30 mayo 2014

Perennidad e hipocresía

Con razón la ayuda ortográfica del ordenador se resiste a aceptarme el verbo "perennizar"! Y no porque nada incorrecto exista con el terminajo, sino que algo arcano y recóndito en su programación ha de intuir -conjeturo yo- que, en términos de política, aquello de eternizarse en el poder resulta algo antinatural, algo profundamente anacrónico, un burdo e inexplicable contrasentido... Hablo de democracia desde luego, porque aquello de propiciar o proponer un gobierno sin alternancia es sólo privativa característica de regímenes antidemocráticos.

Que el principal abanderado del grupo político que hoy nos gobierna haya dado finalmente luz verde a sus coidearios legislativos para proceder a una espuria "enmienda" constitucional; la misma que facilitaría la reelección indefinida de todo funcionario escogido por votación popular, refleja no solamente el carácter intolerante, exclusivista y mezquino de su postura, sino que denuncia la evidente inseguridad que vive puertas adentro su movimiento político y la desvergüenza para proponer algo que pudiese convertirlo en su eventual favorecido.

Digo "eventual" y no "probable", sin esconder mi intención, pues sólo han pasado tres meses desde que la propuesta política de quienes -por ahora- ostentan el poder sufriera un serio revés electoral en los sufragios de febrero. En aquellas lides cívicas los candidatos del grupo afín al gobierno recibieron un tipo de apoyo tan inferior al esperado, que era evidente que, con tales resultados, habían dejado de gozar del apoyo y la confianza mayoritaria de la ciudadanía. Aquellos resultados fueron un claro rechazo a una forma de manipulación, a una abusiva manera de confundir a la opinión pública y a un estilo prepotente de hacer política.

Esos resultados electorales, más allá de un apoyo o rechazo coyuntural a unos candidatos, lo primero que dejaron traslucir -y así pudimos interpretar- fue que la gente se cansó de la intolerancia, del insulto y de la palabrería. El pueblo manifestó su discrepancia y desafecto hacia una manera sectaria de gobernar al país, dijo que estaba cansado de que -a cuento de la búsqueda de su bienestar- se proclame el odio y el rencor, se desuna a la nación y se quiera escindir a una comunidad que, hoy más que nunca, resulta perentorio que se encuentre unida. Y es que esa debe ser hoy la más importante prioridad de nuestros gobernantes: la de incentivar y fortalecer nuestro endeble sentido de comunidad, nuestro escuálido sentido colectivo!

Pero, además, esta cínica iniciativa ha desbordado los límites de la vergüenza. No sólo que con esta propuesta se va en contra de elementales principios, sino que quienes la promueven incumplen con un recto y aconsejado procedimiento: el de reformar la constitución con la participación de ese mismo pueblo al que dicen representar y no con una simple “enmienda”, gozando de la circunstancial mayoría legislativa de la que gozan sus adeptos. Situación cómica, además, ya que es un secreto a voces su obsecuente y sumisa connivencia.

La cereza del pastel se inscribe en la identidad de quienes serían los beneficiarios directos de este amañado procedimiento: los mismos legisladores que propondrían esta inconveniente enmienda, pues ellos serían los directos favorecidos con tal bastarda acción. Resulta sorprendente cómo se quiere desarticular la estructura del estado a efecto de satisfacer una ambición exclusivista de claro tinte personal.

Ese mismo pueblo al que no se le quiere ahora consultar sobre tan disparatada "reelección indefinida", se ha de encargar de darles su oportuna respuesta a quienes quieren perennizar sus sinecuras y prerrogativas, a quienes sueñan con instaurar un sistema de partido único y con perpetuar tan anacrónico caudillismo. Aquello de que, por ahora, consigan saltarse a la garrocha un indispensable referéndum solo conseguirá prolongar los estertores de una agonía que ellos mismos han presentido!

Quito

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27 mayo 2014

Ejecuciones póstumas

Mientras progreso en mi lectura de "El viaje de Baldassare", de Amin Maalouf, encuentro una interesante referencia histórica. Tiene relación con Oliver Cromwell, líder político y militar inglés que llegó a ostentar el rancio título de Señor Protector de la Comunidad de Inglaterra. El ascenso de Lord Cromwell fue la inmediata consecuencia del enjuiciamiento y posterior ejecución del rey Carlos I, episodio que habría de dar lugar a rencillas y antagonismos entre dos facciones irreconciliables. Uno medita en lo distinta que resultaría la historia si no fuera por esas fuerzas que insisten en ser protagónicas: la ambición, la ignorancia, el fanatismo…

Pero los hombres no siempre aprendemos las lecciones de esa historia; sobre todo referente a aquello de que "todo pasa y nada queda", como dice por ahí una canción. Y, quienes están ensimismados por el embrujo del poder, con mucha frecuencia olvidan de las secuelas del juicio posterior que habrá de hacerles esa misma historia. Esto cuenta en especial para todos aquellos que se sienten indispensables e irremplazables en la vida de sus pueblos, que están persuadidos que la opción que proponen es el único camino, y que sus críticos y adversarios sólo merecen el escarnio y la persecución. Como si ese poder transitorio que detentan no habría también de tener un límite en esa condición tan natural que representa el tiempo.

Cromwell padecía de una rara enfermedad. Para colmo, habría contraído malaria mientras enfrentaba los efectos de esa forma de dolencia renal que finalmente le habría provocado septicemia, desarreglo de la salud que consiste en una infección general del organismo. Así, nueve años después del proceso y del regicidio del soberano inglés, Cromwell fallecía en medio del odio y la animosidad de quienes probablemente lo habían promovido y adulado. Entonces, como sucede casi siempre, lo que tenía que ocurrir ocurrió y el poder volvió a manos de los realistas que soñaban con vengar la afrenta endosada a su soberano...

Los monárquicos, un vez restituidos en el poder, aprovecharon de la conmemoración de los primeros doce años de la ejecución de Carlos I para dar rienda suelta a su rencor, juzgando y ejecutando al desaparecido líder en forma póstuma. Entonces exhumaron el cadáver de Cromwell, lo colgaron y decapitaron, y arrojaron sus calcinados restos a una mugrienta fosa mientras empalaban su cráneo descompuesto y lo exhibían en una plaza pública... Mas -como siempre se repite-, la historia nunca está exenta de ironía, y jamás se supo a ciencia cierta si aquel cadáver profanado realmente correspondía al Lord Protector inglés; aunque, claro, lo que perseguían sus encarnizados victimarios era dar curso a tan macabra ignominia.

Hoy, tres y medio siglos después, Cromwell sigue siendo un personaje controvertido. Los británicos lo siguen considerando como a uno de sus más importantes hijos; sin embargo, sus posturas radicales en materia de religión influyeron en las decisiones políticas y dejarían una indeleble impronta en los siglos venideros. Resulta anecdótico aquel intransigente convencimiento suyo imbuido de "providencialismo": la persuasión de que era Dios quien le inspiraba, guiaba, y aprobaba sus acciones. La misma ejecución del rey la habría respaldado Cromwell en un versículo de la Escritura que le hacía interpretar la muerte del soberano como la más adecuada manera de dar fin a las intestinas guerras fratricidas.

Pero la ejecución póstuma de Cromwell no es la única que ha reseñado la historia. En apariencia, esta forma tan bárbara de proceder con los restos de un difunto estaría basada, a su vez, en una creencia religiosa, como una forma de negar al occiso la posibilidad de que asista al juicio universal... Encuentro en mis consultas, múltiples ejemplos de este tipo de rito que utiliza la mutilación de un cadáver como esencial a dicha ceremonia. Decapitar, castrar y descuartizar los despojos parece constituir uno de sus métodos preferidos. Se ha dado el insólito caso de personajes exhumados casi medio siglo luego de fallecidos, para ser quemados en la hoguera luego de ser desenterrados… todo sólo para satisfacer la insaciable crueldad de fanáticos y enemigos. Similar fortuna habría corrido Rasputín, el monje maldito.

Quito

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25 mayo 2014

Desparpajo más ignominia

Verdaderamente para Ripley! Y lo más grave no es esa ausencia de sindéresis, de esa capacidad para juzgar con ponderación y rectitud; tampoco lo que abruma no es sólo ese torvo desdén para aplicar la proporcionalidad en la sanción de un delito. Lo que indigna es el cinismo con que se actúa, ese desparpajo, ese descaro para proceder con un sentido tan alejado a lo moral. Es que, manda huevos ser tan sinvergüenza!

La desenfadada decisión de unos jueces, de castigar a un ex-ministro acusado de peculado con la irrisoria como ridícula condena a tres meses de prisión, convierte a la apropiación o al mal uso de los bienes públicos en algo menos que una inofensiva contravención menor; nos quiere persuadir que eso de malversar los caudales públicos ha dejado de ser un acto siniestro e inaceptable, que sólo es algo nimio, algo que no entraña vicio ni reprensión, simplemente “un gaje del oficio”, una forma de descuido o equivocación; que meter las manos "sólo un poquito" en los caudales del estado hoy resulta algo que bien puede comprenderse y excusarse…

Es que tres meses de prisión al infractor... para alguien que se había ido sobre las normas establecidas de contratación, favoreciendo con asignaciones a dedo; tres meses de prisión para quien se había burlado de los procesos establecidos con el objeto de beneficiar a predeterminados individuos, no sólo es un insulto a la razón y al sentido común, es una bofetada a la dignidad de la gente, de esa misma gente a la que se había dicho que la corrupción ya tenía que cesar y que venía siendo hora de que se tenga que "meterle mano a la justicia".

Y no contentos con tan ridícula sanción, estos mal llamados jueces, verdadero oprobio de cualquier sistema de derecho, subestiman al buen sentido de la gente, mancillan la buena fe de la ciudadanía. Actúan con tan descarada lenidad, estos pérfidos magistrados, que resuelven, además, la aplicación de una multa de tan escuálido valor que, con su impúdica disposición, pisotean todo andamiaje de justicia y el más mínimo sentido de honor y dignidad de quienes ingenuamente han estado esperando en forma paciente por una severa aplicación de un ejemplarizador castigo. ¡Ciento noventa dólares! ¡Qué vergüenza! ¡Qué burla! ¡Qué injusticia!

Tan estólida resolución nos lleva a la convicción de que nada hay más nefando que la inmoral apropiación o mal uso de fondos públicos, con la sola excepción de condonar su cometido. En efecto, propiciar la impunidad del delito, máxime si se trata del mal uso de los bienes comunitarios confiados al cuidado de un funcionario especial, es más aberrante y desmoralizador que la misma falta que se ha fallado en castigar. Esta repugnante decisión quiere convencer con el espurio concepto de que si no es significativa la cantidad malversada, tres meses de prisión ya resarcen la "travesura" de un indigno y díscolo sujeto.

Como se puede comprobar, el sistema de justicia está politizado y manipulado. La sanción impuesta por los jueces desnuda su parcialidad y la protección que aplican a unos funcionarios deshonestos y la influencia de que son objeto por parte de las altas instancias del poder gubernamental. No es aceptable el absurdo criterio de un "peculado tenue"… No existe punto medio: existe o no existe peculado, punto! No puede transigirse frente al insólito criterio de que "existió mal manejo de bienes públicos, pero sólo un poquito"... Los corruptos merecen estar en el lugar que les corresponde, gozando de la compañía de estos parcializados y despreciables jueces!

¡Tres meses de prisión y ciento noventa dólares! ¿Cómo creer ya en la justicia? ¿Cómo aceptar que ella ha caído en manos de individuos de ausente o escaso mérito, cuyas resoluciones evidencian el protervo afán de favorecer a otros desaprensivos funcionarios de similar estofa? Con su sentencia estos infames magistrados no sólo que no han procedido con equidad, se han burlado de todo concepto de proporción y de dignidad, han mancillado el más sagrado y elemental sentido de lo que debe ser la justicia!

Quito

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22 mayo 2014

El otoño de la realidad

"... siempre he creído que el poder absoluto es la realización más alta y más compleja del ser humano, y que por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria". Gabriel García Márquez. “El olor de la guayaba". 
Algo inevitable sucede cuando se produce la muerte de un escritor. Es como si su ausencia nos invitase al mismo rito que provocan ciertos homenajes: a leer alguna obra que nos habrían recomendado sus críticos o a releer algo que nos había recreado en el pasado. Entonces optamos por acudir a nuestro librero, e intentamos una somera indagación de algo que pudiese animarnos a una nueva lectura.

Así encuentro un buen número de textos pertenecientes a García Márquez. Satisfecha esa breve exploración, escojo una olvidada novela identificada por una carátula de color anaranjado; al ojearla, compruebo la presencia de esa pátina amarillenta y difuminada que fue pintando el tiempo. Barajo las páginas queriendo encontrar algún testimonio de una lectura anterior y no dejó de sorprenderme al comprobar la existencia de subrayados que no insinúan un indicio de lo que fueron sus previas motivaciones o de lo que pudieron haber sido mis ya olvidadas impresiones. Así, transijo y sucumbo ante la repetida lectura de “El otoño del patriarca”.

La inminente despedida del escritor, me había inclinado hace poco a la lectura  de aquellas conversaciones que -referentes a su obra- mantuvo con el periodista Plinio Apuleyo Mendoza. En esos diálogos, recogidos en “El olor de la guayaba”, el premio Nobel hace reflexiones inesperadas y sorprendentes; ahí se refiere a la obra que juzga como su trabajo más importante: justamente la novela mencionada anteriormente (según él, la "que pudiera salvarlo del olvido"). Considera que dicha novela es la que lo habría hecho más feliz, pues en ella habría "llevado más lejos sus confesiones personales".

Ilustra García Márquez que esa obra habría sido escrita usando la misma técnica con que se escriben los versos: palabra por palabra. Reconoce, además, que se trata de una novela difícil. Explica que la novela está escrita utilizando el alambicado recurso del monólogo múltiple (una suerte de monólogo interior expresado por distintos narradores), como si se tratase de comentarios superpuestos y simultáneos o del trasunto de un "secreto a voces"; admite que en ella utilizó una serie de giros y formas de hablar que sólo podrían entender quienes han tenido contacto con el uso del idioma en el Caribe. Confiesa que en aquella apología de "la soledad del poder" utiliza expresiones que solo podría entender un chofer de taxi de Barranquilla...

Considera el laureado escritor que el mejor recurso que pudiera tener una novela ("la mejor fórmula literaria", dice él) "es la verdad". Sin embargo, es complicado advertir, en “El otoño del patriarca”, dónde se encuentra la realidad y dónde está la fantasía. Más bien dicho, la trama está construida de tal modo que la novela no parece sino un largo cuento fabulado donde el personaje central fallece más de una ocasión, donde se distorsiona la relación objetiva del tiempo, donde el protagonista principal, un autoritario y caprichoso déspota, llega a observar desde su ventana algo tan anacrónico como las tres carabelas del Almirante de la Mar Océano...

Uno tiene la impresión, al leer la obra, que el autor está empeñado en ocultar unos códigos, en convertir la novela en una especie de acertijo. No se puede escapar a la sensación de que alguien trata de contarnos una repetitiva e imaginaria historia ubicada a medio camino entre la caricatura y la nostalgia. El texto, al más puro estilo del Ulises de Joyce, consiste en cinco o seis largos párrafos donde se exhibe un renuente desdén por los diálogos y la sintaxis. García Márquez produce largos párrafos donde omite caprichosamente la puntuación; en ellos no existe siquiera un solo punto aparte. Entonces, el encanto de la novela no lo rescata su abstrusa trama sino el uso prodigioso y artesanal que el genial escritor consigue con el lenguaje.

Quito

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19 mayo 2014

Consejos culinarios

Tarea ingrata y delicada suele ser aquella de participar recetas y compartir secretos culinarios. Para empezar, como en tantas otras tareas que se ejercitan en la vida, no existen realmente “secretos” en la cocina. Lo que existen son otras pautas, diferentes maneras de preparar, diversos métodos. Aun así, hay algo que le da un carácter personal a lo que cocemos, un cierto estilo, una forma individual de preparar nuestros potajes, asunto que va más allá de la receta que queremos participar, algo que no está contenido en ella o en la enumeración de sus ingredientes.

Lo que he mencionado intenta servir de aclaración y, si se prefiere, también de advertencia, aunque lo expuesto suene a una verdad de Perogrullo; no tanta, en todo caso, como la que alguna vez escuché a un compañero una cierta mañana de práctica golfística: “el secreto del juego -me dijo- no es otro que mantener la bola en el medio del ‘fairway’ (la calle que define y sirve de recorrido hacia cada uno de los dieciocho hoyos en que consiste ese entretenimiento)”. Es decir, era una formulación tan evidente que resultaba necio declararla o repetirla.

Pero cocinar, y no me refiero aquí a esa tarea cotidiana, a la obligatoria del día a día -sino la de mezclar unos ingredientes como una forma de distracción y de creatividad, o el hacerlo para conseguir unos sabores que deleiten al paladar y al espíritu-, es un proceso que requiere de una serie de aspectos que se inician con el escogimiento y la adquisición de los componentes necesarios. Creo, además, que cocer alimentos con esta finalidad, nunca debe ser un ejercicio solitario. Cocinar, como interpreto, debe ser una forma de diversión compartida, orientada hacia el propósito de reunir a los amigos: una forma de integración.

Hay en la práctica culinaria un requisito fundamental: se trata de proponerse y conseguir un ambiente adecuado para “dedicarse” a ello, es decir poner exclusiva atención a lo que uno se dispone a preparar. No cabe, por lo tanto, proponerse pergeñar una cierta receta, y a la vez intentar realizar otra labor distinta, en forma simultánea. Este desaconsejado método es una forma segura -una receta infalible- para no llegar al resultado esperado. Esto, si por adición, no se termina también chamuscando la poción. Cocer no consiste en una tarea difícil; mas, como todo lo que requiere hacerse bien hecho, demanda cuidado y supervisión.

Otra exigencia esencial es la de siempre disponer de los ingredientes necesarios. En este sentido, no solo bastan los elementos requeridos para la receta que se desea preparar; siempre aporta en beneficio de la cocción aquello de disponer de una reserva de ciertos ingredientes adicionales que, aunque no se hayan inscrito en la lista de los que le han de dar identidad al plato en preparación, ayudarán a darle un toque que lo haga diferente, que le han de otorgar un sabor particular.

Hace pocas semanas me propuse compartir mi técnica personal para preparar una pasta de hongos y espárragos al estilo “risotto”, es decir de aquella receta de arroz italiano preparado en forma cremosa. Como es sabido, esta fórmula no se consigue cociendo el arroz en la forma tradicional, sino que requiere que se elabore un refrito inicial en el que se vierte el arroz como si se intentara tostarlo. Luego viene un proceso lento y abnegado, pues el agua se va vertiendo poco a poco, en un trámite continuo, perseverante y de acuerdo con el progreso de la preparación. La adición final de crema y otros ingredientes lácteos termina por darle al arroz la consistencia esperada, y un muy característico y peculiar sabor.

Idéntico proceso se aplica para la preparación de la pasta al estilo “risotto”. Esta es una diligencia que requiere de una cierta paciencia, pero -a la larga- ofrece un invalorable rédito, pues la pasta se impregna del sabor de los ingredientes utilizados. Primero, se ha de caramelizar la cebolla en aceite, con hongos secos y trozos de tocino; una vez integrado el refrito, se añade la pasta sin cocinar y se la revuelve con pequeños bocados de agua -que se van vertiendo de acuerdo con la paulatina disolución que experimente el fideo-. Cuando la pasta adquiere la cocción adecuada (“al dente”) se debe añadir crema de leche, espárragos y una discreta porción de queso parmesano. Eso es todo, que tengan buen provecho!

Quito

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15 mayo 2014

De caquitas y otros asuntos

Acabo de regresar de una de esas cortas caminatas que ahora se han convertido en mi nueva costumbre. Esto, a pesar de las caquitas caninas y del cambiante, inesperado y casi siempre mal presagiado clima. Tal parece que de pronto el pronóstico del tiempo se convirtió en un arte imposible frente a ese capricho impredecible que caracteriza a las condiciones de la meteorología. Sale el sol cuando lo que se espera es un cielo nublado o una llovizna impertinente. Llueve cuando los pronósticos advierten que ese día, por fin, la lluvia habrá de transigir.

A menudo efectúo esos brevísimos paseos para acudir a la vecina farmacia en la búsqueda de un par de medicamentos. He ido advirtiendo que tales fármacos, incluyendo sus respectivos genéricos, fueron adquiriendo precios exorbitantes, poco considerados y -digámoslo de una vez- realmente prohibitivos. No puede comprenderse cómo los gobiernos no han hecho una profunda revisión de este tema; primero, porque se encuentra de por medio la salud, vale decir la vida de los ciudadanos; segundo porque no se entiende cómo pueden tener acceso a esos fármacos y a un decente esquema de salud, las clases más necesitadas.

Estoy persuadido que los laboratorios farmacéuticos deberían ser partícipes del juramento hipocrático. Aquella actitud especuladora, impávida y desaprensiva que los caracteriza, no hace sino identificarlos con aquel talante que hoy en día observamos en algunos facultativos médicos. En efecto, la consideración especial para los menos favorecidos, la sensibilidad para quienes soportan enfermedades que demandan erogaciones excesivas o tratamientos prolongados, parecen no ser suficiente motivo para despertar el criterio magnánimo y compasivo por parte de muchos profesionales de la salud. Uno se pregunta si un elemento de su motivación profesional no fue también el de aplacar el dolor de sus semejantes.

Mis abreviados paseos tienen ese provechoso y catártico sortilegio: favorecer mis reflexiones frente a lo que sucede en la vida, a lo que ocurre en la vecindad, a lo que parece suceder en el transcurso perseverante de los horarios. Un gesto, un mínimo episodio, una palabra escuchada, la espera para cumplir una gestión, cualquier asunto que se observa o experimenta, es motivo para meditar en una situación, y en su respectiva incidencia y solución. El caminante aprecia que sus desordenados vagabundeos tienen la insospechada virtud de permitirle meditar en sus vivencias y reaccionar frente a lo que le entregan la vida y el tiempo.

Pero volvamos a las caquitas. Tal parece que se fue convirtiendo en una absurda costumbre esa moda de unos pocos desaprensivos dueños caninos de “sacar a pasear” a sus consentidos cachorros (léase sacar a evacuar sus excrementos). No puedo imaginar cómo estos desvergonzados individuos han llegado al convencimiento de que pueden propiciar tan horribles trámites escatológicos en cualquier sitio de la vecindad, y luego no atender con oportunidad a su correspondiente limpieza.

Para colmo, ellos están convencidos de que no fastidian a nadie con su incuria y con tan torpe expediente evacuatorio. No alcanzo a entender a cuento de qué estúpida persuasión ellos no pueden apreciar el obstáculo riesgoso y repugnante que generan. A ver si -a más del fétido olor que producen- les gustaría enfrentar en carne y zapatos propios la desagradable experiencia de resbalar sobre esas porciones de inmundicia, o de pisar sobre esas secreciones mal disimuladas!

Esta es realmente una muy fea costumbre, una opción incivilizada y de pésima apariencia. No nos queda a los demás sino unirnos y marchar en contra de este insólito desparpajo. ¡Asquientos y escrupulosos del mundo uníos! ¡Que vivan las veredas limpias! ¡Abajo la caca de perro y el cínico desenfado de aquellos dueños desaprensivos! ¡Que recojan y pongan en su lugar la deyección de sus caninos!

Quito

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12 mayo 2014

Silencio y soledad

Conversaba con uno de mis más cercanos amigos en días pasados; se trataba de uno de esos coloquios breves, de aquel cruce fugaz y casi instantáneo de experiencias y opiniones que definen y justifican nuestra amistad. Trataba de explicarle que para sentarse a escribir hace falta disfrutar de un cierto aislamiento, de un estado carente de distraimientos e interrupciones, de un estado de relativa soledad. "Lo que quieres decirme es que se requiere de una cuota de silencio", me corrigió, mientras yo intentaba hacer una apología de ese elusivo estado de tranquilidad.

Intuyo que las técnicas de trabajo que emplean los escritores son diversas en sus métodos. Así, unos lo hacen solo cuando sienten una cierta predisposición para hacerlo -lo que no es lo mismo, ni corresponde necesariamente, a un estado de inspiración-; otros prefieren un trámite más organizado, caracterizado por la disciplina y enmarcado en un horario que se respeta en forma cotidiana, dejando fuera de esa cláusula, en el resto del día, espacio para imaginar nuevos elementos, para hacer investigaciones, para tomar notas y propiciar nuevas reflexiones frente a la obra en proceso de gestación o construcción.

Es probable que lo que todos experimenten en común sea ese compromiso con una idea central, esa dedicación hacia esa suerte de meta que consiste en el concepto acerca del cual han tomado la decisión de relatar o escribir. Esa imagen, intuyo yo, constituye el núcleo permanente alrededor del cual se va edificando y va tomando forma el trabajo literario. Visto así el arte de escribir, se va convirtiendo en una tarea incesante, en un oficio ajeno al descanso, se va transformando -si no se había transformado ya- en una perenne y loca obsesión.

Sin embargo, ese compromiso, esa disciplina, esa inalterable forma de dedicación a la obra en gestación, no constituyen aspectos suficientes. Supongo que el hombre (me resisto a completar con aquel "y la mujer" -esa absurda e innecesaria moda-) concentrado ya en la intención que lo impulsa y mantiene obsesionado, procura espacios, momentos de paz y de tranquilidad, y se rodea de un ambiente que le ha de liberar de fastidiosos contratiempos e ingratas interrupciones. Esto, por fuerza, equivale a algo más que a una acordada situación de aislamiento, entraña también una definitiva cuota de consentida soledad. Sin ella, sería casi impensable esa tarea a ratos contemplativa, y a ratos también artesanal, en que consiste el arte de escribir.

Otra cosa muy distinta es, no obstante, lo que unos pocos por allí llaman con el sugestivo nombre de "inspiración", me atrevería a decir: lo que unos pocos que nunca se han puesto a escribir o se han propuesto hacerlo llaman con ese nombre. Para muchos cultores de las diferentes formas de creatividad artística (de las cuales forma parte la literatura) no existe esa forma mágica y hierática de concebir la creación poética. Lo que existe es un empeño que no claudica, una imagen medular que puede llegar al rigor de convertirse en obsesiva, que sirve de eje e impulso vital, que se convierte en la razón de ser del esfuerzo ocasional, e inclusive también en una razón de vivir, alrededor de la cual se sitúan las demás urgencias.

Vista así la tarea del escritor se convierte en algo más que una distracción, en algo más que una forma distinta de oficio; se convierte en algo más que una manera distinta de misión: perdura en un tipo más elevado de apostolado o compromiso. Escribir entonces puede transformarse en un asunto compulsivo, en una suerte de obsesión que, para evitar que lleve al autor a un estado de enajenación e indeseable aislamiento, ha de satisfacerse con mesura y con dosificación, única manera de que el escritor logre armonizar el valor etéreo de su creación con aquella realidad que es parte de ese mundo que le ha tocado en suerte vivir y compartir…

Quito

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09 mayo 2014

Daños colaterales

Ayer, mientras ingresaba a la vía Occidental, pude apreciar un insólito episodio. Llame usted, si quiere, a esta relación: "crónica de un siniestro anunciado"... Para relatarlo, no necesito “especular”, entendiendo este verbo intransitivo como la condición de "perderse en sutilezas o hipótesis sin base real". Pues, lo que intento comentar tiene un real y efectivo sustento, aunque -para hacerlo- me adentre en el campo de la conjetura. Y es que, qué pudiera usted intuir o sospechar, si al ingresar a una vía principal, de pronto observa una caravana de varias decenas de vehículos policiales que se desplazan, uno tras otro, formando una interminable fila india?

Si la movilización comentada sólo involucraría a unas pocas unidades, habríamos concluido que se trataba de un operativo policial; quizá, que los miembros de la institución encargada de velar por la seguridad y el orden, se encontraban efectuando una persecución delincuencial o realizando una ocasional batida; que probablemente estarían escoltando a un alto funcionario oficial o a un conspicuo personaje. Pero habríamos sospechado que algo distinto estaba sucediendo, cuando se observaba cincuenta o sesenta vehículos, uno detrás del otro, en prolongada seguidilla.

Entonces no hacía falta elucubrar (léase, "imaginar con algo o poco de fundamento") que lo que parecía estar sucediendo no era otra cosa que la movilización coordinada de un grupo de unidades policiales desde su lugar original de almacenamiento a algún otro destino, donde -con alta probabilidad- habían de reunirse esas unidades para participar en una ceremonia de entrega o inauguración de servicio. Llego con usted a esa deducción, amigo lector, pues las unidades lucían idénticas y flamantes, y esa clase de desplazamiento representa un tipo de actividad que se observa ocasionalmente en nuestras carreteras.

Pero de pronto, y mientras eramos testigos de esta -en apariencia- preferente maniobra, detectamos (y para ello no se requiere de mucha suspicacia ni contar con un elevado espíritu de observación) que esos mismos vehículos no iban conducidos por personal policial, sino por ciudadanos comunes que vestían traje civil y que claramente podían identificarse como ciudadanos que realizaban una rutinaria tarea de transportación y entrega. Entonces, podíamos advertir claramente que no eran policías!

Así pudimos darnos cuenta, amigo lector, que la interminable caravana -que, insisto, no se encontraba realizando una misión de control o de seguridad- se moviliza haciendo ostensible su presencia con la activación estentórea de sus sirenas -como si tal desplazamiento constituiría una verdadera emergencia- y  poniendo en funcionamiento, además, sus luces estroboscópicas, con lo que parecería advertir de una acción de urgencia y prioridad inminentes... Aquella sirena y los faros rotativos no podían sino manifestar una inconfundible señal: la obligación para los demás conductores de ceder el paso a esos raudos elementos involucrados en tan inaplazable y apremiante actividad!

Es cuando percibimos y apreciamos que estabamos siendo testigos, una vez más, de una de esas abusivas movilizaciones que se han venido convirtiendo en suceso cotidiano. Hoy se trasladan por doquier ambulancias, carros policiales, vehículos oficiales (muchos sin contar siquiera con placas de identidad) que abusan de su condición y se desplazan utilizando luces rotativas y sirenas que advierten de una urgente e inaplazable misión, de un supuesto trámite perentorio, sea que se encuentren o no en medio del cumplimiento de una tarea imperiosa, oficial, y de verdad urgente!

Como yo venía en un carril paralelo y al mismo ritmo de la espuria caravana, fui testigo de que un vehículo policial -este sí conducido por un uniformado- detenía el tránsito en una intersección, ignorando el semáforo respectivo, para dar prioridad al falso operativo, convirtiendo en asunto prioritario a esta torpe fantochada. Fue entonces notorio que esos vehículos, que formaban parte de ese desplazamiento que nada tenía de oficial -mucho menos de urgente- realizaban continuas maniobras distinguidas por una actitud torpe y temeraria, y caracterizadas por una irresponsable impericia. Ahí fue cuando lo tenía que pasar pasó: dos de esas recién adquiridas unidades, flamantes y listas para ser entregadas para su inmediato servicio, colisionaron en forma estúpida y quedaron inutilizadas en la vía. Todo porque un grupo desaprensivo de imbéciles había decidido burlarse de los demás... Es que ellos habían resuelto jugar a los policías!

Quito

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05 mayo 2014

Un internet con faldas

Acháquenme de machista si es preciso, pero he de confesar que no termina por gustarme -ni convencerme- esa moda consistente en la feminización del término internet. Por doquiera que voy, escucho –y leo en los libros y textos con que me entretengo- esto que parecería carecer de una cierta música concordante: aquello de "la" internet... En mi caso, sigo prefiriendo el empleo del modo masculino. Pudiera ser que mi respaldo no sea otro que el influjo de la costumbre, pero mi reticencia se transforma en firme rechazo cuando se me insinúa que esta no es la forma adecuada. Hoy compruebo que cada día se hace más común la otra forma, esa que me suena desafinada -si no impropia-, aquella de usar el femenino para definir a este sustantivo que ha traído la modernidad.

Para comenzar, ¿de dónde nos viene la costumbre de "feminizar" al nombre? Es obvio que se trata de una traslación del significado, ya que internet es una voz inglesa (hoy adaptada a casi todos los idiomas) que quiere decir "red". Conjeturo, por lo mismo, que dado que red es un sustantivo femenino, se ha optado por esta suerte de cultismo de referirse al término con un carácter de corte femenino: la internet. Quizá olvidan (o ignoran?) quienes dan preferencia a este método que en el inglés los sustantivos no tienen género, se dice "the" house o "the" horse, aunque traduzcamos la casa o el caballo. Por ello, prefiero considerar al internet como lo que es: un sistema (masculino) interactivo y evitar ese extraño "la".

Observo que en la definición que aparece en el diccionario de la RAE, la voz internet, utilizada como sustantivo, consta como un término ambiguo; es decir puede ser usado tanto como masculino o como femenino. Ambas formas son correctas gramaticalmente y gozan de igual aceptación. Además, quisiera sospechar que la Academia habría desechado la posibilidad de castellanizar al término (interné) para evitar anfibología –que se lo confunda con el pretérito en primera persona del verbo internar-, eludiendo así un "me interné en el interné".

No alcanzo a comprender tal escrúpulo, pues la Academia no ha utilizado idéntico tratamiento al que ha empleado para otras voces que se decidió a castellanizar en el pasado y que terminaban en "et" como fueron, por ejemplo, bufet, cabaret, bidet o quinquet. En efecto, las antes mencionadas, al haber sido trasladadas al castellano, se han modificado en palabras castellanizadas como bufé, cabaré, bidé o quinqué. Lo curioso es que todas esas voces constan como sustantivos masculinos, al igual que otros sustantivos con los que comparten una cierta identidad fonética (rapé, rodapié, bisoñé); advierto que nadie preferiría optar por el femenino para definir tales sustantivos. Jamás he escuchado algo tan desafinado como pudiesen sonar: la cabaret, la bufet o la rodapié.

Como interpreto, y prefiero pensar, este uso del femenino en el artículo que acompaña al sustantivo internet, es tan solo una moda y no un propósito con carácter feminista. Sin embargo, en estos días en que se ha puesto en boga la mal llamada "violencia de género" reconozco que ya todo puede suceder... Los cultores del uso de esta expresión olvidan que los seres humanos tenemos sexo y no género, y que dicha utilización es un despropósito, además de incorrecta y carente de necesidad. Algo similar y absurdo, sucede con aquello tan usado -políticamente correcto, pero gramaticalmente inapropiado- del "ciudadanos y ciudadanas"…

Como puede colegirse, todas estas dudas e incertidumbres de nuevo cuño tienen que ver con los ineludibles intercambios con las demás lenguas. Es evidente que la interacción con el resto del mundo hace inexorable el traslado de ciertos términos que no existen o no tienen traducción exacta en idiomas distintos. Actividades como las finanzas, la diplomacia y la tecnología irán, día a día, creando nuevas voces y adaptando términos de las otras lenguas. Del mismo modo, es comprensible y también ineludible que la lengua se vaya modificando para reflejar los usos que se van haciendo corrientes en el mundo moderno. Esta versatilidad tiende a convertirse en un ineluctable paradigma. Frente a esto, no me queda sino armarme de tolerancia, aun la necesaria para adoptar este uso tan extraño -que me resisto a reconocer-, este de "feminizar" al internet.

Quito

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02 mayo 2014

De la esquina al infinito

Aquella fue una forma primigenia de insertarnos en la geografía; una forma de ir de lo particular a lo general, de lo inmediato a lo universal, del barrio al concepto de infinito. Sus lecciones estaban constreñidas a una escueta cartilla cuyo título englobaba su dimensión y alcance. En su carátula podía leerse “Lugar natal”… 

Así es como aprendimos de las calles y las plazas de la urbe, de sus parroquias y barrios, de sus parques y monumentos, de sus principales iglesias y edificios, de los montes y ríos aledaños. Y así, también, fuimos aprendiendo a reconocer los sectores y rincones que se distinguían como los más emblemáticos, esos que le daban carácter a un sector o que facilitaban su reconocimiento. Fue ese estudio, -vale decir esa forma de discernimiento- el que nos fue otorgando identidad, el que nos fue imbuyendo de esa mágica percepción: la de saberse “quiteño”.

Más tarde, del estudio de la ciudad y su entorno, saltamos al de los cantones vecinos y al análisis de los sectores que complementaban la provincia; luego pasamos al estudio de las diferentes regiones con su división política, a la relación de esas entidades tan contradictorias y disímiles -en apariencia- que conformaban el país. Dimos entonces el salto hacia los países que eran parte del continente, con sus particularidades y asuntos característicos, aprendimos todas esas otras huellas que daban testimonio de los elementos que los diferenciaban.

Cruzamos entonces los océanos, saltamos a otros continentes, estudiamos sus cuencas hidrográficas, su orografía, sus relieves y más conspicuos aspectos naturales. Indagamos sus idiomas y sus razas, la vestimenta y las costumbres de su gente; aprendimos de otros tipos de suelo que nos eran ajenos, de extraños fenómenos naturales que desconocíamos; supimos de otras estaciones que nos eran ignotas; descubrimos otras formas de interpretar la vida, otras ideas y creencias; exploramos religiones misteriosas, otras formas de comunidad.

Todo ello era ya lo que NO constituía nuestro “lugar natal”, lo que estimulaba nuestra curiosidad con respecto a lo que nos era ajeno, ese descubrimiento de que el mundo no era sino una superposición de ambientes donde se había hecho posible el desarrollo de la civilización, donde habían ido adquiriendo forma esas culturas que fueron dando identidad a otros hombres, a los demás pueblos. Así fuimos reconociéndonos en hombres que al principio nos parecieron distintos. Nos fuimos haciendo otras preguntas. Insinuamos nuevas inquisiciones…

Aprendimos entonces a mirar las estrellas en la noche, descubrimos el nombre de las constelaciones. Esto nos hizo comprender la infinitud del universo y, por sobre todo, la humilde condición del hombre, a pesar de su necio engreimiento, y no obstante sus formidables realizaciones. Pero… esta misma contemplación del infinito convocó y promovió nuevas divagaciones, nos impulsó a reflexionar de nuevo en nuestro entorno inmediato, en el lugar natal, en el íntimo y pequeño sector de nuestro barrio, en esa pequeña postal a la que podríamos nombrar como nuestro espacio o lugar vital, esa esquina, ese árbol, la vereda, la calzada… Entonces descubrimos unos nombres, unos que no parecerían tener significado, unos que nunca supimos a quién hacían honor, unos que en ocasiones no nos sugerían nada: Jacinto Bejarano, Manuel Barreto, Coruña, Gonnessiat. A esos datos recurrimos para establecer una referencia, para “marcar terreno”, para identificar el lugar de nuestra vivienda, para establecer “nuestra dirección”.

Ese sitio es el mudo testigo de nuestras caminatas, de nuestros cotidianos paseos, es el mismo sitio donde reconocemos unos relieves y declives, donde vamos identificando a unas gentes que son nuestros vecinos, que coinciden con nosotros porque escuchan unos mismos rumores, comparten una misma vista, disfrutan de unos mismos servicios. Forman y toman parte de ese algo que nos resulta próximo y exclusivo… de ese algo que subestimamos de tanto verlo, ese que ya no cuidamos con suficiente esmero: nuestro privativo rincón vital.

Quito

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