07 julio 2015

Un brindis por la curiosidad

En días pasados acudí a un sencillo pero significativo homenaje: se trataba de la celebración de fin de estudios de una de mis más queridas primas. No se trataba, por lo mismo, de aquella celebración juvenil y tradicional cuando el graduado ha satisfecho los académicos requisitos al cumplir un cuarto de siglo o algo menos. Como se habrá de barruntar, se trataba de una culminación estudiantil cuando la homenajeada ya había empezado a disfrutar los llamados años dorados de su vida. Sí, ahora la abuela había dado testimonio no solo de curiosa humildad, sino también de perseverancia. Aquella prima, con quien compartiera tantos y tantos episodios de la infancia, había vuelto a estudiar y se había graduado con porfía…

Como muchas veces pasa, no me pareció que sería a mí a quien correspondía decir aquella noche unas pocas y sentidas palabras. Al fin y al cabo, no solo era ese un logro suyo, sino también el de toda su familia más íntima. Accedí a hacerlo, sin embargo, pues quizá -como lo expresé- era yo en el tiempo, con la sola excepción de sus padres, quien más la conocía. Con ella hemos compartido tantas cosas desde niños, que dejar que el corazón hable no deja de ser fácil, y uno entiende que ese homenaje es un gesto de reverencia a quien supo rendirle tributo a la inquietud, a la curiosidad y a quien nunca transigió a ese gesto que nos identifica como humanos: el doblegarse ante cualquier forma de aprendizaje.

Recordé entonces una frase del nunca olvidado pensador vasco Ramiro de Maeztu, aquella de que “la patria es una melodía inacabada” y decidí hacer un paralelo entre aquella a la que se refiere el aforismo, y aquella otra patria tutelar, la de la infancia, que supo acogernos a los dos en el tiempo. Expresé entonces que sentía que era esa infancia, que nos identificó por la curiosidad y el ávido deseo de aprender, la que realmente era la melodía, la poesía y el sueño que habían quedado incompletos; pero que era la vida -que siempre actuaba con nosotros como un sabio maestro- la que nos señalaba el camino para perseverar en el ejercicio de la curiosidad y la que nos daba la oportunidad de “aprender”.

El poderse abrir al conocimiento entraña no solamente el deseo -por tardío que se exprese- de conocer más y de aprender, demuestra ante todo el humilde reconocimiento de que no sabemos o de que sabemos menos. Por ironía, solo cuando hacemos este esencial y humilde reconocimiento estamos en capacidad de aprender y de aprehender, valoramos nuevas cosas y nos definimos como seres humanos y damos rienda suelta a nuestro destino como hombres. Solo aprendiendo valoramos la opinión de los ajenos, solo así nos exponemos a las nuevas ideas y a los nuevos conceptos; desafiamos nuestras propias ideas y creencias, aprendemos a dialogar, a confrontar y a compartir. Somos hombres.

Existe un formidable apotegma, expresado por un filósofo de la antigüedad y que se atribuye a alguien que nunca dejó escrito nada, el sabio Sócrates: “Solo sé que no se nada y, al saber que no sé nada, algo sé; porque sé que no sé nada”. Esta es una sentencia que nos invita a examinar nuestras limitaciones y a conceder ante nuestra condición humana. Es un adagio que nos recuerda que la vida no es más que esa infancia inacabada que nos invita a crecer y a seguir aprendiendo; y que, ante todo, nos obliga a vernos cada día en el espejo para aceptar con Lewis Carroll que “no somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”…

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