30 abril 2014

Canonizaciones

El diccionario reconoce tres acepciones al verbo canonizar. La primera tiene que ver con el proceso religioso de declarar la santidad de un individuo; aquella declaración solemne destinada a incluir a una persona en el catálogo de santos, una vez que ha sido beatificado. La segunda puede invitar a la meditación y no está exenta de cierta ironía, equivale a calificar de bueno a alguien o algo, "aun cuando no lo sea" (las comillas son mías). Y, la tercera, consiste en aprobar o aplaudir algo.

Las dos últimas canonizaciones decretadas por el Vaticano representan la primera de tales acepciones, pero dan también lugar a los otros significados reconocidos; esto debido a las reacciones que tales canonizaciones pudiesen haber provocado. En efecto, aunque muchos -algunos fieles católicos principalmente- las han aplaudido, otros han criticado tales reconocimientos, pues insinúan que se habría calificado de bueno a alguien aun cuando su "santidad" no tendría suficiente respaldo.

Dos de los últimos papas, tanto el papa Roncalli (Juan XXIII) como el papa Wojtila (Juan Pablo II) han sido encumbrados a los altares. El primero se caracterizó por un talante bondadoso y fue el promotor de la reinserción de la Iglesia en los aspectos sociales. El segundo fue un papa viajero, un símbolo de reconciliación, tuvo activa participación en la caída del régimen comunista en su país natal; se lo acusa de no haber actuado en forma decidida en varios escándalos de abuso sexual que involucraron a ciertos miembros del clero mientras él ejercía el encargo pontificio.

Es conveniente comentar que estos procesos tienen sentido y diversos grados de importancia para quienes son creyentes y forman parte activa de la iglesia católica. Para quienes no lo son, incluidos quienes respetan estas seculares costumbres y creencias, esto de "santificar" a un ser humano, por muy apreciables que fueren sus méritos, es visto como un trámite caprichoso y un tanto arbitrario, se preguntan: ¿cómo así unos hombres han de venerar a otros, por muy especiales que hayan sido sus cualidades morales, por muy extraordinarios que nos parezcan sus méritos?

Quienes consideran que uno de los motivos para reconocer la santidad de Juan Pablo II es la postura que exhibió frente al comunismo, a menudo olvidan que este último constituye tan solo una doctrina política, una forma distinta de conceptuar el estado, una visión no necesariamente atea y ni siquiera antirreligiosa. El comunismo constituye una forma distinta de interpretar la idea de cómo mejorar la distribución de riqueza, de cómo el estado debe participar en la gestión de ese proceso. Sería perfectamente factible ser católico practicante y, a la vez, un convencido comunista.

Aquel famoso postulado de que la religión (cualquiera) no es más que "el opio del pueblo" no tiene necesariamente un sentido antirreligioso. Propone una denuncia frente al fetichismo como ingrediente motivador y como acicate a la ignorancia de la gente, y como un rechazo a las formas de explotación que ciertas organizaciones de carácter religioso ejercen sobre esos auditorios a los que intentan guiar y proteger.

Muchos cristianos se preguntan si de verdad hace falta que se siga incrementando el santoral católico. Si esto de seguir declarando nuevos santos es -y va a seguir siendo- un proceso continuo y constante, ¿qué se va a hacer con tanto santo en la Iglesia? Son tantos, que ni siquiera van a tener cabida en el propio santoral, tantos que muchos han dejado ya de ser recordados, no se diga venerados...

Los críticos de la iglesia católica, entre los que destacan muchos de sus mismos fieles, esperan profundas reformas en su estructura. Ellos no ven con simpatía la ausencia de enérgicas acciones por parte del papado frente a las insistentes denuncias relacionadas con ciertos abusos por parte de algunos elementos del clero. Sostienen que no porque estos constituyen casos aislados, ha de insinuarse que tales abusos carecen de importancia o que no existen. Mientras tanto, la iglesia católica no puede seguir cruzada de brazos y mantener su silencio frente a tales excesos.

Quito

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26 abril 2014

De piropos y silbidos

Ese habría sido el primer chiste picante que en casa me enseñaron a contar. Hoy, pasados los años, no puedo dejar de reconocerle algún ingrediente homofóbico. Lo curioso es que cuando lo contaba -y por entonces no tenía más de seis años- siempre despertaba el deleite de mis familiares y, sobre todo, de los amigos de mi padre, quien en forma recurrente me convocaba para que contara una nueva vez aquella hilarante historia del "mariposón"…

Por esos años, yo no me había percatado todavía del significado del terminajo. Estimo que quizá disfrutaba repitiéndolo porque estimulaba mi incomprendida celebración. El cuento se refería a un individuo que día tras día pasaba frente a una obra en construcción, sólo para comprobar que era objeto del incordio de unos albañiles que, con su insinuante silbido (¡juit-juiu!, ¡juit-juiu!), daban cuenta de que se habían apercibido del paso de ese personaje de tan afeminada condición. Cansado éste del repetido acoso, un buen día cruzó a la vereda opuesta y desde allí se dirigió imperturbable a su fastidioso auditorio: "¡gracias señores arquitectos!", ufano les replicó.

No estoy seguro si, para entonces, yo habría logrado aprehender el cabal significado de la broma en cuestión. Quizá la seguía repitiendo debido a la insistencia de la audiencia y porque, a esa edad, ya habría empezado a descubrir lo gratificante que resultaba estimular la respuesta ajena ante las insinuaciones que provoca el humor. Recuerdo, además, que ya desde entonces advertía esa inhabilidad mía para lo que desde siempre me pareció un arte complicado: la destreza de silbar. Entonces, como ahora, reemplazaba el silbido con la sucedánea onomatopeya (¡juit-juiu!, ¡juit-juiu!).

Pero así como nunca aprendí a silbar (ignoro si aquella inutilidad está impuesta por mi personal anatomía), tampoco cultivé la costumbre de decir lisonjas en la calle o de "piropear". Desconozco si esto tiene que ver con el tipo de educación que recibí en la casa o, si más bien, corrobora mi inveterada timidez. Es también probable que algo tenga que ver con lo distraído que a veces voy cuando camino por la calle, de modo que cuando caigo en cuenta que me he cruzado con una moza atractiva, ya es tarde cuando intento hacerle un guiño o dedicarle una sonrisa. Sin embargo, ¡cómo no advertir unas caderas opulentas o un regazo turgente, listos a espolear nuestra imaginación con esa sutil invitación que provoca su cimbreante balanceo!

Lo cierto que para aquello de echar un piropo soy nulo. Cero a la izquierda. No sirvo! Y es extraño que no lo haya aprendido, porque eso -decir piropos- era algo que escuchaba a mis vecinos de barrio, gente ocurrida, hilarante y desinhibida que, aunque de rato en rato soltaba un burdo ladrillo, por lo general hacía gala de chispa, salero elegante y generoso buen humor. Yo, por mi parte, quizá sólo aprendí a sostener la mirada mientras insinuaba una sonrisa con intención encubierta y sólo muy de repente pergeñaba un callado y halagüeño murmullo, no sin antes asegurarme de que nadie fuera a convertirse en mi inoportuno delator. Por eso, quizá pronto habré desistido de aquellos disimulados como susurrantes arrestos...

Hoy, esos ocasionales y cada vez más infrecuentes piropos son considerados por algunos como una muestra de acoso, mientras otros los siguen celebrando en el convencimiento de que aquellas formas de zalamería (¿seducción o conquista?) son solo manifestaciones de gracejo y picardía, que -lejos de fastidiar- más bien gozan de la anuencia y simpatía de las propias destinatarias ¿Son buenos o malos los piropos? Creo que ni lo uno ni lo otro. Intuyo que quienes los infaman o defienden tal vez han soslayado el punto clave: que hay piropos que suenan elegantes y otros que tan solo constituyen un avance indiscreto, una insolencia impertinente y peregrina.

Por mi parte, me conformo con insinuar con la mirada. Estoy seguro de que alguien sabrá interpretar, en esa oblicua insinuación, lo único que realmente me he visto forzado a callar: el testimonio de mi asombro y embeleso. No creo que ya nunca logre aprender siquiera aquella ajena destreza de lisonjear en la calzada. En cuanto a silbar... he de seguir todavía contentándome con un parco y abreviado juit-juiu…

Quito

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24 abril 2014

Entre la fantasía y la nostalgia

Tratábase de la historia de una estirpe condenada, más que a la soledad, al aislamiento y al olvido. Habían pasado apenas dos años desde su primigenia publicación, cuando "tuve que leerla" sin ese beneficio que regala el tiempo, que permite la meditación, la correcta relación entre los actores y aquel disfrute que tal vez sea uno de los mayores obsequios que nos pueda otorgar la literatura: la posibilidad de saborear una y otra vez unas frases, que como en esa novela, estaban engalanadas con la prodigalidad de su exuberante poesía.

Me habían concedido un plazo excesivamente perentorio a esa edad -tenía solo diecisiete años- para que la leyera, hiciese un resumen y lo expusiera en un concurso intercolegial, el del Libro Leído. No me animaban, por lo tanto, la curiosidad o el deleite literario; mi lectura obedecía a un sentido del deber, a esa urgencia que nos atropella cuando nos obliga el compromiso. Por eso, creo que esa primera lectura obedeció a motivos equivocados, tenía algo que ver con esa "e" mayúscula escrita al revés, como si fuera un tres, como un error de linotipista que se había dejado sin corregir, en la postrera palabra del sugerente título.

De su autor se había empezado a hablar con insistencia. Era quizá, ya en esos días, el más relevante representante de una nueva manera de hacer novela en el continente; era la suya, una distinta forma de narrar, donde con un método alambicado se hacían coexistir a la magia y al realismo. Las novelas que habían surgido en aquella década parecían utilizar un recurso común: semejaban más bien una superposición de cuentos, donde reinaba la fantasía, la irrealidad, la intransigencia del mito. Y eso era "Cien años de soledad", una obra novedosa por su técnica, sus recursos y sus artificios.

Creo que para entonces su autor ya gozaba del rédito intangible de la fama. Yo no sabía, sin embargo, si la música de su nombre se trataba del capricho de uno de esos apellidos compuestos, si el García estaba allí como ingrediente bautismal o si se trataba más bien de su apellido paterno. Desde siempre debo haber tenido la callada sospecha que quizás obedecía a esa añeja costumbre que habríamos heredado de los conquistadores de ceder al influjo rimbombante de mencionar, cual si se tratase de un blasón exclusivo, nuestros dos apellidos completos.

Como para muchos, me habrían de bastar las primeras frases para intuir -a pesar de mi premura- que me había adentrado en la lectura de una historia alucinante. Esa antigua memoria de Aureliano Buendía, aquella de "la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo" me habría de poner frente a frente con mi propio y más difuso recuerdo: la sombría mañana en que mi viejo "me llevó a conocer el mar", donde -más que el mismo océano- lo que habría de dejarme más duradera impresión fue aquello de comprobar que la playa era un rutilante plano inclinado donde jugueteaban las jaibas sobre un húmedo e interminable espejo...

Pero, el verdadero magnetismo de "Cien años de soledad" no estaba en la relación de una epopeya inverosímil; el imán que atraía en la novela -como ese artilugio novedoso con que los gitanos convulsionaron a Macondo- era la forma en cómo se contaba la historia, con esa mezcla de verdad y de fantasía que caracterizaron a las leyendas que contaron después de la cena nuestros abuelos, con ese mismo amasijo de ingenuidad e inventiva que nos hicieron escucharles -con la boca abierta- todas esas historias inverosímiles que nos hablaron de la sombra que se desplazó en el desván, la caja del "entierro" que parecía cambiar de sitio en una pared o la orgiástica y lujuriosa del escurridizo "Chutamuertos"...

En días pasados se ha alejado de nosotros el creador de esa saga apasionante. El Macondo de su novela inimitable estuvo inspirado en el pueblo de su niñez y en la persuasión de que la vida no es lo que a uno realmente le sucede sino cómo uno lo recuerda. Del mismo modo, su pueblo fantástico y mitológico siempre nos ha de ayudar a prefigurar -y rememorar- nuestro más lejano y exclusivo pueblo fantasma, uno de cuya existencia es suficiente que estemos persuadidos nosotros mismos: la patria inalterable de nuestra propia infancia, la que nos lleva y llevará a la soledad de nuestra nostalgia, esa que anima nuestros más íntimos recuerdos.

Quito

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22 abril 2014

Un asunto insignificante

!A medias, ni a correr! Esto decía un desaparecido amigo, en medio del centenar de expresiones que a diario utilizaba, para manifestar, si no su desafecto, por lo menos su suspicacia cuando se trataba de "ir a medias", sea en el sentido de compartir un gasto o en el de asociarse en algún negocio o empresa. Claro que esto representaba un juego ingenioso de palabras, con el que él quería poner de relieve lo inconveniente que puede resultar, en un momento determinado, tratar de desplazarse con premura mientras se carece de calzado...

Hago esta reflexión a propósito de lo fácil que es, en la vida, que se distorsionen nuestras buenas intenciones.... Esto vale inclusive para cuando lo que intentamos es favorecer gratuitamente a los otros con una cuota de buena voluntad. Es justamente ahí cuando nos resulta más difícil entender la naturaleza de la incomprensión e ingratitud ajenas. ¿Cómo es posible que se tergiverse nuestro propósito cuando solo nos impulsa el buen ánimo, la generosidad o el sentido de altruismo? Nunca como entonces calza mejor aquel axioma popular, ese de que "ningún comedido sale con la bendición de Dios".

Pocos meses atrás fui a visitar a un pariente que convalecía luego de una intempestiva hospitalización. En medio de nuestro coloquio pude darme cuenta de algo que parecía constituir su mayor incomodidad: me confesó que lo que más le producía molestia era una extraña sensación de frío en los pies y en lo inefectivos que le resultaban los esfuerzos ajenos para proporcionarle algo de calor. "Tengo los pies helados", me confesó.

Recordé entonces que en el Japón había descubierto la existencia de unas como plantillas que estaban elaboradas con material coloidal (gel), las mismas que utilizaba la gente en el invierno y que, una vez calentadas, ayudaban a mantener el abrigo corporal. Sabido es que los pies constituyen la parte del cuerpo que primero se enfría y que una vez controlada la sensación térmica en los mismos, es más fácil experimentar un sentido de abrigo en el resto del organismo. Le ofrecí -por lo mismo- a este pariente, buscar aquel cálido adminículo en uno de mis próximos viajes y obsequiárselo la próxima vez que lo volviera a visitar.

Así, una lluviosa mañana entré en Ámsterdam en uno de esos locales donde se expenden artículos ortopédicos y de rehabilitación. Le comenté al dependiente acerca del aditamento térmico que buscaba, de su propósito y virtud. Me aseguró que no lo tenía disponible, ni que tampoco hubiera escuchado de la existencia de semejante artilugio, pero que sus clientes siempre iban en busca de un cierto tipo de prenda que producía aquella misma generosa sensación. Me recomendó un almacén de montañismo, especializado en atuendos de invierno, donde vendían unos calcetines, fabricados con un material especial, que a él se le antojaban adecuados y útiles para esa misma condición.

La lluvia y el desconocimiento del sector, que el vendedor supo referirme, no me facilitaron la pronta localización del sitio en cuestión. Sin embargo, pude dar con el lugar recomendado, donde en efecto disponían de aquellos calcetines. A pesar de su excesivo costo (mucho más alto de lo esperado), le pedí al encargado que buscara en la bodega unos tres pares de aquellas medias que parecían tener gran demanda dada su propiedad. Mas, por lástima, esa vez disponía de un solo par.

Con la pena de no haber conseguido las plantillas, ni las medias en la cantidad que hubiese preferido, fui a mi regreso a visitar a mi pariente. Tenía la ilusión de entregarle mi insignificante obsequio, más como una muestra de afecto y como un testimonio de mis deseos por su convalecencia y pronta recuperación. Para mi sorpresa, más tarde he venido a enterarme que alguien habría interpretado mi gesto como un acto de talante un tanto cicatero… Es que, “¿a quién se le pudo haber ocurrido venir a regalar un par de medias?”…

Ya debería yo haberlo sabido mejor! Es que... “con” medias, ni a correr!

Casablanca

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19 abril 2014

Anuncio de tormenta

* Publicado en la revista Summer / EC
   Edición # 18. Abril de 2014
El día agoniza con el estertor de sus difuminados bermellones. Un resplandor oblicuo rasga, con su rúbrica de fuego, la terquedad crepuscular y anuncia la inminente llegada de la noche. Hacia la escondida cruz de meridión, como marcando idéntico rumbo al que persigue la derrota, una impronta intermitente emite sus sutiles y fugaces llamaradas. El cielo se empecina en enviar su borrascoso mensaje, el de su ira centelleante. El embravecido firmamento ha convertido en mensajero a su viejo y dócil escudero, el impávido horizonte.
Es una señal precoz pero inquietante. Los aviadores lo intuyen: es la proclama que anuncia la tormenta. Aquel testarudo mensaje disimula su advertencia con la intermitencia rutilante de una luminosa zarza ardiente. Ahí, alejados nubarrones, cual inocuos copos de algodón, exhiben su fulguroso brillo con terca y agorera persistencia. Es una inquieta sinfonía de destellos y colores: la travesura lúdica del trueno que corta con su escalpelo de luz en la callada cláusula de la noche.
Transcurridos unos minutos de expectativa e incertidumbre, la nave cabalga sobre el lomo de gigantescas formaciones. Con su cimbreante recorrido ha evitado, gracias a una elusiva estrategia, aún mayores espasmos y renovados sacudones. En breve, el destello fantasmal de los fuegos de San Telmo incendia con su fulgor los cristales del puente, mientras crepitantes llamaradas alumbran cual un rescoldo de fogariles y enceguecen con sus perdurables derroches.
Es aquél un espectáculo portentoso, de mágico y extraño magnetismo. En el instante proceloso, la impetuosa estática amenaza con incendiar la diminuta cabina con los últimos destellos de sus eléctricos resplandores. Ocurre entonces la agónica capitulación de la traviesa borrasca que, hacia el final de la tarde, va humillando su testuz ante el atrevido desplante de aquellos indómitos aviadores.

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16 abril 2014

¡Primer aviso!

Esto, lo del “stent”, ha resultado una especie de “gentle reminder”, un oportuno “recorderis” -como dicen en lenguaje coloquial-, una suerte de lo que en términos aeronáuticos llamaríamos un “call out”, o lo que los taurinos denominarían un “primer aviso”. Por suerte, se ha constituido también en lo que los que hablan en inglés llamarían un “blessing in disguise”; es decir, una bendición disfrazada. Y esto, no solo porque ha sido parte de una detección oportuna y anticipada, sino por todo aquel mensaje admonitorio que conlleva, por esa advertencia de que en la vida existe un proceso, aspecto al que debemos asignar una cuota de atención cuando enfrentamos eso inevitable e incontenible que se viene con “la edad”.

La enfermedad coronaria, a diferencia de la mayoría de las demás enfermedades, no sucede en forma súbita, es más bien una consecuencia, solo la parte final de un largo y silencioso proceso. La calcificación u obstrucción de las arterias del corazón no sucede de un momento a otro, es un trámite constante y continuo que va poco a poco, y en forma paulatina, afectando la eficiente circulación sanguínea en los vasos coronarios. El colesterol constituye una forma de sedimento que se va acumulando en forma pertinaz, sin que la persona afectada sienta ningún síntoma o efecto que le ayude a advertir de su callado avance.

No obstante, lo formidable del cateterismo en particular, es lo simple e incruento que resulta (no intento subestimar aquí ni la delicadeza del procedimiento en sí, ni el alto grado de destreza que se requiere para su exitosa realización; tampoco quisiera desestimar los riesgos que le pueden ser correspondientes). Además, el paciente permanece conciente a lo largo de toda la intervención. Solo se utiliza anestesia local y el enfermo puede observar en las pantallas de monitoreo la exploración que los médicos efectúan para determinar el grado de obstrucción que pudiera estar presente. Así, tan pronto como el paciente despierta de una posterior duermevela, se encuentra ya en condición de dejar el centro de salud y está listo para reintegrarse a sus actividades normales, sin restricción aparente.

La única huella que deja la angioplastia es el minúsculo corte en la zona donde se había producido esa incisión que se efectúa para permitir el ingreso del catéter. Y este no es sino un tubito muy delgado (quizá tenga la misma sección que la de una mina -o repuesto- de estilográfico) que tiene aproximadamente una vara de longitud. Este delgadísimo ducto sirve para transportar hacia el músculo coronario el material e instrumental que fueren necesarios para cumplir con las tareas de monitoreo y curación (reparación?) que puedan ser pertinentes.

En los casos en que la obstrucción es considerable y supera un determinado porcentaje, los cirujanos optan por provocar un momentáneo ensanchamiento en la arteria bloqueada; en él han de implantar un diminuto alambrito en forma de resorte (el “stent”), el mismo que es colocado en el punto de obstrucción y que luego se ha de confundir con el organismo en un proceso de fusión, cual si se tratara de una simbiosis permanente. De acuerdo con cuál sea la naturaleza de la lesión, uno -o más- de estos ingeniosos artilugios se han de instalar en forma simultánea y con carácter definitivo y también permanente.

Lo más sorpresivo del procedimiento es, sin embargo, la expedita y casi inmediata recuperación posterior que experimenta el paciente. Mejor dicho, no existe -después de la intervención quirúrgica- ese malestar postoperatorio que es característico en la cirugía tradicional. La única impronta que denuncia que se ha realizado este exploratorio arbitrio es la huella del pequeño corte que ha producido la incisión inicial. Allí, en esa misma zona, no es infrecuente que quede un no muy significativo derrame que desaparece en pocos días. De todos modos, no sería exagerado comentar que el alta médica se produce tan solo un par de horas luego de la salida del paciente del teatro de tan importante intervención.

Quito

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14 abril 2014

De mi terco corazón

Ha pasado exactamente un mes. El calendario no perdona y nos sigue recordando que la vida no es sino una cadena no interrumpida de imprevistos. Sin embargo, hasta aquí, no lo habría querido comentar, y no precisamente por ese factor que los psicólogos asocian con el escape o la negación de la realidad... Todo sucedió demasiado pronto y en forma que tampoco nada tenía de esperada. Bien visto, el episodio duró menos que lo que toma un implante bucal. Y la recuperación, sorpresivamente, fue más rápida y satisfactoria de lo que nadie se pudiera imaginar.

Nada hay más engañoso que la realidad cuando esta se disimula en los tejidos de la apariencia. Así, cuando a comienzos del año, y estando de vacaciones en Sydney, recibí una nota de la autoridad europea en la que se me pedía retomar un sencillo electrocardiograma, tomé aquella recomendación sin sorpresa, no sólo porque su mensaje estaba exento de carácter perentorio, sino también porque aquello de una arritmia ocasional era ya parte de lo que mis cardiólogos llamarían “mi perfil coronario”: la consecuencia de un poco sintomático "soplo" de nacimiento, cuyo trazo, en el artilugio de medición, se exhibe como si se tratase de mi huella digital.

Por ello que, en mi respuesta a la autoridad, comenté de mi carencia de sorpresa, mencioné la preexistencia de esa ya conocida condición coronaria y solicité un breve plazo a objeto de regresar a mi base de residencia, preparar los documentos médicos necesarios y enviarlos a la entidad médica para que, una vez satisfecha su evaluación, esta decidiera si hacía falta que me sometiese a un chequeo adicional.

Ya de vuelta en Quito, eso fue exactamente lo que realicé: una breve visita a un buen amigo, prestigioso especialista, para que me ayudase a preparar el respaldo que me había comprometido a enviar a la autoridad médica, la misma que certifica el sustento que respalda mi licencia profesional europea. Todo parecía envuelto en el tedioso celofán de la rutina aquella mañana. Nada hacía presagiar que algo diferente estaría por ocurrir. Como se anticipaba, se seguía presentando en forma persistente ese mismo trazo que me había sido detectado hace ya más de cuarenta años; era otra vez, aquella "huella digital" la que, luego de dos nuevos electrocardiogramas, parecía confirmar que no había nada distinto. Todo parecía idéntico esta nueva vez.

Mas, la fortuna siempre parece ir de la mano de lo imprevisto. O será que los facultativos, con el pretexto de nuestra propia tranquilidad, a menudo sugieren “un chequeo adicional”, uno que a ellos se les antoja innecesario; pero, a cuento de que este ha de contribuir a garantizar nuestro sosiego, nos piden que lo hagamos de todos modos (a nuestra discreción y a costo de nuestro propio peculio) para así confirmar su diagnóstico y eliminar el riesgo de cualquier sorpresiva eventualidad…

Así fue como, gracias a un par de pruebas adicionales, realizadas más bien para "satisfacer mi tranquilidad" se pasó a sospechar de la existencia de una obstrucción coronaria, en otras palabras: algo sugería que pudiera existir un leve bloqueo en una de las arterias de este, mi terco corazón... Una tomografía definitoria fue entonces recomendada, a menos que yo mismo estuviese dispuesto a zanjar la incertidumbre de una buena vez: se me ofrecía la alternativa de someterme a un cateterismo para explorar en forma directa la probable existencia de una obstrucción arterial.

Y eso, y nada más, es una angioplastia, un procedimiento por medio del cual se introduce un catéter a través de una arteria con el objeto de que llegue hasta el corazón. De confirmarse la existencia de un bloqueo, se implanta un diminuto adminículo en forma de resorte -lo llaman "stent"-, el mismo que se lo ubica en la zona donde se ha descubierto la obstrucción. Lo sorprendente es lo breve y simple del procedimiento. Resulta menos complejo que una extracción dental. En cuanto al proceso de recuperación: el alta médica se produce de inmediato y, a excepción de un breve periodo de reposo, el paciente recupera ipso-facto su normal actividad.

Quito

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09 abril 2014

Nono: un marco para la nostalgia

*  Publicado en la revista Summer / EC
    Edición # 17. Febrero de 2014


No, no es propiamente un valle; es más bien una hondonada, una vega angosta incrustada entre dos crestas que se disputan su espacio y la invaden con sus riscos. Allí, en el medio, un solitario camino interrumpe con un súbito requiebre su estrecho recorrido. Lo hace para anunciar la inminencia de la modesta plaza a cuya vera se recuesta, con recatada altivez, esa iglesia de color durazno que engríe a ese pueblo escondido. La gente lo conoce por “Nono” y nadie recuerda por qué, usando así aquella doble negativa, le bautizaron a esa aldea donde los viejos dicen que viven en paz hasta los perros de sus escasos vecinos...

Vuelvo casi medio siglo después. Respondo al llamado de la sangre; al desafío de la curiosidad y del recuerdo... Visto desde arriba, desde la cima del sinuoso camino, Nono se expresa como una cláusula de tranquilidad y serranía donde las tonalidades del verde se matizan y difuminan hasta mimetizarse con el infinito. ¡Quién diría que este sosegado paraje podría encontrarse a sólo pocos minutos del que alguna vez fue conocido como el recoleto y franciscano Quito!

Pregunto a quienes me conceden su pródiga hospitalidad que qué es lo que da esta tierra y de qué es lo que vive este pueblo. "Nos regala paz", me contestan; sin escatimar su orgullo, con un talante y una convicción que acicatean el alma y provocan compartir su bondadoso acuerdo, y el entusiasmo de su compromiso.

Nono es un conjunto de planos inclinados donde parecería que todas las gamas del verde, cual si se tratase de un caprichoso retaceado, se habrían sobrepuesto con ánimo travieso e impreciso. De pronto, hacia la media tarde, la intensidad de ese verdor cede y transige ante una neblina mezquina que celosa baja hasta los meandros del escuálido río. Lo hace para asignarle un marco a la nostalgia. Es quizá su discreta manera de custodiar los recuerdos que se guardan con cariño!

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08 abril 2014

Anatomía de un paisaje

Ese hermoso entorno que usted puede apreciar, leal amigo lector, el mismo que aparece en el recuadro de esta página, no es otro que el que yo observo y admiro al correr las cortinas de mi dormitorio al inicio de cada mañana. Cierto es que, dada mi posición de privilegio -especie de aventajado atalaya-, hay ocasiones en que la niebla oscurece mi inigualable panorama. Mas, por lo general, aquella estimulante vista está allí, mezcla de naturaleza y superposición urbanística, maridaje de los relieves cordilleranos y de esos otros elementos que configuran la ciudad: unas calles o avenidas, unos edificios y monumentos, unos parques…

Pero… ¿Es eso la ciudad? ¿No es la urbe algo más que esa -a veces- desapercibida ilusión que llamamos paisaje? ¿No hay algo más, un algo que justifique ese afán de sus hombres de vivir en medio de ese entorno, de realizar sus actividades allí, un algo que estimule al habitante de la ciudad a seguir en ella o a afincarse?

Si hemos de meditarlo con ponderación, el paisaje no configura, no constituye la realidad misma de la ciudad. Lo que verdaderamente importa es lo amigable y cómoda que la ciudad sea para vivir, el bienestar que ella ofrezca para radicarse, para vivir sus ambientes y rincones, para movilizarse… Por eso, cuando en las madrugadas retiro las cortinas de mi improvisado punto de vigía, sé muy bien que la ciudad es algo más que ese espectáculo que ofrece un deleite visual; ella está más bien en lo que vive, siente y espera su gente, está en los conflictos urbanos que tiene que enfrentar, en sus insatisfechos problemas de tránsito y movilización, en los riesgos que atentan contra su seguridad, en esa comparación inevitable entre lo que se le ha ofrecido y lo que realmente obtiene.

Y ese es justamente el contraste ineludible que en forma cotidiana me cabe comprobar; solo necesito observar la parte inferior del panorama, para apreciar los estancamientos de tránsito que la gente debe soportar, el desorden y carencia de control que tiene que sobrellevar, las limitaciones de la transportación pública que debe sufrir y tolerar… En fin, toda esa frustración que tiene que padecer, y también disimular, convencida -quizá- que en algún lugar ha de haber alguien que ha de estar preocupado por estudiar esa compleja problemática y que ha de buscar probables y -sobre todo- urgentes soluciones para convertir esa anarquía en un sistema eficiente, satisfactorio y confiable.

Cuando un día en Beijing el actual alcalde capitalino me inquirió acerca de la razón o motivos, que encontraba yo, para que una ciudad de ese tamaño tuviese tan sorprendente desarrollo urbanístico, sólo atiné a insinuar dos elementales aspectos: generosidad de espacios y planificación centralizada. No sé si en esto de la generosidad -o mezquindad- en la asignación de espacios para las obras públicas exista un ingrediente cultural; es probable que sí. Sin embargo, creo que en este -como en muchos asuntos de la modernidad- ya queda poco por inventar. Es solo cuestión de ver qué soluciones se implementan y aplican en otros países y lugares; entonces, tomar esa referencia y tratar de aplicarla a nuestra realidad.

En cuanto a la planificación, no siempre se cae en cuenta que no se trata de un recurso para el presente. Así como lo que hoy existe es algo que se vislumbró o no, que se anticipó o no, en el pasado, lo que mañana se disfrute -o se tenga que sufrir, tolerar y transigir- ha de ser consecuencia de lo que hoy se logre anticipar.

Quito

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06 abril 2014

Un perruno valor agregado

Hoy, mientras realizaba una abreviada caminata vespertina, me crucé con una pareja de aristocráticos caballeros que habían sacado a sus engreídos cachorros a dar un improvisado paseo. Mientras iba considerando si ellos habrían tomado aquella iniciativa, o si más bien habrían sido sus mascotas las que habrían sacado a pasear a sus dueños… pude escuchar que uno de ellos mencionaba esa fórmula omnipresente, hoy tan común y reiterada, aquella cantinela del “valor agregado”.

De pronto recordé que en los tiempos en que fungí como asesor municipal (“ad honorem” y “ad hoc”) en la alcaldía capitalina, escuchaba con relativa frecuencia otra parecida expresión, aquella de “la puesta en valor”, o de “poner en valor” tal o cual iniciativa o proyecto. Entonces me preguntaba si aquello tenía que ver con un novedoso y recién inventado concepto; o si se trataba, más bien, de una de esas expresiones que los burócratas ponían de moda para hacernos creer que estaban hablando de algo profundo y enjundioso, o para crearnos la impresión que habríamos quedado fuera de su privilegiado círculo, o que no habríamos asistido a una de esas clases exclusivas a las que parece que ellos sí asistieron.

Más tarde habría de caer en cuenta que aquello de “la puesta en valor” no era sino una manera de referirse a la intención de resaltar un determinado plan o asunto específico. Se trataba de impulsar, desarrollar y -además- promocionar una determinada empresa o proyecto. Así, se decía que había que trabajar para “poner en valor” la riqueza turística del centro histórico, por ejemplo, cuando lo que en términos más claros y sencillos pudo haberse expresado como que hacía falta desarrollar ciertos recursos a efecto de rehabilitar dicho lugar. Se me ha antojado, desde entonces, que se había puesto de moda una forma innecesaria, y talvez incorrecta, copiada de la locución francesa “mise -o mettre- en valeur”. Vale decir que se habría optado por “poner en valor” un superfluo galicismo.

Tal parecería que el término “valor” se presta para ese caprichoso juego que es el de los artificios. Basta hacer una breve consulta al diccionario para descubrir, o reconocer, que el mismo posee una rica variedad de acepciones, con significados siempre diversos y sugestivos. Valor puede representar precio, aunque también puede significar coraje o alto reconocimiento crematístico. Así se habla de caja o bolsa de valores, por ejemplo, o de valor añadido o agregado, y hasta de valor -en el sentido de arrojo o arresto- para enfrentar las circunstancias o el peligro.

Esto mismo del “valor agregado” parecería ser otra expresión que se utiliza en forma abusiva, tanto que daría la impresión que ha llegado a tener un sentido un tanto equívoco. Por doquiera que uno va escucha esa muletilla del valor añadido. Hoy se usa la expresión en forma tan indiscriminada que parecería tener una significación que trasciende ya su real contenido. Cuando uno viene a darse cuenta, el interlocutor solo quiere expresar la ventaja adicional que un producto tiene; o, si preferimos, se refiere exclusivamente a un beneficio subyacente que le otorga a ese mismo producto o negocio un motivo por el que debamos elegirlo.

Me he quedado pensando si no será que ya va siendo hora de que yo también adquiera una de esas mascotas que sirven -no sé muy bien- si de compañía o de pretexto. Quizá, antes de aventurarme a “poner en valor” semejante propósito, debería hacer ciertas consideraciones que me han de ayudar a reconocer su efectivo beneficio. Habré de asegurarme que mi contingente adquisición ha de tener un preeminente “valor agregado”. No vaya a ser que mis itinerantes escarceos se limiten a la mera satisfacción de ciertas urgencias mingitorias y escatológicas en los rincones y veredas que con tanto candor cuidan mis circunspectos vecinos…

Quito

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03 abril 2014

Aquella conclusión "innovadora"

Inoportuna e incoherente, pero sobre todo irresponsable! Con el paso de los días, esa es la impresión que nos deja la declaración que hicieran las autoridades malasias con respecto al destino del avión desaparecido y la suerte que pudieron haber corrido sus ocupantes. Si la singladura y ubicación del avión siguen envueltos todavía en la niebla del misterio, igual criterio podemos tener de una declaración apresurada que nunca se respaldó en una auténtica y confiable evidencia.

Aunque la tecnología matemática utilizada por Inmarsat -la compañía inglesa que ha estudiado la "probable" trayectoria y "posible" ubicación de la aeronave-, también ha sido considerada como inédita o innovadora ("groundbreaking", en el auto elogio de la propia compañía), la verdad es que dicha tecnología y los métodos de los que se ha servido no constituyen todavía un hito reconocido y comprobado.

Si ese “novedoso” método de ubicar la posición de una aeronave -por la naturaleza de las señales que uno de sus sistemas emite- sería ya una tecnología reconocida, ¿por qué, entonces, no se ha dado a esa misma tecnología nuevas, más valiosas y más prácticas aplicaciones? ¿En qué concepto científicamente comprobado se respalda la “incontrovertible” evidencia que hoy reclaman las autoridades malasias? ¿Si este no es todavía un método reconocido y fehacientemente comprobado, no son aventuradas las conclusiones que se han obtenido con su experimental aplicación?

Realmente lo único inédito e innovador es que se hayan utilizado probables señales emitidas eventualmente desde el avión desaparecido, para "interpretar" en forma bastante arbitraria esos minúsculos y brevísimos contactos -los llaman "pins" (alfileres) o "handshakes" (saludos)-, para determinar una información para la que no estaban diseñados tales equipos. Sería como tratar de determinar la altura de un objeto por medio de un instrumento que estaba destinado a medir su velocidad.

Si hay un factor inseparable de toda desgracia aérea es el de la especulación. Del mismo modo, si algo parecería estar siempre presente en la temporal o definitiva desaparición de aviones, es justamente la existencia de testimonios aparentes o inexactos que lamentablemente sirven de meollo para los procesos de búsqueda e investigación. Absurdo y cruel como esto parece, es una lamentable situación que parece estar relacionada con el torpe afán de protagonismo, con el ánimo catártico que tienen la esperanza y la especulación, tan comunes e inherentes no sólo a los procesos de investigación, sino a esa ingenua dimensión que es parte consustancial de la naturaleza y la condición humanas.

Lo grave aquí, y lo verdaderamente irresponsable, es convertir una conjetura, o algo que no está debidamente respaldado por una firme evidencia, en núcleo para una conclusión posterior. Esto en lógica se denomina sofisma y se aparta de los métodos de la metodología científica donde se va de lo general a lo particular, con el objeto de arribar a deducciones donde reinen la sindéresis y el silogismo. Actuar de otro modo, no sólo carecería de rigor, contribuiría a subestimar los mejores indicios y a distorsionar las únicas evidencias válidas, útiles para los procesos investigativos.

Se trata en el fondo de un asunto de integridad. Aquí, lo realmente importante es la consideración que merecen la angustia, la desesperación y el dolor de los allegados de los desaparecidos. El sufrimiento y desengaño ajenos no pueden depender de fórmulas experimentales, de cálculos matemáticos o trigonométricos que jamás se habían utilizado en forma anterior, ni habían sido comprobados posteriormente para validar su metodología. Es una lástima que se hayan desperdiciado más de tres semanas, solo porque se había otorgado crédito y validez a un método que no estaba todavía científica y universalmente respaldado.

Quito

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01 abril 2014

Fútbol 0 - Cinismo 5

No se lo puede tildar de histrionismo; allí no hay arte ni dramaturgia. Lo que hay es una serie de actos infames, burdos, donde afloran el desparpajo y el cinismo. Es una pena, pero en eso se ha ido convirtiendo el fútbol, el deporte de multitudes. Esto, a pesar de la moderna tecnología, que está allí pero que no se la utiliza, porque unos cuanto románticos dicen que le quitaría el ritmo que tiene el juego. A pesar de todos esos recursos disponibles, se siguen aceptando resultados espurios e injustos, que hacen que los que ganan no siempre sean los mejores, sino los que mejor trampean.

Y, por una extraña coincidencia, esto parece ocurrir en los partidos más relevantes, donde se enfrentan los mejores equipos, los que más seguidores llevan a los estadios; cuando esos mismos partidos son los que determinan las más importantes posiciones, y los que deberían ser justamente los que rescaten y promuevan el valor primordial que debería tener el fútbol: un sentido básico de equidad y de justicia.

Cierto que los hombres tenemos nuestros favoritismos y preferencias; a pesar de ello -y aunque con obstinación- aceptamos los resultados cuando somos testigos de que quien ha triunfado ha sido el mejor. Por eso, nada hay que perturbe tanto como perder cuando ha existido de por medio la trampa y la triquiñuela, el embuste y la sórdida simulación. Ahí es cuando comprendemos que se ha dado mérito no a las virtudes y al desempeño deportivo, sino al desparpajo y a la desvergüenza.

¿Qué podemos hacer? ¿Cómo solucionar este -aquí si, dramático- dilema? Creo que no queda más que utilizar la tecnología disponible, la que se usa en otros deportes. Aun a riesgo de interrumpir ocasionalmente el ritmo natural del juego, es necesario que se tenga que suspender su desarrollo, en el interés de revisar ciertos episodios que despiertan incertidumbre; para, luego de analizarlos, sancionar lo que se tenga que sancionar y devolverle al juego ese elemental, aunque perdido, sentido de justicia.

Cierto es que el fútbol es solo un deporte, solo un entretenimiento; mas, esto no quiere decir que no importa que en él no campeen los valores que queremos ver triunfar en la vida, aunque solo tengan que ver con unas capacidades, habilidades y estrategias de orden deportivo. El fútbol, en términos ideales, debería ser una moraleja de la vida, una oportunidad para reconocer y premiar unas virtudes y, desde luego, para reprimir o castigar la mala fe, las artimañas, los hechos fraudulentos que no queremos condonar ni aceptar nunca, ni en la cancha ni en la vida.

Sólo hace una semana se jugaba uno de los enfrentamientos que más interés y expectativa despierta este apasionante deporte, uno de los llamados "clásicos". Todo iba bastante bien hasta que se produjo una jugada susceptible de polémica. Se trataba de una pena máxima controversial (la repetición televisada de la jugada daba testimonio que tal pena era inapropiada, pues la falta realmente había sucedido fuera de la zona establecida); este simple error comprometía el resultado, aunque era comprensible la decisión arbitral dada la dinámica que tiene el juego.

Lo más ridículo sobrevino después, cuando un jugador del equipo contrario "se dejó caer" más tarde en esa misma zona, simulando una falta que nadie había cometido. El resultado de la sanción no solo que vino a premiar una burda trampa, sino que, a más de castigar con la penalidad, produjo la expulsión del aparente infractor; y con ello, se distorsionó ya para siempre el equilibrio elemental en el que debía estar basado el resultado de un justo evento deportivo… Es hora de castigar de manera firme y drástica la simulación. Solamente cuando se condene la trampa cínica y la mañosa afectación se ha de romper esa vergonzosa tendencia y se le dará al llamado “deporte de multitudes” el escenario de equidad que parece haber perdido.

Quito

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