28 febrero 2014

Sobre piratas y calaveras

Si usted mira un cráneo desnudo, querido amigo lector, lo primero que se va a preguntar es por qué es que las calaveras ostentan ese como mohín festivo, esa misteriosa sonrisa. Pero, este no es asunto de broma; la verdad es que, aunque el tiempo pasa, no puedo olvidar que en mis tiempos de escuela, tuve que dormir cerca de los vestigios de algún alma bendita que, por un incierto e insospechado motivo, fue a dar -con parte de sus huesos- en el "cuarto de atrás", un diminuto dormitorio que había junto al patio posterior de la casa donde vivía mi abuela.

Es siempre probable que la osamenta haya ido a parar en esa casa como un trofeo de guerra… Me explico: teníamos un tío que se le había dado por la medicina, lamentablemente aquellas imponderables circunstancias de familia lo habían desviado hacia los torturadores placeres de la ortodoncia y, claro, no le habría quedado más recurso que dedicarse a estudiar para dentista… Ese cráneo era, por lo mismo, una especie de reliquia que había quedado en esa casa, como un rezago de los frustrados coqueteos del tío con el oficio hipocrático.

Lo cierto es que la calavera era parte de la decoración de aquel claustro esperpéntico. Lo que ahora no entiendo es por qué fue que no nos habíamos desembarazado de aquel residuo óseo a tiempo. Pero... dicen que los hombres se acostumbran a todo; y, quizá por ello, yo -muchacho que quería esconder mis miedos y temores- me había acostumbrado también a dormir con esa pieza de color amarfilado que decoraba mi escritorio, tan espartano y austero...

Creo que con el tiempo aquella inocua calavera se convirtió en mi personal amuleto. En aquellas noches oscuras y solitarias ella se fue transformando en una especie de instancia protectora contra nuevos fantasmas o aparecidos. Fue desde siempre un ángel guardián que había ya marcado territorio y no estaba dispuesto a conceder hospedaje a un nuevo e invasor espectro. Ahí estaba… con esa su inescrutable sonrisa, que parecería ser la impronta de todo esqueleto.

He pensado hoy en "mi calavera favorita" cuando me he puesto a indagar acerca de la historia y motivo para que se exhiba un hueso craneal -a más, claro, de dos tibias acomodadas en forma de equis-, en la insignia tradicional que enarbolaban piratas y bucaneros. He descubierto que incluso aquel emblema tiene un nombre propio y distintivo -realmente, un nombre y apellido-. Lo han bautizado de "Jolly Roger", y aquí les va un poco de información con respecto a su usanza:

Su imagen macabra tenía el propósito de disuadir a quienes eran atacados por aquellos bribones desalmados, los bucaneros, de que estos no habrían de concederles “cuartel", y de que no les perdonarían la vida. Parece que las primeras banderas piratas no fueron negras sino escarlatas. Su nombre era realmente "jolie rouge" (francés por “roja bonita”) y luego, al pasar al inglés, este nombre se habría deformado. Pero, no hay que confundir este “jolie” con el apellido adoptado por una tal Angelina, una corsaria afortunada que suele asesinar con la mirada y la sola ayuda de sus labios turgentes, gracias a una patente que le ha otorgado ese monarca que gobierna desde el castillo del capricho y que llaman destino…

Además, hay quien sugiere que el nombre pudo haber derivado de "Old Roger", una voz anglosajona que solía emplearse para referirse al diablo. Aunque, hay también quien insinúa que el nombre hace honor a un pirata de verdad, a un tal Ali Raja, un bandido tamil que alguna vez aterrorizó al Océano Indico. Creen otros, sin embargo, que aquello de "jolly" (alegre, como adjetivo en inglés) le viene por la mueca inconfundible de la calavera. Sonrisa que fue “diseñada” con la sola intención de engatusar a los incautos (“jolly”, como verbo transitivo).

Hoy el emblema ya no asusta. Los aviadores sabemos que es un símbolo usado para advertirnos de la presencia de substancias tóxicas o venenosas. Ya no se lo utiliza como amenaza de abordaje, aunque sí como claro distintivo de peligro.

Jeddah, Arabia
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25 febrero 2014

Lecturas de una derrota

Resulta sintomático que en ciertos triunfos no se hable especialmente de sus inmediatos favorecidos, sino más bien de los perdedores, de los castigados por el resultado negativo que obtuvieron. Por ello es que se hace tan importante analizar la inesperada -y hasta no hace mucho, improbable- derrota del presidente Correa. Nótese que no hablo de los triunfos electorales de los ganadores, ni siquiera de la derrota del movimiento Alianza País… No utilicemos circunloquios (él prefiere llamarlos eufemismos). El fracaso esta vez tuvo nombre y apellido: Rafael Correa.

Voy a referirme de manera especial al resultado observado en la ciudad de Quito. Esto, por dos principales razones: primero, porque como todos sabemos, tarde o temprano, son las principales y más populosas ciudades ecuatorianas las que “ponen y quitan” presidentes; y, segundo, porque debido a la participación del mandatario, este convirtió a una contienda independiente en una ocasión para medir su respaldo o su rechazo políticos. Los resultados, sobre todo en este último sentido, resultaron inapelables y concluyentes: la gente recibió una feliz y gratuita oportunidad para decirle “basta” a la prepotencia y al autoritarismo.

Por todo ello, en Quito el gran ganador no es Mauricio Rodas, y ni siquiera el gran perdedor resulta el actual alcalde. El voto ciudadano no fue contra Barrera, fue un rechazo a las actitudes arbitrarias del presidente, constituyó un rechazo y una reprensión a su irrespetuoso e injurioso estilo. La ciudadanía, el pueblo, el Quito profundo -como copiando la frase de Haya de la Torre, lo dijo el propio Barrera-, comprendió eso finalmente. Y eso suele pasar factura en la política, a pesar de las obras, a pesar de la indudable fuerza que tiene el maniqueísmo: que el hombre no es otra cosa que su propia imagen, que el hombre “es” su estilo.

Desde esta óptica, creo que el alcalde Barrera cometió dos errores importantes, el uno técnico-administrativo; el otro puramente político. Creo firmemente que vamos a coincidir en que el principio del fin fue el nuevo aeropuerto, un obra que no satisfizo las expectativas, que se la inauguró sin un adecuado proceso y que, en forma especial, no contó desde el principio con las básicas e  indispensables vías de acceso, un aeropuerto -en fin- que las voces de la demagogia no se cansan de repetir, en estos mismos días, que es “el más moderno” de América… Como si los adjetivos nuevo y moderno no tuviesen un significado distinto.

Aun así, el peor error de Augusto Barrera fue de jaez político: no haberse sabido independizar a tiempo del presidente, caer -él también- en las asfixiantes redes urdidas por su espíritu arbitrario y absorbente; no haber sabido tomar distancia a tiempo y rescatado su propia campaña cuando era evidente el daño irreparable que iba a causarle la desvergonzada participación de Correa. Desde ese punto de vista, Barrera puede estar tranquilo y no contentarse con lecturas sectarias respecto a la reacción de la gente. Barrera no ha sido un mal alcalde, ni fue un mal candidato. Intentó una reelección en un momento inconveniente y tenía, simplemente, un mal compañero de ruta en esta parte final del camino…

Ese es -desgraciada o ventajosamente- el oneroso precio que siempre paga el autoritarismo. La gente se cansa de los embustes y de recibir órdenes, de que siempre le estén restringiendo sus opciones y señalándole su camino. Esa gente rechazó la impudicia, las argucias y los métodos del presidente, sus absurdos e inexplicables exhortos para que votasen en blanco (?), su obscena participación en la campaña, el uso y abuso impunes de recursos para este objetivo. Y pensar que todo comenzó con una caricatura… una que nada tenía que ver con el alcalde Barrera, pero mucho con lo que llegó a hastiar al pueblo respecto a su presidente y, sobre todo, con ese su anacrónico, enconoso y prepotente estilo…

Jakarta, Indonesia
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23 febrero 2014

De orejas y otros apéndices

Cuentan mis hermanos que cuando yo era pequeño solía averiguar que dónde se encontraban las tijeras. Sostienen que me quejaba de que las orejas me causaban molestia y que siempre estaba amenazando con que me las quería cortar… Dicho sea de paso: no recuerdo aquel episodio específico, motivo de las continuas bromas de mis propios hermanos; mas, con el tiempo he venido a caer en cuenta que el tema de las orejas, de una u otra manera, es parte integral del refranero y del referente colectivo. Por mi parte, lo único importante que yo mismo sé, con respecto a mis propias orejas, es que constituyen la golosina de los mosquitos.

Siempre me llamó la atención la poca importancia que la gente parece dar a la forma que puedan tener estos apéndices. La sociedad parece estar seducida por otros rasgos, como: la forma de la nariz, la profundidad del cuenco ocular o el sugestivo pronunciamiento del mentón. Pocos ven en las orejas, y en especial en las femeninas, lo que a mí siempre me habían parecido: un elemento sensual, uno de los trazos fisonómicos más sugerentes que pueda tener una persona. Parecen no creerme cuando me expreso en ese sentido, sospechan que quiero burlarme de su ingenuidad y no se aperciben de lo serio que soy cuando así lo afirmo.

En mi propia casa tienen un infalible método para congelarme la sonrisa. Sucede cuando es evidente que me he dejado llevar por el fanfarroneo: “fuu, por esta me entra y por esta otra me sale”, es lo que me ofrecen por respuesta, no sin antes llevarse el índice con dirección a sus apéndices auditivos. La misma sabiduría popular ha inventado un delicioso aforismo para referirse a aquellos que acusan a los demás de poseer esos mismos defectos que suelen exhibir en demasía: “el burro hablando de orejas”. ¡Preciosa sentencia!

Lo malo de quienes hacen mofa del tamaño de las orejas de los otros es que, a más de injuriarlos, estén persuadidos que nadie se da cuenta del tamaño de sus propios adminículos. Creen que el escabel donde temporalmente se yerguen y la verborrea que los caracteriza, son verdadera patente de corso para denostar con agravios y ofensas a sus opositores y críticos. En el caso de la política, lo inaudito y más reprensible sucede cuando se quieren pasar por encima de las mismas normas e instancias que inventaron ellos mismos, con el solo objeto de socavar, amedrentar y perseguir a sus adversarios políticos.

Entonces convierten esas mismas instancias que crearon y esas mismas leyes que con dedicatoria impusieron, en nada más que en meros adminículos, en unos despreciables apéndices que son aplicados en la medida que pueden satisfacer sus omnímodos caprichos. Por eso, cuando les sugieren que deben dar ejemplo de lo que predican y que deben someterse a las mismas normas que a los demás han exigido, inventan cualquier insulso pretexto o motivo, porque a más de creer que los otros no tienen su ingenio, hacen uso de su viveza criolla. Y ese es su único recurso, su pobre artificio!

Hubo un personaje de pródigas y conspicuas orejas en la antigua Roma. El pueblo se fue cansando de sus camelos, de sus embustes sin enjundia ni sentido. Hasta que surgió un hombre valiente que supo decirle que la sociedad estaba cansada de sus caprichos, de que creyese que los ciudadanos, y las mismas leyes, eran solo útiles instrumentos que él podía utilizar para su propio beneficio. El fogoso rumor de los discursos de Cicerón, resuena todavía en nuestros oídos: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo tu locura se burlará de nosotros? ¿Cuándo acabará la desenfrenada audacia de los tuyos?”.

El problema parece estar en que quienes tienen así de inmensas las orejas, no están dispuestos a utilizarlas con el ánimo de prestar, a los demás, su oído…

Medina, Arabia
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22 febrero 2014

Mi corazón es un gitano

Barrunto que, para entonces, el de San Remo era ya un festival musical bastante conocido; pero fue una canción interpretada por Nicola di Bari, “El corazón es un gitano”, la que realmente lo catapultó a la fama. Aquí, esto de las gitanerías del corazón, haría referencia a la precariedad y a los desórdenes de dicho artilugio -conjeturo yo- más que a sus ocasionales veleidades, trashumantes y afectivas...

Los gitanos son todavía una raza discriminada en el mundo; hace menos de un siglo, al igual que con el holocausto judío, se los consideró una etnia marginal, a la que Hitler y el nacionalsocialismo se propusieron perseguir y exterminar. No son originarios de Andalucía como se quisiera suponer, están desperdigados por toda Europa y su lugar de asentamiento estuvo alguna vez junto a los montes Cárpatos, en lo que hoy es una patria que ostenta un nombre que suena similar a Romani, el nombre con el que primero fueron conocidos: Rumania o Romanía. En España los llamaron “gitanos”, porque se creyó que habían llegado desde Egipto.

Tampoco son oriundos de Europa Oriental; ellos, con sus coloridos atuendos, sus bártulos adujados en errabundas caravanas, su condición de nigromantes y pronosticadores del destino, tendrían sus primeras raíces en otra cultura lejana y misteriosa desde donde inicialmente emigraron: la contradictoria India. Desde entonces, y tras su éxodo, han seguido ejercitando su nómada desplazamiento, su quiromántico y embrujador oficio. Su estereotipo invade a la demás gente de un inconfesable prejuicio: los creen sucios, promiscuos y desaprensivos, los han relegado a que instalen sus tiendas en los parques o a la vera de los caminos.

Hago este inevitable exordio, porque adolezco de una leve circunstancia médica que, de vez en cuando, me produce una imperceptible arritmia; lo compruebo en ocasiones, pasa ciertas noches cuando mi oreja roza con la almohada; entonces es que percibo un ritmo nada isócrono. De pronto, el galope brioso del semental se convierte en un trotecito impreciso, como el de un borrico empecinado… Es cuando echo mano del titulillo de la melodía en cuestión y tengo que reconocer -sin que para ello intervengan mis traviesas habilidades- que así mismo es, que solo es eso: que mi corazón es un gitano mostrenco, caprichoso y desordenado.

Ya tenía unos pocos años como aviador, cuando un par de cervezas tomadas la víspera de mi evaluación médica provocaron ese inusual descubrimiento. Las pruebas posteriores determinaron que se trataba de una condición genética; el “desperfecto” no se trataba de lo que en mecánica pudiera llamarse una “falla de material”, pero sí de una condición funcional que la habría tenido de nacimiento. Por fortuna, más temprano que tarde, se disiparon mis temores, el síntoma solo consistía en una tenue irregularidad que no siempre se manifestaba; y que, para sorpresa de los facultativos, y alegría de la afición, tenía la tornadiza condición de desaparecer con la inapelable “prueba de esfuerzo”.

No siempre se ha detectado esta anomalía en mi primer reconocimiento médico (los he tenido que efectuar en seis países distintos). Sin embargo, luego de que transcurren dos o tres años, me llegan ciertos mensajes: es que las autoridades médicas estarían interesadas en tener “una pequeña charla conmigo”…

Ya no me asusto. Ya sé de qué se trata. Sé que es una condición que se exacerba con la cafeína, la ingestión de licor, las malas noches, o el cambio indiscriminado de usos horarios; es decir con todo aquello que es parte inevitable en mi trashumante y trasnochador oficio. Por eso, cuando pierde su cadencia mi artilugio desenfrenado, sé que no es que se ha desquiciado o descompuesto, que nada pasa y que no hay nada que ya pueda hacer; sé que tengo un ligero murmullo. Y asumo sin vanidad eso: que “mi corazón es un gitano”!

Lahore, Pakistán
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19 febrero 2014

¡Todo se derrumbó!

En el fútbol, como tal vez en todo mismo en la vida, eso que se ha planificado en un largo año de esfuerzos y minuciosos preparativos, el “proyecto” como lo llama el técnico Manuel Pellegrini, puede irse al garete y tirarse por la borda en cuestión de segundos. Esto es lo que le acaba de suceder a su equipo -el Manchester City-, en el más tempranero de los partidos de la fase final de la “Champions League”.

Cierto es que el City, que jugaba como local, no había logrado imponer su juego por casi una hora de partido; pero lo que vino después fue un compendio de decisiones injustas que pueden servir de ejemplo de cómo asuntos ajenos al juego suceden en seguidilla; y aun incluirse en la antología de lo que ya debería corregirse en el “más popular de los deportes”, en “el deporte de multitudes”, como aquello que, si se utilizaría la moderna tecnología para asistir en las decisiones, ya no debería nunca pasar. Lo irónico es que todo ello sucedió en menos de diez segundos. Así, el “proyecto” se esfumó en un segundo (es un decir), como si fuese un castillo de naipes, como una pompa de jabón. ¡Todo se derrumbó!, como en la canción. Esa que hizo famoso a Emmanuel.

¿Qué puede haber más inesperado e injusto que lo que le ha sucedido al City? ¿Cómo entender que una falta en contra de su equipo -que no fue sancionada-, una subsecuente situación en “fuera de juego” -no advertida con oportunidad- y una pena máxima -apresurada y erróneamente sancionada por el facultativo-, dieron paso al gol con el que el Barcelona, en forma por demás graciosa, liquidó el partido. Esto porque, para añadir sal a la herida, o insulto a la lastimadura -como dicen en inglés-, el penal otorgado al Barcelona vino de la mano de otra sanción: la expulsión automática del defensa central inglés! ¡Cuatro decisiones equivocadas, o por lo menos cuestionables, en menos de diez segundos!

¿Cómo pueden ir de la mano el error, la injusticia, la frustración y la ironía?, en especial en un mundo bendecido por toda esa parafernalia tecnológica que hoy acompaña a nuestra modernidad… La respuesta no puede sino encontrarse en otra característica humana más popular que el mismo fútbol: se llama tontería, la misma que nunca anda sola, siempre va acompañada de la testarudez. Entre las dos pueden más que la maldad, y producen más daños que un desastre natural!

¡Es que eso es lo lindo del fútbol!, me dirán los conformistas. O que: "asimismo es" y que, “al final del partido”, alguien tiene que ganar… Pero no! Yo les digo que si el fútbol, como todo deporte, no refleja los valores que queremos ver triunfar en la vida, si siempre han de estar presentes el ánimo antojadizo, la subjetividad, la injusticia… pues, entonces ¿para qué jugar?

Si algo no entiendo es por qué no se ha empezado a utilizar (como ya se lo hace en la mayoría de los demás deportes) los adelantos de la tecnología. Así pudiera, por ejemplo, revisarse las faltas que no se sancionan debidamente; se pudiera utilizar un diminuto adminículo electrónico que convalide, o que cuestione, las decisiones que se refieran a las acciones realizadas en fuera de juego. Con la misma tecnología –cámaras monitoreadas por árbitros adicionales, por ejemplo- pudiese refrendarse si el penal concedido sucedió realmente dentro del área y si efectivamente se lo cometió en realidad.

Pero… quizá me estoy tomando yo mismo muy en serio! Me estoy olvidando que el fútbol es justa y solamente eso: un simple juego. Una entretención lúdica y una actividad humana que no puede sustraerse a lo que nos sucede todos los días de nuestra vida: la casualidad, la fortuna, las propias limitaciones, la subjetividad ajena, la arbitrariedad. Tal vez por eso mismo, y sólo por eso, ¡todo se derrumbó!

Jeddah, Arabia
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18 febrero 2014

Aquella, mi manía subrepticia

Algo que llevo en la sangre quizá denuncie mi inveterada novelería. Parece que me viene del lado de mi padre; él fue un novelero monumental, uno de esos que no se encuentran todos los días; era él, adalid y mayor epítome de lo que puede tener de paradigmático un novelero. Y no sólo que heredé su propensión, heredé también la mayoría de esos bártulos y aparejos que le daban carta de identidad a su particular afición de ser poseedor, si no coleccionista, de todo lo que pudiese parecer distinto o algo nuevo. Al día siguiente de que nos dejó, su esposa me condujo a un fabuloso arcón donde él atesoraba aquellos únicos e inimaginables arreos.

Y, con el tiempo, a mí también se me convirtió en religión aquello de la novelería. Todo lo que tiene que ver con cachivaches -como navajas, gafas y lapiceros-, es parte de mi muy personal manía, la de los distintos, originales y nunca repetidos adefesios… Los tengo muy ordenaditos por allí, sumando, a mi prurito obsesivo compulsivo, esa obcecación que es requisito indispensable del loco y pertinaz coleccionista. ¿Quieren saber cuántos tirabuzones de vino poseo? No tengo sino que abrir una gaveta y su inusitado número estoy seguro que provocará su risa.

Fueron los álbumes de cromos los que, siendo muchacho, exacerbaron, más que mi natural codicioso, esa extraña forma de atesorar que se convirtió en mí en un auténtico desatino. Y fue a aquellas dos papelerías que estaban ubicadas cerca de casa, a donde yo acudía todas las tardes para dar rienda suelta a esa mi insólita porfía. Como mis ingresos no financiaban aquel dispendioso presupuesto, más de una vez tuve que acudir a perentorios "préstamos" que solo se satisficieron con el ajeno peculio de tentadoras y siempre descuidadas alcancías...

Mi centro favorito de acopio fue una papelería que estaba ubicada a un costado de la escuela Hermano Miguel, en San Blas. Se llamaba "Pif-Paf". Nunca descubrí, ni tampoco imaginé, si tuvo algún motivo para ostentar aquel onomatopéyico apellido. Lo único que sé, es que allí estaba presente ese cautivante aroma que adquiere el papel cuando invade los rincones. Su dueña se había convertido, más que en mi personal proveedora, en una especie de cómplice-encubridor de mis desenfrenados derroches. Yo me había convertido en su principal comprador, a condición de que mantuviera aquel inocente despilfarro en la patria del secreto.

Aquella reserva fue de corta duración, como siempre creo que pasa con lo furtivo y con lo que tiene carácter encubierto. Una tarde, mientras desembolsaba los ahorros ajenos, sentí de pronto a mis espaldas el rumor de un susurro conocido: no podía pertenecer a otra persona que a mi frugal, severa y poco indulgente abuela. Esa misma noche sentí el inescrutable nombre del almacén haciendo rima con los chasquidos que atormentaron mi trasero... Pif-Paf, Pif-Paf, fue el tosco rumor que fue lastimando mi resentido fondillo con los silbidos de aquella férula de cuero!

El incidente me obligó a intentar una diferente estrategia adquisitiva: estuve precisado a preferir una más modesta papelería. Esta se llamaba ABC, nombre cuya escasa originalidad e imaginación cotejaba con la precaria provisión de los artículos de escritorio que su propietaria vendía. Era ella una mujer de buen ver, aunque enjuta y de rostro macilento, algo en ella denunciaba una condición de indigencia recién adquirida. Un mozalbete de taimada catadura parecía hacerle perenne compañía. Había heredado de su madre esa misma lánguida escualidez; y, de su padre, esa misma propensión a matar el tiempo que a veces encontramos en los holgazanes de vocación y en los que suelen postergar sus propósitos en la vida.

Nunca olvidaré la página postrera de un específico álbum de esas estampas en particular; tenía que ver con la individual imagen de las siete maravillas de la antigüedad. Ahí estaban: el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría, los Jardines Colgantes de Babilonia, las Pirámides de Egipto, el Partenón y alguna otra que ya ha merecido la tregua del olvido… En fin, aquellos inolvidables bazares fueron los primeros en ofrecer testimonio de mi cándida falta de razón; y que -paquete tras paquete- supieron ir dando callado pábulo a esa mi siempre insatisfecha condición de incipiente coleccionista: mi primera y más porfiada novelería.

Jeddah, Arabia
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17 febrero 2014

Carta a un amigo imaginario

Hoy es mi día libre, querido amigo Ahmed Abdulwahem. Sí, porque aunque quizá no lo sospeches, hay días que no son tan libres, en los que algunos de nosotros no podemos disponer de nuestro tiempo… es lo que otros llaman “una bendición”, amigo Ahmed, un tipo de bienaventuranza a la que algunos de ustedes, cómodos ciudadanos de esta patria rica, no están en condición de acceder… Hoy es mi día libre; y trato de distenderme y de disfrutar del clima de estos últimos días de febrero. Luego, esta tu tierra se pondrá ya muy caliente, siguiendo esa caprichosa singladura que persigue el tiempo…

El tuyo es un terruño árido pero favorecido por la plenitud de otros recursos , mi querido Ahmed. Has nacido en un tiempo próspero, porque la necesidad de petróleo que tiene el mundo, le ha colmado a tu patria -la casa de Saud- de una inagotable e insospechada afluencia de dinero. Notarás que aquí utilizo el verbo afluir con desembozada intención porque, en el caso de tu país, no parecería que ese dinero cesaría de fluir, es un hecho incesante que, cual si fuese un río, les prodiga esa abundante e inimaginable cantidad de dinero. Tu patria, lo merezca o no, es una patria rica. Esa es la ironía de la fortuna, con sus arcanos recovecos!

Gobierna tu tierra un monarca bondadoso, amigo Ahmed. Y, como todos ustedes disfrutan de comodidades y bienestar, creo que están persuadidos que en parte eso se debe a la magnanimidad de quien se proclama como “guardián de las dos sagradas mezquitas”. Imagino que cuando los ciudadanos de un país tienen satisfechas sus necesidades básicas, la educación es gratuita y tienen protección para garantizar el cuidado de su salud, es un tanto difícil estarse preocupando por complejos conceptos, como democracia o representatividad… entelequias que quienes saben un poco más, afirman que son inventos de los descontentos.

Por eso quizá, sólo quizá (como bien sabes, siempre estoy indagando las razones y motivos, querido Ahmed), intuyo que te has pagado de ti mismo. Lo has dado por hecho (“you took it for granted”, como dicen los que hablan en inglés), lo has dado por sentado; y ese envidiable convencimiento ha hecho que la gente de este árido reino se haya dado cuenta que no le hace falta tener que trabajar. ¿Para qué voy a hacerlo?, me has de preguntar; y yo ni siquiera pergeño una respuesta, pues bien sé que eso, en el fondo, entraña una enorme verdad. Puedo decirte, sin embargo, y como quien patalea, que tal vez no has tenido la suerte de descubrir que eso del trabajo es muchas veces una forma de entretención, sobre todo si la vida te da la suerte de ganarte unos reales con un oficio que lo puedas disfrutar.

No creas que quiero juzgarte; pero quiero que me permitas hacer “en voz alta” una pequeña reflexión. Noto que tú y tus conciudadanos dependen en tal medida de mano de obra foránea, que me preocupa que ustedes hayan ido perdiendo la iniciativa para depender de ustedes mismos para ejercitar oficios y tareas. ¿No se te ha ocurrido, querido Ahmed, que puede llegar un día -pues, no hay plazo que no se cumpla, como dicen por ahí- en que las circunstancias cambien, y ustedes puedan verse forzados a prescindir de esa fuerza de trabajo, dócil y extranjera?

Por eso te pido que no tires los residuos fuera de los botes de basura, que no te saltes la fila, irrespetando a los que no visten túnica o que nacieron con esa rara y poco digna condición de ser mujeres. Y, no me trates de disuadir que el respeto -aquella palabra tan linda que siempre estuvo en boca de mi abuela-, el verdadero respeto, es solo una forma de innecesario convencionalismo. Déjame seguir creyendo que el respeto a los demás es el cimiento, la argamasa y el ladrillo con el que se han construido las naciones, las civilizaciones, los grandes pueblos…

Saluda, de mi parte, a tu padre Abdulrahmán y ya nos vemos. Masalama habibi!

Bruselas, Bélgica
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La democracia distorsionada *

Cuando compruebo que el propio presidente hace abiertamente campaña en favor del actual alcalde en funciones de Quito, me lleno de incredulidad y, a más de sorprenderme por semejante muestra de desparpajo, me pregunto si todo esto no convierte a nuestro sistema político en un simple remedo de democracia; y si la democracia que vivimos, no se ha transformado en una dictadura, pues de democracia sólo conserva las apariencias.

Por ventaja, hay hombres que todavía piensan diferente. Y que tienen el mérito de saberlo expresar; y que cuando lo hacen, saben hacerlo bien. En casos como esos, es preferible que les cedamos el uso de la palabra...

* Excelentísimo Rafael

Por: Marlon Puertas
Diario HOY, 15 de febrero de 2014.

"Tomo nota de sus dos epístolas sorpresivas dirigidas al pueblo de Quito, y eso que yo vivo en Guayaquil. No importa. Bonita letra. Lo felicito porque detecto trazos firmes, lo que demuestra posturas mesuradas.

Ah, la mesura, excelentísimo. Viene tan bien en los triunfos, pero se vuelve fundamental en las derrotas. Con ella se puede conservar la buena imagen que uno ha cultivado durante años y que se puede perder en segundos, con un acto descontrolado. El secreto, usted lo sabe, es mantener el control. No hablo de la justicia, del CNE, de la  Asamblea. Tampoco del control remoto de la tele. Hablo del control interno, de nuestra personalidad traicionera que, en instantes decisivos, suele jugarnos malas pasadas. Una derrota, ciertamente, puede ser motivo justificado para un colerín, sobre todo en quienes, como usted, no están acostumbrados a perder. Pero las derrotas sirven, son necesarias para mejorar nuestro trabajo. No digo que el suyo sea malo, por favor, no llame a la SENAIN. Simplemente le propongo que, a veces, aunque le suene increíble, es mejor tener de vecinos a personas que no sean incondicionales. Tranquilo, no todos los que no se ponen camisetas verdes, son golpistas.  Lo quieren bien a usted, que termine tranquilo su mandato el año 2017. No pasa nada.

Usted es un líder. Tiene muchos aciertos. Ha dejado rezagado, con estos siete años de revolución intensa, a viejos políticos que merecían estar enterrados en el olvido. Gracias por eso. Pero usted se equivoca, muchas veces. Se ha equivocado escogiendo candidatos, por ejemplo. Se equivoca persiguiendo caricaturistas, otro ejemplo. Se equivoca queriendo erigirse en el jefe de todo el Estado.  Su consuelo es que el pueblo, como usted, también se equivoca. Y es su derecho. Para mí, se equivoca votando por usted, pero a eso le llaman democracia. Hay que respetar eso. Pero en los últimos días, su partido, usted mismo, quieren convencer, casi a la fuerza, a que voten por sus candidatos verdes. Pintan casi el apocalipsis si no ganan sus escogidos, como si fuesen la última gota de agua en el desierto. Así no, pues, se llama chantaje emocional. Hasta invoca a San Ignacio, un santito que no tiene vela en esta campaña.

Están haciendo trampa. Están usando todo el poder del Estado para que gane su candidato Barrera, que, mal que lo diga yo, es un mal candidato. No es como usted, impetuoso, carismático, eficiente, descalificador. Se ha quedado corto para una revolución larga como la suya y, así como él, hay un montón de candidatos que no convencen porque, entre otras razones, dependen mucho de usted hasta para levantar la voz.

Lo mejor que puede hacer, aunque ya es demasiado tarde, es no seguirse metiendo. En vez de ser una ayuda, su presencia resultó una evidencia de la debilidad de su gente, de esos militantes de Alianza País que hoy, como usted, están nerviosos ante la posibilidad de una derrota.

No es el fin del mundo. En la vida se gana y se pierde. Y hay que aprender a perder con dignidad".
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14 febrero 2014

Los nombres y sus caprichos

Nunca había oído hablar de aquella novela -y ni siquiera de su título- hasta que uno de mis hijos vino una noche a ponderarme de su adolescente y rebelde espíritu; quería comentarme de su trama y contenido. Estaba escrita por uno de esos autores que prefieren hacerse conocer por sus iniciales; sólo más tarde supe que ellas correspondían al nombre de un escritor extravagante, caprichoso y un tanto enigmático y amigo de vivir recluido: Jerome David Salinger. Aquella novela se había convertido en una suerte de símbolo emblemático, en especial para la juventud americana. Su título original rezaba: “The Catcher in the Rye”.

No sé si yo mismo tuve una obra preferida en mi primera juventud (eufemismo con el que quiero referirme a mi adolescencia). Probablemente estuve muy ocupado con las obras de Ignace Lepp, Emmanuel Mounier y Pierre Teilhard de Chardin, todos filósofos franceses que en esos años representaban la vanguardia cristiana frente al pensamiento de la post-guerra, y que fueron además una respuesta al existencialismo. Jugando a no quedarme rezagado en los coloquios a los que asistía en esos días, imagino que habré devorado muchas de esas obras; y que incluso, luego de subrayarlas, algunas de ellas también las habré releído…

Lo cierto es que no albergo ese orgullo de proclamar que tal o cual obra fue la que marcó el inicio de mi juventud, o que se constituyó en mi novela favorita. De modo que cuando leí, empujado por la curiosidad, aquel pequeño librito que había dejado por ahí abandonado el menor de mis hijos, me dejé llevar por la intriga de saber el porqué de su sugerente título. La verdad es que sólo con la revisión de la novela descubrí que aquello de “catcher” (que es una posición en el juego del béisbol), hacía referencia a un propósito que se fija el protagonista, que se promete cuidar de unos muchachos que juegan en el borde de un desfiladero.

Por eso es que, cuando encontré la obra ya traducida al español, me pareció como demasiado literal el nombre que le habían asignado. “El guardián entre el centeno” era un título un tanto artificial, que en la práctica no traducía la intención que habría tenido J. D. Salinger. De hecho, me daba la impresión que distorsionaba su espíritu. Sin embargo, tuve que reconocer que era difícil, con harta probabilidad, encontrar un mejor título. Similar impresión me produjo más tarde encontrar traducida la obra de Oscar Wilde, “The Importance of Being Earnest”, como “La importancia de llamarse Ernesto”, y no como “La importancia de ser serio”, que es lo que literalmente significa. Aunque debí reconocer que sin la ayuda de aquel capricho, la traducción tampoco hubiese logrado su cometido.

Hoy mismo he recordado lo antojadizos que pueden ser ciertos nombres -sobre todo en la traducción de sus títulos- cuando me han preguntado si conozco de un vino español llamado “Mas La Plana”, de la casa Torres. Claro que lo conozco, he respondido; es más, he tenido la fortuna de paladearlo en algunas ocasiones y puedo decir, sin querer caer en aspavientos, que es uno de mis favoritos. En cuanto al nombre… no creo que merezca una traducción; sólo sé que el “mas” estaría ahí no como adverbio de comparación, sino como conjunción adversativa. Aunque intuyo que se ha de tratar de un apellido catalán compuesto; y, si bien la frase pudiera tener algún significado, no creo que quiera expresar nada explícito.

Lo que sí sé es que “Mas La Plana” tiene un muy conocido abolengo. No es un vino de las cepas españolas tradicionales -tempranillo o garnacha-; es un Cabernet Sauvignon de renombre, que se disimula porque se lo expende en la botella tradicional de los vinos de Borgoña (Burgundy). Se cuenta que en 1979 se lo presentó a uno de los más famosos concursos franceses y que nadie hubiese imaginado no solo que resultaría ganador, sino que se convertiría en uno de los más codiciados vinos de esa patria famosa por los Rioja y los Ribera del Duero.

Nota adicional: siete años y medio después, he descubierto de manera casual el significado de "mas". Lo he tomado de un artículo perteneciente a Anatxu Zabalbeascoa ("La montaña hace la casa", El País, 01 de julio de 2021), transcribo la parte pertinente: "Mas -(es) el nombre que en Cataluña, Valencia y parte de Aragón reciben las explotaciones agrarias, su vivienda y las casas colindantes-, deriva del latín mansus que significa permanecer". Es una especie de quinta o estancia, añadiría yo. San Rafael, domingo 15 de agosto de 2021.

Jeddah, Arabia


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13 febrero 2014

El ilimitadito *

Por: Francisco Febres Cordero

Ivonne Baki, ideóloga de las mentes lúcidas y embajatriz del gobierno de la revolución ciudadana ante el Yasuní y aledaños, lanzó la candidatura del excelentísimo señor presidente de la República al Premio Nobel de la Paz.

¡Qué corazón más ardiente el de la embajatriz! Tan ardiente, que su propuesta nos ha conmovido a todos los ecuatorianos que, al unísono, palpitamos para que por fin se reconozcan los incansables esfuerzos que, en procura de la paz, ha realizado nuestro excelentísimo señor presidente de la República a lo largo y ancho de su mandato.


Él merece estar ahí, en el altar de la paz, junto a Martin Luther King, la Madre Teresa de Calcuta, Desmond Tutu, Nelson Mandela y tantos otros beneméritos que lograron ese Nobel, pero que no hicieron tanto por la paz como nuestro líder.

Fuu, el excelentísimo señor presidente de la República les sobrepasa a todos ellos no solo individualmente, sino en su conjunto. ¡Qué líder de la paz que ha sido! Jamás un insulto, jamás una descalificación a otro ser humano, jamás una muestra de irrespeto, burla o escarnio a aquel que piensa diferente, jamás un acto de venganza, jamás ni la más leve muestra de revanchismo y odio, jamás una sílaba que confronte a unos ecuatorianos con otros, jamás un signo de prepotencia, jamás un acto de vanidad.


No: ¡jamás! Todo en él ha sido humildad, concordia, conciliación con el enemigo, mano abierta para el vencido, aceptación de las ideas diferentes, nobleza evangélica para enseñar la otra mejilla.

¡Qué Madre Teresa de Calcuta ni qué nada! ¡Qué iluminada estuvo la embajatriz al proponer esa candidatura! ¡Qué desinterés, qué altruismo! A ella también está de postularle al Nobel, pero al de Química porque, ¡qué química que tiene para ubicarse bien en todos los gobiernos!


El único problema para que le den el Nobel a nuestro presidente es que, en el mismo acto en que la embajatriz lanzó su candidatura, el excelentísimo señor presidente de la República calificó de limitadito al último Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Y eso en el código del Nobel es inadmisible: un candidato nunca le pisa la manguera a otro que ya ganó. Y, peor, desnuda su pobre condición intelectual, sus flaquezas al escribir obras tan limitaditas como las que nuestro excelentísimo señor presidente dice que ha escrito. ¡Pobre Varguitas! Ya lloro. Nosotros que le creíamos, aparte de sus siempre cuestionables posiciones políticas, un eximio novelista, un lúcido ensayista, un maravilloso cuentista y ¡tan tontito que ha sido! Si no lo decía nuestro más preclaro crítico literario y agudo pensador, nunca nos hubiéramos dado cuenta.


Para la embajatriz, en cambio, su candidato es totalmente ilimitadito: ha dejado sentadas sus premisas de paz en todos los ilimitados campos del saber humano: la política, la religión, la economía, la filosofía, la astrofísica, la ecología, la gastronomía, la guitarrería, la gastadería y la tarimería, para citar solo algunas. Y todo lo ha hecho con su ilimitadita mente de hombre sabio, probo, justo, manso.


¡Ojalá le den el Nobel! Porque si no, verán nomás que nuestro ilimitadito les clava una demanda a los jurados por unos mil millones de coronas suecas acusándoles de corruptos, puercos, enfermos, pelucones, miserables, buitres, cara e’tucos, mafiosos, y les jode.

* El presente artículo pudo haber sido publicado en el diario El Universo. Por algún motivo, me lo he perdido; sin embargo me ha llegado de manera casual gracias a la generosidad de un buen amigo. Siguiendo su deseo lo hago circular.

Jeddah, Arabia
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10 febrero 2014

Un réquiem para el corazón

No sé si voy a enunciar un novedoso teorema, o si simplemente una verdad de Perogrullo, pero últimamente he venido cayendo en cuenta que el guarismo de la edad que uno tiene, es directamente proporcional a la frecuencia con que las personas que hemos ido conociendo en la vida se despiden de nosotros. Lo triste no está solamente en reconocer esta absurda como incordiante condición, sino en que, en la práctica y en la realidad, aquellas personas no pudieron ni siquiera satisfacer la última voluntad que tienen los reos: la de “despedirse” de nosotros.

Como digo, no sé si se trata de un nuevo postulado, o de un axioma, como lo son el teorema de Pitágoras, el principio de Arquímedes o la secuencia de Fibonaccci, lo cierto es que su cumplimiento, y consecuente demostración, tienen un acaecer cuya ocurrencia en el tiempo es cada vez más corta, cada vez más frecuente. Es como si se tratase de una matemática e incontrastable premisa: hemos de acudir a más y más duelos y entierros en la medida que nos vayamos haciendo viejos… Por eso, mucha verdad había en el dicho del Julito: “¡Ya están disparando cerca!”.

Y más triste aún es no estar cerca cuando suceden estos luctuosos acaecimientos. Cuando no se nos da la posibilidad de acompañar con nuestra humilde presencia, con nuestro inseguro balbuceo, con unas pocas palabras de solidaridad para sus seres queridos, a los que -quizá- no habríamos tenido la oportunidad de conocer y ni siquiera de relacionarlos con el occiso, con el ahora desaparecido. En inglés existe un circunloquio que resulta un poco más comedido; no se dice que murió o que falleció. Se dice “he passed away”, que vendría a ser lo mismo que “se alejó”.

Estos inesperados sepelios, a los que quizá nuestra inicial formación religiosa y, sobre todo, nuestro instinto gregario, nos impulsan a asistir, han de estar menos inspirados -creo yo- en el deseo de expresar nuestra condolencia que en el de decir nuestra callada, nuestra tácita, despedida. Réquiem es justamente eso: un anhelo íntimo por el descanso del difunto; y eso es lo que significa literalmente: música de descanso. Expresión eufemística de lo que debe representar la muerte para los cristianos: un reposo, un hecho pasajero, una puerta hacia la otra vida…

En estas recientes semanas se han alejado unas pocas personas que he conocido -unas muy apreciadas, otras muy queridas-; la irónica coincidencia es que todos esos aciagos sucesos fueron provocados por sendos infartos al corazón. Nunca -como todos sabemos- la muerte es más insidiosa y causa tanto dolor como cuando sucede de manera súbita, cuando es inesperada, cuando su noticia sabe recordarnos de la fragilidad de la vida y de que nosotros mismos nunca estamos exentos de idéntica contingencia: un rápido e inapelable sobresalto del corazón!

Así, he “despedido” en este reciente lapso de tiempo a personas a quienes he apreciado, a quienes me ha unido el afecto. El primero, un favorecido artista, un arquitecto pionero en ciertas obras relacionadas con los proyectos de distensión y esparcimiento; el postrero de ellos, un comerciante amigable y estentóreo, proclive al gesto alegre y expresivo, a entregar la simpatía de su abrazo y la alegría contagiosa de su ruidosa voz. Su sueño, en cierta medida, era también de carácter arquitectónico: quería convertir su quinta de descanso, en un lugar de asilo y de retiro, para no estar nunca solo, para siempre estar con los amigos.

Y hubo otro que, a pesar de la brecha en nuestras edades, siempre lo consideré como a uno de mis queridos amigos. También fue piloto, aunque me llevaba con una generación, estuvimos relacionados familiarmente, aunque también con esa insinuación tan ambigua que es la del “pariente político”. Fue él -y con la misma sencillez- tanto mi vecino como mi jefe administrativo. Me “palanqueó” una tarea temporal y perentoria en la única cláusula de inactividad que enfrenté en mi vida como aviador. Le decían cariñosamente “Ñato” y usaba términos del hablar de la tierra, como “ser de pipí cogido” o “hincha” de alguna persona. No me dio chance para irle a visitar por última vez. Hubiese sido esa mi reverente despedida…

Jeddah, Arabia
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08 febrero 2014

Reporte de Novedad

Algo del día a día…

Estimados señores:

La situación abajo detallada constituye uno de aquellos predicamentos -típicos en el aeronáutico oficio- donde, en el afán de aportar con una cuota de buena voluntad, se termina probablemente contribuyendo a agravar más la precaria -y jamás provocada- condición existente. El plan inicial del vuelo establecía la salida de Jeddah hacia Ankara y el retorno al aeropuerto de salida, luego de una escala mínima (una hora) en suelo turco. Dicho retorno estaba considerado como un vuelo de posicionamiento ("ferry") o sin pasajeros.

El vuelo estuvo originalmente programado para iniciarse a las 02:00 UTC (cinco de la mañana hora local). Por lo mismo, la hora de reporte de la tripulación debe considerarse como las 00:30 UTC (03:30 hora local). Es preciso recalcar que esta hora de reporte incurrió en el período de tiempo conocido como "Ventana del Circadiano Bajo" ("Window of Circadian Low"), espacio de tiempo comprendido entre las dos y las seis de la madrugada; período en el cual una extensión del tiempo de servicio de vuelo, propiciada por propia iniciativa del comandante, está limitada a cuarenta y cinco minutos. De esta manera, el límite máximo programado con tripulación simple (tiempo de itinerario de vuelo planificado, más una hora y treinta minutos) estaba limitado a once horas con cuarenta y cinco minutos.

Siendo ya las 08:00 hora local (3:00 horas de demora), se contactó a la Oficina de Operaciones con el objeto de confirmar el máximo tiempo de servicio de vuelo, anticipar una probable extensión aplicando la regulación respectiva y considerar la posibilidad de solicitar la presencia de una tripulación fresca o programar la estadía de la tripulación en Ankara para satisfacer el descanso reglamentario.

A pesar de haberse establecido una hora límite para remplazar a la tripulación, el vuelo estuvo listo para partir únicamente cuatro horas más tarde del itinerario publicado. En este punto, se tomó la decisión de aplicar la extensión permitida por la reglamentación en vista de las circunstancias excepcionales de la demora. De todas manera, y dado de que no se había producido una nueva comunicación con la Oficina de Operaciones, la tripulación inició el vuelo en el sobreentendido de que, no habiendo recibido nuevas instrucciones, se había previsto el descanso de la misma en Ankara para satisfacer el tenor del reglamentario respectivo.

Una vez en crucero, la tripulación efectuó el cálculo operacional requerido. Fue cuando cayó en cuenta que en la consideración inicial se había tomado en cuenta la hora de inicio de itinerario (02:00 UTC) y no la de reporte (00:30 UTC) como está establecido. Al comunicar a la Oficina de Operaciones de esta consideración, se procedió a solicitar instrucciones con el objeto de satisfacer el descanso de la nómina. Es oportuno subrayar, como ya quedó indicado, que el vuelo de retorno no estaba programado para transportar pasajeros (vuelo "ferry").

En este punto, la Oficina de Operaciones consideró la posibilidad de operar el vuelo de regreso hasta Medina (unos treinta minutos menos), sólo para luego reconocer que, a pesar del recorte, de todo modos se habría excedido el límite de tiempo máximo permitido. Con esta última consideración, se estableció la nueva hora de la salida del vuelo de retorno y el traslado de la tripulación al hotel para el descanso mínimo establecido. Tómese en cuenta que pongo en consideración el presente reporte -que de otro modo me resultaría obligatorio-, a pesar de no haber incurrido en la extensión discrecional que obligaría al reporte pertinente.

Suyo desde Ankara... El “a un lado” suscrito.

Ankara, Turquía
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06 febrero 2014

¿Increíble? O, para no creer…

Esa debe haber sido la primera vez que oí el nombre, ese de Majuro. Allá tenía que trasladarse, por pocos días, el menor de mis hijos, por asuntos relacionados con las actividades pesqueras de su compañía. Es la capital de las islas Marshall, que constituyen realmente una pequeña república en el Pacífico Occidental. Las islas, o diminutas islas, no son ni siquiera islotes; son apenas atolones, que es como generalmente se conocen a las formaciones coralinas de pequeño tamaño que encierran, casi siempre, una laguna interior. Tienen, los atolones, las playas más hermosas y el paisaje más sorprendente que pudiera hallarse sobre la tierra.

Las Marshall habrían sido exploradas por los españoles hacia 1520, más de una década antes de la prodigiosa gesta de Magallanes. Luego, los británicos habrían de reconocerlas y las bautizarían con su actual nombre (en honor al explorador John Marshall). Estos las vendieron a los alemanas, quienes más tarde cedieron su soberanía al Japón, luego de la Primera Guerra. Pero, una nueva conflagración global, treinta años después, transferiría los atolones a manos de los americanos.

Pero, a decir verdad, aquel nombre, el de Majuro, jamás lo había oído. Cuando recibí el reporte de viaje de mi sorprendido hijo, pude enterarme que existe un sistema de continuas escalas -probablemente seis- que son necesarias para llegar desde el Asia a ese pequeño pueblo que funge como capital de aquella diminuta república. Y aquel comentario, fue para mí como una epifanía: un viaje ajeno que puso a la Micronesia en el mapa de mi curiosidad, el de mi incógnita geografía.

Pero ha sido un prodigioso naufragio el que ha vuelto a destacar el perfil de esos atolones en el mapa del mundo. Se trata de la milagrosa e increíble odisea del pescador centroamericano José Salvador Alvarenga, de treinta y siete años, que reclama haber estado a la deriva por nada menos que trece meses. Un periplo que habría cubierto una distancia de doce mil kilómetros! Alvarenga, si Salvador no es su primer apellido, habría insistido -en solitario- en la hazaña que otros tres mexicanos cumplieron en 2006, luego de nueve meses de similar recorrido.

El pescador y su acompañante habrían perdido el gobierno de su embarcación frente a las costas del sur de México. Luego de quedar al garete, su compañero habría sobrevivido por solo cuatro meses. Alvarenga explica su exitosa epopeya en base a su inflexible dieta: aves, carne de tortuga y pescado, mucho pescado. Respecto a la bebida, reconoce haber tenido que recurrir ocasionalmente a su propia orina. En cuanto a su camarada, se habría visto forzado a empujarlo a las aguas del océano. “¿Qué más podía hacer?”, ha declarado el afortunado marino.

Hasta ahí, la aventura marca los lindes de lo inaudito y entra en los registros de las más inexplicables empresas obtenidas mediante el heroísmo. Sin embargo, hay algo que hace que la proeza se arrime al lado oscuro de lo incógnito, por inexplicable y quizá excesivo… Nuestro héroe no llega demacrado, ni con las muestras evidentes de malnutrición con que lastiman los naufragios; no exhibe labios partidos o encías lastimadas, ni tampoco pústulas u otras lesiones en el resto del cuerpo. Al contrario, aunque barbado, su imagen es la de un individuo rechoncho que se ha sabido burlar de la muerte y que ha vencido al océano…

A lo médicos les ha resultado inexplicable, si no sospechoso, que alguien pueda mantenerse, por más de un año, a base de proteínas y ausencia de carbohidratos; menos aún prescindiendo de ácido ascórbico (vitamina C), que solo se encuentra en frutas y hortalizas. Los pescadores y navegantes saben -desde la época de los grandes descubrimientos- que es casi imposible sobrevivir tan larga travesía solo a base de frutos de mar, debido al ominoso escorbuto! Pero… las grandes hazañas invitan con frecuencia a la incredulidad y a la conjetura. ¿Hizo Alvarenga realmente el viaje? ¿Fue esa la auténtica historia de su asombrosa travesía?

Medina, Arabia
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03 febrero 2014

Tácito, el implícito

A veces me topaba con su imagen en la pantalla; su actitud parcializada me fue dejando esa propensión al desprecio a que nos impulsan los esbirros (adjetivo). Un día buscaron a quien encargar la gestión de una dependencia con título rimbombante, creada con un objetivo acomodaticio; encontraron que, dada su natural obsecuencia, era el candidato propicio. Así consiguió que lo designaran como su esbirro (sustantivo)… Es que “esbirro” no significa necesariamente lo que muchos se imaginan: la voz nos viene del italiano sbirro y su etimología está relacionada, probablemente, con el capote que distinguía a esos funcionarios de inconspicua categoría: los esbirros. Con el tiempo, sus actuaciones habrían dado al término una nueva acepción: la del “secuaz a sueldo o movido por el interés”…

Si algo me llamó siempre la atención, fue aquel alarde de una enjundia de la que precisamente carecía. Era solo cuestión de tiempo hasta que pudiera demostrar su cínica parcialidad y la ausencia de sus auténticos pergaminos. Hace poco se ha desembozado por propia cuenta y ha desnudado su cultural indigencia cuando ha expresado una joya de singular antología. Ha sentenciado el funcionario que cuando se menciona a otra persona, debe señalarse de manera “tácita” (sic) lo que ella ha dicho y que aquello debe ponerse entre comillas… Intuyo (sí, porque se precisa adivinar) que lo que quiso utilizar el folklórico dependiente, fue el femenino de la palabra tácito - que significa callado -, aunque con un sentido ajeno y contrario, impropio e inadecuado: el de tajante, concluyente o explícito. 

No es de mi interés hacer un alarde de erudición; ello, ni me calza ni tampoco me corresponde. Solo es cuestión de consultar el diccionario de la Academia (DRAE) para indagar los significados y sentidos. Tácito se deriva del latín tacitus, a su vez participio pasado de tacere, que quiere decir callar. Significa, por lo mismo: 1. Callado o silencioso; y, 2. Que no se dice formalmente, sino que se supone o infiere. De otra parte, su antónimo sería la voz “explícito”, adjetivo utilizado - de acuerdo con el DRAE - para señalar algo “que expresa clara y determinadamente una cosa”. Viene, a su vez, del latín explicitus, que significa “que se despliega” o que manifiesta lo que se dice; se relaciona con el verbo explicar. Tácito es, por lo mismo, lo que no exige explicación, lo que está implícito, lo sobreentendido.

Como en las demás lenguas latinas, o del romance, tácito tiene una rica variedad de sinónimos: implícito, silencioso, secreto, cabalístico, confidencial, encubierto, escondido, ignorado, incógnito, oculto, privado, silencioso, callado, taciturno, mudo, silente, subentendido, latente… Por eso es que tácito está relacionado con otras voces nuestras como taciturno y reticencia. Taciturno, en el sentido de melancólico, de quien no habla con los demás; pero también callado. Y, reticencia (que viene de “retiñere”), palabra formada por el prefijo de intensidad re y por tacere (otra vez, callar), con el sentido de “obstinarse en callar”.

Pero nuestro “tácito” no es el primero que se ha dado en las arenas del tiempo. Tuvo ya un célebre como ilustre antepasado que se aventuró en esa ciencia que llamamos Historia. De él se dice que no era ningún mudo, ni que hubiera hecho mejor en permanecer callado. A más de historiador, Cornelio Tácito se convirtió en un destacado funcionario. Se hizo famoso por su elocuente oratoria. No fue un “escondido”, ni tampoco se convirtió en un “ignorado”. Se destacó también como senador, cónsul y pretor romano. No fue, realmente, ningún tácito!

Tácito estaba persuadido que para interpretar en mejor forma la historia, había que aportar con una visión, que había que opinar. Trató de ofrecer su percepción imparcial de los hombres y comentó los acontecimientos que se propuso relatar. No, no pudo haber sido un mero comisario! Su intención fue mejorar los métodos que cinco siglos antes habían pergeñado Heródoto y Tucídides; línea en la que habrían de acompañarle otros contemporáneos suyos, como Suetonio, Plutarco y Plinio. Ellos nos entregaron su personalísima visión de lo que sería el principio del fin del Imperio Romano. A ellos llegué gracias a Toynbee, Spengler y Gibbon.

Kano, Nigeria
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01 febrero 2014

Volar, verbo transitivo

Recién había dejado de orinarme en la cama, cuando un sábado por la mañana recibí una perentoria llamada telefónica. Gonzalo Ruales, mi tío político, quería que lo visitara en su casa esa misma tarde. Aquella sería una plática que habría de cambiar mi vida para siempre. Gonzalo quería saber si me gustaría hacer un breve curso en los Estados Unidos para convertirme, en pocos meses, en joven y flamante piloto. Así fue como se produjo mi ingreso inesperado a ese exclusivo círculo que es el de los pilotos de aviación. Tenía diecisiete años.

Con frecuencia medito en la circunstancia vocacional de los pilotos. No puedo dejar de reconocer que no todos nos convertimos en aviadores por ese impulso innato que llamamos justamente “vocación”. En más de un caso, no es aquella tendencia, o propensión interna, sino más bien otras y ajenas circunstancias las que determinan nuestra decisión profesional. Es que, como hubiera dicho Ortega y Gasset, lo que decide nuestra particular singladura son las circunstancias. “El hombre es él y sus circunstancias”; ellas son algo así como nuestro particular e inconfundible tipo sanguíneo, como un íntimo e irrepetible número de identidad.

Es siempre probable, en cuanto al asunto vocacional, que un buen número de profesionales aeronáuticos se hayan dejado infatuar desde muy tiernos por esa seducción glamorosa que los impulsaba a convertirse en pilotos. Ahí están los arrestos y el talante, la imagen del hombre indómito y temerario, la de ese ser altivo e impasible con que la cultura contemporánea asocia a menudo al aviador. No puede desdeñarse, tampoco, aquel perfil arrogante de la estampa del piloto en su deambular aeroportuario…  las airosas y seductoras azafatas, la tecnología sorprendente de sus máquinas, los envidiables periplos transatlánticos…

Pocos, sin embargo, caen en cuenta de la paradojal condición del “hombre del aire”. Ahí están sus ausencias familiares, sus solitarias y noctámbulas horas de desempeño, su escuálido reconocimiento económico o profesional que, en más de una ocasión, le obligan con frecuencia al aviador a probar lejanas culturas y latitudes… Así, él se convierte en un ciudadano del mundo, en un desarraigado de su propio terruño, en un apátrida nostálgico. El piloto que se aleja de su tierra se convierte así en un curioso y ávido explorador, pero también en un “desterrado”.

Por ventaja, muy pronto el aviador hace dos inesperados descubrimientos: el primero es la condición lúdica que posee su actividad. Sí, porque volar es una suerte de juego, una posibilidad -sobre todo con la tecnología y la automatización modernas- de entretenerse con las inagotables variables que la modernidad le ofrece. Hay ahí un desafío permanente, un envite a sus capacidades, un reto a su imaginación. Advierte que volar es un juego hermoso y divertido; aunque -y es importante aclararlo- reconoce también que es “un juego responsable”.

El otro factor que le depara una impensada riqueza (y utilizo el sustantivo con su doble significado) es esa suerte de bienaventuranza que constituye su constante deambular. Porque viajar representa una continua y perseverante revelación, un libro abierto, una inédita experiencia frente a otras razas y a otras costumbres, otras lenguas y paisajes; frente a otros hombres… Volar, entonces, se transforma en un gratuito y sorprendente descubrimiento, en una maravillosa e inigualable lección de vida que nos enriquece, que nos madura, que por fuerza nos convierte en más tolerantes, en más enamorados de la vida, en mejores hombres.

* Nota: esta entrada la titulé inicialmente "Volar, verbo intransitivo", pero luego caí en cuenta que "transitivo", de acuerdo a lo que define el diccionario, es un adjetivo que quiere decir "que pasa y se transfiere de uno a otro", exactamente lo que hacemos cuando aprendemos a volar o cuando enseñamos el oficio...

Jeddah, Arabia
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