31 diciembre 2014

De viudas y travestis

De niño, nunca me gustaron los payasos; aunque no aquellos de circo, que fueron diferentes, sino aquellos otros, los callejeros, esos personajes que incordiaban a los menores  y que se presentaban armados de un chorizo embutido de aserrín o de retazos. Esos eran arteros y aleves personajes, cuya gestión estaba a medio camino entre la crueldad y la travesura. A uno de ellos alguna vez se le fue la mano en el ejercicio de sus bromas y, como su diversión incursionó en un campo que estaba cercado por los linderos del respeto, mi padre salió furioso a buscar al abusivo mozalbete que de alguacil pasó a convertirse en bufón alguacilado, pues nada hay más cierto que aquello de que “donde las dan, las toman”…

Los fantoches abundaban antes en la temporada de fin de año. Era cuando ellos asomaban; y entonces hacían su agosto (aunque en pleno diciembre) los lugares de expendio de caretas y disfraces, o los múltiples negocios donde se alquilaban esas prendas y artículos de fantasía. Pero era, precisamente, en el más postrero de los días del año, cuando la costumbre de la quema de los llamados años viejos -tradición que se ha venido a censurar con el tiempo- invitaba a un considerable contingente de personas, y de preferencia varones, a disfrazarse con atuendos de procedencia doméstica, y de un carácter luctuoso y casi siempre femenino. Eran aquellas viudas plañideras las que lloraban la inminente defunción del año y que mendigaban cualquier centavo que sobrara en las faltriqueras de los ingenuos.

No se puede negar que algo de mercantil había en los arrestos luctuosos de aquellas viudas de ocasión. Pero lo que siempre me produjo una cierta cuota de curiosidad era esa morbosa tendencia de algunos individuos a buscar una indumentaria que no estuviera exenta de túrgidos promontorios anatómicos y de atrevidos escotes sugestivos. Con tales vestiduras, parecía que las viudas perdían la naturaleza melancólica de su apariencia y pasaban más bien a convertirse en rameras mal presentadas portadoras de provocativo designio.

En esos lejanos años de mi nunca olvidada niñez, quienes optaban por aquel magro ajuar fueron casi siempre los muchachos de edad temprana. Poco a poco, sin embargo, con el paulatino cambio que experimentó la tradición, los niños fueron cediendo su lugar a los muchachos de mayor edad, y luego estos a los jóvenes de universitario estamento. El traje luctuoso, más tarde, fue cediendo paso a una indumentaria tropical y multicolor, claro testimonio de que la vieja costumbre de vestir duelo como signo de congoja había ido desapareciendo; y a esta vestimenta de colorido jaez se fueron añadiendo contradictorios elementos que podían definir el atavío de una prostituta de ocasión y precio disminuido.

En pocas palabras, la vieja tradición de los infantes disfrazados de luctuosa plañidera fue dando margen al de los multicolores, desenfadados e impúdicos travestis. Hoy la costumbre se manifiesta sólo en la última tarde y noche del año que está por fenecer, pero lo hace con imagen grosera y torpe, ahíta de un aire ramplón que no genera tradición, que se arrima en el agreste y áspero terreno de la ordinariez y la chabacanería. Es una pena reconocerlo, pero trocamos la gracia de una centenaria tradición por la prosaica manifestación de una vestimenta –y quién sabe si también, de una sexualidad- de estofa y condición indefinidas.

En nuestro días hay una distinta postura frente a las tendencias sexuales que son atípicas. En cierta manera, el abuso de retratar a una minoría con la inclinación de vestir prendas del sexo contrario, no hace sino provocar un sentimiento de escarnio e incita a una burla frente a quienes expresan sus distintas preferencias.

Share/Bookmark

28 diciembre 2014

Una postal de Cambodia

Había nacido en Kampuchea como Saloth Sar, aunque nadie afuera de su país de origen habría de recordarlo nunca por ese nombre. Tenía, el líder, una dentadura regular que dominaba su sonrisa; algo en la inquietud de sus ojos, sumado a sus pómulos pronunciados, le daban a su apostura un carácter enigmático. De joven,  había ganado una beca para ir a estudiar electrónica en Francia; allí se habría contagiado del comunismo europeo y habría gastado sus noches como bohemio en la Ciudad de las Luces. Sus amigos le recordarían más tarde como un inquieto joven a quien le gustaba discutir de política en su apartamento del Latin Quarter.

Hijo de un cultivador arrocero, el futuro revolucionario habría fallado varios intentos para aprobar sus estudios, obligado así a retornar a Cambodia -en ese entonces una colonia francesa- el mismo año de su independencia. Más tarde, cuando llegó al poder formando parte del “Khmer Rouge”, adoptaría el nombre de guerra de Pol Pot, probablemente una contracción de la expresión francesa “Politique Potencielle”, y se empeñaría en instaurar una forma de socialismo agrario que cobraría la vida de cerca de dos millones de sus conciudadanos.

A Saloth Sar le tomó algo más de veinte años llegar a la cima del poder y desde los inicios de su gobierno totalitario procuró desarraigar a las clases pudientes de su condición urbana y les movilizó con toda suerte de estratagemas al campo con la intención de triplicar la producción de arroz, con el propósito de lograr una economía agraria autosuficiente. En ese empeño, trató de prescindir de todo tipo de asistencia comercial foránea y emprendió en una política exterior caracterizada por la xenofobia. Odiaba todo lo que pudiera parecer extranjero.

Fruto de esa enfermiza actitud, fue la expulsión de los restauradores franceses de uno de los monumentos más importantes que existen en el mundo, el templo de Angkor Wat, cerca de Siem Reap. Angkor es realmente una gran ciudadela, un conjunto de edificaciones construidas hace casi un milenio para rendir homenaje a Vishnu, el dios hindú ordenador del universo. Siglos más tarde Angkor pasaría a convertirse en un templo budista; y luego, el descuido iría propiciando un raro paisaje fantasmal, pues la naturaleza se iría montando a horcajadas sobre las paredes y esos interminables bajo relieves que abundan en temas mitológicos.

Angkor es reputado como el templo más grande que existe en el mundo. Hace algo más de cuatro siglos esta extraordinaria estructura fue abandonada en manos de la negligencia. El daño no ha sido tan grave, no obstante, pues la selva no ha devorado su entorno, gracias a la existencia de un foso que lo circunda. Otra ventaja que habría permitido su formidable conservación es la ausencia de viviendas y otros tipos de estructuras; esto en parte se debe al concepto que caracteriza a los templos de Oriente, que son un lugar donde se puede ir “a estar” y sentir, en un espacio abierto, la presencia tutelar y benefactora de los dioses.

Existen teorías de que Angkor Wat habría sido construido inicialmente como un mausoleo, es decir con un propósito funerario, como es el caso de esa otra joya de la arquitectura que es el Taj Mahal, cerca de Agra en la India. De ser cierto, este ingente esfuerzo estaría considerado como el mayor derroche de energía del que el hombre ha sido capaz con la sola intención de enterrar un cadáver.

Angkor destaca por su proporción y magnífica armonía; es la primera expresión arquitectónica de este tipo donde se utilizaron piedras que probablemente fueron transportadas por más de treinta kilómetros, las mismas  que se acoplaron usando una variedad de cal y resinas naturales. De todos modos, la mano de obra involucrada en extraer, transportar desde las canteras, tallar y colocar aquellas rocas constituye uno de los arrestos más significativos que se han dado en la historia de las construcciones en que se ha empeñado el hombre.

Share/Bookmark

De Nicolás a Santa y Papá Noel *

* Tomado de "La palabra del día" de Ricardo Soca

El viejecito de ropas rojas y barba blanca que vemos en vísperas de Navidad en los shoppings de todo el mundo se ha convertido en ícono cultural de la sociedad de consumo del tercer milenio. El sonriente personaje, que encanta a los niños, fue forjado a lo largo de los últimos diecisiete siglos, basado en la historia de un obispo que vivió en el siglo IV.

La ciudad de Mira, en el antiguo reino de Licia, actual territorio de Turquía, tuvo un prelado llamado Nicolás, célebre por la generosidad que mostró con los niños y con los pobres, y que fue perseguido y encarcelado por el emperador Diocleciano. Con la llegada de Constantino al trono de Bizancio —ciudad que con él se llamó Constantinopla—, Nicolás quedó en libertad y pudo participar en el Concilio de Nicea (325).

A su muerte fue canonizado por la Iglesia católica con el nombre de san Nicolás. Surgieron entonces innúmeras leyendas sobre milagros realizados por el santo en beneficio de los pobres y de los desamparados. Durante los primeros siglos después de su muerte, san Nicolás se tornó patrono de Rusia y de Grecia, así como de incontables sociedades benéficas y, también, de los niños, de las jóvenes solteras, de los marineros, de los mercaderes y de los prestamistas. Ya desde el siglo VI, se habían venido erigiendo numerosas iglesias dedicadas al santo, pero esta tendencia quedó interrumpida con la Reforma, cuando el culto a san Nicolás desapareció de toda la Europa protestante, excepto de Holanda, donde se lo llamaba Sinterklaas (una forma de san Nicolás en neerlandés). En ese país, la leyenda de Sinterklaas se fusionó con antiguas historias nórdicas sobre un mítico mago que andaba en un trineo tirado por renos, que premiaba con regalos a los niños buenos y castigaba a los que se portaban mal.

En el siglo XI, mercaderes italianos que pasaban por Mira robaron reliquias de san Nicolás y las llevaron a Bari, con lo que esa ciudad italiana, donde el santo nunca había puesto los pies, se convirtió en centro de devoción y peregrinaje, al punto de que hoy el santo es conocido como san Nicolás de Bari, un lugar que él nunca conoció.

En el siglo XVII, emigrantes holandeses llevaron la tradición de Sinterklaas a los Estados Unidos, cuyos habitantes anglófonos adaptaron el nombre a Santa Claus, más fácil de pronunciar para ellos, y crearon una nueva leyenda, que acabó de cristalizar en el siglo XIX, sobre un anciano alegre y bonachón que en Navidad recorre el mundo en su trineo, distribuyendo regalos.

Hasta los primeros años del siglo XX, Santa Claus era representado como un hombre muy alto y delgado, con una imagen que inspiraba temor. La campaña publicitaria que lanzó la Coca-Cola en 1921 lo convirtió en un hombre regordete, sonriente y de rostro sonrosado, que vestía las ropas con que lo conocemos, del color rojo que caracteriza la propaganda de esa compañía. De esa forma, Santa Claus se convirtió rápidamente, en los Estados Unidos, en símbolo de la Navidad, en estímulo de las fantasías infantiles y, sobre todo, en ícono del comercio de regalos navideños, que anualmente moviliza miles de millones de dólares.

Esta tradición no demoró en cruzar nuevamente el Atlántico, ahora remozada, y en extenderse por varios países europeos, en algunos de los cuales Santa Claus cambió de nombre. En el Reino Unido se le llamó Father Christmas (papá Navidad); en Francia fue traducido a Père Noël (con el mismo significado), nombre del cual los españoles tradujeron solo la mitad, para adoptar Papá Noel, que se extendió rápidamente a América Latina.

Share/Bookmark

25 diciembre 2014

El caso de los maníes

Decir en inglés que algo vale o representa “peanuts” (maníes) quiere decir que ese algo vale poco o que no tiene importancia. Hay inclusive un aforismo popular en ese idioma sajón que enuncia “pague maníes y conseguirá monos”, haciendo referencia a la mano de obra no especializada o poco calificada que se puede obtener si no se hace un esfuerzo por ofrecer salarios más atractivos. Y nuestro propio idioma hace referencia al supuesto valor exiguo de lo que al sur del río Grande se denominan “cacahuates”, cuando decimos de algo “me vale un maní”.

Pero el caso que voy a comentar no tiene un carácter baladí, ni reviste escasa importancia; se refiere a lo que ha sucedido en una aerolínea para la que este humilde marqués solía trabajar hace un par de décadas y todo por un puñado de maníes. Quién no ha comido unos granos de maní. Pocos, sin embargo, conocen que esas pepitas de color dorado, que devoramos en forma casi involuntaria y bastante adictiva, vienen dentro de una cascarita “coriácea”, según el diccionario, que tiene dentro “según la variedad, dos a cuatro semillas blancas y oleaginosas, comestibles después de tostadas”. Esto lo aprendí en el famoso hotel Raffles de Singapur, en cuyo Long Bar proporcionan generosas cantidades de este fruto, cuyas cortezas los visitantes son cordialmente invitados a arrojarlas en el piso.

El asunto es que el episodio de marras sucedió en un avión de la Korean Air que se disponía a despegar desde el aeropuerto Kennedy de Nueva York con destino al de Incheón, vecino a Seúl, en la capital de Corea del Sur. Y como digo, “todo por un maní”. Sucede que el alboroto se armó porque uno de los auxiliares de vuelo, lo que llamamos comisarios de a bordo o azafatas, no sirvió estas controvertidas semillas a una pasajera de primera clase, nada menos que a la vicepresidente de la propia empresa, de la forma tradicional y civilizada; es decir, contenidas en un pozuelo o en un adminículo de loza como demandan los cánones de la etiqueta y del buen servicio. Por el contrario, el insolente encargado osó presentar dichos granos, a la disgustada ejecutiva, encerrados en una vulgar funda plástica.

En efecto, enfurecida por la afrenta, la agraviada funcionaria, solicitó al comandante que suspendiera el carreteo previo al despegue y que retornara a la puerta de embarque, con el ánimo de dejar en tierra al impertinente comisario, con lo que, más tarde, las instancias administrativas de la empresa consideraban su cesación laboral, lo que hoy se conoce con el eufemismo de “desvinculación”. Como se verá, el protocolo que utilizó el auxiliar de cabina era el correcto; lo malo fue que cuando tuvo que explicar el motivo por el que no estaba supuesto a ofrecer el servicio como era demandado, no supo dar una adecuada explicación.

Esto es justamente lo que está sucediendo en el mundo, que la gente aprende los procedimientos y más protocolos, pero no se da la molestia de averiguar o de aprender cuál es su razonamiento o explicación. Idéntica situación nos sucede muchas veces a los pilotos, cuando efectuamos una “lista de chequeo”, que en algunos casos las cumplimos como loros, sin meditar en cada ítem individual en el porqué, en el motivo, en el razonamiento o la correcta disquisición. Lo mismo está ocurriendo con los procesos de capacitación y entrenamiento. Se menciona el qué y el cómo; pero, no se otorga el preámbulo del porqué, de la razón.

Estoy seguro que todo el guirigay que se ha montado, juicios y renuncias aparte, y la exposición que ha tenido el ridículo caso frente a la opinión pública coreana, e inclusive frente al escrutinio internacional, bien pudo haberse ahorrado. Esto si, de la misma forma cortés con que el comisario había atendido el presuroso pedido, hubiera también respondido a la solicitud de la pasajera con una corta explicación: aquella de que “por razones de seguridad” no le estaba permitido ofrecer ningún tipo de alimento en recipientes que, por su naturaleza, pudieran lastimar a los propios pasajeros durante las maniobras de despegue o aterrizaje.

Share/Bookmark

08 diciembre 2014

De hábitos y concordancias

Ciertas circunstancias, relacionadas con una nueva actividad, me han alejado temporalmente de la atención que he venido asignando a este blog (no estoy muy seguro si ese término que hoy se utiliza en las redes sociales, ese de "muro", es el que se aplica para esta suerte de periódico mural personal, que eso y no otra cosa es un blog). En esto, soy un poco lo que uno de mis buenos amigos expresa cuando a él se le encarga una actividad en la gestión pública: "yo que soy por lo general descuidado e irresponsable en mis asuntos privados -confiesa-, soy en exceso escrupuloso, prolijo y responsable para los asuntos públicos".

Esto del blog es algo más que un artilugio para dar rienda suelta a la pasión por escribir y al afán de expresar unas ideas y pensamientos. Cuando el que escribe percibe una respuesta de sus lectores, aquello se convierte en una suerte de compromiso. Entonces deja de ser sólo un recurso para satisfacer un deseo de confesión, en un mero desahogo, o en un interés por expresar sus deseos, sus temores y sus aspiraciones íntimas; ello se convierte en una responsabilidad que ya no sólo pertenece a quien escribe: pasa a ser propiedad de quienes consultan la opinión de otro, si no para enriquecer sus puntos de vista, para hallar una referencia que refuerce o contradiga, que oriente o aclare su propia posición.

En lo que no he transigido, a pesar de las restricciones en mi tiempo libre, es en aquella costumbre, con probables visos de obsesión, que para mí, desde siempre, fue la de la lectura. Ayer nomás, cuando ponía en orden los libros y textos de mi querida biblioteca, reconocía que tengo la suerte y el privilegio de haber leído buena parte de lo que esos estantes exhiben. En este sentido, todavía utilizo mis libros para mis ocasionales consultas, pues no he sucumbido a la avalancha de lo digital. Ya no compro libros impresos con la asiduidad con que lo hacía antes; y no precisamente por razones económicas, ahora utilizo el recurso digital más bien por comodidad.

Con el tiempo me fui convirtiendo en un madrugador (quizá debería decir que devine en un "desvelado"). Ha sido este un proceso gradual: poco a poco fui advirtiendo que iba reduciendo mis horas de sueño, y que en forma paulatina se me iban haciendo más largas e inevitables (aunque nunca tediosas) mis prolongadas horas de vigilia. El problema no es que mis horas de sueño se hayan vuelto cortas; sino que acudo al llamado de Morfeo demasiado temprano cada noche. De resultas, acabo por "recordarme", como decía la abuela, a una hora aún signada por la oscuridad y el silencio. Tal es mi personal "rosario de la aurora".

Y mis lecturas empiezan en esa temprana cláusula matutina. Es el crepúsculo el primer testigo de mis madrugadores escarceos periodísticos y cibernéticos. Es ineludible, entonces, echar una ojeada a lo que pasa en el país y en el mundo, y es cuando asigno importancia a la lectura de los principales artículos de opinión. A veces encuentro poca atención a la correcta puntuación; y no sé si los escritores se han hecho hoy menos prolijos o se cometen lamentables errores de edición, pero voy descubriendo -cada vez con mayor frecuencia- errores de concordancia que podrían corregirse con una simple revisión. Aquí van dos sencillos ejemplos (ambos encontrados en la página editorial de un mismo medio, el día de hoy):

* "Si bien parte de este beneficio puede ir a los gobiernos debido a la manera como funcionan los impuestos sobre el petróleo en algunos países (especialmente en Europa) el efecto global general será la de un impulso en el consumo y bajos costos de producción en países que han estado luchando para superar el malestar prolongado en crecimiento y el empleo". Aquí se me ocurre que la frase es en exceso larga y sobresale ese poco elegante "la de un impulso", por "el de un impulso"; pues, se está hablando de "el efecto": género masculino…

* Otro más: "En este punto del desarrollo de la humanidad se hace más que nunca forzoso ir a situaciones de Estado mínimo, en los cuales la prioridad sea proteger a los ciudadanos de sus gobiernos". Nuevamente, otra muestra de concordancia desprolija, aquí se habla de "las situaciones"; por lo tanto, lo adecuado debió haber sido escribir "en las cuales". Otro descuidado gazapo!

Share/Bookmark