23 noviembre 2014

Dudas e incertidumbres

No sé por qué, pero siempre tuve dudas con la conjugación del verbo "haber". Nunca entendí por qué era incorrecto decir "hubieron casos", pero correcto decir "existieron casos", por ejemplo. Quizá mi renuencia, y probable testarudez, se haya debido, más que a un uso incorrecto de las reglas de la concordancia, al convencimiento del significado similar que tenían los verbos haber y existir. Tal vez, tampoco caí en cuenta -o no me di la molestia de considerar- que muchas veces haber es impersonal y que, por lo mismo, carece de sujeto. Por lo tanto, sólo debe usarse en la tercera persona del singular: hubo bullas, hubo tormentas. 
El diccionario en línea de la Real Academia tiene herramientas para consultar estas incómodas incertidumbres. Aquí transcribo su autorizada información, la misma que bien puede servirnos a quienes hacemos de la costumbre de escribir una forma de entretenimiento, un oficio o una necesidad. Lo siguiente se refiere a la conjugación del verbo "haber", que fuera en el pasado fuente recurrente de mi personal confusión. Sigue un extracto que puede sernos de enorme utilidad:
* "Hubieron":

La forma verbal hubieron es la que corresponde a la tercera persona del plural del pretérito perfecto simple o pretérito de indicativo del verbo haber: hube, hubiste, hubo, hubimos, hubisteis, hubieron.
- Uso correcto:
Esta forma verbal se emplea, correctamente, en el caso siguiente:
Para formar, seguida del participio del verbo que se está conjugando, la tercera persona del plural del tiempo compuesto denominado pretérito anterior: hubieron terminado, hubieron comido, hubieron salido. Este tiempo indica que la acción denotada por el verbo ha ocurrido en un momento inmediatamente anterior al de otra acción sucedida también en el pasado: Cuando todos hubieron terminado, se marcharon a sus casas; Apenas hubieron traspasado el umbral, la puerta se cerró de golpe. En el uso actual, este tiempo verbal aparece siempre precedido de nexos como cuando, tan pronto como, una vez que, después (de) que, hasta que, luego que, así que, no bien, apenas. Prácticamente no se emplea en la lengua oral y es hoy raro también en la escrita, pues en su lugar suele usarse, bien el pretérito perfecto simple o pretérito de indicativo (Cuando todos terminaron, se marcharon a sus casas), o bien el pretérito pluscuamperfecto (Apenas habían traspasado el umbral, la puerta se cerró de golpe).
- Uso incorrecto:

No se considera correcto el uso de la forma hubieron cuando el verbo haber se emplea para denotar la presencia o existencia de personas o cosas, pues con este valor haber es impersonal y, como tal, carece de sujeto (el elemento nominal que aparece junto al verbo es el complemento directo) y se usa solo en tercera persona del singular. Son, pues, incorrectas oraciones como: Hubieron muchos voluntarios para realizar esa misión; o No hubieron problemas para entrar al concierto; debe decirse: Hubo muchos voluntarios para realizar esa misión; o No hubo problemas para entrar al concierto. 
* “Había muchas personas, ha habido quejas, hubo problemas”:
Cuando el verbo haber se emplea para denotar la mera presencia o existencia de personas o cosas, funciona como impersonal y, por lo tanto, se usa solamente en tercera persona del singular (que en el presente de indicativo adopta la forma especial hay: Hay muchos niños en el parque. En estos casos, el elemento nominal que acompaña al verbo no es el sujeto (los verbos impersonales carecen de sujeto), sino el complemento directo. En consecuencia, es erróneo poner el verbo en plural cuando el elemento nominal se refiere a varias personas o cosas, ya que la concordancia del verbo la determina el sujeto, nunca el complemento directo. Así, oraciones como: Habían muchas personas en la sala, Han habido algunas quejas o Hubieron problemas para entrar al concierto son incorrectas; debe decirse: Había muchas personas en la sala, Ha habido algunas quejas, Hubo problemas para entrar al concierto.

Share/Bookmark

08 noviembre 2014

Un rincón del pasado

Fui a Nueva York -propiamente a Manhattan- en forma regular, aunque siempre fugaz, por cosa de veinte años seguidos (de 1976 a 1997). Luego habría de visitar la metrópoli en forma menos frecuente. Si hubo un tiempo en que visitaba la urbe más de una vez por semana, después de 1997 -mientras trabajé con diversas aerolíneas asiáticas- mis periplos a Nueva York se fueron haciendo menos repetidos y creo que bastante más esporádicos. Sospecho que sólo alrededor de uno por trimestre.

El rincón más familiar, en los primeros años de mis apresurados y abreviados viajes, fue el entorno del afamado hotel Roosevelt, ubicado en la calle 45, entre Madison y Vanderbilt, a escasos pasos de la estación Grand Central. Sus diminutas recámaras fueron mudos testigos de mis iniciales barruntos y trasiegos. No fue ese el primer hotel en el que me habría de alojar en la Gran Manzana. Recuerdo que por asuntos de renovación del contrato de alojamiento, hubo un tiempo cuando se nos ubicó en un hotel de Jamaica, avecinado al aeropuerto Kennedy. Desde ahí había que tomar un bus “local” para poder conectar con el servicio del tren subterráneo.

Conjeturo que tal vez fue el modo en cómo estaban diseñados los itinerarios de la compañía, el que no facilitó que pudiéramos disfrutar de ciertos aspectos de la vida nocturna neoyorquina, como el teatro de Broadway y toda esa bullente actividad que da tanta luminosidad y colorido a aquellos sectores donde el espíritu artístico se transforma en expresión bohemia y da paso ocasional a un incontenible desenfreno. Nuestros vuelos llegaban muy tarde, y eso cuando operaban a tiempo; además, la mayoría de esos viajes duraban menos de veinticuatro horas y los preparativos para el retorno se producían también a una hora temprana e inconveniente…

El Roosevelt tenía algo de aristocrático, aunque justo es reconocer que había en él una pátina de rancia tradición de principios de siglo, no exenta de un polvillo opaco y mortecino. Resaltaba allí una extraña mezcla de solemnidad y de nostalgia. Su gran ventaja era su central ubicación. Nada más salir, nos encontrábamos con almacenes de la tradición y categoría de Brooks Brothers o de un Paul Stuart, lugares que más que marcar la moda, eran un símbolo del buen gusto de los habitantes de la urbe.

El hotel quedaba entonces a corta distancia de la principal estación ferroviaria de la ciudad; pero, al mismo tiempo, se ubicaba a un tiro de piedra de la Quinta Avenida y a pocos minutos de caminata de varias tiendas de departamentos, museos, centros de entretención y de una rica variedad de restaurantes internacionales. Nueva York es una ciudad donde se puede encontrar de todo y para todos, y donde la industria culinaria ha perfeccionado la especialidad de impensables procedencias y donde la preparación de esos deliciosos bocados ha alcanzado cotas muy destacadas.

Hacia poniente de la Quinta Avenida, la calle 45 se convertía en un centro de especialidades electrónicas, preferentemente de expendio de equipos de música. En aquellos sitios, lo único que hacía falta era una mayor disposición de tiempo para poder gozar de los últimos adelantos que prometían las flamantes novedades. Allí descubrimos la revolución que produjo el primer CD, nos impresionamos con un poderoso amplificador o sucumbimos frente a un par de vigorosos y sorprendentes parlantes. Allí aprendimos también de esa extraña sensación en que se convierte la tentación por algo nuevo, esa difícil disyuntiva entre el antojo y el escrúpulo...

Más arriba, en la calle 47, se concentraban las joyerías y los almacenes de fotografía. Los atendían propietarios de procedencia invariable: los “jasidistas” judíos. Vestían estos personajes unos trajes de color oscuro, cuya prenda superior semejaba un largo abrigo; usaban un sombrero magro y portaban una luenga barba. Su rasgo característico eran unos tirabuzones o caireles ensortijados que surgían de sus patillas, las mismas que, por disposición de su secta, nunca estaban en condición de recortarlas. Siempre me extrañó esa anacrónica indumentaria, que les daba una singular apostura, a medio camino entre la tradición y la extravagancia.

Share/Bookmark

06 noviembre 2014

Feriado de finados

Hace pocos años el país vivió una difícil encrucijada política. Una polémica iniciativa de orden fiscal habría de desembocar en una controversia que habría de tener hondas repercusiones en la vida nacional; atendiendo al momento de emisión de la medida y en consideración a que esta favorecía a quienes debía castigar, en lugar de convertirlos en beneficiarios, la intuición popular llamó a dicho episodio con el sugestivo título de "feriado bancario". Hacía así referencia a un periodo de asueto y también a un acto de prodigalidad y derroche en aquella disposición gubernamental.

De modo similar, y aprovechando el pasado feriado de finados, ha sido la Corte Constitucional, la que se ha apresurado a dar carta blanca para que la Asamblea Nacional pueda proceder a refrendar la pretendida aspiración del partido de gobierno, que apunta a la reelección indefinida, mediante la aprobación de una simple enmienda constitucional. Hay algo de atropellado y de perentorio en esta resolución de la Corte; pero hay quizá, también, algo de furtivo y de subrepticio.

Para nadie era un secreto que dicha resolución, más que un ingrediente jurídico tenía un claro tinte político; pero tal disposición se aleja de un sentido de integridad y delicadeza cuando sus actores optan por dar la razón al mismo grupo político que los había designado para que ejercieran sus altas responsabilidades. Resulta, por lo mismo, imposible no recordar una frase de Plutarco que nos advertía que así como hay una sola palabra para designar la virtud y la valentía, el coraje; así mismo, tal coraje, sin asomo de virtud, sólo nos precipita en el cinismo y en la desvergüenza.

Se me ocurre que este es un momento crucial para la vida política de nuestro país; es un momento de definiciones, no sólo en la acepción de optar por derroteros, sino en el sentido de darle un significado a lo que queremos que sea nuestra democracia. Como siempre entendí, esta es una forma de gobierno que supone una permanente oportunidad para dar tribuna a todos los actores y para tolerar todas sus ideas, por opuestas, descabelladas y contradictorias que pudieran parecernos. Sin oportunidad para que las minorías se expresen, la democracia no existe; sólo se convierte en una ficción, en una burda parodia de lo que debería ser la participación política.

Empero, aunque se nos antoje espuria la comentada medida, o tan sólo inadecuada, ella es también un recurso político. Es decir, aunque a muchos observadores independientes nos parezca que carece de la debida legitimidad, la misma surge como una herramienta de un grupo que está persuadido, tal vez honestamente, que su visión es justamente la que debe protegerse, porque sus proyectos, iniciativas y decisiones son los únicos que darían los ansiados resultados sociales; todo lo demás, para ellos, significaría estancamiento y retroceso; en su enfoque, el fracaso del país.

Esta postura se expresa, desde luego, como una posición extrema; y justamente revela su principal debilidad o deficiencia: ella parte de una visión sesgada que nada tiene de democrática y menos de pluralista. Y aún va mucho más allá: proclama que discrepar y cuestionarla equivaldría a un propósito desestabilizador, que pondría en riesgo -paradójicamente- lo que ellos entienden por armonía y estabilidad políticas. La guinda en el pastel la ha puesto el propio presidente -quien promueve y avala dicha medida-, que en una frase de escaso acierto y felicidad habría mencionado, palabras más palabras menos, que "la enmienda no hace a nadie autoridad, son los votos los que crean un alcalde o un presidente sin restricciones, esto es democracia sin límites"(?)... Sin duda una visión confusa, no exenta de cierto absolutismo.

Un cambio amañado de las reglas del juego democrático no es saludable para fortalecer las instituciones en las que se debe sustentar nuestra organización política. El insistir en ese capricho, en mi opinión, sólo hace daño al propio partido de gobierno, al fortalecimiento de nuestra democracia, a un sentido de comunidad que hoy más que nunca nos debemos empeñar en enriquecer; ello nos desune como país y no propende a robustecer un necesario espíritu de madurez y de tolerancia.

Share/Bookmark