27 noviembre 2015

Jubileo y jubilar

De tarde en tarde experimento una sensación extraña cuando llego a casa. Es el mismo sentimiento que me invadía cuando descubría en la escuela que un torvo condiscípulo, caracterizado por su díscolo comportamiento, había rayado en mis bien cuidados cuadernos; fue la misma impresión que hace cuarenta años sentí, cuando descubrí que la tierna hija de mi fiel empleada, una dulce muchachita en edad de parvulario, y que hoy ha de ser ya flamante abuela, había tomado los marcadores con que resaltaba la información más importante en mis pesados manuales del Boeing 707, y los había rayado sin misericordia ni indulgencia...

Y es esa la misma impresión que siento cuando llego a casa y advierto que una mano misteriosa parece haber alterado la disposición de muebles, adornos y más elementos. Una inicial reacción de inconformidad y rechazo se instalan en mí, solo para dar paso a una paulatina adaptación y al posterior convencimiento de que, aquel nuevo orden y disposición, resulta más adecuado y práctico y que, incluso, la nueva decoración se ofrece como mejor y más conveniente.

Esta es idéntica sensación a la que hoy experimento, cuando consulto el nuevo diccionario en línea de la Real Academia, ya no aquel que encontrábamos en “lema.rae.es”, sino en “dle.rae.es”, el mismo que en estos días invariablemente nos direcciona hacia el primero. Y es que, quizá debido a su distinta presentación y a su todavía -para nosotros- ajena disposición, el nuevo diccionario nos impulsa con insistencia al inconsciente propósito de volver a consultar con el anterior, sin que al hacerlo nos diéramos cuenta de las mejoras y diferencias; y, por lo mismo, de las ventajas que contiene el flamante diseño.

Caigo en cuenta de estos inesperados beneficios cuando consulto voces como el sustantivo “jubileo” y el adjetivo “jubilar”, y descubro que el nuevo esquema incorpora una ayuda etimológica, referencia que deberían tener todos los más completos diccionarios. Así confirmo que aquello de jubilarse y jubileo tienen una implicación que va mucho más allá de la acción de retirarse o conseguir una compensación de retiro, que producen júbilo y alegría; que dichos términos tienen una estrecha relación con una cláusula cronológica que en sus lejanos orígenes consistía en siete semanas de años, es decir en cincuenta años. Porque eso fue precisamente lo que en un comienzo fue el "año jubilar"; un año que, luego de cuarenta y nueve, los judíos no sembraban ni cultivaban la tierra, ¡un año sabático en el que la dejaban descansar!

De hecho el más lejano origen del término jubileo sería el de una voz hebrea relacionada con el cuerno del macho cabrío, artilugio que era utilizado para anunciar las buenas nuevas y celebrar con alegría. Luego, el término se habría emparentado con una voz latina que implicaba algo parecido, la sensación de júbilo, exultación y celebración. Por ello, hacia el año 1300 la Iglesia habría adoptado un año especial -el “jubileo”- cada cincuenta años, para dispensar consideraciones especiales y otorgar pródigas indulgencias.

Pero, tan pronto como se instauró el año jubilar católico, parece que alguien olvidó el sentido original de la voz jubileo, es decir su significado de "cincuenta años", y propuso que esta celebración pasara a conmemorarse cada veinticinco! Esto me recuerda una jocosa iniciativa que se produjo alguna vez en una ciudad cercana, en donde cada dos años se celebraba una bienal artística (bienal quiere decir justamente “cada dos años”), que habría sido tan exitosa que quisieron repetirla cada año seguido… Mis hijos y sobrinos, que organizaban una olimpíada deportiva cada cuatro, tuvieron también parecida ocurrencia: la disfrutaban tanto que consideraron como más provechoso realizarla más bien cada dos...

Debe haber sido en esa pequeña capillita que había hacia el final de la calle Caldas, esa misma que más tarde se convertiría en la Basílica del Voto Nacional, un lugar en el que sus abandonadas columnas fueron testigos de mis más tempranos escarceos pugilísticos, donde escuché quizá por primera vez la palabra jubileo. Muchos años más tarde, y cuando ya prestaba mis servicios como comandante en la Singapore Airlines, me enteré de un concurso interno, que había sido promovido para bautizar con un nombre distintivo al recién incorporado Triple Siete. El apelativo escogido fue precisamente el de Jubilee, o Jubileo, para conmemorar los primeros cincuenta años de esa compañía aérea.

En cuanto a que jubileo sea ahora equivalente a veinte y cinco años, y no a los cincuenta que servía de referencia al pueblo hebreo para emancipar a sus esclavos, no queda sino ampararse en una lingüística conmiseración o, mejor dicho, en una liberal y generosa indulgencia…

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16 noviembre 2015

Los remos de la voluntad

Parece mentira. Son ya más de cuarenta y siete años desde que realicé mi segundo viaje internacional (esto si no he de considerar como internacionales los múltiples mini periplos que efectué con mi padre a Ipiales, mientras él se desempeñaba en una función de carácter administrativo, en la fronteriza ciudad de Tulcán). Se trató ese de un viaje de entrenamiento a Caracas, o no sé si exactamente de adoctrinamiento; eran tiempos en que participaba, con otros amigos que luego desempeñaron importantes designaciones y cargos públicos, en un movimiento juvenil que respondía al nombre de Palestra, palabra tomada del latín, y esta a su vez del griego, que quiere decir lucha, o más exactamente “lugar para luchar”.

El desplazamiento se satisfizo gracias a “una especie” de beca. Digo especie porque quienes lo facilitaron, o lo hicieron posible, fueron varios patrocinadores. Se trató, en este caso, del aporte de compañeros del mismo movimiento que participaban con su propio peculio para ayudar al financiamiento del viaje, y principalmente de la erogación que representaba el transporte aéreo. Recuerdo el viaje como si este hubiese ocurrido hace tan solo unas pocas semanas, lo hice en Avianca y el avión era un Boeing 727, el mismo que, según notificaba una placa recordatoria colocada en su ingreso delantero, había sido escogido para transportar al Papa un año atrás.

Llegué a Maiquetía en horas de la noche, era esa la primera vez que utilizaba una pista de aterrizaje en horas vespertinas; me llamó la atención el color azulado de las luces colocadas en la pista, que más tarde habría de reconocer que identificaban a las calles de rodaje. Vino uno de mis amigos a recogerme en el aeropuerto, para luego transportarme, desde La Guaira hacia Caracas, por una autopista sorprendente donde se destacaban puentes y túneles que entonces deben haberme parecido interminables. Pronto llegamos al lugar de mi primer alojamiento: una villa situada en el acomodado sector de Colinas de Bello Monte, en la avenida Ocumare.

Eran esos, tiempos de campaña política. Tiempos de un marcado bipartidismo que, al parecer, se había consolidado luego de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. La contienda era en esos años entre “adecos” y “copeyanos”, los simpatizantes de Acción Democrática y un movimiento conocido como COPEI, y que se identificaba con la Democracia Cristiana Internacional, en donde destacaba quien resultaría el futuro presidente de Venezuela, un individuo de enorme atractivo personal, a quien tuve el privilegio, días más tarde, de saludar personalmente: Rafael Caldera.

Uno de los eslóganes de la campaña copeyana era justamente una expresión muy local que tiene un diferente significado (o quizá ninguno) en el Ecuador: “Vamos a echarle pichón”, expresión abreviada que quiere decir “vamos para adelante o para arriba”, grito de impulso o de estímulo que recoge la frase autóctona de “echarle pichón a la cosa”. Allí, en ese mi primer viaje a la tierra de Bolívar, habría de aprender el significado de muchas otras palabras y curiosas expresiones, muchas francamente contradictorias, o por lo menos distintas, como pelón, catire, carajito o carajita, y una que me produjo mi primer susto social: esa de “tirar un palito”…

Aquel “vamos a echarle pichón” era un grito de guerra, una invitación al coraje, un manifiesto al servicio de la positiva voluntad. Años más tarde, en mi primer viaje a Santander, fui a visitar los galeones en que un aventurero español, Vital Alsar Ramirez, había navegado desde América a la costa cantábrica. Allí, en una lápida conmemorativa que destacaba la perseverancia y temeridad de aquel héroe, se mencionaba la dimensión de la náutica odisea, junto a una no muy aerodinámica carabela que habría sido construida en nuestra patria. El recuerdo hacía honor a la expedición que se había titulado: “Francisco de Orellana. El hombre y la mar”.

La conspicua placa rezaba así: “Estos galeones fueron construidos con espíritu romántico, fe y voluntad en los Andes, Alto Amazonas, Ecuador, rememorando a Francisco de Orellana. Navegando el Amazonas y surcando la Mar Océana”. Y seguía: “Ofrenda de unos hombres a la humanidad”. Concluía la leyenda con una frase del propio Alsar: “La fe es la barca, pero solo los remos de la voluntad la llevan”, una forma española de expresar el más positivo de los entusiasmos. Quizá otra manera de decir lo mismo, ese sugerente “vamos a echarle pichón”…

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08 noviembre 2015

"Limpia, fija y da esplendor"

El español, o para ser más exactos, el castellano, es una lengua romance que proviene del latín vulgar y que, actualmente, es hablada por más de quinientos millones de personas, para la mayoría de las cuales, es su lengua nativa o materna. Pero, ¿cuál es el verdadero origen del español?, ¿se formó, en tiempos del Imperio Romano, con la adaptación de palabras latinas para enriquecer una lengua autóctona?, ¿o fue quizá un proceso inverso; es decir, se trató, más bien, de un idioma extranjero que luego se fue transformando con la influencia de otra lengua que ya se hablaba en algún lugar de lo que hoy se llama España?

Esta segunda posibilidad es hoy considerada como la más probable. Ya un tal Antonio Martínez de Cala y Xarana, mejor conocido como Antonio de Nebrija, sugería que el origen de nuestra lengua no era otro que ese latín contaminado que habían llevado los visigodos a la península ibérica. Antonio habría nacido en un municipio de Sevilla conocido como Lebrija (de allí su nombre) y fue nada menos que el insigne autor de la primera gramática castellana, el mismo año del descubrimiento de América. Se le reconoce autoría, además y poco después de esa fecha, de la preparación de los primeros diccionarios bilingües latín-español y español-latín.

Este apelativo, el de Nebrija, no es exactamente la deformación de un nombre. Lebrija fue conocida en tiempos remotos como Nebrissa Veneria, identidad asociada con la caza mayor, porque en sus comarcas parece que fue famosa la cacería de venados. De vuelta a este ilustre gramático y académico, Nebrija había viajado de joven a Italia y ya de regreso a España había adoptado el nombre de Elio para luego dedicar su vida al servicio de la lengua, y en particular de la filología y gramática castellanas. El trabajo precursor de Nebrija habría dado pábulo para los esfuerzos posteriores (1611), realizados por Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso Tesoro de la lengua castellana, o Tesoro, que constituye el primer diccionario monolingüe que tuvo la lengua española.

Covarrubias se habría inspirado en un tratado de etimología preparado (en latín) por Isidoro de Sevilla nueve siglos antes; basado en la idea de que el origen de las palabras se relacionaba con su significado original. Hay algo de curioso en los motivos de Covarrubias: quería encontrar la probable relación de ciertas palabras hebreas con el castellano. Eran tiempos en que se creía, en ciertos ámbitos, que el hebreo había sido la lengua original de la humanidad (antes de la Babel mítica). El estilo de Covarrubias fue imitado más tarde por otros investigadores de nuestra lengua: como escritura en primera persona; comentarios de historias o anécdotas; equivalencias en latín; y, sobre todo, el uso de ciertas voces por parte de “autoridades” o personas de prestigio literario.

Ahora bien, el nombre verdadero de Sebastián de Covarrubias y Orozco era realmente Sebastián de Orozco y Covarrubias. Lo que sucede es que su padre había sido un “cristiano nuevo” e hijo de una judeo-conversa. Por lo que se sabe, su madre era considerada “cristiana vieja”; por lo mismo, y para los estándares de la época, basados en prejuicios religiosos (no olvidemos que aquellos eran tiempos del Santo Oficio y de la inolvidable Inquisición española) la doña estaba reconocida como “de mejor linaje”… ¿Estaba don Sebastián influenciado quizá por sus orígenes sefarditas? Quién lo sabe! Lo cierto es que Covarrubias creó un puente entre aquellos trabajos de Nebrija y el que se convertiría en el primer diccionario de la Real Academia Española: el Diccionario de autoridades (1726).

Este indispensable diccionario (con perdón por el adjetivo) se habría inspirado en otros precursores: los pertenecientes al francés y al italiano; su principal inspiración parece haber sido la de crear un instrumento que sirviera para cuidar y promover la pureza del castellano, evitando neologismos, copias y préstamos innecesarios. De allí que su lema era ese justamente: “Limpia, fija y da esplendor”. Se lo llamó "de autoridades", como se indica, porque se respaldaba en el uso que habían dado, a ciertos términos, en el pasado, autores reconocidos y de prestigio, como lo fueron Quevedo, Lope, Calderón, Góngora o Cervantes.

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