31 octubre 2014

La vida a cuadritos

De repente, aunque sea sólo de repente, tengo la impresión que estas que yo llamo "mis reflexiones", y que no son sino testimonio de mis frustraciones y de mi inveterada inconformidad, no siempre caen en saco roto. Sospecho que algún trasgo diminuto e impenitente, escondido bajo el desordenado escritorio de algún funcionario municipal, hinca con afilado lápiz la pálida canilla -y la cómoda desidia- de algún mal dormido burócrata y, con esa su voz trasnochada y meliflua, le conmina e invita a que alguna vez, sólo alguna vez, me haga caso...

Eso es lo que tiene que haber pasado, cuando las instancias responsables han emprendido en la iniciativa de crear una zona de obligatoria movilización en muchas de las más congestionadas bocacalles capitalinas. Dicha zona, en la teoría y en la intención, evita que los vehículos invadan la intersección a menos que el semáforo se encuentre en verde y que, además, exista espacio -después del mismo- para que el vehículo en referencia pudiera continuar movilizándose. Dicho en pocas palabras, representa un espacio en donde los automotores no están en condición de detenerse: estos sólo pueden transitar o movilizarse.

Dicho espacio, ha sido conspicuamente marcado con una cuadrícula que, para el efecto, ha sido pintada en el pavimento de aquellas encrucijadas. La medida emula una iniciativa que ya se aplica en las principales y más modernas ciudades del mundo; sin embargo, a mi juicio, aquí adolece de dos limitaciones o defectos importantes: el primero es que tales zonas han sido dibujadas en espacios que ya disponen de control policial, o ya están adecuada y suficientemente controladas (casi pudiera decirse que han sido instaladas justamente donde no son requeridas); y, segundo, su implementación se ha producido sin que exista ninguna campaña de educación vial. Mucha gente no sabe aún cuál es la utilidad, para qué sirven, ni cuál es el objeto de que hayan pintado aquellas cuadrículas.

Es urgente, por lo mismo, que el Cabildo emprenda en una efectiva campaña de promoción para dar a conocer a la ciudadanía, y a los conductores en particular, la finalidad de la medida. Resulta, por ahora, insólito que las zonas estén debidamente marcadas y delimitadas y todavía no se consiga el efecto anhelado porque la gente simplemente no conoce su objetivo… Con una campaña de promoción adecuada, no sólo que se conseguiría el alcance propuesto por la saludable iniciativa, sino que la medida pudiera hacerse extensiva a la mayoría de bocacalles de la urbe, con lo que se establecería una sana costumbre que vendría a dar agilidad y orden al ya caótico y congestionado tránsito de la capital.

Quito es una ciudad que ha crecido de un modo inusitado. Desde los albores del siglo pasado, viene quintuplicando su población cada cincuenta años. Justo es reconocer que este acelerado crecimiento se fue produciendo por una serie de factores coyunturales. En este sentido, debe esperarse que este crecimiento ha de tener un carácter lineal tan sólo por un par de décadas adicionales. En otras palabras, nadie espera que la cifra registrada al dar la vuelta al siglo (1’300.000) se vaya a quintuplicar para cuando la urbe haya llegado al año 2050 (6’000.000).

Hace tan sólo treinta meses una reunión de la CEPAL para población y desarrollo (mediados de 2012) estimaba que la población ecuatoriana habría de duplicarse para el año 2040. Si esta proyección trasladamos a las principales ciudades, no es descabellado pensar que la ciudad ha de contar para entonces con algo más de cuatro millones de habitantes. Estos estimados no pueden ser tan "optimistas" (si un crecimiento caótico y desordenado podemos calificar con este término) debido a que la tasa de crecimiento tiende a ralentizarse por la sencilla razón de que las familias tienen cada vez menos hijos y la natalidad tiende a controlarse.

Otros muy interesantes estudios del INEC anuncian que para el año 2030 estaremos "bajo el umbral de remplazo". "Esto quiere decir -dice el informe- que a partir de ese momento ya no nacerá suficiente gente para remplazar la población actual y poco a poco el proceso de envejecimiento hará que la población empiece a reducirse en tamaño”. Mientras tanto, se va a seguir produciendo un crecimiento demográfico difícil de enfrentar. La vida se nos va a poner cada vez peor. Sin duda, vamos a enfrentar una realidad "a cuadritos"...

Share/Bookmark

29 octubre 2014

El dilema de los árabes

Hay un escritor libanés que quizá no ha alcanzado todavía renombre por estas latitudes. Poco a poco, sin embargo, su extraordinario talento ha ido adquiriendo un reconocimiento cada vez más universal. Se llama Amín Maalouf; reside en Francia, donde se ha exilado luego de la guerra civil que afectó a su país de origen. Su obra tiene la particularidad, y la virtud, de combinar dos visiones a menudo contradictorias: la perspectiva occidental y esa otra que se nos antoja incomprensible y, a veces, impredecible: la mentalidad árabe.

He devorado con fruición, hasta aquí, dos de sus principales obras; aunque no son ni las más famosas ni las más relevantes. Me he entretenido con “El viaje de Baldassare”; y después he disfrutado con un texto histórico fascinante: “Las cruzadas vistas por los árabes”. En este relato, Maalouf hace referencia a los episodios de dos cruciales siglos de nuestra Historia, los mismos que, más que consolidar la hegemonía musulmana, habrían de establecer aquel aislamiento religioso y cultural que todavía persiste entre esas opuestas concepciones.

Si la narrativa contenida en “Las cruzadas” me ha obligado a subrayar tantos sucesos curiosos, y tantos datos y anécdotas de contenido trascendente, ha sido su epílogo el que ha tenido el raro efecto de hacerme meditar, no sólo en ciertos aspectos de la actitud árabe-musulmana, sino especialmente en la probable influencia que esa mentalidad pudo habernos legado, a través de la permanencia árabe en el Al-andaluz -la España que soportó tal influjo hasta el umbral mismo del descubrimiento-, en nuestro enfoque social y en nuestra estructura política.

Así, más importante que relatar las correrías de Saladino o los mutuos recelos que exhiben esas facciones irreconciliables, la obra del libanés tiene el extraño efecto de hacernos meditar en que las cruzadas, lejos de contener el avance del Islam, supo más bien provocar su efecto contrario… Sería con las cruzadas que el centro cultural del mundo habría de desplazarse hacia Occidente. En el criterio del autor libanés, esta traslación sólo fue posible debido a ciertas carencias (“taras” las llama él) que desde siempre aquejaron al pueblo árabe.

Maalouf argumenta que los más importantes héroes y dirigentes musulmanes que protagonizaron las cruzadas siempre fueron turcos, kurdos o armenios, pero que nunca fueron árabes; aquellos se habían asimilado como hombres de Estado, pero es sintomático reconocer que nunca se propusieron hablar en idioma árabe. Dominados y oprimidos, como extraños en su propia tierra, los árabes nunca pudieron consolidar el florecimiento cultural que habían iniciado en el siglo VII.

Pero la mayor carencia que Maalouf descubre es su incapacidad para crear y mantener instituciones estables. Mientras los europeos demostraron pericia en este sentido, los árabes comprobaban cómo toda monarquía quedaba amenazada a la muerte de su soberano y degeneraba en una nueva guerra civil… ¿Habría que culpar de esto a las sucesivas invasiones?, ¿o, tal vez, al origen nómada de sus diferentes pueblos? Lo cierto es que la ausencia de esas instituciones dejó consecuencias lamentables en lo atinente a las libertades. Los europeos, cuyo concepto de justicia tuvo aspectos que los árabes juzgaron de “bárbaro”, eran vistos como una sociedad “distribuidora de derechos” que se caracterizaba por un gran sentido de equidad. En cambio, en el mundo árabe el poder excesivo del príncipe supuso un retraso para el desarrollo comercial y el avance de las ideas.

En distintos campos, los europeos mucho aprendieron de los árabes. A través de ellos recuperaron la herencia de la civilización griega; adaptaron palabras como “cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, cifra”; aprendieron a fabricar papel y a trabajar el cuero, desarrollaron el arte de destilar el alcohol y elaborar el azúcar (estas últimas, palabras árabes). Pero, esas mismas cruzadas, que propiciaron un auge económico y cultural en Europa, provocarían para los árabes siglos de decadencia y oscurantismo. Quizá estos no supieron resolver un primordial dilema: ¿era necesario perder su identidad a efecto de modernizarse, o fue necesario rechazar la modernidad con el afán de no perder esa identidad?

Share/Bookmark

25 octubre 2014

Cuestión de redaños

Me ha escrito mi buen amigo y ocasional lector AP (cualquier parecido con esas sugestivas y excluyentes siglas es pura coincidencia). Me remite, el susodicho personaje, una jocosa como adefesiosa “tesis doctoral”, que intenta ser un cómico “divertimento” alrededor del sustantivo plural “huevos”. Me dice, mi provocador colega, a manera de reto o desafío, que “me apuesta ‘Un Huevo’ (las mayúsculas no son mías y desconozco si su propósito es otorgarle a la expresión un carácter superlativo) a que no me animo a escribir un artículo sobre esto”. Así que, aquí le va… y no me queda sino plantarle cara a tan incitante como jactancioso duelo!

He de empezar por referirme a dicho intento de “ensayo” alrededor de la voz “huevos”: el mismo se explaya frente a un término que en nuestro idioma tiene diversas acepciones, no sólo la relativa a aquel cuerpo redondeado que producen las hembras de las aves y que contiene el germen del embrión, ni tampoco la relacionada con los conocidos atributos masculinos… Empieza tal divertimento haciendo referencia al cambio en el sentido de la frase con tan solo modificar el numeral que acompaña al sustantivo. Así, el hablar de uno solo (como en ‘me costó un huevo’) implicaría una cuestión financiera; dos significaría arrestos o valentía (como cuando se insinúa que alguien tiene ‘un par de huevos’); tres significaría desprecio (como cuando declaramos que algo nos importa tres de aquellos suplementos). De idéntico modo, el uso de la fracción insinuaría dificultad (‘me costó un huevo y la mitad de otro’).

La nota hace caer en cuenta, además, en cómo el verbo acompañante transforma el sentido del sustantivo. Tener sugeriría ánimo o valentía (tiene huevos); cortar implicaría amenaza o riesgo (te corto, o me corto, los huevos). Hinchar, apuntaría a expresar molestia o hastío (me hincha los huevos); rascarse aludiría a vagancia (como en aquello de “estarse rascando los huevos”). El uso del color tendría también la virtud, o el defecto, de alterar el significado; así, la mención del violeta insinuaría frío (me quedaron los huevos morados); el uso de la altura aludiría a una condición de hartazgo (los tengo en el piso); el desgaste señalaría oficio o experiencia (como en ‘los tengo pelados de tanto hacerlo’)… Y así, por ese orden.

Como se puede colegir de la “enjundiosa” información, es claro que hay gente que parece tener tiempo de sobra para importunar con auténticas “huevadas”, voz que en una de las hermanas repúblicas meridionales también se utiliza para referirse a cualquier cosa, asunto o situación. Claro que, en dichas latitudes, no hay frase que no se consiga dar por terminada a menos que se decida escoltarla con el expletivo (y aumentativo) de “huevón”… En esos lugares, un “hueón” no es alguien con los testículos grandes, sino tan solo alguien tan tonto o tan zopenco que sus pesados adminículos lo convierten en flojo o no lo dejan pensar. Pero, así usado, no es precisamente una mala palabra, sino tan sólo una forma coloquial.

El uso del adjetivo es ya tan generalizado que, en algunos lugares, ni siquiera discrimina al sexo femenino (no es infrecuente el uso de “huevona”…). De aquí podemos dar un salto también a la mutación del término en la forma verbal de “huevear” que quiere decir incordiar, molestar y hasta haraganear, y no lo que un término parecido (huevar) implicaría, esto es “poner huevos”. Similar uso sería el del vocablo “ahuevar” o “ahuevarse” que no se refiere al procedimiento de dar limpidez al vino mediante el uso de claras de huevo, sino más bien a la condición de acobardarse para acometer una cierta empresa. En este sentido, sería idéntico a lo que en inglés se conoce como no tener “guts”, es decir entrañas o redaños.

Como se ha de notar, sí he tenido las agallas, o el necesario coraje, como para dedicar unas pocas letras a este poco enjundioso asunto… Me temo que, con esta publicación, alguien va a perder algo más que “un huevo”, y todo por andar en huevadas y creer que el uso de voces de uso general, por impúdicas que estas nos parezcan, no es parte del contenido natural que suelen tener los idiomas. No! Para cosas así, no me tiemblan los redaños (mesenterio o repliegue anatómico localizado en el peritoneo). No, ni siendo tan “hueón”, pu “hueón”!

Share/Bookmark

23 octubre 2014

La semántica de las expectativas

Parecería que el final del apasionante capítulo que ha tenido relación con mis prolongadas incertidumbres está por concluir; o que, por lo menos, ya está a la vuelta de la esquina… Ha sido este último semestre, más que un período caracterizado por una cierta nota de suspenso, uno signado por ese factor tan contradictorio y perjudicial en que a menudo se nos convierte la esperanza. Esto, porque confiados en unos resultados que se auspician como positivos, optamos por dejar pasar el tiempo, por estar “pendientes”, por “no hacer nada”.

Hubiese creído que, satisfecho el protocolo de inactividad profesional que se me había impuesto como consecuencia de una intervención médica, todo hubiese sido cuestión de recuperar los privilegios que derivaban de mi re-certificación aeronáutica. Mas, en la práctica, esto no ha sucedido con la esperada fluidez. En parte, se ha debido a que he tenido que duplicar este proceso con las autoridades médicas europeas; en parte, también, a que sus métodos de comunicación oficial prescinden de los medios modernos; y, finalmente, debido a esas coincidencias de las que nunca están exentas nuestras circunstancias. Al fin y al cabo, como creo que dice Stefan Zweig en su biografía de Américo Vespucio, la vida no es más que un travieso “desbarajuste de casualidades, errores y malentendidos”.

Así, aunque un poco tarde, había preferido “curarme en sano” y había decidido considerar unas pocas opciones -escasas a mis años- que me hubiesen permitido permanecer activo y productivo por unos pocos meses (años?) más. Es curioso como la edad y la experiencia pueden, en determinadas circunstancias, pasar a convertirse más bien en una rémora y en un impedimento. Esta es una etapa cuando pasamos a advertir que nuestras destrezas nos empujan hacia el absurdo e inesperado abismo de “saber demasiado” o de estar “sobre-calificados”…

Entre esas oportunidades -todavía disponibles- hubo una que atrajo mi atención. Se trataba de una opción para gestionar el área administrativa del departamento de aviación de una compañía petrolera. La oferta suscitó enseguida mi interés; probablemente debido a que fue precisamente en ese tipo de operación en el que desarrollé mis primeros años de aviación y porque entendí que pudiera tratarse este de un reto motivador, no carente de asuntos novedosos, de procesos en los que pudiera aplicar mis pasadas experiencias; en fin, un interesante desafío.

Luego de un prolongado trámite de selección, he sido notificado que habría sido escogido. Advierto, sin embargo, que aunque no he concretado un compromiso definitivo y formal (no he firmado un contrato todavía), todo parece indicar que cumplidos los requisitos de “vinculación” e “inducción” pronto se ha de producir mi incorporación definitiva. La posición es de tipo gerencial; sin embargo, en la nómina consta la función con el sugerente título de “coordinador”. Cuando me han preguntado en las entrevistas si frente a esto tengo algún tipo de reparo o de oposición, sólo he atinado a ponderar la riqueza semántica del verbo coordinar.

Efectivamente, el diccionario define “coordinar” con dos acepciones distintas: una, la de “disponer cosas metódicamente”; y otra, aquella de “concertar medios, esfuerzos o elementos para beneficio de una acción común”. Para desarrollar este doble concepto, hurgo otra vez en el diccionario, insisto en mi prurito de la búsqueda de definiciones y encuentro así que “disponer” goza de una generosa cuota de sentidos: ordenar (en el sentido de mandar); valerse de algo; ordenar en el sentido de colocar en orden; organizar o poner en situación conveniente. Disponer podría también significar preparar, en el sentido de prevenir.

En cuanto a “concertar”, el pesado texto se refiere al término con el alcance de distintos y variados conceptos: como componer y ordenar; pactar y acordar; cotejar y traer a identidad; concordar y poner en correspondencia una cosa con otra. Encuentro, por lo mismo y en resumen, que esto de coordinar cubre y suple las características y requerimientos de la tarea que me he propuesto encontrar. No escapa a mi humilde criterio el que habré de poner énfasis, al cumplir con mis nuevas funciones, en un sentido de orden, de enlace y de efectiva comunicación…

Share/Bookmark

17 octubre 2014

El hombre que saludaba

Hoy lo he visto una nueva vez. Caminaba por la otra orilla de la calle y lo hacía en idéntico sentido. Paraba de trecho en trecho, se detenía para hacer un breve comentario o simplemente para responder un apretón de manos o contestar a una sonrisa con un abreviado gesto. Algún día lo recordaré como al "hombre que saludaba", aunque no me anime la certeza de que habré de ser yo el que primero tenga que abordar aquella rauda y misteriosa nave de derrotero impreciso...

Nos une la identidad en la cronología, pertenecemos a una misma generación; hoy coincidimos en un mismo oficio, si es lícito llamar así a la falta de ocupación. Ambos sabemos que la vida muchas veces nos castiga con sus caprichos, a unos les reprende por su candor o por su exceso de generosidad, a otros por que quizá se atrevieron a pensar distinto... Nunca, o casi nunca, nos hemos visitado, en ocasiones paramos en nuestras caminatas y nos ponemos a charlar, no siempre nos identificamos en nuestras apreciaciones y conceptos, pero tanto él como yo sabemos que así de mutuo es nuestro aprecio y nos reconocemos como "amigos".

No sé hoy mismo qué es lo que hace, encuentro indecente preguntarle cuál es su forma de sustento. Las circunstancias de la política, que casi siempre son fugaces, me dicen al oído que ha de llegar un tiempo que sabrá devolverle el ejercicio de su oficio. Mas, por ahora, medio excomulgado como está, su vida se circunscribe a esperar, a gozar de esa costumbre que alimenta aquella ficción de ser feliz: ese hábito de la lectura que a él le ayuda a satisfacer la renovación de su esperanza... Por lo menos hasta que algún día pierda vigencia esa su condena personal, ese su inesperado ostracismo, decretado por un oscuro y atrabiliario "santo oficio".

Pienso en la condición de quienes se dedican a un cierto quehacer y que, de pronto, se ven forzados a tenerlo que abandonar; en lo arduo de esa circunstancia, en lo tardío y paradojal de abocarse a considerar una actividad distinta de la tarea que les otorgó su especialidad. Medito también en su callada resignación, en que tal vez su solitaria esperanza se restrinja ya sólo a la postergada promesa de prepararse a gozar de aquellas "setenta y dos vírgenes perpetuas" que, es de suponer, Alá les tendrá tal vez reservadas en el paraíso...

Setenta y dos huríes de grandes y hermosos ojos que, cual en remozada versión del mito del legendario Prometeo, regenerarán la huella de su instantánea pasión tras el esforzado clímax de cada nuevo como perentorio encuentro. ¿No resultará ésta una concepción demasiado libidinosa de esa forma de erótica y paradisíaca diversión? Y, si dichas vírgenes siempre han de recuperar su perdida condición, pienso yo, ¿para qué querremos seis docenas, si nos habría de bastar con unos cuantos ejemplos? Y esto, en la nunca consentida premisa de que esa sanguinaria forma de copulación se fuera a convertir en ansiado ideal del placer venéreo.

"Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre", proclama el sabio aforismo. Creo que si del tema tratásemos con "el hombre que saludaba" él ha de coincidir con mi haragana cavilación, y estará de acuerdo conmigo en que hemos de preferir una generosa dotación de textos de lectura para paliar las horas de tedio (cansados ya de deambular por la vereda de enfrente) cuando nos encontremos, sin tener qué más hacer, allá en el paraíso... A fe mía que algo anda mal en las alcoránicas promesas, en aquel nirvana de plazos ofrecidos.

¿Quién sabe?… Setenta y dos! Estoy persuadido que esa sola mención se le ha de antojar al "hombre que saludaba", como un guarismo orondo e innecesario, una ecuación de carácter, si no perturbador, harto cansino y, por tanto, excesivo…

Share/Bookmark

13 octubre 2014

Una “cossa” non sancta

Hago cuentas y advierto que no habría cumplido todavía doce años. Para entonces, debo haber estado cursando los últimos días de primaria. Era junio y me habían mandado a “guardar turno” en la clínica del Seguro Social, ubicada frente a la iglesita donde supuestamente me habían bautizado. De pronto, un ruido desacostumbrado empezó a escucharse por toda la ciudad, era que las campanas tocaban a rebato. Había fallecido Giuseppe Roncalli, un papa de catadura rolliza y talante bondadoso que había escogido el nombre de Juan XXIII.

Roncalli era un hombre sencillo que exudaba bondad, pertenecía a una humilde familia de aparceros o comuneros. Es probable que su primera muestra de sabiduría haya sido justamente la elección de su nombre pontificio. Y es que en la época oscura del Cisma de Occidente -esos tristes y nunca olvidados cuarenta años cuando llegaron a reinar simultáneamente hasta tres papas- ya había existido otro pontífice con el mismo nombre (también Juan XXIII), que hoy es conocido como un antipapa. Su nombre era Baldassare Cossa, había sido electo cuando todavía era un cardenal muy joven a quien habían ordenado sacerdote el día anterior!

La confusión creada en el medioevo cuando habrían existido dos papas de nombre Juan que reinaron en el mismo año, sumado al deseo de Juan XXI de saltarse el orden para arreglar de una vez por todas el conflicto (nunca hubo un papa Juan XX), le habría puesto a Giuseppe Roncalli en idéntico predicamento. Y quizá en el ánimo de consolidar el carácter espurio del antipapa Baldassare optó por seleccionar un nombre que asignaba nuevamente un sentido de orden a la inexacta numeración. La historia de la iglesia está llena de estos episodios donde más de una vez encontramos vicarios o impostores. La leyenda habla incluso de una “papisa” que, por coincidencia, habría también tomado el nombre de Juan…

Había sido en el reinado “paralelo” del primer Juan XXIII que supo destacarse un secretario papal de quien parece que la historia ya se ha olvidado. Su nombre era Poggio Bracciolini, un humanista de principios del siglo XV que supo distinguirse por su irrefrenable afán por encontrar libros y manuscritos que no se habían descubierto o que se los daba por extraviados. En una historia apasionante, que inclusive habría de hacerle merecedor del Premio Pulitzer, el escritor Stephen Greenblatt narra en “El Giro” la historia de ese buscador, erudito y copista que tuvo la fortuna de dar con el “De Rerum Natura” de Tito Lucrecio Caro, un poema de la antigüedad que rescataba la olvidada filosofía del sabio griego Epicuro.

Ese descubrimiento, el de “Sobre la naturaleza de las cosas”, habría no sólo de motivar un cambio de dirección en nuestra filosofía, sino que impulsaría el cambio de actitud que habría de consolidarse en lo que la Historia habría de conocer más tarde como “Renacimiento”. El influjo que produjo el extraviado poema de Lucrecio es incalculable, su mérito estuvo en recuperar las ideas de Epicuro, cuyo pensamiento se había distorsionado al interpretarse que él predicaba que el objetivo fundamental de la vida era la búsqueda del placer.

Desde cuando se produjeron los esfuerzos investigativos del erudito Bracciolini, las ideas de Epicuro han servido de contrapeso y punto de equilibrio en nuestra cultura, han servido de sustento al pensamiento de gente como Giordano Bruno o M. de Montaigne, han procurado redimirnos de aquellos miedos a los dioses y a la muerte que caracterizaron por siempre a esos dogmas de los que se impregnó nuestra concepción religiosa. Para Lucrecio, eso de vivir aterrados por la idea de la muerte resultaba una necedad y una locura. Era importante saber aceptar lo de efímero que hay en la vida y saber disfrutar los placeres que ofrece el mundo.

Con el descubrimiento del poema de Lucrecio, poco a poco se ha ido produciendo un cambio de paradigma en la filosofía occidental. Hemos ido comprendiendo que no puede haber nada de perverso en la curiosidad o en el individualismo, y tampoco en la búsqueda ocasional del placer, en el deseo de satisfacer nuestras exigencias corporales. Hemos comprendido que nada de malo existe en disfrutar de la vida y en dar gusto de vez en cuando a nuestros deseos… Es que, la vida es más auténtica cuando sabemos prescindir del premio o el castigo.

Share/Bookmark

06 octubre 2014

Meditaciones de un quijote

No, ya no me gusta viajar por nuestra Sierra en estos días. Siento una extraña mezcla de ira, pena y frustración. Observo esos rescoldos apagados, esos bosques chamuscados, esas laderas calcinadas y me estremezco con un aire de repulsión, coraje y pesimismo. ¿Cómo es posible, pienso, que se hayan dado esos torpes episodios en los que se han juntado la indolencia y la negligencia, la estúpida travesura y la criminal intención? ¿Cómo es posible, me pregunto, que esta absurda insensatez tenga que repetirse, una y otra vez, cada nuevo verano?

Cierto es que no todos esos siniestros se han producido necesariamente como consecuencia de la acción insensata o desaprensiva. No escapa a mi reflexión que muchas de estas desgracias son la lamentable consecuencia de la conjunción extraña de accidentes marcados por la casualidad. Una fogata mal apagada, un cigarrillo abandonado en el lugar equivocado, un recipiente de vidrio dejado en un paraje desatendido, pueden provocar -a su turno- un flagelo de consecuencias incalculables. Yo mismo, que siendo todavía niño provoqué alguna vez un devorador incendio en mi propio hogar, sé cómo se producen esos accidentes.

Y pienso en todo este trágico derroche mientras conduzco frente al que fuera el "viejo" aeropuerto capitalino. Y advierto que me invade idéntico sentimiento… Experimento una curiosa mezcla de impotencia, nostalgia y confuso desasosiego. ¿Cómo fue posible, me pregunto, que a nadie se le haya ocurrido mantener esa importante infraestructura para darle una mejor utilidad, o justo para aquellos casos en que la naturaleza nos demuestra que no deja de tener sus motivos?...

Hoy mismo, que con tan buenas y publicitadas carreteras, un leve temblor de tierra ha venido a recordarnos que no basta con unas pocas vías en formidable estado, que estas no son suficientes si no existen también caminos alternativos, creo que no podemos dejar de aprovechar el mensaje que nos deja la naturaleza y considerar que en caso de interrupción de un solo puente o del daño temporal de la vía al aeropuerto, la ciudad de golpe se quedaría aislada porque no existe una alternativa para -por lo menos- poder gestionar la parte más importante del tránsito que maneja el actual aeropuerto capitalino: los vuelos Quito-Guayaquil.

Es que, si bien se medita, lo medular del tránsito aéreo que maneja el aeropuerto de Tababela es el intercambio institucional, comercial y empresarial que existe entre las dos principales y más populosas ciudades del país. Este movimiento, por propia cuenta, ya justificaría y satisfaría, la reapertura del viejo aeropuerto, hoy convertido en impreciso y desarticulado parque público o área de solaz y entretención. Este, adecuadamente re-acondicionado, bien pudiese atender la utilización de aviones del tipo que hoy en día se utilizan para las operaciones de intenso cabotaje, que es lo que se conoce en otras partes como "puente aéreo".

Lo mejor de todo es que no se tendrían que efectuar gastos onerosos. La pista, el terminal aéreo, los estacionamientos y otras facilidades ya se encuentran allí. Sólo se trataría de hacer estudios, resolver su reinauguración y optar por la decisión política. Así, las distancias y sobre todo el tiempo, volverían a acortarse. El viejo aeropuerto volvería a convertirse en un instrumento de consolidación para un tipo de tránsito que debe ser atendido y estimulado. Las relaciones entre la capital y el puerto principal pasarían a ser un motivo no sólo de intercambio, sino que constituirían un medio efectivo que aporte a la integración nacional.

No hay argumentos técnicos para no proceder en este sentido. La infraestructura que debe proveerse no implica erogaciones significativas. El que las dos pistas tengan que compartir un tramo de viento en la aproximación no es tampoco un insoluble inconveniente, como alguna vez se dijo. Este es un asunto que, como lo pueden testimoniar los operadores de tránsito aéreo, puede gestionarse sin mayor riesgo ni dificultad. Tendríamos, además, una pista idónea para hacer frente a cualquier imprevisto o emergencia. En suma, recuperaríamos también un aeropuerto de alternativa.

Share/Bookmark

02 octubre 2014

Plus ultra

Guarda en su poder uno de mis familiares políticos un secreto y fabuloso tesoro. A simple vista luce como uno de esos libracos enormes que se encuentran olvidados en las bibliotecas públicas; o quizá uno de esos pesados compendios de discutible valor que se observan en los anticuarios o en esas viejas librerías que exhiben antiguallas. Pero no, se trata de una suerte de álbum que contiene alrededor de un centenar de litografías de procedencia azteca. Los grabados son una reproducción de una serie de dibujos que se habrían rescatado para la posteridad en forma de "códices"; es decir, son libros de tan anciana edad que su valor resulta inestimable.

Hay algo de mensaje elemental en esos coloridos dibujos. Salta a la vista una forma de interpretación del hombre y de su entorno que traduce con fuerza la forma cómo esa sociedad aborigen interpretó al ser humano, a su organización social, a la naturaleza, a las fuerzas que consideró como parte de su realidad y de su cultura. Quién sabe, son esos grabados también una forma primigenia de comunicación, una suerte de proto-escritura, una caprichosa manera de conservar para la posteridad ciertos hechos y episodios relevantes. Exhiben además, estos códices, insistentes representaciones de cómo vieron los artistas aztecas a sus conquistadores.

Esta valiosa colección habría llegado a manos de su propietario como un legado de familia. Se da el caso de que uno de sus bisabuelos ocupó hacia finales del siglo diecinueve la dignidad de presidente de la República; como tal, y con ocasión de celebrarse el cuarto centenario del descubrimiento de América, él habría recibido como obsequio personal aquel maravilloso documento. Imagino el incalculable valor que posee para hombres de ciencia e historiadores. Este códice, por cuenta propia bien pudiera satisfacer las vitrinas de toda una sala de un bien montado museo.

Empero, ha sido una especie de dedicatoria que se encuentra hacia el final de este rico compendio, la que me ha llamado la atención porque destaca una sencilla como sugerente leyenda. Se trata del escudo de armas español, en donde se observan dos palabras escritas, las mismas que rodean a un par de columnas. "Plus Ultra" reza la extraña inscripción; y esto es lo interesante, porque se prescinde esta vez del "Non" tradicional. No proclama "nada más allá", sino solamente "más allá". Plus Ultra!

Fueron los hombres de la antigüedad clásica los que imaginaron que no había nada más allá del estrecho de Gibraltar. Ahí, o cerca de allí, ellos ubicaron lo que dieron en llamar "los pilares de Hércules". Imaginaban o recelaban que ese era el fin del mundo; más allá sólo podía existir un profundo precipicio donde las aguas se hundían en un abismo insondable. Aquellas columnas fueron entonces una suerte de ominosa advertencia: "nada más allá!". Nótese que la expresión no prescindía del "non" y, como tal, más tarde empezó a utilizarse para significar algo magnífico, superior o insuperable.

Pero, habría de ser el emperador español Carlos V quien, en una época de descubrimientos y conquistas, habría querido replantear aquello del "nada más allá". Su espíritu emprendedor y expansionista habría querido modificar la limitación contenida en la expresión latina y, con sólo suprimir el "non", habría creado un moto para su gestión imperial que se habría convertido en razón de vivir, en verdadero emblema, en grito de guerra y proclama de conquista: ¡Más allá!

Hoy medito en que tan inspirador como sugestivo "más allá" es una forma de imbuirnos y de impulsarnos para no contentarnos con el status quo, para siempre tratar de desafiar los esquemas, para retarnos a nosotros mismos e ir siempre más adelante... Este reto debe motivarnos y ayudarnos a superar la intransigencia, la intolerancia y el conformismo. "Plus Ultra" debe ser una permanente invitación para no contentarnos con lo establecido, para replantear nuestras ideas y decisiones, para reconsiderar día a día si lo que hemos hecho y resuelto no es susceptible de revisarse o de poderse mejorar.

Share/Bookmark