27 diciembre 2015

Qué mismo género tenemos?

De tiempo en tiempo se renueva una insulsa controversia. Tiene que ver con aquello de si los seres humanos tienen género o tienen sexo. No sé qué mismo alimenta esta necia polémica; si es la novelería, la ignorancia o ese trivial deseo de dar la impresión al mundo que vamos al ritmo de las nuevas ideas y de la modernidad. Por mi parte, estoy convencido que se trata de un debate inútil e innecesario: como especie, pertenecemos al género humano; en cuanto al sexo, podemos tener sexo femenino o masculino; es decir, pertenecemos a uno u otro sexo; y es ese sexo, y no ningún género, el que define nuestra identidad.

Parte del problema parecería derivarse del indefinido o ambiguo significado que encontramos en el diccionario de la propia Academia pues, aunque esta define género como “conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes”, también reconoce que este término significa “grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico”; quiere decir que habría un concepto más bien sociológico y cultural en la palabra género, que no un sentido caracterizado por lo anatómico, por lo que define nuestra apariencia al momento de nacer.

Pero, decía un poco más arriba que el problema parecería surgir de los propios significados que nos proporciona la Academia; sin embargo, basta una somera revisión de la raíz etimológica de la palabra género -el latín “genus”- para caer en cuenta que el concepto tiene que ver no con una preferencia cultural, sino con la idea de nacimiento, linaje o estirpe. De la voz “genus” derivan palabras como general, congénito o primogénito (o congénere entre otras). Pero, asimismo, este término proviene de la raíz indoeuropea “gen”, con el sentido de dar a luz, parir o engendrar. El sentido de “gen” es lo genético y no marca una diferencia anatómica o sexual.

Esto del género tiene que ver también con un concepto gramatical. En nuestro idioma casi siempre las palabras son femeninas o masculinas; la mayoría de las veces las palabras terminadas en "o" son masculinas y son femeninas las que son terminadas en "a". Esto no es enteramente exacto y crea confusión a los parlantes de otros idiomas cuando aprenden el castellano; muchas veces se confunden y nos averiguan por qué mano es femenino; y si día es masculino, cuál es el motivo para que termine en a. La respuesta a este aparente capricho es que las palabras ya vinieron con ese género cuando fueron trasegadas desde el latín al castellano y que, como en toda regla, hay excepciones que confirman la generalidad.

Uno de los más fervientes, e intransigentes, defensores de que al sexo hay que llamar sexo, y no género, es el español Arturo Pérez-Reverte, quien sostiene que esto de hablar de género "no solo es inadecuado e incorrecto, sino una absurda imbecilidad" pues, como él lo explica, “género se refiere a los conjuntos de seres, cosas o palabras con caracteres comunes -género humano, género femenino, género literario-, mientras que la condición orgánica de animales y plantas no es el género, sino el sexo”. Expresa el conocido escritor y académico, para muestra de ejemplo, que aquello de “llamar violencia de género a la violencia doméstica es una tontería y una estupidez”; y que “quien así lo hace es literalmente un soplapollas, es decir una persona tonta o estúpida, en la definición del DRAE”…

Estas reflexiones vienen a cuento de una curiosa carta enviada, por uno de los lectores, a un importante periódico matutino en la que pregunta el porqué de la incómoda discriminación que él siente en los buses de transporte público donde a menudo la costumbre y las preferencias culturales le obligan a ceder el asiento a las damas. Similar segregación dice el ciudadano sentir cuando en los buses de transporte interprovincial con frecuencia le advierten que el uso de los servicios higiénicos está reservado únicamente para las mujeres…

Estos días, que con tanta frecuencia escuchamos el trillado (aunque en apariencia políticamente correcto) “ciudadanos y ciudadanas”, y que poco falta para que nos refiramos a nuestros héroes -como ironiza el mismo Reverte- como a los “padres y madres de la patria”, hace falta que hagamos una pequeña revisión de ciertos conceptos; y que quienes ejercen influencia y son respetados por sus criterios y juicios de valor, aporten con su orientación para evitar que se insista en estos disparates y no se repitan estas incorrecciones innecesarias.

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24 diciembre 2015

Lago, en la distancia…

Volver luego de mucho tiempo a ciudades lejanas, a sitios que uno extraña y quiere, nos colma de ilusión, de “saudades” y remembranzas. Es que son lugares que uno conoce, sitios donde es fácil orientarse, lugares donde se han vivido variadas circunstancias, episodios y experiencias. Son sitios a donde uno añora volver, estar allí; y, cuando lo hace, vuelve a vivir un nuevo romance con sus calles, con sus plazas y parques, con sus más recónditos rincones. Así, volver se convierte en un homenaje a la nostalgia y también en una fuente inagotable para nuevas experiencias.


Así me siento cuando vuelvo a lugares como Buenos Aires, Roma, Vancouver o Shanghai; a Nueva York, Paris, Singapur, Tokio o Hong Kong; sitios donde, aunque percibo el paso del tiempo, algo me dice que todo sigue ahí, que en cierto modo “nada ha cambiado”. Me ubico con facilidad y el conocimiento anterior me permite buscar los lugares que transité y que quise, esos mismos que su recuerdo me impulsó a regresar (verbo que para estos casos me gusta mucho menos que volver. ¿Será por aquello de la letra del tango aquél?, me pregunto yo). Porque, sin contar con los viajes que en la vida hubiésemos hecho, o de los sitios que hubiésemos visitado, existen múltiples lugares que conocemos en el mundo con los que nos hemos familiarizado y una nueva visita no nos hace sentir como extraños o como ajenos.


Mas, esta no ha sido, la sensación que he experimentado cuando he vuelto a un pequeño villorrio, a una pequeña aldea, a un pueblecito que vi por última vez hace quizá ya cuarenta años. Allí, en un lugar ubicado en la mitad de ninguna parte, en un sitio selvático alejado de todo en el mundo civilizado, había una vez un grupo de casuchas asentadas sobre unos terrenos pantanosos e infestados por los tábanos. Sus estrechas y polvorientas callejuelas disimulaban su precariedad con una capa de “crudo” que habría sido donado por la conmiseración o, quién sabe, por el desdén de las compañías petroleras del Oriente.

El sitio, a más de feo, tenía un nombre exento de atractivo; no era un lago, ni lo habían ubicado junto a una laguna, pero era así como lo apellidaban: Lago. Y le habían añadido el menos atractivo de los calificativos: Agrio; respaldando con ello todas las acepciones que de esa palabra puede compendiar el diccionario: ácido, acre, áspero, desabrido, o falto de colorido, consonancia o entonación… Eso y nada más que eso era Lago Agrio, un triángulo de casas maltrechas, de cantinas impresentables; una encrucijada que invitaba a la somnolencia, una aldea que sobrevivía gracias a la concupiscencia (o era la soledad?) de los trabajadores petroleros, a las secuelas del tedio, a los rescoldos de la esperanza y al brote ocasional que produce la ensoñación.

Allá fuimos todos, preferentemente las noches, huyendo de la monotonía de esa “jaula de oro”, el campamento petrolero, en busca del entretenimiento que proporcionaba el sórdido chongo o, simplemente, para aliviar la rutina insufrible de los efectos de la selva o el fastidio del calor. Ahí, en esos abyectos antros, quién sabe si quizá enriquecimos nuestro vocabulario, escuchando palabras que jamás habíamos oído pronunciar nunca, voces como cafiche, anchetoso, tránsfuga, angurriento o no sé si tal vez macró. Lago, así simplemente -y abreviando aquel Agrio-, fue también para nosotros una suerte de promesa y sitio de encuentro, un lugar para satisfacer aquello tan común a nuestra edad temprana: la aventura, la curiosidad o el deseo inocente de exploración…

A ese mismo lugar avecinado a las cenagosas aguas del Aguarico he vuelto cuarenta años después. Ya no encuentro sus calles polvorientas; las descubro uniformes y asfaltadas; no es ya aquella aldea de pocos centenares de almas, es un enjambre comercial donde bulle la actividad mercantil, donde destaca el cuidado de sus veredas y se levantan sólidas edificaciones que denuncian el formidable, vertiginoso y empecinado avance que tuvo en estas indóciles tierras esa fuerza insostenible que viene con el desarrollo, el progreso y la civilización. Lago Agrio es ahora una urbe ordenada y alegre, organizada y altiva.

El pueblo cambió de nombre; ahora lo llaman Nueva Loja. Ya no es aquel centro promiscuo caracterizado por la fritanga maloliente o esa substancia negruzca que aplacaba la polvareda. El calor y la presencia de la selva siguen allí, pero el bullicio y el colorido son diferentes; hay en medio de todo aquello una canción que surge prometedora de la expectativa, del sentido de comunidad, de la renovada ilusión de los que esperan…

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07 diciembre 2015

El lago, la montaña y el sermón

He estado en sus orillas y he probado de sus aguas. Desde el aire y visto en el mapa físico, su forma es la de una pera, aunque su nombre reflejaría más bien su parecido con una lira invertida. En efecto, Genesaret sería una adaptación de un nombre hebreo, Kineret, que habría sido un tipo de arpa antigua que dio origen a ese nombre. Conocen al lago también con otro distintivo: Tiberíades, nombre de un poblado ubicado en sus riveras que habrían bautizado los romanos en honor al emperador Tiberio. Genesaret es un lago de agua dulce cuya superficie se encuentra bajo el nivel del mar, como lo está el Mar Muerto. Con no poca pretensión sus vecinos prefieren identificarlo como “Mar de Galilea”.

Visité Tiberíades en mi primer viaje a Israel, un país que pocos años antes había triunfado en una relampagueante ofensiva bélica que la posteridad habría de conocer como “Guerra de los seis días”. Galilea lucía entonces como una comarca apacible; era la misma tierra de donde habían sido oriundos los discípulos de Jesús, y era el mismo lugar donde hace dos mil años había vivido el Maestro con su familia. Ahí, en las orillas del lago, se podía adquirir agua enlatada de ese mar de aguas tranquilas o de su afluente, el río Jordán; o unos tarros cilíndricos que contenían auténtica “tierra santa”; o claro, no faltaba más, unos metálicos recipientes que proclamaban su contenido: “aire bendito de Palestina”…

Ahí mismo, en un paisaje exento de cerros escarpados y considerables depresiones, debe haber existido un pequeño collado en cuyas laderas Jesús predicó alguna vez, y en donde, según el evangelio atribuido a Mateo, Jesús habría pronunciado su más famosa homilía, una alocución con la que resumiría los fundamentos de una doctrina que sería más tarde recogida por el naciente cristianismo: el revolucionario sermón de la montaña.

Cuántas veces, en mis lejanos tiempos de colegio, no habré escuchado, como parte de la cotidiana liturgia a que estuve expuesto, aquel poco sucinto capítulo del evangelio que contenía: ora insistentes y bondadosas recomendaciones, ora la plegaria cristiana por excelencia –el suplicante Padrenuestro-, ora las sabias “bienaventuranzas”. En ese texto se mencionaba un lugar recóndito y subterráneo que desde siempre quiso menoscabar los cimientos de mi fe –el inenarrable y aterrador infierno-; se predicaba aquello tan cristiano de no responder ojo por ojo, ni diente por diente, y de saber ofrecer la mejilla opuesta.

Intuyo que esas lecturas evangélicas no siempre fueron del agrado de quienes fungieron como mis primeros compañeros. Con el tiempo fui descubriendo que no recordaban con simpatía diversos lugares que nos fueron siendo familiares: ni el refectorio, ni la procura; ni los portales entablados desde donde mirábamos a los hermanos redundar en sus paseos peripatéticos; ni la capilla con su iluminada sacristía, ni los patios asfaltados que daban cabida a todas esas canchas de baloncesto. Ya salidos del colegio, muchos no lo recordaban con nostalgia; optaban por borrarlo de la memoria y preferían olvidarlo por completo…

A veces me pregunto por qué uno de los más destacados deportistas que el colegio tuvo, había dejado fermentar hacia  el plantel tan profundo desafecto. Lo propio supe alguna vez advertir en un alumno brillante, futuro editorialista, uno de aquellos “abanderados” cuyo destacado desempeño estudiantil (“aprovechamiento” lo llamaban) supo reconocerle alguna vez el propio colegio. No puedo sino sospechar que algo de la crisis económica y social que afectó hacia el inicio de la segunda parte del siglo a esa institución educativa, fue creando una suerte de desdén, y posterior rechazo, frente al relajamiento y complacencia de quienes habían sido antes abnegados orientadores y nuestros primeros maestros.

Lo cierto es que de pronto “algo cambió”. En ciertos casos, nuestros mejores amigos ya no los encontrábamos en los espacios del colegio; los hallábamos en alejados establecimientos. Es probable que el problema no haya estado en el colegio en sí, sino más bien en nosotros mismos (fueron años cruciales para las ideas, las creencias y los valores; fueron los años de la revolución del sesenta y ocho, aquella del “prohibido prohibir”). Fuimos muchachos que tuvieron el privilegio de escuchar con reiteración las bienaventuranzas, que supieron preparar la otra mejilla, aunque quizá nunca pusieron real atención a los textos de Mateo…

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05 diciembre 2015

Remilgado y, encima, petimetre

Que soy un quisquilloso, dijo una vez el inefable Cuchi. O, que era “un poco fulero”, comentó en otra ocasión uno de mis queridos hermanos… Lo cierto es que alguien, a quien guardo una enorme estima personal, me ha hecho llegar un interesante comentario en el sentido de que hay veces que utilizo palabras que no son de uso frecuente, que utilizo un lenguaje innecesario en mis entradas; tanto que, según mi interlocutor, para leerme “tiene que hacerlo con diccionario”… He comentado, en mi respuesta, que cuando se escribe un pequeño artículo, como yo esporádicamente lo hago, no siempre se puede usar el mismo lenguaje coloquial que se aplica en las conversaciones del día a día. Ya me veo iniciando mis reflexiones con un “¿qué fue ve?, ¿qué más loco?”…

Pero… no le culpo. Quien lee, y quiere aprender, tiene que saltar a veces esa valla inevitable. Imposible leer a Bolaño y no consultar el sentido de voces como tesitura, singladura o escarceo. Palabras que cuando uno asimila y aprehende su significado, luego las saborea y las utiliza con novelera intención, como cuando se va a una fiesta y quiere lucir aquellos zapatos nuevos. Imposible leer a Max Weber y no consultar el sentido de fenomenología o antinomia; a Bioy Casares y no inquirir el alcance de usina o deletéreo; o, a ese ciego genial que fuera Jorge Luis Borges y no averiguar qué intenta expresar con aquellos exornado, prefiguración o epigrama, y concordar con él que “para gustar de Quevedo, hay que ser un hombre de letras”.

Es probable que escribir sea a veces como pintar y dar ciertas pinceladas adicionales a un cuadro, para así mejorar su presentación; o, tener el gusto por la cocina y utilizar ingredientes adicionales cuya añadidura, sin ser indispensable, proporciona un cierto carácter al sabor. En fin, no lo sé; solo sé que no lo hago ni para confundir ni para alardear que conozco el significado de ciertas voces que para otros puedan tener un sentido insospechado o impreciso. Uso ciertas palabras porque me gustan y punto, porque he descubierto que hay voces en nuestra lengua que tienen una fuerza musical inigualable; que poseen una personalidad que va mucho más allá de su sentido e intención; cuya cautivante melodía, nos provoca y sugiere con su sonido.

Escribir en un blog, que es una “especie” de periódico mural de carácter personal, nos abre a un sinnúmero de posibilidades y alternativas. Uno corre el riesgo de desnudarse ante un público que está atento a sus confesiones, opiniones, temores y confidencias. Probablemente no tengamos la pretensión de que lo nuestro sea considerado como “literatura”, pero creo que tenemos la secreta esperanza de que se nos tome en serio, de que no se nos reconozca (¿desconozca?) con el desdén o, quizá, con el desprecio que pueden merecer esos garabatos de colores con que algunos manchan las paredes y que llaman “grafitis”. Uno se da el cuidado de no cometer errores ortográficos, de editar y reeditar frases y párrafos, de dar una presentación que impulse a ser visitado, a que sus lectores se interesen por lo que uno escribe.

Desde este punto de vista, ¿es malo aquello de emplear términos que son poco utilizados en el habla cotidiana? ¿Implica acaso, esa opción de quien escribe, un gesto de fatuidad o un recurso reñido con la autenticidad? No necesariamente. Muchas veces, cuando usamos voces que no son de uso corriente, solo lo hacemos para proponer un estilo distinto, quizá un tanto especial (que, claro, corre el riesgo de que se interprete, si no como afectado, como innecesariamente ornamentado); pero es un estilo que estamos persuadidos que colabora con lo que expresamos para mejorar la construcción de la frase; que creemos que aporta a su musicalidad, al ritmo y cadencia que intentamos lograr con lo que escribimos o comentamos.

Nada tiene de malo, por otra parte, invitar a quien nos lee a conjeturar un giro o un significado, a barruntar el sentido de una voz o de una frase; y, por último, a efectuar una breve consulta a los ineludibles diccionarios. Visto así, todo término extraño deja de ser un obstáculo o un impedimento y pasa a ser una invitación, un desafío, una oportunidad para la reflexión y el aprendizaje.

Con esto del estilo al escribir, suele ocurrirnos parecida reacción que cuando vemos a alguien que viste en forma un tanto diferente, que aunque a veces nos daría la impresión de que alguien ha optado por un atuendo en exceso elegante para una determinada ocasión, sin embargo terminamos por apreciar el gusto con que ha atendido su personal acicalamiento, y luego nos hacemos la íntima y postergada promesa de que, la próxima vez que tengamos que utilizar una cierta vestimenta, lo vamos a hacer con esmero, buen gusto, altivez y dignidad. Esto, muy a pesar de que se nos juzgue de extravagantes o rebuscados; de no vestir con naturalidad; o, quién sabe, de presumidos, presuntuosos o petimetres…


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