23 enero 2015

Elogio de la madrugada

Con el tiempo me fui convirtiendo en madrugador. Aquello, no tiene mérito, sin embargo: soy un madrugador de aquellos que no requieren de la inesperada alerta de un zumbón artificio. Está, ese tempranero desvelo, ya inscrito en mi propio DNA. Por un tiempo me había erróneamente convencido que aquello tenía que ver con la prematura hora que escogía para ir a la cama; pero, he ido advirtiendo que es algo que a todos nos va ocurriendo con el paso de los años: sólo es huella y herencia que nos entrega la edad. No hay que saber de cohetes y de esas ciencias; tan solo reconocer que se nos pasó cual avalancha el tiempo.

Pero, mis madrugadas conllevan una suerte de bendición: no debo soportar esas desesperantes migrañas que solían atormentar a la abuela; a pesar de las pociones y preparados múltiples que entonces le recomendaban: que agua de caballo chupa, que agua de pelo de choclo, que esa amarga pócima conocida como jugo de tamarindo… Y todo, acompañado de esa pildorita que con el pasar de los años se me fue haciendo tan familiar; pues era yo, nadie más, a quien enviaban a la farmacia para que fuera a comprarla: el infaltable Piridium.

No, yo no tengo que tolerar aquellos inenarrables dolores de cabeza. Cruzo los dedos! Yo no sé lo que es lidiar mañana tras mañana con aquellas jaquecas que atormentan a mucha gente. No tengo, por lo mismo, la necesaria costumbre de incorporarme ritualmente, dejar transcurrir una calmosa cláusula y esperar a que la nueva posición me sirva de paliativo. Mi trámite es más bien perentorio: una vez que compruebo que el sueño terminó, sin dilación retiro los cobertores y procedo a levantarme. Acudo entonces a realizar mis tempraneras abluciones y concluyo alguna suspensa lectura que pudo haber dejado pendiente la duermevela de la víspera.

Otros son mis dolores de cabeza. Se inician con un raro trajín de sonido metálico, ese es su ruidito distintivo… Lo provocan esos dos inquietos cachorros que nos fueron regalando mis preocupados hijos. El uno es un oscuro ejemplar de revoltoso pelaje renegrido; el otro tiene una piel aleonada y sus ojos ostentan un extraño color que le dan un semblante característico, su gesto es huraño y su ademán es mohíno, algo en su mirada denuncia una cierta altivez, un espíritu signado por el desdén, una voluntad que se ha enojado con el compromiso. El primero es un Schnauzer de gran tamaño; el segundo ostenta su linaje francés, es un Dogo de Bordeaux, un mastín de catadura impasible y temperamento frío…

Y ahí están. Destruyendo las flores del jardín, “marcando terreno”, compitiendo entre ellos, afirmando su apariencia canina con su travesura juguetona o con su renovado brío; dejando por doquier la impronta de sus deyecciones y detritos. Intentando ganar otra partida cada vez que se los consiente, porque se fueron sintiendo dueños del lugar, los nuevos herederos que fue dejando la ausencia de los hijos. Ellos reconocen su condición de propietarios, se saben herederos, son los mimados de una estancia donde ellos saben que son los preferidos.

El ruido metálico ha cesado de perturbar, los cachorros se acercan a reclamar su vespertino yantar, y con talante presuroso devoran su fabricado alimento. Saben que su juguetona simpatía les ha otorgado carta de identidad, que su inquietud y arresto les ha proporcionado un gratuito sentido de propiedad. No parecen ellos los guardianes; otros son los que los cuidan, ellos sólo vinieron a suplantar a los hijos…

Más tarde, un ladrido vigoroso advierte la inminente inauguración de la mañana. Presurosos los lebreles persiguen cualquier signo de movimiento, investigan cualquier ruido; deambulan nerviosos y traviesos, ora se sosiegan y ora se agitan, le van ladrando al vuelo de los pájaros, al color de las flores, al canto del agua, al paso del tiempo, a la esquiva presencia de aquellos amos a quienes consienten y que los hacen sentir sus consentidos. Una saltarina “vida de a perro” en la que aquel retozar, juguetear y brincar se ha convertido en recompensado oficio…

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16 enero 2015

Por mor de aquello

“Existen límites, más allá de los cuales debería refrenarse la estupidez”. Heinrich Böll: “Opiniones de un payaso.”

Sólo hay una cosa que me molesta más que una mala redacción: la indolencia de los que lo hacen mal frente a los reparos que, respecto a su trabajo, les hace la gente. Es como si un tipo descachalandrado, fachoso y desaliñado se jactara frente a los demás de la mala imagen que proyecta su descuidada estampa. Esto es lo que hace poco sentí cuando fui a cuestionar a un funcionario respecto a lo confusa y contradictoria que resultaba la redacción que había hecho de un determinado documento. En él las reglas de la concordancia habían desaparecido, la sintaxis destacaba por su penosa ausencia. "Es mejor bueno que perfecto", me replicó...

"Me formé en un oficio en el que hay que tratar de hacer las cosas en forma perfecta, porque si no, uno se mata", le respondí. "Puede que tenga razón -continuó-, pero las palabras son sólo asuntos de forma, no de fondo, y una mala redacción por sí misma no invalida un documento"…

Pensé entonces en mis clases de primaria, en las múltiples tareas que me enseñaron a ser más prolijo con las palabras y con las frases; recordé a mis esforzados profesores y los comparé con ese viejecito que de tarde en tarde viene a casa a cuidar nuestro jardín, y que pone todo su empeño en arreglar las flores y atender el pasto. Pensé en aquellos lustrabotas de las calles de Corea, en todas esas personas que procuran hacer un trabajo perfecto, como buscando la excelencia. "Mejor bueno que perfecto", pensé... ¡Como para excusa de los imbéciles! Quizá esa y no otra sea la verdadera razón del subdesarrollo, la torpe mediocridad, y no aquella otra manida proclama de la desigualdad de oportunidades entre los hombres (y las mujeres, como se estila hoy en día, con esa absurda e innecesaria costumbre, saturada de fea cacofonía).

Pero, bien pensado, quien no quiere hacer las cosas bien, tiene excusas para todo; o, como dicen por ahí: "para todo hay excusa". Hoy mismo, feroz es el debate frente a lo que sin pensar, o meditar con profundidad, se denomina "libertad de expresión", concepto que no siempre refleja el correcto sentido que frente a esta forma de facultad o prerrogativa tenemos los seres humanos. La libertad, como tal, no es un privilegio sin limites; su ejercicio siempre está limitado por la libertad de los demás. Uno puede decir o expresar su pensamiento de la manera más libre que sea posible, pero teniendo en cuenta que al hacerlo no puede insultar a las demás personas. La libertad, en este sentido, debe atender a unas normas y a las buenas costumbres.

Aquí, desgraciadamente, podemos caer en un punto subjetivo: aquél de que lo que constituye un insulto para unos, para otros puede ser considerado como algo normal… Ese es el problema con el humor justamente, que siendo por naturaleza irreverente, cae con frecuencia en la actitud burlona que puede ofender a quienes pretende criticar. Esta es la parte difícil: tener la sabiduría de fastidiar sin ofender, de burlarse sin insultar. De nuevo, esto es por lástima algo muy difícil de satisfacer y de administrar, en especial cuando se trata de credos y de creencias religiosas.

La idea central, en este punto, es la de que el respeto a la opinión ajena no nos debe eximir de manifestar nuestras ideas y nuestra forma de pensar; mas, al mismo tiempo, debemos estar conscientes que cuando expresamos con vehemencia nuestras ideas, no estamos autorizados a caer en el insulto que espolea la reacción desproporcionada de los otros. Pero, esa reacción jamás puede justificarse cuando involucra el crimen; y en especial, la falta de respeto a la vida de los demás.

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10 enero 2015

Nuevas inquisiciones

"El mundo, desgraciadamente es real;
yo, desgraciadamente, soy Borges"

Mi padre debe haber estado cumpliendo con los cristianos ritos de su Primera Comunión para cuando Jorge Luis Borges publicó sus primeras "Inquisiciones"; y debe haber estado atareado con mi propio bautizo para cuando el ciego escritor argentino público sus segundas, a las cuales dio en llamar "Otras Inquisiciones". Ese fue tal vez el primer texto de Borges que recuerdo haber leído; pero, por esas razones con las que suele confundirnos la memoria, yo siempre lo recordaré con un título distinto, como "Nuevas" Inquisiciones.

Empero, las inquisiciones de Borges sólo tenían que ver con sus meditaciones acerca del tiempo y la eternidad, los laberintos ontológicos, la desmitificación de ciertos valores a través de la ironía; es decir, tenían que ver con la primera acepción con que define el diccionario (acción y efecto de inquirir) la palabra inquisición. Nada tenían que ver con "la otra" Inquisición, aquella que mi ordenador se resiste a escribir sin mayúscula, esa que hiciera infamemente famoso a Tomás de Torquemada y que es parte de un vergonzante capítulo de la Iglesia Católica y, por qué no decirlo, de la civilización occidental. La Inquisición representa un siniestro período que mejor debería esconderse bajo la alfombra del olvido.

O tal vez no. Porque todo lo que ocurre en estos últimos tiempos con el fundamentalismo islámico no es sino una reedición de lo que alguna vez los católicos propiciamos y defendimos. Lo que no queremos es reconocer que esa obsesión con la fe, esa actitud maniquea e intolerante, ajena al más puro sentimiento cristiano y religioso, nos definió como congregación por un lapso importante de tiempo, y se supo manifestar con métodos inhumanos y aberrantes que hoy en día no nos podemos explicar cómo fue posible tanta inquina y, sobre todo, tanta imaginativa crueldad!

Porque el ímpetu y celo musulmán es algo más de medio milenio más joven que el cristianismo (no está por demás recordar que el cristianismo como organización no nace con el episodio del Gólgota, sino un par de siglos más tarde). Lo que quiero insinuar es que lo que le está pasando a un sector importante de aquella otra religión monoteísta es exactamente lo mismo que nos sucedió como religión hace tan pocos siglos. Exactamente lo mismo, una vorágine desenfrenada de odio, fanatismo y perversidad. Y todo, en nombre de Dios y la religión... Vale preguntarse, jugando un poco con las palabras, si esa Inquisición no fue una consecuencia de la estulticia, de la ausencia de reflexión, de la falta de una serena y sana "inquisición"?

Es imposible, cuando recordamos esta postrera palabra, no pensar en artilugios de tortura, en mazmorras y calabozos, en quema de brujas, en procesos amañados, en tribunales especiales conformados por oscuros personajes que nada tenían de verdaderos "eclesiásticos". ¿Cómo fue posible, nos preguntamos pasados los años, que cediéramos a tan absurdo grado de confusión, a tan execrable grado de perfidia y de maldad? Si para Borges las inquisiciones tenían relación con sus cavilaciones y el laberinto de los sueños, las inquisiciones que fueron propiciadas por el falso sentimiento religioso solo caben en el satánico terreno de la pesadilla.

Pero, quién sabe, estas aberraciones quizá sólo forman parte de un necesario proceso. Es probable que estas cotas que, de tiempo en tiempo, van alcanzando la intolerancia y el fanatismo no sean sino parte de un trámite de depuración para que, poco a poco, los humanos -de cualquier creencia, religión o secta que hayamos escogido (o nos hicieran escoger)- nos vayamos dando cuenta de en qué mismo consiste, o debe consistir, el auténtico sentido de la religión; en cuales mismo son los limites y condiciones que exige la libertad de "creer". Si esas han sido las ideas y creencias en el pasado y nos siguen haciendo "inquirir" en sus métodos y validez, es quizá hora de preguntarnos: y todo eso, para qué?

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09 enero 2015

Colirios, cadalsos y catafalcos *

* Tomado de “La palabra del día”, por Ricardo Soca

Tutía

Antiguo nombre del óxido de zinc impuro, que se acumula en las paredes internas de las chimeneas de los hornos en que se funden algunos minerales. La atutía tomó su nombre del árabe tutiyá, que se refería a otro compuesto, el sulfato de cobre. La confusión de los nombres de ambas sustancias se debió a que las dos eran usadas como colirio. En cierta época, la atutía se usaba también para elaborar cierto ungüento al que se atribuía la propiedad de curar muchos males, hasta que en cierto momento se hizo sinónimo de 'panacea'.

La palabra, que se usa también con el mismo sentido en portugués tutia y en francés tutie o tuthie, es probablemente de origen indoeuropeo y se encuentra también en el sánscrito tuttha 'sulfato de cobre usado como colirio'. La tutía era usada como remedio desde la más remota antigüedad.

El nombre español dio origen a la expresión "no hay tutía" para referirse a una situación sin salida, para la cual no hay remedio alguno. Olvidado el origen de la locución, con frecuencia se escribe "no hay tu tía" aludiendo tal vez a algún pariente que podría sacar a alguien de un atolladero.

Cadalso

En los mercados de esclavos del Imperio Romano, los cautivos eran expuestos en un estrado, conocido como catasta, para que se destacara en medio de la abigarrada muchedumbre y pudiera ser mejor apreciada por los posibles compradores. Análogamente, los condenados a muerte eran ejecutados en lugares bien visibles, como escarmiento para el pueblo. Con ese fin, se montaba la catasta sobre una torre de madera llamada fala. De la unión de ambas palabras se formó en latín vulgar catafalicum, que los provenzales del Languedoc llamaron cadafalcs. La palabra cruzó los Pirineos y llegó a España hacia 1260, durante los reinados de Alfonso X de Castilla y de Jaime I de Aragón, bajo la forma cadafalso. En documentos del año 1300 ya se escribe cadahalso, que perduraba aún en tiempos de Cervantes, antes de llegar a la forma moderna cadalso como vemos en este texto de Don Quijote:

“Llegado, pues, el temeroso día, y, habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo, y las dueñas, madre e hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habían visto ni oído decir en aquella tierra los que vivían, ni los que habían muerto”

En el portugués de hoy se mantiene la palabra cadafalso que, además de 'estrado para ejecutar a los condenados a muerte', significa 'estrado para actos solemnes'. El diccionario de la Academia Española todavía mantiene esta última acepción, que es antigua, y actualmente no es recogida por otros diccionarios modernos. La edición de 2014 conserva incluso el arcaísmo cadahalso, marcado apenas como "poco usado". En realidad, esta grafía era poco usada en el siglo XVII, pero es inexistente en el español de hoy.

En italiano, la misma combinación de palabras designó el catafalco, el ataúd de lujo para las exequias de los ricos y notables, y con ese sentido e igual grafía entró nuevamente al castellano en el siglo XVIII, como registra el Diccionario castellano, de Esteban de Terreros. En portugués, catafalco es el estrado donde se coloca el ataúd o la representación de un muerto al que se desea homenajear.

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04 enero 2015

Metido en un berenjenal...

Las lenguas dravídicas son habladas por más de doscientos millones de personas. El hindú tamil y el idioma hablado en la costa de Malabar son dos ejemplos de esas lenguas. Estas, al igual que el vasco y el coreano, son una curiosidad lingüística; parece que no están emparentadas con ninguna otra lengua en el planeta. En el caso de las lenguas dravídicas, incluso se sugiere que pertenecerían a un supuesto continente que se habría hundido y que estuvo ubicado hacia el sur de la India.

Pero no es de lenguas que quería hablarles, sino de berenjenas. Pero, como siempre me pasa, empiezo con una cosa y termino con otra; y así muchas veces termino metido en un embrollo o, mejor dicho, en un berenjenal. Y es que la palabra berenjena es de origen dravídico. Luego, los persas la habrían tomado prestada; y más tarde nos habría llegado al castellano -y a algunas lenguas europeas- a través del árabe. En francés se dice "auvergine" y en inglés "eggplant" que literalmente quiere decir "planta de huevos", en probable referencia a la mata que la produce.

A mí me encanta la berenjena. Por una razón asociativa, frente a la cual no encuentro motivo ni explicación, siempre la estoy confundiendo con la alcachofa. Yo sé que no existe aparente razón, pero sospecho que tiene que ver con que ninguna de las dos las había saboreado mientras fui niño. Por eso debe ser que, en ambos casos, estos frutos pasaron más tarde a contar entre mis favoritos.

No recuerdo, en el caso de la alcachofa, cuándo fue la primera vez que la comí; sin embargo, no creo que me haya pasado lo mismo que a un amigo que llegó un día a visitarme en casa y a quien invitamos a almorzar de improviso. El aludido visitante se quedó esperando a que los demás iniciáramos nuestro alimenticio rito y, al ver que esperábamos a que él iniciara su degustación, terminó por confesar su nada vergonzante ignorancia. "Y esto, cómo se come?", preguntó. Ese amigo, como les sucede a millones de personas, jamás se había servido una alcachofa "en vivo y en directo"; y sólo había visto corazones de alcachofa en enlatado o en conserva.

Mas, de vuelta a las berenjenas, debo decir que es uno de los alimentos más sabrosos que jamás haya comido. Preparadas en forma gratinada al horno, y aderezadas con tomate y aceite de oliva, constituyen uno de los alimentos más sabrosos que pueden satisfacer al paladar. En el sur de Francia existe una forma especial de preparación; acompañadas de zucchine (calabacín), zanahoria, cebolla, pimientos y tomate, que se conoce como "ratatouille": es una de las recetas más formidables que existen!

Con la berenjena sucedió un poco lo de la alcachofa, que la gente no la compraba porque no sabía cómo prepararla, ni sabía cómo la tenía que comer. Es más, parece que hubo un tiempo en Europa en que, por desconocimiento, se creía que estaba asociada con ciertas enfermedades y  por un tiempo se creyó que estaba relacionada con la epilepsia y la locura. Los locos, la verdad, eran todos aquellos que no la habían comido; pues, como se habría de demostrar, la berenjena tiene un muy importante valor alimenticio. Tiene, en efecto, poderes medicinales y curativos.

La berenjena se cultiva en una planta espinosa de hojas estrelladas; por su aspecto intrincado, estos matorrales han dado origen a una voz que equivale a embrollo o lío: el “berenjenal”. La forma tradicional es parecida a la del aguacate; en cuanto al tamaño, las más comunes son asimismo unas dos veces más grandes que dicho fruto, aunque las alargadas pueden duplicar ese tamaño. Las bayas pueden tener diversos colores, pero las más conocidas tienen una coloración oscura brillante, de una tonalidad negruzca con un tinte de morado. Hay platos deliciosos alrededor del mundo que utilizan berenjena como son: la "parmigiana" italiana, la "mousaka" griega, el "imam bayildi" turco y el "baba ganoush" árabe. Ah, la berenjena!

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03 enero 2015

¿Cuándo aprenderemos? *

* Por Rob Schapiro, piloto retirado de Eastern Airlines. 
   Colaboración de Álvaro Pazmiño, con mi edición y traducción.

Está quedando claro que el probable destino del Air Asia 8501 está en el fondo del océano después de haber perdido control a gran altitud en medio de una fuerte tormenta eléctrica. Bastante simple, excepto que nada de eso debió impedir un aterrizaje seguro. Los pilotos se encuentran con tormentas todos los días alrededor del mundo; es una parte rutinaria de su trabajo. Entonces, por qué en este vuelo tenía que haber una diferencia? El problema no está en las tormentas, sino en las modernas prácticas de la aviación.

Un piloto profesional siempre espera que algo vaya mal. Nada se da por hecho en una cabina de mando. El que un aviador opere un switch no es garantía de que el sistema seleccionado vaya a funcionar. Todo lo que un piloto hace en la cabina es chequeado, comparado por los otros pilotos y luego monitoreado por todos para confirmar que de veras está trabajando; pero nunca se asume que de hecho está operando. En esto consiste la buena práctica operacional.

Empero, una peligrosa sobre-dependencia en la automatización y la subsecuente degradación de la destreza manual de los aviadores ha conducido a un cambio en la mentalidad del piloto de aerolínea. Los pilotos ahora suponen que cualquier cosa seleccionada ha de funcionar y que si no, los computadores les han de advertir o se han de hacer cargo. ¿Es esto sólo un problema con las aerolíneas asiáticas y que nada tiene que ver con las compañías americanas o europeas? No, desgraciadamente. Los pilotos de Air Asia tienen mayormente el mismo entrenamiento y los requisitos de destreza de cualquier otra aerolínea en el mundo. Lo que les pasó a ellos le pudo suceder a cualquiera. Y ha sucedido.

La degradación de las habilidades manuales es endémica en la industria aérea. La triste realidad es que a los pilotos de aerolínea se les hace difícil conseguir lo que a los demás pilotos se les hace cada día más fácil: maniobrar en forma confidente y delicada para aproximarse y aterrizar sus aparatos, usando sus habilidades manuales que se consiguen sólo con la práctica regular. Por el contrario, el piloto moderno de aerolínea teclea botones que programan y operan complejos sistemas computarizados que vuelan los jets en lugar de ellos.

¿Por qué debería preocuparse el público? Porque, a pesar de los fantásticos avances en aviónica y en tecnología de auto-pilotaje, nada puede reaccionar como un piloto bien entrenado cuando las cosas salen mal, los planes cambian en forma inesperada o los equipos fallan. El piloto puede pensar por adelantado y anticiparse a lo que viene, al contrario de la máquina que sólo puede reaccionar. Un piloto que está familiarizado con las idiosincrasias de su aparato puede volar con seguridad en condiciones que el piloto automático tiene dificultad, como en una aproximación visual sin ayudas electrónicas.

Esta es la razón por la que nunca seremos pasajeros en un aparato no tripulado. Esas máquinas tienen un alto índice de percance por una buena razón. Ellas llegan hasta el fin de su programación y eso es todo. Los “drones” no pueden pensar u operar pasado ese punto. Los pilotos pueden, pero eso toma práctica. Volar no es como manejar una bicicleta. Se necesita de práctica constante para mantener un alto nivel de competencia. Mientras menos se vuele con las manos, menos familiarizado uno se vuelve con las características de manipulación o para “sentir” al avión. Uno pierde esa sensibilidad del jet y el vuelo manual se convierte en una torpe y desagradable experiencia que los pilotos prefieren evitar. Entonces, por qué los pilotos de aerolínea dejan de volar sus aparatos?

En la medida que avanzó la tecnología de la aviónica y se hizo más confiable, esto le ofreció a la industria un ambiente de cabina más relajado, y una mayor exactitud de vuelo que no dependía de las destrezas personales de pilotaje. Así, la necesidad de mantener la pericia manual se hizo cada vez menos importante y se fue relegando en comparación con la competencia para operar las computadoras, lo que pasó a ser visto como la forma primaria de volar en el intenso ambiente electrónico de un moderno avión de aerolínea. La habilidad de volar con las manos, hasta cierto punto, se vio como un anacronismo, como los manómetros o los ingenieros de vuelo.

Lo que no era totalmente apreciado era que aquella habilidad cognitiva e intuitiva de los humanos iba a perderse si se les iba a relegar a los pilotos a estar alimentando instrucciones a las computadoras y al piloto automático. En lugar de utilizar esas destrezas y sensaciones para advertir que algo andaba mal, los pilotos prefirieron confiar en las computadoras a las que consideran infalibles, y a menudo les dejaban seguir haciendo cosas con las que no se sentían cómodos. Accidentes como los de Air Asia, Asiana, Air France y otras líneas aéreas son prueba de esa tendencia a haber puesto una fe ciega en los sistemas automáticos.

La gente tiene que entender que la aviación ha tomado un camino equivocado. La seguridad aérea depende de dos brazos complementarios: uno, la excelencia tecnológica; y dos, esa especial habilidad cognitiva y esa destreza reservadas a los humanos. Pero uno de esos brazos se ha recortado al no permitir que los pilotos sigan practicando constantemente el vuelo manual y, por lo mismo, eliminando esa sensibilidad que el piloto debe tener con los aviones. Y esto ha sido un gran error.

No es suficiente que los pilotos sean excelentes programadores. Se necesitan ambas cosas: vuelo automático y pericia de pilotaje para obtener seguridad. El público debe demandar que se exijan ambos elementos. Los pilotos de aerolínea deberían recuperar ese “feeling” que los aviadores deben tener con sus aparatos. Deberían tener confianza en su capacidad de desconectar el piloto automático, en cualquier fase del vuelo, cuando no se sienten satisfechos con su desempeño o cuando no entienden lo que está haciendo. Eso requiere de una práctica regular de vuelo manual. Además, esto detendrá la tendencia actual de utilizar el piloto automático cuando el pilotaje es una mejor opción, como en el vuelo visual.

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