29 noviembre 2013

Pasiones y funambulismos

Quise hablar de esa horrible costumbre de denostar a troche y moche. También de la absurda abulia de la gente, del “silencio de los inocentes” (sintomática forma como se ha traducido del inglés la frase “silencio de los corderos”, o de las ovejas)… Pero, para qué hablar de politiquería! Mejor, hablemos de fútbol!

Nunca me gustó el United, el equipo del Toño Valencia, pero ayer he disfrutado viéndole ganar a su equipo, viendo como le hacía trizas nada menos que al Bayer Leverkusen! Y esto quizá sólo se deba a esas gotas de pasión y frenesí que, con frecuencia, nos provoca el nacionalismo... No se me ha de negar que no se puede dejar de sentir un cierto orgullo al ver a un compatriota que se destaca y triunfa en una tierra lejana. Allá, estando lejos, él cumple con su sueño; separado de su familia, sin el dominio de un idioma que le es ajeno, forjando como varón (con perdón de las feministas) una estadía y un modo de vida en una sociedad que le es extraña, donde debe ser arduo -para un muchacho aldeano como es él- poder adaptarse. Sí, en ello hay un mucho de coraje y de valentía. Yo sé lo que es eso...

Da gusto ver lo bien que lo que hace. Sin cometer ingenuos errores. Ciñéndose a una estrategia, a esa disciplina que de él demanda quien lo dirige. Y, sobre todo, siendo una pieza importante en el destacado desempeño de su equipo. Basta ver su nueva imagen, el cuidado que ha puesto a su formidable desarrollo físico. Hay en él una renovada presencia que impone un desequilibrio. Su natural habilidad, sumada a aquella contundente forma, marca ahora un factor que se convierte en determinante. Exhibe también algo inédito: una inesperada actitud depredadora, la búsqueda de aportar con goles para sumarlos a esos letales centros suyos que estragan el campo enemigo. Por eso, resulta estimulante observar su contagiosa mueca de realización con la que él acicatea el paroxismo colectivo.

Mayor mérito tiene Antonio Valencia siendo lo que es: un chico que proviene de un estrato humilde, nacido en un pueblo de gente pobre, avecinado al socaire de un campamento petrolero. Porque Lago Agrio es un pueblo preterido, donde la riqueza que ha creado el "oro negro" no ha enriquecido al poblado ni tampoco lo ha favorecido. Por eso, su triunfo es el triunfo de los marginados, de quienes aprenden que cuando la gente se esfuerza el éxito no siempre es esquivo, que la fortuna suele sonreír también a los menos favorecidos... Pero así mismo parece ser que se crean esos referentes que se hacen populares. Así nacen los héroes y así se crean y crecen los ídolos. Y esa es la historia también de cómo se hacen de apoyo y se convierten en populares sus equipos. Justo cuándo parece que han de fracasar, nos asombran con sus hazañas, sus logros y renovados pergaminos.

De niño tuve la sospecha de que el buen fútbol se jugaba en otra parte. Pero pude presenciar aquellos poderosos equipos que venían de Argentina o de Brasil y que se presentaban en el estadio del Batán y, un poco antes, en el ya olvidado del Arbolito. Media canasta de goles era lo que siempre nos encajaban aquellos fantásticos equipos! Quizás por eso, fueron más bien divisas extranjeras las que yo seguí cuando era niño. Reconozco que en ello he cometido un poco de ese feo pecado, ese que en política resulta nefando, aquel habilidoso del funambulismo. Pero nunca me convenció el Manchester United… tal vez por todos esos falsos goles validados, por los penales inexistentes que siempre le concedían, por la lenidad con que le trataban, por el favoritismo de los árbitros, por las ventajas que le otorgaban en la programación del calendario de sus compromisos...

Es evidente que el fútbol es en nuestro país el deporte más popular -esta es una verdad de Perogrullo-. Por eso es que han sido justamente unos pocos futbolistas los que han sabido acaparar la atención y el afecto de un pueblo que siempre ha estado ansioso de encontrar líderes y nuevos ídolos. Y ahí está Antonio Valencia, haciendo felices a los parciales de un conjunto inglés; pero, sobre todo, a aquellos fanáticos de su propia tierra, que viven pendientes de sus triunfos y reaccionan al estímulo de sus gritos de victoria para celebrar con él los logros de su equipo.

Dammam, Golfo Pérsico
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27 noviembre 2013

Sobre ofertas y demandas

Dicen los que saben que es una ley muy sabia. Es una ley que rige la economía del mundo y las fuerzas del mercado. Sin embargo, su mismo nombre tiene una connotación fría y desalmada, la llaman "de la oferta y la demanda". No discuto, hasta cierto punto, que los precios tengan que ceder al capricho de los gustos, las preferencias y los requerimientos. Pero esto no explica por qué los productos y servicios tengan que depender del capricho y abuso de quienes imponen aquellos precios. Y esto da mucho coraje pues, a cuento de que son servicios de carácter internacional, nadie los controla y nadie pone coto a la tiranía de tales arbitrios.

Si hay algo en donde se refleja la perversidad y despotismo de esa ley es en las tarifas de los pasajes aéreos. Bien pudiera decirse que cuando una persona -en el interés de conseguir un precio más económico y conveniente- decide comprar sus boletos con anticipación y anterioridad, no sólo que no siempre consigue alcanzar su objetivo -y estar favorecido, además, de una esperada versatilidad o flexibilidad en caso de que por algo fortuito requiera efectuar un cambio posterior-, sino que se encuentra limitado y constreñido, dadas las penalidades involucradas en un posible cambio, a tener que someterse a su reservación o selección inicial.

Es tan absurdo y abusivo el sistema que, por regla general, el cambio de un boleto aéreo equivale a un costo más elevado al que correspondería por comprar uno nuevo, debiendo desecharse o no utilizarse el previamente adquirido. ¿Cómo es esto posible? ¿No debe entenderse que si alguien realiza un cambio en su viaje no lo hace por capricho, sino porque algo inconveniente e imprevisto le obligó a alterar sus planes originales? Sin embargo, lejos de encontrarse el atribulado pasajero con un sistema flexible, bondadoso y comprensivo, se enfrenta más bien con un sistema de oscura e incomprensible explotación que lo hace sentirse manipulado y perjudicado.

¿Quién controla estos abusos? Porque tampoco existe un procedimiento o protocolo que favorezca los reembolsos que pudiesen ser reclamados. Para ponerlo en pocas palabras: las aerolíneas, hoy en día, hacen su agosto con las situaciones imprevistas y las desgracias que acontecen a sus pasajeros. Lejos de ayudarles en su incómodo predicamento, se aprovechan de esa lamentable situación y terminan por castigarles en su intento. Y lo que causa más repudio es que lo hacen con abuso. Manda huevos!

Hago estas reflexiones cuando sigo todavía al otro lado del océano, y cuando he tenido -ya por dos ocasiones seguidas- que solicitar la cancelación de mi reserva y no solo someterme al pago de una onerosa penalidad, sino a tener que aceptar una nueva tarifa que me ha resultado mucho más costosa (exactamente el doble) que la que estuvo relacionada con la anterior reserva… Así que, de un cambio de clase, ni hablar! El precio ha escalado en más de cinco veces con relación al que tuvo en la fecha de adquisición del primer boleto. ¿Hay alguna lógica en este tormento?

Así qué, aquí sigo! No me he ido todavía! Y sigo aquí, porque para lo relacionado con el trabajo y las obligaciones laborales cuenta también (por fortuna) aquello de la oferta y la demanda. Hay ocasiones en que quienes nos contratan nos hacen sentir imprescindibles e importantes. Ahí se dan situaciones en las que al encontrarnos "demandados", tenemos la posibilidad de considerar ciertas ofertas que nos son irrecusables; hay veces que resultan tan atractivas que se convierten en indecentes. Pero también hay casos en los que no podemos responder con nuestra excusa o negativa. Por aquello que ya hablábamos el otro día, aquello del "donde las dan las toman". Ya que es mejor prevenir en seco, en caso de que se ofrezca en mojado...

Así qué, por eso sigo aquí. Sintiendo en el oído el rumor de una melodía con música de mariachis, esa del “porque estás que te vas, y te vas, y te vas y no te has ido”... Y no precisamente por lo que sugiere el adagio, ese que insinúa con socarronería que "quien mucho se despide pocas ganas tiene de irse"...

Sobre Karachi, Pakistán, a 35.000 pies de altitud.
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24 noviembre 2013

Tiempo de volver

Hoy es ya mi último día. “Ya toca”, como dicen en la tierra. Es tiempo de volver! Que “hay un tiempo para todo” dice la Biblia y, aunque tendría que revisarlo, ha de decir también que existe un tiempo para ir y otro para volver… ¿No es la vida eso, justamente? ¿Un perenne y continuo “estarnos yendo”, con la empecinada ilusión, esa sensación de un espejismo ilusorio, de que ya estamos por volver?…

Compruebo también que, luego de muchos, este es mi primer día de descanso! Razón (“no wonder”, como dicen en inglés) que ayer tuve que abortar un par de notas; en ellas les contaba un par de episodios y reflexiones. Pero, tal parece que con los escritos sucede lo mismo que con nuestros escarceos culinarios: que se nos pasa la sal… y el único recurso que nos queda, para tan fugaces narrativas, es el que nos proporciona una tecla mágica, aquella que en mi computador está marcada con una palabra sabia, esa que dice “delete”. Cosas del cansancio!

Quise contarles de un “ego inflado” que alguna vez conocí, por ejemplo (algunos de ustedes estarán tentados a gritar “tú mismo”, lo sé!). Pero a ese, no lo conocí en el espejo (en ese azogue redescubro, todos los días, a uno que aún no termino de conocer). A aquél lo conocí en el sur del continente; era chileno, aunque -con el perdón de ese prurito que es la mala costumbre de generalizar- actuaba como argentino... Me habían enviado a Asunción del Paraguay para que lo entrenara; pero… era uno de esos pilotos que ya creen saberlo todo, que ya nada les queda por aprender, que tampoco queda ni existe nadie que pueda venirles a enseñar. En suma: era inaguantable! Pronto habría de darme cuenta que no era lo que con tanta petulancia, no exenta de una cierta altanería, él mismo creía ser.

La anécdota quizá venía a cuento de lo que alguna vez creí aprender de uno de mis primeros maestros: Galo Arias Guerra, mi personaje inolvidable. Siento que con él aprendí una lección para la vida: la de que “no existen pilotos malos y pilotos buenos”. No hay tal cosa! Existen únicamente los que se anticipan a lo que pueda pasar, o pueda pasarles, y los que desdeñan esa lógica probabilidad. Esto determina, como consecuencia, otra realidad: la de que solo existan dos tipos de aviadores, los que se apresuran y los otros, los que nunca se apresuran ni jamás se dejan ver apresurados (apurados, como dicen en mi tierra). Los que nunca exhiben (ni se dejan notar nunca) es ningún tipo de afán ni de ansiedad. Esos son los buenos, aquellos que saben que lo improbable es siempre una posibilidad…

La otra reflexión que terminó esfumada en el ciberespacio tenía que ver con los continuos viajes y periplos que, desplazándose alrededor del mundo, realiza el menor de mis queridos hijos. Lo curioso es que, él mismo, quiso ser alguna vez piloto, pero se decidió por las matemáticas y la economía, y hoy su actividad de gestión pesquera lo lleva y trae por los confines del orbe. “Vuela más que piloto”, bien se pudiera decir; aunque en el caso suyo -como creo que es el de mis otros hijos- sus alejados destinos me resultan a menudo (qué ironía!), verdaderamente envidiables. En casa de herrero…

Pensar en mis vástagos me provoca ser un tanto pretencioso… Puedo alardear, como a su turno lo hicieron los españoles, los británicos, los americanos (y no sé si los franceses) que en “mi imperio” jamás se oculta el sol… En efecto, puedo decir -en forma permanente y casi general- que tengo hijos regados por todos los continentes (ustedes sabrán disculpar el alarde y la ostentación). Por lo mismo, bien puedo jactarme, en este mismo instante, que siempre tengo un hijo -en algún lugar del mundo- que se encuentra hoy mismo despierto. O, pensándolo mejor… más bien debería decir, dadas sus inclinaciones soporíferas, que a cualquier hora -y en algún lugar del mundo- uno de mis hijos siempre estará durmiendo!

En este sentido, mi imperio es católico, onírico, universal y paradójico. Voy a bautizarlo de “imperio vizcaíno”. Es un imperio de novela, uno donde nunca se "levanta" el sol…

Jeddah, Arabia
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21 noviembre 2013

Más allá de la parodia

Dentro de pocos meses estaremos celebrando los primeros cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de El Quijote (1615). No hace mucho, el mundo había ya celebrado los cuatrocientos años de la aparición del primer volumen; pero fue, justamente, con la divulgación de esa genial secuela, que la obra lograría alcanzar la dimensión y popularidad que le dieron tan universal reconocimiento. Con ello, la narración de las aventuras del “ingenioso hidalgo” se convertiría en verdadero paradigma para la novela moderna, y pudiera decirse que serviría también como elogio o apología de los valores del hombre.

Quienes hemos tenido la suerte y el privilegio de leer -y de releer- El Quijote (ya que en su relectura siempre descubrimos algo nuevo), tal vez nos habremos dado cuenta que hay ciertas diferencias entre la segunda y la primera parte. La segunda nos presenta a un personaje menos afectado por sus locuras y delirios, a un soñador más sabio y más tierno, inspirado en una bondadosa filosofía. Aquel individuo trastornado por su loca temática, da paso a un personaje imbuido por la magnanimidad; cuyos diálogos con su orondo y cándido escudero constituyen, por sí solos, una lección de cordura, de ecuanimidad y de sentido práctico. Esos  diálogos nos enriquecen con su filosofía y hacen de la lectura de tales incidencias, un motivo de profundo valor didáctico: una extraordinaria lección de vida.

Con la publicación de la segunda parte, puede decirse que es cuando El Quijote pasa a convertirse en la primera y más grande novela moderna. Desde entonces, su influjo sería determinante para el futuro de la literatura. Se dice no solo que Don Quijote sería una de las obras más importantes e influyentes que ha habido en la historia, sino también la obra más completa que jamás se hubiera escrito.

La segunda parte es la que narra la tercera salida del héroe. Allí se descubre una actitud más humana del Quijote, en sus escarceos afectivos, en sus desilusiones y en sus derrotas. Se identifica, en esa segunda parte, una mejor relación entre los episodios y los personajes, y también existe una más articulada continuidad en la narrativa. El enjuto y desquiciado caballero se va convirtiendo ya en un héroe resignado que se consuela blandiendo las armas de la nostalgia y la melancolía.

Siempre pensé que había dos Quijotes. Y no me refiero al original y a la vicaria impostura atribuida a ese tal Avellaneda. Estoy persuadido que hay dos distintos y diferentes Quijotes en la misma novela. Quizá por eso que hoy, que ya ando a las puertas de mi retiro definitivo como piloto, El Quijote me hace meditar en que hay también dos etapas en esa “vida de quijotes” que es la nuestra, la de la aviación: una en que sentimos el orgullo de ser pilotos activos todavía; y otra, una segunda -que quizá ya la he comenzado a vivir-, que es cuando empezamos a sentir una cierta nostalgia, la de la próxima despedida, la de “la tristeza de haber sido y el dolor de ya no ser”… (¿No era que había un tango con esa misma letra?)

Pero será allí cuando trataremos de convertir a la memoria en nuestra pócima medicinal e infalible, en una especie de “Bálsamo de Fierabrás”, bálsamo mágico que nos ha de servir para curar, o para soportar mejor, nuestras heridas... Ahí, sabremos recordar nuestras locas aventuras, recordaremos a nuestros dignos y pacientes escuderos, a esos nuestros metálicos rucios -nuestros avioncitos, esos leales Rocinantes-, y quizá también (quién sabe) a una que otra Dulcinea… Entonces ahí, y sólo ahí, nos sentaremos a teclear unas pocas letras para contar alguna loca travesura. Al hacerlo, quizá parodiemos una frase conocida:

"En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”

Lagos, Nigeria
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19 noviembre 2013

Semana de nueve días...

A ver si nos entendemos. O, si me entienden. O, mucho mejor todavía, si me hago entender: hay asuntos que no son de pura matemática, sino más bien de conciencia, de eso que en aviación se mide con una regla intraducible llamada "airmanship". Lo contrario, sería como hacer pelotillas con los grumos y luego limpiase los dedos en las sábanas, al socaire de que nadie nos mira... Anteayer, cuando salía para Etiopía, el vuelo se retrasó en varias horas debido a que "se colgó el sistema" de inmigración. Como se trataba de un vuelo con deportados, las autoridades extremaron su -ya de por sí- meticuloso procedimiento. El asunto vino a complicarse -ley de Murphy, que le llaman- cuando al solicitar el permiso de salida para el vuelo, se nos informó que no contábamos con la correspondiente dispensa para sobrevolar el Yemen...

La oficina de despacho optó entonces por utilizar una ruta alternativa que consistía en volar hacia occidente, sobrevolando Khartoum, la capital de Sudán, para tomar luego proa hacia el sur, hacia nuestro destino: Addis Abeba. Haciendo una "L", en definitiva; o un ángulo recto, eso que los golfistas llamamos "pata de perro"… Esto tenía dos implicaciones: que el vuelo tendría una duración adicional de hora y media -lo que a veces se traduce en pingues beneficios para nuestra avariciosa faltriquera-; y, dos, que se debía observar una regulación que pone coto a las horas de servicio que pueden trabajar las tripulaciones (lo que para facilidad, aquí abreviare de LTV).

Las autoridades aeronáuticas conceden el permiso de operación a las aerolíneas en el sobrentendido de que esas empresas se auto-regulan con reglamentos internos, que determinan unos máximos para tiempos de vuelo y periodos de servicio. Hay ocasiones en que, siendo inminente que se pudieran exceder tales parámetros, el comandante tiene la potestad de propiciar una extensión, a objeto de no cancelar el vuelo, cuando de por medio surgen circunstancias imprevistas (malos tiempos, desperfectos, control de tránsito aéreo, etc.). En esas circunstancias, el comandante está obligado a presentar un informe justificativo.

Ya en pleno vuelo, caí en cuenta que la ruta pudo haber sido abreviada si se habrían utilizado otras aerovías que hubieran soslayado el sobrevuelo de Khartoum; con lo que podíamos haber recortado el tiempo de vuelo en casi cuarenta y cinco minutos. Aquí es donde, cual cuña que hinca la conciencia, se introducía esa palabrita (la que carece de traducción en esta riquísima lengua nuestra)… ¿Qué hacer, por lo mismo? ¿Dejar pasar el reloj? ¿U optar por el atajo y obedecer al dictado de la conciencia?

Optamos por aquello escrupuloso de la conciencia... Pues bien dicen que "what goes around, comes around", que creo que en castellano se traduce como "donde las dan, las toman". Que sólo significa que toda acción siempre tiene sus consecuencias. De resultas del "ahorro", estuvimos de vuelta en Riyadh, justo cuando se desataba una inédita tormenta... El desenlace fue que, entre los esfuerzos del control de radar para gestionar la secuencia operacional y la parsimoniosa movilización en tierra -como resultado de la portentosa tempestad- se fue al caño toda esa cándida propuesta!

O, al final, no se fue… Porque Riyadh es una de esas ciudades que no está preparada para evacuar ni un inocuo aguacero, y menos aún una tormenta de proporciones apocalípticas, en medio del desierto (¡quién hubiera previsto aquí la necesidad de alcantarillas!). Era ya tarde cuando concluí el vuelo; y me encontraba tan cansado, que decliné la opción de continuar a Jeddah, para disfrutar de dos días de descanso (los provistos en una semana consecutiva, de acuerdo con lo dispuesto por el antes mentado LTV). Aquí fue que intervino, otra vez, aquello de los caprichos que impone la naturaleza: pues, por culpa de la inundación y de los caminos anegados, me habría de tomar tres horas el tránsito hacia el hotel desde el atascado aeropuerto!

Ayer, en mi primer día de descanso (!nunca tan merecido!), me han hecho una de esas llamadas desesperadas (se las reconoce por el ruido perentorio con que suele timbrar el teléfono)... No tenían quién cubra un vuelo que estaba por cancelarse por falta de piloto! Me proponían, por lo tanto, que extendiese la semana para que esta no constara como de solo siete días…

Me he puesto a consultar quién fue el que inventó este concepto de la semana como hoy la conocemos; ¿por qué es que tiene siete y no es de cuatro o de once días? Parece que fue un invento de los babilonios, que los judíos más tarde lo adoptaron, luego de su cautiverio, para acomodarlo a sus ritos y creencias. Mucho más tarde, los revolucionarios franceses probaron con una semana de diez días, pero no tuvieron éxito. Todo, muy probablemente, porque los pilotos (que no son tan revolucionarios que digamos) se rebelaron y exigieron dos días de descanso, para irse a jugar al golf, o irse a la playa, o quedarse rascando en su casa… durante dos de cada siete días!

Lagos, Nigeria
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17 noviembre 2013

Cuestión de artículo

Estoy terminando la semana. Ha sido, esta, una semana con cambios frecuentes de itinerario -con sus vericuetos de fortuna- y con destinos inesperados e imprevistos. Tan pronto como llegaba a uno de esos destinos, era informado que ahora había sido designado para operar otro vuelo o para desplazarme a algún otro sitio. Eso nunca está exento de ciertos inconvenientes, sobre todo desde el punto de vista logístico, ya que, en lo que a provisión de uniformes y más indumentaria se refiere, uno no siempre cuenta con lo previsto… Así, se va terminando una semana que ha tenido el contradictorio acicate de retar a mi imaginación y también a mi paciencia. Me han tenido literalmente “de la ceca a la Meca”… aunque no llega el día que pueda, por fin, visitar a esta última, a cuento de que soy infiel y de que ella ni transige ni se deja.

En esta última asignación, han tenido el nunca intencional propósito de "mandarme a un cuerno"… Conste que no insinúo que con tal disposición operacional me hayan enviado "al" cuerno; pues en la vida, si bien se ve, muchas veces es sólo cuestión de si el artículo es, o no es, indefinido... Y este cuerno, al que me han mandado -así usando el artículo indefinido-, es aquél al que pertenece en la geografía, un país africano y mediterráneo (por aquello de no tener salida al mar, y no porque estuviera avecinado al mar de ese nombre) llamado Etiopía. Este es uno de los países más pobres de la tierra, donde -según los que saben de esas cosas- se pudo haber originado la humanidad. Hago, por lo mismo, referencia al cuerno de África. Allí se hallan otros pueblos postergados por el progreso y la fortuna, como Eritrea, Djibuti y Somalia.

He venido esta vez a Addis Abeba. Pero, para contarlo, no puedo dejar de confesar que encuentro algo de fascinante en eso de operar por primera vez a estos destinos arcanos, virginales y desconocidos… por ello que, siempre acepto la proposición con una cierta cuota de infantil novelería. Addis constituye un aeropuerto de altura, como lo son México, Bogotá o Quito: está ubicado a casi ocho mil pies de altitud (unos 2.500 metros) y también se encuentra rodeado de montañas. Tengo la secreta sospecha que otros colegas se habrían excusado o habrían declinado la invitación para ir a este singular destino… quizá encuentren un cierto riesgo en la probable aventura, cual sí se tratase de una incierta añagaza. Pero, yo mismo soy un “piloto de altura”, proclive a esta clase de seducción, y nunca inclinado a rechazarla.

Así es como Etiopía entra en la bitácora de los países en donde estuve o que visité, aunque, como en este caso, el viaje no haya durado más que una visita médica. La expresión -la de la visita de facultativo- resulta acertada, por otra parte, porque Etiopía es un pueblo a medio camino entre la desesperanza y la condena, entre la enfermedad terminal y el desahucio. Mi vuelo ha consistido en transportar -desde "el reino"- a un medio millar de indocumentados que fueron deportados. Cuando pienso en estos pueblos olvidados y desdeñados por la fortuna, pienso en un pequeño recinto que existe en el camino que va a la playa. Se llama "La Abundancia", es un pueblo donde nada abunda; todo escasea, hasta la imaginación para bautizar a una aldea con un nombre que no sugiera la condición de su opuesta circunstancia…

Ahora que estoy hablando de "artículos" he caído en cuenta, y casi sin querer, que artículo quiere decir también mercancía, aditamento o implemento, como en “artículo de tocador”, “artículos para caballeros”, o “artículo de primera necesidad”.

Asunto muy complejo es este de la semántica, y no menos lo son las traducciones! Un día un amigo me dijo que se rendía, que no iba a intentar, nunca más, y a base de “juro por Dios”, eso de aprender otro idioma extranjero. Fíjate, exclamó: "en inglés, amarillo se dice hielo (yellow), pero hielo se dice "ice" y “áis” (eyes), en cambio, quiere decir ojos! ¿Quién entiende?”. Sí, presumo que todo es cuestión de artículo…

Addis Abeba, Etiopía
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14 noviembre 2013

De martingalas y bullicios

Hay palabras que nos seducen por esa música intrínseca que las proclama; son palabras que, más allá de su natural significado, parecen insinuar algo mágico, algo que trasciende su semántica, su acordado sentido. Si nos preguntasen cuál nos parece la palabra más atractiva de nuestro idioma, luego de mucho dudar, lo más factible es que nos decidiésemos por una con una cierta musicalidad, con un sonido cantarín, insinuador y sugestivo. Lo curioso es, como a veces me pasa, que a veces nos inclinamos a utilizarlas con un sentido que no siempre es el legítimo.

Una de esas voces -y una que consta entre las que yo prefiero- es “martingala”, la misma que no me provoca usarla atendiendo al significado de ardid o de astucia que le asigna la Academia, pero en el sentido de instrumento o artilugio, que eso es lo que es un artificio. Mas, sucede que la autoridad de la lengua condena a la hermosa palabra a un sentido más bien vergonzante y peyorativo. Efectivamente, esa es la primera acepción que le otorga el diccionario: “Artificio o astucia para engañar a alguien, o para otro fin”… Estoy persuadido que un artificio que se usa para cualquier “otra” finalidad no tiene por fuerza que ser engañoso o negativo.

En inglés, martingala o “martingale” puede tener varios significados. Uno de ellos es aquel dispositivo de seguridad que tienen las riendas hípicas para evitar que cabeceen los caballos; y también es el nombre que se da a los collares que sirven para instalar las correas con que se sujeta a las mascotas y otros animales. Y es así como a mí me gusta usar el término: con el sentido de aparato o dispositivo. Reconozco, por lo mismo, que pueda pecar de arbitrario, usando como si fuese un recurso, y como una “martingala lingüística”, este tan flexible sustantivo. La martingala es además un sistema de apuesta que se utiliza en el juego de ruleta.

Hay otra definición que ofrece el diccionario de la RAE para este término: “cada una de las calzas que llevaban los hombres de armas debajo de los quijotes” (sic). Y encuentro, además, que “quijote” viene del catalán “cuixot”, y este del latín “coxa”, que quiere decir -a su vez- cadera y que se define como: “pieza del arnés destinada a cubrir el muslo”; o también, “en el cuarto trasero de las caballerías, parte comprendida entre el cuadril y el corvejón”. Aquí podría seguir con las definiciones de cuadril y corvejón hasta llegar al infinito. Es decir: ad nauseam!

¿A qué viene toda esta disquisición, acerca de “mi” martingala? Pues que hoy me encuentro en Dhaka, la capital del Bangladesh; y el ruido de las bocinas, pitos o cláxones, me despierta y no me deja dormir. Mi reloj solo marca que son apenas las cinco de la madrugada… Abajo, en la congestionada vía avecinada al edificio de mi hotel, todos los vehículos parecen participar en esta demencial y acordada sinfonía… Es su manera de proclamar su identidad, de decirle al mundo “abran paso que ya llegué”, “retírense de mi vía”… Es el fiel reflejo de una sociedad que todavía no vislumbró la utilidad de los semáforos, en donde el ruido estentóreo se convierte en advertencia y dispositivo de seguridad, donde pitar es una forma intangible de empujar: quizá es su forma de desahogo, su martingala privativa…

Es hora también de que yo busque mi escondido y artificioso dispositivo. Es hora de localizar el artilugio que me sirve de tarde en tarde (o, como en este caso, de madrugada en madrugada) para aislarme y protegerme del ruido esquizofrénico que soporta esta caótica ciudad que, a mi juicio, ha de ser la urbe con el tránsito más bullicioso que pueda encontrar el hombre sobre la faz de la tierra. Es hora de ajustarme mis dispositivos de supresión de ruido; ellos constituyen mi único método y argucia para engañarle al sonido. Es hora de reiniciar mi interrumpida y reparadora duermevela… de ajustarme mi mágica y auditiva martingala!

Ahhhhhh… A veces creo que “alivio” debería escribirse con hache intermedia!

Dhaka, Bangladesh
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13 noviembre 2013

¿Huracán, ciclón o tifón? *

* El sábado anterior, y con el encabezonamiento “¿Huracán, ciclón o tifón? ¿Cuál es la diferencia?”, el diario El Universo de Guayaquil ha traído una muy interesante explicación con respecto a cómo se llama, en las distintas partes del mundo, a lo que se conoce en meteorología como ciclón o “zona de muy baja presión”. En el artículo que hoy transcribo se utiliza el término “meteoro” que, aunque es correcto cuando se trata de referirse a cualquier fenómeno atmosférico, me temo que no es el que se utiliza en forma preferente en meteorología, por lo menos no se lo hace nunca en el tipo de meteorología con el que estoy familiarizado: la de carácter aeronáutico. No se menciona en dicho artículo, sin embargo, su fuente noticiosa o científica.

Los efectos del tifón Haiyán, luego de su trágico paso sobre las Filipinas, han resultado devastadores. Se habla de diez mil víctimas. Sus vientos han superado los trecientos kilómetros por hora (kph); y las rachas o ráfagas han alcanzado esta vez casi cuatrocientos!

Sin más preámbulo, procedo a la transcripción de esa nota de prensa:

“Un poderoso tifón azotó las Filipinas el viernes, donde provocó decenas de muertes. Hace unas semanas, el huracán Manuel causó estragos en México. ¿Cuál es la diferencia entre un tifón y un huracán? ¿Y qué hay con un ciclón?

En realidad, los tres términos se refieren a lo mismo: oficialmente, los tres son ciclones tropicales, pero se emplean de manera distintiva para los meteoros que se presentan en diferentes partes del mundo. Huracán se usa para el Océano Atlántico, Mar Caribe y Pacífico central y nororiental. Tifón se aplica al Pacífico noroeste. En la Bahía de Bengala y el Mar Arábigo se denominan ciclones. Ciclón tropical se aplica en el suroeste del Océano Indico; en el suroeste del Pacífico y el sureste del Océano Indico son ciclones tropicales severos.

A continuación, otras de sus características:

- Fuerza: Un meteoro obtiene su nombre y se considera tormenta tropical cuando alcanza los 63 kph o 39 millas por hora (mph). Se convierte en huracán, tifón, ciclón tropical o ciclón a 119 kph (74 mph). En ese rango existen cinco categorías de fuerza en función de la velocidad de sus vientos. La categoría más alta es la 5, cuando se superan los 249 kph (155 mph). Australia tiene un sistema distinto para clasificar las tormentas.

- Rotación: Si los ciclones tropicales se desarrollan al sur del ecuador, giran en el sentido de las manecillas del reloj. Si están al norte, giran en sentido opuesto.

- Temporada: Las temporadas de huracanes en el Atlántico y el Pacífico abarcan del 1 de junio al 30 de noviembre. En el Pacífico oriental, del 15 de mayo al 30 de noviembre; la temporada del Pacífico nororiental comprende casi todo el año, pero es más activa de mayo a noviembre. La temporada de ciclones en el Pacífico sur y Australia va de noviembre a abril. La Bahía de Bengala tiene dos temporadas: una de abril a junio y otra de septiembre a noviembre.

- Actividad: La región más activa es el Pacífico noroeste, donde el tifón Haiyán acaba de pasar. Un año promedio tiene 27 meteoros con nombre. Haiyán es la vigésima octava tormenta con nombre y ya ha habido una vigésima novena. En comparación, el Atlántico promedia 11 tormentas nombradas al año y en lo que va de 2013 ya ha habido 12, ninguna de las cuales ha generado muchos problemas.

- Nombres: Las listas de nombres las mantiene la Organización Meteorológica Mundial; los nombres son familiares para cada región. Se retiran de las listas y se sustituyen para evitar confusiones si un huracán causa muchos daños o decesos. Por ejemplo, Katrina fue retirado luego de haber devastado Nueva Orleans en 2005. Las Filipinas tienen su propio sistema de nombres, por lo que Haiyán también se denomina Yolanda.”

Medinah, Arabia
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11 noviembre 2013

El calor, el calor…

Quizá, parafraseando una canción que solía escuchar en mi juventud, una que interpretaba Danny Daniel con el título de “El amor, el amor”, debería decir (o cantar) también: “el calor, el calor, siempre está en mi camino”. Para lo demás, para aquello de:

El amor, el amor, siempre juega conmigo
No me trates así mujer, que me muero por ti
Yo quisiera saber por qué te has cansado de mí…

Para eso, ya no me serviría el parafraseo! Porque hoy me queda la impresión que aquel calor nunca ha dejado de acompañarme (y, claro, ya no hablo en sentido figurado); pues la verdad es que el calor -me refiero a ese que suele tornarse en maldito-, ese parece que siempre me incordió y que nunca se ha cansado de mí…

Debo haber sentido por primera vez esa sensación pringosa que produce la transpiración provocada por la humedad, cuando “me llevaron a conocer el mar”, como creo que ya alguien dijo. Fue ahí en esos mis primeros viajes a Guayaquil, siendo todavía el niño al que llevaban sus viejos a todas partes -viajes que hoy me parecen que fueron tan frecuentes-, que nunca supe discriminar qué era lo que me parecía peor: si ese raro ambiente en el que me sentía ajeno, si ese calor que -para utilizar un término que antes se usaba- me tornaba “hético”, o si esos escozores insoportables que desde temprano me produjeron los mosquitos!

Para un muchacho de tierras altas y secas y, por lo mismo, acostumbrado al frío de la serranía -y a los vientos empecinados que tornaban en más intensa aquella sequedad-, eso de bajar al trópico para sentir aquel clima cálido exacerbado por una humedad a la que no había tenido oportunidad de acostumbrarme -ni menos de poderme adaptar-, era una sensación no solo ajena y extraña, sino también fastidiosa y agobiante. Un sudor general e inesperado me iba cubriendo toda la epidermis, gotas turgentes y resbaladizas me obligaban a utilizar un pañuelo o a retirar esa substancia acuosa con el inquieto canto de las manos. De pronto, ya no parecía hacer caso a lo que me decían o me indicaban: mi atención se disipaba buscando cualquier artilugio que pudiese servirme de improvisado abanico.

Pero esas solo fueron visitas ocasionales. Pues no habría de sentir los verdaderos rigores del estío hasta que tuve que ir a ese pueblo llamado Vero Beach a realizar mis primeras lecciones de vuelo. Vero Beach era un pueblo más bien joven, pero había sucumbido a esa búsqueda de tardía soledad en la que suelen empeñarse los viejos. Ahí habría de tomar mis primeras lecciones de cómo sustentar los aviones en el aire, pero pronto habría de aprender que la nostalgia y eso de estar “enamorado a la distancia” eran también otras maneras de alejarse del suelo…

Cuando volví, con la ingenua pedantería de saberme poseedor de una licencia de piloto “comercial” (¿de dónde salió un término tan mercantil, solo para designar algo técnico?), me enfrenté otra vez con esos ardores provocados por una selva enmarañada donde no escaseaban los aguaceros interminables ni los bochornos intensos. Ahí sorteé mis iniciales tráfagos aeronáuticos. Era, ese, un pueblito que parecía extirpado de los borradores de García Márquez; lo llamaban con una diversidad de nombres: Shell, Shell Mera, Pastaza y hasta con el inapropiado de Río Amazonas. En ese magro villorrio -realmente solo una fila de casas adosadas a una calle escuálida-, más de una tarde habría de transigir ante la tentación de contrarrestar el efecto de esos calores infernales, escanciando unas cervezas en compañía de un personaje que todo lo novelaba con su humor. Era, un frustrado torero que convertía los episodios de su vida en motivo de broma y de alegría; era un maestro de la chanza y la ironía: el inolvidable e incorregible Caramelo.

Luego vendrían mis periplos internacionales en los que, con lista de compras en mano, habría de dar persistente satisfacción a los caprichos y novelerías de mi mujer o de mis hijos. Ahí, en medio del rigor del clima y del ánimo perentorio que se requería para cumplir con aquellos “mandados”, no pude sustraerme a esa agitación ansiosa que provoca la mezquindad del tiempo. Nunca imaginé tampoco que aquellas ocasionales exposiciones al calor se convertirían después, en todos esos lugares donde tuve que residir más tarde -Corea o Paraguay, Arabia o Singapur-, en una condición a la que jamás pude adaptarme. Siempre habría de extrañar aquella gratuita y generosa sensación que provoca el fresco.

Dhaka, Bangladesh
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09 noviembre 2013

Nuevas inquisiciones

No es mi intención referirme ni al que se considera como el primer libro de Borges (“Inquisiciones”) ni a otro que, con el título de “Otras Inquisiciones”, habría de publicar más tarde el escritor argentino para así continuar en esa misma vena y hacer referencia a una serie de otros escritores que influenciaron en su vida y en su obra. Tampoco lo hago para comentar acerca de ciertas charlas que, con el título de esta entrada, se habrían realizado para discutir acerca de esos ensayos suyos. Quizá mi propósito sea un poco más modesto: tiene que ver con todas esas palabras que parecen haberse puesto súbitamente de moda: inquisición, dogma, Torquemada, auto de fe, reo, sambenito... Hoy ellas están por todas partes!

Hay quienes dicen que la historia no es sino una constante de ciclos que tienen la porfiada necedad de repetirse. Por ello, se sugiere que ese debe ser el principal motivo de que nos interesemos por su estudio: es decir, para reflexionar en ella y aprender de sus lecciones. Este concepto insinuaría que en los asuntos humanos todo tendría una relación lógica y racional entre causa y efecto; sin que se deba considerar que el ser humano -y la sociedad en la que vive- actúa y reacciona de manera imprevisible y, además, que una misma circunstancia puede producir resultados diversos. Es como si el principal protagonista de la historia no fuese el hombre con sus vicisitudes, sino más bien algo tan oscuro -y hasta mágico- como el destino, con todas sus improvisaciones, con sus vericuetos y caprichos.

Pero, ya que andamos en esos andariveles, se me ha antojado pertinente hacer referencia a ciertos conceptos e ilustraciones con los que he tropezado y que han surgido de unas pocas de mis recientes lecturas. Se trata, puntualmente, de dos novelas: “El matemático del rey” (1) de Juan Carlos Arce; y “La ciudad de los prodigios” (2) de Eduardo Mendoza. De modo que ahí les paso un par de esos frutos desenterrados; los encontré entre esos deliciosos tubérculos que a menudo hallo escondidos en mi siempre desordenado, pero nunca menos asombroso, huerto:

1: “—Cuatro cosas distintas pueden pasar. Después del juicio, Lezuza puede ser absuelto, que es lo mejor que le habría de ocurrir. Pero de no pasar así, puede ser penitenciado…
—Explíqueme vuestra merced… —interrumpió Inesa.
—Penitenciado vale por obligado a abjurar de los delitos que se le encuentren. Un penitenciado jura evitar su pecado en el futuro y cualquier reincidencia le vale un castigo muy severo. La tercera cosa que puede ocurrir —continuó fray Santón— es que sea reconciliado.
—¿Reconciliado?
—Que le aplican una pena: vestir el sambenito, recibir azotes mientras recorre las calles, encarcelado o enviado a galeras. Por cuarta cosa, puede pasar que sea quemado, lo cual es muy seguro si en el juicio le prueban herejía de importancia.”

2: “Ahora los tres vecinos miraban atentamente al verdugo, que verificaba el buen funcionamiento del garrote. Este instrumento consistía en una silla provista de respaldo alto, del cual salía un torniquete acabado en un corbatín de hierro a modo de dogal; éste, aplicado a la garganta del reo, la iba oprimiendo hasta producir la muerte por estrangulación. Su Majestad don Fernando VII por Real Cédula de 28 de abril de 1828 y para señalar la grata memoria del feliz cumpleaños de la reina había abolido la muerte en horca, usada hasta entonces en toda España, y dispuesto que en adelante se ejecutasen en garrote ordinario los reos pertenecientes al estado llano, en garrote vil los castigados por delitos infamantes y en garrote noble los hijosdalgo. Los condenados a garrote ordinario eran conducidos al cadalso en caballería mayor, es decir, mula o caballo, y llevaban el capuz pegado a la túnica. El capuz, como su nombre indica, era una suerte de capa con capucha y cola, que se ponía encima de la demás ropa y se usaba normalmente en los lutos. Los condenados a garrote vil eran conducidos al cadalso en caballería menor, o sea, borrico, o arrastrados, si así lo disponía la sentencia, y con el capuz suelto. Por último los condenados a garrote noble eran conducidos en caballería mayor ensillada y con gualdrapa negra. Estas distinciones habían perdido todo su sentido al dejar de ser públicas las ejecuciones”…

Jeddah, Arabia Saudita
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07 noviembre 2013

La incertidumbre de un ícono *

Por décadas el Boeing 747 ha sido “la Reina de los Cielos”. Pero el glamoroso jet de dos plantas, que revolucionó el transporte aéreo y redujo el tamaño del globo, se podría estar acercando al final de su camino. Boeing ha reducido dos veces su meta de producción en los últimos seis meses. Solo 18 se van a producir cada uno de los dos años siguientes. Contando con las cancelaciones, no se ha vendido ni siquiera uno durante el año en curso. Algunos 747 nuevos de fabrica entran en bodega tan pronto como dejan la planta.

Boeing dice estar comprometida con el 747 y ve su mercado en regiones como Asia. Pero la mayoría de las aerolíneas ya no quieren aviones grandes de cuatro motores. Prefieren jets de dos motores que puedan volar las mismas distancias gastando menos combustible. “Teníamos cuatro motores cuando la tecnología no estaba tan avanzada”, ha dicho el principal ejecutivo de Delta en una charla. “Hoy los motores de reacción son máquinas maravillosas y solo se necesitan dos de ellos”. Delta heredó 16 B747s cuando compró Northwest en el 2008, quien había efectuado su última orden en el 2001, de acuerdo con registros aeronáuticos.

Parte del problema son todos esos asientos… El 747 puede acomodar entre 380 y 560 personas, dependiendo en la configuración que escoja la aerolínea. Un 747 lleno es una máquina de hacer billetes. Pero una aerolínea que no puede llenar todos esos asientos tiene que repartir el costo de 63.000 galones de gasolina de aviación -a groso modo unos US$ 200.000- entre menos pasajeros. Además, el avión resulta muy grande para algunos mercados. No existen suficientes pasajeros que quieran volar cada día entre Atlanta y Paris, por ejemplo, para justificar algunos vuelos con el Jumbo. Lo otro es que los pasajeros ejecutivos, que vuelan por negocios, quieren más opciones para escoger. En lugar de ello, las aerolíneas prefieren volar aviones más pequeños con más frecuencias diarias.

“Nadie quiere la capacidad adicional” que viene con aviones como el 747 o el Airbus A380, dice uno de los consultores aeronáuticos. Hubo un día en que el 747 estaba solo, con más asientos que cualquier otro jet y con una autonomía de vuelo de 6.000 millas, mucho más que cualquier otro avión comercial. El avión era masivo: con un alto de seis pisos y más largo que la distancia que volaron los hermanos Wright en su primer vuelo. En los primeros 747, su joroba distintiva de la cabina superior era un salón, por eso solo tenía seis ventanas. El avión fue el epítome de la era moderna en los viajes aéreos internacionales.

“Todos en el vuelo iban muy bien vestidos”, recuerda uno de esos pasajeros, que tenía solo diecisiete años cuando fue parte del vuelo inaugural de Pan Am desde Nueva York a Londres en 1970. “Después de todo, eran todavía los años cuando existía el romance de volar y había prosperidad”. Los vuelos internacionales en su mayoría estaban limitados a quienes podían costearse pasajes caros. El 747 cambió todo eso; el primer 747 podía acomodar el doble que el favorito jet internacional de esos días, el Boeing 707. Los vuelos largos se hicieron más económicos para las aerolíneas. Los precios de los pasajes se redujeron y pronto una vacación de verano a Europa ya no fue solo para los adinerados. El perfil del avión fue promovido como transporte presidencial y como vehículo para el transbordador espacial -cual mochila- por todas partes. El 747 se convirtió así en el avión más fácil de ser reconocido.

Boeing empezó a construir los 747 hacia el final de los sesentas. La producción llegó a su cenit de 122 en 1990. En total, Boeing vendió 1.418 Jumbos antes de rediseñar el avión en el 2011. El éxito del 747 ayudó a poner a la Boeing delante de su competidor americano Lockheed, que abandonó el negocio de los jets de pasajeros en 1997. Pero, eventualmente la tecnología se adelantó para alcanzar al 747: cuando los motores de aviación se hicieron más poderosos y confiables, las autoridades empezaron en 1988 a autorizar a naves de solo dos motores a cruzar el océano, siempre que volasen a menos de tres horas del aeropuerto más cercano. En menos de una década, aviones como el Airbus A330 y el Boeing 777 empezaron a dominar las rutas de largo alcance.

Las aerolíneas de pasajeros han ordenado hasta aquí 31 B747- 800s, la versión actual y más moderna del avión. En comparación, se han ordenado 979 de la más pequeña versión -pero extra eficiente en consumo- del 787 Dreamliner. El costo es un factor: el 747 es el avión más costoso de la Boeing con un precio de lista de US$ 350 millones, comparado con los US$ 320 del más grande los “triple sietes”. Algunos flamantes 747s se han enviado a la bodega para, según la compañía, “poder balancear la relación entre producción y entrega”. Associated Press.

* Tomado de una nota reenviada por un colega. Y reeditado con mi traducción.

Hong Kong
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05 noviembre 2013

La democracia descarriada

“Una democracia en la cual la mayoría ejerce sus poderes sin restricción puede ser tan tiránica como una dictadura. Como hay una tendencia natural, en quienes ostentan el poder, a ejercitarlo con exceso, es una salvaguarda de la tiranía el que haya instituciones y organismos que posean, en la práctica o en la teoría, una cierta independencia”. Bertrand Russell.

Playa de Stanley, otra vez. Ahí, frente al azogue del océano, sintiendo ese oblicuo resplandor que se genera hacia el final de la tarde, ese que sólo es interrumpido por los escarceos que van dejando las embarcaciones, me pongo a meditar en nuestro país, en su curiosa forma de democracia… Y pienso, con el autor de esos pensamientos que he colocado en el epígrafe, que no hay duda que la democracia sea la mejor forma de gobierno que pueda existir, pero que esta puede descarriarse…

Allí, en Stanley, cedo a la reflexión, me siento como acompañado por la soledad, y siento como a veces uno tiene una sensación de cercanía, a pesar de la distancia. Es esa tal vez la fuerza contradictoria que suele tener la nostalgia, pues a veces la distancia nos permite elucidar con mejor objetividad y coherencia. Esa sensación es similar a la experiencia de quien observa desde fuera de los cristales y mira bailar a las personas que parecen divertirse en una fiesta. Mas, el observador los mira sin escuchar la música que anima sus movimientos y no atina a interpretar sus caprichosas -y, para él, un tanto absurdas- dinámicas y cadencias.

En los tiempos que colaboré como dirigente sindical y cuando alguna vez se pidió mi modesto aporte para integrar la instancia administrativa de la entidad donde se educaron mis hijos, ocasionalmente pude ser testigo de esa incomprensible tendencia: que la mayoría actuaba sin considerar ni la situación ni los puntos de vista de quienes conformaban la transitoria minoría; esto nunca dejó de confundirme pues creía que esas minorías debían tener, si no similares, por lo menos proporcionales oportunidades para expresar sus inquietudes; aunque, claro, ya en las decisiones su postura hubiese de tener una menor incidencia.

En toda sociedad es inevitable que existan controversias; pero, cuando estas existen, es imprescindible que se expresen las opiniones contrapuestas. No es democrático ni productivo privar a la sociedad de ese provechoso beneficio. Esa es justamente la característica de la democracia liberal: que esas controversias y disputas se resuelven por la discusión, la transigencia y los compromisos. Una sociedad en donde no existe el debate y se desdeña el criterio opositor pronto exacerba los malestares y se convierte en terreno fértil para díscolos y sediciosos descontentos. Lo malo de aquella postura es que desprecia la razón y al favorecer al dogma se permite que campeen la ignorancia, la intolerancia y el prejuicio.

La absurda condición que afectó por más de cien años a Europa por culpa de las guerras de religión, tuvo como contrapartida y consecuencia el surgimiento de una generación de hombres sensatos que supieron entender que era factible que ambos bandos pudiesen estar equivocados. Solo esta actitud dio paso a una era de tolerancia y definitivo progreso. Es valioso comprender que cuando se abusa de la democracia pronto interviene la histeria colectiva. Ahí se juntan en travieso maridaje la estupidez de los de abajo y las canonjías de los pocos de arriba. Bien se sabe que la llamada sabiduría colectiva nunca es un buen sustituto de la razón y de los buenos argumentos que puedan respaldar o a los que puedan propender los individuos.

No veo con optimismo lo que está pasando en nuestro país, siento que se vive una realidad incierta y un tanto postiza; es una especie de sombra macilenta, a medio camino entre los privilegios de unos pocos y la complicidad silenciosa de una medrosa mayoría, a medio camino entre la connivencia y la gazmoñería.

Stanley Bay, Hong Kong
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Réquiem por la palabra *

* Por Francisco Febres Cordero
   Diario El Universo. Domingo, 3 de noviembre, 2013

Noviembre, día dos: hay que honrar a los muertos. Solo nos queda el recuerdo de esos instantes en que sus corazones latían. Ahora, bajo tierra, no son sino lo que nuestra memoria quiere que sean. Quiere que sigan siendo. Pero, como una sombra de su ausencia, está el olvido. Y, con la desmemoria, la tristeza ante lo inasible. Esa nostalgia que no es sino dolor, el dolor de lo perdido.

Noviembre, día dos: el de los muertos. Solo, frente a esta página que escribo, acudo al cementerio donde yacen sepultadas las palabras y voy marcando cruces en aquellas que dejaron de existir un día, unas porque quizás cumplieron su ciclo o se transmutaron, otras porque adquirieron un significado del todo distinto o fueron amortajadas en su nicho después de haber sido asesinadas.

Busco la palabra indignación: no existe. Su vigencia terminó de pronto y fue reemplazada por otras quizás más sonoras, tentadoras, subyugantes. La indignación era una voz altiva, de puño levantado, que impulsaba a la rebeldía ante el atropello, ante el sojuzgamiento, ante la imposición ciega de alguien que, creyéndose predestinado, imponía su voluntad a rajatabla. Y, entonces, emergía esa palabra con toda su furiosa furia para llamar a las cosas por su nombre: dictador al dictador, mentiroso a quien no honraba su promesa, cobarde al que aceptaba que las leyes que él debía escribir las redactaran otros. Esa era la indignación y por eso, además de una palabra, era, sobre todo era, una actitud. Sepultada en su tumba, ahora el término que se ha impuesto es doblez. La doblez, que es cobardía. Que es miedo. Que es posición acomodaticia. Que es sumisión.

Y que es, fundamentalmente es, silencio. El silencio no tiene una tumba para que este dos de noviembre alguien vaya y le ponga una flor: no, el silencio está vivo. El silencio se ha incrustado en casi todos los reductos y ha dejado su estela de vacío, de nada, de abstracción. El silencio azota con su frío y lleva al llanto y al crujir de dientes, al arrepentimiento seguido de una aterrorizada mirada de clemencia ante aquel que se dice ofendido, traicionado en su altísima dignidad de dueño y señor de la verdad, del único que es capaz de dar vida a las palabras, de dotarles del significado que le dicta su ánimo cambiante, de elevarlas a la categoría de magníficas aun a aquellas que son abyectas y falaces.

Dignidad, otro vocablo que yace bajo el sello de una lápida pesada. Si no, que lo digan aquellos que, debiendo desenvainarla y blandirla como espada, la esconden en el rincón más hondo de su faltriquera, o la ignoran. ¿Dignidad? ¿Para qué la dignidad si con ella no se come, no se goza de prebendas, de cargos oficiales, de contratos? ¿Por dignidad sustentar los principios? ¿Por dignidad rebelarse ante los insultos, las injurias públicas, las afrentas? ¿Por dignidad? ¿Es que acaso se vive de la dignidad? Es mejor que yazga en una tumba y que sirva de alimento a los gusanos que la van devorando vorazmente, ante la cómplice sonrisa de sus enterradores.

Noviembre, día dos: una fugaz visita a la tumba de las palabras muertas.

Hong Kong

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01 noviembre 2013

Símbolos y convenciones

Con frecuencia pierdo la cuenta de los días de la semana. Hoy he descubierto que es viernes, día de mi cumpleaños, aunque no de mi onomástico (el día de mi “santo”). A decir verdad, no estoy muy seguro de a qué santo deba suscribirme por aquello que antes ya he comentado: nunca estuve tan conforme, y menos fascinado, con el primer nombre propio con el que me inscribieron… Aun así, el otro nombre, ese que yo mismo terminé escogiendo, me pusieron por cuenta de la casualidad, por uno de esos caprichos con que juega con nosotros el destino: era el de mis dos abuelos. Era pues inevitable que me bautizaran con el mismo!

Pero, bien pensado, esto de “cumplir años”, a más del recurso propio que puedan tener los guarismos, no pasa de ser un mero convencionalismo. Uno se pregunta al final del día si está celebrando otro año que se fue o el advenimiento del que se presenta como la alborada en el amanecer del día… Por eso que, al igual que con los albores del día, estos advenimientos -estas auroras del nuevo año- también nos inducen a incorporarnos, a sentarnos un momento a pensar en nuestra vida.

Mas, ese paso del tiempo, que con esa oportunidad consideramos, no es sino otra forma de convencionalismo. Como tal, es parte también de esa serie de símbolos y de lenguajes cifrados o sobreentendidos que acompañan al hombre, nunca exentos de una obcecada porfía. Si bien se ve, lo que llamamos cultura y aquello que interpretamos como civilización, no son sino un conjunto de símbolos, sobre cuyo significado -en forma harto dócil y resignada- los hombres han convenido…

Con frecuencia cedo a mis divagaciones, ante esa fascinación que me provoca el reflexionar en nuestros caprichos antojadizos. ¿Existe una razón para que el comandante se siente a la izquierda en todos los aviones, tengan estos “steering” (control de la rueda de nariz) en ambos lados, o solo en el lado izquierdo? ¿Por qué es que los primeros oficiales -cuando compartimos un automóvil, como forma de transportación-, procuran cedernos, siempre y en forma casi invariable, el asiento que no acostumbramos a tomar, y escogen ellos el de la izquierda?... Me imagino que es una forma subconsciente de amabilidad: tal vez nos cedan ese asiento porque quizá ellos intuyan que pueda quedarnos más cerca de la vereda!

“En aquel tiempo”, cuando estuve en la vieja Ecuatoriana, el transporte se nos proporcionaba en una de esas camionetas suburbanas (las “van”), cuyo asiento delantero estaba destinado para uso exclusivo del comandante. El tránsito de pasar del asiento del copiloto -en el Boeing 707- al de la izquierda, aquel que era el privativo y tradicional del comandante, parece que no se completaba hasta que el nuevo capitán ocupaba también ese sitio simbólico que le hacía pensar que los demás habían quedado atrás: aquel humilde sitio de la modesta camioneta… No es infrecuente que los seres humanos nos dejemos infatuar por las apariencias!

Cuando llegué a trabajar para Korean Air, pude comprobar cómo estos símbolos de poder, estos acordados convencionalismos, a veces logran institucionalizarse. Allí el transporte, desde la oficina de operaciones al terminal, se realizaba en una buseta: la primera fila estaba reservada para los comandantes que realizaban tareas administrativas; las dos filas siguientes eran para uso de los comandantes regulares; las dos que les venían en zaga estaban destinadas para los copilotos; y era la última fila, aquella que siempre me pareció que era la que disfrutaba de mejor visibilidad (estaba ubicada en un escalón más elevado) la que había sido reservada para la plebe, para todos los demás, para los que carecían de rango…

A veces sucumbí a la perfidia. Pude notar que cuando me sentaba con intención en la primera fila, los “jefes” se quedaban parados: actuaban como si les hubiesen quitado sus asientos… Tampoco hacía felices a los copilotos cuando me sentaba en la postrera fila: ellos sentían que hacia atrás ya no quedaban más asientos…

Jeddah, Arabia Saudita
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