución de la Unión Soviética. Es claro que en las cartas geográficas aparece aventajada en su tamaño (es una distorsión de la escala Mercator); pero, incluso así, no ha dejado de constituir el país más grande que hay en la tierra.

De tarde en tarde reviso las visitas que se hacen a este blog. Existe, entre las diferentes herramientas de edición, una que refleja un mapa político que incluye a todos los países del planeta. Estos adquieren un tono más intenso de verde, de acuerdo a las entradas que detecta el sistema. Su membrete dice “Público”. Nunca ha dejado de sorprenderme que no siempre son países de habla hispana donde me honran con sus lecturas. Para mi sorpresa, es ese enorme jabalí el que se destaca por su continua y perseverante presencia.

Sin embargo, nunca suelen dejarme comentarios esos lectores. He empezado a elucubrar que no lo hacen porque quizá no es el castellano su lengua materna. Esto me produce una cierta curiosidad: ¿quién puede estar interesado en leerme, en esas lejanías y con tan inusitada frecuencia? No quisiera pecar de candidez, pero intuyo que se trata, con probabilidad, de un grupo de lectores que se encuentran estudiando nuestro idioma y que han optado por utilizar el blog en forma aleatoria, para su uso y ocasional referencia… En todo caso, la sensación que experimento es la de quien entra en una habitación oscura y al creer que ha detectado un tenue y callado movimiento, opta por preguntar: ¿hay alguien ahí?

Mas, nadie se mueve, ni tampoco contesta!

Rusia es uno de los pocos países que no he tenido oportunidad de conocer todavía. En los tiempos en que estuve basado en Shanghai realicé repetidos y frecuentes vuelos a Europa; en la mayoría de ellos, se sobrevolaba Rusia por largas horas, desde que dejábamos Mongolia y volábamos sobre al lago Baykal, hasta que cruzábamos sobre el Báltico en el nororiente de Europa. Se podía ver hacia meridión y desde el avión, a la hora de la penumbra, el resplandor inquieto de las luces moscovitas. Dejábamos Rusia luego de volar sobre San Petesburgo, esa ciudad que inclusive desde el cielo parece monumental. Aquel sobrevuelo era parte de la ruta y se había convertido en nuestra puerta de salida inalterable.

Sin embargo, si digo que nunca he estado en Rusia pecaría de inexactitud (las verdades, como dice Eduardo Mendoza, son siempre “casi verdades”). Sólo una vez, en un vuelo que realicé como pasajero en Singapore Airlines, entre Singapur y Houston, tuve la oportunidad de merodear, por alrededor de una hora, en la sala de tránsito del aeropuerto Sheremetyevo de la capital rusa. Pero, como ya ha comentado anteriormente, esas escalas abreviadas -igual que tales sobrevuelos- nunca cuentan a la hora de considerar todos esos episodios como sustento de nuestros reclamos, aquellos de que ya “hemos estado” en un país determinado. No solo que los terminales aéreos se han convertido en fríos centros comerciales carentes de personalidad, sino que no permiten -en tan corto tiempo- tener una percepción o un barrunto, por lo menos tangencial, del alma que tiene un pueblo.

No sé si algún día se me vuelva a presentar la oportunidad de ir a visitar Rusia. Por ahora, me llena de satisfacción el que uno de mis hijos tuvo el privilegio de conocer ese enigmático y sugerente país en días pasados. Y me llena de humilde complacencia saber que he ganado unos amigos silenciosos que me distinguen allí con sus visitas recurrentes y con sus lecturas asiduas.

Jeddah, 3 de agosto de 2013
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01 agosto 2013

Felicidad, felicidad

“Felicidad, felicidad, yo la perdí un año atrás
Felicidad, felicidad, ya nadie más te encontrará
Felicidad, felicidad, mi mariposa que te vas
Felicidad, felicidad, en primavera volverá”.

Los Iracundos, “Felicidad, felicidad”.

Para el tiempo en que anduve tarareando esa canción, que la interpretaba el desaparecido -e irremplazable- Eduardo Franco, yo ya debo haber empezado a preguntarme qué mismo era la felicidad; es más, creo que desde esos años ya me preguntaba si ella, la felicidad, realmente existía. Pronto debo haber advertido que “esa” felicidad, aquella en la que parecía creer todo el mundo, ese sentido un tanto utópico con que muchos suelen interpretarla, era solo una figuración irreal; y que, muy probablemente, aquello que los otros (algunos) llamaban felicidad, no era nada más que unos ocasionales y transitorios momentos de dicha.

No fui, por lo mismo, uno de los más fervientes creyentes de la felicidad. Siempre me dio la impresión que jamás podía tener carácter absoluto algo que estaba signado por la relatividad y el subjetivismo. La dicha permanente no existía; la felicidad era, por lo tanto, un valor subjetivo y, en el mejor de los casos, relativo.

Por ello que hoy, que hojeaba una edición no muy fresca de la revista TIME, algo en un par de sus artículos captó mi atención e interés; se hacía referencia a un tema que, en los tiempos en que tarareaba la canción de marras, creía que era motivo de conversación para la edad que atravesaba en esos días; y quizá entonces no imaginé que ese era un tema que habría de volver en muchas de las discusiones en las que más tarde participaría. Hallé, desde entonces, una como recurrente obsesión; la gente siempre quería hablar de eso que perseguía: la etérea y elusiva felicidad.

Cuando a veces digo que “no creo en la felicidad” no estoy diciendo que no sea feliz (me faltaría valor para negarlo); empero, mucho me preocupa la callada persuasión que muchos sienten de que su vida no vale la pena de vivirse, el convencimiento que tienen de no ser felices. No de otra manera se entiende que uno de cada cinco personas sufra de desórdenes anímicos en algún momento de su vida; y que uno de cada tres llegue a enfrentarse a desórdenes de ansiedad. Así se entiende que aquello de la “búsqueda de la felicidad” -que proclama la misma constitución americana- no sólo se haya convertido en un negocio millonario de los embaucadores comerciales, sino que se ha probado como la muletilla que no puede estar ausente en las ofertas de tinte político.

Siempre estuve persuadido que la felicidad era más bien el resultado de un estado de comparación, entre lo que somos (o tenemos) y lo que queremos ser (o tener). Por ello que he encontrado que los pueblos asiáticos, que basan su vida en las filosofías orientales, tienden -por lo general- a ser más felices, porque no tienen un elevado grado de expectativa y se conformaban con menos. He podido percibir que los orientales tienden a hurgar menos en el pasado y a preocuparse un poco menos de algo que es contingente: el futuro. Me ha dado la impresión que ese afán de disfrutar el presente les entrega un mejor sentido de realización.

Hay factores que nos crean un espejismo de lo que debe ser la dicha. A menudo confundimos el éxito o la riqueza con la plenitud que sugiere la felicidad. Me ha encantado recordar la frase de Bertrand Russell, aquella de que “los mendigos no envidian a los millonarios, a los que realmente envidian es a otros mendigos que logran un mayor éxito”… Es muy decidor que mucho de lo que creemos que a nosotros “nos hace felices”, no nos preocuparía obtenerlo si nadie más llegaría a enterarse o si no pudiéramos contar a otros que ya lo hemos obtenido…

Quizá suceda como con aquella canción; que nos invitaba a dejarnos llevar por su ritmo, aunque la letra parecía insinuar que algo ya se había perdido y que ya nadie más lo iba a encontrar…

Miami, primero de agosto de 2013
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