30 enero 2014

Bonil, el innecesario *

* Por: Francisco Febres Cordero
  Domingo, 26 de enero de 2014
  Publicado en Diario El Universo

Como caricaturista, Bonil ha ejercido el humor por muchos años. Humor político y también del otro, ese que comienza por burlarse de sí mismo y termina por burlarse de las situaciones cotidianas. Para eso, solo ha estado armado de un ingenio tan afilado como su lápiz. Así, hasta que ahora le han cambiado su título de humorista por el de agitador social, sujeto peligroso que merece ser aherrojado con los grilletes del silencio.

En realidad, en épocas como las que vivimos, ¿a quién le importa que Bonil se calle y deje que su talento se vaya enmoheciendo en el ostracismo? Y es que ante el humor que destilan las manos lúcidas, los corazones limpios y las mentes ardientes de los revolucionarios, ¿para qué más?

Un funámbulo, en el palacio donde mora el excelentísimo señor presidente de la República, ya lo dijo en su momento: Rafael Correa no insulta a nadie, sino que, por una parte, habla como costeño y, por otra, emplea su connatural ironía para referirse a sus adversarios. Con eso dejó sentada una premisa: el excelentísimo señor presidente de la República es dueño de un sentido del humor personalísimo, que marca un hito revolucionario en la historia del gracejo nacional. Es tan chispeante que cuando califica a cualquiera de imbécil, el imbécil y su familia se mueren de la risa y, con ellos, todos los ecuatorianos. Y no se diga cuando a cualquiera le dice puerco, miserable, bruto o corrupto. Nadie, que se sepa, ha empleado la ironía con tan sutil sapiencia, hasta lograr que el país espere cada nueva sabatina con festiva ilusión, en la certeza de que será espectador de las tres horas más sabrosas de jolgorio y carcajadas.

En realidad, si algo hay que agradecer al gobierno de la revolución ciudadana es su capacidad para mantenernos en un estado de gozo permanente. Los comecheques son personaje que engrosarían con ventaja cualquier farsa, la narcovalija es una mogiganga magistral, y el permiso para que Pedro Delgado viajara a Miami es un maravilloso entremés propio de la picaresca. Y así, una tras otra se han ido sucediendo las escenas que tornan innecesaria la presencia de cualquier representante del humor que no salga de la siempre nutrida y bien pagada trupé del oficialismo.

¿No fue acaso un gran chiste que el Instituto de Propiedad Intelectual copiara del internet su logotipo, o que el vicepresidente de la República sacara del rincón del vago buena parte de su tesis de grado? ¿Y no fue una bufonada que a las asambleístas que luchaban por la despenalización del aborto se les sancionara por pensar por cuenta propia? ¿Y no es para carcajearse que luego de haber pregonado la ecología como un bien absoluto, se decidiera explotar el Yasuní?

Ante tanto humor que nos llueve desde las alturas del poder, Bonil resulta del todo innecesario. Además, como un simple ciudadano del montón, no está ni de lejos a la altura de la majestuosa agudeza del excelentísimo señor presidente de la República ni del grupo de saltimbanquis que le hacen la corte.

Alejandría, Egipto
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25 enero 2014

Semblanza de Port Jackson

Hacia la actual esquina sur-occidental del embarcadero de Sydney, el viajero avisado se encuentra con una suerte de homenaje recordatorio; es un círculo de unos cinco metros de diámetro, cuya altura no excede la de una poltrona de descanso. Y en eso se convierte el monumento, cuando el muelle se congestiona de turistas que buscan refugio a la inclemencia de la canícula o ceden a la indulgencia en un corto descanso mientras disfrutan del eco de un extraño ritmo de talante relajador: es la contagiosa cadencia de la música australiana aborigen.

Se trata de un mapa esférico que refleja la condición del modesto emplazamiento; ese que los británicos habían construido, hace ya más de doscientos años, en una ensenada de tranquilo privilegio ubicada en Port Jackson. Si el viajero tiene suerte, y coincide con un momento en el cual el perímetro del monumento no ha cedido su espacio a la necesidad de tregua de sus frecuentes visitantes, puede deleitarse con la lectura de una extensa leyenda que se ha burilado en el anillo exterior del esbozo: "...tuvimos el beneplácito de descubrir el más delicado fondeadero que pudiese existir en el mundo, donde las mil naves de la flota pudiesen navegar en la más serena de las seguridades...". Esto de “las mil naves" intuyo que hace referencia a la flota griega, cuando se propuso rescatar a Helena, en la legendaria guerra de Troya.

El extracto pertenece al informe expedicionario del gobernador británico Arthur Philip, escrito en mayo de 1788. Justo dieciocho años después que el sitio habría sido descubierto por primera vez por los europeos, y bautizado como Port Jackson por un famoso marino: el teniente James Cook. Ni Philip, ni el mismo Cook, jamás se hubieran imaginado que, solo dos siglos más tarde, ese mismo enclave se habría de convertir en uno de los más bellos atracaderos naturales que existen en el mundo.

En estos días el malecón es visitado a toda hora por una infinidad de ávidos turistas que buscan, desde todos sus rincones, conseguir una impresión aventajada para testimoniar sus recuerdos del singular paisaje. Hacia el cuerno noroccidental de la ensenada el estuario se prolonga con la irregular sinuosidad del río Parramatta, ahí el sorprendente “Harbour Bridge” establece un acordado límite con la entrada del río e integra los asentamientos del norte de la ciudad con el centro de la urbe. Hacia levante y como quien apunta hacia el océano, una maravillosa estructura de líneas desenfadadas sorprende con la modernidad de sus caprichos. Es la Casa de la Ópera.

El embarcadero, con su forma de herradura, tiene un inigualable encanto y propicia una inusitada convocatoria. Hombres de todas las latitudes convergen a disfrutar y compartir una cláusula de distensión y solaz en esa vereda formidable. Los mimos, imitadores, juglares y más artistas hacen su agosto en enero y aportan a crear una atmósfera de plenitud en ese rincón citadino. Es allí, más que en ninguna otro sector de la urbe, donde el extranjero percibe aquel invisible latido que marca el sentido de comunidad que los hombres hemos dado en llamar con el nombre de "civilización".

La presencia de un gigantesco crucero invade la dársena de poniente. Allí, su masiva presencia no produce dificultades al tránsito de las embarcaciones menores, ni a las gabarras de transporte que logran una eficiente relación entre el centro financiero y los demás distritos circundantes. Aquél es un trasiego infatigable, como infatigables y diversos son todos estos hombres que fueron haciendo de su ciudad, un centro de cultura y de distensión, una núcleo de enorme potencial financiero y, ante todo, un asentamiento humano único en el mundo, donde sus flemáticos habitantes supieron encontrar una mágica simbiosis entre la atrevida arquitectura y el bucólico paisaje.

Sydney
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22 enero 2014

Para revolcarse de la risa

No depende de mí. Y es que, cuando escucho hablar a los “especialistas” en doble moral, acerca de la doble moral ajena… la verdad que no puedo contenerme y me “caigo” de la risa (CDR); me revuelco en el piso y me mato de la risa! Claro que esto de “caerse”, matarse o revolcarse, no son sino locuciones, circunloquios, formas de hablar, decires, perífrasis, simples expresiones. Nadie se muere de la risa, ni se tira al piso, ni se pega un revolcón como respuesta a la hilaridad que algo le produce. A lo mucho, quien es incapaz de reprimirse termina por ceder a su incontinencia mingitoria; y es poco probable que esta se transforme también en escatológica...

Por eso que, cuando me “caigo” de la risa (CDR) por las cosas que hacen y dicen unos pocos semejantes (que no me resultan tan semejantes), hago lo que proponen ciertos burócratas vagos en las oficinas públicas; y cedo ante lo mismo que ellos sugieren cuando manifiestan: ¡mejor hablemos de fútbol! Y, al hacerlo, a veces me entretengo revisando los noticieros de lo que pasa en el fútbol. Pero, es justamente en los comentarios que se escriben en las llamadas redes sociales, en referencia a las opiniones de los especialistas, cuando más encuentro el acrónimo LOL -aunque a veces también ROTF- que en inglés son las iniciales para representar eso de "reírse a carcajadas" (lough out loud) o de "revolcarse en el piso" (rolling on the floor).

Esto, porque las opiniones deportivas también tienen que lidiar con el acoso de los “trolls”; la única diferencia es que estos, en contraste con los políticos, no son tan virulentos, ni irascibles. Los hinchas deportivos apoyan a sus equipos favoritos con gran pasión y firmeza, pero ni de lejos utilizan aquel lenguaje incendiario que es el preferido por sus otros congéneres. Es que el odio se escribe con una tinta indeleble y deja un rastro que todo lo contagia y corrompe. Por lástima, como sucede en mi caso, y habida cuenta de mis frivolidades de orden deportivo, es algo con lo que he aprendido a transigir; y ya me he acostumbrado a tan furibundas réplicas.

Pero, como queda dicho, ¡mejor hablemos de fútbol! Y es de fútbol de lo que quiero hablarles. Me temo que de tal asunto voy a tener que empezar a comentar con cierta frecuencia, no solo porque está cerca la iniciación del campeonato mundial de ese fascinante deporte, sino porque me cabe ponderar una afortunada circunstancia: la de que alguien muy querido ha tenido la inesperada y bondadosa iniciativa de designarme como su acompañante oficial para el venidero y cautivante evento...

El fútbol es algo que me apasiona; de hecho, sigo semana a semana el desarrollo de la liga inglesa, quizá porque en sus equipos juega gran parte de los futbolistas más destacados del mundo; aunque para mi gusto juegan en ella demasiados equipos! Además, su campeonato tiene un sistema tan largo que puede procurar un campeón inmerecido, uno que sin haber ganado a los equipos más importantes pudiera haberse desempeñado con mejor eficacia -y más fortuna- contra los más débiles. Por eso propondría una modificación: que se empiece con dieciséis equipos a dos rondas y luego participen solo ocho con un sistema de eliminación a doble vuelta, como se lo hace actualmente en la Liga de Campeones. Este sería un método más interesante, aunque, lamentablemente, perjudicaría a la economía de los equipos más chicos.

Ahora, en cuanto al número de equipos en el mundial... debemos reconocer que también es un tanto excesivo; empero, dado el sistema de clasificación, esto se torna un tanto comprensible. En buenas cuentas, hay dos fases: una primera en la que participan todos los clasificados; y una segunda, en la cual los mejores disputan el título. No puede desconocerse que el excesivo número de participantes en la fase inicial obedece más bien a una consideración un tanto democrática; no obstante, permite "calentar motores" a los mejores contendientes, a la vez que promueve el interés y la audiencia que un evento de esta índole, por su naturaleza, genera.

Pero... En el fútbol, como en la política, no siempre el que gana es el mejor… y esto sin contar con los goles anulados, los penales inexistentes que se sancionan y los árbitros vendidos (estén o no sobornados)… Tampoco el que gana una, dos o tres veces, tiene necesariamente que seguir triunfando hasta las "calendas griegas"… primero, porque estas no existen y además porque si existieran, allá los señores de la FIFA no han de querer ir a jugar su mundial, por la sencilla razón de que Grecia es un país con carencia de dinero... Si no, ¿qué otro "buen motivo" pudieron tener para escoger a Qatar para organizar el mundial siguiente?... En el fútbol, igual que en la política, y como todo mismo en la vida, hay para pegarse un revolcón y "caerse" de la risa (CDR)...

Sydney
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19 enero 2014

De la ignorancia al disparate

Nada hay tan ingrato e infame como desconocer a los propios padres, con la sola salvedad de quererse inventar otros nuevos… Y es que, querer negar nuestra herencia hispánica, con su caudal de cultura, idioma, religión y costumbres, por la sola estupidez de seguir una fantochada de moda, solo desnuda la estulticia de la que algunos son capaces y demuestra que si algo tenemos hasta para exportar es justamente eso: acomplejados y resentidos, necios impenitentes e ilustres tontos de capirote!

La absurda como inconsulta decisión edilicia de soslayar en forma cínica y harto arbitraria toda una estrofa de un himno cuya letra no es de su autoría, no hace sino reflejar su ignorancia histórica y a los límites que pueden llegar el complejo de inferioridad y el resentimiento. Desconocer un pasado de casi quinientos años de mestizaje que constituye sustento fundamental de nuestra historia, es no sólo un contumaz despropósito, sino también un inútil pataleo sin casta y sin sentido.

Y eso es lo que demuestran nuestros representantes metropolitanos, a más de su carencia de conocimientos sociológicos e históricos: una ausencia de orgullo por su raza, que no es precisamente la autóctona, sino aquella otra cuya fusión se dio en un crisol, que confundió la sangre de los que ya poblaban nuestras tierras con los de un grupo de gente con sus inéditas ilusiones, su valioso aporte cultural y, sobre todo, su magnífica lengua. Y no podemos tapar el sol con un dedo, a pesar de las mitas y las encomiendas, a pesar del oprobio de su sistema de opresión, y de la ignorancia y condición moral de muchos de esos palurdos y advenedizos.

Es fácil dejarse llevar por los complejos que se ponen de moda, pero no podemos olvidar que nuestros rasgos, los de la mayoría de nosotros, no son precisamente indígenas… Nuestros apellidos son -en más de un noventa por ciento- españoles, hablamos una lengua ibérica, y no podemos tampoco olvidar que antes de la llegada de los colonizadores, hace ya casi cinco siglos, los indígenas que poblaron nuestras tierras recibieron a los españoles como a sus libertadores. La realidad histórica demuestra que los nativos habían estado sometidos a una dominación ignominiosa por parte de una aristocracia extranjera: la del imperio inca.

Todo ese aparente esfuerzo, por denostar lo español y considerarlo ahora como explotador y ajeno es, por otra parte, una absurda hipocresía. Sus abanderados son los mismos que visitan los centros comerciales todos los fines de semana buscando formas de indumentaria que los hagan parecer menos indígenas. Estos petimetres son los mismos que son capaces de vender su alma al diablo con tal de poder viajar a la misma tierra de esos "explotadores", cuya pasada presencia ahora denigran, sin advertir que en sus propios ancestros -si alguno lo tienen- existen indudables huellas de que también descienden de aquella misma raza a la que impugnan y rebajan con el insulso ánimo de dizque lavar una afrenta...

Si algo no puede desconocerse en la historia de la humanidad es ese continuo, permanente y perseverante proceso que se conoce como mestizaje. Todos, de una u otra manera, somos consecuencia de la mezcla entre razas diferentes. Ello es parte de la condición humana; con sus guerras y conquistas, con los procesos de movilización y con las invasiones. ¿Qué son, sino mestizos, pueblos como la misma Europa y los EE. UU. de América? Y esto, sin contar con los factores de cruce y trasiego global, hoy -más que nunca- tan vigorosos e incontenibles.

Buscar un rédito con tufillo político, al expresar a destiempo un rechazo por los excesos del coloniaje -muchos de los cuales fueron propiciados por los mismos criollos que abusaron de la gente de su propia estirpe-, es no sólo irresponsable: es torpe, artificioso como toda impostura y, desde luego, también ridículo! Sólo la ignorancia y el complejo de inferioridad pueden tratar de levantar un andamiaje para tratar de elevar una estupidez a la categoría de ordenanza y desconocer una verdad incontrastable: la de que Quito, durante la colonia, fue la primorosa joya que se había convertido en la ciudad preferida por los españoles.

Parece que la estolidez, en maridaje con la ignorancia, tiene arrestos para todo; y que ambas, cuando se juntan, jamás están reñidas con la intrepidez y la osadía…

Sydney
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17 enero 2014

El precio de la vejez

Un viejo y querido amigo, que parecería que nunca agarrara un libro para tener en qué entretenerse, me ha recomendado una novela que él ha estado leyendo. Se trata de una insólita historia cuyos hilarantes episodios me han tenido embelesado. Nadie pudiera imaginar que lo que le sucede a un viejo centenario pudiera ser tan divertido…

La obra está escrita por un sueco de nombre Jonas Jonasson -o lo que es lo mismo: Jonás, el hijo de Jonás-. Barrunto que a pesar de la falta (“flagrante carencia”, llamaría el propio autor) de imaginación que ha demostrado el Jonás padre, hay que reconocerle cierto crédito al aventajado hijo, quien, en cambio, ha demostrado tener una muy rica fantasía como para apañarse a contar una historia tan entretenida como interesante. La novela obedece al largo y sugestivo titulo de "El abuelo que saltó por la ventana y se largó".

La trama tiene la virtud de hacerme reflexionar en la singular condición que tienen las “personas de mayor edad” -realmente, poco meditamos en que el asunto no nos es ajeno-, y presenta las dos caras de una misma moneda, ya que en el mundo existimos solo dos tipos de seres: los viejos y los que todavía no han (no hemos?) llegado a serlo... Es triste reconocerlo, pero los más jóvenes a menudo olvidan que un día también llegarán a viejos. Es que, de otra parte, los viejos no han tenido siempre esa edad que ahora tienen. Por eso, si la gran aspiración de los ancianos es la de envejecer con dignidad, la obligación de los demás debe ser la de colaborar y ayudar a proporcionarles medios para que ellos puedan obtener ese propósito.

Veo con simpatía lo que sucede en los países más desarrollados, donde la gente “mayor” no solo que recibe todo tipo de facilidades y privilegios de parte de toda la sociedad, y no solo del estado. En esas sociedades más avanzadas, los viejos pueden gozar de un sinnúmero de elementos que están a su disposición y que les garantizan una mayor comodidad y mayor independencia; y por ello, y como consecuencia, su calidad de vida está mejor garantizada por la misma sociedad. 

Aclaro que esta preocupación por la tercera edad nada tiene que ver con los artificios y artilugios que por allí se ofrecen como paliativo para disimular el inevitable acaecer de los años. En este sentido, cada uno es libre de hacer con su cuerpo lo que más le convenga. No obstante, estimo como anecdótico lo que encuentro en uno de aquellos institutos que se proponen ayudar a disimular las huellas que van dejando los años… Ofrecen una gran variedad de ayudas por medio de inyecciones cosméticas, como: tratamiento de arrugas frontales, por cien dólares; o las llamadas “líneas de disgusto” (patas de gallo o de cuervo), por el doble; o los novedosos “labios para amar”, por cuatro veces ese mismo valor…

Los viejos deben mantener la ilusión de vivir y estar listos para disfrutar de una situación en la que puedan vivir con mayor seguridad y con menos resignación. “Esperar el futuro con ilusión, sin tener miedo a la muerte”, he leído por ahí. Esa ha de ser la verdadera dignidad a la que aspiran, si alguna tiene esa condición que es la de "tener que envejecer". Pero, como se dijo antes, todos vamos hacia lo mismo, y en forma inexorable. La sociedad no puede cejar en su esfuerzo de ayudar a buscar medios y métodos para hacer más fácil la vida de quienes han envejecido.

Por eso, me sustraigo por un momento el título del aria del Turandot de Puccini, el mismo que se menciona en la novela de aquel travieso abuelo que se rancló por la ventana; y entonces digo también: Nessun dorma! Sí, que nadie duerma!

Alguien muy querido supo recordármelo siempre: "Quien va al anca, no va atrás"…

Sydney
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14 enero 2014

Gota a gota

Pom, pom, pom, pom… Barán, barán, barán…
Poro, pom, pom, pom… Barán, barán, barán…
Eres la nube blanca, gota a gota vas dejando caer
Sobre mi triste vida mujer, un diluvio de fe…

Con el tiempo me enteré que se trataba de un joropo, que pertenecía a la Trova Yucateca y que se llamaba “Gota a gota”; la había compuesto (letra y música) un tal Juan Acereto Manzanilla y era una tonada que la cantaban "a dúo” un par de cuñados míos. Esto de las comillas, en a dúo, tiene su propósito porque él sólo acompañaba… ella tenía una voz opulenta y armoniosa; él solo sabía esa parte humilde y casi carente de acordes, la del “barán, barán, barán”… Por eso, decían los chuscos, que en las fiestas él se paraba a repartir unas como tarjetas de presentación con su nombre. El membrete advertía “Marido de la cantante”…

He recordado la tonada al revisar un recorte de prensa que he conservado y que hace referencia a la ejecución, por medio de pentobarbital, de Joseph Paul Franklin, un asesino en serie, sentenciado a muerte en Missouri y hallado culpable confeso de un grupo significativo de judíos y gente de color. En la fotografía no parece un condenado; más bien parece un estrafalario integrante de los “Rolling Stones”… El tal pentobarbital es un barbitúrico utilizado normalmente como sedante.

Es interesante reconocer como ciertos medicamentos, administrados en grandes cantidades (o aun en pequeñas, si la exposición es a un tiempo duradero) pueden ocasionar daños irreparables en el organismo, e incluso la misma muerte. No puedo dejar de recordar el comentario que una vez me hiciera un médico, en el sentido que la automedicación en valores exagerados puede producir resultados funestos. “Es lo mismo que tomar tragos, fumar o abusar de las malas noches”, me explicaba, “que uno conjetura que con un poco de ejercicio físico, o cuidando un poco la alimentación y tratando de descansar, uno ya consigue recuperarse”. “Eso no es cierto -sentenció-. Es como sacarle cada vez un nuevo ladrillo a la casa y luego creer que con solo pintarla con frecuencia, ya no pasa nada. La rotunda verdad es que por mucho que se la pinte, la casa un día se desploma y colapsa!”

Pienso en estas preocupantes implicaciones, cuando medito en el daño aparente que me producen ciertos “potenciadores de sabor” (flavor enhancers) y algunos condimentos alimenticios que contienen glutamato monosódico (MSG), y que se utilizan especialmente en restaurantes y en la comida que sirven en los aviones -ingrediente al que soy particularmente intolerante-; y no puedo sino reconocer mi propio escrúpulo (francamente hipocondríaco, si no también paranoide) en cuanto a mi convencimiento de que algo que ingiero en Quito -y quizá muy probablemente en mi propia casa- es culpable de mis ocasionales desarreglos digestivos. Asunto que lo compruebo cuando estoy sujeto a dietas distintas o de carácter diferente, lo cual corrobora mis insólitas aprensiones. Sí, gota a gota…

La ejecución de Franklin ha sido la primera en Missouri en cerca de treinta años. Tenía sesenta y tres años (edad peligrosa) y había cometido una monstruosa serie de asesinatos en cadena entre 1977 y 1980. Finalmente fue apresado y luego condenado por haber dado muerte a un ciudadano judío en una balacera que él, Franklin, había iniciado en calidad de francotirador en las afueras de una sinagoga. El asesino habría asumido su culpa en un total de casi veinte crímenes! Era la primera vez que se utilizaba en Missouri la mencionada droga (su uso está prohibido en Europa). Antes se usaba una combinación de tres drogas distintas; hoy los fabricantes se han excusado de proveer en el futuro el popular anestésico a las cárceles.

Así ha terminado la macabra historia de la vida de Joseph Franklin, como la de un triste “rolling stone”… Pom, pom, pom, pom… Barán, barán, barán…

Sydney
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13 enero 2014

Más allá de la sonrisa

Hubiese querido titular esta entrada como “De partos y maternidades”, pero he advertido que ya habría utilizado un encabezamiento similar en otra entrada previa. Y así he descubierto también, y sin que me lo haya propuesto, que habría repetido idéntica nomenclatura para otros dos artículos distintos. Esto no creo que demuestre que uno se vaya quedando “sin temas” de comentario o reflexión, como en la práctica a veces sí sucede, sino que con el tiempo uno pierde cierta prolijidad y quizá transige a una tendencia de volver sobre los mismos temas…

Hoy quisiera contarles de un episodio deportivo relacionado con mi actividad golfística, asunto que sucedió hace pocas semanas. Esto, si es que “confrontarse verbalmente” puede ser considerado también como parte de lo intrínsecamente deportivo… Sucede que iba subiendo con mis demás amigos de “foursome” el hoyo 17; yo había ido a parar con mi primera bola en la laguna para entonces… Estaba el asunto tan, pero tan, competitivo que cuando esto aconteció, uno de mis contrincantes respondió con un comentario irónico, no pudiendo disimular su alegría. Pero nada estaba dicho en el partido, y su primera bola fue también a dar en medio de unas hierbas altas que por ahí separan al 17 con el hoyo vecino.

Fue cuando, mi ocasional rival utilizó una bola de alivio (pérdida de un punto); y me pareció oportuno consultarle que cuántos golpes tenía (lo hice transigiendo a la tentación de la malicia)... Él me contestó que “tres, pero tú en cambio ya vas en cinco!”. La verdad es que hasta ahí solo había contabilizado tres golpes, pero no quise contradecir su propio conteo, porque me pareció que su aparente error era solo parte de su socarrona y consabida estrategia… Sin embargo, al finalizar el hoyo, y al realizar las cuentas de rigor, él disputó mi propio puntaje aduciendo, con su ya conocido e inveterado carácter pugnaz: “No eres más que un tramposo! ¿Dónde habrás aprendido a jugar?”, con lo que sugería mi supuesta deslealtad en la competencia. Yo, ingenuo, seguía pensando que era solo parte de su estrategia!

Empero, en el ánimo de crear un momento de distensión, más que en el deseo de incordiar, le contesté que si había algo que nos diferenciaba, era que “mientras él había aprendido a jugar en la quebrada de Jerusalén, yo había ido a jugar de niño en el parque de la Alameda”… Un profundo momento de silencio fue seguido de pronto por una categórica celebración a mi improvisada picardía. Él dejó pasar otros pocos segundos, como sin atinar a qué contestar y súbitamente respondió: “¡Claro, cuando tu suegro era “chapa” (guardia o vigilante) de la maternidad!”. Pasaron otros segundos y la carcajada esta vez si que fue sonora, aunque tardía, y se prolongó en el tiempo… Era que mi adversario demostraba que no estaba dispuesto a perder y que me había salido con un auténtico “parto de los montes”.

Es probable que pocos quiteños sepan que la quebrada de Jerusalén fue conocida primero como Ullahuanga Huaicu (Quebrada de los Gallinazos) o Ullahuanga Yacu (yacu es río) y bautizada también como “Quebrada de la Chorrera” (algunos dicen que “de la Cantera”); y, por otro nombre, como “Quebrada de Jatuna” (tal vez corrupción de “Cantuña”, voz indígena que quiere decir chorrera). Se dio en llamarla “de Jerusalén” o “del Robo” porque allí, hacia 1649, se habría construido la capilla de Jerusalén, en el lugar donde se habían recuperado ciertos artículos sagrados sustraídos en un sacrílego robo que se efectuó en el convento de Santa Clara. El obispo Cuero y Caicedo la habría remodelado hacia 1802 y por eso sería conocida también como: “Capilla del señor Cuero”.

Hace exactamente cien años la quebrada daría paso a un relleno; y es lo que hoy se conoce como avenida 24 de Mayo. Pero no se debería confundir “Cantuña” con “Sanguña”, o “Zanguña”, que así es como se llamaba a la quebrada Grande, o del Tejar, que cruzaba la ciudad de occidente a oriente y era la más importante de las tres que existían. Esta atravesaba cerca de la Plaza Mayor o Grande. Los indígenas la conocieron como Pilis Huaicu o “Quebrada de los Piojos”. Fue también conocida como “de la Alcantarilla” y correspondería, en parte, a la actual calle Mideros.

Sydney
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10 enero 2014

Fórmulas triviales

Algunos ingenuos, y unos pocos demagogos, están persuadidos que para alcanzar la plenitud del desarrollo solo hace falta traspasar un poco de saber o de conocimiento por medio de la educación de la gente. Es probable que no hayan discernido la diferencia que existe entre conocimiento y sabiduría y, sobre todo, que existe algo más importante que insistir en la educación de las sociedades: es el sentido de colectividad que debe inspirar a la gente. Sin un adecuado sentido comunitario la educación se convierte en campo inerte.

Soy, por ejemplo, testigo del avanzado sistema de recolección de basura que existe en las principales ciudades australianas. Allí los camiones recolectores están totalmente automatizados, sus mecanismos están diseñados para conseguir una eficiencia casi perfecta, y -lo más importante- el cotidiano y arduo trabajo que estos realizan no requiere sino de una sola persona: el mismo chofer u operador de la pesada maquinaria. ¿Cómo lo consiguen?

En primer lugar, solo existe un tipo uniforme de basurero. Este recipiente tiene por lo general solo dos tamaños distintos. La forma de los mismos y su uniformidad es fundamental para el trabajo de la maquinaria recolectora que posee un brazo telescópico que hace redundante la necesidad de obreros o empleados adicionales. Esta tarea automatizada solo puede conseguirse con la forma cuadrangular que tiene el recipiente, lo cual facilita el trabajo del brazo recolector.

Existen tres colores para identificar a los recipientes; o tres colores de tapa de cubierta, para ser más precisos. Los basureros de color verde y amarillo son los de tamaño más grande, siendo más pequeño el de color rojo. Este último es utilizado para los desperdicios de carácter normal; en tanto que los verdes se emplean para ramas y elementos de carácter vegetal (residuos de jardinería normalmente) y los amarillos para todo desecho susceptible de reciclaje (cartones, frascos, latas y botellas). Esto del tamaño tiene una propósito intencional: promover el reciclaje sobre la base de reducir el tamaño del recipiente de basura ordinaria. Es importante subrayar que el proceso de recolección solo se lo realiza en un día específico, y una vez por semana.

De modo que no basta con proporcionar un sistema de recolección que sea eficiente; este esfuerzo sería inútil e improductivo si los usuarios en forma disciplinada, metódica y consciente no colaborarían con la clasificación de los desperdicios, residuos y escombros. Es pertinente ponderar que el sistema perdería su efecto si se colocaría la basura en un recipiente equivocado o si la gente no prestaría su colaboración, al no colocar los tarros de basura en el borde de las veredas en el día correspondiente. “Educar” es insuficiente si no se insiste en una conciencia de colectividad. Lo que importa no es solamente transmitir conocimiento, lo que realmente cuenta es enseñar qué es lo que se puede hacer con dicho conocimiento…

Un día encontré algo trivial aunque significativo en una nota de prensa. Se refería a un padre de familia que realizaba alguna actividad importante y cuya pequeña hija no le dejaba concentrarse en la urgente actividad que lo tenía ocupado. Entonces el hombre tomó un periódico en el que estaba dibujado un mapa político del mundo y recortó la figura en una infinidad de pedazos para que la niña se ocupara de rearmar el rompecabezas, tarea que le habría de tomar un tiempo considerable. Para sorpresa del individuo, la pequeña realizó la tarea en un tiempo irrisorio. Cuando el padre le averiguó cómo era que lo había conseguido, ella con toda sencillez le respondió que al otro lado de la página había una fotografía de su artista favorito… Como se ve, siempre es bueno averiguar qué existe o puede existir al otro lado de la historia…

Sydney
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09 enero 2014

A mis amigos

Anoche la he soñado y no sé ni porqué. Era una chiquilla candorosa que fue alguna vez mi vecina. Era rubicunda y aventajada en peso, quizá por ello mismo tenía una voz briosa y encantadora. Era condiscípula de mi hermana Lolita y le llamaban con el diminutivo de su nombre compuesto. No sé qué hacíamos juntos en esa extraña misa de honras… Para variar, yo no sabía -en el sueño- si me había metido, por error, en el sitio equivocado. Y ella, también para variar, cantaba…

Al despertar recordé que pasado el tiempo nos reconocimos y nos hicimos más amigos, era que habíamos ido a dar en la misma empresa, aunque habíamos llegado por distintos caminos. Así nos convertimos en compañeros mientras los dos trabajamos en la vieja Ecuatoriana. Además, ella era hermana de un colega aviador que era también marino, circunstancia ésta que siempre me pareció paradojal a pesar de la identidad que pueden sugerir los trasiegos náuticos.

Pero ella cantaba, y lo hacía con unos requiebros y cadencias que parecía que en ello se le iba el alma. Su ya cultivada voz, la áspera de "mujer-mujer", fue para mi un grato descubrimiento, sobre todo cuando entonaba esa canción de Alberto Cortez, que habla de ser “plural” cuando se lleva a los amigos en el alma:

"A mis amigos les adeudo la ternura
y las palabras de aliento y el abrazo;
el compartir con todos ellos la factura
que nos presenta la vida, paso a paso."

Recordé entonces que ayer nomás hablaba de que siempre tuve buenos, aunque pocos amigos... Amigos que me supieron tolerar y comprender, que muchas veces supieron darme su voz de estímulo y de admiración, pero que nunca cayeron en la moneda falsa de la lisonja. De pronto, he tenido que revisar y corregir mi aserto, y declarar que realmente tengo muchos, muchos, amigos y que los encuentro a toda hora y por todas partes.

¿A qué se debe? O, ¿a qué debo que tenga tantos amigos? La respuesta es simple porque habré de reconocer que no me caracterizan precisamente ni el encanto ni la simpatía. Puede deberse, en primer lugar, a que desde siempre tuve la fortuna de diversificar mis actividades y de repartir mis intereses; pero, sobre todo, a que ejerzo el oficio trashumante que aún ejerzo y porque me inicié en esa cautivadora actividad desde muy temprano. En este sentido, resulta elocuente que cuando regresé a los dieciocho años, ya convertido en aviador, los que pasaron a ser mis nuevos amigos, estaban recién terminando la universidad, desempeñando su primer trabajo, o se estaban casando y teniendo sus primeros hijos. De golpe, dos generaciones me regalaron la distinción de hacerme amigo!

Creo que es en el prólogo de sus "Doce cuentos peregrinos" que Gabriel García Márquez comenta acerca de ese cuento que jamás escribió. Este pudo haberse inspirado en un sueño que dice que alguna vez tuvo. Se trataba de que asistía a su propio entierro en compañía de sus buenos amigos. Todos iban vestidos con estricto luto, aunque participaban de un talante festivo. Una vez que terminaron las exequias, él se quiso retirar para irse de vuelta con sus inseparables amigos; fue cuando uno de ellos, con ánimo severo, le hizo caer en cuenta que "la fiesta había terminado" y que él era el único que no podía irse... “Entonces comprendí -comenta- que morir no es otra cosa que no estar ya nunca más con los amigos!”...

"A mis amigos les adeudo la paciencia

de tolerarme las espinas más agudas;

los arrebatos de humor, la negligencia,

las vanidades, los temores y las dudas."

Sydney
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08 enero 2014

La bendición del padre…

Creo que siempre tuve pocos amigos; así lo recuerdo y esa fue siempre una impronta que quizá marcó mi vida desde que yo era niño. Pero también, creo que tampoco tengo eso que por ahí llaman una “cara de pocos amigos”… De hecho, una de las preguntas más frecuentes que la gente me hace es aquella de “por qué es que tienes tantos amigos”… En todo caso, muchos o pocos, creo que lo que verdaderamente cuenta es que éstos sean “buenos” amigos.

Los amigos que tuve de niño también fueron pocos y pienso que no tuve oportunidad de crear o fortalecer una relación de confidencia o identidad con nadie, y esto a pesar de mi prematura orfandad. Mis amigos fueron unos pocos vecinos y hoy barrunto la sospecha que esa amistad estuvo impulsada por el deseo de compartir los juegos y entretenimientos, más que por la intencional actitud de compartir confidencias y descubrimientos o participar una opinión acerca de alguien, o la de intercambiar los pormenores de algún episodio íntimo que hubiese exigido una cierta privacidad. Hoy comprendo que en una edad en que estuve absorbido por la pasión lúdica que tienen los juegos, ésta pudo haber sido la única razón para una eventual identidad.

Además, vivía frente a la escuela y creo que esa, más que ninguna otra, fue la razón para que tuviera tan pocos amigos. Esto tal vez demande una breve explicación: en una sociedad estratificada como era la nuestra, no siempre fue fácil hacer amigos en el barrio donde se vivía; la lógica alternativa habría de ser el patio, si no el aula de la escuela. Pero los amigos, los potenciales amigos, venían a la escuela a estudiar, y cuando no lo hacían, por obvias y comprensibles circunstancias, buscaban pasar sus horas o días de distensión en lugares que lógicamente se hallaban alejados de los recintos escolares.

Con el tiempo me hice de un amigo cercano, aunque secreto… Vivía aquel zagal en el tercer piso de la casa que ocupábamos. En esa planta residía un grupo de mujeres de vida alegre -bailarinas de club nocturno, únicamente, pero algo nada sacrosanto para el recatado ambiente de aquellos tiempos-. No se nos tenía permitido en casa ni siquiera que las regresáramos a ver, mucho menos que hiciéramos un intento por cruzar palabra o tratar de saludarlas.

Un día, mientras hacía mis deberes, sentí que un bulto -una frazada, creo que imaginé- caía desde arriba, pero fue algo que emitió un sonido seco una vez que se estrelló contra el patio. Era que una de aquellas mujeres había estado montada a horcajadas en el marco de la ventana, perdió el equilibrio y se vino abajo! Fue a parar al hospital con múltiples fracturas en el cráneo. El rumor que se esparció fue el de que la damisela habría tratado de suicidarse.

El hijo de esta mujer era quien se había convertido en mi cercano amigo; era de raza morena, pero dada la condición de la madre, se me había antojado desde siempre que no era prudente divulgar nuestra amistad. Así, él se convirtió en mi confidente y nuestras primeras conversaciones, tuvieron que hacerse por fuerza en el zaguán de la casa o en el descanso de las escaleras que subían al piso de arriba y que servía para marcar nuestros espacios…

Dejé de verlo por mucho tiempo; algo en sus ojos denunciaba ese afán de comunicación que tienen algunos hombres para que les concedamos un poco de atención y sepamos escucharlos. Y así pasó el tiempo. Yo había acudido a una ceremonia religiosa en una pequeña capilla, aunque hoy no recuerdo ni la ocasión, ni el motivo. Recuerdo que llegué tarde y cuando el cura se dio la vuelta para impartir su bendición, caí en cuenta que no era otro que el mismo amigo de la infancia al que no había visto desde cuando éramos niños...

Sydney
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06 enero 2014

La conquista de la felicidad

“Nunca ha estado del todo claro si el secreto de la felicidad consiste en no ser completamente imbécil o si realmente en serlo”. Fernando Savater.

La búsqueda de la felicidad puede tomar toda la vida; la conquista, sin embargo, puede sólo tomar algo menos que un día... Por lo menos eso me ha tomado a mí; y justamente a mí, que soy de los que andan alardeando que no creen en la felicidad; quizá porque esté convencido que aquello que los hombres llaman con dicho nombre, sólo consiste en un estado de serenidad que se caracteriza por una sensación de íntima satisfacción que, en todo caso, sólo está representado por fugaces momentos de plenitud o, si se prefiere, de dicha...

Fuera lo que fuera, insisto: “La conquista de la felicidad” sólo me ha tomado poco menos de veinticuatro horas, a lo sumo doce; y reconocerlo ya es bastante! Y es que ese es solo el título de un pequeño librito del filósofo inglés Bertrand Russell (docientas páginas), en donde él hace una serie de disquisiciones respecto a esa inquietud que parecería ser la más importante de la filosofía y la más destacada entre las consideraciones existenciales del hombre: la de aquella felicidad elusiva.

Dice Fernando Savater, en el prólogo a la versión castellana del libro, que "no hay nada más hortera (de mal gusto) o más vacuo que querer llegar a ser feliz, con la sola excepción de querer dar consejos sobre cómo conseguirlo". Pues si hay algo que incide en nuestra probable infelicidad no es otra cosa, justamente, que siempre estemos dándonos demasiada importancia a nosotros mismos.

Sin embargo, si hay algo que pudiera ayudarnos a conseguir aquel estado de plenitud y de satisfacción, no es otra cosa que emplear técnicas y recursos para evitar toda forma de aburrimiento. El tedio es el caldo de cultivo de los mayores disparates que ha cometido la humanidad y este realmente siempre ha existido. Aunque en palabras de Russell: "hoy nos aburrimos menos que nuestros antepasados, solo que hoy tenemos más miedo de aburrirnos"...

¿Qué parece hacer desgraciada a la gente? Básicamente tres cosas: la renuente consciencia de la propia desaprobación, el hábito de admirarse uno mismo -o el deseo de ser admirado-, y el deseo de ser poderoso antes que cautivador o, si se prefiere, el de ser temido antes que ser amado (la llamada megalomanía).

Parece que ser feliz no es necesariamente poseer todo lo que se quiere; al contrario, serlo implica carecer de alguna de esas cosas, para con el esfuerzo por obtenerla reservarnos la satisfacción que produce el conseguirla. Esto, a pesar de que con frecuencia confundimos felicidad con éxito, el mismo que, bien visto, no es sino aquella orgullosa satisfacción que experimentamos al sabernos ubicados en un andarivel superior al de nuestros vecinos...

Tan negativo resultaría confundir prosperidad económica con felicidad, como considerar que es factible ser feliz sin poseer dinero. La verdad es que, aunque sabemos que el dinero no garantiza la felicidad, siempre es más fácil conseguir la dicha si se puede contar con un poco de dinero. De otra parte, hay gente que no disfruta de lo que posee sino de la satisfacción de que no sean otros los que posean determinados objetos. Es decir, el goce no residiría en dicha posesión sino en la posibilidad de presumir de la propiedad de aquel objeto.

La felicidad tiene sus enemigos, como son la preocupación, el miedo o la envidia. Resulta curioso, pero la envidia pudiera considerarse como el verdadero motor de la democracia, consistiría en la ilusión que tienen los que no poseen de que sean los que algo tienen los que pudieran tener un poco menos… Ya lo habíamos comentado en una anterior entrada: “el mendigo no tiene envidia de los que mucho tienen, si algo le hace infeliz es el éxito que pudieran tener los demás mendigos”.

Sydney
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04 enero 2014

Gatos, garabatos y retratos

Aquello de escoger qué libro leer, a menudo me recuerda a esas máquinas de golosinas que existen en los sitios de entretención infantil y en los parques de diversiones… Su principal mecanismo es una grúa diminuta que es accionada a través de unos mandos exteriores. Casi siempre, un atractivo muñequito sirve de anzuelo para ese necio intento en que se empecinan chicos y mayores. Al final, el porfiado adminículo no consigue capturar el objeto que interesa y solo alcanza a trasegar unos desabridos confites que nunca satisfacen ni la simple expectativa ni aquel apetito rezagado que suele denunciarnos a los ingenuos.

Algo parecido sucede con los libros que se promocionan o recomiendan. Es tal la variedad de textos que hoy se ofrecen, que diera la sensación que se estaría tratando de emplear el mismo movedizo adminículo para obtener la satisfactoria realización que uno espera… Así, con frecuencia nos sucede que además de no conseguir lo que prometía nuestra expectativa, terminamos solo experimentando la persistente condición de nuevos y reiterados desengaños.

En estos tiempos, cuando por razones inexplicables -que quizá solo estén relacionadas con cicateros intereses mercantiles- el precio del libro de papel ha adquirido valores no sólo ridículos sino francamente prohibitivos, ha surgido como benéfica contrapartida la oferta del libro digital. Y este es justamente el motivo principal para el aumento inusitado de las posibilidades de lectura en nuestros días, porque surge la alternativa de que podamos interrumpir la revisión de una obra que no ha satisfecho nuestra expectativa y por un precio razonable -e incluso inexistente- podamos escoger una nueva obra y volvamos a empezar.

En esta guisa, han ido cayendo últimamente en mis manos algunas nuevas obras escritas por autores peninsulares. Forman tal vez parte de un proceso pródigo en alumbramientos de una serie de obras caracterizadas por una temática similar. Se trata de novelas, principalmente, cuya compleja trama se identifica con aquellos "best sellers" que han ido consiguiendo una cierta preferencia en el mercado internacional. Destacan Julia Navarro o Matilde Asensi, para muestra de ejemplo, y aunque la urdimbre de sus historias responde a un trazo ricamente estructurado, tanto el estilo que se emplea como el lenguaje propuesto nos dejan todavía un cierto regusto, un desencanto un tanto difícil de explicar.

Pero también he accedido a un autor catalán cuyo humor, estilo y buen uso del idioma me ha deparado satisfacciones que quizá no había previsto. Lo había descubierto a través de una deliciosa historia titulada "El asombroso viaje de Pomponio Flato". Más tarde he sucumbido a la seducción de su hilarante estilo, que se expresa en una divertida trilogía ("El misterio de la cripta embrujada", "El laberinto de las aceitunas" y "La aventura del tocador de señoras"). Todas estas obras están escritas con un estilo festivo y poseen un vocabulario cautivante. Se trata de Eduardo Mendoza, un escritor que puede ponerse serio cuando así lo decide, como sucede en "La ciudad de los prodigios"; o mostrar esa exquisita erudición que exhibe en su ingeniosa "Riña de gatos", donde el autor urde una graciosa historia relacionada con la evaluación de una desconocida pintura del insigne Diego Velázquez.

Velázquez había nacido en Sevilla de padres portugueses; su nombre completo era Diego Rodríguez da Silva y Velázquez. El mundo artístico, y especialmente el de la pintura lo habría de conocer siguiendo la vieja costumbre española: con el apellido de la madre. Y así es como se lo conoce, como Diego Velázquez; o, simplemente, Velázquez. Famoso por sus retratos y bodegones, su obra cimera sería “Las Meninas”, cuadro en el que su rúbrica genial se expresa con aquél, su disimulado autorretrato. Esto parecería ser menos frecuente en la literatura… Sin embargo, el rasgo de una semblanza, el requiebro en algún episodio, cualquier destello o insinuación se constituyen en discretas pinceladas, en brochazos embozados que terminan por desnudar el inconsciente retrato del propio escritor!

Sydney
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A pesar del volcán…

* Publicado en la Revista Summer / EC
   Edición Diciembre 2013 / Enero 2014

A pesar del volcán… que está ahí con su presencia telúrica y mineral, simbiosis paradójica de amenaza y de protección tutelar. A pesar del ruido, un ruido que duele como si fuese una lumbalgia y que se lo siente persistente y siempre atrás. A pesar de que el paisaje se derrama hacia una selva de niebla, vértigo y futilidad. A pesar de todo, el valle sigue ahí, como el cuenco de una mano que se recoge sobre sí misma, como una caricia que intenta conservar y proteger. Así es Lloa, como una virgen que cuida de su primordial tesoro, que sabe que un día no muy lejano un vendaval de lujuria y de codicia ha de ultrajar su inexorable destino.

Y a pesar de esa otra iglesia avecinada a la garganta, no la del pueblo, sino aquella que fue diseñada por el mal gusto o, quién sabe, si más bien por la avaricia. Esa otra, la del santuario, que parece una tienda de campaña o un toldo circular de complejo deportivo. A pesar de ello, el pueblo sigue ahí, incrustado como una perla y soberbio como un joyel. Se han marchado sus hombres y sus mujeres, pero el pueblo no se ha ido y se ha quedado a vivir allí...

Está a sólo diez minutos de Quito; cuya gente, la de la gran ciudad, ni siquiera ha oído de su nombre; y, como no lo ha oído, tampoco conoce el pueblo, y ni siquiera sabe dónde mismo está. Pero Lloa se recuesta en un valle primoroso, que sus pacientes hombres -los que quedaron- fueron tejiéndole un cobertor retaceado de verdes de todos los tonos, de todos los rigores, de todas las intensidades!

Y Lloa sigue ahí. A pesar de su propincuidad con la ciudad, a pesar del desdén y del esnobismo de las gentes, a pesar de esa metáfora occidental que proclama la vacuidad y la desesperanza; a pesar de la ira y la lujuria, de la gula y la codicia, de la pereza y la desidia. Ahí sigue el pueblito, a pesar de ese su humilde nombre carente de estirpe. Ahí sigue, porque se quedaron sus viejos en los bancos de la plaza. Y ahí sigue Lloa… a pesar del volcán!
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02 enero 2014

De calabozos y dragones

A medio camino entre Saks Fifth Ave. y ese rectangular emplazamiento que hace de punto de encuentro en la mitad del Centro Rockefeller -y que en esta época del año se convierte en concurrida pista de patinaje sobre hielo-, había hace ya un cuarto de siglo un local especializado que vendía juegos de azar y que fungía de librería temática. Era por entonces el único lugar donde yo podía satisfacer una novedosa novelería (con perdón por el pleonasmo) que había empezado a cautivar a mis hijos; o, para decirlo con mayor propiedad: a mis hijos y a todos sus amigos… Tratábase de un juego de rol que utilizaba unas complejas estrategias, sus caracteres eran de talante mitológico y se jugaba con dados de diversas formas. Se llamaba: "Dungeons & Dragons".

No sé ni dónde, ni cuándo, ni cómo, ellos se habían dejado cautivar por aquel novel entretenimiento; solo sé que desde un cierto día ellos me convirtieron, a más de su proveedor, en su encargado de adquisiciones y en su emisario… Aquella sería la primera vez que percibiría la incómoda sensación de que había pasado a colaborar con algo que me era excluyente y ajeno. Me daba la impresión que ellos participaban en un juego de orden clandestino. Allí, el adolescente conciliábulo, parecía formar parte de algo mágico y subrepticio.

Hoy, mientras me hacía acompañar por el mayor de mis nietos, he recordado de pronto aquel raro pasatiempo que tuvo entretenidos a mis hijos por tantos sábados seguidos. Descubrí que el niño leía con fruición un libro de carátula empastada, cuyos coloridos motivos de la portada exhibían aquella extraña morfología de unos seres mitológicos y fantásticos. Cuando indagué acerca de lo que leía, respondió que "El reino de la fantasía", al tiempo que me cedía el ricamente ilustrado texto para que revisase su extravagante contenido.

Algo que estaba escrito hacia el final del volumen supo captar mi atención. Era un capítulo dedicado a unos seres monstruosos y repugnantes llamados "trolls", los mismos que, a más de fétidos, causaban espanto. Me pregunté si aquellos engendros grumosos y deformes no tenían algo que ver, por lo menos en su nombre, con el de esos entes cobardes y anónimos que saturan los paneles de opinión del Internet; y si la naturaleza infame e insidiosa de estos escribientes testaferros no tendría algo que ver con esos otros trasgos horripilantes creados por alguna febril como desquiciada fantasía.

Se describía a estos "trolls" como poseedores de un olor nauseabundo. "No cualquier olor, era uno horrible, desagradable y pútrido. Peor que una artesa de quesos corrompidos; peor que un pescado podrido y rancio; mucho peor que los calcetines apestosos de alguien enemistado con el aseo". Esa era la repulsiva fetidez de los “trolls”, cuyo nombre constituía un acrónimo de lo que en inglés se compendiaba como "Terrible, Rude, Oh how disgusting, Loud-mouthed and Loathsome" (terrible, rudo, desagradable, estridente y odioso). Es decir lo mismo que los malolientes “trolls” cibernéticos. Ni más ni menos!

La contra-página ofrecía información que relevaba de descripción adicional: “no tienen un rey -decía-, sólo tienen un jefe”. Este obedece a diversos apelativos: "hórrido el destructor", "soberano de los piojos", "emperador de las pulgas", "gobernador de las ladillas", "el que no se baña nunca". “Es su morada la caverna sucia y hedionda”. “La única condición que los atemoriza es la luz del sol que los transforma en repulsivas estatuas de piedra”...

Bien sé que el sustantivo “troll” quiere decir señuelo o carnada. La voz se usa para designar a los que utilizan un lenguaje insidioso y procaz en las redes sociales, a efecto de fastidiar y distraer con su vocabulario tosco y ofensivo. Describe su perversa intención: que mordamos el anzuelo y que caigamos en la trampa de su disimulado artificio. Los “trolls” son individuos pusilánimes y despreciables; no merecen nuestra respuesta y ni siquiera nuestra atención. Hay que dejarlos que vivan su cobarde clandestinidad; que sigan escondidos en sus cavernas. Han de morir incapaces de tolerar su propia pestilencia, de no poder soportar su propia imagen en el espejo; son seres repugnantes que sólo tienen cabida en la oscuridad tenebrosa de su anonimato macilento. Son dragones fétidos que viven encerrados en el calabozo de su propia infamia.

Sydney

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