26 septiembre 2014

El secreto del claroscuro

Vuelvo de tarde en tarde al barrio donde transité el final de mi adolescencia (mi mujer dice que esa es una edad en la que los hombres nos quedamos para toda la vida... Claro que yo no le discuto. Siento que tiene razón y que a todos mismo nos pone la vida en idéntico predicamento). Allí, en La Floresta, en una callejuela que antes estuvo poco transitada, hoy han instalado un pequeño cine cultural que dispone de dos salas diminutas. Y, en clara referencia a la inolvidable película de Federico Fellini, lo han bautizado de "Ocho y Medio".

Fui allá invitado para asistir al preestreno de un documental relativo a la vida y obra de ese sueco genial que fuera Rolf Blomberg. Su director, Rafael Barriga, había optado por un título sugestivo: El Secreto de la Luz (ello explica el nombre de este artículo). Hay en ese Ocho y Medio un ambiente más bien bohemio. Bulle en su concurrido bar una algarabía contagiosa; pulula allí una juventud inquieta (que decirlo ya es un pleonasmo) que se reúne con fines no siempre ligados a cinematográficos motivos.

Los demás, los que no hemos acudido con una intención profana, tenemos un claro cometido. Luego de los saludos, los encuentros inesperados y una corta espera, somos invitados a pasar a un pequeño recinto. Reina en la sala un cierto aire de nostalgia, pero ante todo, una muy comprensible expectativa. Luego de unas breves palabras dirigidas por el anfitrión, se da paso a la proyección de la esperada cinta. Me ubico en una butaca cercana al lugar donde se encuentra mi amiga Marcela, la hija de Rolf, y otros miembros de su familia.

Es El Secreto de la Luz, un gesto de gratitud, una reverencia a la memoria. Se destaca el guion por una estructura bien enhebrada y por su fidelidad con la vida de Rolf, con su obra y su biografía. En cierta medida, la presentación luce como un collage realizado con las cintas que fueran filmadas por el propio Rolf y con una serie de sus diapositivas que han sido insertadas para provocar un juego de escenas que ponen de relieve sus viajes, sus obsesiones, las pasiones que se convirtieron en motor y brújula de toda su vida. Y, en medio de ello, sobresale su primera obsesión, el íntimo disfrute de su propia familia.

La música consigue un logro preponderante. Otro encomiable acierto es la animación de los dibujos y bosquejos efectuados por el propio Blomberg en sus incansables y siempre bien documentados viajes. En este sentido, la película rescata la curiosidad, el espíritu liberal y explorador del personaje, así como su conciencia étnica de diversidad, su personal asombro por todo lo no descubierto, por lo lejano, por lo misterioso, por las sorpresas que descubre en la gente o las que le ofrecen los requiebres de la geografía.

Pero quizá sea esa profunda admiración que supo demostrar Rolf Blomberg por nuestro país, el factor más preponderante. Y este debe interpretarse como el más noble rescate que consigue esta bien estructurada cinta. Hay en ella una propuesta que obliga a revisar nuestro sentido de colectividad, a reconocer nuestra identidad sobre la base de aceptar nuestra diversidad, una invitación a no transigir con unos valores que a menudo son distorsionados por la ceguera, la mezquindad y la intolerancia que suele proponer la confrontación política...

Destaco una imagen que no por persistente está desposeída de un carácter emblemático. En ella, y en ese blanco y negro que fuera como la rúbrica artística de Rolf, él se sienta a explicar la tortuosa y descomunal distancia que había hace cincuenta años entre Suecia y el Ecuador. Mirando fijamente a su propia cámara y acompañado de ese mapamundi que fuera como un símbolo y amuleto en sus viajes por la vida, Blomberg toma una hoja plana de papel y la estruja para depositarla sobre una mesa. "Así es el Ecuador", impasible explica.

Nos queda la indeleble impresión, a los agradecidos espectadores, que el ademán de Blomberg conlleva un mensaje que trasciende la pura geografía. Ese papel arrugado refleja la diversidad de nuestra propia identidad como pueblo. Una diversidad frente a la cual aún no hemos hecho un esfuerzo por aceptarla y reconocerla.

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25 septiembre 2014

El rigor de las premisas

Un suceso inesperado, probablemente un evento colegial de orden deportivo, tuvo la nunca bienvenida circunstancia de alterar mi acostumbrada ruta a casa el otro día. Y, mientras lidiaba con la impaciencia que provocan esos trancones, tropecé de golpe con un graffiti que alguna mano anónima había borroneado en la pared de una estrecha calleja en el barrio de La Vicentina. “Si no aprecias lo que tienes -decía su abreviado texto -, pronto perderás lo que necesitas”… A veces en la vida, una sola frase de apariencia inocua, o quizá la repentina despedida de alguien a quien hemos conocido, nos puede poner frente a la revisión de nuestros códigos de conducta; o -lo que más importa- puede provocar un urgente replanteo de nuestros paradigmas…

Hago estas inopinadas y repentinas reflexiones mientras leo un grueso libro que me había recomendado en Seattle el dependiente de una librería. “Si está interesado en la lectura de Orwell -me dijo- debería interesarse en el “Atlas Shrugged” de Ayn Rand. Debo confesar que renuncié al impulso de comprar la obra -Ayn Rand fue una novelista rusa que había vivido gran parte de su vida en los Estados Unidos- más bien por un motivo impregnado de futilidad: el Atlas es un libro enorme, difícil de manipular. Tiene más de mil seiscientas páginas! Me atrajo, sin embargo, aquel curioso adjetivo (shrugged), el mismo que no puede traducirse literalmente porque, aunque contiene un significado, no tiene una total equivalencia en nuestro idioma.

Este “to shrugg” es efectivamente un verbo sin correspondencia en el castellano. Consiste en esa casi involuntaria acción de subir o contraer nuestros hombros para manifestar desinterés, apatía o indiferencia. Un “Atlas, encogido de hombros” no hubiera calzado comercialmente; por eso, comprendo la decisión editorial de haber convenido con aquel título por el que habría optado: “La Rebelión de Atlas”. Dice su prólogo que en una supuesta encuesta que se habría realizado, los lectores habrían determinado que es el libro que más les habría influenciado, después de la Biblia.

Atlas promueve la premisa de que el ser humano es un fin en sí mismo, que jamás puede convertirse en un medio para satisfacer los fines ajenos, y que no hay nada que justifique la propia inmolación. “No hay nada importante en la vida -dice un personaje- excepto el modo en que se cumple la propia tarea. Nada. Tan sólo eso. Todo cuanto seas procede de ahí. Es la vieja medida del valor humano". No extraña que la autora proclame, más tarde, variadas reflexiones: "Solo existe una forma de depravación humana: el hombre que carece de propósito". O: “No existe un trabajo despreciable, tan solo hombres despreciables a quienes no importa su tarea”.

Transcurrido el primer tercio del texto, Rand hace una formidable apología de ese valor hoy vilipendiado en el mundo: el factor dinero. Su diatriba procura reprochar aquel reclamo de que éste es la causa de los males de la humanidad. Su discurso nos obliga a revisar nuestros pretendidos silogismos. Sus meditaciones nos constriñen a cuestionar nuestras conclusiones. Muchas veces tendremos que admitir que si estas estuvieron equivocadas fue porque las premisas que usamos también eran falsas.

Atlas en la mitología es aquel personaje sacrificado que, exhibiendo la agonía de su sufrimiento, carga sobre sus hombros el inaudito peso de la esfera celeste (hoy se ha distorsionado aquella imagen y se le ha hecho que cargue el globo terráqueo). Por eso la autora rechaza que unos “solo tengan que dar y otros que recibir, que uno sea el que tenga que producir para que los demás solo tengan que consumir”. Esto quizá implique un replanteo de nuestros códigos morales… Un cambio de paradigma!

Hay una pregunta recurrente en la trama de la obra: “¿Quién es John Galt?”. Especie de ambiguo perífrasis que reemplaza a un: “¿Y, a quién le importa?”. La respuesta llega casi inadvertida y golpea como si fuese un desdeñoso reproche: “John Galt es un Prometeo que cambió de actitud: luego de siglos de ser picoteado por los buitres, en castigo por haber dado al hombre el fuego de los dioses, rompió sus cadenas y retiró su fuego… hasta que los hombres por fin se llevaron a sus buitres”…

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24 septiembre 2014

Errores simples *

* Por: Raúl Amaguaña Lema
   Diario El Universo
   Martes, 23 de septiembre, 2014

Actualmente, junto a la obra pública se pueden leer carteles publicitarios del Gobierno que rezan: “La Revolución Ciudadana financia esta obra”. Irónicamente, alguien podría comentar lo siguiente: “Pensé que esta obra se realizaba con fondos públicos que son de todos los ecuatorianos, pero parece que los Alvarado, los Mora, los Patiño y tantos otros ‘revolucionarios’ han tomado a conciencia su condición y han decidido donar sus fortunas para darnos obra pública”. Señores del Gobierno, rectificar es de caballeros dicen, lo más sensato sería mandar a reemplazar esa información que falta a la verdad por otra que diga: “Esta obra se financia con los dineros de todos los ecuatorianos”.

Este es uno de los errores más simples y entendibles que de alguna forma sintetizan los errores y aciertos del actual régimen. Es una pena que los frutos positivos del Gobierno actual sean enturbiados por los terribles desaciertos, que poco a poco empiezan a germinar el descontento de diversos sectores sociales, que ya han empezado a movilizarse, y más que movilizarse a desmotivarse de la llamada Revolución Ciudadana.

La marcha de los trabajadores convocada por el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) y otras organizaciones, como la Conaie, del pasado miércoles 17 de septiembre, fue inédita y masiva en el actual periodo presidencial. Según reportes de los medios de comunicación, se dieron enfrentamientos violentos entre los manifestantes opositores a la política del Gobierno central y miembros de la Policía Nacional, con un saldo de varios heridos y más de un centenar de detenciones.

Cabe señalar que las manifestaciones pacíficas y el derecho a la resistencia están consagrados en la Constitución de nuestro país; pero como siempre en estas circunstancias, mantener la calma y la cordura se torna difícil por la intromisión de los miembros del orden público y los ánimos exaltados de los manifestantes. En cuanto a los chicos que participaron en la última manifestación, no sería justo que la célebre rebeldía juvenil, de la que habló Juan Montalvo, sea reprimida con prisión y expulsión del estudiante. Sería otro error.

Recordemos que en Imbabura, una de las provincias que mantuvieron un apoyo contundente a Rafael Correa y su lista 35 desde el inicio de este proceso político, en las últimas elecciones el oficialismo perdió estrepitosamente, a pesar de una acertada inversión pública en toda la provincia. Pero el problema del Gobierno no está en las obras de infraestructura que se realizan en todo el país, de la que nos sentimos agradecidos; el problema está encasillado bajo la lógica de una “revolución” centralista, vertical y autoritaria, que ha permitido la degradación de la libertad de expresión, la imposición de leyes improvisadas e inconsultas, la metida de la mano a la justicia, la criminalización de la protesta social, la arremetida a la Constitución, el caudillismo, entre tantos otros.

La visión extremadamente contrastada de la realidad, que tiene el actual régimen, permite erróneamente dividir la realidad entre blanco y negro, entre derecha e izquierda, entre buenos y malos: “buenos los que están conmigo; y malos, mediocres, corruptos, limitaditos el resto”. Esta manía de ver la realidad política puede generar una peligrosa polarización del país, de insostenibles e impredecibles consecuencias…

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18 septiembre 2014

Un domingo en el vagón

Cumplir el trayecto entre el norte de Quito y la estación de Chimbacalle, durante las tempranas horas de un día de fin de semana, puede convertirse en una breve travesía. No bien se cubre el tránsito de la Vía Oriental, se toma un enlace que bordea la quebrada del río Machángara y se llega a la avenida P. V. Maldonado. Luego de una discreta cuesta, se llega al remodelado y bien mantenido edificio de los Ferrocarriles del Estado. Es un corto viaje que no toma más de diez minutos.

He vuelto a “la estación” medio siglo después. No puedo alejar de mi memoria las veces que venía acompañando a mi padre que, ante la falta imprevista de uno de sus conductores, debía tomarles la posta para satisfacer sus compromisos logísticos. Gestionaba él una pequeña compañía que transportaba varillas de acero desde allí hasta el centro de la urbe. Hoy el edificio luce limpio y bien cuidado; me recuerda a las estaciones españolas. Aprecio los esfuerzos que, en el área del turismo, han realizado las diversas iniciativas públicas.

Nos han convocado en forma muy temprana para realizar un abreviado paseo. El ferrocarril ha de iniciar su periplo desde ese lugar hacia la estación de Boliche, situada en el nudo de Tiopullo -en el límite más meridional de la provincia-. La circunstancia de efectuar un pequeño paseo en tren y compartir el itinerario con inéditos compañeros de viaje, hasta entonces desconocidos, crea un sentido de evidente como curiosa expectativa. Luego de los saludos iniciales y la toma de fotografías, se inicia el perezoso desplazamiento.

Iniciado el fragoso recorrido, la guía inicia sus explicaciones y relatos. Se trata de informaciones relacionadas con la historia del ferrocarril y la narración de datos anecdóticos que se suman a la descripción del paisaje. Este se refleja en una inesperada perspectiva. Eso de sentirse transportado en un medio que ya no es de uso corriente, crea un inevitable sentimiento de nostalgia, crea la conciencia de esa diferencia que existe entre el tiempo que ha creado la cronología y ese subjetivo valor que para cada uno produce la existencia. No se puede escapar a esa olvidada sensación que nos daban las montañas al parecer que retrocedían.

El panorama poco a poco va tornándose más rural. Es un peregrinaje a través de un conjunto de cumbres que se yerguen altivas y majestuosas. Así, se pasa revista a montañas que han dado margen a una diversidad de leyendas. Debido al nublado clima, aún no ha querido asomarse el retraído Cotopaxi. Mientras se disfruta del paisaje, uno no puede menos que apreciar la labor que en beneficio del turismo ha producido el esfuerzo de las instituciones. Una infrecuente nota no deja de sorprendernos: la ausencia casi total de turistas extranjeros.

El vehículo se detiene en las estaciones de Tambillo y de Machachi. Estas interrupciones se producen con orden y están alegradas con la presencia de grupos folclóricos. Surge la impresión que ellas tienen un carácter mingitorio, pues pronto se advierte que los vagones carecen de letrinas. Hacia esta parte del trayecto ya se han producido incipientes y animados reconocimientos y se han hecho inesperadas amistades. Los pasajeros han sido invitados a compartir sus personales anécdotas y a comentar acerca de sus pasadas experiencias.

Luego de un dilatado trayecto a través del pueblito de Chaupi, el sinuoso trajinar concluye en el esperado destino. Reina allí un tipo de vegetación diferente, donde prevalecen las coníferas, la floresta de altura y el pajonal. La estación se ubica a pocos metros de una vieja estación de rastreo satelital. Me recuerda las múltiples ocasiones que atravesé ese páramo en mis olvidados tiempos de copiloto de un parsimonioso C-47, luego de que, avistado el puente de Jambelí, se continuaba la travesía de ese paso hacia Latacunga con un rumbo de ciento ochenta grados…

El viaje de retorno se efectúa en un bus de turismo. El billete incluye un sabroso yantar en una amigable y bien dispuesta hostería ubicada en Aloasí. Una vez terminado el almuerzo, los viajeros son invitados a recorrer una de las granjas más diversas que jamás hayan podido visitar en su vida. Se destaca su cicerone, un aldeano locuaz en quien se funden, en raro y delicioso maridaje, la gracia del sentido común y la fuerza de la sabiduría. Su nombre es Ludovico, mezcla de prestidigitador, maestro de escuela y nigromante dotado de lozana picardía.

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12 septiembre 2014

Un tributo a la agonía

La muerte tiene sus sorpresas. Y tiene sus misterios… Y uno de esos insondables enigmas sucede aunque ella se acerque anunciada para darnos su ya inexorable manotazo; cuando se sabe que ya viene, sin ningún drama, sin atisbo de sorpresa. Es que hay veces cuando la vida se alarga demasiado y la agonía se convierte en un inaudito tormento para quien sufre y, además, para aquellos familiares que también padecen, porque también esperan… Es ahí -cuando lo irremisible se prolonga- que la vida debería ser una opción para quienes ya nada esperan…

Se ha ido mi querido tío Luis Aníbal. Algunas veces lo había mencionado en estas notas; tenía ya la admirable edad de noventa y siete años, casi una centuria! No hace mucho recuerdo haber escrito una nota en su homenaje. Cumplía entonces una cifra admirable: noventa años. Por un motivo que desconozco, los años nos van pareciendo más cortos en la medida que más envejecemos. Advierto también algo perverso y contradictorio: los sepelios de los ancianos se evidencian como mucho menos concurridos en la medida que se hacen más viejos… Qué injusto!

Su deceso fue, por lo mismo, algo que podía acaecer en cualquier momento. Hasta hace muy pocos meses se lo veía todavía bastante sano. Esto, a pesar de que en los últimos tiempos había experimentado una serie de intempestivas caídas, culpa de aquellas infames obstrucciones que en forma abusiva se han dado por instalar en las entradas de los garajes, en veredas y en esquinas, con el razonamiento de evitar que se estacionen arbitrariamente los automóviles, práctica que no sólo no se compadece con los peatones, sino que puede producir -y de hecho produce- graves como aparatosas caídas a minusválidos y ancianos.

Pocos días antes de que sucediera su tránsito, me llamó una mañana. Su voz sonaba premiosa y entrecortada. Quería recordarme una recomendación que semanas atrás me había efectuado; al menos, eso es lo que yo me imaginé: que me había llamado para recordarme una promesa. Mas, ingenuo como soy, tardé en advertir que realmente me llamaba para decirme su anticipada despedida.

Pocas semanas atrás me pidió que lo fuera a visitar. Lo encontré abatido, sombrío y desconsolado; su tortuoso quebranto, su triste y angustiosa tribulación, habían doblegado ya su ilusión por prolongar su vida. “No se te ocurrirá vivir hasta tan viejo -me dijo-, no sabes la zozobra y el martirio que es vivir así”. Me impresionó aquel concepto, la idea de que la vejez pudiese ser la respuesta a una “ocurrencia” y entonces pensé en aquel verso de la milonga de Troilo, ese que estuvo inspirado en la obra de algún escritor argentino, y que más o menos decía así: ”La muerte es una costumbre que suele ocurrírsele a la gente”…

Luis Moncayo fue un símbolo y un emblema para nuestra familia. Para muchos de sus sobrinos fue algo más que un segundo padre, no sólo fue el tío preferido, fue una suerte de héroe, fue nuestro personaje favorito. Su recuerdo será para nosotros fuente permanente de emulación, constituirá el ejemplo del hombre íntegro y cabal, el arquetipo del hombre generoso. Será por siempre un referente.

La tarde de aquella madrugada que concluyó su dilatada agonía, su viuda quiso que apreciara su gesto sereno y apacible en el lecho de su postrera despedida. No quise hacerlo, fiel -como soy- a uno de mis antiguos convencimientos. Pero no pude ya excusarme y transigí. Me extrañó que no completara su apostura aquel infaltable artilugio que habría de acompañarle durante toda su vida: esos sus espejuelos oscuros. Entonces se me ocurrió que no los utilizaba para esconder su minúsculo defecto, sino para disimular aquel candor que albergaba su corazón, esa especial magnanimidad de la que sólo era capaz la generosidad de su alma.

Un hombre tan bueno, como fue él, no puede sino merecer la paz en su sepulcro!

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07 septiembre 2014

De plegarias y ridículos

Mi madre había sido favorecida por una rara habilidad para el diseño y la alta costura. Esas destrezas suyas aportaron a satisfacer en buena medida los ingentes gastos que requería el presupuesto de nuestra familia. De hecho, uno de mis primeros recuerdos es una pequeña extensión que existía en su recámara, la misma que hacía las veces de taller de costura. Allí  habían instalado un pequeña cama angosta que la recuerdo cubierta de un blanco y espartano cobertor. Es la más vieja memoria que tengo de lo que fuera mi primer dormitorio. Hoy imagino que el haber tenido que compartir "mi propiedad" con aquella máquina Singer y esas enormes cestas de mimbre donde prolijamente ella ordenaba sus encomiendas, artilugios y retazos, debe haber morigerado en forma muy temprana mi ya incipiente altanería...

Su más secreta ilusión fue la confección de prendas que diseñaba y cosía para sus pequeños hijos. Ciertas tardes nos acicalaba con esas expresiones de su costurero ingenio, tomaba con nosotros uno de esos inolvidables colectivos que cubrían el precario transporte urbano y nos llevaba al centro del apacible Quito para hacer las diferentes compras que su oficio requería. No faltaron las visitas a esos almacenes donde expendían géneros de todo color e infinita clase de textura; no puedo olvidar a sus orondos propietarios, hábiles mercaderes de talante apacible que parecían pertenecer a una raza para mí aún desconocida. Luego de realizadas las necesarias adquisiciones, el itinerario se completaba con la fugaz visita a un templo, trámite sólo apurado por la perentoria promesa de la infaltable visita a una rica confitería.

Fueron esas abreviadas visitas a aquellos callados y mortecinos lugares de culto, sumadas a la oración que ella nos hacía rezar a la hora de ir a la cama, las únicas expresiones de piedad a las que estuvimos sometidos. Esto habría de cambiar muy pronto, ya que acaecida su prematura despedida, los trasiegos religiosos eran de muy alto rigor en el lugar donde fuimos a continuar la infancia: la casa de mi abuela. Allí era obligatorio el rezo del rosario vespertino, con sus repetitivos padrenuestros, glorias y avemarías; y, sobre todo, con esa ajena reiteración que conocían como letanía y que sólo la abuela, con su impecable dicción, noche a noche repetía. Era ésa una cláusula en la que sucumbíamos al tedio y a la modorra, sólo aligerada por la convicción de que el cumplimiento de aquel latino rumor era ya prometedora señal de que la devota ceremonia pronto concluiría.

Hoy sé que aquella mística repetición, que se profería y contestaba hacia el final del rosario familiar, se conocía como "Letanía de Loreto"; consistía en un rito de súplicas y alabanzas a la Virgen María que se ha conservado por casi quinientos años. Con el paso del tiempo (luego del Concilio Vaticano) la plegaria ha sido traducida a los diferentes idiomas, pues antes -al igual que la mayoría de los ritos y ceremonias religiosas del cristianismo católico-, se conducía utilizando un idioma (el latín) que poco a poco fue perdiendo su tradicional prevalencia. Vale decir, con lástima, que estuvimos repitiendo en forma casi automática una oración cuyo texto, en la mayoría de los casos, lo intuíamos pero nunca entendimos su cabal significado!

He recordado esas casi olvidadas e infantiles invocaciones al enterarme de la burda e insólita "adaptación" del padrenuestro católico que, sin cumplir con un mínimo sentido de respeto religioso y proporción, ha impulsado el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela que, en grosera muestra de plagio y carencia de imaginación, ha compuesto su "oración del delegado", con la que se expresa con ese lamentable cáncer que es el culto a la personalidad de ciertos líderes políticos.

Igual que nos sucedió a nosotros cuando éramos niños, hoy barrunto que tan nostálgicos devotos no tendrán idea del sentido de sus irreverentes y poco originales ruegos. Me queda la persuasión -convertida en método de consolación- que al igual que aquella letanía lauretana que en nuestro cansancio y sopor de infancia entonces repetíamos, su lectura ha de ser señal cierta de que los excesos del “chavismo” estarán viviendo ya sus postreros estertores un una patria que en forma harto diferente alguna vez soñó Bolívar. Amén.

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02 septiembre 2014

La felicidad, jajá, jajá

Aquel martes de diciembre uno de mis hijos, que a la sazón cursaba su primer año de colegio, vino a decirme que -como ya se acercaba su cumpleaños- quería irse al cine el sábado siguiente con todos sus amigos. Llegado el viernes, vino a recordarme de lo que para él ya se había convertido en una promesa; quería asegurarse que le iba a ayudar a satisfacer su ilusión, ya que yo mismo estaba ocupado, ese mismo día, en preparar una parrillada, ese preciso fin de semana, para mis propios amigos.

Al día siguiente, y mientras disfrutábamos del entretenido coloquio, el muchacho vino a despedirse, porque ya debía salir para la anunciada matinée y necesitaba de los requeridos fondos para financiar su presupuesto. Saqué entonces de mi cartera el dinero que juzgué sería suficiente para cubrir el importe de la película y cualquier otro antojo que pudiera presentarse en su excursión cinematográfica y sabatina. De golpe, noté en él un inesperado gesto de desilusión y de sorpresa. ¡Papi -me dijo- acaso que con esto voy a poder invitarles al cine a todos mis amigos!

La vida es así mismo, nos hacen "felices" cosas siempre distintas. No sólo que no necesariamente nos contentan asuntos y logros que en apariencia complacen a los otros, sino que muchas veces deja de ser importante o de halagarnos lo que un día nos llenó de satisfacción a nosotros mismos... Y es que, si algo caracteriza a ese valor que llaman felicidad, es justamente su carácter subjetivo. La felicidad es algo que no es susceptible de ser evaluado con estadísticas. Es imposible de cuantificar.

Es curioso, pero recuerdo que el concepto de felicidad fue un tema de conversación obligado en nuestra adolescencia. No sé, hoy mismo, si aquella forma de pretensión la ejercitábamos a objeto de asignarnos mayor importancia o fue, simplemente, nuestra primera y más inédita manera de iniciar nuestros escarceos en el recién descubierto arte de filosofar. Pero, pronto habría de comprender -o advertir- con mis condiscípulos, que eran justamente aquellos que más estaban interesados en debatir acerca del reiterativo tema, los que parecían no haber sido favorecidos por la cálida sonrisa de aquella dama elusiva y misteriosa que ellos llamaban felicidad.

Por mi parte, ya desde aquellos prematuros paliques, habría de comprender que discutir acerca del insípido asunto resultaba un tanto insulso y que, sobre todo, era muy dispar y variado el concepto o significado de lo que los demás podían entender por "felicidad". La felicidad no sólo era algo fugaz, efímero y -de nuevo- elusivo, sino que era algo tan transitorio que no merecía un nombre tan rimbombante, como si se tratase de un valor final. ¿No sería que así habían dado en llamar a unos huidizos y ligeros momentos de dicha? ¿No era eso, y no otra cosa, lo que llamaban felicidad?

Superados esos coloquios "existenciales" y ya abocados a la realidad de la vida, unos un tanto menos ingenuos hemos ido descubriendo que quizá lo que deba merecer tan ostentoso nombrecillo, no sea otra cosa que la paz interior. Ese extraño estado, en apariencia tan esquivo, que llena de plenitud y que consiste en la complacencia con la propia condición y que nos induce a una rara sensación de tranquilidad.

Por esto, me ha parecido tan presuntuoso y ridículo leer una entrevista efectuada a un funcionario público que se siente autoridad para hablarnos de un tema tan personal como es este de la felicidad. No sólo pretende darnos lecciones acerca del tema, el cándido personaje, sino que intenta convencernos que "ahora somos más felices que antes", pues en su ingenuo criterio la felicidad es susceptible de ser medida y las acciones gubernamentales son capaces de asegurarnos el "buen vivir" y darnos felicidad...

En los tiempos de mis primeras fiestas o "humoradas" juveniles, se hizo famosa una canción de Los Iracundos, que repetía el estribillo: "Felicidad, felicidad, mi mariposa que te vas"… Pronto vino la respuesta del otro lado del Río de la Plata, se trataba de otra tonada, interpretada por Palito Ortega, que a su turno proclamaba: "La felicidad, jajá, jajá, de sentir amooooor..." Empezó siendo una balada, pero pronto le pusieron ritmo de polka… Cuando uno la escuchaba era síntoma de que la fiesta había llegado a su punto de exaltación extrema. Pero también era anuncio y señal de que la farra estaba por terminar... Y, claro, todo gracias al amor!


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01 septiembre 2014

Como un acto de fe...

La vida se nos convierte a veces en una cláusula de espera, en un acto de fe. Eso han sido para mí estos últimos meses: como un acto de fe! Y es que... aquel día de marzo todo ocurrió demasiado rápido, casi sin que yo mismo cayera en cuenta… Y, para cuando se había decidido que me sometería a un cateterismo, para confirmar una posible obstrucción cardiovascular, era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Se hubiese encontrado o no la mencionada irregularidad, este era considerado ya como un “procedimiento invasivo”, un tipo de intervención que, a pesar de su asombrosa sencillez, determina una suspensión de seis meses en un oficio que lo he venido ejercitando los últimos cuarenta y cinco años de mi vida. Y así, sin que hubiese tenido tiempo para evaluar las implicaciones ni las consecuencias, en pocas horas tuve que admitir mi inminente nueva condición: debía afrontar una inesperada para médica para el siguiente semestre de mi profesión y de mi vida!

Podría pensarse que los seguros médicos vienen en nuestro auxilio en casos como este. La verdad es que -como la experiencia nos enseña y todos lo saben- los seguros no siempre son tan bondadosos, precisamente cuando uno más los necesita. Las pólizas con frecuencia contienen cláusulas excluyentes, aquellas que nunca nos dimos el trabajo de analizar ni de descubrir: la ominosa y nunca advertida "letra pequeñita"... Y es que, además, el mío es un contrato atípico, un "no contrato" si se quiere, en razón a que la mía es una relación "freelance", una que efectúo sólo cuando estoy disponible y solamente cuando “me necesitan”.

Esta situación particular implica que el seguro médico que debería protegerme en forma general y permanente, sólo es efectivo cuando me encuentro en actividad de vuelo; dicho de otro modo: “sólo cuando estoy disponible para realizar tareas relacionadas con el itinerario que ha sido organizado por mi empresa”. Esto suena -en principio- algo injusto, aunque tiene su implacable lógica, pues no existe una relación laboral permanente, no hay lo que se llama una “relación de dependencia”. El mío es un trabajo destinado a efectuar una tarea particular, un compromiso "a destajo" para realizar una tarea específica.

Es por este motivo, que utilizando una vieja nota humorística, puedo decir que en estos últimos meses he estado afectado por el SIDA (sin ingresos desde abril). Lo más importante: no he podido tampoco realizar una actividad que disfruto y que todavía me permite sentirme productivo.

No me ha quedado más remedio que "ponerme a esperar a que pase el tiempo". Existe para estos casos un protocolo que no sólo determina una suspensión temporal, sino un proceso de re-certificación específico que exige un número determinado de pruebas para confirmar la capacidad médica y garantizar la seguridad aérea que, como en este caso, pudiera estar involucrada. Cabe comentar que nunca me sentí mal médicamente y que si decidí someterme a la mencionada intervención fue justamente para asegurar mi idoneidad física.

Frente a esto, existen hoy varias posibilidades debido a que mi actividad está respaldada en dos licencias distintas: la nacional en la que consta la habilitación para el equipo que vuelo, y la islandesa que convalida la primera a efecto de que pueda ejercitar -en el ámbito europeo- sus prerrogativas y atribuciones. Puede inferirse entonces que he tenido que someterme a un proceso un tanto largo y riguroso; pero lo he aceptado consciente de las probables contingencias…

Ha surgido, sin embargo, un inesperado ingrediente de última hora: hoy existe un nuevo trámite para la renovación de visa para el país en el que me basa mi compañía. A pesar de que esa visa se me venía concediendo en el aeropuerto de ingreso, y de que nuestro país mantiene normales relaciones diplomáticas con ese país en forma específica, la entidad hoy encargada ha negado la renovación de mi visado debido a la nacionalidad de mi pasaporte (?). Espero que este asunto pronto sea revisado y corregido. Mientras tanto, he de sentirme abocado a un nuevo período de espera. Será, sin duda, como un nuevo acto de fe...

Quito

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