18 febrero 2015

Oxímoron de carnaval

Es víspera de miércoles de ceniza, se ha terminado el carnaval. Abro la página editorial de un periódico guayaquileño y encuentro, una vez más, la disculpa pública ordenada por la entidad que controla la comunicación. Encuentro absurdo que un desafortunado juego de palabras haya servido de subterfugio para castigar a un caricaturista desafecto con el régimen. Y me pregunto: qué tenía de discriminatoria aquella viñeta que dio margen a tan absurdas reclamaciones? Acaso no era evidente el mensaje de la caricatura? Aquel de que es inadmisible que aquellas personas que han sido escogidas para “representarnos”, no tengan por lo menos un mínimo de cultura, una elemental dosis de preparación básica?…

Pero… hay excusas para todo. Quienes hoy conculcan la libertad de expresarse, creen que tienen exclusiva y omnímoda autoridad para dictar lo que consideran que puede ser aceptado como permitido. Es más, se sienten autorizados para interpretar lo que otros insinúan o pretenden significar cuando se expresan y procuran ejercer su libertad. Sólo es cuestión de que ellos puedan considerar algo como insultante u ofensivo, cualquier cosa; descubrir algo que pueda tomarse como pretexto para reprender y aun para castigar a los demás.

Así, se ha puesto de moda una palabra de origen latino que suele utilizarse con más frecuencia en el idioma inglés, la voz oxímoron. En ese idioma se la utiliza en el sentido de paradoja; en el nuestro, con el carácter de contradicción semántica o sintáctica. Muestras al canto: dictadura democrática, oligarca de izquierda, abundante escasez, populista autoritario, república imperial, y por ese orden…

Carnaval no representa ya las “carnestolendas” que heredamos de los romanos; término, este, de etimología curiosa, si no confusa, pues viene de carne y de “tollere” (quitar): “quitar la carne” o, si se prefiere, disfrazar la imagen que nos identifica y diferencia. En nuestro país, más que disfrazarse y compartir una fiesta de máscaras, el carnaval se lo celebra como el fin de semana final de la abusiva costumbre de lanzar agua y mojar a los demás, de manchar con harina y otros ingredientes. Eso, y no otra cosa, es lo que mi memoria ha conservado como recuerdo de lo que fue el carnaval: la confianzuda costumbre de lanzar agua a cualquier persona, de empaparlo a la voz de ¡agua! Frente a ello, no mojarse en carnaval sería una contradicción. Carnaval seco sonaría a intolerable oxímoron.

Hay también otro recuerdo que evoca mi memoria cuando rememoro el viejo carnaval. Son aquellas descarnadas admoniciones que el cura oblato, que fungía como nuestro capellán, nos increpaba en los días de colegio. Aquel Savonarola criollo, nuestro irremplazable confesor, estuvo persuadido que nuestro ímpetu hidráulico no hacía sino esconder nuestra incipiente lascivia, los más bajos instintos de nuestras iniciales travesuras con los placeres que provoca la lujuria, la concupiscencia de la carne. Carnaval era una oportunidad para darse licencia para rozar y tocar; era oportunidad para manosear. Mojar era un símbolo de aberrante lujuria, era el apetito desordenado que nos empujaba a pecar.

Mas, es cuando yo escucho aquel ritmo serrano que nos habla de su carnaval provinciano, que me resulta paradójico reconocer que haya sido una ciudad recoleta y mediterránea la que dejó en mis oídos esa insulsa tonada que hablaba de su inimitable fiesta, vecina a otro día que nos recordaba que éramos polvo y que habríamos de terminar convertidos en ceniza: “Al golpe del carnaval / todo el mundo se levanta / todo el mundo se levanta / que bonito es carnaval”…

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