15 septiembre 2015

Del Popocatépetl al Cotopaxi

Algo de onomatopéyico encontré en ese nombre desde siempre. Lo cierto es que -aunque es probable que lo haya escuchado desde mucho tiempo antes- un cierto día lo empecé a oír con mayor y mayor frecuencia. Eran mis primeros vuelos a esa ciudad contradictoria y enigmática que es la capital mexicana. Allí, en ese par de días de descanso que el itinerario nos regalaba (nunca mejor expresado), habíamos empezado a explorar lugares como Chapultepec o el mercado de la Lagunilla, las pirámides de Teotihuacán o un abreviado paseo a Tasco y Cuernavaca.

Más tarde, leyendo esa novela no exenta de simbolismo que es "Bajo el volcán" de Malcom Lowry, descubrí que el nombre Cuernavaca no era sino una deformación castellana de una voz náhuatl que quería decir "lugar avecinado a los árboles" o "lugar que queda junto al bosque" (Cuauhnáhuac). Era el mismo lugar que un antiguo visitante de nuestras tierras, el alemán Alexander von Humboldt, lo había bautizado como "La ciudad de la eterna primavera". Pero, nunca llegué a satisfacer ese corto periplo que se publicitaba desde la Ciudad de México; y, hoy mismo no sé si aquello se debió a carencia de tiempo o a escasez de presupuesto. Quién sabe!, a lo mejor fue también el exceso de otros menos santos quehaceres...

Años después volví a escuchar con intensidad aquel nombre. Un escuálido aviador de traviesa catadura, un día me había comentado en Singapur su díscola aventura inenarrable... Había salido desde el aeropuerto de la Ciudad de México a realizar un vuelo de prueba en su antigua aerolínea, se había dirigido “hacia el sur de la estación" para efectuar unas comprobaciones mecánicas y, al divisar abajo el aeropuerto de Cuernavaca, le entraron de pronto unos incontrolados deseos de realizar un "paso rasante" con su Boeing 727 sobre la cinta de asfalto. Entonces, y a pesar de que la pista no estaba certificada para un probable aterrizaje, un súbito e inquieto demonio interior le desafió a intentar aquella maniobra poco aconsejable.

Efectuado el impensable desatino, pronto "el flaco" pudo advertir que un nutrido grupo de amigos, vecinos del exiguo aeropuerto, se habían enterado de la operación y habían venido a felicitarle. Cedió entonces a los llamados de la vanidad, apagó sus motores y decidió aceptar una breve invitación a la residencia campestre de uno de sus "cuates". Fue cuando lo que Manuel nunca creyó que pudiera pasar pasó y, cuando regresó a encender sus motores para intentar el precario despegue, pudo advertir que la UPA (así llaman en México a la fuente auxiliar de poder) se resistía a arrancar y no permitía encender los motores de la desatendida aeronave...

Su inevitable suspensión de vuelo vendría más tarde... Nunca habría yo imaginado una historia tan díscola y ajena a la personalidad del –en apariencia– tranquilo personaje. Jamás me hubiese imaginado que talante tan enjuto y desgarbado pudiera albergar semejante coraje. Serían estos para mí los indelebles recuerdos de un apacible colega de flota de memoria tan querida como inolvidable.

Ha pasado el tiempo. Hoy miro hacia el meridión, igual que lo hacía hace casi cuarenta años, oteando el horizonte desde la terraza de uno de los derruidos edificios de la Ciudad de México, y ya no descubro las siluetas del Popocatépetl o del Iztaccíhuatl -la Mujer Dormida- sino la cónica y, hoy, ominosa geometría del impredecible Cotopaxi. Nunca habría de sospechar, aun en mis más imaginativos sueños, que un volcán que había considerado extinto, habría de iniciar un ciclo de alarmantes advertencias con sus persistentes bocanadas de humo y su pertinaz ceniza inagotable. Tampoco hubiera imaginado que, pasado el tiempo, un día mi propia morada estaría ubicada en la ribera misma de un río asaz tranquilo, cauce probable de amenazantes lahares, preñados de destrucción insospechable!

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