26 enero 2016

Descalabrarse y alebrestarse

Creo, o supongo yo, que eso de descalabrarse ha de ser justamente lo contrario de “calabrarse”, al fin y al cabo el prefijo “des” es un morfema heredado del latín que conlleva el efecto de negación o que implica un sentido contrario, como es en el caso de deshacer, desconsolar, descubrir; o de otras palabras como desequilibrio o desatino. Pero no, no existe tal palabra en el idioma, esto a pesar de que, en su etimología, descalabrar resulta de juntar el prefijo des y la voz calavera. Lo curioso aquí es que si usted consulta el diccionario, va a encontrarse con dos diversos significados, que resultan opuestos, y no solo distintos. Así -cosas contradictorias de nuestro diccionario de la Academia-, descalabrar implica “herir en la cabeza” o también “herir o maltratar aunque no sea en la cabeza”, y esto a renglón seguido!

Algo parecido sucede con la voz encabritarse, por ejemplo; término que sugiere un movimiento súbito, una forma de espasmo, proveniente de la parte delantera de un animal (o, por extensión, de algún vehículo). Pero tampoco existe la voz “cabritar”, aunque la semántica nos pudiera sugerir que esa probable palabra pudiera provenir del sustantivo cabrito. Parece que de esta manera, con estos traviesos caprichos, se forman muchas de las palabras, un juego entre los arbitrios antojadizos de la construcción y los significados, aceptados o no, de términos un tanto parecidos…

De golpe he tenido hoy que utilizar el DRAE para hacer una inesperada consulta: y es que trataba de saber qué quiso decir un presidente latinoamericano al declarar que la derecha de América Latina se había “alebrestado”, con sus recientes triunfos políticos. Enseguida traté de imaginar algún ignorado significado que pudiera dar sentido a la expresión y, antes de consultar el referido diccionario, barrunté que la jamás escuchada palabra pudiera contener un sentido como tal vez sería el de alterado o, quizá, encabritado. Sin embargo, lo que encontré fue aún más sorpresivo. Alebrestarse se define como “alebrarse” (?); y, adicionalmente, quiere decir alborotarse o agitarse; y también, aunque en forma contradictoria, significa enamorarse, prendarse de amor, alegrarse o ponerse en actitud de divertirse. Lo irónico resulta que alebrarse quiere decir, por otro lado, tirarse al suelo, igual que lo harían las liebres, o sea acobardarse… Así que, ¿en qué mismo quedamos?

Sea pues que los opositores triunfadores se hayan alborotado o acobardado, que se hayan tirado al suelo o se hayan encabritado, no alcanzo a comprender qué es lo que tiene que ver este supuesto embravecimiento, esta denostada altanería, con lo que se está tratando estos mismo días: el siempre aplazado y nunca bien entendido proceso de integración política, social y económica entre los países que conforman la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (CELAC). ¿Quiere decir esto, acaso, que la mencionada integración no es posible cuando se juntan a dialogar o a discutir temas de mutuo interés internacional quienes no coinciden en sus ideas, o en su declarada e intransigente tendencia política?

Tengo el recelo, no sé si la suspicacia, de que algo de maniqueísmo existe en estas repetidas declaraciones que, a pretexto de integración y unidad, excluyen -o quieren excluir- a posturas que políticamente se expresan como diferentes. Cabe entonces preguntarse si la coincidencia ideológica es un requisito pre-supuesto para la pretendida integración regional o continental; o si esa ansiada forma de apoyo mutuo y cooperación puede surgir a pesar de las diferencias ideológicas, a pesar de que aquellas diversas posturas políticas vean el bienestar de los pueblos como el resultado de escoger variadas u opuestas propuestas, diversas vías o caminos.

Tal parece ser el criterio excluyente de quien preside nuestra Asamblea Legislativa, que en forma un tanto cicatera ha declarado a un periódico español que el nuevo “giro ideológico de Latinoamérica pone en riesgo la integración”… Creo, por el contrario, que si hay algo que ponga en riesgo la tan ansiada integración es el querer entender el progreso como una dicotomía en blanco y negro, como una lucha entre buenos y malos, entre amigos y enemigos. Integrarse es ante todo aceptarse y comprenderse en la diversidad; tolerarse, reconocerse y respetarse, a pesar de todas esas formas de pensar y de sentir que nos hacen diferentes. No hay que alebrarse (agitarse) porque nuestro prójimo piense diferente, ni alebrestarse (acobardarse) porque debamos aceptar que no es tan malo eso de pensar distinto.

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21 enero 2016

Ni hablar de peluquín

Acabo de revisar un simpático artículo que trae El País de España con el sugestivo titulillo de “Cómo disimular la calva sin hacer el ridículo”, y caigo en cuenta de la enorme cantidad de nombres que se utilizan en nuestro idioma para designar a aquellos artilugios, o métodos artificiales, que los hombres solemos usar para esconder o disimular esa fea “costumbre” de perder el cabello. En lo personal (“y de mi experiencia”, como alguna vez dijo un ingenuo copiloto, asaz inexperto), creo que solo pudiera haber algo más feo que eso de ser calvo, y es aquella otra y aún más desagradable costumbre que tenemos ciertas personas, la de llevar el pelo lacio e hirsuto, o sea necio (tú mismo).

Voces como emparrado, cortinilla o peluquín; churumbel, flequillo o bisoñé, son términos que usa la gente para reconocer algo que solamente los calvos creen que nadie más que ellos se ha dado cuenta, cuando descubren que han transigido ante algo inapelable: la tendencia suya, prematura o no, de que poco a poco, o bastante a bastante, han empezado a experimentar eso indetenible de perder el cabello.

Creo en este punto que debo corregir a tiempo un aserto que expresé en el primer párrafo, cuando dije que solo aquello de llevar el pelo lacio era más feo que no poder retener la caída del cabello. Y es que si hay algo más feo que estar afectado por la conciencia de tender a quedarse calvo, es justamente la poco efectiva estrategia de tratar de engañar a los demás, haciéndoles creer que todavía nos abunda el cabello. La verdad de la verdad es que no solo que no logramos disimular los lustrosos efectos de nuestra lamentable alopecia, sino que más bien con ello solo logramos evidenciar aún más lo que creemos que es un muy íntimo secreto.

Esta mañana me vi nuevamente y a los tiempos en el espejo… y pude advertir nuevas huellas o indicios de lo que mi peluquero ya descubrió hace algún tiempo. Sí, yo también, a más de tener el pelo un tanto erizado, he empezado en forma bastante acelerada, aunque no muy dramática, a perder mi nada ondulado cabello. Hoy por hoy no lo trato de disimular, pero he caído en cuenta que el único que no quiere meterse con mi parte de arriba es mi cuidadoso peluquero. Pero, la impronta de lo que vendrá ya está ahí, veo a mis tíos y sé lo que me espera. Son el azogue en el que desde ya me veo, sé que eso es lo que me espera para cuando sea viejo.

Hay un personaje a quien estoy obligado a ver casi todos los días. Me he percatado que su particular pérdida del cabello se ha ido produciendo en forma traviesa y selectiva. Le ha ido quedando una suerte de churumbel, una especie de rúbrica en la parte frontal de su fachada, un ensortijado cairel que adorna la parte anterior de su preciada cabellera. El otro día tuve la impresión de que aquel emblemático cairel había empezado a ralear y a cobrar acta de independencia. Desde luego, quien ha de haber advertido tan cruel acontecimiento ha de haber sido su angustiado dueño. Conjeturo que para tratar de disimular tan tortuoso padecimiento, él habrá optado por utilizar alguna suerte de tintura de apariencia deslucida y mate que le ayude a esconder o, quién sabe si a disimular, aquel capricho que abona a su descontento.

A los pelados, a quienes en otras latitudes han dado por llamar pelones, se los encuentra por doquier en nuestros tiempos. Unos son únicamente trasquilados, individuos que han cedido al influjo de la moda; otros son auténticos pelados que han transigido al saludable recurso de la resignación oportuna. Estos últimos han optado por anticiparse al inevitable influjo con que a algunos nos castiga el paso de los días. Porque, para aquello de lucir mejor, todos están en su más pleno derecho. A fin de cuentas, y como dicen por ahí, cuando las oportunidades se presentan calvas, todos prefieren aparentar que nada pasa y que hasta se sienten “al pelo”.

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12 enero 2016

Mecánica del mito

Tal pereciera que el mundo, y la vida misma, están repletos de lo que se ha dado por llamar “teorías conspirativas”. Ayer nomás leía en un periódico local acerca de la creencia propuesta por un supuesto filósofo alemán en el sentido que Adolf Hitler no habría muerto acompañado de Eva Braun, su compañera, en el bunker que el Führer había construido (los dos se habrían suicidado con ácido prúsico), sino que habría escapado hacia las Islas Canarias, antes de iniciar un más largo periplo para retirarse a vivir luego en algún lugar de la Argentina. A propósito del líder alemán, sus padres habían sido primos entre sí, y Johann Georg Hiedler, su padre, había sido hijo ilegítimo y había llevado el apellido de su madre por casi cuarenta años.

Barrunto yo que todo hecho en nuestra vida está de alguna manera afectado por circunstancias conspirativas. Esto de “conspirar” sucede cuando dos o más cosas se juntan o concurren hacia un mismo fin. En otras palabras, siempre que se planea o programa algo, existe en forma ineludible algún grado de conspiración. Por lo mismo, conspirar no es necesariamente “unirse contra un superior o soberano”, o tramar algo en “contra de algún particular en el ánimo de hacerle daño”. Las historias bíblicas de Sansón y Dalila, o de Judith y Holofernes, o cualquier otra, sucedieron por ello, porque concurrieron ciertas circunstancias y no sería descabellado, al escudriñar sus motivos, asociarlas con otras posibilidades, fueran distintas o parecidas.

Hay ocasiones en que el destino o la fortuna “conspiran” para que suceda todo de inversa manera a lo que estuvo previsto; o el resultado final sucede justamente de tal manera que quienes más tarde escriben la historia terminan convencidos de que en realidad sucedieron circunstancias diversas y conjeturan que lo que sucedió resultó de la ineludible participación de algo desconocido, y que no estuvo previsto. Yo mismo incendié un día mi propia casa en una noche de fuegos de artificio, cuando por puro descuido abandoné unos lánguidos rescoldos en la cercanía de unos trastos viejos que habían arrumado en un soberado lóbrego y poco atendido.

Hablar de los asesinatos de García Moreno o John F. Kennedy es ya una invitación para hablar de hechos oscuros o de las mencionadas teorías conspirativas. Un día conocí un pueblo en Nuevo México que había vivido, por más de cincuenta años, de mantener el fuego latente de una de esas inverosímiles teorías. En este caso, la de que una misteriosa nave extraterrestre había sido alcanzada por armas especiales y había sido destruida por las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Ese pequeño pueblo se llamaba Roswell y todos sus rincones y negocios parecían vivir de las cenizas que dejan a veces los restos del temor o de la novelería… A fin de cuentas, hay siempre gente dispuesta a creerse todo, y que es propensa a comulgar con enormes ruedas de molino!

En nuestros días siempre hay alguien que sustenta una diferente interpretación con respecto a todo lo que sucede. Así, los accidentes aéreos son pábulo inexorable para la creación de fantásticas, si no fabulosas, conjeturas. El accidente del presidente Jaime Roldós, por ejemplo, fue una clara muestra de lo que puede inventar la imaginación; al final, no se trató sino de una serie de eventos que se juntaron y que luego produjeron un accidente que era todo menos algo evitable: un piloto cansado, el desconocimiento de la ruta, la presión por cumplir una agenda, la mala costumbre de que el edecán pudiera actuar a la vez como piloto presidencial.

Hace poco, a pretexto de la inesperada actividad que empezó a manifestar el volcán Cotopaxi, también un grupo de personas especuló que el gobierno había declarado el estado de emergencia, no para proteger a la ciudadanía de los eventuales riesgos que hubiere entrañado una catastrófica erupción, sino más bien como una treta o estratagema para evitar que las manifestaciones políticas que se expresaban en contra del régimen, esos mismos días, hubiesen alcanzado la indefinible magnitud de una dramática avalancha.

El mito no solo que echa raíces, sino que crece insostenible cuando la información no es auténtica o la comunicación no es efectiva. La mentira y la desinformación son campos propicios para que se vigorice el mito y para que se fortalezca la leyenda.

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02 enero 2016

Allegro ma non troppo

Hace pocos días, y a título de gratuito regalo de navidad, uno de los columnistas de un conocido periódico quiteño recomendó a sus lectores un breve como interesante librito titulado “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, escrito por el historiador y economista italiano Carlo María Cipolla (Pavia, 1922), en el que este propone una muy interesante teoría acerca de la estulticia y el inimaginable daño que pueden causar los tontos que, como se sabe, son legión. Hace mucho tiempo alguien cuyo nombre hoy no recuerdo (probablemente fue Anatole France) habría sentenciado: “El necio es mucho más funesto que el malvado; porque el perverso descansa a veces, en cambio que el necio jamás”…

Cipolla ostenta un apellido no muy ilustre (cipolla quiere decir cebolla, en italiano) y, según parece, su única ambición habría sido escribir breves ensayos relativos al humor. De hecho, es probable que no sea fácil encontrar el libro mencionado con ese mismo título, aunque tal sería el que puso la casa editorial para su publicación en idioma inglés. Lo encontré en español con el de “Allegro ma non troppo”. En él se presentan dos ensayos independientes: “El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media” y ese otro, el relativo a las leyes de la estupidez humana, que es el mismo al que más arriba hacemos referencia. En la introducción Cipolla establece la diferencia entre humorismo e ironía: “Cuando uno es irónico se ríe de los demás -comenta-, cuando uno hace humorismo se ríe ‘con’ los demás”.

“Allegro ma non troppo” es  una expresión que se encuentra con frecuencia en las obras musicales; realmente quiere decir: “alegre (o rápido) pero no tanto”; equivaldría a la expresión castellana de “rápido, pero despacio”. En mi caso y a manera de obsequio adelantado de Reyes, quisiera hacerles el mismo presente, pero envuelto esta vez en papel de regalo; así, les sugiero que vayan a “epublibre.org” y bajen absolutamente gratis el librito mencionado con el título que he dejado indicado. Una especie de “vísteme despacio que llevo prisa”.

Carlo M. Cipolla habría muerto en forma prematura (78 años). No quisiera decir que falleció “joven”, aunque esa es una edad en la que muchas personas están todavía en goce y plenitud de muchas de sus principales facultades. Esto de la edad puede ser un concepto en exceso subjetivo; hoy mismo he terminado de leer una novela de Arturo Pérez-Reverte (“La piel del tambor”, que -de la misma forma- les recomiendo muy vivamente). Y en ella, quien funge como uno de sus principales protagonistas es un clérigo llamado Príamo Ferro, un “anciano” de hirsutas y despeinadas canas que exhibe la nada despreciable edad de sesenta y cuatro años (64)… Anciano! Nada menos que mi actual impronta cronológica!

Hay veces que no sabemos la razón o motivo que tuvieron los escritores para escoger los títulos que pusieron a sus obras literarias (eso mismo me pasó con la novela con título de instrumento de percusión a la que hago referencia). En el caso de “Alegre, pero no tanto” (otra interpretación), quizá la intención de Cipolla pudo haber sido la de invitarnos a disfrutar de su humor -estar alegres-, pero que tratemos de meditar mientras disfrutamos sus ensayos.

El librito no tiene más de sesenta páginas y en él se compendian los cuatro tipos de personas que existen en la especie humana: los inteligentes, que procuran beneficiar a los demás y que consiguen un provecho para sí mismos; los incautos o ingenuos, que por favorecer a los demás se perjudican, sin tal vez advertirlo; los malvados, que son aquellos que perjudican a los demás y que con ello obtienen algún beneficio; y, claro, los infaltables y peligrosos estúpidos, esos que perjudican a los demás y que a cambio no obtienen ningún beneficio.

“Allegro ma non troppo” consiste en dos ensayos nunca exentos de humor. Según Cipolla el humorismo no es otra cosa que “la capacidad inteligente y sutil de poner de relieve y destacar el aspecto cómico de la realidad”; porque “la vida es una cosa seria, muy a menudo trágica, algunas veces cómica”… El chiste chabacano -dice el autor-, está al alcance de muchos, pero de eso no se trata el auténtico humorismo. Ese humor es solo una deformación del humorismo. “Humorismo viene de humor, y se refiere a una forma feliz de disposición mental basada en el bienestar y el equilibrio psicológico”.

Sabemos desde Darwin -dice Cipolla- que debemos luchar para sobrevivir; pero para ello tenemos que cargar con un fardo adicional. Tenemos que luchar con un grupo más poderoso que la Mafia o que ciertas organizaciones internacionales. Es un poderoso “grupo no organizado, que no se rige por ninguna ley, que no tiene jefe, ni presidente, ni estatuto, pero que consigue, no obstante, actuar en perfecta sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible”: ese grupo es nada menos que el de los imbéciles.

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