27 diciembre 2015

Qué mismo género tenemos?

De tiempo en tiempo se renueva una insulsa controversia. Tiene que ver con aquello de si los seres humanos tienen género o tienen sexo. No sé qué mismo alimenta esta necia polémica; si es la novelería, la ignorancia o ese trivial deseo de dar la impresión al mundo que vamos al ritmo de las nuevas ideas y de la modernidad. Por mi parte, estoy convencido que se trata de un debate inútil e innecesario: como especie, pertenecemos al género humano; en cuanto al sexo, podemos tener sexo femenino o masculino; es decir, pertenecemos a uno u otro sexo; y es ese sexo, y no ningún género, el que define nuestra identidad.

Parte del problema parecería derivarse del indefinido o ambiguo significado que encontramos en el diccionario de la propia Academia pues, aunque esta define género como “conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes”, también reconoce que este término significa “grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico”; quiere decir que habría un concepto más bien sociológico y cultural en la palabra género, que no un sentido caracterizado por lo anatómico, por lo que define nuestra apariencia al momento de nacer.

Pero, decía un poco más arriba que el problema parecería surgir de los propios significados que nos proporciona la Academia; sin embargo, basta una somera revisión de la raíz etimológica de la palabra género -el latín “genus”- para caer en cuenta que el concepto tiene que ver no con una preferencia cultural, sino con la idea de nacimiento, linaje o estirpe. De la voz “genus” derivan palabras como general, congénito o primogénito (o congénere entre otras). Pero, asimismo, este término proviene de la raíz indoeuropea “gen”, con el sentido de dar a luz, parir o engendrar. El sentido de “gen” es lo genético y no marca una diferencia anatómica o sexual.

Esto del género tiene que ver también con un concepto gramatical. En nuestro idioma casi siempre las palabras son femeninas o masculinas; la mayoría de las veces las palabras terminadas en "o" son masculinas y son femeninas las que son terminadas en "a". Esto no es enteramente exacto y crea confusión a los parlantes de otros idiomas cuando aprenden el castellano; muchas veces se confunden y nos averiguan por qué mano es femenino; y si día es masculino, cuál es el motivo para que termine en a. La respuesta a este aparente capricho es que las palabras ya vinieron con ese género cuando fueron trasegadas desde el latín al castellano y que, como en toda regla, hay excepciones que confirman la generalidad.

Uno de los más fervientes, e intransigentes, defensores de que al sexo hay que llamar sexo, y no género, es el español Arturo Pérez-Reverte, quien sostiene que esto de hablar de género "no solo es inadecuado e incorrecto, sino una absurda imbecilidad" pues, como él lo explica, “género se refiere a los conjuntos de seres, cosas o palabras con caracteres comunes -género humano, género femenino, género literario-, mientras que la condición orgánica de animales y plantas no es el género, sino el sexo”. Expresa el conocido escritor y académico, para muestra de ejemplo, que aquello de “llamar violencia de género a la violencia doméstica es una tontería y una estupidez”; y que “quien así lo hace es literalmente un soplapollas, es decir una persona tonta o estúpida, en la definición del DRAE”…

Estas reflexiones vienen a cuento de una curiosa carta enviada, por uno de los lectores, a un importante periódico matutino en la que pregunta el porqué de la incómoda discriminación que él siente en los buses de transporte público donde a menudo la costumbre y las preferencias culturales le obligan a ceder el asiento a las damas. Similar segregación dice el ciudadano sentir cuando en los buses de transporte interprovincial con frecuencia le advierten que el uso de los servicios higiénicos está reservado únicamente para las mujeres…

Estos días, que con tanta frecuencia escuchamos el trillado (aunque en apariencia políticamente correcto) “ciudadanos y ciudadanas”, y que poco falta para que nos refiramos a nuestros héroes -como ironiza el mismo Reverte- como a los “padres y madres de la patria”, hace falta que hagamos una pequeña revisión de ciertos conceptos; y que quienes ejercen influencia y son respetados por sus criterios y juicios de valor, aporten con su orientación para evitar que se insista en estos disparates y no se repitan estas incorrecciones innecesarias.

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24 diciembre 2015

Lago, en la distancia…

Volver luego de mucho tiempo a ciudades lejanas, a sitios que uno extraña y quiere, nos colma de ilusión, de “saudades” y remembranzas. Es que son lugares que uno conoce, sitios donde es fácil orientarse, lugares donde se han vivido variadas circunstancias, episodios y experiencias. Son sitios a donde uno añora volver, estar allí; y, cuando lo hace, vuelve a vivir un nuevo romance con sus calles, con sus plazas y parques, con sus más recónditos rincones. Así, volver se convierte en un homenaje a la nostalgia y también en una fuente inagotable para nuevas experiencias.


Así me siento cuando vuelvo a lugares como Buenos Aires, Roma, Vancouver o Shanghai; a Nueva York, Paris, Singapur, Tokio o Hong Kong; sitios donde, aunque percibo el paso del tiempo, algo me dice que todo sigue ahí, que en cierto modo “nada ha cambiado”. Me ubico con facilidad y el conocimiento anterior me permite buscar los lugares que transité y que quise, esos mismos que su recuerdo me impulsó a regresar (verbo que para estos casos me gusta mucho menos que volver. ¿Será por aquello de la letra del tango aquél?, me pregunto yo). Porque, sin contar con los viajes que en la vida hubiésemos hecho, o de los sitios que hubiésemos visitado, existen múltiples lugares que conocemos en el mundo con los que nos hemos familiarizado y una nueva visita no nos hace sentir como extraños o como ajenos.


Mas, esta no ha sido, la sensación que he experimentado cuando he vuelto a un pequeño villorrio, a una pequeña aldea, a un pueblecito que vi por última vez hace quizá ya cuarenta años. Allí, en un lugar ubicado en la mitad de ninguna parte, en un sitio selvático alejado de todo en el mundo civilizado, había una vez un grupo de casuchas asentadas sobre unos terrenos pantanosos e infestados por los tábanos. Sus estrechas y polvorientas callejuelas disimulaban su precariedad con una capa de “crudo” que habría sido donado por la conmiseración o, quién sabe, por el desdén de las compañías petroleras del Oriente.

El sitio, a más de feo, tenía un nombre exento de atractivo; no era un lago, ni lo habían ubicado junto a una laguna, pero era así como lo apellidaban: Lago. Y le habían añadido el menos atractivo de los calificativos: Agrio; respaldando con ello todas las acepciones que de esa palabra puede compendiar el diccionario: ácido, acre, áspero, desabrido, o falto de colorido, consonancia o entonación… Eso y nada más que eso era Lago Agrio, un triángulo de casas maltrechas, de cantinas impresentables; una encrucijada que invitaba a la somnolencia, una aldea que sobrevivía gracias a la concupiscencia (o era la soledad?) de los trabajadores petroleros, a las secuelas del tedio, a los rescoldos de la esperanza y al brote ocasional que produce la ensoñación.

Allá fuimos todos, preferentemente las noches, huyendo de la monotonía de esa “jaula de oro”, el campamento petrolero, en busca del entretenimiento que proporcionaba el sórdido chongo o, simplemente, para aliviar la rutina insufrible de los efectos de la selva o el fastidio del calor. Ahí, en esos abyectos antros, quién sabe si quizá enriquecimos nuestro vocabulario, escuchando palabras que jamás habíamos oído pronunciar nunca, voces como cafiche, anchetoso, tránsfuga, angurriento o no sé si tal vez macró. Lago, así simplemente -y abreviando aquel Agrio-, fue también para nosotros una suerte de promesa y sitio de encuentro, un lugar para satisfacer aquello tan común a nuestra edad temprana: la aventura, la curiosidad o el deseo inocente de exploración…

A ese mismo lugar avecinado a las cenagosas aguas del Aguarico he vuelto cuarenta años después. Ya no encuentro sus calles polvorientas; las descubro uniformes y asfaltadas; no es ya aquella aldea de pocos centenares de almas, es un enjambre comercial donde bulle la actividad mercantil, donde destaca el cuidado de sus veredas y se levantan sólidas edificaciones que denuncian el formidable, vertiginoso y empecinado avance que tuvo en estas indóciles tierras esa fuerza insostenible que viene con el desarrollo, el progreso y la civilización. Lago Agrio es ahora una urbe ordenada y alegre, organizada y altiva.

El pueblo cambió de nombre; ahora lo llaman Nueva Loja. Ya no es aquel centro promiscuo caracterizado por la fritanga maloliente o esa substancia negruzca que aplacaba la polvareda. El calor y la presencia de la selva siguen allí, pero el bullicio y el colorido son diferentes; hay en medio de todo aquello una canción que surge prometedora de la expectativa, del sentido de comunidad, de la renovada ilusión de los que esperan…

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07 diciembre 2015

El lago, la montaña y el sermón

He estado en sus orillas y he probado de sus aguas. Desde el aire y visto en el mapa físico, su forma es la de una pera, aunque su nombre reflejaría más bien su parecido con una lira invertida. En efecto, Genesaret sería una adaptación de un nombre hebreo, Kineret, que habría sido un tipo de arpa antigua que dio origen a ese nombre. Conocen al lago también con otro distintivo: Tiberíades, nombre de un poblado ubicado en sus riveras que habrían bautizado los romanos en honor al emperador Tiberio. Genesaret es un lago de agua dulce cuya superficie se encuentra bajo el nivel del mar, como lo está el Mar Muerto. Con no poca pretensión sus vecinos prefieren identificarlo como “Mar de Galilea”.

Visité Tiberíades en mi primer viaje a Israel, un país que pocos años antes había triunfado en una relampagueante ofensiva bélica que la posteridad habría de conocer como “Guerra de los seis días”. Galilea lucía entonces como una comarca apacible; era la misma tierra de donde habían sido oriundos los discípulos de Jesús, y era el mismo lugar donde hace dos mil años había vivido el Maestro con su familia. Ahí, en las orillas del lago, se podía adquirir agua enlatada de ese mar de aguas tranquilas o de su afluente, el río Jordán; o unos tarros cilíndricos que contenían auténtica “tierra santa”; o claro, no faltaba más, unos metálicos recipientes que proclamaban su contenido: “aire bendito de Palestina”…

Ahí mismo, en un paisaje exento de cerros escarpados y considerables depresiones, debe haber existido un pequeño collado en cuyas laderas Jesús predicó alguna vez, y en donde, según el evangelio atribuido a Mateo, Jesús habría pronunciado su más famosa homilía, una alocución con la que resumiría los fundamentos de una doctrina que sería más tarde recogida por el naciente cristianismo: el revolucionario sermón de la montaña.

Cuántas veces, en mis lejanos tiempos de colegio, no habré escuchado, como parte de la cotidiana liturgia a que estuve expuesto, aquel poco sucinto capítulo del evangelio que contenía: ora insistentes y bondadosas recomendaciones, ora la plegaria cristiana por excelencia –el suplicante Padrenuestro-, ora las sabias “bienaventuranzas”. En ese texto se mencionaba un lugar recóndito y subterráneo que desde siempre quiso menoscabar los cimientos de mi fe –el inenarrable y aterrador infierno-; se predicaba aquello tan cristiano de no responder ojo por ojo, ni diente por diente, y de saber ofrecer la mejilla opuesta.

Intuyo que esas lecturas evangélicas no siempre fueron del agrado de quienes fungieron como mis primeros compañeros. Con el tiempo fui descubriendo que no recordaban con simpatía diversos lugares que nos fueron siendo familiares: ni el refectorio, ni la procura; ni los portales entablados desde donde mirábamos a los hermanos redundar en sus paseos peripatéticos; ni la capilla con su iluminada sacristía, ni los patios asfaltados que daban cabida a todas esas canchas de baloncesto. Ya salidos del colegio, muchos no lo recordaban con nostalgia; optaban por borrarlo de la memoria y preferían olvidarlo por completo…

A veces me pregunto por qué uno de los más destacados deportistas que el colegio tuvo, había dejado fermentar hacia  el plantel tan profundo desafecto. Lo propio supe alguna vez advertir en un alumno brillante, futuro editorialista, uno de aquellos “abanderados” cuyo destacado desempeño estudiantil (“aprovechamiento” lo llamaban) supo reconocerle alguna vez el propio colegio. No puedo sino sospechar que algo de la crisis económica y social que afectó hacia el inicio de la segunda parte del siglo a esa institución educativa, fue creando una suerte de desdén, y posterior rechazo, frente al relajamiento y complacencia de quienes habían sido antes abnegados orientadores y nuestros primeros maestros.

Lo cierto es que de pronto “algo cambió”. En ciertos casos, nuestros mejores amigos ya no los encontrábamos en los espacios del colegio; los hallábamos en alejados establecimientos. Es probable que el problema no haya estado en el colegio en sí, sino más bien en nosotros mismos (fueron años cruciales para las ideas, las creencias y los valores; fueron los años de la revolución del sesenta y ocho, aquella del “prohibido prohibir”). Fuimos muchachos que tuvieron el privilegio de escuchar con reiteración las bienaventuranzas, que supieron preparar la otra mejilla, aunque quizá nunca pusieron real atención a los textos de Mateo…

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05 diciembre 2015

Remilgado y, encima, petimetre

Que soy un quisquilloso, dijo una vez el inefable Cuchi. O, que era “un poco fulero”, comentó en otra ocasión uno de mis queridos hermanos… Lo cierto es que alguien, a quien guardo una enorme estima personal, me ha hecho llegar un interesante comentario en el sentido de que hay veces que utilizo palabras que no son de uso frecuente, que utilizo un lenguaje innecesario en mis entradas; tanto que, según mi interlocutor, para leerme “tiene que hacerlo con diccionario”… He comentado, en mi respuesta, que cuando se escribe un pequeño artículo, como yo esporádicamente lo hago, no siempre se puede usar el mismo lenguaje coloquial que se aplica en las conversaciones del día a día. Ya me veo iniciando mis reflexiones con un “¿qué fue ve?, ¿qué más loco?”…

Pero… no le culpo. Quien lee, y quiere aprender, tiene que saltar a veces esa valla inevitable. Imposible leer a Bolaño y no consultar el sentido de voces como tesitura, singladura o escarceo. Palabras que cuando uno asimila y aprehende su significado, luego las saborea y las utiliza con novelera intención, como cuando se va a una fiesta y quiere lucir aquellos zapatos nuevos. Imposible leer a Max Weber y no consultar el sentido de fenomenología o antinomia; a Bioy Casares y no inquirir el alcance de usina o deletéreo; o, a ese ciego genial que fuera Jorge Luis Borges y no averiguar qué intenta expresar con aquellos exornado, prefiguración o epigrama, y concordar con él que “para gustar de Quevedo, hay que ser un hombre de letras”.

Es probable que escribir sea a veces como pintar y dar ciertas pinceladas adicionales a un cuadro, para así mejorar su presentación; o, tener el gusto por la cocina y utilizar ingredientes adicionales cuya añadidura, sin ser indispensable, proporciona un cierto carácter al sabor. En fin, no lo sé; solo sé que no lo hago ni para confundir ni para alardear que conozco el significado de ciertas voces que para otros puedan tener un sentido insospechado o impreciso. Uso ciertas palabras porque me gustan y punto, porque he descubierto que hay voces en nuestra lengua que tienen una fuerza musical inigualable; que poseen una personalidad que va mucho más allá de su sentido e intención; cuya cautivante melodía, nos provoca y sugiere con su sonido.

Escribir en un blog, que es una “especie” de periódico mural de carácter personal, nos abre a un sinnúmero de posibilidades y alternativas. Uno corre el riesgo de desnudarse ante un público que está atento a sus confesiones, opiniones, temores y confidencias. Probablemente no tengamos la pretensión de que lo nuestro sea considerado como “literatura”, pero creo que tenemos la secreta esperanza de que se nos tome en serio, de que no se nos reconozca (¿desconozca?) con el desdén o, quizá, con el desprecio que pueden merecer esos garabatos de colores con que algunos manchan las paredes y que llaman “grafitis”. Uno se da el cuidado de no cometer errores ortográficos, de editar y reeditar frases y párrafos, de dar una presentación que impulse a ser visitado, a que sus lectores se interesen por lo que uno escribe.

Desde este punto de vista, ¿es malo aquello de emplear términos que son poco utilizados en el habla cotidiana? ¿Implica acaso, esa opción de quien escribe, un gesto de fatuidad o un recurso reñido con la autenticidad? No necesariamente. Muchas veces, cuando usamos voces que no son de uso corriente, solo lo hacemos para proponer un estilo distinto, quizá un tanto especial (que, claro, corre el riesgo de que se interprete, si no como afectado, como innecesariamente ornamentado); pero es un estilo que estamos persuadidos que colabora con lo que expresamos para mejorar la construcción de la frase; que creemos que aporta a su musicalidad, al ritmo y cadencia que intentamos lograr con lo que escribimos o comentamos.

Nada tiene de malo, por otra parte, invitar a quien nos lee a conjeturar un giro o un significado, a barruntar el sentido de una voz o de una frase; y, por último, a efectuar una breve consulta a los ineludibles diccionarios. Visto así, todo término extraño deja de ser un obstáculo o un impedimento y pasa a ser una invitación, un desafío, una oportunidad para la reflexión y el aprendizaje.

Con esto del estilo al escribir, suele ocurrirnos parecida reacción que cuando vemos a alguien que viste en forma un tanto diferente, que aunque a veces nos daría la impresión de que alguien ha optado por un atuendo en exceso elegante para una determinada ocasión, sin embargo terminamos por apreciar el gusto con que ha atendido su personal acicalamiento, y luego nos hacemos la íntima y postergada promesa de que, la próxima vez que tengamos que utilizar una cierta vestimenta, lo vamos a hacer con esmero, buen gusto, altivez y dignidad. Esto, muy a pesar de que se nos juzgue de extravagantes o rebuscados; de no vestir con naturalidad; o, quién sabe, de presumidos, presuntuosos o petimetres…


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27 noviembre 2015

Jubileo y jubilar

De tarde en tarde experimento una sensación extraña cuando llego a casa. Es el mismo sentimiento que me invadía cuando descubría en la escuela que un torvo condiscípulo, caracterizado por su díscolo comportamiento, había rayado en mis bien cuidados cuadernos; fue la misma impresión que hace cuarenta años sentí, cuando descubrí que la tierna hija de mi fiel empleada, una dulce muchachita en edad de parvulario, y que hoy ha de ser ya flamante abuela, había tomado los marcadores con que resaltaba la información más importante en mis pesados manuales del Boeing 707, y los había rayado sin misericordia ni indulgencia...

Y es esa la misma impresión que siento cuando llego a casa y advierto que una mano misteriosa parece haber alterado la disposición de muebles, adornos y más elementos. Una inicial reacción de inconformidad y rechazo se instalan en mí, solo para dar paso a una paulatina adaptación y al posterior convencimiento de que, aquel nuevo orden y disposición, resulta más adecuado y práctico y que, incluso, la nueva decoración se ofrece como mejor y más conveniente.

Esta es idéntica sensación a la que hoy experimento, cuando consulto el nuevo diccionario en línea de la Real Academia, ya no aquel que encontrábamos en “lema.rae.es”, sino en “dle.rae.es”, el mismo que en estos días invariablemente nos direcciona hacia el primero. Y es que, quizá debido a su distinta presentación y a su todavía -para nosotros- ajena disposición, el nuevo diccionario nos impulsa con insistencia al inconsciente propósito de volver a consultar con el anterior, sin que al hacerlo nos diéramos cuenta de las mejoras y diferencias; y, por lo mismo, de las ventajas que contiene el flamante diseño.

Caigo en cuenta de estos inesperados beneficios cuando consulto voces como el sustantivo “jubileo” y el adjetivo “jubilar”, y descubro que el nuevo esquema incorpora una ayuda etimológica, referencia que deberían tener todos los más completos diccionarios. Así confirmo que aquello de jubilarse y jubileo tienen una implicación que va mucho más allá de la acción de retirarse o conseguir una compensación de retiro, que producen júbilo y alegría; que dichos términos tienen una estrecha relación con una cláusula cronológica que en sus lejanos orígenes consistía en siete semanas de años, es decir en cincuenta años. Porque eso fue precisamente lo que en un comienzo fue el "año jubilar"; un año que, luego de cuarenta y nueve, los judíos no sembraban ni cultivaban la tierra, ¡un año sabático en el que la dejaban descansar!

De hecho el más lejano origen del término jubileo sería el de una voz hebrea relacionada con el cuerno del macho cabrío, artilugio que era utilizado para anunciar las buenas nuevas y celebrar con alegría. Luego, el término se habría emparentado con una voz latina que implicaba algo parecido, la sensación de júbilo, exultación y celebración. Por ello, hacia el año 1300 la Iglesia habría adoptado un año especial -el “jubileo”- cada cincuenta años, para dispensar consideraciones especiales y otorgar pródigas indulgencias.

Pero, tan pronto como se instauró el año jubilar católico, parece que alguien olvidó el sentido original de la voz jubileo, es decir su significado de "cincuenta años", y propuso que esta celebración pasara a conmemorarse cada veinticinco! Esto me recuerda una jocosa iniciativa que se produjo alguna vez en una ciudad cercana, en donde cada dos años se celebraba una bienal artística (bienal quiere decir justamente “cada dos años”), que habría sido tan exitosa que quisieron repetirla cada año seguido… Mis hijos y sobrinos, que organizaban una olimpíada deportiva cada cuatro, tuvieron también parecida ocurrencia: la disfrutaban tanto que consideraron como más provechoso realizarla más bien cada dos...

Debe haber sido en esa pequeña capillita que había hacia el final de la calle Caldas, esa misma que más tarde se convertiría en la Basílica del Voto Nacional, un lugar en el que sus abandonadas columnas fueron testigos de mis más tempranos escarceos pugilísticos, donde escuché quizá por primera vez la palabra jubileo. Muchos años más tarde, y cuando ya prestaba mis servicios como comandante en la Singapore Airlines, me enteré de un concurso interno, que había sido promovido para bautizar con un nombre distintivo al recién incorporado Triple Siete. El apelativo escogido fue precisamente el de Jubilee, o Jubileo, para conmemorar los primeros cincuenta años de esa compañía aérea.

En cuanto a que jubileo sea ahora equivalente a veinte y cinco años, y no a los cincuenta que servía de referencia al pueblo hebreo para emancipar a sus esclavos, no queda sino ampararse en una lingüística conmiseración o, mejor dicho, en una liberal y generosa indulgencia…

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16 noviembre 2015

Los remos de la voluntad

Parece mentira. Son ya más de cuarenta y siete años desde que realicé mi segundo viaje internacional (esto si no he de considerar como internacionales los múltiples mini periplos que efectué con mi padre a Ipiales, mientras él se desempeñaba en una función de carácter administrativo, en la fronteriza ciudad de Tulcán). Se trató ese de un viaje de entrenamiento a Caracas, o no sé si exactamente de adoctrinamiento; eran tiempos en que participaba, con otros amigos que luego desempeñaron importantes designaciones y cargos públicos, en un movimiento juvenil que respondía al nombre de Palestra, palabra tomada del latín, y esta a su vez del griego, que quiere decir lucha, o más exactamente “lugar para luchar”.

El desplazamiento se satisfizo gracias a “una especie” de beca. Digo especie porque quienes lo facilitaron, o lo hicieron posible, fueron varios patrocinadores. Se trató, en este caso, del aporte de compañeros del mismo movimiento que participaban con su propio peculio para ayudar al financiamiento del viaje, y principalmente de la erogación que representaba el transporte aéreo. Recuerdo el viaje como si este hubiese ocurrido hace tan solo unas pocas semanas, lo hice en Avianca y el avión era un Boeing 727, el mismo que, según notificaba una placa recordatoria colocada en su ingreso delantero, había sido escogido para transportar al Papa un año atrás.

Llegué a Maiquetía en horas de la noche, era esa la primera vez que utilizaba una pista de aterrizaje en horas vespertinas; me llamó la atención el color azulado de las luces colocadas en la pista, que más tarde habría de reconocer que identificaban a las calles de rodaje. Vino uno de mis amigos a recogerme en el aeropuerto, para luego transportarme, desde La Guaira hacia Caracas, por una autopista sorprendente donde se destacaban puentes y túneles que entonces deben haberme parecido interminables. Pronto llegamos al lugar de mi primer alojamiento: una villa situada en el acomodado sector de Colinas de Bello Monte, en la avenida Ocumare.

Eran esos, tiempos de campaña política. Tiempos de un marcado bipartidismo que, al parecer, se había consolidado luego de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. La contienda era en esos años entre “adecos” y “copeyanos”, los simpatizantes de Acción Democrática y un movimiento conocido como COPEI, y que se identificaba con la Democracia Cristiana Internacional, en donde destacaba quien resultaría el futuro presidente de Venezuela, un individuo de enorme atractivo personal, a quien tuve el privilegio, días más tarde, de saludar personalmente: Rafael Caldera.

Uno de los eslóganes de la campaña copeyana era justamente una expresión muy local que tiene un diferente significado (o quizá ninguno) en el Ecuador: “Vamos a echarle pichón”, expresión abreviada que quiere decir “vamos para adelante o para arriba”, grito de impulso o de estímulo que recoge la frase autóctona de “echarle pichón a la cosa”. Allí, en ese mi primer viaje a la tierra de Bolívar, habría de aprender el significado de muchas otras palabras y curiosas expresiones, muchas francamente contradictorias, o por lo menos distintas, como pelón, catire, carajito o carajita, y una que me produjo mi primer susto social: esa de “tirar un palito”…

Aquel “vamos a echarle pichón” era un grito de guerra, una invitación al coraje, un manifiesto al servicio de la positiva voluntad. Años más tarde, en mi primer viaje a Santander, fui a visitar los galeones en que un aventurero español, Vital Alsar Ramirez, había navegado desde América a la costa cantábrica. Allí, en una lápida conmemorativa que destacaba la perseverancia y temeridad de aquel héroe, se mencionaba la dimensión de la náutica odisea, junto a una no muy aerodinámica carabela que habría sido construida en nuestra patria. El recuerdo hacía honor a la expedición que se había titulado: “Francisco de Orellana. El hombre y la mar”.

La conspicua placa rezaba así: “Estos galeones fueron construidos con espíritu romántico, fe y voluntad en los Andes, Alto Amazonas, Ecuador, rememorando a Francisco de Orellana. Navegando el Amazonas y surcando la Mar Océana”. Y seguía: “Ofrenda de unos hombres a la humanidad”. Concluía la leyenda con una frase del propio Alsar: “La fe es la barca, pero solo los remos de la voluntad la llevan”, una forma española de expresar el más positivo de los entusiasmos. Quizá otra manera de decir lo mismo, ese sugerente “vamos a echarle pichón”…

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08 noviembre 2015

"Limpia, fija y da esplendor"

El español, o para ser más exactos, el castellano, es una lengua romance que proviene del latín vulgar y que, actualmente, es hablada por más de quinientos millones de personas, para la mayoría de las cuales, es su lengua nativa o materna. Pero, ¿cuál es el verdadero origen del español?, ¿se formó, en tiempos del Imperio Romano, con la adaptación de palabras latinas para enriquecer una lengua autóctona?, ¿o fue quizá un proceso inverso; es decir, se trató, más bien, de un idioma extranjero que luego se fue transformando con la influencia de otra lengua que ya se hablaba en algún lugar de lo que hoy se llama España?

Esta segunda posibilidad es hoy considerada como la más probable. Ya un tal Antonio Martínez de Cala y Xarana, mejor conocido como Antonio de Nebrija, sugería que el origen de nuestra lengua no era otro que ese latín contaminado que habían llevado los visigodos a la península ibérica. Antonio habría nacido en un municipio de Sevilla conocido como Lebrija (de allí su nombre) y fue nada menos que el insigne autor de la primera gramática castellana, el mismo año del descubrimiento de América. Se le reconoce autoría, además y poco después de esa fecha, de la preparación de los primeros diccionarios bilingües latín-español y español-latín.

Este apelativo, el de Nebrija, no es exactamente la deformación de un nombre. Lebrija fue conocida en tiempos remotos como Nebrissa Veneria, identidad asociada con la caza mayor, porque en sus comarcas parece que fue famosa la cacería de venados. De vuelta a este ilustre gramático y académico, Nebrija había viajado de joven a Italia y ya de regreso a España había adoptado el nombre de Elio para luego dedicar su vida al servicio de la lengua, y en particular de la filología y gramática castellanas. El trabajo precursor de Nebrija habría dado pábulo para los esfuerzos posteriores (1611), realizados por Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso Tesoro de la lengua castellana, o Tesoro, que constituye el primer diccionario monolingüe que tuvo la lengua española.

Covarrubias se habría inspirado en un tratado de etimología preparado (en latín) por Isidoro de Sevilla nueve siglos antes; basado en la idea de que el origen de las palabras se relacionaba con su significado original. Hay algo de curioso en los motivos de Covarrubias: quería encontrar la probable relación de ciertas palabras hebreas con el castellano. Eran tiempos en que se creía, en ciertos ámbitos, que el hebreo había sido la lengua original de la humanidad (antes de la Babel mítica). El estilo de Covarrubias fue imitado más tarde por otros investigadores de nuestra lengua: como escritura en primera persona; comentarios de historias o anécdotas; equivalencias en latín; y, sobre todo, el uso de ciertas voces por parte de “autoridades” o personas de prestigio literario.

Ahora bien, el nombre verdadero de Sebastián de Covarrubias y Orozco era realmente Sebastián de Orozco y Covarrubias. Lo que sucede es que su padre había sido un “cristiano nuevo” e hijo de una judeo-conversa. Por lo que se sabe, su madre era considerada “cristiana vieja”; por lo mismo, y para los estándares de la época, basados en prejuicios religiosos (no olvidemos que aquellos eran tiempos del Santo Oficio y de la inolvidable Inquisición española) la doña estaba reconocida como “de mejor linaje”… ¿Estaba don Sebastián influenciado quizá por sus orígenes sefarditas? Quién lo sabe! Lo cierto es que Covarrubias creó un puente entre aquellos trabajos de Nebrija y el que se convertiría en el primer diccionario de la Real Academia Española: el Diccionario de autoridades (1726).

Este indispensable diccionario (con perdón por el adjetivo) se habría inspirado en otros precursores: los pertenecientes al francés y al italiano; su principal inspiración parece haber sido la de crear un instrumento que sirviera para cuidar y promover la pureza del castellano, evitando neologismos, copias y préstamos innecesarios. De allí que su lema era ese justamente: “Limpia, fija y da esplendor”. Se lo llamó "de autoridades", como se indica, porque se respaldaba en el uso que habían dado, a ciertos términos, en el pasado, autores reconocidos y de prestigio, como lo fueron Quevedo, Lope, Calderón, Góngora o Cervantes.

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31 octubre 2015

Llamado a maitines

Sí, como en los viejos tiempos; hoy tuve que madrugar. En este caso, la utilización del verbo se convierte tan solo en un decir puesto que, por una razón que solo puede estar emparentada con el avance de mi edad, todos los días me despierto muy temprano. Reflexiono, y hago una necesaria digresión: ¿en qué mismo consiste madrugar?, en despertarse a horas que se convienen en prematuras o más bien en levantarse más temprano?

El título de la entrada me he sustraído esta vez de las páginas de "Confesiones de un inglés comedor de opio" de Thomas De Quincey. Este es justamente el pequeño libro que he concluido de leer esta misma madrugada. Qué es el opio? Se lo fuma o se lo come? Quién fue ese extraño individuo que nos legó su experiencia con ese elixir de la adormidera o con esa otra droga, emparentada con el opio, que el suizo Paracelso llamó "láudano"? Este otro personaje fue un alquimista, nacido hacia finales del SS XV; su nombre completo era Teofrasto Felipe Aureolo Bombasto von Hoheinheim, lo conocían también como Teofrasto Bombasto de Hoheinheim, pero él había escogido un sobrenombre latino que quería decir nada menos que "igual o mejor que Celso".

A veces hablamos del opio (no era Marx quien había dicho que la religión era el opio de los pueblos?) y, la verdad sea dicha, a más de suponer que es efectivamente una droga, jamás hemos olido o probado, y ni siquiera visto cómo luce, esa tan particular substancia que incluso diera margen a una guerra de enormes implicaciones. Haya sido esta como haya sido provocada; si por razón justificada, si por subterfugio o si por pretexto.

La guerra del opio la libraron China y Gran Bretaña y solo estaba sustentada en lo que hoy pudiera llamarse la necesidad de equilibrar la balanza de pagos entre esas dos naciones. En la idea de perseguir dicho propósito, Inglaterra introdujo en China enormes cantidades de esa substancia, creando dependencia en ese alcaloide en un número significativo de personas de escasos recursos, creando así un grave desequilibrio de otro orden: esta vez, médico y social...

El libro de De Quincey se publicó hace casi doscientos años (1821), su prosa es espléndida y el autor no hace sino glorificar los efectos de una sustancia que antiguamente se la usaba sobre todo con fines medicinales. El láudano, que no es sino opio mezclado con otros ingredientes y también con una base alcohólica, incorpora otros elementos como la morfina, la codeína o la narcotina. De Quincey da testimonio de que utilizó opio por alrededor de diez años; en ese tiempo, el opio era ingerido principalmente en forma comestible que, según el británico y otros entendidos, es la forma más efectiva y rápida de conseguir los efectos deseados.  
El británico proclama con altivez que no tiene sangre noble y que tampoco le distingue ninguna relación aristocrática. Las principales ventajas de su crianza fueron la integridad de su padre y la intelectualidad de su madre. “Estos son los honores de mi ascendencia -dice en referencia a su ilustre herencia-; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no tenerlos ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las cualidades morales o intelectuales"...

De Quincey actuó a veces como vagabundo y confiesa que más de una vez se encontró carente de alimento y estuvo a punto de morir de hambre. Sus merodeos peripatéticos lo llevaron a experimentar ambientes no sólo bohemios sino también sórdidos, situados en los lóbregos subterráneos del bajo mundo. Por eso resulta interesante su apología de la vida en la calle. Su oda a Oxford Street ("madrastra de corazón de piedra") es una pieza literaria notable.

Pero la mayor defensa que realiza De Quincey es a esta misma substancia que ha sido denigrada por el mundo moderno: “aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco”… Así defiende a una sustancia que, lejos de producir aquel embotamiento que aduce que provoca el vino, subraya que provoca efectos que potencian y dan mayor nitidez a los que, en condiciones normales, experimentan los sentidos: “mientras el vino desordena las facultades mentales; el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, la legislación y la armonía más exquisitos”...

Los Ángeles, USA

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23 octubre 2015

Yo tengo una muñeca...

No. No tuve, ni tengo, ni tendré. Nunca tuve una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos, delantal de tul... Lo que tengo son recuerdos de esa canción infantil que no sé si alguna vez la canté, una que con seguridad escuché alguna vez entonar a mi hermana o a mis primas y en la que se utilizaba un verbo que me ha devuelto a los diccionarios y a meditar en esa extraña costumbre de adaptar la letra a las diferentes localidades y, cosa todavía más extraña, la de cambiar en forma incomprensible los significados. Así que vuelvo otra vez sobre lo mismo...

Tal como me entrega la memoria, aderezada con la cantinela de su rima elemental, la infantil tonada decía así:

Yo tengo una muñeca vestida de azul
Zapatitos blancos, delantal de tul
Le saqué a paseo, se me "constipó"
(Le metí en la cama con mucho dolor)
Que le dé un jarabe mi pidió el doctor

Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis...

Esta vez, no han sido ni mis memorias infantiles ni tampoco el cansino ritmo básico de la popular tonada lo que me ha llevado a recordar la letra que antes transcribo. Ha sido más bien el sentido contradictorio de un verbo, al que me he permitido apostillar entre comillas su pretérito perfecto y que quiere decir constreñir o restringir (y tal vez también congestionar): el verbo "constipar". Verbo que, como todos creen saber, significa acatarrarse, es decir soportar o sufrir los síntomas del catarro, de la gripe o del resfrío.

Ahora bien, lo bueno viene aquí: el mismo verbo en idioma inglés significa algo tan distinto que nos lleva al terreno de la hilaridad; porque quiere decir nada menos que sufrir los síntomas y efectos del insoportable estreñimiento. Así que, si se encuentra de viaje en un país de habla inglesa, como a mí me sucede en estos mismos momentos, no se le ocurra amigo lector insinuar siquiera al boticario que se encuentra "constipado", pues ha de suceder algo trágico e inevitable: no le van a recetar una medicina para los efectos fastidiosos del catarro, sino que, ¡oh sorpresa y confusión!, le van a administrar un poderoso laxante para aliviar ipso facto su horrorosa continencia y ese supuesto e incordiante malestar digestivo. Ah, y en cuanto a los síntomas gripales, pues nada, nadita de nada!

Por ello que he vuelto a mis enjundiosas y trascendentales investigaciones, primero para confirmar la verdadera y original letra de la tonada en cuestión y, segundo, para averiguar a qué se debe ese prurito de cambiar esas mismas letras de forma tan caprichosa y arbitraria. Así, me he topado con que no hay tal delantal, sino un gorro de tul; y que lo que aconsejó el supuesto facultativo es que a la muñeca enferma se le dé jarabe "con un tenedor" (?). Sí, así como se escucha: que se le administre un líquido con un "instrumento de mesa en forma de horca, con dos o más púas, que sirve para comer alimentos sólidos" (DRAE)...

Mas, la inquietud que en mí queda, es por qué -en primer lugar- hemos de ceder a ese anhelo persistente de alterar el sentido de ciertas voces que usamos. Quién fue el que, al utilizar la palabra por primera vez en su idioma, lo hizo en sentido inadecuado o incorrecto? Fueron quizá los sajones al aplicar el sentido latino? O fuimos los castellano-hablantes los que la empleamos en forma incorrecta y probablemente equivocada?

En cuanto a la letra original, debe cantarse "con su camiseta y su canesú", luego de aquello del “delantal de tul”. En este punto, comento que jamás había oído nada acerca del famoso "canesú". En cuanto al remedio... pues, en qué mismo quedamos? Le damos un jarabe para el estreñimiento o sería preferible uno para la tos?...

Sidney, Australia

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20 octubre 2015

Etimología de la vergüenza

Me encuentro estos mismos días en "Down Under", frase coloquial con que los británicos llaman a uno de sus territorios más queridos, una isla continente que forma -por mérito propio- parte del primer mundo: la fascinante Australia. Este es un país enorme,  alejado y recoleto; aunque incorporado a la civilización y al primer mundo; al desarrollo, al bienestar y al progreso. Australia es parte de la Comunidad del Reino Unido, un país que cuida el ambiente y ama la naturaleza; un lugar para respetar y para vivir. Eso es la sorprendente Australia.

Por eso, cuando escucho ese "Down Under" que parece contener un significado peyorativo, ese "allá lejos" que parecería implicar un "allá en el sótano de la geografía", la frase me invita a reflexionar en el desarrollo contradictorio que fueron teniendo las colonias y los territorios a lo largo del mundo y a través de los siglos... Y, en este sentido, países como Australia y su vecino, la impresionante Nueva Zelanda, incitan en mí esta necesaria reflexión y me invitan a averiguar qué se hizo diferente allí, qué pasó, por qué, cómo fue que lo consiguieron?

Cuando vengo anualmente a este rincón maravilloso, comento que hay ocho horas menos de diferencia, aunque deba contarse un día más. Dicen, sin embargo, mis amigos que eso no es correcto, porque son dieciséis horas de real diferencia. Argumento que nunca puede existir una diferencia horaria mayor a doce horas, porque esta no hace sino reflejar la máxima distancia que existe con las antípodas de cualquier lugar en el mundo; y que la fecha no es sino un convencionalismo que se ha definido para propósitos prácticos con una línea de referencia que se ha ubicado en la mitad del Pacífico... Pero debo transigir, puesto que a fin de fines la hora representa también un artificio de medición del tiempo, y este no es sino otro más de nuestros convencionalismos...

Estoy en Australia, como casi todos los años, visitando a mi hijo primogénito, el mismo que me ha dado mis únicos y primeros nietos. Uno de ellos, también el primero, habrá de hacer esta misma semana una breve presentación en ese ícono emblemático de la arquitectura mundial que es el edificio de la Casa de la Ópera, en el puerto de Sidney. Por ello, él práctica estos días previos, con furiosa insistencia, esa maravillosa composición conocida como "Una pequeña historia" de Heinrich Lichner, para su fugaz y precoz mini concierto. Será esta la primera presentación en sociedad de este entusiasta, esforzado y pequeño pianista.

Ayer lo acompañé, cargando su mochila, hasta el patio de su escuela. Conocí así a una miniatura primorosa, de ojos de color indescifrable, que intuyo que se ha robado la mitad de sus infantiles sueños. Obedece su nombre a ese mismo que popularizó, cuando yo era todavía un rapaz, la voz cadenciosa de Harry Belafonte: Matilda. Fue ese el único comentario que se me ocurrió insinuar ante la diminuta beldad; solo para ser reconvenido con la reprensión infantil de mi muy querido nieto: "Abuelo -me dijo-, I think you are embarrassing me!".

Pensé, entonces, en la probable raíz y etimología de una voz que aunque suena en inglés como emparentada, solo tiene el sentido de vergüenza, mortificación o confusión (nuestro "acholo"), y no refleja el doble sentido de esa voz cercana que es la de embarazoso, por ejemplo. Estar en una situación embarazosa implica un sentido idéntico, pero no contiene ese otro significado que en el idioma sajón se utiliza para embarazo (pregnancy). Así y todo, y más allá de una etimología que está afectada en el inglés por las lenguas del romance, existe -conjeturo yo- una connotación de carácter semántico que siempre atrajo mi atención: la cercanía de "embarrassing" con nuestra palabra embarrado o enlodado… Similitud y curiosidad que resultan ciertamente cautivantes.

Medito estos mismos días en el desafío que se acaban de hacer dos personajes de la política del Ecuador, que han optado por retarse al gesto incivilizado y pugnaz de "irse de quiños", para arreglar a trompadas sus recurrentes diferencias. Miro hacia atrás y no puedo sino recordar al "loco de enfrente", un estólido y avieso jovenzuelo, aquel demente que moraba en el barrio de mi infancia, un mozuelo torvo y enajenado a quien jamás inculcaron el elemental sentido de la vergüenza.

Sidney, Australia

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17 octubre 2015

“El valor de la figura”…

Tarea ínclita, aunque ardua, puede ser esa de traducir. Sin embargo, no siempre alcanza a ser favorecida con la exactitud de lo que se intenta expresar, por esos modismos caprichosos o por esas frases hechas que abundan en el lenguaje. Y es que los giros o expresiones idiomáticas constituyen una rica variedad de manifestaciones de la lengua que a menudo se enroscan en una indefinida e inagotable variedad de significados; un capricho lúdico que muchas veces va más allá del alcance que parecen tener esas frases hechas, a pesar del claro e inequívoco significado que parecerían tener las palabras que las integran...

Cuántas veces nos entrampamos con el sentido de una de estas expresiones! No parece que quisiéramos caer en cuenta que así como existe un sentido literal, también existe a menudo otro, un sentido figurado, que aunque pudiera insinuar una traducción literal en otro idioma, muchas veces nos conduce hacia insólitos significados distintos, a conceptos insospechados... Cómo traducir "to take it for granted", por ejemplo? Cómo interpretar en inglés el verbo "to compromise"? O, cómo traducir cuando alguien expresa que toma algo "at face value"?

Si "taken for granted" puede traducirse como no apreciar debidamente algo o, en sentido coloquial, como "dado por hecho", es menos fácil el trato con verbos como "to compromise", que no necesariamente quiere decir comprometerse, como sugeriría la etimología latina de la voz inglesa; la verdad es que cuando se lo usa en el inglés sugiere más de las veces una postura conciliatoria, de toma y daca, una posición de acuerdo, de cesión: una transacción intermedia. Lo propio puede ocurrir con "at face value", donde la mayoría de veces no quiere implicar necesariamente "valor nominal", que sería la traducción literal. Ello implicaría, en ese sentido, tomarlo muy "at face value", es decir muy "al pie de la letra".

Dependiendo del contexto, o de si la frase es o no transitiva, o en definitiva de cómo se haya optado por construir esa misma frase, "at face value" puede querer decir: por su valor aparente o por su apariencia; a pie juntillas o al pie de la letra; a simple vista o por la apariencia inicial; por lo que parece o como si algo fuera tomado en serio; y, finalmente, también con su propio y lógico sentido literal: el valor acordado, real o nominal que algo tiene o posee. En otras palabras, jamás será posible aislar el sentido de la expresión de su fundamental contexto. Como puede insinuarse, para muestra de ejemplo, nada obsceno puede implicar una frase hecha como es aquella de hablar "a calzón quitado"...

Como puede verse, lo que importa en el giro idiomático no es tanto el significado individual de las palabras que lo integran, sus componentes, sino más bien aquella fuerza convencional o cultural constituida por el influjo de la costumbre. En cuanto a esto, existe un factor adicional: la forma de expresarlo en cada región, país o localidad. Así por ejemplo "echarse la pera" nada quiere decir en la Argentina; expresión que se manifiesta en ese país como "hacerse la rata" o “hacer la rabona” (nótese la identidad o parecido), frase que en España se conoce con la curiosa expresión que nunca nos llegó a América, la de "hacer novillos"...

Busco en el diccionario Merriam-Webster por otros sinónimos y por diferentes maneras de usar esta expresión de propósitos múltiples que es “at face value”, encuentro un ejemplo final: "después de todas sus mentiras, ya nada de lo que diga puede tomarse como algo verdadero ("at face value"). Así confirmo como un mismo modismo o giro idiomático puede tener significados no sólo distintos sino también opuestos y hasta contradictorios. Así reafirmo que "at face value" puede significar tanto valor real como valor aparente y la interpretación que le demos, nuevamente, solo puede depender del contexto general de la frase. Así, podemos lograr dos sentidos opuestos y nada menos que con la misma expresión...

Parece mentira, pero bien se puede tomar esta afirmación al pie de la letra. O sea, y otra vez, at face value…

Sydney, Australia.

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05 octubre 2015

La era de las cucarachas *

* El presente artículo fue escrito por Caterina Fake y me llegó vía Linkedin. Lo he traducido con la ayuda de Google Translate, y soy responsable de su reedición.

Una plaga está llegando que va matar a los unicornios; lo han predicho los pronosticadores de tecnología de todo el mundo. Las valoraciones infladas e insostenibles, un mercado inestable de valores, una China débil, y las consecuencias del excesivo entusiasmo están apuntando a lo inevitable. Y, a medida que se vayan cayendo los unicornios, se van a llevar consigo a muchos principiantes más pequeños y desprevenidos hacia el abismo. Durante muchos años la comunidad de riesgo de nuestra industria ha seguido una estrategia de inversión basada en el unicornio, que ya ha herido a aquellos caballos de trabajo que se han puesto en marcha. Y las consecuencias de la plaga afectarán a nuevas empresas, de todos los tamaños y con diferentes perspectivas.

Las cosas buenas suceden lento, y desde la recuperación de la debacle del 2008 hemos estado viviendo a lo grande, pues la inversión ha sido fácil de conseguir. Pero las cosas malas suceden rápidamente. Y los altibajos son inevitables.

¿Quiénes van a sobrevivir? Como siempre, las menos glamorosas -pero más resistentes- cucarachas. Ellas han sobrevivido a los asteroides del fin del mundo y a la extinción de los dinosaurios. Pueden vivir durante seis semanas sin comida. No son selectivas con lo que engullen; no necesitan azúcar, materia que otros insectos anhelan. Pueden subsistir con grasa, cabellos, o pegamento. Carecen de glamour, son feas y sin pretensiones. Generalmente, usted no las ve. Se mueven rápido!

Las empresas que quieran sobrevivir a la crisis  financiera que se avecina tendrán que actuar con rapidez, reducir costos, y planificar un futuro sin mucho dinero en medio de ella. Tendrán que despedir personal, dejar su oficina costosa del centro y moverse a los suburbios poco atractivos, rebuscar entre modelos de negocio que generen ingresos, tendrán que eliminar proyectos que no vayan a ninguna parte, en suma: vivir con menos. Siempre es tiempo para ser la hormiga y no la abeja. Si usted necesita adaptarse, ya debería haberlo hecho. El mejor momento para comenzar fue hace seis meses. Y el segundo mejor momento sigue siendo ahora.

Después de la peste y el flagelo que seguirá, el humo se diluirá y usted mirará a su alrededor para ver quién sigue en pie, y solo verá a las cucarachas. Las cucarachas serán menos en número, y más escuálidas, y habrán sobrevivido en un momento de mayor hambre y menos bombo, pero encontrarán un mundo donde los equipos talentosos serán más fáciles de conseguir y más leales a las empresas que los contratan. Los espacios de oficina se habrán liberado, y serán más baratos. Muchos temibles competidores, otrora bien financiados, habrán desaparecido.

Lo mejor de los tiempos de vacas flacas, contra aquel de vacas gordas, es que las nuevas empresas se verán obligadas a ser más creativas respecto a los productos que fabriquen, a ser más inteligentes con relación a quiénes contratan y a cómo la empresa invertirá su tiempo. Las restricciones inspirarán una mayor creatividad.

La era de los unicornios está terminando, pero la de las cucarachas está recién empezando. ¡Alabado sea!

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15 septiembre 2015

Del Popocatépetl al Cotopaxi

Algo de onomatopéyico encontré en ese nombre desde siempre. Lo cierto es que -aunque es probable que lo haya escuchado desde mucho tiempo antes- un cierto día lo empecé a oír con mayor y mayor frecuencia. Eran mis primeros vuelos a esa ciudad contradictoria y enigmática que es la capital mexicana. Allí, en ese par de días de descanso que el itinerario nos regalaba (nunca mejor expresado), habíamos empezado a explorar lugares como Chapultepec o el mercado de la Lagunilla, las pirámides de Teotihuacán o un abreviado paseo a Tasco y Cuernavaca.

Más tarde, leyendo esa novela no exenta de simbolismo que es "Bajo el volcán" de Malcom Lowry, descubrí que el nombre Cuernavaca no era sino una deformación castellana de una voz náhuatl que quería decir "lugar avecinado a los árboles" o "lugar que queda junto al bosque" (Cuauhnáhuac). Era el mismo lugar que un antiguo visitante de nuestras tierras, el alemán Alexander von Humboldt, lo había bautizado como "La ciudad de la eterna primavera". Pero, nunca llegué a satisfacer ese corto periplo que se publicitaba desde la Ciudad de México; y, hoy mismo no sé si aquello se debió a carencia de tiempo o a escasez de presupuesto. Quién sabe!, a lo mejor fue también el exceso de otros menos santos quehaceres...

Años después volví a escuchar con intensidad aquel nombre. Un escuálido aviador de traviesa catadura, un día me había comentado en Singapur su díscola aventura inenarrable... Había salido desde el aeropuerto de la Ciudad de México a realizar un vuelo de prueba en su antigua aerolínea, se había dirigido “hacia el sur de la estación" para efectuar unas comprobaciones mecánicas y, al divisar abajo el aeropuerto de Cuernavaca, le entraron de pronto unos incontrolados deseos de realizar un "paso rasante" con su Boeing 727 sobre la cinta de asfalto. Entonces, y a pesar de que la pista no estaba certificada para un probable aterrizaje, un súbito e inquieto demonio interior le desafió a intentar aquella maniobra poco aconsejable.

Efectuado el impensable desatino, pronto "el flaco" pudo advertir que un nutrido grupo de amigos, vecinos del exiguo aeropuerto, se habían enterado de la operación y habían venido a felicitarle. Cedió entonces a los llamados de la vanidad, apagó sus motores y decidió aceptar una breve invitación a la residencia campestre de uno de sus "cuates". Fue cuando lo que Manuel nunca creyó que pudiera pasar pasó y, cuando regresó a encender sus motores para intentar el precario despegue, pudo advertir que la UPA (así llaman en México a la fuente auxiliar de poder) se resistía a arrancar y no permitía encender los motores de la desatendida aeronave...

Su inevitable suspensión de vuelo vendría más tarde... Nunca habría yo imaginado una historia tan díscola y ajena a la personalidad del –en apariencia– tranquilo personaje. Jamás me hubiese imaginado que talante tan enjuto y desgarbado pudiera albergar semejante coraje. Serían estos para mí los indelebles recuerdos de un apacible colega de flota de memoria tan querida como inolvidable.

Ha pasado el tiempo. Hoy miro hacia el meridión, igual que lo hacía hace casi cuarenta años, oteando el horizonte desde la terraza de uno de los derruidos edificios de la Ciudad de México, y ya no descubro las siluetas del Popocatépetl o del Iztaccíhuatl -la Mujer Dormida- sino la cónica y, hoy, ominosa geometría del impredecible Cotopaxi. Nunca habría de sospechar, aun en mis más imaginativos sueños, que un volcán que había considerado extinto, habría de iniciar un ciclo de alarmantes advertencias con sus persistentes bocanadas de humo y su pertinaz ceniza inagotable. Tampoco hubiera imaginado que, pasado el tiempo, un día mi propia morada estaría ubicada en la ribera misma de un río asaz tranquilo, cauce probable de amenazantes lahares, preñados de destrucción insospechable!

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10 agosto 2015

La cosa en sí

Tengo que hacer una concesión: aunque soy proclive a dejarme llevar por los devaneos de la filosofía, en cambio tengo que confesarme desafecto e inútil para desentrañar el sentido de muchos de aquellos términos que por ahí se usan y que son inherentes a la teoría filosófica.

Caigo, por ejemplo, en esta reflexión cuando consulto en el diccionario el sentido de la voz "noúmeno", incorrectamente acentuada como "nóumeno" en el cuento del mismo nombre de Adolfo Bioy Casares, de su colección "Historias desaforadas". Si la primera acepción me conduce a un laberinto ("aquello que es objeto del conocimiento racional puro en oposición al fenómeno, objeto del conocimiento sensible"); la segunda se refiere a "la cosa en sí", y no resulta menos intrincada: se define en filosofía como la "realidad hipotética independiente de las posibilidades del conocimiento humano"... ¡Vaya confusa y nada esclarecedora explicación!

Llego a estas entretenidas disquisiciones cuando reviso el nombre de un personaje que por algún motivo encuentro familiar, el del catalán Raimundo (o Ramón) Lulio, un multifacético y prolífico religioso medieval que habría influenciado en pensadores de la talla del alemán Godofredo Guillermo Leibniz. A Lulio se atribuye una de las más antiguas novelas de la literatura universal, si no la más antigua, una que habría de identificar al catalán como "la lengua de Lulio", de la misma manera que se conoce al inglés como la de Shakespeare, al portugués como la de Camões, o al español como la de Cervantes. Me refiero a "Blanquema", que fuera escrita tan temprano como en 1283, más de trescientos años antes de publicado "El Quijote".

Es probable que haya reparado en el nombre de Lull, Llull, Lulius o Lulio, en una voluminosa novela escrita por el desaparecido Roberto Bolaño. Si mi memoria no me es ingrata, creo que se mencionaba una supuesta creación suya, una "máquina de hacer pensamientos" o de pensar. Lulio se habría convertido al cristianismo luego de una vida desordenada y licenciosa; se aduce que habría tenido una revelación que motivó su transformación. Su muerte como un mártir en sus tareas misionales le habría reservado un lugar en los altares. Lulio no solo ha sido reconocido como escritor y matemático, como teólogo y místico. La Iglesia le ha asignado una fecha en el santoral y lo reconoce, en forma un tanto controversial, como uno de sus santos.

Aquí quizá sea oportuno hacer una breve digresión: en el mismo cuento de Bioy Casares que comento, hay una referencia a un lugar un tanto mítico que alguna vez me propuse encontrar en Buenos Aires y que se menciona en el tango Garufa, que dice así: "Del barrio la mondiola sos el más rana y te llaman Garufa por lo bacán, tenés mas pretensiones que bataclana que hubiera hecho suceso con un gotán. Garufa vos sos un caso perdido, tu vieja... dice que sos un bandido, porque supo que te vieron, la otra noche, en el Parque Japonés..." Si bien el sitio existió en Buenos Aires, hoy es un parque desaparecido. Mas, es probable que la letra insinúe con aquello de "bandido" una excursión a un prostíbulo, por el sentido de la palabra Garufa en el lenguaje del bajo fondo, conocido en Argentina como lunfardo.

De vuelta al personaje catalán, Raymundo Lulio sería inclusive un anticipado precursor de los computadores modernos. Es más, se insinúa que el mallorquín (había nacido en las Islas Baleares, que se habían integrado al Reino de Aragón) fue también uno de los primeros promotores de algo que, con el tiempo, ha dado margen a múltiples controversias: la metodología usada para aplicar un sistema de votación que represente en forma más ecuánime la intención de una determinada mayoría. Lulio habría renunciado a su familia para ingresar en la Orden de San Francisco, pasando a dedicar su vida a la conversión de los musulmanes.

Muchos años después de su muerte, la Iglesia desautorizaría parte de las ideas de Ramón Lulio. Sorprende reconocer que vivió hace setecientos años. Sus variados intereses  dejaron su huella en el racionalismo de Leibniz o en la cosmología del dominico Giordano Bruno (quemado en la hoguera en el Campo di Fiori en Roma, por la herejía de creer, como Copérnico, que la tierra daba las vueltas y los cielos permanecían fijos; y que podía haber vida inteligente en otros lejanos lugares). A mis años, Ramón Lulio me lleva a pensar en conceptos oscuros, como en el objeto del conocimiento sensible, o como en aquello otro que no entiendo: "la cosa en sí"...

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02 agosto 2015

Augurios y coincidencias

De pronto, la gente se ha puesto a ubicar en el mapa a una pequeña isla francesa situada hacia el oriente de otra isla enorme: la de Madagascar. Esta última, se encuentra también hacia levante de la costa oriental de África. La pequeña isla a la que me estoy refiriendo, ha tenido diferentes denominaciones a través del tiempo y ahora se la conoce como “Isla de la Reunión”; constituye un territorio francés de ultramar. Muchas veces sobrevolé esa isla volcánica; al igual que otra de similar apariencia y tamaño, su vecina la Isla de Mauricius. Tanto Reunión como Mauricio son tan solo un par de veces más grandes que nuestra isla Puná o quizá tripliquen en tamaño a otra con la que estoy más familiarizado: Singapur, isla que, a su vez, no tiene sino algo más de setecientos kilómetros cuadrados.

Ahí, en la Reunión, parecería que en forma casual habrían sido localizados restos de lo que bien pudiera tratarse del avión malasio que se extravió en forma misteriosa hace alrededor de dieciséis meses cuando efectuaba un vuelo entre Kuala Lumpur, la capital de Malasia, y Beijing, la capital de la China. Por un motivo que nunca dio margen a una coherente explicación, tan pronto como el vuelo MH370 de Malaysia Airlines habría alcanzado altitud de crucero, y había cambiado de centro de control, luego de despedirse de las autoridades de su país de origen, tomó un extraño rumbo reverso en forma incomprensible y entonces desapareció de los radares, dando pábulo así a uno de los más misteriosos como inexplicables episodios de la historia de la aviación mundial. Nunca se supo nada: ni del moderno y enorme Boeing 777 –triple siete- ni de sus 230 ocupantes.

El aún no explicado hallazgo no está exento de una cierta dosis de ironía… La isla había sido cuna de un famoso aviador, uno de similar prosapia a la de Charles Lindbergh, o de Antoine de Saint-Exupéry o de mi tocayo Alberto Santos-Dumont. Se trata nada menos que de un joven piloto que se había destacado en los albores de la aviación moderna hacia principios del siglo pasado y que más tarde, debido a su afición por el tenis, daría su nombre a un famoso estadio parisino donde se celebra anualmente uno de los cuatro torneos mejor conocidos y más importantes del mundo. Él fue el primer aviador en realizar la hazaña de cruzar el Mediterráneo en un vuelo de casi seis horas. Su nombre era Roland Garros; fallecería en un combate aéreo cuando solo contaba con treinta años de edad.

Por curiosa casualidad, fue también en la Reunión donde se produjo la primera epidemia de una infección que es transmitida por mosquitos, la misma que en forma reciente ha producido enormes estragos en las regiones costeras de nuestro país: la plaga de la chikunguña, una infección que, según se reclama, habría contagiado a principios de este siglo a una cuarta parte de la población total de esa isla de un millón de habitantes, segando la vida de por lo menos doscientas personas. La isla se encuentra en la zona ecuatorial del Océano Índico y es proclive al virulento efecto de las implacables enfermedades tropicales.

El mundo se encuentra a la espera de que el hallazgo se confirme; pues, como por ahora se barrunta, los restos hallados de un pedazo metálico de alerón pertenecerían al avión desaparecido. Los vestigios del aparato presuntamente encontrado demostrarían que el avión se habría siniestrado en las aguas del océano y sus partes habrían sido arrastradas por las corrientes marinas hasta aparecer en las orillas de esta isla francesa, en forma tan sorprendente como enigmática. Sin embargo, la sola aparición de los restos no explicaría por ahora el motivo del siniestro, y tampoco sería garantía de que más tarde se habrían de localizar otras partes o componentes. No obstante, permitiría conocer qué sucedió, aunque perduren las incógnitas del cómo y del por qué...

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07 julio 2015

Un brindis por la curiosidad

En días pasados acudí a un sencillo pero significativo homenaje: se trataba de la celebración de fin de estudios de una de mis más queridas primas. No se trataba, por lo mismo, de aquella celebración juvenil y tradicional cuando el graduado ha satisfecho los académicos requisitos al cumplir un cuarto de siglo o algo menos. Como se habrá de barruntar, se trataba de una culminación estudiantil cuando la homenajeada ya había empezado a disfrutar los llamados años dorados de su vida. Sí, ahora la abuela había dado testimonio no solo de curiosa humildad, sino también de perseverancia. Aquella prima, con quien compartiera tantos y tantos episodios de la infancia, había vuelto a estudiar y se había graduado con porfía…

Como muchas veces pasa, no me pareció que sería a mí a quien correspondía decir aquella noche unas pocas y sentidas palabras. Al fin y al cabo, no solo era ese un logro suyo, sino también el de toda su familia más íntima. Accedí a hacerlo, sin embargo, pues quizá -como lo expresé- era yo en el tiempo, con la sola excepción de sus padres, quien más la conocía. Con ella hemos compartido tantas cosas desde niños, que dejar que el corazón hable no deja de ser fácil, y uno entiende que ese homenaje es un gesto de reverencia a quien supo rendirle tributo a la inquietud, a la curiosidad y a quien nunca transigió a ese gesto que nos identifica como humanos: el doblegarse ante cualquier forma de aprendizaje.

Recordé entonces una frase del nunca olvidado pensador vasco Ramiro de Maeztu, aquella de que “la patria es una melodía inacabada” y decidí hacer un paralelo entre aquella a la que se refiere el aforismo, y aquella otra patria tutelar, la de la infancia, que supo acogernos a los dos en el tiempo. Expresé entonces que sentía que era esa infancia, que nos identificó por la curiosidad y el ávido deseo de aprender, la que realmente era la melodía, la poesía y el sueño que habían quedado incompletos; pero que era la vida -que siempre actuaba con nosotros como un sabio maestro- la que nos señalaba el camino para perseverar en el ejercicio de la curiosidad y la que nos daba la oportunidad de “aprender”.

El poderse abrir al conocimiento entraña no solamente el deseo -por tardío que se exprese- de conocer más y de aprender, demuestra ante todo el humilde reconocimiento de que no sabemos o de que sabemos menos. Por ironía, solo cuando hacemos este esencial y humilde reconocimiento estamos en capacidad de aprender y de aprehender, valoramos nuevas cosas y nos definimos como seres humanos y damos rienda suelta a nuestro destino como hombres. Solo aprendiendo valoramos la opinión de los ajenos, solo así nos exponemos a las nuevas ideas y a los nuevos conceptos; desafiamos nuestras propias ideas y creencias, aprendemos a dialogar, a confrontar y a compartir. Somos hombres.

Existe un formidable apotegma, expresado por un filósofo de la antigüedad y que se atribuye a alguien que nunca dejó escrito nada, el sabio Sócrates: “Solo sé que no se nada y, al saber que no sé nada, algo sé; porque sé que no sé nada”. Esta es una sentencia que nos invita a examinar nuestras limitaciones y a conceder ante nuestra condición humana. Es un adagio que nos recuerda que la vida no es más que esa infancia inacabada que nos invita a crecer y a seguir aprendiendo; y que, ante todo, nos obliga a vernos cada día en el espejo para aceptar con Lewis Carroll que “no somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”…

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13 junio 2015

Indignados, pero contentos…

He dejado de escribir para este blog; por lo menos con la frecuencia con que antes lo venía haciendo. Frente a ello, no puedo proporcionar una satisfactoria explicación. Es probable que así mismo les suceda a quienes escriben; porque, no es una de mis confesadas debilidades aquella de la inconstancia, ni tampoco uno de mis vicios aquel de ceder al impulso de otros arrestos. Es probable también que, frente a la actividad que he pasado a desempeñar, sea mi subversivo inconsciente el que me sugiere una suerte de discreto alejamiento en mi vocación de expresar mis variadas inquietudes, en el ánimo delicado talvez de no incomodar ciertas posturas intransigentes en los ambientes que frecuento.

Hay, sin embargo, un motivo que no está exento de sustento: llego a casa muy cansado luego de mis labores, sin ánimo para otra cosa que prepararme un refrescante trago, comentar en forma breve las incidencias del día, acariciar a mis inquietos mastines y refugiarme en un rincón de mi estudio para revisar algún programa culinario o deportivo. Tampoco debo ocultar una circunstancia ocasional: la de que siento que es tal mi deseo de descanso, que a veces me dejo llevar por la traviesa seducción de Morfeo y cedo a la tentación de una abreviada siesta, aunque esta surja inoportuna y a destiempo…

Más tarde, concluida la prematura pitanza, vuelvo al estudio para contemplar algún programa de televisión o, si es posible, algún cotejo o evento. No siempre consigo mantener un estado de vigilia y entonces, y ante mi personal despecho, decido incorporarme, cancelar las innecesarias luces que se fueron prendiendo y acudo a mi recámara, donde busco ropa fresca de cama y me cambio de vestido. Esa es ya la hora en que no transijo ante el sueño postergado y cedo a la costumbre de una breve lectura antes de capitular ante la implacable porfía del señor de los sueños.

Sin embargo, y del mismo modo tempranero que me resigno al hechizo de los sueños, siento también los prematuros impulsos de la aurora que me incitan a incorporarme y tomar mi artilugio electrónico para adentrarme en nuevos y renovados escarceos. Casi siempre es el siguiente capítulo de un ensayo o de un postergado texto; continúo entonces con una somera revisión de las más importantes noticias y de la crónica de los principales diarios acontecimientos. No puedo dejar a un lado, en esta apurada revista, a los principales artículos de opinión que publican los más importantes periódicos nacionales y extranjeros.

Es en uno de esos medios escritos que encuentro algo que con frecuencia  me enreda en la confusión, pues en él se emiten criterios cuya temática me sorprende e indigna; pero cuyo tratamiento y comentario me hace sentir complacido y contento. El diario consulta nuestro escrutinio, pero omite comentar si es la situación la que se comenta y juzga, o si es el criterio del articulista el que nos indaga si nos pone indignados o contentos. Barrunto que esto debería revisarse, no vaya a ser que en el cómputo general asomen como indignados los que realmente han gozado de la lectura y han decidido confesarse como alagados o contentos…

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15 abril 2015

El legado de unos vagabundos

De chicos le gritábamos "pajarero, pajarero", compitiendo así, con aquella forma de insolencia, con la negritud descuidada y andrajosa de su harapienta figura. Ese fue quizá el primer ser errante que conocí y no estoy seguro si, dada su suciedad y apariencia, ejercía por ahí el humilde oficio de carbonero. Algo de estrambótico y desquiciado había en su extraña imagen; la catadura desordenada de sus greñas alborotadas denunciaba el carácter díscolo de su aviesa apostura y, sobre todo, esa su inveterada incapacidad para adaptarse a los cánones de limpieza y pulcritud que le exigía una ciudad que nunca aceptó sus trashumantes paseos.

En contraste con semejante muestra de torvo desaliño, vagabundeaba también por las calles de mi infancia una anciana escuálida, de caminar parsimonioso, ella iba acicalada con los retazos remendados de ajenas donaciones. Vivía en una estrecha calleja avecinada a la casa de una de mis tías. Nunca dejaba de usar unos desusados sombreros y en sus trajes siempre se reflejaba aquel anacrónico aporte de un estilo anticuado y pasado de moda. Un día supe que obedecía al nombre de Anita Bermeo. Todo Quito la conocía por su remoquete taurino. Le decían "la torera". Su oficio habría sido el de costurera de casa grande, razón para sus extravagantes atavíos.

He recordado a estos dos emblemáticos vagabundos de los tiempos de mi niñez, al comentar acerca de la reciente presentación en Quito de la obra del compositor alemán Carl Orff, Cármina Burana (utilizo la tilde con intención, pues aunque en el latín no se utiliza el firulete castellano, ha prevalecido siempre la errónea tendencia a pronunciar ese nombre acentuando la segunda sílaba). En la primera mitad del siglo pasado, Orff se habría inspirado en unos poemas medievales descubiertos un siglo atrás en la abadía de Bura Benedicto; su mérito fue haber compuesto la música para adaptar la letra de aquellos disolutos poemas. De este modo, rescató para la memoria el legado de quienes los habían compuesto: unos monjes vagabundos.

Cármina Burana es, en efecto, un conjunto de poemas escritos allá por el siglo XIII (parece mentira que el famoso texto ya tenga cosa de ochocientos años). Consiste en una serie de cantares de carácter mundano, que -a pesar de la naturaleza clerical de sus autores- fueron escritos con un matiz profano. En efecto, los clérigos goliardos que los habrían compuesto eran de naturaleza errante, con oficio pero sin domicilio. Habían escrito aquellos poemas a la manera de los juglares; utilizado temas para burlarse de la hipocresía y las excesivas restricciones del ambiente eclesiástico. Roma nunca habría estado orgullosa de esos monjes afincados en Bura Benedicto.

La música de Orff se expresa con una percusión estentórea y agresiva; emplea con insistencia escalas repetitivas de construcción simple. Pero lo que hace de Cármina Burana una composición de elementos vigorosos, es la fuerza que le confieren sus innumerables coros, que complementan con brioso impulso la ejecución de la orquesta. Destaca, con su maravilloso martilleo, el poema que inicia el preludio y que luego se repite al final de la obra: la oda a Fortuna, la emperatriz del mundo.

O Fortuna es un singular poema medieval, proclama el capricho con que nos suele tratar la suerte. Se trata de un homenaje a una diosa romana, cuyo nombre en lengua italiana antigua sería el de Vortumna; diosa que era representada por una noria. La suerte sería como una enorme rueda que nunca se detiene, que a veces nos aplasta y que a veces nos transporta; mas, nunca deja de rodar…

¡Oh Fortuna!/ como la luna/ cambias de estado/ a veces creces/ y otras decreces./ ¡Qué sufrimiento!/ Ora nos oprimes/ y luego nos alivias/ cual si fuera juego./ A la pobreza/ y al poderío/ derrites como/ si fueran hielo.

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08 abril 2015

De canes, huertos y pesebres

Sospecho que la expresión “perro del hortelano” es anterior a la obra de Lope, autor que la usó allá por el mil seiscientos para poner título a una de sus obras. De lo que sí puedo dar fe es que, con palabras parecidas, se utiliza similar sentencia en distintos idiomas. Por ello, y a pesar de mi mala memoria, he recordado en días pasados que en el inglés se utiliza una expresión parecida. Lo que no recordaba con claridad es si en ese idioma se decía “dog in the mangrove” (el perro en el manglar) o “dog in the manger” (el perro en el pesebre).

Parece que la expresión, en sus distintas versiones, tendría origen bíblico. Probablemente inspirada en un evangelio apócrifo, el de santo Tomás. En el primer caso, se trataría del can perteneciente al cuidador de la huerta, un lebrel que no deja que nadie coma lo que él mismo no puede disfrutar… (Aquí hago una breve digresión: un día averigüé a un grupo de contertulios que quién era un hortelano; recibí una serie de variadas respuestas, todas alejadas de la realidad del verdadero significado: que era el que trabajaba en artículos de cuero; que era aquel otro artesano que trabajaba con láminas metálicas; que era quien limpiaba las chimeneas. Como se ve, ninguna –ni el curtidor, ni el hojalatero, ni el fogonero- tenía relación con el oficio de quien cuida o es el propietario de un determinado huerto). Así, el perro en cuestión, era quien procuraba evitar que un subrepticio individuo intentara aprovecharse de las lechugas, coles y otras hortalizas de un jardín ajeno.

En el segundo caso, se trataría de un perro que, adueñado de un pesebre, no permitiría al ganado alimentarse con ese heno que no constituía parte de su propia dieta tradicional. No tengo claro si ese “manger” se refiere en forma general al establo o pesebre, o si sólo a aquel cajón cuadrilongo, hecho preferentemente de madera, que llamamos artesa y que en los establos se utiliza como abrevadero o artilugio para alimentar a las bestias (no confundir con la artesa que se utiliza para amasar el pan, aunque se trata de un similar implemento).

En cualquiera de los dos casos, sea que se trate de un canino en el huerto o de similar animalito recostado sobre la paja de un supuesto pesebre, ambos representarían la figura que ha sido caracterizada en una probable fábula que, a su vez, se atribuiría a Esopo, personaje cuyas consejas morales se basaron casi siempre en la utilización de animales para representar los defectos e imperfecciones humanas. En esas moralejas se retratan las principales limitaciones, carencias y concupiscencias de que puede ser capaz la naturaleza humana que, de este modo, es caricaturizada utilizando a los inocentes representantes de la zoología…

No sé a qué se deba esta tendencia a utilizar palabras, frases y aforismos que muchas veces ni siquiera hemos meditado en su probable sentido. No hace mucho, escuchaba la transmisión de un partido de futbol y me hacían caer en cuenta cómo el locutor utilizaba una serie de términos de sentido imaginable pero no recogidos en los diccionarios que otorgan formal certificado de bautismo al uso correcto y adecuado de las palabras. Decía el narrador deportivo, por ejemplo, que cierto equipo utilizaba un sistema “combinativo”, queriendo dar a entender que su método de juego se basaba en continuos pases (combinaciones) entre sus integrantes.

Esto nos llevaría a una nueva inquisición: ¿debe necesariamente una palabra estar “autorizada” o aprobada por un organismo rector, para que sea considerado correcto su empleo? ¿O es, más bien, ese uso cada vez más frecuente y generalizado el que va haciendo más aceptado el empleo de una voz o palabra, que luego es reconocida como adecuada para expresar un significante? En efecto, existen términos que, aunque nos suenen impropios, enseguida nos sugieren un aparente sentido, si no una clara y evidente significación.

¿Será que la Academia no está dando suficiente oído a los cambios propuestos? ¿Es quizá el suyo un celo excesivo respecto a lo que debe considerarse correcto? ¿Deben ser aceptados como permitidos sólo aquellos términos que esa institución ha refrendado con la definición de un significado? ¿Acaso no es eso mismo lo que hace la Academia, cuando confirma la generalización de palabras en apariencia incorrectas, las mismas que luego las legitima al comprobar su uso diseminado y cada vez más corriente? Este es idéntico proceso al que sufren ciertas palabras que se usan con un carácter localista y que, más tarde, la misma institución termina por reconocerlas porque las voces conocidas como “correctas” no satisfacen ya el uso corriente…

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01 abril 2015

La certificación médica y los accidentes

No es la primera vez, y nada asegura que vaya a ser la última; el accidente de Germanwins, ocurrido la semana pasada, demuestra no sólo lo incompletos que pueden ser los chequeos y verificaciones médicas que se hacen a los aviadores modernos; sino, además, lo crueles y siniestros que pueden ser los métodos que utilizan las personas que, por uno u otro motivo, han decidido segar sus propias vidas. Y hace pensar, como sucede en este penoso caso, en las incomprensibles motivaciones de aquellos que no tienen ningún tipo de escrúpulo para poner fin, en forma arbitraria y criminal, a las valiosas vidas que se confiaron en sus manos.

Conocido es por muchos, lo rigurosos y ciertamente inflexibles que pueden ser los chequeos médicos de los pilotos. Asuntos como una pequeña deficiencia visual, una ligera imperfección en el oído, un insignificante murmullo en el ritmo cardíaco, pueden ser motivo para negar la certificación médica a los profesionales del aire. Es más, aviadores que han cumplido con una trayectoria nada despreciable y han ganado enorme experiencia en esta exigente profesión, de la noche a la mañana pueden verse de golpe expuestos a la imprevista condición de la pérdida de su certificación médica; y, con ello, de su licencia aeronáutica; y, por lo mismo, de su herramienta de trabajo y del sustento de sus familias.

El problema está en que quizá esos escrutinios médicos han estado poniendo demasiado énfasis en asuntos que tradicionalmente se consideraban preponderantes, para calificar y establecer el estado óptimo de salud que debería caracterizar al personal de vuelo. A pesar de ello, no siempre se efectuaron mediciones psicológicas de tipo recurrente para evaluar, con relativa certeza, el grado de idoneidad mental que debía exigirse en un tipo de oficio en cuyo cuidado se pone la vida de cientos de valiosas vidas. Léase: de personas inocentes.

¿Qué chequeos se realizan actualmente? Al respecto, existen autoridades aeronáuticas que todavía insisten en exámenes de comprobación médica que se caracterizan por un estilo muy riguroso. Chequeos como el del propio Centro de Evaluación Médica de la DAC en el Ecuador, se expresan como los de una entidad que busca unos estándares similares a los que se solicitan para la vida militar. Exámenes parecidos exigen otros organismos como el coreano y el chino, donde el criterio médico predominante es el de que el piloto de aeronave debe tener una salud superior a la estandard. Pero… este criterio no es universal y tampoco incluye, necesariamente, pruebas psicológicas para evitar episodios luctuosos como el que en estos días comentamos.

Además, hay países donde la evaluación médica rutinaria carece de la meticulosidad que tuvo el chequeo inicial. En Singapur (donde transcurrió parte de mi carrera) la espera en el consultorio podía ser más demorada que el chequeo respectivo. Uno de los facultativos obedecía al apellido de Medora; los chuscos, que nunca faltan (y en este caso me refiero a los de habla hispana) comentaban que el reconocimiento era tan sucinto y breve, que le cambiaron el nombre al profesional: de Medora, pasaron a apellidarlo como “Media hora”…

Pocas son las aerolíneas en el mundo que aplican chequeos iniciales en que no sólo se evalúa la condición psicológica de los candidatos, sino que realizan pruebas de polígrafo para determinar si detrás de la aspiración de los pilotos a ser contratados, no se esconden personalidades trastornadas y, especialmente, si no existen intenciones perversas; como actos de interferencia ilícita o criminales afanes de sabotaje. Lamentablemente, estos chequeos, no son infalibles. En la experiencia forense existen casos de personas inocentes que han sido encontradas culpables al no satisfacer las pruebas del polígrafo; y, claro, se cuentan también historias de asesinos seriales que han pasado sin dificultad el escrutinio en referencia. Existen, además, insistentes cuestionamientos de quienes creemos que la prueba del polígrafo atenta contra el derecho a la privacidad de los candidatos…

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23 marzo 2015

Ha muerto el viejo Harry

Habría llegado a parecerme que el hombre sería inmortal. Me acostumbré a ese rostro impasible, de párpados turgentes, sobre el cual parecía no hacer mella el paso del tiempo. Estreché su mano una media docena de veces, en razón de la función diplomática que ejerció mi esposa mientras vivimos en Singapur; pero fue en uno de mis viajes como comandante de la aerolínea asiática que él ayudó a crear (la SIA o Singapore Airlines), que tuve aquel privilegio de cruzar un par de frases y de tratarlo brevemente; y, sobre todo, de tenerlo como a uno más de mis propios pasajeros. Se llamaba Lee Kuan Yew. Hoy, él se ha alejado de su tiempo.

Siempre me dio la impresión que había en su gesto una extraña mezcla de desdén, autoridad y sabiduría. Por un tiempo me propuse estudiar el talante que exhibía en las entrevistas que le hacían mientras viví en la impresionante ciudad-estado que él supo imaginar y más tarde construir (la más formidable ciudad-estado después de Atenas, en el criterio de un importante funcionario británico). Respondía Lee a las preguntas que le hacían con lo que parecía un tono inicial de reproche e ironía; pasaba luego a realizar una reflexión ponderada donde se mezclaban el afán didáctico del académico y la sabiduría del estadista; y, de pronto, morigeraba su severa catadura para ofrecer un pequeño consejo con un tono impregnado de cierto contradictorio paternalismo.

Había nacido en septiembre de 1923 en una diminuta isla asiática (menos de setecientos kilómetros cuadrados), situada en el punto más meridional de la península de Malasia. Pero fue en Cambridge, Inglaterra, donde sometió su raro intelecto al estudio de las leyes y a profundizar sus meditaciones acerca de la eficiencia y sustento jurídico del sistema inglés. Por esos mismos años conoció a su inseparable y perspicaz compañera, Kwa Geok Choo, a su vez una de las mujeres más cautivantes y emprendedora que jamás he conocido en mi vida. De ascendencia china, Lee no era el oriental típico: se expresaba con facilidad. Con su verbo desnudaba su prodigiosa capacidad de síntesis y, ante todo, persuadía…

Pocos años después del fin de la Gran Guerra, Lee Kuan Yew participó en los episodios que independizaron a la isla de Temasec (entonces parte de la Confederación Malaya) del dominio británico; formó, por esos mismos años, el Partido de Acción Popular con el que llegaría al poder cuando sólo contaba con 35 años. Desde entonces se mantuvo como Primer Ministro por algo más de tres décadas. No cabe duda que su estilo estuvo impregnado de cierto autoritarismo; pero, si hemos de juzgar por los resultados, modernizó un país sin recursos y, a fuerza de organización y valores, lo puso a tono con los más refinados avances de la tecnología y lo convirtió en un centro financiero e industrial, con un desarrollo y bienestar sólo comparable con los países más adelantados del primer mundo.

Pero el mayor mérito de Lee Kuan Yew no fue el formidable e incomprensible desarrollo económico que consiguió en esa pequeña isla. Su gran legado fue la integración racial y religiosa que consiguió en aquel viejo enclave pesquero a fuerza de respetar unos valores y liderar un comunitario sentido de propósito. Singapur no fuera lo que es hoy, sin un elevado sentido de comunidad, sin esa extraordinaria simbiosis de institucionalidad occidental y arraigados valores orientales que supo fundir como en un crisol con el esfuerzo de su pueblo.

Hoy regreso a ver y recuerdo esa fría noche de Shanghai, cuando me hicieron llegar un sobre con el membrete de “Reservado”… Se trataba de un documento que me alertaba que transportaría al día siguiente nada menos que al “Senior Prime Minister” de Singapur… Cuando ya en el avión salí a saludarlo, me hizo sentir que había osado interrumpir su inaplazable lectura del “Straits Times”… Nunca bajó el periódico, mientras con aire desinteresado me averiguaba por qué había venido desde tan lejos para trabajar en “su” aerolínea. Su esposa supo rescatarme de aquel intransigente escrutinio. Hoy se ha ido Lee Kuan Yew, el hombre más importante que jamás transporté. Y yo que habría creído que el más extraordinario estadista que ha dado el sudeste asiático sería imperecedero…

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21 marzo 2015

Montubio con uve

De idéntica forma a la primera vez que escuché aquello de “ir a por un refresco, o a por una hamburguesa”, fue en mi primer viaje a la tierra de Lope, Calderón y Cervantes, que habría de escuchar por primera vez esa rara identidad para nombrar a la ve dentilabial (este último un término que curiosamente no aparece en el diccionario de la Academia), que se usa en España para referirse a la ve corta. En mis tiempos de escuela reconocíamos a la be larga como labial y a la ve corta como dentilabial. Se me hizo extraño aquello de “uve”, forma que, al igual que “doble uve”, ha ido tomando aceptación poco a poco también en América.

Esto de la be y la ve; o, lo que sería lo mismo, de la be y la uve, siempre me pareció que se trataba de un capricho lingüístico o, si hemos de preferir, de un remilgo de orden ortográfico. Hasta dónde puedo testimoniar, no existe en nuestro idioma una diferenciación en la pronunciación de las dos letras (como sí existe por ejemplo en el inglés, que la uve adquiere un carácter fricativo que se hace necesario pronunciar para determinar la diferencia). Sin embargo, recuerdo muy claramente la pronunciación especial que otorgaba mi propia abuela a mi apelativo que, expresado a su manera, surgía -de su boca- más bien como un Fizcaíno y no como lo pronunciamos todos, con la dicción única de la ve y la be.

Conjeturo hoy que debió haber sido por fuerza de la costumbre, más que por alguna regla de las que me enseñaron en mis escolares clases de gramática, ortografía o perspectiva literaria, que aprendí a escribir con be labial palabras como tibio, cenobio, microbio, anfibio o montubio. Por ello, debo haber supuesto también, que así era como debían escribirse otras voces, como alivio, novio o diluvio, que jamás se me hubiese ocurrido escribirlas con be labial, como no hubiera escrito tampoco las anteriores, con ve de vaca. Voces como montubio y “montubiada” (ecuatorianismo) siempre creí que debían escribirse con be larga.

Pero, he aquí, que un grupo de personas, que rechazan la primera acepción del término montubio en el DRAE, ha propuesto que cuando la voz quiere decir “campesino de la costa”, la palabra debería escribirse como “montuvio”, con uve, como lo habrían hecho Demetrio Aguilera Malta, Pedro Jorge Vera o José de la Cuadra, en las referencias que he encontrado en el texto del siempre recordado Carlos Joaquín Córdova: “El habla del Ecuador”. La iniciativa desconoce que ese mismo es el sino de algunas palabras que a pesar del riesgo de anfibología (doble sentido) deben escribirse del mismo modo. No cabría escribir campesino con ka, por ejemplo, cuando la idea sería referirse no a un habitante del campo, sino a un tosco, zafio, palurdo, rústico, chabacano o poco cultivado individuo.

Y eso es precisamente lo que dice, en su primera acepción el DRAE al referirse a montubio: persona grosera o montaraz. Demás está comentar que no todos los campesinos son por definición groseros y que, tampoco, no todos los montaraces son por requisito campesinos de la costa o montubios. En lo personal, confieso mi preferencia por la forma montubio, que incluye “bio”, un elemento griego que expresa vida, como en las voces microbio o anfibio.

Es probable que el mejor argumento de respaldo encontremos en el mismo texto a que he hecho referencia (el diccionario de C. J. Córdova). En él se incluye la voz “montaña”, con el sentido que damos en algunos países de Latinoamérica, ya no como gran elevación de terreno, sino como selva, bosque o foresta. El comentario pertenece a un viajero británico de nombre R. Enock, que se encarga de hacer la aclaración acerca del sentido que, por extensión, sirve para montubio: hombre de la montaña o que vive en la foresta. Es decir, no otra cosa que campesino.

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18 febrero 2015

Oxímoron de carnaval

Es víspera de miércoles de ceniza, se ha terminado el carnaval. Abro la página editorial de un periódico guayaquileño y encuentro, una vez más, la disculpa pública ordenada por la entidad que controla la comunicación. Encuentro absurdo que un desafortunado juego de palabras haya servido de subterfugio para castigar a un caricaturista desafecto con el régimen. Y me pregunto: qué tenía de discriminatoria aquella viñeta que dio margen a tan absurdas reclamaciones? Acaso no era evidente el mensaje de la caricatura? Aquel de que es inadmisible que aquellas personas que han sido escogidas para “representarnos”, no tengan por lo menos un mínimo de cultura, una elemental dosis de preparación básica?…

Pero… hay excusas para todo. Quienes hoy conculcan la libertad de expresarse, creen que tienen exclusiva y omnímoda autoridad para dictar lo que consideran que puede ser aceptado como permitido. Es más, se sienten autorizados para interpretar lo que otros insinúan o pretenden significar cuando se expresan y procuran ejercer su libertad. Sólo es cuestión de que ellos puedan considerar algo como insultante u ofensivo, cualquier cosa; descubrir algo que pueda tomarse como pretexto para reprender y aun para castigar a los demás.

Así, se ha puesto de moda una palabra de origen latino que suele utilizarse con más frecuencia en el idioma inglés, la voz oxímoron. En ese idioma se la utiliza en el sentido de paradoja; en el nuestro, con el carácter de contradicción semántica o sintáctica. Muestras al canto: dictadura democrática, oligarca de izquierda, abundante escasez, populista autoritario, república imperial, y por ese orden…

Carnaval no representa ya las “carnestolendas” que heredamos de los romanos; término, este, de etimología curiosa, si no confusa, pues viene de carne y de “tollere” (quitar): “quitar la carne” o, si se prefiere, disfrazar la imagen que nos identifica y diferencia. En nuestro país, más que disfrazarse y compartir una fiesta de máscaras, el carnaval se lo celebra como el fin de semana final de la abusiva costumbre de lanzar agua y mojar a los demás, de manchar con harina y otros ingredientes. Eso, y no otra cosa, es lo que mi memoria ha conservado como recuerdo de lo que fue el carnaval: la confianzuda costumbre de lanzar agua a cualquier persona, de empaparlo a la voz de ¡agua! Frente a ello, no mojarse en carnaval sería una contradicción. Carnaval seco sonaría a intolerable oxímoron.

Hay también otro recuerdo que evoca mi memoria cuando rememoro el viejo carnaval. Son aquellas descarnadas admoniciones que el cura oblato, que fungía como nuestro capellán, nos increpaba en los días de colegio. Aquel Savonarola criollo, nuestro irremplazable confesor, estuvo persuadido que nuestro ímpetu hidráulico no hacía sino esconder nuestra incipiente lascivia, los más bajos instintos de nuestras iniciales travesuras con los placeres que provoca la lujuria, la concupiscencia de la carne. Carnaval era una oportunidad para darse licencia para rozar y tocar; era oportunidad para manosear. Mojar era un símbolo de aberrante lujuria, era el apetito desordenado que nos empujaba a pecar.

Mas, es cuando yo escucho aquel ritmo serrano que nos habla de su carnaval provinciano, que me resulta paradójico reconocer que haya sido una ciudad recoleta y mediterránea la que dejó en mis oídos esa insulsa tonada que hablaba de su inimitable fiesta, vecina a otro día que nos recordaba que éramos polvo y que habríamos de terminar convertidos en ceniza: “Al golpe del carnaval / todo el mundo se levanta / todo el mundo se levanta / que bonito es carnaval”…

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23 enero 2015

Elogio de la madrugada

Con el tiempo me fui convirtiendo en madrugador. Aquello, no tiene mérito, sin embargo: soy un madrugador de aquellos que no requieren de la inesperada alerta de un zumbón artificio. Está, ese tempranero desvelo, ya inscrito en mi propio DNA. Por un tiempo me había erróneamente convencido que aquello tenía que ver con la prematura hora que escogía para ir a la cama; pero, he ido advirtiendo que es algo que a todos nos va ocurriendo con el paso de los años: sólo es huella y herencia que nos entrega la edad. No hay que saber de cohetes y de esas ciencias; tan solo reconocer que se nos pasó cual avalancha el tiempo.

Pero, mis madrugadas conllevan una suerte de bendición: no debo soportar esas desesperantes migrañas que solían atormentar a la abuela; a pesar de las pociones y preparados múltiples que entonces le recomendaban: que agua de caballo chupa, que agua de pelo de choclo, que esa amarga pócima conocida como jugo de tamarindo… Y todo, acompañado de esa pildorita que con el pasar de los años se me fue haciendo tan familiar; pues era yo, nadie más, a quien enviaban a la farmacia para que fuera a comprarla: el infaltable Piridium.

No, yo no tengo que tolerar aquellos inenarrables dolores de cabeza. Cruzo los dedos! Yo no sé lo que es lidiar mañana tras mañana con aquellas jaquecas que atormentan a mucha gente. No tengo, por lo mismo, la necesaria costumbre de incorporarme ritualmente, dejar transcurrir una calmosa cláusula y esperar a que la nueva posición me sirva de paliativo. Mi trámite es más bien perentorio: una vez que compruebo que el sueño terminó, sin dilación retiro los cobertores y procedo a levantarme. Acudo entonces a realizar mis tempraneras abluciones y concluyo alguna suspensa lectura que pudo haber dejado pendiente la duermevela de la víspera.

Otros son mis dolores de cabeza. Se inician con un raro trajín de sonido metálico, ese es su ruidito distintivo… Lo provocan esos dos inquietos cachorros que nos fueron regalando mis preocupados hijos. El uno es un oscuro ejemplar de revoltoso pelaje renegrido; el otro tiene una piel aleonada y sus ojos ostentan un extraño color que le dan un semblante característico, su gesto es huraño y su ademán es mohíno, algo en su mirada denuncia una cierta altivez, un espíritu signado por el desdén, una voluntad que se ha enojado con el compromiso. El primero es un Schnauzer de gran tamaño; el segundo ostenta su linaje francés, es un Dogo de Bordeaux, un mastín de catadura impasible y temperamento frío…

Y ahí están. Destruyendo las flores del jardín, “marcando terreno”, compitiendo entre ellos, afirmando su apariencia canina con su travesura juguetona o con su renovado brío; dejando por doquier la impronta de sus deyecciones y detritos. Intentando ganar otra partida cada vez que se los consiente, porque se fueron sintiendo dueños del lugar, los nuevos herederos que fue dejando la ausencia de los hijos. Ellos reconocen su condición de propietarios, se saben herederos, son los mimados de una estancia donde ellos saben que son los preferidos.

El ruido metálico ha cesado de perturbar, los cachorros se acercan a reclamar su vespertino yantar, y con talante presuroso devoran su fabricado alimento. Saben que su juguetona simpatía les ha otorgado carta de identidad, que su inquietud y arresto les ha proporcionado un gratuito sentido de propiedad. No parecen ellos los guardianes; otros son los que los cuidan, ellos sólo vinieron a suplantar a los hijos…

Más tarde, un ladrido vigoroso advierte la inminente inauguración de la mañana. Presurosos los lebreles persiguen cualquier signo de movimiento, investigan cualquier ruido; deambulan nerviosos y traviesos, ora se sosiegan y ora se agitan, le van ladrando al vuelo de los pájaros, al color de las flores, al canto del agua, al paso del tiempo, a la esquiva presencia de aquellos amos a quienes consienten y que los hacen sentir sus consentidos. Una saltarina “vida de a perro” en la que aquel retozar, juguetear y brincar se ha convertido en recompensado oficio…

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